sábado, 28 de diciembre de 2013

Circo criollo EL MATERIAL MÁS DURO Una penosa noticia atraviesa hoy el corazón de la República y golpea mucho más que la canícula y los cortes de luz. El mausoleo del ex presidente Néstor Kirchner, que se encuentra en Río Gallegos, está experimentando un grave deterioro debido a que cedió el piso y esto afectó parte de la estructura. Tan grave es la cosa que hasta se ha pensado en retirar de allí el féretro que contiene sus restos, no vaya a ser que todo se venga abajo y se destruya el cajón donde descansa el hombre, lo que podría dar lugar a escenas dantescas si fuera cierto, como afirman los contreras y cree el vulgo, que en esa bóveda no sólo descansan los restos del ex mandatario, sino que allí también se almacenan fortunas en oro 18 k y en dólares. Mientras tanto, se estudia con qué material suficientemente duro podrá reemplazarse lo que se dañó, habida cuenta de que el que se puso originalmente no ha sido capaz de resistir el peso de la obra, agravado, según la increíble leyenda, por la sobrecarga representada por los lingotes de oro. Lo que puede deberse a dos razones: una, a que el equipo del señor Báez, que fue el que hizo la obra, calculó mal o no le dijeron todo el peso que venía con el finado, y en consecuencia el piso cedió; y otra, a que el personal de este señor, acostumbrado a la obra pública, escamoteó cemento, echó cal de cuarta y puso fierros viejos y oxidados y por eso el monumento se está viniendo abajo. Ahora bien, esto no puede, de ningún modo, quedar así. El mausoleo del marido de la Señora y fundador del kirchnerismo, debe volver a ser lo que se pretendió que fuera, esto es, un monumento que perpetúe la memoria del occiso por los siglos de los siglos, lo que no garantiza en absoluto el deficiente material empleado por la empresa del señor Báez que se encargó de levantarlo. Ya que, como se ha visto, de continuar todo como hasta ahora, a las próximas generaciones sólo le quedarán los escombros y, acaso, las hilachas del saco cruzado que supo vestir. Por eso es importante que el señor Báez exprese con toda claridad qué es lo que piensa hacer para reparar ese monumento de un personaje tan querido por todo el país y al que tanto se debe. Es decir qué material, de suficiente dureza, se valdrá esta vez para que la bóveda se mantenga enhiesta por los siglos de los siglos. O sea qué acero, qué metal extraordinario aplicará esta vez, en lugar del relleno de cuarta que usa habitualmente. ¿Acaso el que se emplea en las naves espaciales? ¿El de los misiles más salvajes y destructores? ¿El que tiene el más alto componente de carburo de tungsteno o de algún otro material raro y carísimo? En el Margot se armó una discusión acerca de qué material se podría emplear para garantizar que la bóveda de Kirchner no se cayera. Unos hablaron del titanio, que sería fuertísimo; otros, del material que se emplea en los cohetes que se mandan a Marte y también… Pero en ese momento intervino el reo de la cortada de San Ignacio y propuso: “¿Y por qué no prueban con la cara de De Vido?” Y como todos se quedaran mirándolo, agregó: “No conozco nada más duro. Hace diez años que es ministro de Planificación y ahora anda echándole la culpa por los cortes de luz a las empresas. ¿Y hasta ahora qué hizo? ¿Apoliyaba o jugaba al chinchón en la oficina?”

domingo, 22 de diciembre de 2013

Circo criollo UN VERANO DE TERROR Decir de alguien que se encuentra en el mejor lugar en el peor momento, se presta a chistes chanchos que no se condicen con la seriedad que deben tener los análisis políticos. Pero esa es precisamente la situación en que se encuentra el señor Coqui Capitanich, que inicialmente apareció como una suerte de mandamás suplente, de presencia diaria en la TV y con agallas suficientes para responder con autoridad al más enconado de los adversarios, disfrazado como siempre de periodista. Pero esta presencia avasallante, propia del tipo que dijo “déjenme a mi, que yo lo arreglo”, está dejando paso, desde que los calores del verano y los apagones se hicieron presentes, a otro tipo, menos seguro de si mismo, más dubitativo, como si alguien, cuando bajó el telón de alguna de sus presentaciones, se le hubiera arrimado para decirle: “Pero pará, gil, ¿o vos te la creíste de verdad que sos el que para la olla y cocina el estofado?” Desde entonces se lo ve menos seguro, más dubitativo y hasta un poquitín arrepentido, como debe sentirse un DT cuando lo llaman para salvar a un equipo que igual se va, inexorablemente, al descenso. O como el forward que, señalándose el pecho, pide la ball para patear el penal y termina tirándola a las tribunas. Lo cual crea una nueva expectativa. Porque es cierto, la presencia de Coqui ante las cámaras tenía como justificativo la ausencia temporal de la Señora, a causa del agujerito en la mollera y del consiguiente reposo recomendado por los facultativos. Pero bien se sabe que esta circunstancia no es eterna, como Evita, sino que apunta a un plazo relativamente breve, en el que su naturaleza debe retornar a la normalidad, aunque sea vigilada, y por consiguiente a los primeros planos que hoy ocupa, como suplente, el hombre del Chaco. Ahora bien, ¿al Coqui le informaron mal, se tomó a pecho lo de primer ministro con presidenta vacante o simplemente se agrandó Chacarita y se vio como candidato en el 2015? Porque viendo cómo se presenta el verano, acaso el Coqui no haya sido más que el producto de una sabia especulación urdida en Olivos, sabiendo que la canícula venía fuerte y que había que armar un nuevo team que apuntara, al menos, a salvar la ropa y la guita. Desprendiéndose de los players que ya venían muy golpeados, como el inefable Moreno y aprovechando el consejo médico para poner en marcha el autosecuestro de la señora y el cambio de equilibristas y payasos, encabezados por Capitanich, para pasar el verano. Mientras Zannini, De Vido, Aníbal, los hermanitos K y hasta Nestorcito, el nieto, ideaban la manera de zafar hasta que haya que irse nomás, pero con los morlacos convenientemente encanutados. Al reo de la cortada de San Ignacio no había manera de contenerlo. No lo preocupaban los apagones y mucho menos el Coqui Capitanich. El campeonato ganado por San Lorenzo le había provocado tal nivel de excitación, que el hombre derrochaba su menguada jubileta y su salud en brindis interminables. Además él, siempre reticente en materia religiosa y que jamás se había subido a un avión, se transformó en un fan del Papa y hablaba hasta de empeñar las camisetas autografiadas del Tata Martino y del Lobo Fischer, si es que con eso podía adquirir un vuelo que lo dejara en el Vaticano. Sin embargo, cuando un tipo se le arrimó para preguntarle si pensaba que iban a repetir en el 2014, le cambió la cara y confesó: “Le tengo miedo al Lobo”. Y enseguida agregó, en voz muy baja y mirando hacia los costados: “Usted sabe quiénes son hinchas de Gimnasia de La Plata, ¿no? La Presi y la madre de la Presi. Bueno me han dicho, de muy buena fuente, que le han ordenado a Lázaro Báez que pare la mano con eso de alquilarle piezas de los hoteles. A partir de ahora tiene que dirigir toda la guita a reforzar el plantel del Lobo. ¿Y sabe en quién está pensando la Nona? En Messi, en Di Maria, en Neymar, en…”

martes, 17 de diciembre de 2013

Circo criollo PALABRAS REFRESCANTES Tal vez lo más conveniente fuera que, lo que sigue a continuación, no cayera en manos ni fuera leído por gente impresionable, de avanzada edad o que hubiera sufrido recientemente ataques de pánico o de cualquier otra naturaleza. Porque lo que habrá de decirse es muy, pero muy fuerte. Aunque nadie lo crea o ni siquiera pueda imaginarlo (mientras sufre, a oscuras y sin alivio, el furor de la canícula, luego de haber subido varios pisos por la escalera y de haberse lavado apenas la punta de los dedos con el agua que aún quedaba en la pava del mate), a fines de los años 30, la CHADE, es decir la empresa que proporcionaba el fluido eléctrico en la Capital, ofrecía a sus clientes, a pagar en cómodas cuotas mensuales, incluidas en la factura del servicio, la compra de ventiladores. Es decir que, la que hoy se conoce como Segba y es nacional, cuando pertenecía al perverso capital extranjero alentaba el consumo eléctrico, proponiéndole al cliente que abandonara la pantalla de la tintorería o el abanico y adoptara, para pasar mejor el verano, aquellos modernos aparatos de entonces. Esto viene a cuento no sólo por la frecuencia de los cortes de luz que se padecen hoy no bien el termómetro supera los 30º, sino por las ocurrentes palabras pronunciadas recientemente por el señor De Vido, que no por nada ejerce, desde los inicios de la gestión K, el ministerio de Planificación.Vale decir, el que tiene a su cargo el manejo del telescopio oficial, de modo de ir previendo hacia dónde se mueve el mundo, hacia dónde debería hacerlo el país, qué medidas tomar y qué inversiones hacer, de modo que los criollos estemos, como siempre, a la vanguardia de los pueblos civilizados del orbe. (Y de Marte también, si algún día se descubre que allí hay tipos como nosotros y que ya es hora de invadirlos y hacerlos pelota). El señor Julio De Vido, como genuino varón de la futurología vernácula, de las inversiones a realizar, de los planes, en fin, para que todo marche de 10, se ha molestado recientemente en acudir a la TV, no para decirles a los criollos que este verano la habremos de pasar bomba, con aire acondicionado, el freezer lleno de helados y bebidas refrescantes y los ascensores funcionando a full las 24 horas del día, para deleite de los niños y consuelo de los ancianos y achacosos que viven en los pisos altos de los consorcios, sino para todo lo contrario. Porque para lo que ha hecho un breve paréntesis en sus pesadas ocupaciones, es para advertirles que lo mejor que pueden hacer, si es que no quieren leer el diario a oscuras, perderse la telenovela y bañarse en el Riachuelo, es ni acordarse de que tienen instalados acondicionadores de aire y (no dicho pero si insinuado), que lo mejor que pueden hacer, cuando la canícula aprieta, es volver al abanico español o a las pantallitas de cartón de las tintorerías. Con lo que seguramente habrá considerado que, al menos para el resto del verano, tiene asegurado su empleo en lo que a la planificación nacional se refiere y aún tendría tiempo y lugar para ejercer ese mismo cometido en países menos desarrollados, como Alemania, Suiza o Finlandia. “Maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio, luego de advertir que esa noche iba a tener que sacar otra vez el catre al patio, para poder dormir- no sabe cómo lo extraño a ese muchacho Moreno”. Y cómo le preguntaran por qué, agregó: “¿No vio lo que nos están cobrando las velas y las pilas? Al Guille eso no se lo hacían. Porque no sólo les ponía precio máximo, que se cumplía o se cumplía, sino que a todos los chinos los mandaba en cana. ¿O no?”

lunes, 16 de diciembre de 2013

EL SANDWICH DE LA VIEJITA No creo que haya habido un tiempo más triste y negativo para la sociedad argentina, que aquel de los años 30. Porque no se trataba solamente de que hubiese un montón de tipos durmiendo en la calle, o mangueando al que pasaba, o caminando por la vía con el atadito al hombro. Hoy, a tantos años de aquellos tiempos duros, recuerdo a muchos de ellos, porque los había a montones, como pordioseros sin esperanza. La mayoría eran extranjeros. Habían venido de España, de Italia o vaya a saber de dónde, con la ilusión de que aquí iban a tener laburo, un hogar, una compañera, pibes, y que, por alguna razón que, me atrevo a decir, nunca llegaron a entender muy bien, de golpe se vieron en la calle, en la miseria, sin nada y lejos, lejísimo, de sus viejos, de sus afectos, de sus pagos, de su paisaje. Yo por entonces era muy chico y lo veía todo con mis ojos de niño satisfecho, al que no le faltaba nada. Y miraba como la cosa más natural del mundo lo que pasaba a mi alrededor. A los pibes que vivían en los conventillos, que jugaban conmigo a la pelota en la calle y a los que entraban a casa a jugar. Y que acaso, supongo hoy, a tantos años de aquellos tiempos, los sorprendiese que tuviéramos auto (el único de la cuadra), o que para mi cumpleaños hubiese chocolate, sándwiches y pasta frola para todos. Por otra parte había, por entonces, algo que nos igualaba a todos, pobres y burgueses, y ese algo era la calle y el potrero. En la calle jugábamos a la pelota, a las bolitas, al ainenti, a la mancha y al vigilante-ladrón. Y en el potrero futbol de la mañana a la noche. Recuerdo que una vez, después de jugar horas y horas y cuando íbamos ganando algo así como 8 a 4, les preguntamos a nuestros rivales cuándo terminaba ese partido, ya que se acababa la claridad. Y la respuesta, de tan simple que fue, no la pude olvidar nunca: “Hasta que empatemos”. Y si no jugábamos nosotros asistíamos como espectadores al futbol de los grandes. Que lo hacían en una cancha con arcos y ellos con camisetas. Pero acaso lo más lindo fuera al comienzo de cada partido, cuando los 22 se reunían en el centro del campo y uno preguntaba: ¿Aurieli? (¿already?) Y los otros respondían: ¡Diez! (¡Yes!) Y tras cartón empezaban el partido, dirigido por algún viejo del barrio. Vivíamos por entonces en Caballito, en una casa grande, cuando el barrio estaba todavía poblado de baldíos y de calles sin asfaltar. Y por allí pasaban, viniendo de quién sabe dónde, mendigos y también algunos pobres tipos que habían perdido la razón. Unos pasaban pidiendo, otros voceando alguna cosa: ricota fresca, fruta del Tigre o dándole manija al organito. De los locos perdidos, recuerdo a aquel pobre tipo que había sido gaseado en la guerra del 14 por los ingleses, y que iba casa por casa mangueando en un estado desastroso, porque se hacía encima y olía que era un espanto. Y había otro, también desquiciado, turco o armenio por su apariencia, que caminaba rapidito y voceaba, apenas inteligible, “papa y cebolla”, “papa y cebolla”. Pero que en la bolsa que llevaba al hombro no tenía nada, absolutamente nada. Por lo que si alguna vecina distraída o novata lo llamaba para comprarle, no se detenía, antes bien, aceleraba el paso como si huyera de ella. Y cómo olvidar a Pinkas, un judío-austríaco que también había peleado en la Gran Guerra, que había sido prisionero de los rusos y que, con buen humor, le decía a todo el que lo quisiera escuchar que era “gallego”. Y esto lo sostenía, claro que en broma, porque había nacido en Galitzia, la provincia más al Este de lo que fuera el imperio austro-húngaro. Comida al paso Los pordioseros de aquellos tiempos remotos lo que más pedían era comida, simplemente porque pasaban hambre. Vivirían tirados por allí, algunos, los menos infelices, en una piecita de conventillo o en un rancho instalado en un baldío y los más a la intemperie. Pero todos galgueaban porque no tenían para comprar ni un pedazo de pan. Por lo que en casa, lo que se les daba a los que pedían, era comida y, por lo general, la que había sobrado del mediodía. Un caso que recuerdo, tal vez porque me intrigó vivamente, fue el de un tipo, joven, de sombrero y pañuelo al cuello, que llegó un día a la puerta de casa pidiendo algo de comer. Lo atendió mi viejo; hablaron largamente y luego mi padre abrió el portón de casa y lo hizo pasar. Llamó a la sirvienta y le dio algunas órdenes. Al rato reapareció ésta con un banquito y un cajón de madera que colocó en el garaje, que estaba vacío, y luego con un plato, un vaso, cubiertos, una jarra de agua y la olla del puchero. Puso todo eso sobre el cajón y lo que no cabía allí en el piso y mi viejo le indicó al fulano que se sentara y comiera tranquilo, mientras él hacía mutis por el foro. Por lo que sólo yo me quedé con él, seguramente por pura curiosidad. No se si cambiamos alguna palabra. El tipo comió a sus anchas, bebió agua seguramente lamentando que no le hubieran traído vino, tomó unos sorbos de caldo y finalmente satisfecho, se marchó, no sin antes acariciarme la cabeza y pedirme que le diera las gracias a mi viejo. A ése, no lo vimos nunca más. Pero no ocurría así con el común de los tipos que andaban por el barrio pidiendo. Algunos pasaban una o dos veces por semana, otros casi todos los días. No se les daba siempre a todos, pero mi vieja tenía una favorita, una viejita a la que no permitía que pasara por casa sin llevarse un sándwich de lo que fuera, de carne de puchero, de milanesa o del estofado del mediodía. Por lo que no faltaba nunca. Llegaba puntual, una vez por semana, mamá la atendía y era ella misma la que le preparaba el sándwich y se lo entregaba, junto con el deseo de que anduviera bien de salud y de que se cuidara, ya fuera que el frío amenazara a Buenos Aires o que el calor estuviera haciendo estragos en los porteños. Ignoro qué habrá sido de aquella pobre mujer que pasaba, tal vez semanalmente, por la puerta de casa y a la que mi madre le daba personalmente su sándwich envuelto en una servilleta de papel. Tampoco supimos nunca su nombre, de dónde venía ni dónde habrá muerto. Acaso en la calle, donde habrá dado el último suspiro, o en el hospital Durand, si tuvo la suerte de que la recogiera una ambulancia. A casa simplemente dejó de venir, dejó de llevarse su sándwich. O acaso también sus cosas mejoraron, alguien le dio refugio, un hijo, un nieto, si es que tenía, se apiadó de ella y la llevó consigo. Pero si la viejita, que vaya a saber cuándo, cómo y dónde murió, no volvió a pasar por casa, no por ello desapareció del todo. Su sándwich, el que dejó de llevarse, el que le armaba mi madre con las sobras del día, ese, subsistió, hasta hoy, cuando tampoco mi madre pertenece a este mundo y yo mismo me siento tremendamente viejo. Porque, cosas de chicos, nosotros, que éramos tres hermanos y que habíamos asistido tantas veces a aquella ceremonia del sándwich que mi madre le preparaba con sus manos a la pordiosera, lo incorporamos también a nuestro menú preferido. Y pasó a llamarse “el sándwich de la viejita”, el que se armaba con cualquier pan y con las sobras de la carne del mediodía, así se hubiera tratado de puchero, de pollo, de peceto o de lo que fuera. Y la singular supervivencia de este caso, que se remonta a los lejanísimo años 30, años de terrible mishiadura, de miles de pordioseros que deambulaban pidiendo por los barrios, es que ni siquiera morirá conmigo. Acaso el último en ver pasar a aquella anciana pordiosera y ver también cómo mi vieja le preparaba y le entregaba su sándwich de sobras. Porque esta historia sin importancia ni protagonista reconocible, la he contado, no una sino, como hacemos los viejos, cien veces, a mis hijos y a mis nietas. Y como casi todo lo que va alguna vez vuelve, aquellos años 30 de mi infancia, dulces para mi, de terror para millones, vuelven cuando alguna de mis nietas me piden que les prepare “el sándwich de la viejita”. Con lo que aquella anciana pordiosera, cuyo nombre y cuyo fin nunca supe, tiene o al menos eso espero, la inmortalidad asegurada.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Circo criollo EL NOMBRE VERDADERO DEL RELATO Si había algo que tenía de la cabeza a muchos argentinos era eso de “el relato”. Porque aunque mencionado miles de veces por la Señora como por sus colaboradores y followers, nadie sabía en realidad de qué se trataba. Hasta el punto que algunos, absolutamente equivocados, como puede verse hoy, suponían que el tal “relato” no era más que una sanata encaminada a ocultar la falta absoluta de ideas y de propósitos claros. Pero no, hoy puede decirse, por fin, que el “relato” no es ningún invento de esos que se fabrican a las apuradas para salir del paso, sino que se trata de algo muy serio y con antecedentes muy sólidos, como que se remontan a 200 años atrás. Sólo que entonces no se lo conocía como “relato”, sino que se le daba otro nombre. Si, se lo llamaba simplemente “anarquía”. Ahora bien, ¿por qué el cambio de una palabra por otra? Porque anarquía trae a la mente el recuerdo de figuras que asustan, como la de este señor Bakunin, mientras que “relato” sabe a música, a verso, a literatura y en lugar de evocar a tipos impresentables, como el susodicho, lo ponen a uno de la cabeza recordando a El Eternauta, que andará hoy allá por los cielos, luciéndose con sus sacos cruzados y sus mocasines. Y, sobre todo, a la Señora, que anda por aquí, por Olivos, sólo empecinada en desprenderse de la odiosa estatua de Colón, pero a la que ni se le pasa por la cabeza una repartija a lo bestia de la guita. Además había tipos, como el recientemente desplazado Moreno, que con sus jugarretas estadísticas, con su pretensión de que todo el mundo fuese a comprar al Mercado Central, con su imaginativo surtido de precios congelados, sus gritos y sus amenazas, aunque no lograba ni por pasteles de dulce que aflojara la inflación y que el dólar blue se aproximara siquiera al oficial, contribuía a la confusión general acerca del verdadero significado del “relato”. Pero un nuevo equipo ministerial, presidido por el Coqui Capitanich y una simpática y oportuna huelga de funcionarios policiales en Córdoba, han permitido, por fin, poner en negro sobre blanco o sea en juiciosas letras de molde, el verdadero propósito de la política que, con tanto éxito se viene desarrollando desde hace dos presidencias y media y que no es otro que llegar al cuarto llamado consecutivo a elecciones generales en medio de un batuque generalizado. De esta manera y culminando una tarea llevada a cabo por distintos agentes del caos, como los limpiadores de parabrisas ubicados en las esquinas con su botellita de agua y su servicio ultrarrápido al compás del semáforo; los prolijos cartoneros que despanzurran las bolsas de residuos; los trapitos dueños de calles y avenidas en las que se pretende estacionar los autos; los pibes que ocupan los colegios; los piqueteros que vuelven locos a los automovilistas y, ahora también, los manteros que, con tanta gracia, ocupan las veredas de los sitios más concurridos de la ciudad con su mercadería, se ha llegado, y ya era hora, al programado desbarajuste final. Porque el saqueo de los comercios de Córdoba, en coincidencia con la huelga policial, no obedece, como se ha dicho, a una suerte de venganza contra el gobernador contrera, disimulada a través del recurso del fallo de las comunicaciones o del convencimiento de que los cordobeses debían arreglárselas solos. Nada que ver. Con eso, que derivó en un fuerte aumento de las asignaciones a los policías de la Docta y luego se repitió en otras provincias, como también era de esperar, no se ha hecho más que cerrar un ciclo y una política que no persigue otra cosa que conducir al país por los interesantes caminos de la anarquía. De la que sólo quedarán exceptuados la hotelería, Puerto Madero, un pedacito de Olivos, otro de Plaza de Mayo y la bóveda mayor, esa que se encuentra en Río Gallegos. “Maestro, dijo preocupado el reo de la cortada de San Ignacio, está por llover sopa y a nosotros nos agarra con un tenedor en la mano. ¿Me quiere decir qué podemos hacer los jubilados con la mínima para aprovechar la bolada?” “Pero si hay saqueo, vamos todos maestro. Yo voy derecho al almacén del chino con una bolsa bien grande y me cargo veinte botellas de tinto. ¿Y usted?” El reo de la cortada quedó un minuto en silencio, como pensando y al final dijo: “La verdad, que no se. Pero yo me afanaría a la china, que está buenísima”.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Circo criollo LA NUEVA PELÍCULA A la Presidenta se la extraña. Es que aunque el nuevo equipo armado por la Señora tiene un perfil destacado y lucen como estrellas (¿fugaces?), tanto el nuevo Jefe de Gabinete, el señor Capitanich, como el ministro de Economía, el joven Kicillof, ninguno tiene el impacto sobre la opinión pública que tenían las intervenciones de la Señora por la cadena de TV. Se trataba de apariciones que la gente seguía con verdadero entusiasmo porque en ellas la Señora desplegaba todo su encanto. Hasta el punto que puede afirmarse que si, a pesar de eso, las urnas le fueron esquivas en las dos últimas elecciones, esto no se ha debido a que sus reiteradas presentaciones tuvieran “estufos” (como se decía antes) a los criollos, sino acaso a que no fueron suficientemente frecuentes, como lo reclamaba la audiencia. Pero por fortuna, el final de la convalecencia de la Señora acaso marcó el nuevo perfil que acompañará su presencia, otra vez frecuente, como el público le reclama, en el hogar de los argentinos. Porque el film, lamentablemente breve, que la talentosa hija de la Señora realizó en Olivos, está pidiendo un bis. O, mejor, una nueva realización. Porque lo que mostró en esa aparición casi fugaz, apenas recobrada de la riesgosa operación a la que fue sometida, generó deseos de nuevas presencias suyas en la pantalla chica y, por qué no, también en la grande. Porque Capitanich será la cara de las nuevas medidas encaminadas a enderezar la nave de la República, que luce sólo ligeramente escorada; Kicillof se lucirá en su gran papel de custodio del “relato”, no importa lo que haga y lo que diga, ya que para ello basta con su manifiesto marxismo. Pero la Señora es irreemplazable. Por lo que seguramente la fina directora cinematográfica en que ha devenido la hija de la Presidenta, después de cortos pero intensos estudios en el país del Norte, debería tener en mente nuevas presentaciones de la Señora, ya que se constituirán con seguridad en otros tantos golazos. Si bien no han trascendido nuevos argumentos ni cuál sería el mensaje, se le podría sugerir que no se olvide, la próxima vez, de darle cabida a Nestorcito, el flamante nietito de la Presidenta, en lugar del simpático perrito Simón. Así, mientras la Señora expone sus sustanciosos argumentos acerca de lo que sea, podría vérsela bañando al bebé en la bañaderita de plástico (no olvidar, en este caso, de hacerle verificar la temperatura del agua con el codo) o poniéndole talco en la colita. También sería de gran punch para la audiencia que, en otro corto, se la viera con su hijo y que, así como al pasar, entre una y otra mención al estado de las finanzas públicas y al repunte espectacular de las reservas, le preguntará cariñosa: ¿Y qué hiciste hoy, nene? ¿Trabajaste mucho? Por favor, no te esfuerces demasiado, que sino después te va a costar dormir la siesta. Y sería igualmente magnífico presentarla en su hotel de El Calafate, preparando tragos en la barra y cambiando impresiones con Cristóbal López y Lázaro Báez. A los que podría preguntarles: ¿Y a ustedes les parece que hay inflación? Porque aquí en el hotel la tarifa en dólares no se ha movido ni un céntimo. Lo que podría ser comentado por alguno de ellos, diciendo, por ejemplo: ¿Inflación? Pero si esto parece Suiza. A lo que el otro podría agregar: ¿Suiza dijiste? Aquí estamos mejor que en Suiza. No sabés lo que me costó el tacho la última vez que fui al banco en Zurich a alquilar otra caja de seguridad. A lo que ella podría agregar, admonitoria pero sonriente, mientras les sirve unos tragos: Ah no, en Suiza no, que acá tenemos cajas de seguridad tan buenas como las helvéticas y mucho más baratas. “Qué lástima –dijo el reo de la cortada de San Ignacio- que ya se fue este muchacho Moreno. Si no, ¿saben que película de cowboys podría haber hecho la pebeta Kirchner con su mamá y esos otros dos cosos?” “¿Y los indios?”, le preguntó un parroquiano. “¿Los indios? –repitió el reo-. Y, los indios, como siempre, seríamos nosotros”.

sábado, 30 de noviembre de 2013

SOLTERON EMPEDERNIDO Esta historia, que no sé cómo calificar, se inició hace unos meses, durante una fiesta familiar en el departamento de mi hermano menor, en Coghlan. Y concluyó, o tal vez no, con la ceremonia fúnebre a la que acabo de asistir, en un cementerio privado de San Isidro. El protagonista es el Negro Fernández, mi amigo de hace treinta años, ya que hicimos el servicio militar en la misma compañía del Regimiento 3 de Infantería Motorizado. El Negro tiene mucho éxito con las mujeres, debido a dos muy buenas razones: una, que es rico y otra, que es soltero. Una conjunción irresistible para las muchachas. Por eso, cuando en aquella fiesta lo vi tratando de seducir a Virginia, una amiga de mi cuñada Mecha, me alarmé e intervine para evitarle un disgusto. No bien se me presentó la oportunidad -la chica había ido al baño-, me acerqué al Negro y le dije en tono confidencial: “Che, ¿vos sabés por qué esta piba usa turbante? Porque tiene cáncer, le están haciendo quimioterapia y está totalmente pelada”. Su primera reacción fue de sorpresa mezclada con algo de pena, como le hubiera ocurrido a cualquier otro tipo de sensibilidad normal. Pero la que me desconcertó fue su segunda reacción. Hizo una pausa en su comentario de circunstancias, se le produjo un clic adentro, de sus ojos brotó una chispa y me pidió que le confirmara, con mayor precisión, lo que le acababa de contar. Lo hice y, entonces sí, el cambio en su fisonomía fue copernicano. No sólo sonrió y me agradeció el dato sino que, como suele hacer cuando recibe una información que le permite acrecentar su fortuna, extrajo dos cigarros y me puso uno en la boca. Pero el mío no llegó a encenderlo. Al advertir que Virginia regresaba se reunió con ella y ya no la abandonó en toda la noche. El Negro, desde la adolescencia, esa edad en la que la mayoría fantasea con casarse con una millonaria, apostaba a que habría de mantenerse soltero hasta el fin de sus días. En lo que tal vez tuviera algo que ver el desafortunado matrimonio de sus padres. Pero a medida que lo fui conociendo llegué a la conclusión de que el Negro Fernández, como más tarde el doctor Fernández Brent (¿de dónde habrá sacado ese segundo apellido si su madre se llamaba Guglielmone?), no habría de casarse jamás porque era un egoísta de manual. Solterones, como se sabe, hay de todos los colores. Están los que se enamoraron de la mamá, los misóginos, los que sufrieron algún desengaño irreparable y aún los que quisieron romper con el celibato y, por esas cosas de la vida, nunca se les dio. Ninguna de estas razones tiene nada que ver con el Negro, cuya soltería militante se comprende menos por sus antecedentes como por una incapacidad enfermiza para compartir nada, ni siquiera el jabón del baño. Y mucho menos tolerar que una mujer, en su misma cama, sufra un acceso de tos, o que se atreva a mantener encendida la luz del velador cuando a él se le ocurre dormir. Es decir, una resistencia de egoísta esdrújulo que no ha hecho más que acentuarse desde que hizo plata, porque ahora, además, teme que las mujeres lo persigan para sacársela. A los 49 años, rico, viajado, atractivo, con piso en la torre Le Parc, mansión en un boating, un par de autos deportivos y un yate al que –toda una declaración de principios- bautizó Dólar, el Negro Fernández se encaminaba, al menos eso es lo que yo creía, a terminar sus días soltero y feliz. Sin embargo, me equivoqué. Y lo que más bronca me da es que un par de años antes de recibir la participación de su casamiento –naturalmente que en el Socorro- tuve un indicio que no supe interpretar. Se casaba mi hermano menor, el Negro estaba a mi lado en la iglesia y cuando los novios intercambiaban anillos, sentí que su respiración se hacía más agitada. Me volví hacia él y lo confirmé: lo dominaba la emoción. Al advertir que lo observaba y como si hubiera sido sorprendido metiéndose los dedos en la nariz o espiando por la cerradura del baño a una chica, sonrió y se encogió de hombros como diciendo: “tranquilo, no pasa nada”. Sin embargo yo que, repito, lo conozco como si lo hubiera parido y he hecho negocios con él, tuve el pálpito fugaz de que el solterón empedernido estaba aflojando. Y que ahora contemplaba esa ceremonia sencilla y repetida, con la misma actitud que le conocía cuando anhelaba cerrar un negocio, o la que podía tener ante una Ferrari en la que quisiera verse al volante. Y lo que también recuerdo de aquella escena, es que pensé: “Imposible. Después de tantos años de resistencia tenaz ¿qué cualidades debería reunir una mujer para que este troglodita se case con ella?” Pero si la claudicación del Negro fue la noticia del día o del año en la city porteña, lo que a mí me dejó helado fue la novia elegida para romper con su soltería. Porque en el lujoso papel que tenía entre manos leí que Ignacio Fernández Brent, contraería matrimonio con Virginia Valdivieso Uribe, que no era otra que aquella chica del turbante, según me confirmó mi cuñadita. Es decir, la que tenía cáncer. La ceremonia en el Socorro y la fiesta en el Alvear se correspondieron con el estado patrimonial del marido. En la iglesia, como en el hotel, el Negro, de riguroso smoking –y no de Casa Martínez- lucía tan eufórico como si hubiera ganado otro millón de dólares. En cuanto a la novia, cuando entró a la iglesia, enfundada en un vestido blanco que debió haber costado una fortuna y con una cola sostenida por cuatro pequeñitos, parecía una diosa. Aunque ya se sabe que, salvo fealdad extrema, las novias siempre lucen muy bien en estas circunstancias. Luego, en la fiesta, tuve oportunidad de efectuar una inspección más detenida. Y allí advertí que, aún cuando el maquillaje era perfecto y su hermosa cabellera negra tenía todo el aspecto de ser natural, en sus ojos y en su piel se advertían indicios de que podía estar mejor, pero no enteramente restablecida. Este examen me llevó a dudar entre dos conclusiones que resultaron igualmente equivocadas. Una, que el metejón del Negro fue tan mayúsculo, que ni siquiera pudo esperar a que la chica se restableciera del todo para casarse con ella. Y otra que, a pesar de lo que se dice de él, mi amigo es un gran tipo, tiene alma de hermanita de caridad y quiso casarse no obstante el problemático estado de la muchacha. Esa fue la última vez que los vi juntos. Ellos se fueron a un larguísimo viaje de luna de miel que comprendió las Galápagos, Madagascar, las islas del Egeo, San Petersburgo y finalmente París. Y cuando volvieron, cerca de dos meses después, supe por otros que se habían instalado en una casa en Belgrano. Por eso, esta mañana, cuando, por rutina, me detuve en la página de los fúnebres de La Nación, el aviso anunciando que “Fernández Brent, Virginia Valdivieso Uribe de”, sería inhumada esa misma tarde en un cementerio parque, me dejó sin aliento. Me comuniqué de inmediato con Mecha, la mujer de mi hermano menor y me confirmó que, efectivamente, su pobre amiga había vuelto muy desmejorada de su viaje de bodas, pasando las últimas tres semanas de su breve vida –no había cumplido aún los 30- en la Pequeña Compañía. Me desembaracé de todos mis compromisos, corriendo hasta el cementerio para acompañar a mi amigo en ese trance doloroso. Y ayudé a llevar a la infeliz Virginia hasta el sitio donde descansará hasta el final de los tiempos, empuñando una de las manijas del cajón. Que, por otra parte, era de inmejorable caoba y el más bruñido bronce. Sin embargo mi mayor preocupación se centraba en el Negro, al que supuse demolido por la desgracia. Pero no, observé que si bien se mantuvo serio y hasta solemne ante la catarata de abrazos y condolencias, no lució para nada compungido y mucho menos lloroso, como sí se veían los otros deudos de la chica. Al concluir la ceremonia y tras los saludos de rigor, vi que se encaminaba hacia su Mercedes. Y así, de espaldas, volvió a darme la sensación de que no sólo no marchaba agobiado, como un viudo más que reciente, sino que lo hacía con aire suelto, como si sólo le faltara silbar para mostrar su buen estado de ánimo. Me asaltó entonces una duda terrible, de esas que después no dejan dormir. Por lo que, para sacármela de encima, lo alcancé y lo tomé de un brazo. Mi propósito era sencillo: ponerme cara a cara con él y mirarlo fijo, que fue lo que hice, con la esperanza de adivinar qué había significado para él este episodio con Virginia. Respondió a mi mirada, primero, con curiosidad, pero luego, tal vez interpretando el sentido de mi demanda muda –porque él también me conoce muy bien- cambió. E hizo un gesto de fastidio, como diciendo: “¿qué te pasa?” o, más bien, “¿a vos qué te importa?” Entonces ya no pude contenerme y le pregunté, derecho viejo: “Negro, decime la verdad. ¿Vos te casaste con Virginia porque creíste que podía salvarse o porque estabas seguro de que tenía el plazo fijo escrito en la frente?” Me mantuvo la mirada un instante, después la desvió, pero no me respondió ni una palabra. Sacó las llaves del auto, destrabó las puertas, lo abrió y se metió adentro. Tomó un habano de la guantera, le cortó la punta con cuidado, lo encendió y puso en marcha su Mercedes. Todo esto sin volver a mirarme, como si yo no existiera y sin convidarme tampoco con un puro. Por lo que deduje que había quedado muy molesto conmigo y que tal vez no volviese a verlo. Ya me estaba arrepintiendo de mi calentura, por la amistad de tantos años, así como por los negocios que hacemos juntos, cuando pareció cambiar. Bajó el vidrio de la ventanilla y, al tiempo que enviaba una espesa bocanada de su cigarro a mezclarse con la diafanidad de la tarde, cambió de talante y me hizo señas de que me acercara a él. Y cuando estuvimos otra vez cara a cara, me dijo, del modo más natural, como si en vez de estar en un cementerio parque, en el que acababa de ser enterrada su mujer, nos despidiéramos después de haber hecho 18 hoyos en el Golf de Olivos: “Che, Cacho, ¿sabés lo que me gustaría ahora? Tener un pibe. Si sabés de alguno, avisame”. Después puso primera y arrancó, sin que yo atinara a responderle. Es que no pude; me lo impidió un estremecimiento.

jueves, 28 de noviembre de 2013

El último suspiro Por Daniel Della Costa Hay recuerdos que se resisten a borrarse y que lo persiguen a uno hasta el fin de sus días, inmunes al tiempo, a la Hesperidina y al tereré. Porque yo cargo con un muerto y, ¡ojo!, que no lo digo por decir ni lo mío es meramente metafórico. Me refiero a un muerto de verdad y detrás de esta afirmación hay toda una historia, que acá va. Corrían los felices años 60; vivía por entonces en la calle Acoyte, en el corazón de Caballito norte (barrio paquete si los hay), y lo hacía con todas las comodidades habidas y por haber: mi Citroen 2CV en la puerta, el almacén de los gallegos Meitin a la vuelta de la esquina, los mejores ravioles del país a una cuadra, un bar enfrente por si las moscas y al lado de éste un maxikiosco en el que no faltaba nada, atendido por un griego que, por añadidura, también tenía su historia. Porque Demetrio, así se llamaba este hijo del Pireo, desembarcó en el Plata por una razón singularísima: su padre, capitán de un barco mercante, le llevaba, al regreso de cada viaje por América del Sur, una lata de dulce de membrillo La Gioconda. Y a partir de allí, de aquella lata desde la que le sonreía la Mona Lisa y de aquel dulce incomparable, vivió obsesionado por venirse para aquí no bien fuera mayorcito. Y así fue como, para bien o para mal, llegó a estas playas, instaló aquel maxikiosco y vaya a saber qué fue luego de él, si hizo plata y se volvió a sus tierras o si hoy vaga por las calles de la ciudad recitando a Homero y mangando para el buyón. Pero volvamos al relato principal. A dos cuadras de donde yo vivía, en Acoyte al 600, en lo que fuera, en mi niñez, un potrero, funcionaba lo que entonces se llamaba una feria internada. Es decir una feria de las que anteriormente se armaban en la calle (como lo hacía la de Guayquiraró entre Neuquén y Bogotá), y que por una disposición oficial, que puso fin a las ferias, concluyó su vida itinerante afincándose en aquel punto central de la geografía del barrio.Y fue allí, en ese lugar, donde ocurrió esta historia, la de mi muerto. Era un día cualquiera, tal vez un sábado. Mi mujer, pensando hacer vaya a saber qué, me había mandado a comprar huevos. Y los mejores huevos, los más frescos, como yo bien sabía, se adquirían en ese mercado al aire libre de antiguos feriantes. Por lo que esa mañana yo estaba allí, de brazos cruzados, haciendo cola, a la espera de que me llegara el turno, mientras el pollero despachaba con solvencia profesional no solo huevos prolijamente envueltos en papel de diario, sino también pollos, gallinas y algún conejo (cuyos cuerpecitos despojados de su piel eran los que me daban más impresión). No éramos muchos en la cola a esa hora; acaso tres o cuatro personas delante de mi. Lo que me permitió deducir que mi espera no habría de ser larga. Y también recuerdo que, como no tenía nada que hacer más que esperar, dediqué algunos instantes a la observación del viejo que tenía delante. Era un hombre alto, flaco, de canas mal peinadas, algo encorvado, vestido con un saco oscuro que alguna vez habría formado parte de un traje y unos pantalones gastados que pedían a gritos la jubilación. El tipo esperaba, como yo, para comprar vaya a saber qué: ¿una presa de pollo para asar?; ¿una gallina destinada a la olla? No llegué a saberlo porque de pronto, sin el menor aviso previo, ni un grito, ni una palabra, el pobre viejo se desmoronó. Si, así como lo cuento, cayó como una piedra al suelo y prácticamente a mis pies. Fui el primero, por la cercanía, en tratar de hacer algo por él, pero enseguida se acercaron otros, clientes y marchantes, unos para tratar de ayudar y otros por curiosidad. Y también de inmediato, surgieron los primeros gritos: ¡Una ambulancia! ¡Llamen una ambulancia! ¿Hay algún médico aquí? Alguien puso en mis manos no se si unos trapos o unos cartones para que se los pusiera bajo la cabeza, mientras otros se acercaron curiosos para preguntarme qué había pasado. Yo, en tanto, tenía mis cinco sentidos puestos en el pobre tipo. Que no reaccionaba, respiraba trabajosamente y mantenía los ojos trágicamente abiertos. Porque era la mirada ciega de alguien que ya no veía a nadie, ni siquiera a mi, que sostenía su cabeza e insistía en preguntarle cómo se sentía y en pedirle que aguantara, que ya venían en su ayuda.. No me contestó, nunca lo hizo. Pero de su boca abierta y jadeante surgió, de pronto, eso de que tanto se habla y que muy pocos han tenido ocasión de sentir y presenciar: el último suspiro, esa exhalación de aire sin retorno de lo último que encerraban los pulmones; la muestra final de que si hay un alma acaba de partir y, si no la hay, de que lo que allí queda no es más que materia inerte y en descomposición. Había muerto, estaba seguro. Pero esa no fue la opinión de los puesteros, que sin atender ya a sus negocios se habían movilizado para intentar salvar al viejo. Fue inútil que yo les dijera que no había nada que hacer, pues había sido testigo privilegiado de su último suspiro: lo cargaron en la camioneta de uno de ellos y se fueron, con el acelerador a fondo, hasta la guardia del Durand. Y allí pasó lo que tenía que pasar. No bien un practicante le tomó el pulso al viejo, les dijo: muchachos, esto es un hospital, no un cementerio. Este tipo está muerto. La policía es la que tiene que hacerse cargo de él. Imagino la desazón que se habrá apoderado de estos voluntariosos marchantes, pero no tuvieron más remedio que dirigirse a la 11ª. con el cadáver del viejo, lo que les significó perder toda aquella mañana de laburo y hasta corrieron el riesgo de quedar adentro como sospechosos. Hasta que todo se aclaró gracias a un vigilante más perspicaz que el resto de sus colegas. Porque el occiso no tenía ni un solo papel encima y si tuvo alguna vez un peso, vaya a saber en qué manos quedó. Pero el vigilante de marras, escarbando más finamente en las pobres pilchas del finado, dio con un indicio salvador: halló, en un bolsillo del saco, unos restos de lana. Y fue a partir de ese descubrimiento que el caso se aclaró, se supo de quien se trataba, dónde vivía y se puso el cadáver en manos de su familia. El finado no era otra cosa que colchonero, de esos que iban a domicilio a cardar la lana de los colchones viejos. Acababa de hacer un trabajo en el barrio y había hecho una estación en la feria para comprar la gallina que le había encargado la patrona. Pero nunca volvió: murió allí, de repente, haciendo la cola. Todo eso, así como que el viejo vivía en Floresta y tenía un apellido que sonaba a ruso o polaco, me lo contó el pollero el sábado siguiente. Pero a mi no me interesaron los detalles, saber quién era ni dónde vivía. Desde entonces no es más ni menos que mi muerto, el tipo del que recibí su último aliento en la cara, como para que jamás pudiera olvidarme de él.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Circo criollo EL MONUMENTO QUE AÚN FALTA El retorno de la señora Presidenta a la Rosada promete ser espectacular. Porque en este más que largo mes que le ha demandado su convalecencia ni un minuto, ni siquiera un minuto, ha dejado de pensar en los graves problemas que la aguardan y que sus desdichados colaboradores, empezando por el vice, no han sabido resolver de ninguna manera. Es decir que olvidando por un momento las recomendaciones de los facultativos, que le han prescripto mucho reposo y, si por ellos fuera, hasta nula participación en los asuntos de gobierno (lo que sólo dejaría a su arbitrio la elección, a la hora de la merienda, del té o del café liviano), se lanzará, aunque en ello le vaya la vida, a atender y dar solución a los grandes temas pendientes. Esto no incluye, al menos por el momento, el problema cambiario, para el cual basta con su afirmación, en vísperas de ser internada, de que el cepo no existe, ya que ella, cuando viajó al extranjero, se encontró con un montón de criollos que gastaban alegremente sus dólares. Tampoco el de la inflación, no sólo porque cree ciegamente en las cifras del Indec y no en las truchas que aparecen en los medios opositores, sino porque no el controvertido Moreno, sino sus mismos hijos y casi casi hasta su pequeño y aventajado nieto, le han dicho una y mil veces que, por más que gasten, les sobra la plata. Lo que demuestra fehacientemente que los precios no se mueven y que, si lo hacen, es a la baja. Y por último, ni piensa en darle cabida, dentro de sus preocupaciones, al baqueteado tema de la inseguridad, ya que si ha habido y hay alguien expuesto a la labor de los pungas y demás malvivientes es ella, precisamente, ya que siempre se ha movido entre multitudes y sin custodios. A pesar de lo cual jamás le faltó ningún Rolex, ningún anillo, ni supo, en sus vuelos entre Olivos y la Rosada, de algún motochorro que haya pretendido asaltarla. Por lo que, a su regreso a la Rosada piensa ocuparse, en primer lugar, de lo más importante. Lo que incluye, como objetivo primordial, la remoción definitiva de la estatua, hoy yacente, del gran genocida Cristóbal Colón, y de su reemplazo por la de doña Juana Azurduy, acaso la mujer que ella misma hubiera querido ser de haber nacido algunos años atrás. A pesar de que entonces no se conocieran el helicóptero ni el delineador de párpados, fuera imposible dirigirse al pueblo a través de la cadena nacional y criollos y españoles se peleaban por Potosí pero no por Calafate. Lo que vendría a demostrar que las muchachas de antes podrían ser muy valientes, pero de negocios no entendían ni jota. Pero Colón, una vez justamente erradicado del trasero de la Rosada, habrá de constituir nada más que el prólogo de la segunda lucha en la que la Señora va a poner todas sus fuerzas y hasta arriesgar su salud, si es necesario. Porque a pasos de allí y justamente mirando, mal, a la Casa de Gobierno desde su pedestal, se encuentra Juan de Garay. Quien no sólo era un genocida de cuidado, como todos los conquistadores que pusieron el pie en América, sino que es el fundador, nada menos, que de la ciudad de Buenos Aires, bastión opositor si los hay y entregado actualmente al macrismo. Lo que duplica o triplica las razones para sacar su estatua de allí e instalar o la de Maradona, como pretendió en algún momento el diputado Cabandié o la del Indio Solari, con lo que se haría un doble homenaje a los pueblos originarios y al fervor popular. En el Margot se suscitó una discusión. “Está bien, –dijo uno- sacamos a Garay que era un genocida sin abuela ¿y a quien ponemos?” Sólo le respondió un largo silencio, interrumpido finalmente por el reo de la cortada, que dijo: “¡Paren las máquinas! ¡Ya lo tengo! Ahora que las relaciones con los yoruguas no andan muy bien y para eliminar asperezas, ¿por qué no levantamos allí el monumento a los charrúas que se morfaron a Solís?”

sábado, 9 de noviembre de 2013

MUERTE GEOMÉTRICA Cuando fui a empuñar el cepillo de dientes la tucura, que debía estar allí posada, dio un salto y apareció sobre mi dedo índice. Agité la mano, para desprenderla y entonces cayó a mis pies, iniciando el que sería, a la postre, el primero de sus extraños mensajes. Porque el bicho, verde, y que no ocuparía, de la cabeza a la cola, más de dos de las falanges de cualquiera de mis dedos, se ubicó precisamente entre mis miembros inferiores calzados en chinelas de cuero negro. Lo primero que se me ocurrió fue que debía pisarlo, respondiendo a una costumbre atávica y a la fama de depredador de que se ha hecho responsable este acrídido saltarín. Pero frené mi impulso al sospechar que el insecto no parecía haberse detenido donde lo había hecho por simple casualidad sino respondiendo a razones inteligentes, propias de quien desea transmitir un mensaje o establecer al menos una comunicación entre dos seres pertenecientes a especies tan diferentes, como el hombre y el bicho. Mis pies se encontraban abiertos, en la posición natural de quien se encuentra parado. Y el saltamontes no se ubicó, respecto de ellos, en una posición cualquiera, sino precisamente en medio del triángulo que formarían mis extremidades inferiores, de trazarse una raya a la altura de los respectivos dedos gordos y de prolongarse, hasta el punto de unión o vértice, las líneas ideales entre cada uno de éstos y sus respectivos talones. Estaba muy claro entonces que el saltamontes, al instalarse justo allí donde estaba, había querido indicar que lo suyo no era nada casual y que hasta el menos avisado de los geómetras estaría en condiciones de advertir su intención de participar de algo así como de un juego algebraico. Para comprobar lo cual hubiera bastado con trazar otra línea, a lo largo de su enjuto cuerpo, hasta hacerla coincidir con el vértice del ángulo formado por ambos pies. Que pasaría así a conformar dos ángulos agudos. Pero esta pequeña y curiosa langosta no se detuvo allí. Luego de haber demostrado claramente cuáles eran sus intenciones, volvió a avanzar, pero no a tontas ni a locas, sino que lo hizo, con precisión matemática, hasta colocar su cabeza exactamente en medio del ángulo recto formado por el encuentro de las dos paredes del baño más próximas a nosotros, por lo que con la posición linealmente recta y equidistante de su cuerpo, pasaba a insinuar la transformación de aquel ángulo de 90° en dos de 45°. Más esta intrigante maniobra daría para algo más aún. Porque como en ese mismo sitio coincide una baldosa perfectamente cuadrada, el saltamontes, al partirla idealmente por la mitad, de trazarse otra vez una raya en el sentido indicado por la posición de su cuerpo, estaba convirtiendo aquel simple e inexpresivo cuadrado en dos espléndidos triángulos equiláteros. Fuertemente conmovido por esta inesperada demostración de inteligencia por parte de un insecto del que poco se habla ni tiene buena prensa, me lavé rápidamente los dientes y salí del baño en puntas de pie, cerrando la puerta con cuidado luego de echarle una última y conmovida mirada. Volví horas después y seguía allí. Retorné a la noche, tarde y encendí la luz, dando por seguro que se habría marchado. Pero no, allí continuaba clavado contra el ángulo de los dos zócalos y dividiendo en partes iguales el espacio ocupado por la baldosa. Entonces me agaché para observarlo más detenidamente y pude comprobar lo que me temía: el saltamontes no se movía ni respiraba: estaba muerto. Lo que me causó una pena profunda aunque entendí que su deceso estaba en un tono en sintonía con los asombrosos hechos anteriores protagonizados por esta, en apariencia, simple y campesina tucura. La suya no había sido una muerte cualquiera, sino toda una muerte comprometida y geométrica. La primera, que yo sepa, del reino animal.

FELICIDAD: ¡QUÉ MOMENTO! Creo que cualquier fulano titubearía si alguien le preguntara, así, de sopetón, si alguna vez vio la felicidad verdadera en la cara de alguien. Descartando, claro está, la de los pequeños cuando reciben algún juguetito de regalo, la de las mamás cuando arrullan a su bebé, o la de algún tipo que, vaya a saber cómo, sale de la perrera del H nacional con los bolsillos llenos. Por eso creo que yo tengo derecho a afirmar y difundir las dos ocasiones (¡dos!), en las que, sin lugar a dudas, vi a tipos a los que se les reía la cara de auténtica e inconfundible felicidad. Comenzaré por la última. Un buen día, en una esquina de barrio de cuyo nombre no quiero acordarme, se instaló un ciruja, uno de tantos. Pero este, más vivo que otros, eligió el lugar por un motivo: un balcón del primer piso del edificio lo protegía de la lluvia. Extendió allí su colchón despanzurrado y mugroso, sus mantas no menos comprometidas, se sentó sobre todo eso de modo de aligerar el rigor de la vereda y se quedó allí por meses si no años. Y sobrevivíó todo ese tiempo sin un amigo, sin un perro pulguiento, sólo acompañado por una pequeñísima radio portátil que vaya a saber cómo consiguió y que escuchaba siempre pegada al oído, ya que andaría floja de pilas. Pero decir que la gente del barrio no lo tenía en cuenta, es poco. Era apenas una cosa, un detalle, una sombra sin nombre, nadie en realidad. Ignoro de qué viviría este tipo. Calculo que de vez en cuando recibiría una moneda de algún transeúnte sensible y que tal vez otros le arrimarían una sobrita o un sándwich de milanesa. Pero de trato personal, los vecinos nunca le ofrecieron nada. Hasta que un día, muy temprano, todo cambió, al menos por un tiempo. Porque precisamente en esa esquina, en la esquina del ciruja, chocaron dos autos, uno de alquiler y otro particular. ¿Testigos del accidente? Uno solo: el ciruja. Al que el choque, siquiera por un ratito, le cambió la vida. Porque no sólo los policías debieron dirigirse a él para preguntarle cómo había ocurrido la cosa, sino que ese mismo vecindario, que lo ignoraba por su condición de miserable habitante de la calle, que jamás le dirigía la palabra ni se acercaba a menos de un par de metros de él, porque presumía que hedía a zorrino (lo que tal vez fuera cierto), de pronto cambió de actitud. Y no sólo reconoció su oscura existencia, sino que muchos se acercaron a preguntarle cosas como: Che, ¿qué pasó? ¿Andaban muy fuerte? ¿Es cierto que al pasajero del taxi le dio un bobazo? ¿La ambulancia, tardó o vino enseguida? No habrán sido más de dos o tres días de protagonismo; después el caso pasó al olvido y ya nadie volvió a ocuparse del ciruja. Pero lo digo con fundamentos, porque yo mismo lo vi: durante esos pocos días al tipo le cambió la cara; lo vi sonreír, le vi los dientes amarillos, pocos y desparejos, vi cómo también le sonreían los ojos, cómo se agrandaba ante cada consulta y hasta lo vi pararse y avanzar unos pasos hasta la esquina para describir cómo había sido el choque. Lo vi, puedo atestiguarlo, feliz, como tal vez no lo haya sido antes y tal vez también, como difícilmente volvería a serlo. Y fue entonces que me acordé de la primera vez que vi a alguien con una expresión de felicidad tan notable como la de aquel ciruja del barrio. Una tarde de un día cualquiera me encontraba tomando un café en una confitería que había por entonces en la esquina de Lavalle y Esmeralda. Era un espacio grande y la mesa que yo ocupaba se encontraba en medio del salón. A mis espaldas, como a un metro, había una columna y, fijado a ella, un teléfono público. No se por qué estaba esa tarde allí ni en qué estaría pensando, cuando vi a un muchacho que entró al bar muy apurado. Ya desde la puerta, con una rápida mirada, había barrido el salón y advertido dónde estaba el teléfono. Se dirigió rápidamente hacia él, dueño de un gesto, según deduje entonces, que estaba marcando la importancia y la urgencia de lo que pensaba hacer y decir. Una vez en posesión del aparato que, como ya dije, estaba a mis espaldas, oí, porque no tenía más remedio, cómo levantaba el tubo, depositaba el níquel y discaba algún un número. Y a continuación escuché, también sin proponérmelo, no sólo lo que decía sino el acento formal y cuidadoso elegido para dirigirse a su interlocutor. Porque el que había llegado hasta el fono era un muchacho desorbitado, urgido, nervioso, mientras que el que hablaba luego con una tal Lucía, era otro, un chico convencional, que trataba a esta mujer con todo respeto y delicadeza. Y tras ese cambio inesperado, como si Mr. Jekyll se hubiera convertido de golpe en el doctor Hyde, le oí decirle a la tal Lucía que ya había hecho la diligencia que le habían encomendado, que el cliente había recibido el paquete de conformidad, que le habían firmado el remito como lo exigía la empresa y no sé qué cuántos detalles más que hacían a la historia del dichoso envío. Pero nada de esto tuvo para mí, como escucha, primero involuntario, pero luego atentísimo de su conversación, la importancia y sorpresa que tenía deparada para el final. Porque, les recuerdo, nos encontrábamos en Lavalle y Esmeralda, esto es, en pleno centro de la ciudad, en la más que famosa –entonces- calle de los cines. Sin embargo este jovencito, a punto ya de colgar, ¿qué fue lo que le dijo a su interlocutora? Esto, tan inesperado, casi diría tan asombroso, que ya no lo pude olvidar. Porque luego de haber descrito el viaje y su exitoso final ¿cómo se despidió? Pues informándole a la señorita Lucía que no lo esperasen muy pronto, que iba a tardar un buen rato en volver, porque, como dijo y repitió un par de veces, “estoy muy lejos, en Liniers y recién salgo para allá, Por eso calculo que, si tengo suerte y agarro un colectivo enseguida, estaré de vuelta por allí en alrededor de una hora o tal vez un poquito más”. Se despidió con un “chau”, lo oí colgar el teléfono, emitir un suspiro de satisfacción y luego, con gran pachorra, dirigirse hasta una mesa del bar, sentarse, pedir un café con leche con medialunas de grasa y, cuando se lo sirvieron, despacharlo despaciosamente, embadurnando cada medialuna con dulce de leche antes de llevársela a la boca. Y sonriendo siempre, pero involuntariamente, porque le salía de adentro, como sólo les puede ocurrir a quienes disfrutan, aunque sea por un rato, de una felicidad plena e inigualable. Cuando estaba cerrando esta nota, que mi editor me urgía, sonó el teléfono y le cambió el final que pensaba darle. Porque lo que me contó mi amigo, que sabía en qué me andaba yo metiendo, es que había visto morirse a una persona, hacía apenas un rato, con una cara de felicidad y una sonrisa que era de no creer. La historia habría sido así. Mi informante fue al hospital Alvarez, donde estaba internado su amigo. Pero cuando llegó encontró que el amigo ya había partido (no me dijo adónde) y que en su lugar había otro enfermo, solo, enchufado a un montón de máquinas y con cables hasta en los ojos. Respiraba mal, parecía que el aliento se le interrumpiría en cualquier momento y sin embargo sonreía y su cara trasuntaba felicidad. Entonces se acercó a él y muy quedo, le preguntó: Maestro, ¿qué le pasa? Parece que está muy mal pero igual se está riendo. Y asegura, jura y perjura, que el fulano, un ratito apenas antes de partir le respondió: Si, jefe, qué se le va a hacer. ¿Pero usted sabe lo bueno que va a ser no ver nunca más a la bruja? No se si lo que me contó este amigo es enteramente cierto y él tampoco sabía a qué bruja se refería el occiso, si a la mujer, la suegra o a alguna enfermera atroz. Pero igual lo consigno. Sería el primer caso, al menos que yo sepa o me haya enterado, que, instantes antes partir, sonreía y mostraba el más feliz de los rostros. Para creer o reventar.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Circo criollo LA ALEGRÍA DEL DÍA SIGUIENTE Es cierto que el país da para todo y que aquí el que se aburre es porque vive en una cabina de ascensor en desuso. Esto viene a cuento por algo que ocurrió hace muy poco, el domingo 27 de octubre, cuando asomaban las primeras sombras de la noche. Cualquiera hubiera dicho que tras las elecciones de ese día, en las que el oficialismo perdió hasta por paliza en los puntos más importantes del país, en el bunker del gobierno todos habrían de llorar a lágrima viva. No solamente porque el resultado alejaba totalmente la posibilidad de la re-re, terminaba de una vez con el relato y sepultaba al kirchnerismo, al menos hasta que el nietito de la Señora estuviera en condiciones de rescatar la memoria de sus abuelitos presidentes, sino que implicaba algo aún más grave: que a todos los que hoy son ministros, secretarios y demás altos funcios del gobierno, así como a los pibes de La Campora, los ponía ante la eventualidad de ganarse los garbanzos laburando, salvo que hubieran hecho buen acopio de dólares, euros, oro amonedado, propiedades aquí y en el exterior y demás factores que distinguen al tipo próspero del seco. Sin embargo aquella noche no sólo no hubo lágrimas ni lamentos, intentos de suicidio o migraciones en masa a Basilea o Miami, sino que, muy por el contrario, aquello fue un jolgorio, un derrame de discursos victoriosos y de aplausos interminables, no obstante no advertirse que hasta allí hubiera llevado alguien bebidas de alta graduación (whisky, vodka, cachaça).y mucho menos merca de la dura. Pero hubo que esperar menos de 24 horas para entender la razón de tan peculiar comportamiento, luego de la golpiza del domingo. Seguramente los protagonistas de esa extraña actuación no estaban pensando solamente, como se dijo para justificarlos, en los crueles padecimientos que, a causa de la intrusión quirúrgica en su cabeza, estaba padeciendo la Señora. Es decir, no estaban expresando una alegría destinada a encubrir las lágrimas, sino que estaban en autos de algo de lo que la opinión pública recién se iba a enterar al día siguiente: la constitucionalidad de la ley de medios determinada por la Corte Suprema, lo que significaba el triunfo definitivo sobe el grupo Clarín y, por ende, su desguace. Es que a partir de esto no sólo otro clima que el destituyente entraría a reinar en el país, sino que la gente, antes envenenada por aquel medio, pasaría a creer a pies juntillas en el índice oficial de inflación, dejaría de preocuparse por la caída de las reservas, participaría nuevamente del placer de crecer a tasas chinas, odiaría a los fondos buitres como jamás odió a nadie, incluyendo al novio de su mamá, y pasaría a vivir en perpetuo estado de felicidad, aceptando la re-re y hasta la belleza son límites de la Señora en calzas, hasta pasados los 80. Y, ya sin Lanatas y otros macaneadores sin abuela, los medios liberados pasarían a integrar la gran cadena de la felicidad que surte al hoy menguado pueblo K, poniendo en manos de sus amigos, no acaso toda la opinión pública (algunos recalcitrantes continuarán leyendo La Nación y Noticias), pero si ese caudal de avisos con que seguramente sabrá apoyarlos el Fisco, para que mantengan airosamente los colores de la verdad, esto es, de los K. “Confieso –dijo el reo de la cortada de San Ignacio, apurando la ginebra que aún quedaba en el fondo de la copa- que la derrota del Gobierno me puso triste, porque pensé que se iban a tener que ir”. “¿Y por qué?” preguntó desconcertado el fulano con el que compartía la mesa. “Yo creía que usted era de la contra. ¿O no?” Entonces el reo, mirando a la distancia o acaso a las muchachas que pasaban por la vereda, agregó: “Maestro, es cierto, gobiernan para el demonio, no aciertan ni a las bochas, pero dígame, con el corazón en la mano y aunque cobre la mínima: ¿alguna vez se rió tanto como con la foto de Boudou en la moto?: ¿y con el pan de Moreno a 2,80? Y nunca, pero nunca se habrá reído tanto como cuando la Señora hizo el pollito en Angola. No –terminó triste y acongojado- fija que los vamos a extrañar”. Y a continuación se puso a entonar, muy bajito, aquello de “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna…”

martes, 22 de octubre de 2013

EL GATO DE PUNTA De aquellos tiempos en los que ejercía el periodismo me han quedado algunos recuerdos. No porque mis notas hayan alcanzado, siquiera una vez, un éxito tremendo; tampoco por una entrevista tan, pero tan buena, que fuera reproducida por los mejores medios de Estados Unidos y de Europa. Y menos aún por haber logrado una primicia que haya dado la vuelta al mundo y cambiado la historia de la Humanidad. Nada de eso. Por lo tanto tengo poco para contar. Y dentro de esa escasez rescato esta historia, no porque haya sido muy importante sino porque pienso que esa fue la única vez que estuve a punto de verme en medio de una balacera y, acaso, de perder la vida a temprana edad. Y paso a contar. El director de no recuerdo qué medio para el que trabajaba allá por aquellos años bravos del 70, me encargó que le hiciera un reportaje a un dirigente del sindicato de los ferroviarios. Tras convenir una cita me presenté en la sede del gremio, me conecté con una bella y joven secretaria y ésta, tras advertirme que tuviera paciencia porque el hombre estaba muy ocupado, me hizo pasar a una sala contigua a la del capo, a juntar orines. Y ahí estaba yo, esperando, aburrido, que este fulano se desocupara, cuando empezaron a caer al lugar unos tipos de aspecto no sólo nada recomendable, sino más bien siniestro, cada uno de los cuales portaba un estuche de violín. Los analicé con cierto detenimiento y preocupación y no me costó nada concluir que esos fulanos no estaban allí porque hubiera un concierto, ni nada por estilo. Seguramente no distinguían entre un do y un la y su presencia allí se debía a una de estas dos razones, igualmente peligrosas para mi modesta humanidad: o venían a asesinar al dirigente sindical que yo debía entrevistar o su misión era protegerlo de otros bandidos que sí tendrían ese objetivo. Entonces me hice esta pequeña pero dura reflexión: ¿qué hago yo aquí, con sólo mi grabador a pilas como arma eventual, frente a estos tipos armados con metralletas? ¿Y qué pasará si su propósito no es reventarlo a tiros, sino defenderlo de otros sicarios que estarán al caer con ese objetivo, acaso armados con fusiles antitanque y lanzagranadas? Y mi deducción fue obvia: nada, sólo morir en el enfrentamiento y, para peor, acaso apareciendo al día siguiente en la crónica policial, como el NN que inició la trifulca. La hago corta: una vez llegado a aquella sana conclusión, le eché una mirada a mi reloj, hice un gesto simulando que ya no podía esperar más y, sin olvidarme de saludar muy amablemente a aquellos bandidos, me fui de allí sin esperar al gremialista y lanzando un hondo suspiro cuando me vi. otra vez en la calle. Lo único que siento, aún hoy, es que no me despedí de la secretaria, que estaba buenísima y que le debo las excusas al tipo que me encargó esa nota, ya que no volví nunca más por aquella publicación. Pero no todos, en la vida del periodista, son momentos peligrosos ni los entrevistados son siempre tontos o aburridos. Hay mucho más que eso; uno se encuentra con gente genial, la vida en la redacción es amena, los cierres consumen mucha adrenalina y trabajar un primero de año, un primero de mayo o un viernes santo, contribuyen a darle a la profesión esa aura de sacrificio y dedicación que tan bien cae entre las muchachas. Y también existen, cómo no reconocerlo, alicientes que vienen colgados de la actividad. Por ejemplo los viajes al exterior, los cocktails y las comilonas a las que invitan las empresas y también los organismos públicos, nacionales e internacionales. Gracias a eso el periodista profesional tiene su cuarto de hora de esparcimiento y consigue disimular así las tensiones y los nervios propios de un trabajo que estruja y consume diariamente a sus servidores. Y es en este punto cuando se me hace sustancia otro caso singular de mi vida periodística. Y ya mismo lo estoy contando. Se trataba, lo recuerdo muy bien, de una invitación del Banco Interamericano de Desarrollo, o el BID, para los amigos. Y lo hacía nada menos que a Punta del Este, no en plena temporada, es cierto, pero sí cuando aún podía disfrutarse de la playa y del sol. Por lo que en este caso el moderado interés periodístico de esas reuniones anuales, se compensaba con la perspectiva de pasar una semana disfrutando de un lugar al que suelen concurrir los tipos de la high. Allí fui entonces, con mis colegas. Con la malla y el bronceador en la valija. Primero, avión directo a Punta. Luego auto con chofer hasta el hotel. Y una vez allí, apenas desempacamos, rápidos al programa de cocktails y comilonas. Que había a montones, porque cada delegación de los países miembros del BID había armado la suya y extendía la invitación a la nube de periodistas, sabiendo o al menos sospechando, que los muchachos estaban menos interesados en la información o las novedades que pudieran surgir de aquella reunión anual, que de las maravillosas tenidas báquicas que iban a ofrecer los países participantes. Y hasta algunos miembros de delegaciones oficiales, como la boliviana, me consta que también fueron presa del espíritu lúdico del encuentro. No bien llegaron a Punta, ni pasaron por el sitio en que habrían de realizarse las reuniones. Lo primero que hicieron fue dirigirse al puerto por un yate para bogar por el Atlántico. Acaso una reacción más que justificada por parte de los ciudadanos de un país que, como el del Altiplano, tiene vedado el acceso al océano. Los tipos tenían allí, en Punta, el mar en directo y se tentaron. ¿Qué iban a esperar? El Titicaca no es el Atlántico. Y esa misma mañana, la de la llegada de las delegaciones, me vi. con un periodista de otro medio en el hall del hotel. Y nuestra conversación, como es natural entre colegas, disparó hacia el punto central del encuentro, esto es, las tenidas gourmet que ofrecían los diferentes países. Así fue que, sin advertir que muy cerca de nosotros, escuchando todo lo que decíamos, se hallaba un par de mucamas, nos dedicamos a evaluar los méritos de cada manduque regional. Que el ceviche peruano es rico, pero… Los mexicanos ¿no abusan del picante?.. El salmón chileno es exquisito, pero los salmones son truchos, criados en piletones y alimentados con antibióticos... Y así estábamos, que si vamos a esta comida, que no, mejor a esta otra, cuando una de las mucamas se cansó de escucharnos y casi nos gritó: ¿Así que pueden elegir dónde ir a comer? ¡Ustedes sí que la pasan bien! Escuchar eso y ocurrírseme una nota fue todo uno. Cerré la conversación con mi colega, acordando el lugar en el que cenaríamos esa noche, me dirigí a la sala de prensa y mandé una nota al diario, contando esta historia, que titulé: “Punta del Este también es América”. Al día siguiente la vi publicada. La nota estaba tal cual. Pero creo que el título fue ligeramente cambiado. No recuerdo si le pusieron “Punta es una fiesta” o “Las alegres muchachas de Punta”. Pero otra cosa que quería contar sobre esta inolvidable reunión comienza precisamente ahora. Porque la oferta manducatoria y el beberaje expuestos esa noche por no se qué delegación de qué país, fue grandioso, exuberante. Champagne francés, whisky inglés, caviar ruso, empanadas uruguayas, jamón español y hasta agua de Vichy para los pocos abstemios que allí pudiera haber. A tal punto llegó esta oferta de maravillas líquidas y sólidas que, cansado de comer y acaso también de beber, busqué refugio en un rincón del salón y, advertido de que allí había una silla, me senté a tomar aliento, con una copa en la mano. Y así habré estado no se si algunos minutos o sólo unos pocos segundos, cuando creí advertir que algo se movía muy cerca de mis pies. Era oscuro y lo que fuera lo hacía en perfecto silencio. Pero yo, en la semioscuridad que reinaba en ese sitio, sumado a las copas que cargaba, no alcanzaba a determinar con exactitud de qué se trataba. ¿Una rata? Imposible. ¿Un ser humano? No parecía tan grande. Y entonces, al fin, pude distinguir qué era esa cosa negra que se movía. Porque él, el gato, un gato negro con algunas manchas blancas, había dejado de hacer lo que estaba haciendo y dirigía su vista felina hacia mí, como advirtiéndome: ¡Ojo con lo que hacés! ¡Ni se te ocurra moverte! Luego de lo cual bajó la cabeza y volvió a lo suyo, que no era otra cosa que comer algo que estaba desparramado en el suelo. Entonces me acerqué un poco más a ese gato, entrecerré los ojos para ver mejor y así fue que pude distinguir qué era lo que estaba comiendo ese gato uruguayo en Punta del Este. ¡Era caviar! El gato estaba comiendo caviar ruso (soviético por entonces), de vaya a saber cuántos dólares el gramo, el mismo que algún comensal desaprensivo había dejado caer al suelo. Y lo hacía, no tal vez con la delicadeza que ese manjar exigía, pero si con enorme fruición gatuna. Y además, sin dejar de levantar de vez en cuando la vista hacia mí, como para advertirme otra vez que no lo molestara o me atuviera a las consecuencias. A la madrugada volvimos al hotel, me levanté tarde y al mediodía, sin ganas de almorzar a causa de los estragos báquicos de la noche anterior, me hallé otra vez en la oficina de prensa, frente a la Olivetti que me habían asignado. Y fue entonces que empecé por titular la nota que, entonces, no llegué a terminar y que, por ende, tampoco envié nunca al diario. Pensando en el gato le había puesto “Punta del Este no es América”. Pero repito, nunca la terminé. O, mejor, sólo ahora acabo de hacerlo.

martes, 15 de octubre de 2013

ES HORA DE QUE CONOZCAN A MI ABUELO Dice el periodista platense Dalmiro Corti, en el extenso artículo que le dedicó a Pablo Della Costa en la edición dominical de La Prensa del 25 de febrero de 1968, que a raíz de una diablura infantil y a su resistencia a aprender el oficio de su padre, fue llevado por éste, cuando tenía apenas 11 años, alrededor entonces de 1866, a trabajar en la imprenta del diario El Nacional, de Dalmacio Vélez Sarsfield. Este diario apareció en 1852, pero antes de la caída de Rosas, ocurrida el 3 de febrero de ese mismo año. Para medir su importancia baste decir que fue allí donde Juan B. Alberdi publicó un adelanto de Las Bases. Además fue el primero en realizar dos ediciones, una al mediodía y otra a las dos de la tarde. Es posible que la elección del medio haya tenido que ver con alguna relación personal de don Aronne, así como que su decisión de poner a su hijo a trabajar cuando era tan joven obedeciera también a la necesidad de incrementar los ingresos familiares, donde había seis bocas que alimentar, el matrimonio y cuatro hijos. ¿Pero por qué en un diario, cuando en aquellos tiempos se abrían tantas oportunidades distintas de empleo? Lo que ocurrió fue que, a partir de Caseros, se produjo una verdadera explosión editorial, en correspondencia con el nuevo clima que se respiraba en el país, con la necesidad de las diferentes corrientes políticas que se disputaban el poder vacante de transmitir sus ideas y sus propósitos a la opinión pública, así como con las nuevas posibilidades que abría a la prensa la conexión telegráfica (en 1865 se extiende el primer cable eléctrico entre Buenos Aires y Montevideo), la evolución tecnológica de los sistemas de impresión y las inversiones realizadas en el sector. Así fue como sólo en 1852 se lanzaron a la calle cinco diarios de interés general: aparte de El Nacional, Los Debates, dirigido por Bartolomé Mitre, El Progreso, en apoyo de Urquiza, El Orden y La Crónica, más un periódico de la colectividad española y una revista. Y en los años siguientes siguieron apareciendo medios, entre ellos La Nación Argentina, El Mosquito, El Comercio del Plata, The Standard y El Siglo; La Prensa, el diario de la familia Paz, en 1869 y La Nación, dirigido por Mitre, el año siguiente. Cuando Pablo ingresa a El Nacional lo dirigía Sarmiento y se dice que su primera tarea consistió en barrer el taller. Pero en el censo de 1869, con 14 años, ya aparece como tipógrafo, lo que implica que el muchacho progresó, pero asimismo que en aquellos tiempos los hijos de las familias pobres maduraban más pronto, abreviando el paso por la infancia y la adolescencia. (Tan rápido pasaba entonces la juventud y tan rápido los jóvenes se hacían adultos y hombres maduros, que en una conferencia que pronunció en Rosario en 1897, cuando no tenía más de 42 años, confesó hallarse ya en “la edad provecta”. En la que habría de mantenerse veinticinco años más). Sin embargo las aspiraciones del juvenil cajista, que era un lector apasionado (Corti cita su devoción por Victor Hugo, Alejandro Dumas, Paul Feval y Eugenio Sué), no terminaban allí. Y sin dejar de hacer su labor se las ingenió para componer artículos que, al retirarse del taller, pasaba por debajo de la puerta como si los hubiera dejado un extraño. Las notas se ajustaban al propósito de señalar “una necesidad cada día”, dentro del ámbito ciudadano y comenzaron a ser publicadas por el diario sin saber quién era su autor. Hasta que pidieron, en un suelto, que éste se presentara, descubriendo así que se trataba del adolescente que trabajaba en ese mismo taller. Corti da como comienzos de su labor periodística el año 1875, cuando apenas contaba 20 años y Sarmiento lo elige para “lector” de sus editoriales. Sin embargo el mismo Della Costa, en un autorreportaje que le publica Caras y Caretas en 1922, poco antes de morir, fecha su ingreso al periodismo 4 años después, en el 79, cuando pasa a revistar en el diario La Libertad, dirigido por Manuel Bilbao. Entre un año y otro es factible que haya tenido un pie en el taller y otro en la redacción, ya que un año antes de ingresar a La Libertad, en el 78, participó activamente de la primera huelga de tipógrafos, un gremio importante y combativo cuya representación la ejercía la legendaria Sociedad Tipográfica Argentina, fundada en 1857. A Bilbao, que era un distinguido jurisconsulto y probado polemista, es a quien se le atribuye (al menos así lo afirma quien escribió la necrológica de mi abuelo en Crítica) haber descubierto el valor intelectual del joven periodista. A sus escasos 24 años le encomendó la redacción de “los sueltos jocosos de la politiquería local”, lo que significa no sólo valorar sus méritos como redactor, sino reconocerle asimismo la capacidad para capturar al lector con su ingenio. De allí en adelante la carrera de Della Costa fue en continuo ascenso, hasta alcanzar su natural declive con el paso de los años, ya que por entonces los periodistas no se jubilaban. Fue fundador del diario El Orden, de Rosario y de El Diario, de Concordia y sus últimas intervenciones profesionales se registraron en La Razón, La Nación, Plus Ultra y Caras y Caretas que, al decir de Corti fue “el refugio de su vejez”. (De esta revista recordó alguna vez, riéndose de su capacidad profética, que en vísperas de su aparición, a fines del siglo XIX, cuando se desempeñaba en La Tribuna, le ofrecieron dirigirla pero rehusó porque le pareció que el proyecto no tenía futuro). Fue poeta, pero sobre todo fue un excelente prosista y también un agudo ironista. Salvo, mirado con los ojos de hoy, cuando le tocaba ejercer el tono declamatorio, tan en boga entonces y casi obligatorio cuando se trataba de homenajes y actos patrióticos. Se muestra particularmente sensible cuando se trata de evocar a la patria de sus padres y ha quedado registrado en la memoria familiar, que le brotaban lágrimas mientras escribía el artículo dedicado a Humberto I, muerto en un atentado anarquista en la ciudad de Monza, en 1900. Parte de lo mejor de su producción Pablo la reunió en un libro, “Trapos viejos”, de 1886, que firmó con su seudónimo Severus y al que no le puso índice porque “para cerrar un libro del género del mío, el Índice es completamente superfluo”. “Mis trapos viejos –había dicho en el prólogo- son apenas un grano de arena lanzado al aire (...) alguien los leerá hoy y mañana los arrojará en el fondo de un estante empolvado sin acordarse de ellos”. Y así fue. También escribió para el teatro. En su “Historia de los orígenes del Teatro Nacional Argentino y la época de Pablo Podestá” (1929), Mariano G. Bosch lo recuerda, junto a otros dramaturgos de su tiempo (y en la vereda de enfrente del teatro gauchesco de los Podestá), como autor de la obra “Lo que fuimos y lo que somos”. Se trata de un “estudio crítico y social en un prólogo y dos actos”, según consigna el autor, que le estrenó la compañía del actor Mariano Galé, en el teatro Onrubia, en 1892. La labor de Della Costa no se limitó tampoco al periodismo, la prosa, la poesía y la dramaturgia. A pesar de sus escasos estudios contaba con fuertes conocimientos en el campo de la economía. En los albores de la ciudad de La Plata, fundada en 1882 por Dardo Rocha, fue convocado por éste, que era su amigo y correligionario, para que pusiera en marcha la Caja de Ahorros de la provincia de Buenos Aires. La que incluía una lotería sui generis, ya que la mitad del importe del billete volvía al jugador en títulos de la deuda interna. También fue agente de Bolsa, alcanzándolo de la peor manera el crack del 90. Perdió todo, no dejó de pagar sus deudas y, por añadidura, sobrevino una tormenta y se le inundó la casa. (Se cuenta que en aquellos breves años de opulencia lo visitaban asiduamente dos poetas bohemios, Diego Fernández Espiro y Charles de Soussens, a los que ayudaba). Y ejerció asimismo una reconocida labor gremial, pugnando por una ley jubilatoria que alcanzara al periodismo y que no llegó a ver concretada. El sueño del pibe Pero repasando los hechos más significativos de su vida, que los tuvo y en abundancia, pienso que el punto de inflexión de su carrera profesional y personal se debe haber dado en 1884. Ese año, que también fue el del nacimiento de su hijo varón, Carlos Pellegrini lo llamó para ofrecerle el cargo de administrador del diario Sudamérica. Un diario con un staff como tal vez no se haya dado otro en el país, ya que lo integraban, aparte de quien habría de llegar a vicepresidente primero y luego a presidente de la República, Roque Saénz Peña, que también habría de serlo y a una generosa constelación de notables: Lucio V. López (autor de La Gran Aldea), Delfín Gallo (periodista, legislador, abogado y candidato a presidente), José María Ramos Mexía (médico psiquiatra e historiador) y Pablo Groussac (historiador, escritor y recordado director de la Biblioteca Nacional). Sudamérica no resultó un éxito y, como lo recuerda Corti, el Gringo Pellegrini tuvo que recurrir a toda su astucia para que levantara la tirada: se fue con su administrador a entrevistar al intendente Torcuato de Alvear y le ofreció publicarle gratuitamente en el diario el extracto de la lotería municipal. A partir de allí la circulación subió de 2.000 a 15.000 ejemplares, lo que provocó este comentario de Della Costa: “Para hacer circular un diario no se necesita talento. Basta con publicar un extracto de lotería”. Más allá de lo anecdótico y de la suerte que corrió el diario, el haber pertenecido a su conducción desde el arranque, invitado por una personalidad como Pellegrini, perteneciente a lo mejor de la sociedad porteña (fue fundador del Jockey Club) y que para entonces ya había sido diputado, senador, subsecretario de Hacienda de Sarmiento y ministro de Guerra y Marina de Avellaneda, debe haber sido casi como vivir un sueño, tal vez el de su propio padre. Él no era más que el hijo de un inmigrante modesto, de apenas 29 años, ex obrero tipográfico, con pocos años de ejercicio del periodismo y sin más educación, aparte de los tres años de primaria que alcanzó a brindarle la escuela pública, que la que él mismo consiguió procurarse a través de sus estudios y lecturas y la que pudo legarle su padre. Lo que revela que la clase dirigente de entonces apreciaba el talento–seguramente no como condición exclusiva- a la hora de elegir sus colaboradores.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Circo criollo LA GRAN REVELACIÓN El de las vocaciones es todo un tema. Si el tipo le chinga y agarra para el lado equivocado, puede llegar a armar un desastre. Fíjense, si no, el caso de este muchacho Adolf Hitler. El tipo pintaba para pintor, tal vez no un Da Vinci y tampoco un Picasso, pero se la habría rebuscado haciendo un paisaje tirolés aquí, una casita en medio del bosque allá y acaso habría terminado, como tantos otros germanos, pintando paisajes de Bariloche abrazado a una morocha argentina y comiendo milanesas a la napolitana. Pero no, agarró para el lado de la política y no sólo terminó en un bunker con olor a sobacos dándose un balazo en el mate, sino que además le cortó el futuro a millones de fulanos que nunca twitearon, ni tuvieron la oportunidad de conocer el celular y, desde el bus, llamar a la patrona para decirle: che, Negra, poné el bife en la plancha que en cinco minutos estoy por allí. Y, como acabamos de descubrir los argentinos, algo parecido, pero por suerte no idéntico, nos ha ocurrido a nosotros. Porque viendo cómo van las cosas por el lado de la inflación, de la política, de la energía, de las relaciones con el mundo, de la deuda, de las reservas, de las inversiones, de los jubilados, de los piquetes cortacalles, de los chorros y de los pibes tomacolegios e incendiaiglesias, cualquiera podría llegar a decir que el que maneja los hilos de la Nación o vive en otro país o está acá pero de paso y pensando en radicarse en Miami en cualquier momento. Pero no, gracias a un reciente reportaje que le hizo, a su pedido, un periodista del espectáculos a la Señora, se advierte con claridad meridiana que la culpa de todo lo que nos pasa no reside estrictamente en ella, sino en que, por motivos que alguien tendrá que explicar, le erró a la vocación. Como Hitler. O como el pibe Bush, que fue dos veces presidente de los Estados Unidos, que metió al país en una guerra desastrosa y que, según parece, hubiese sido mucho más feliz y le hubiera causa menos trastornos a los yanquis si hubiera seguido los dictados de su corazón, que no eran otros que el de ser heladero, de los de carrito y que van por las calles voceando: “Helado, helado, a los ricos helados de crema, chocolate, frutilla y limón. ¡A los helado, vamo que me voy!” Por suerte en el mencionado reportaje se advierte, con claridad meridiana, que la vocación de la señora andaba por otros lados que por la política y, mucho menos, por la economía y las relaciones exteriores Tampoco se la advierte muy lista eligiendo a sus colaboradores, ni creando engendros como La Cámpora, que viene a ser como una versión light de los montos, pero que ni siquiera sirven para controlar los precios en las góndolas de los súper. En cambio, lo que si mostró, hasta un grado superlativo, fue su capacidad histriónica, su facilidad para pasar del buen humor al llanto, del enfoque serio a la chanza y hasta a la risa franca, todo en un contexto cuidadamente profesional y digno. Es decir, como si se tratara de una exigente audición para aspìrar a un bolo en la tele. ¿Por qué entonces se dedicó a la política, cuando podría haber brillado en la calle Corrientes? Vaya a saber. Tal vez la culpa la tiene el finado que se la llevó a Santa Cruz para seguir haciendo guita (lo que parece que formaba parte de la tradición familiar) y para escapar del ambiente pesado que por entonces había en La Plata. Y (el amor es ciego y a veces también sordo) allí formó una familia, pelechó y tampoco le fue mal, como que llegó a Presidenta. Pero no todo fue bien, aunque pueda tener cuenta en Suiza y hasta en las Seychelles, si se le antoja. Los criollos estamos en el horno y la calle Corrientes se perdió una diva, El reo de la cortada de San Ignacio terminó su café y mirando a lo lejos, hacia la calle, lanzó un hondo suspiro. ¿En qué piensa, maestro?, quiso saber un parroquiano que estaba en la mesa de al lado. El reo no contestó de inmediato. Volvió a suspirar y al fin preguntó, pero a nadie en particular, como si hablara consigo mismo: ¿Cómo le quedarán las calzas a Victoria Donda?

viernes, 20 de septiembre de 2013

Celulares, celulares ACTO UNICO La escena transcurre en un restaurante. Varias mesas y sillas, un mostrador, detrás una puerta practicable y a la izquierda la entrada al salón. Al levantarse el telón hay varias mesas ocupadas y un mozo cerca de la entrada en actitud de espera. La gente que está en el local recurre frecuentemente a sus teléfonos celulares y las llamadas, con sus sonidos particulares, constituyen la música de fondo de la obra durante todo su transcurso. Ingresan Juan y Carlos charlando animadamente. El mozo los recibe. Juan: Una mesa para cuatro, por favor. Ah, me están llamando. (Atiende su celular). Ah, si, hola. Si, ¿dónde están? Si, nosotros ya llegamos. Bueno, eso es a cinco minutos de acá. No se olviden de dónde tienen que decirle al chofer que doble. Si, Las Tinajas. Las Tinajas. Eso. Las esperamos. (A Carlos) Era Marga. Vienen en un taxi. Mozo: (Que los ha guiado hasta una mesa) ¿Acá está bien? Carlos: Si, cómo no. ¿No fumadores, no? Mozo: Ahora todo el salón es fumadores free, señor. Carlos: Ah, si, es cierto. (Se sientan). Bue… Ahora me están llamando a mí. (Atiende su celular). Ah, si, pero si acaba de llamar Marga. Si está bien. (Cierra su celular). Era Gabi. Que por qué no le respondí su mensaje de texto. (Vuelve a sacar su celular y lo examina). Sí, es cierto, acá está. Lo que pasa es que a mi me harta esta maldita cosa. Y mirá lo que me dice: vamos para allá. Juan: Pero debe haber sido antes del mensaje de Marga. Carlos: Seguro. Mozo: ¿Les voy trayendo algo? Carlos: No se… ¿Un vino? ¿Una picada? Juan: ¿Por qué no les preguntamos? (Saca su celular y escribe algo). Carlos: (Al mozo) ¿Por qué no nos va trayendo un agua mineral? Mozo: ¿Con gas o sin gas? Carlos: Con gas, para mi con gas. (Mozo sale en busca del pedido). Juan: Acá está la respuesta. Un cabernet, me dice. Queso y salame. Carlos: Confieso que estoy nervioso. Juan: ¿Nervioso? ¿Y por qué? Carlos: No se, tantos años. Han pasado tantas cosas. No se si… Juan: Vamos, si eran unas chicas macanudas. Imagino que deben seguir siéndolo. Carlos: Si, pero… Vos tuviste algo con Marga. Juan: ¡Hace tanto tiempo! ¿Y vos con Gabi? (Va a agregar algo más, pero en ese momento mira hacia la puerta y descubre que entran Marga y Gabi). Pero si, si son ellas mismas. Mirá, Carlos, son ellas. Quién lo hubiera dicho. ¡Y qué jóvenes se las ve! ¿Cómo hicieron? Nosotros al lado de ellas somos unas ruinas. (Fuerte, al tiempo que les hace señas) ¿Así que queso y salame, no? (Se levantan para recibirlas con los brazos abiertos y amplias sonrisas. Marga les hace un gesto para que no avancen hacia ellas y extrae su celular). Marga: (Enfocándolos para sacarles una foto) La ocasión lo merece. Después de tanto tiempo de no ver a estos caballeros… A ver, digan whisky. (En medio de risas, saca la foto). Juan: Eh, esperen, quédense ahí. Ahora nos toca a nosotros. (Repite la escena, sacándoles la foto con su celular). Ahora si. Carlos: Pero yo… (Hace ademán de sacar su celular). Juan: Dejá, después te la escaneo. Marga: Pero claro. Y yo la mía. (Se sientan después de abrazarse y besarse como amigos que hace mucho que no se ven). Gabi: Tanto tiempo… Juan: La verdad… ¡Años! Marga: Si parece increíble, volver a vernos. Carlos: No sé cómo pudimos dejar pasar tanto tiempo. Gabi: Bueno, ocurrieron cosas entre nosotros ¿no? Juan: Ya, ya, a olvidar lo malo y a recordar lo bueno. Ahora a sentarse y a disfrutar del momento. Este lo presiento como uno de esos días inolvidables. (Se sientan) Mozo: (Deja la botella sobre la mesa, destapa la soda y sirve en las copas). Ustedes dirán… Carlos: ¿Por qué no nos trae el menú? Mozo: (Sonriendo, como jugando con la sorpresa) ¿Menú? Acá no hay menú. (Y como los cuatro lo miran asombrados) He visto que los señores… y las señoritas, tienen celulares ¿no es cierto? Bueno, marquen por favor asterisco y tres uno dos cinco y allí tendrán no sólo el menú sino la imagen de los platos en sus pantallitas. (Los cuatro se apresuran a obedecerle). Carlos: Pero es fantástico. Marga: ¡Qué maravilla! Gabi: A ver, a ver… Esta milanesa napolitana luce fantástica. Carlos: Y fijate estos ravioles. (Lee) Y los ofrecen a los cuatro quesos, a la putanesca, al fileto… Juan: No, para mí un bife. Y con fritas. Mozo: (Extrae su celular) ¿Voy tomando los pedidos? Marga: No me diga… Mozo: (Disfrutando la novedad) Si señora, le digo. Les tomo el pedido y ni tengo que molestarme en ir a la cocina. Una vez que me confirman, le doy el OK y esto lo reciben en la cocina en una pantalla. Y cuando el plato está listo me contestan de la misma manera. Juan: (Asombrado) Pero esto es el siglo veintidós. Carlos: Bueno, ordenemos. ¿Marga? Marga: A mi arroz con calamares. (A Juan) ¿Te acordás del arroz con calamares, allá en el muelle de pescadores? Juan: Cómo me voy a olvidar. Gabi: Yo, la milanesa napolitana. Carlos: (A Gabi) ¿Me tengo que acordar de algo? (Ríen) Juan: Me mantengo en el bife con fritas. Carlos: …Y yo en los ravioles a los cuatro quesos. Mozo: ¿De beber? Carlos: Las chicas se han inclinado por un cabernet. Y antes la picada. ¡No nos olvidemos de la picada de queso y salame! (Ríen) Mozo: OK. (Pliega su celular y se retira). (Los cuatro se miran) Juan: (Con profunda nostalgia) ¡Cuánto tiempo, pero cuánto tiempo ha pasado! Marga: Y las cosas que les habrán ocurrido, allá, tan lejos. Sabemos que anduvieron por Europa, por África… Carlos: Pero igual, tendríamos que habernos llamado, habernos comunicado, que hoy que es tan fácil. Gabi: Si, pero… (Iba a agregar algo, cuando suena un celular). Marga: Ese no es el mío. ¿Qué es ese ruido? Carlos: Oh, de las carreras de autos. Cosas de mi… (Se interrumpe) Perdón. (Atiende). Oh, sos vos. Creí que te habías muerto. Como no volviste a llamar. Si, ayer, pero ayer es ayer. Hoy es hoy. Sos un caso. No, estoy en una reunión muy importante. Te llamo. Chau. (Cierra el celular). Perdón. Juan: Yo decía, de todos estos años, si parece mentira. Marga: La experiencia de ustedes en el extranjero debe de haber sido fantástica. Carlos: Ojo, él (por Juan), que yo apenas si estuve unos pocos años afuera. Gabi: Bueno, igual, aunque te moviste menos, mirá todo lo que lograste. Carlos: ¿Y vos cómo lo sabés? Gabi: ¿Qué? ¿Te creés que no leo los diarios? Carlos: (Encantado) Qué tierna que sos. Marga: Bueno, empecemos. Cuenten, cuenten ustedes, que me muero de ganas por saber. Juan: Yo… (Suena un celular) Esta vez es el mío. Gabi: (Por lo que se ha escuchado) ¿Eso es Beethoven, no? Juan: Si… (Extrae su celular) Hola, si, ¿qué hacés? Y si, comiendo, ¿a esta hora qué puedo estar haciendo? Estoy con Carlos y con dos amigas que no veíamos desde que nos recibimos. Nos estamos contando todo, pero todo, ¿eh? Años de no vernos. (Sonriendo intencionado) Y, si, algo hubo. Bueno, chau, nos vemos. (Cierra su celular. A Carlos:) Carmen. Carlos: ¿Carmen? (Señalando a Gabi y Marga). Tenemos que contarles. Mozo: (Llega con la picada y el vino. Les sirve y cuando se va a retirar, suena su celular. Los cuatro lo observan curiosos. Mientras se aleja de la mesa, hablando en tono muy bajo:). Si, si, si. ¿Todo a la cabeza? Ah, y a los premios. (Cierra su celular y vuelve a ubicarse junto al mostrador). Marga: (Desconcertada) ¿Qué dijo? ¿Qué le duele la cabeza? Gabi: (Mientras Carlos y Juan se ríen de ella) Pero vos no podés ser más ingenua. Juan: (Levantado la copa) Bueno, bueno. Por fin se produjo. Años, pero años esperando este momento. Lo juro. (Invita a brindar) ¡Por el reencuentro! (Chocan las copas). Y a no olvidarnos de nada. Tenemos toda la tarde por delante. Marga: ¿Comienzo yo? ¿Desde el principio? Juan: ¿Qué? ¿Vas a empezar desde la última vez que nos vimos? Marga: ¿Y por qué no? Si ellos no lo saben. Ni a Gabi se lo he dicho. Gabi: ¿Pero qué fue? ¿Qué ocurrió entre ustedes? Juan: (Suena otra vez su celular). No… ¡Caramba! Me llaman. Carlos: Te salvó el gong. Juan: (Por teléfono) Si, escucho, hola. Ah, si, ¿cómo te va? No me digas que ahora. (Mira el reloj) No, ahora imposible. Estoy en una reunión muy importante. Pero si no lo teníamos agendado. Bueno, ya veré. Chau. (Cuelga). Del estudio. Gabi: Yo diría que si Juan es el primero que se tiene que ir, que sea él el que comience a contar. Cuando te recibiste te fuiste a Mendoza, ¿no es cierto? Juan: (No responde. Se miran largamente con Marga). Marga: ¿Contás vos o cuento yo? Carlos: (Ante la indecisión de Juan) Bueno, empiezo yo y listo. ¿Más vino? (Sirve a los demás y toma un sorbo de su copa). No le estamos haciendo el honor a esta picada. (Los cuatro pican algo) ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Gabi: ¿Te lo tengo que recordar? Juan: ¡Vamos, Gabi! ¡Estás como Marga! Marga: Yo propongo una cosa… Mozo: (Se acerca con el celular en la mano. Después de echarle una mirada) Avisan de la cocina que ya está lo que pidieron. ¿Puedo retirar? (Luego de interrogarse entre ellos, los cuatro asienten. El mozo se lleva los restos de la picada). Carlos: (Por el mozo, en tono de broma) ¿Y si le pedimos que nos juegue unos numeritos? Juan: No comieron nada. Gabi: (A Marga) Vos ibas a proponer… (Suena su celular, con un ritmo de moda). Carlos: Mirá la rockera. Gabi: Perdón. Hola, si mamá. Sí, pero sí, dejalos ver teve. No importa, si no lo aprenden de la teve, se lo enseñan los compañeritos del jardín. Son otros tiempos. Si, mamá, dejalos. Chau. (A sus amigos) Era mamá. Me está cuidando los chicos. Carlos: ¿Tenés pibes? Gabi: Si, no sé qué te asombra. Carlos: No, si no lo digo por eso. Es que pienso, en todos estos años, mirá, vos con chicos, vos, Marga, no se (ésta niega). No hay caso, tenemos pilas de cosas para contarnos. Mozo: (Llega con los platos servidos, en una bandeja. La deposita en una mesita accesoria y consulta su celular) A ver, a la señora (por Marga), el arroz con calamares. La señora rubia (por Gabi), milanesa a la napolitana. El señor de gafas, bife con papas fritas. Ay, perdón, salieron españolas. ¿Es lo mismo señor? Porque si no se las cambio. (Juan niega y el mozo entonces continúa) Y el caballero de corbata azul, ravioles a los cuatro quesos. ¡Bon apetit, señores! (Se retira). Juan: Esto parece estar muy bueno. Empiezo, porque el bife hay que comerlo caliente. ¡Caracho! Otra vez el teléfono. (Atiende) Bueno, ¿qué quieren ahora? Pero si ya les dije. No, que no me apuren. Repito, si no estaba agendado, ¿por qué voy a tener que?.. (Cierra el celular) ¡Pero es de no creer! Marga: Y qué vas a hacer. Si te llaman y sos un hombre de negocios… Juan: Pero por qué, si no estaba agendado. Esperate que reviso. (Extrae otra vez el celular y mira). Ay, caracho, ¿hoy qué día es? ¿Es jueves? No me digas que es jueves. Pero soy un idiota. Carlos: No me digas que te habías olvidado. Gabi: Años que no nos vemos y cuando nos volvemos a ver… Juan: No saben cuánto lo siento. Gabi: Se había puesto tan lindo el reencuentro, después de tantos años. Juan: No saben la bronca que me da. Lo único que me consuela es que ahora que volvimos a ubicarnos no faltará otra ocasión para volver a vernos. Carlos: Seguro. Tenés que contarles a las chicas tus experiencias en Abisinia. No saben lo que estuvo haciendo este loco en Abisinia. Marga: ¿En Abisinia? Juan: Bueno, estamos al habla. Todos tienen el número de mi celular. Y si no, mi mail. (Reparte apresuradamente unas tarjetas). Chau, Carlos. Chau Gabi. (Antes de besar a Marga se detiene un instante; finalmente la besa, le hace una pequeña caricia en el rostro, suspira y sale. En el camino hacia la salida vuelve a atender su celular y hace mutis sin dejar de hablar). Marga: (Por Juan) ¿Está casado, no? ¿Se casó, tiene hijos? Carlos: ¿A mi me preguntás? Mirá, sé menos que vos. Tuve y tengo vinculación con él, pero casi exclusivamente profesional. Y porque estamos en el mismo ramo. Sé que ha hecho buena plata, pero mejor que te cuente él. Gabi: Qué lástima esas papas fritas. ¡Y con pimentón! (Pincha una con el tenedor y Carlos y Marga la imitan) Están buenísimas. Marga: Me hubiera gustado saber más de él. Aunque no sé para qué. Gabi: Bueno, ¿íbamos a contarnos qué hicimos durante todos estos años o no? ¿Empiezo yo? Carlos: OK. Gabi: Oh, caramba, otra vez el teléfono. Seguro que es otra vez la cargosa de mi madre. (Atiende). ¿No les dije? ¿Qué pasa ahora mamá? ¡No! Pero qué ocurrencia. (A Carlos y Marga). Mi madre es increíble. Les sacó una foto a los chicos mirando televisión y me la mandó. Miren, pero miren. Carlos: Muy gracioso. Qué lindos pibes. Gabi: Son la piel de Judas. Marga: No parece. Gabi: Bueno, basta, vayamos a lo nuestro. Para qué nos juntamos, si no, después de tantos años. (Con ternura). Carlos, te miro y no lo puedo creer. Carlos: Bueno, ustedes están iguales, pero yo… Marga: Vamos, no mientas y empezá. Carlos: Bueno, ¿cuándo habrá sido la última vez que nos vimos? En el ochenta y pico. Yo… Marga: (Suena otro celular, esta vez como si se tratara de un aire tirolés). Huy, esperá, que me están llamando. (Atiende el celular). Si, yo, ¿qué otra? ¡Sonia, mi amor! No, para nada. Estoy en un restaurante que se llama… (Gabi y Carlos le susurran el nombre) si, Las Tinajas. Lindísimo. Y con unos amigos que no veía hace una pila de años. Si, y más que amigos, también. La estamos pasando bomba, contándonos todo de todo este tiempo sin vernos. Oh, no sabés. Pero qué contás vos. ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo volviste? No me digas. ¿Con Roxana y su mamá? Pero qué pollerudo. Y qué podías esperar de semejante aparato, Sonia. Si, te oigo un poco cortado, pero te oigo bien. ¿Al cine? Me encantaría. ¿Qué querés ver? No, esa ya la vi. Y si te digo con quién te vas a querer matar. ¿Cómo adivinaste? Gabi: (Haciéndole señas de que se apresure a colgar) Marga, Marga, después hablás… Carlos: No, dejala, lástima que se le enfría… Marga: (Haciendo señas de que enseguida va a cortar y pinchando a la vez algo de su plato) Si, te escucho. No, de ningún modo. Sí, es un cretino, pero por lo menos esta vez pagó él. ¿Y qué otra cosa puede ser? Ay, Brad Pitt es un amoroso. Si, mejor te fijás bien en el diario y me llamás. Un beso. Chau. (Cuelga. A Carlos y Gabi) Ay, perdonen, pero era otra vieja amiga que recién volvió de Mar del Plata. Carlos: No, no importa. Gabi: Pero escuché mal o estabas haciendo programa con ella. Marga: (Algo confundida) Bueno, si, quedamos en ir hoy al cine. Pero imagino que será más tarde. No, hoy es para nosotros, que hace tanto que no nos vemos. Y qué lástima que se tuvo que ir Juan. Pero los negocios son los negocios. Carlos: Bueno, pero nosotros tres estamos firmes, ¿no? Basta de llamadas y de interrupciones. (Probando su comida) Esto también está muy bueno. Gabi: Bien, entonces, ¿cómo estábamos? ¿Quién era el que primero nos iba a contar su vida? Carlos: (Sin dejar de comer) Creo que había sido yo. Pero si ustedes prefieren… Marga: Te iba a decir eso mismo. Que empiezo yo. Y además es tan breve, tan de mujer que no hizo nada en la vida. Y no como ustedes… Gabi: Vamos, vamos, que yo algo se y no lo voy a dejar pasar, ¿eh? Carlos: Mmm, esto se pone lindo. Marga: Bueno, de acuerdo, comienzo yo. Por más que tenemos tiempo y mi historia seguro que es la más insignificante. Pero como me llamó esta amiga tan querida… Mirá que volver justo hoy y con esa idea de llevarme al cine. Hacía rato que no iba al cine. Ni al teatro. Bueno, a ningún lado. Gabi: Ya, ya, empezá de una vez. Marga: ¿Años 80 dijimos? ¿Mediados de los 80? Si, la última vez que lo vi. a Juan fue…a ver, dejame pensar. Si, junio, lo más julio del 84. Si recuerdo que estaba Alfonsín. (Suena el teléfono) Oh, ah, ¿qué? ¡Pero será posible! Disculpen. (Atiende) Hola, si. Y acá, en el restorán, con los amigos, como te dije. ¿Cómo que sacaste entradas para ahora? No habíamos quedado en eso. No, para nada. ¿Para cuál? ¿Para la Brad Pitt? (Mira a sus amigos con gesto de resignación). Ay, no te puedo decir que no. Pero cómo se te ocurrió, si yo te dije… Bueno ¿y a qué hora empieza esa sección? ¿A qué hora? (Mirando su reloj) ¡Pero falta nada más que media hora! ¡Y estoy en Belgrano! ¿Y eso dónde es? En el centro. Ay, no sé, cuelgo, chau, ya salgo. (A sus amigos, recogiendo rápidamente sus cosas y despidiéndose con un beso a cada uno) Perdón, perdón, esto no me lo esperaba. Pero si no salgo corriendo no llego y es la de Brad Pitt. (Sale despidiéndose aparatosamente de sus amigos que se ríen y también la saludan, resignados). Carlos: Bueno, era lo que nos faltaba. A vos al menos no te espera nadie, no tenés ningún compromiso, no estás apurada… (Ella niega sonriendo con la cabeza. El, después de mirarla largamente, le toma las manos) Ya que hemos quedado solos, vos y yo, te puedo confesar la verdad. El encuentro era entre los cuatro, pero si yo le dije que sí a Juan cuando me llamó para arreglar, no fue ni para volver a verlo a él ni a Marga. Tenía unos enormes deseos de volver a verte a vos. Te digo más: hace mucho que pienso en vos, en aquellos días que pasamos juntos… Gabi: (Igual) Cuando éramos tan jóvenes… Carlos: Cuánto hace que no sabemos uno del otro… Gabi: Vos ya sabés algo de mi. Que me casé, que tengo dos pibes… Carlos: ¿Estás sola? Gabi: ¿Por qué lo preguntás? Sabés que tengo dos chicos. Carlos: Si, pero, ¿estás sola? Gabi: Primero contame de vos. Algo supe, que estuviste muchos años afuera, como Juan. Carlos: No querés contestarme. Pensé tanto en vos todos estos años. Ahora tenemos que desquitarnos, ¿no te parece? (Suenan simultáneamente los teléfonos celulares de él y de ella. Atienden). Gabi: Hola. Carlos: ¡Pero justo ahora! Hola, ¿quién es? Gabi: Si. ¿A que no sabés con quién estoy? Carlos: ¿De dónde? ¿Pero quién le dio mi número? Gabi: No tan de la infancia. De la Facultad. Carlos: No, no me interesa. Gabi: Si te conté, vamos… Carlos: Le digo que no, es inútil, no pierda el tiempo. Gabi: ¿Ahora? Carlos: Pero óigame señor, estoy ocupado, muy ocupado. Gabi: No, ahora no. Llamame esta noche a casa. Un beso. (Corta) Carlos: (Luego de cortar, alterado) ¡Pero qué barbaridad! ¿Sabés qué quería? Venderme un lote en un cementerio privado. Bueno… (Vuelve a tomarle la mano. Reaparece el mozo) Mozo: Perdón (Lo miran disgustados). Si, perdón. Observo que han dejado los platos. ¿Desean algo de postre? Carlos: ¿Postre? ¿Vos querés algo, Gabi? Gabi: No sé qué hay. Mozo: Si vuelve a marcar asterisco tres uno dos cinco y allí tiene nuestra amplísima oferta. Desde queso y dulce hasta la copa de la casa. Carlos: Para mi un café. Gabi: (Consultando el celular) Mm, qué delicias. Chau régimen… (Después de examinar la lista un tiempo). Me inclino por este, el bombón de chocolate. Mozo: Muy bien. Bombón de chocolate. (Marca en su celular, recoge los platos en una bandeja y se aleja). Carlos: (Vuelve a tomarle las manos) ¡Al fin solos! Gabi: Mi amigo, no se apresure, primero tiene que contarme, paso a paso, todo lo que estuvo haciendo todos estos años. Trabajos, aventuras, novias, casorios, hijos… Carlos: Todo, te voy a contar todo… (Suena su celular) Oh, no, otra vez no. (Atiende con bronca) ¡Pero quién es ahora! Ah, perdón, no, es que hace un momento me llamaron de un parque memorial para venderme un terreno. No, qué va a interrumpir. Estoy con una amiga, una vieja amiga. No, nada, no, si, si… ¿El proyecto? En un par de semanas. Y después hay que hacer el trámite en el ministerio. Pero de eso ni se preocupe. Es pan comido, está todo arreglado, usted sabe cómo se trabaja en esto. Si (mientras le hace señas de que lo perdone), si, cuando usted diga, doctor. Hoy, por la autopista se llega a Pilar en un abrir y cerrar de ojos. A la hora que me diga. Si, espere, anoto. Miércoles, a las 9. Perfectamente. No, si yo soy de levantarme tempranito. Un abrazo. Nos vemos. (Cuelga. A Gabi:) Perdoname, pero no lo podía dejar colgado. Vos sabés que las cosas no andan bien y este es un negocio de varios millones. Gabi: Estás perdonado. Y por esa plata, mucho más. Pero ahora, como penitencia, vos me vas a contar, día por día, hora por hora, lo que has hecho y dejado de hacer durante todos estos años. Primero: ¿te casaste? Mozo: (Vuelve el mozo trayendo el postre y el café. A Gabi) Bombón de chocolate no quedaba. Le traje marquise. ¿Es lo mismo? (Gabi se encoge de hombros y le deja el postre. Al alejarse se repite el llamado en su celular). Si, si, anotado, listo. Carlos: Este tipo es un caso. Y esto no es un restorán. Es la fachada de un casino trucho. (Ríen) Bueno, ahora si. Gabi: (Mientras comienza a comer) Ya dijimos que empezás vos. Carlos: (Tomándole ahora una mano) Primero me vas a decir una cosa: ¿tenés la tarde libre, no es cierto? Ningún compromiso a la vista. Gabi: ¿Y por qué querés tener esa seguridad? ¿Me pensás llevar a algún lado? Carlos: Sos una mujer libre, ¿no es cierto? Si, ya sé, tenés dos pibes. Pero estás libre ¿no? (Ella sonríe sin contestarle) ¿Si? Porque si es así, ¿sabés dónde me gustaría que fuéramos juntos? Gabi: Me parece que estamos pensando lo mismo. Carlos: ¿Si? Gabi: ¡Si! Seguimos teniendo los mismos ratones. (Tras comer una última cucharada del postre) Vamos, no perdamos más tiempo. Llamá al mozo mientras paso por el toilette y enseguida salimos. (Suena su celular) Oh, ¡pero será posible! Si mamá. ¿Qué? ¿Pero qué? ¿Pero vos no los estabas cuidando? Pero vos sos peor que ellos. Cuando mirás televisión te olvidás de todo. Está bien, voy para allá. Tomo un auto y voy para allá. ¿Ya llamaste a la prepaga? Y distraela también a la nena que la oigo que está llorando. (Cierra el celular) Ay Carlos, perdoname, pero ya oíste. El nene parece que se tragó una moneda. Perdoname. (Recoge sus cosas. Mientras sale apurada) Pero llamame, ¿eh?,no dejés de llamarme. (Antes de hacer mutis, vuelve a atender el teléfono). Carlos queda solo y desolado. Después de un rato vuelve a servirse vino, prueba un bocado del postre de Gabi y bebe un sorbo de café. Se le acerca el mozo). Mozo: Lo dejaron solo, señor. Y no comieron casi nada. Carlos: No. Y tampoco dejaron nada para pagar la cuenta. (Sonríe) Bueno, qué se le va hacer. Tráigame la cuenta, por favor. ¿Tienen tarjeta, no es cierto? Mozo: Pero al menos la pasaron bien. Yo los vi que conversaban muy animados. Carlos: Eso si, ¿ve? La pasamos muy, pero muy bien. Hacía añares que no nos veíamos. Y ahora en un par de horas, nos contamos todo. Fue como si nunca nos hubiéramos separado. Nunca. Un almuerzo inolvidable. Mozo: Lo que se dice, volver a vivir. (Hace mutis con la tarjeta de Carlos) Carlos: (Solo) Justo, volver a vivir. (Amenazando con aplastar el celular que tiene sobre la mesa) ¡Maldito aparato! Mozo: (Vuelve con la cuenta y la tarjeta) ¿Quiere firmar aquí señor? Carlos: (Mientras firma) ¿Sabe lo que haría falta, jefe? Un restorán celular free. (El mozo sonríe pero sin entender) Que no se permita entrar con celulares, ¿entiende? Celular free. (Se levanta, deja la propina y cuando el mozo va a alejarse, se le ocurre algo y lo llama) Eh, mozo. Por favor… Mozo: ¿Si?... Carlos: (Confidencial) Dígame jefe, ¿no me jugaría un numerito? Mozo: (Como quien no entiende) ¿Cómo dice señor? ¿No me estará confundiendo? Carlos: Perdón, yo creía… Mozo: (Al tiempo que recoge las cosas de la mesa, le hace un guiño y le deja un papelito) Carlos: (Examina el papel, le hace un gesto de que ha entendido, saca el celular y llama. En voz muy baja:) Diez, a la cabeza, para la vespertina, a la yeta. Ah, y otros diez para el 61, la escopeta. Mozo: (Sosteniendo su celular pegado a la oreja mientras se pierde detrás del mostrador) Listo, OK. Carlos: (Se queda un rato junto a la mesa, como quien no sabe qué hacer. Luego hace un gesto de resignación, deja un dinero en la mesa y se dirige a la salida. Cuando está por hacer mutis suena su celular) ¡Ufa! Ah, hola. Si, tenés razón. (Pliega el celular y se dirige a alguien que estaría entre bambalinas) Eh, che, me llamó el autor. Me avisa que esto se terminó y que hay que bajar el telón. (Sale) TELON

sábado, 14 de septiembre de 2013

UNA VIEJA ASOMADA AL BALCON Cuando me senté frente a la PC tenía todo resuelto. El tema iba a ser: la muerte, mal que nos pese, es la que le da valor a la vida. Y el título también lo tenía elegido: Elogio de la muerte. Prendí la máquina, me acomodé en el sillón, encendí un cigarrillo (qué difícil que es abandonar este vicio de porquería) y cuando desde la pantalla recibí el OK para empezar, sentí que aún no estaba listo. Entonces me levanté y me acodé en la ventana que da a la calle. El sol estaba cayendo, la tarde aún era tibia y clara, no se veía una nube y corría una brisa saludable y fresca, creo que del sudoeste, de donde vienen los buenos vientos. Di un par de bocanadas buscando inspiración y de pronto me sorprendí mirando a una vieja que estaba asomada al balcón del edificio de enfrente, un piso más abajo. Puse mi atención en ella porque la vieja no hacía más que mirar atentamente hacia abajo y en la boca tenía dibujada una leve, levísima sonrisa. Me pregunté qué estaría mirando esta vieja con tanta atención, pero enseguida me olvidé de ella para volver a pensar en la nota. Porque no se trataba de considerar a la muerte como el recurso de la naturaleza para renovarse, sino del servicio que prestaba a los vivos. En primer lugar, argumenté, pensar que la vida puede ser eterna convida al bostezo, al aburrimiento y a la indolencia. Y al llegar allí me distraje otra vez con la vieja, que ya me estaba impacientando. Porque ¿qué podía estar mirando la vieja esa con tanta atención? ¿Será ciega o estúpida? ¿O estará esperando a los nietos? Siguiendo el recorrido de lo que ella podía alcanzar a ver, no encontré otra cosa que la copa de los plátanos, un portero que hablaba con una vecina, un auto que pasaba sin apuro, un hombre paseando a su perro, un chico yendo y viniendo por la vereda con su patineta y gritando como gritan los chicos, sin ton ni son, un cartero entregando correspondencia, un vendedor de flores que no dejaba de vocear “jazmines, claveles”, una chica y un muchacho que caminaban abrazados. Es decir, la puerilidad, lo habitual, la nada. Traté entonces de olvidarme de esa chiflada para seguir con mi tema. Supóngase, iba a escribir, que el tipo sabe que no va a morir jamás. En primer lugar, ¿pasaría igual por todas las etapas, esto es, niñez, adolescencia, edad adulta, para ser luego, eternamente, un viejo inservible? Esto ofrecería una perspectiva realmente repulsiva. Pero supongamos que no, que permanezca en su plenitud hasta el fin de los días. Y no como esa vieja tonta que sigue mirando y mirando algo que carece totalmente de interés y en lo que, además, parece deleitarse, a juzgar por ese rictus que no se le cae de la boca. La escena que ofrecía me pareció tan absurda que me calé los anteojos de ver de lejos para observarla mejor. De joven, admití, no debe haber sido fea. Está muy arrugada, lleva los pelos blancos reunidos atrás en un rodete y la piel de las mejillas y de la papada son víctima de la ingrata flaccidez que otorgan los años. Pero, reconocí tras observarla un buen rato, tiene una buena nariz recta y unos ojos grandes oscuros, por los que habrá suspirado más de un varón. Me di vuelta, apoyando ahora la espalda en la ventana para no seguir viendo a esa mujer. Y volví al tema que me preocupaba: el del servicio que la muerte da a la vida. Porque, me dije, qué vida sería esta si no se pudiera renunciar a ella aún cuando uno fuera infeliz, ni sacrificarla a una noble causa; no sería posible dar la vida por Perón ni por un amor imposible; cualquier hazaña que se intentara, como escalar el Himalaya o atravesar la Antártida a pie, sería una tontería, porque no se arriesgaría nada en realidad, ya que la vida no correría peligro. Dejarían de tener interés los equilibristas y los pilotos de pruebas y las legendarias balaceras del Oeste no podrían concluir nunca con la muerte de los malos a manos de los buenos. Eché una mirada hacia afuera, por sobre mi hombro. Justo en ese mismo instante la vieja levantó su cabeza y giró su rostro hacia donde yo estaba. Frunció los ojos, como hacen los miopes cuando quieren ver lejos y no tienen los anteojos puestos, y me dirigió una breve mirada que fue acompañada por una sonrisa leve, levísima, de complicidad, que duró lo que dura un parpadeo. E inmediatamente después volvió a mirar hacia abajo, como si quisiera sorprender, si es que cabe la palabra, la futilidad de los hechos corrientes, de la charla entre vecinas, del cartonero que pasa al trote de su jamelgo, de los papeles que arrastra el viento, de la luz del sol que se retira poco a poco. La vieja, tan absurda era su manía, que estaba a punto de irritarme y de hacerme perder la concentración que demandaba el artículo que me proponía escribir. Por lo que me separé de la ventana para dirigirme otra vez a la PC. Pero en el camino me arrepentí y me serví un scotch. Sé, porque el médico me lo ha dicho, que no debo abusar de él, pero qué sería la vida sin un poco de alcohol, aunque sin abusar, claro. Y con mi vaso y mis dos dedos de whisky, volví, pero no al sillón, a escribir, como debía hacerlo, sino a la ventana, a mirar a esa maldita vieja. Que, como me lo sospechaba, no se había movido de allí. Aunque esta vez no consiguió desconcentrarme. No dejé de observarla, pero igual seguí pensando en lo que debía. De qué otra forma, me dije, podríamos apreciar la vida de parientes y amigos, reflexionar acerca de sus merecimientos y virtudes, si no fuera que un día los sorprende la muerte y allí es cuando nos damos cuenta de lo que valían. Que para entonces no será tarde ni mucho menos, sino el momento preciso en que esa vida cobra valor, aún cuando al que le daba un nombre y un cuerpo le pareciera ínfima, con destino de nada y sin mérito alguno. ¿Acaso Gardel, pensé, como quien está escribiendo de corrido, de haber chocheado hasta los 90, hubiera tenido esta fama que bien puede apuntarse como eterna por haber sucumbido trágicamente a los 45? Y para cuántos infelices, la mayoría tal vez, que nunca hicieron nada notable, no fueron buenos ni malos, no tuvieron ingenio ni fortuna, no supieron de una hazaña ni de una desgracia de las que salen en los noticiosos, el de la muerte no será el más feliz de sus días. Porque alguien derramará una lágrima por él y otro deslizará un elogio. La muerte, sostendré también en el artículo, es el cierre perfecto para los que aman y valoran vivir. En caso contrario, el tiempo dejaría de ser un continuo del que participamos durante un término impreciso, lo que pone presión sobre nuestras vidas, para convertirse en una simple acumulación de días y noches, de sueños, vigilias y somnolencias. Y allí me detuve, otra vez, como si se tratara de una fatalidad, a mirar a la vieja de enfrente. Pero ahora, de un modo distinto. Porque, se me ocurrió de repente, bien podría haber un enlace entre la nota que pensaba hacer y la aparente manía de esa vieja de quedarse allí, pegada al balcón, mirando para abajo. Porque una de dos: o era el producto simple de su senilidad o lo suyo era un acto tan deliberado como consciente. Y en este caso, ¿con qué objetivo? Me concedí dos chances. Una, que quisiera que la muerte la sorprendiera así, de pie, mirando la vida. Y otra, que estuviera haciendo, por decirlo de alguna manera, acopio de la vida de todos los días, de esa vida simple y banal, con la esperanza, tal vez, de retenerla hasta que la mano de un hijo o de un nieto le cerrara los ojos. Lo que me llevaría a demostrar, en el artículo que estaba por escribir, que en el umbral del último chau, es la muerte la que valoriza hasta las cosas más insignificantes de la vida, más allá de las turbulencias y de las pasiones de las historias personales. Me quedé muy satisfecho con mi conclusión y me dieron unas ganas notables de encender otro cigarrillo y de tomarme otro whisky, lo que hice de inmediato, y de comunicarme con esa vieja, enigmática e inspiradora. Por lo que primero agité las manos, para llamar su atención y luego le grité: ¡Eh, señora, yo, aquí! Al fin conseguí que me mirara y me dedicara una sonrisa, pero no más que eso, porque seguramente era muy miope y también muy sorda. Por lo que no insistí, pero tampoco me desanimé. Terminé mi cigarrillo, apuré el último sorbo de scotch y me senté frente a la PC, donde el salvapantalla me aguardaba haciendo desfilar animales salvajes, que emitían extraños sonidos. Lo primero que hice fue cambiar el título. Elogio de la muerte sonaba muy marquetinero, como pour epater le bourgeois. Elogio de la vida, que se me ocurrió enseguida, lo vi ramplón, tipo Selecciones del Reader’s Digest. El resultado fue que me quedé frenado, con los dedos sobre el teclado, sin poder arrancar con mi artículo. Al fin me levanté, encendí otro cigarrillo más, eché un par de golpes de whisky en el vaso, renové el hielo y como si estuviera teledirigido volví a plantarme frente a la ventana. La vieja, porque ya hacía fresco, se había echado lo que parecía un chal sobre los hombros. Apenas quedaba luz, pero ella seguía mirando hacia abajo, atenta a la gente, a las voces y a los últimos colores. Me acodé en la ventana, con mi vaso y mi cigarrillo, creo que a acompañarla o a hacer como ella, a mirar la vida, a beber los últimos sorbos, ya que yo tampoco me cuezo en un hervor. Y mirándola decidí el título definitivo. El artículo no podía llamarse de otra forma que “Una vieja asomada al balcón de la vida”. Pero no me moví. Me quedé ahí, mirando y esperando yo también.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Circo criollo LA GRAN REVELACION DE SAN PETERSBURGO Un gran éxito acaba de anotarse la Argentina, a través de su presidenta, en la reunión internacional que se lleva a cabo en San Petersburgo, Rusia. Gracias a ella y a sus conocimientos de inglés, se ha descubierto que los que solían llamarse “paraísos fiscales” no eran tales sino “guaridas fiscales”; es decir que, como lo puntualizó, se trata de una vieja confusión, ya que haven, esto es guarida, fue convertida en heaven (paraíso) por gente que indudablemente no conoce el idioma de Shakespeare como ella. A partir de esta revelación lo que se creía habría de ser el tema principal de este encuentro internacional, esto es, la intervención militar, o no, en Siria, para terminar con el régimen que acaba de incluir las armas químicas en sus argumentos para conservar el poder, ha pasado resueltamente a un segundo plano. Y, cabe consignarlo también, las figuras de Obama, Putin y otros supuestamente grandes, fueron opacadas por la de esta modesta señora que guía los destinos de la Argentina y que seguramente lo seguirá haciendo durante muchísimos años. Ahora bien, véase cómo se concatenan las cosas y cómo de una sospecha llena de perfidia, pueden salir revelaciones como la que ha sorprendido a los mandatarios reunidos en aquella ciudad rusa fundada por Pedro el Grande. Porque, atando cabos, es más que posible que esta maravillosa puntualización del verdadero origen y, más que ello, del significado real de una expresión casi cotidiana –especialmente en los medios- se deba a un hecho que, en realidad, nada tuvo que ver con ello. En efecto, hace muy poco un periodista, desde un medio francamente enemigo del Gobierno de la señora, intentó demostrar, sin éxito, que una escala en las islas Seychelles del avión que conducía a la presidenta de los argentinos de Vietnam a Buenos Aires, estaba vinculada con una operación personal de la señora en esa guarida fiscal. Lo que seguramente dio origen, más allá de la terminante desmentida de que la señora haya empleado alguna de las trece horas que estuvo en ese lugar, en otra cosa que descansar, visitar alguna tienda pero sólo para ver y, acaso también, en mojar sus pies en las aguas del Indico, a esta sensacional revelación que ha sacudido a las personalidades presentes en aquella ciudad rusa. Porque, ante el ataque inesperado e injusto, es muy posible que la Señora haya acudido a la flamante enciclopedia en inglés que tiene sobre su mesa de luz y allí haya advertido, por un lado, dónde quedaban las Seychelles y, por otro, que no se trataba en verdad de ningún paraíso, salvo turístico, sino de una guarida fiscal, y acaso de las peores, según la definición original inglesa de esos malditos lugares donde los K no tienen depositado ni un céntimo partido por la mitad. Ya que lo poco que han reunido, a lo largo de años de trabajo y de ahorro perseverante, se encuentra dentro de unas bóvedas, como puede tenerlas cualquier hijo de vecino. Si después de semejante revelación no se consigue parar la guerra y terminar con el exterminio de civiles en Siria; o, por el contrario, si se da vía libre a la intervención de terceros para que cese el dictador en el poder aunque eso cueste otros miles de muertos y la destrucción de pueblos y ciudades, ya casi no importa. Así como tampoco interesa que no se consiga parar a los fondos buitres que pretenden que la Argentina les pague los bonos que mantienen tozudamente en su poder y que ya deben estar viejos, feos y arrugados. Al menos y he aquí otro éxito de la Señora, a nadie se le ocurrió que lo de “buitres” estaba mal interpretado y que en realidad se trataba de algún otro pajarito. Son y serán buitres nomás y embargadores seriales, mal que les pese al juez Griesa y a todos esos ridículos que han fallado contra la Argentina. Al reo de la cortada de San Ignacio, por más que no es K ni cobra un peso de la Càmpora, sino un jubilado con la mínima que ni siquiera pagaba Ganancias, no le quedó otra que rendirse ante el talento de la Señora. “¡Cómo sabe de inglés!”, dijo sinceramente admirado. Y como alguien, aunque admitiendo que la Presidenta es algo así como un pozo de sabiduría, le criticara su tendencia a amarrocar plata, el reo lo paró en seco: “Maestro, me extraña –le respondió de mal modo-. ¿No sabe que ahora tiene un nieto? ¿Y qué pasa si el pibito sigue la carrera del padre, eh? Más vale entonces que ella junte algunos pesos, ahora que puede, para dejarle al pobrecito y que no termine en los caños. ¿O no?”

martes, 3 de septiembre de 2013

El primer descamisado Mucho, muchísimo antes de que alguien llamara descamisados a los proletarios seguidores de Perón, mi madre le había puesto así a José Bibolian. José, “el descamisado”, tenía por entonces como yo 9 o 10 años. Íbamos a la misma escuela, al mismo grado, a la misma aula y vivíamos en la misma calle Guayquiraró, en Caballito norte. Yo al 500 de esa calle, en la casa de mis padres, y él al 600, en un conventillo, a mitad de cuadra, frente al tétrico paredón del Hospital Durand. Esa parte de Caballito era por entonces, finales de los 30, el anárquico producto de loteos recientes. Casi todas las casas eran bajas y desde el balcón del primer piso de la mía, que era de las muy pocas de dos plantas, se divisaba la avenida Rivadavia. Había inquilinatos, casas chorizo, muchísimos baldíos y grandes potreros, como la cancha de Matos. Guayquiraró estaba asfaltada pero Acoyte, desde Neuquén hasta Díaz Vélez, era de tierra. Y allí fue, cuando la estaban asfaltando, que el papá de Rulito, entre la tierra removida por los trabajos de pavimentación, encontró la bola de piedra, aún con el surco en el que calzaba el tiento, de una boleadora, testimonio indudable de que por esos parajes habían andado los indios. Estoy seguro que a José (a quien nunca y no sé por qué, jamás le dijimos Pepe), nada de eso le importaba poco ni mucho. Vivía, con otros pobres tan pobres como él, en una pieza de ese conventillo con su madre. Sin padre, sin hermanos, solos ellos dos. Ella era una mujer alta –o al menos yo la veía así- seria y callada, de profundos ojos oscuros, siempre vestida de negro casi hasta los pies, con la cabeza también siempre tapada por una mantilla negra. Se ganaba la vida lavando ropa en el vecindario y alguna vez hasta la vi fregando la nuestra en casa, sin decir palabra, ni quejarse, ni reírse. A veces las Damas de Beneficencia se acordaban de ellos y de otros pobres y José se aparecía en clase o jugando en el potrero, con unas medias negras altas hasta más arriba de la rodilla, que las Damas obsequiaban a quienes poco o nada tenían. José no se parecía a su madre. Tenía cara redonda, ojos claros, pelo rubión; cabezón, de cuerpo menudo y piernas flaquitas. Y era un loco por el fútbol. Estaba siempre en la calle o en el potrero corriendo detrás de una pelota. Era temible, imbatible, en los cabeza a cabeza. Porque cuando la mayoría de los chicos desconocían la técnica y creían hacer las cosas bien tirando la pelota bien alto para despacharla hacia el arco adversario dándole un frentazo, confiando en la fuerza simple del rebote, él la levantaba apenas por encima de la línea de su cabeza y cuando bajaba giraba el cuello como un resorte y le daba un golpe furibundo con el parietal izquierdo que dejaba al adversario sin defensa o con las manos ardiendo. Cuando se armaban los picados su función era otra. Ya no era apreciado como el cabeceador letal, sino que su lugar, indiscutible, era el arco. Porque allí, dentro de ese límite marcado por cascotes, un buzo y una gorra o las zapatillas de alguno que prefería jugar descalzo (porque se sentía más cómodo o para administrar mejor su desgaste), José era una fiera. Arriesgado, ágil, intuitivo para adivinar adónde iba a ir la pelota, valiente para salir ante la entrada del forward o para descolgar un centro y resistir la carga alevosa de los adversarios. Y era por eso mismo que andaba siempre con la camisa afuera. Porque no bien volvía de la escuela no sé cuánto tardaría en dejar los útiles, sacarse el guardapolvo y comer lo que le habría preparado su madre. Al ratito nomás, a veces masticando un pedazo de pan, pelando una mandarina o chupando una naranja, José ya estaba en la calle buscando a quién tuviera una Pulpo de goma rayada de diez guitas, una Pirelli blanca de veinte o una pelota de trapo, armada con una media y rellena de lo que fuera, trapos o papeles, para juntarse con él a jugar en la calle o en el patio de alguna casa del vecindario. Como la mía, donde a veces nos pasábamos toda la tarde jugando un cabeza a cabeza a cientos de tantos. Hasta que mamá aparecía y me preguntaba con preocupación maternal: ¿Nene, ya hiciste los deberes? Y ahí se acababa el juego y José tenía que irse, con su camisa afuera, colorado como un tomate, con los pelos rubios pegados a la frente sudada y con los mocos colgando, que cuando le molestaban los escurría pasándose una manga por la nariz. Si no había nadie con una pelota en su cuadra, en la mía o en Méndez de Andés, José el descamisado enfilaba para la cancha de Matos, que era un potrero enorme, de varias hectáreas, donde casi siempre se juntaban pibes de los alrededores a jugar al fútbol. Por lo general con una Pulpo rayada, salvo los muchachos más grandes, entre los cuales a veces se aparecían algunos con una pelota de cuero, de las de tiento y gajos, que solía ser el producto de una colecta o de la donación de algún vecino generoso. (Nosotros también hicimos una vez la nuestra. Nos propusimos comprar una número uno –la profesional era la número cinco- que estaba en la vidriera del bazar de Barone, en la esquina de Guayquiraró y Díaz Vélez y que costaba 1,95. Pedíamos, pechábamos a amigos y parientes, pero nunca llegábamos a esa cifra fabulosa. Hasta que Bernardito, el hijo del tendero, metió la mano en la registradora de su viejo y así conseguimos los últimos 20 guitas que faltaban. ¿Y todo para qué? Cuando la inflamos resultó que la pelota era ovalada, saltaba para cualquier lado y muy pronto terminó sus días bajos las ruedas de un ómnibus de la línea 62, a la que llamábamos “la chancha”). Jugar en el potrero era menos peligroso que hacerlo en la calle Guayquiraró, por donde circulaban el 62 y el 41 y donde, en cualquier momento, podía aparecerse el autito de la 11° convocado por alguna vecina a la que no dejábamos dormir la siesta. Pero hacerlo en el potrero también tenía sus riesgos. Porque allí el suelo era más desparejo, estaba sembrado de piedras y de vidrios y no era raro que algún pibe, al irse al suelo, se lastimase. Todavía me acuerdo de aquel muchacho, mayor que nosotros, que en una jugada fue a caer justo sobre un vidrio de punta y se tajeó fiero. Como la sangre no le paraba y no podía caminar, surgió la idea de llevarlo entre varios haciéndole sillita de oro. Pero entonces apareció, como si fuera Superman o el Capitán America, el lecherito de la calle Bogotá con su triciclo amarillo. Lo sentaron sobre la caja y él, pedaleando como un poseso y animado por toda la barra, lo llevó triunfalmente hasta el Durand donde al pibe le pararon la hemorragia. A partir de entonces y durante un largo tiempo, el lecherito fue celebrado como un héroe. Aunque hoy en el barrio nadie lo recuerde a él ni a aquel hecho glorioso, lo que confirma lo efímero de la fama y lo ingrato que puede ser el hombre. José el descamisado no se perdía jamás un picado de aquellos que se jugaban en la vieja cancha de Matos. Aunque fuera entre muchachos grandes. Por que sabía que su fama de arquero había trascendido los límites etarios y que no sólo lo buscaban para integrar los equipos de chicos de nuestra edad, sino que también los que armaban pibes mayores, de doce años y más. Lo que marcó su destino y la brevedad de sus días. Porque un día cualquiera, me animaría a decir que fue un caluroso y soleado sábado a la tarde, temprano, tal vez a las dos o las tres a más tardar, se armó un desafío entre pibes que ya andaban pisando la adolescencia. Como todos los desafíos, éste empezó con la pisada, a la que hoy le dicen pan y queso. Y que consiste en un match particular entre quienes lideran los equipos que se van a enfrentar en el picado, para tener derecho a elegir primero y, por ende, quedarse con lo mejor del lote de candidatos a jugar. Los contendientes se paran frente a frente, a unos dos metros de distancia y se van aproximando poniendo un pie ajustadamente delante del otro. Cuando están muy cerca cabe el recurso de cruzar un pie, adelantando sólo la mitad del terreno, lo que alarga el suspenso, pero éste se quiebra cuando finalmente las distancias se acortan y ya no queda otra que pisar o ser pisado. En aquel picado el que ganó eligió primero al dueño de la pelota, que era una legítima de cuero número 5, lo que justificaba largamente el gesto ya que hablaba de un poder económico más que respetable. Su rival, a su turno, aprovechó para elegir a un morocho que era un temible gambeteador. Después siguieron eligiendo a este o aquel porque eran buenos y luego al tuntún, por la pinta o porque alguno de los ya seleccionados les gritaban: “Dale, traé al Cacho que es un fullback fenómeno”. O, “el Mingo, que venga el Mingo que tiene un chutazo fenomenal”. Para el final quedaba la elección de los arqueros, el puesto que tenía menos postulantes y que por lo general se concedía a los gorditos y a los pataduras reconocidos. Pero en este caso ocurrió algo que no solía darse. Cuando creían haber terminado con la formación de los equipos, los contaron y descubrieron que faltaba uno. Fue entonces cuando la mano del destino, encarnada en el pibe líder del equipo en desventaja numérica, recorrió con la vista a los que habían quedado al margen de la selección y se detuvo en José Bibolian. Vaya a saber por qué lo eligió. Tal vez porque le dio lástima, verlo tan chiquito y tan tristón por haber quedado al margen del juego. O tal vez alguien le apuntó que ese pibito, por el que nadie daría ni un cobre, tenía fama de ser un atajador formidable. Pero cualquiera sea la causa, lo único cierto fue que lo apuntó con el índice, le dirigió un ligero cabeceo y le dijo: “Vení vos”. Agregando enseguida: “Andá, ponete en el arco”. Con lo que le marcó, allí, esa tarde de sol y de calor, en la cancha de Matos, el telón final de su brevísima vida. Ya sea porque le tocara a él, por azar, representar ese papel, o porque así estuviera escrito en algún libro que ninguno de nosotros conocía y ni siquiera sospechaba. “Andá al arco”, repitió y José obedeció yendo a ocupar su sitio con determinación profesional y un gesto de agradecimiento en sus grandes ojos claros, para quien, con el brazo todavía en alto y el dedo como una flecha dirigida a él, le estaba señalando su destino. Contaron los pasos en un arco y otro, para que fueran iguales, pusieron las piedras y la ropa de los que se la sacaban para no ensuciarla porque sino su vieja los fajaba y empezó el partido. Que al principio fue parejo. Atacaban de un lado y respondían del otro. Pero al rato fue evidente que el team de los de José eran unos crudos y entonces los rivales empezaron a llegarle de todas maneras: con tiros de lejos, con centros, con tiros libres, con jugadas en la boca del arco. Y José respondía a todas como lo que era, un crack, un pibe que apuntaba a ser otro Patrignani, otro Bosio. Las sacaba de alto, por abajo, los tiros fuertes, los mordidos, de cabeza, de pecho, de lo que fuera. Hasta que llegó la jugada final, la que marcó el desenlace. Un defensor de los contrarios rechazó una pelota, los del equipo de José se quedaron mirando y ni se les ocurrió marcar a un forward rival, el más grande de todos, el más pesado, que avanzaba como una locomotora para interceptar la pelota y fusilar al descamisado. Pero José no lo iba a permitir. Y así como el delantero rival alcanzaba ya la pelota con su botín derecho, él se tiró sobre ella para recibirla sobre su pecho. Fue el encuentro decisivo y final, porque José llegó a la pelota y a cubrir el disparo del rival en el mismo momento en que éste, el más grandote y el más robusto, lanzaba su pie hacia delante, con toda la fuerza y cerrando los ojos, para lograr el gol. El impacto sobre el estómago de Bibolian fue tremendo. Recibió la patada y sin soltar la pelota se hizo un ovillo sobre la tierra y dio un grito estremecedor. El último grito. Porque todos acudieron a ver qué le había pasado, pero nadie, ninguno se dio cuenta del efecto que había tenido sobre ese cuerpito menudo el patadón del adversario. Lo ayudaron a levantarse y él, a pesar del dolor, pretendió volver al arco. Pero no pudo, el dolor lo estremecía y lo hacía doblarse. Decidió entonces abandonar la cancha y mientras llamaban a otro de los que estaban mirando para ocupar su puesto, José Bibolian, sin que nadie lo acompañara, quebrado por el sufrimiento, hizo las cuadras que lo separaban del inquilinato, llegó a la pieza y se tiró en la cama esperando a su madre. Pero ella no estaba; andaba por allí, en alguna casa, lavando la ropa. Cuando regresó, una o dos horas después, lo encontró a José hecho un ovillo en la cama, agarrándose el vientre y quejándose como nunca lo había visto. Primero intentó calmarlo con lo que tenía a mano y al ver que eso no ponía remedio al dolor del chico, pidió auxilio a las vecinas, que tampoco remediaron nada por más que le arrimaran tisanas y consejos. Sólo cuando fue evidente que al pibe no había nada que lo sanara, la madre decidió llevarlo a la guardia del Durand, que lo tenía enfrente, con la ayuda de un vecino que lo cargó en brazos y seguido por varias vecinas que rezaban por él. Pero no hubo caso. Ninguno de ellos, ni el mismo José, podía saber que su suerte había quedado sellada en ese mismo momento en que un pibe, al que quien sabe si había visto alguna vez en su breve vida, lo señaló con el dedo para que fuera a ocupar el arco. Se dice que lo operaron, pero que ya era tarde. Murió, a la madrugada siguiente, de peritonitis. Yo me enteré de su muerte un par de días después, en la escuela. Algo dijo la maestra, algo sentido seguramente. Pero a los chicos esas cosas no les quedan demasiado. A mi el recuerdo de José Bibolian me ha vuelto a asaltar de viejo. Lo veo todavía algunas veces en el patio de casa dando esos tremendos cabezazos casi inatajables. También lo veo con las perpetuas velas saliéndole de la nariz y la camisa blanca siempre fuera del pantalón. Pero eso es a veces. En cambio la imagen que no se me borra, que me impresionaba de chico y me sigue conmoviendo hoy, es la de la madre de José. La veo pasando, después de haber enterrado a su único hijo, el único familiar que aún le quedaba, por la vereda de casa. Alta, erguida, vestida de negro, cubierta la cabeza también por un paño negro y los ojos profundos, hundidos en la cara, mirando lejos. Tan lejos como puede hacerlo alguien que lo ha perdido todo y no le queda ya ninguna esperanza.

domingo, 1 de septiembre de 2013

SOLTERON EMPEDERNIDO Esta historia, que no sé cómo calificar, se inició hace unos meses, durante una fiesta familiar en el departamento de mi hermano menor, en Coghlan. Y concluyó, o tal vez no, con la ceremonia fúnebre a la que acabo de asistir, en un cementerio privado de San Isidro. El protagonista es el Negro Fernández, mi amigo de hace treinta años, ya que hicimos el servicio militar en la misma compañía del Regimiento 3 de Infantería Motorizado. El Negro tiene mucho éxito con las mujeres, debido a dos muy buenas razones: una, que es rico y otra, que es soltero. Una conjunción irresistible para las muchachas. Por eso, cuando en aquella fiesta lo vi tratando de seducir a Virginia, una amiga de mi cuñada Mecha, me alarmé e intervine para evitarle un disgusto. No bien se me presentó la oportunidad -la chica había ido al baño-, me acerqué al Negro y le dije en tono confidencial: “Che, ¿vos sabés por qué esta piba usa turbante? Porque tiene cáncer, le están haciendo quimioterapia y está totalmente pelada”. Su primera reacción fue de sorpresa mezclada con algo de pena, como le hubiera ocurrido a cualquier otro tipo de sensibilidad normal. Pero la que me desconcertó fue su segunda reacción. Hizo una pausa en su comentario de circunstancias, se le produjo un clic adentro, de sus ojos brotó una chispa y me pidió que le confirmara, con mayor precisión, lo que le acababa de contar. Lo hice y, entonces sí, el cambio en su fisonomía fue copernicano. No sólo sonrió y me agradeció el dato sino que, como suele hacer cuando recibe una información que le permite acrecentar su fortuna, extrajo dos cigarros y me puso uno en la boca. Pero el mío no llegó a encenderlo. Al advertir que Virginia regresaba se reunió con ella y ya no la abandonó en toda la noche. El Negro, desde la adolescencia, esa edad en la que la mayoría fantasea con casarse con una millonaria, apostaba a que habría de mantenerse soltero hasta el fin de sus días. En lo que tal vez tuviera algo que ver el desafortunado matrimonio de sus padres. Pero a medida que lo fui conociendo llegué a la conclusión de que el Negro Fernández, como más tarde el doctor Fernández Brent (¿de dónde habrá sacado ese segundo apellido si su madre se llamaba Guglielmone?), no habría de casarse jamás porque era un egoísta de manual. Solterones, como se sabe, hay de todos los colores. Están los que se enamoraron de la mamá, los misóginos, los que sufrieron algún desengaño irreparable y aún los que quisieron romper con el celibato y, por esas cosas de la vida, nunca se les dio. Ninguna de estas razones tiene nada que ver con el Negro, cuya soltería militante se comprende menos por sus antecedentes como por una incapacidad enfermiza para compartir nada, ni siquiera el jabón del baño. Y mucho menos tolerar que una mujer, en su misma cama, sufra un acceso de tos, o que se atreva a mantener encendida la luz del velador cuando a él se le ocurre dormir. Es decir, una resistencia de egoísta esdrújulo que no ha hecho más que acentuarse desde que hizo plata, porque ahora, además, teme que las mujeres lo persigan para sacársela. A los 49 años, rico, viajado, atractivo, con piso en la torre Le Parc, mansión en un boating, un par de autos deportivos y un yate al que –toda una declaración de principios- bautizó Dólar, el Negro Fernández se encaminaba, al menos eso es lo que yo creía, a terminar sus días soltero y feliz. Sin embargo, me equivoqué. Y lo que más bronca me da es que un par de años antes de recibir la participación de su casamiento –naturalmente que en el Socorro- tuve un indicio que no supe interpretar. Se casaba mi hermano menor, el Negro estaba a mi lado en la iglesia y cuando los novios intercambiaban anillos, sentí que su respiración se hacía más agitada. Me volví hacia él y lo confirmé: lo dominaba la emoción. Al advertir que lo observaba y como si hubiera sido sorprendido metiéndose los dedos en la nariz o espiando por la cerradura del baño a una chica, sonrió y se encogió de hombros como diciendo: “tranquilo, no pasa nada”. Sin embargo yo que, repito, lo conozco como si lo hubiera parido y he hecho negocios con él, tuve el pálpito fugaz de que el solterón empedernido estaba aflojando. Y que ahora contemplaba esa ceremonia sencilla y repetida, con la misma actitud que le conocía cuando anhelaba cerrar un negocio, o la que podía tener ante una Ferrari en la que quisiera verse al volante. Y lo que también recuerdo de aquella escena, es que pensé: “Imposible. Después de tantos años de resistencia tenaz ¿qué cualidades debería reunir una mujer para que este troglodita se case con ella?” Pero si la claudicación del Negro fue la noticia del día o del año en la city porteña, lo que a mí me dejó helado fue la novia elegida para romper con su soltería. Porque en el lujoso papel que tenía entre manos leí que Ignacio Fernández Brent, contraería matrimonio con Virginia Valdivieso Uribe, que no era otra que aquella chica del turbante, según me confirmó mi cuñadita. Es decir, la que tenía cáncer. La ceremonia en el Socorro y la fiesta en el Alvear se correspondieron con el estado patrimonial del marido. En la iglesia, como en el hotel, el Negro, de riguroso smoking –y no de Casa Martínez- lucía tan eufórico como si hubiera ganado otro millón de dólares. En cuanto a la novia, cuando entró a la iglesia, enfundada en un vestido blanco que debió haber costado una fortuna y con una cola sostenida por cuatro pequeñitos, parecía una diosa. Aunque ya se sabe que, salvo fealdad extrema, las novias siempre lucen muy bien en estas circunstancias. Luego, en la fiesta, tuve oportunidad de efectuar una inspección más detenida. Y allí advertí que, aún cuando el maquillaje era perfecto y su hermosa cabellera negra tenía todo el aspecto de ser natural, en sus ojos y en su piel se advertían indicios de que podía estar mejor, pero no enteramente restablecida. Este examen me llevó a dudar entre dos conclusiones que resultaron igualmente equivocadas. Una, que el metejón del Negro fue tan mayúsculo, que ni siquiera pudo esperar a que la chica se restableciera del todo para casarse con ella. Y otra que, a pesar de lo que se dice de él, mi amigo es un gran tipo, tiene alma de hermanita de caridad y quiso casarse no obstante el problemático estado de la muchacha. Esa fue la última vez que los vi juntos. Ellos se fueron a un larguísimo viaje de luna de miel que comprendió las Galápagos, Madagascar, las islas del Egeo, San Petersburgo y finalmente París. Y cuando volvieron, cerca de dos meses después, supe por otros que se habían instalado en una casa en Belgrano. Por eso, esta mañana, cuando, por rutina, me detuve en la página de los fúnebres de La Nación, el aviso anunciando que “Fernández Brent, Virginia Valdivieso Uribe de”, sería inhumada esa misma tarde en un cementerio parque, me dejó sin aliento. Me comuniqué de inmediato con Mecha, la mujer de mi hermano menor y me confirmó que, efectivamente, su pobre amiga había vuelto muy desmejorada de su viaje de bodas, pasando las últimas tres semanas de su breve vida –no había cumplido aún los 30- en la Pequeña Compañía. Me desembaracé de todos mis compromisos, corriendo hasta el cementerio para acompañar a mi amigo en ese trance doloroso. Y ayudé a llevar a la infeliz Virginia hasta el sitio donde descansará hasta el final de los tiempos, empuñando una de las manijas del cajón. Que, por otra parte, era de inmejorable caoba y el más bruñido bronce. Sin embargo mi mayor preocupación se centraba en el Negro, al que supuse demolido por la desgracia. Pero no, observé que si bien se mantuvo serio y hasta solemne ante la catarata de abrazos y condolencias, no lució para nada compungido y mucho menos lloroso, como sí se veían los otros deudos de la chica. Al concluir la ceremonia y tras los saludos de rigor, vi que se encaminaba hacia su Mercedes. Y así, de espaldas, volvió a darme la sensación de que no sólo no marchaba agobiado, como un viudo más que reciente, sino que lo hacía con aire suelto, como si sólo le faltara silbar para mostrar su buen estado de ánimo. Me asaltó entonces una duda terrible, de esas que después no dejan dormir. Por lo que, para sacármela de encima, lo alcancé y lo tomé de un brazo. Mi propósito era sencillo: ponerme cara a cara con él y mirarlo fijo, que fue lo que hice, con la esperanza de adivinar qué había significado para él este episodio con Virginia. Respondió a mi mirada, primero, con curiosidad, pero luego, tal vez interpretando el sentido de mi demanda muda –porque él también me conoce muy bien- cambió. E hizo un gesto de fastidio, como diciendo: “¿qué te pasa?” o, más bien, “¿a vos qué te importa?” Entonces ya no pude contenerme y le pregunté, derecho viejo: “Negro, decime la verdad. ¿Vos te casaste con Virginia porque creíste que podía salvarse o porque estabas seguro de que tenía el plazo fijo escrito en la frente?” Me mantuvo la mirada un instante, después la desvió, pero no me respondió ni una palabra. Sacó las llaves del auto, destrabó las puertas, lo abrió y se metió adentro. Tomó un habano de la guantera, le cortó la punta con cuidado, lo encendió y puso en marcha su Mercedes. Todo esto sin volver a mirarme, como si yo no existiera y sin convidarme tampoco con un puro. Por lo que deduje que había quedado muy molesto conmigo y que tal vez no volviese a verlo. Ya me estaba arrepintiendo de mi calentura, por la amistad de tantos años, así como por los negocios que hacemos juntos, cuando pareció cambiar. Bajó el vidrio de la ventanilla y, al tiempo que enviaba una espesa bocanada de su cigarro a mezclarse con la diafanidad de la tarde, cambió de talante y me hizo señas de que me acercara a él. Y cuando estuvimos otra vez cara a cara, me dijo, del modo más natural, como si en vez de estar en un cementerio parque, en el que acababa de ser enterrada su mujer, nos despidiéramos después de haber hecho 18 hoyos en el Golf de Olivos: “Che, Cacho, ¿sabés lo que me gustaría ahora? Tener un pibe. Si sabés de alguno, avisame”. Después puso primera y arrancó, sin que yo atinara a responderle. Es que no pude; me lo impidió un estremecimiento.

domingo, 25 de agosto de 2013

Circo criollo LA ARGENTINA ÜBER ALLES Un extendido sentimiento de piedad y hasta de dolor se ha apoderado de los argentinos luego de saber, por boca de la señora Presidenta, que se encuentran, en lo que a crecimiento económico se refiere, por encima de canadienses y australianos. Porque es cierto, saberlo y nada menos que a través de la principal autoridad del país, puede resultar reconfortante y hasta sirve para apuntalar, un poquito más, el ya fuerte y probado ego de los criollos. Pero a poco que se piense este sentimiento, totalmente justificado y muy parecido al orgullo y hasta a la vanidad, cambia por este otro: la más tierna conmiseración. Y la razón de este sentir está más que clara. Porque, digámoslo de una vez: ¿qué significa haber relegado estadísticamente a estos dos nobles pueblos? Pues muy simple: que estarán peor de lo que nosotros estamos. Es decir que habrá mucha más gente durmiendo en las calles (lo que particularmente en Canadá debe resultar terrorífico), la inflación superará tal vez el 100%, los jubilados no tendrán ni para comprarse un bizcocho los días de fiesta, los caminos serán puro bache, a las veredas no les quedará una baldosa sana, cerrarán los comercios y los barrios se poblarán de manteros, habrá tal vez cientos de miles y aún millones viviendo de lo que encuentran en la basura, los ferrocarriles serán una suerte de tumbas rodantes y la escasez de divisas habrá derivado en una restricción espantosa para quienes, tratando de emigrar y dejar atrás tanta desventura, busquen alejarse de los países que los vieron nacer para radicarse en otros más prósperos y mejor gobernados, como, por ejemplo, el nuestro. Porque acá no vienen solamente senegaleses a vender chucherías, ni bolivianos (llamados cariñosamente bolitas), a plantar cebollas, ni se tienen abiertas las fronteras para los que deseen ingresar merca, sino que también lo hacen ciudadanos del supuesto Primer Mundo a compartir nuestras riquezas y, sobre todo, atraídos por los encantos de quien nos gobierna. Que no sólo lleva el país bien adelante, como lo demuestran las estadísticas del Indec, sino que con sus intervenciones por la cadena nacional provoca las carcajadas que tanto hacen por la buena salud de los seres humanos. Y eso en un contexto maravilloso, abundante de feriados, reducido en días de clase, multiplicado en empleados públicos e inusitadamente generoso con la clase pasiva que, con razón, venera su imagen y reza por que se cumplan sus deseos de una tercera y hasta una cuarta presidencia, si es que está dispuesta a sacrificarse por el bien de los argentinos (y si se lo permitiesen, también de canadienses y australianos), así como a postergar el disfrute de su exiguo pero bien ganado patrimonio. Aún no se sabe cuál será la reacción de los habitantes de esas dos naciones que han sido superadas por la Argentina, aunque se sospecha que sus autoridades se las han ingeniado para evitar que hasta allí llegaran las expresiones de nuestra Presidenta. Unos dicen que por el costo político que podrían tener y otros que por el costo en salud que podrían llegar a generar. Ya que se sabe que reír puede hasta ser saludable para el corazón, pero las carcajadas suelen dar origen a diversas complicaciones en el sistema nervioso, hasta el punto de provocar descargas inoportunas de intestinos y vejiga, derivar en abortos espontáneos y hasta ser causante de choques en cadena en rutas y calles urbanas, con su secuela de heridos, muertos y contusos. En consecuencia para mal (o bien), canadienses y australianos seguirán sin saber que han sido aventajados por los argentinos. Al tiempo que, enterados por los medios locales, alemanes, japoneses y suecos estarían al borde de un ataque de nervios, pues ya sienten el aliento de los argentinos en la nuca. El reo de la cortada de San Ignacio, luego de mirar hacia uno y otro lado, preguntó, en voz muy baja: ¿No será que bebe, que le da al trago? Y como le aseguraran que no, que ni una gota, entonces concluyó, apenas audible: Bueno, pero vaya a saber qué le ponen a la sopa en la Rosada, ¿no?

martes, 20 de agosto de 2013

Circo criollo ¡TODOS A LAS SEYCHELLES! La reciente derrota electoral del Gobierno de la Señora está siendo analizada cuidadosamente en la Rosada. El propósito es no repetir errores de modo que el tránsito hacia el tercer mandato vuelva a ser tan seguro y natural como lo era antes de este traspié. Y ya se ha concluido, a la luz de los resultados de las PASO, que se cometieron algunas equivocaciones, naturalmente de buena fe. Como el de cargar de favores y beneficios a distritos que, finalmente, resultaron totalmente ingratos, mientras que otros, resueltamente favorables al kirchnerismo, habían sido injustamente olvidados. En efecto, mientras la Capital Federal y buena parte del conurbano recibieron y reciben subsidios a manos llenas, no obstante lo cual respondieron con ingratitud a la hora de votar, otros, a pesar de sus claras preferencias por el cristinismo, fueron olvidados. En consecuencia ya se ha pensado que, acaso para las legislativas de octubre, pero con seguridad para las presidenciales de dentro de dos años, esta circunstancia cambie radicalmente. Y que la tarjeta SUBE, por ejemplo, mediante la cual se pagan chirolas por el transporte público, sea suprimida en los distritos contrera de la Capital y el Gran Buenos Aires y, en cambio, sea distribuida, con idénticas ventajas, entre los qom y los esforzados compatriotas que ocupan la base Marambio. Por lo que podrán hacer uso y abuso del transporte público cuando se les venga en gana, tanto en Formosa como en la Antártida. Pero también se sabe que esta decisión, más allá de su importancia, es insuficiente para cambiar el curso de las cosas y permitirle a la Señora aspirar a un tercer y, por qué no, a un cuarto mandato. Dado que el clima de la Rosada es el que mejor le permite superar sus problemas de salud y, además, allí se siente más cerca del finado, con el que suele conversar mientras toma el té de las cinco. En consecuencia ya tiene a sus colaboradores más fieles pensando en otras soluciones con vistas a las legislativas de octubre y las presidenciales del 15. Una de ellas tendría que ver con la incorporación masiva de empleados a cuenta del erario público. No obstante haberse superado el millón esto no ha sido suficiente para cambiar el curso de las recientes elecciones. Por lo que ahora a esto se agregaría, de manera gratuita o acaso por unas pocas chirolas si es que el hombre es adicto a la rula, la opción del viaje a las Seychelles. Tres días –pero que sólo contarían como 13 horas de ausencia en el puesto público que ocupe el favorecido- con todo pago, aeroplano y hotel, y el acceso a una cuenta bancaria cifrada. Esto aunque el fulano no disponga de una moneda, pero que le serviría para darse dique en la oficina y, acaso, levantarse alguna minita. “Yo, dijo el reo de la cortada de San Ignacio, al flaco Kirchner cada día lo admiro más. Qué lástima que ya se pasó para el otro lado”. Y como alguien quisiera saber el porqué de su admiración por el ex presidente, el reo le respondió: “Era un capo, jefe. El tipo tenía una cuenta en Irlanda del Norte y ni a su mujer se lo había dicho. Es que el Néstor se las sabía todas. Si se lo decía, ¡fija que la mina lo mangaba!”.

lunes, 19 de agosto de 2013

AMIGO DOCTOR, ADIOS A los jóvenes de hoy, si andan en moto con el casco puesto y evitan a los bandidos de gatillo fácil y pasados de merca, les cabe la posibilidad de vivir quince o veinte años más que sus padres y abuelos. Y esto no tanto debido al deporte, al chau pucho y a la comida sin grasas trans, sino a los asombrosos avances de la medicina. Cuyos recursos ya no se reducen a tomar la fiebre, medir la presión o sacar radiografías, y mucho menos a las lavativas, las ventosas y las sanguijuelas: hoy cuenta con un aparataje maravilloso. El que permite examinar al tipo por dentro y por fuera centímetro a centímetro, viajar por sus conductos arteriales como con un GPS, analizar escupitajos y sudores, revelar los secretos más íntimos de su sangre y llegar sin escalpelo a remover los agentes más perversos que puedan haber recalado en su interior. Pero como casi todas las cosas buenas, estos avances también han acarreado pérdidas. Que no se reducen, para el tipo que se jubile a los 65 a esta pregunta inquietante: ¿y ahora qué hago hasta los 80 o los 90? Porque lo que se ha perdido y parece ya irrecuperable, es el médico de familia. El que andaba de casa en casa del vecindario, ahí donde lo llamaba un afiebrado, una parturienta, un accidentado, un crónico o un tipo al que sólo le faltaba dar los últimos hurras. Y a los que acudía a ver provisto de un valijín (siempre negro), en el que cabían un estetoscopio, un tensiómetro, un termómetro y alguna cosa más, por si había que poner un a inyección, hacer un sangrado o vérselas con un forúnculo rebelde. Y era ese mismo tipo el que recibía a los pacientes en su consultorio, que estaba ahí nomás, de delantal blanco y estetoscopio colgando del cuello y con el que no se charlaba solamente de los males que afligían al paciente, sino también de política, de futbol, de los destinos de la humanidad o de la vecinita de al lado. Es cierto, aquel médico de barrio tenía muchos menos recursos que los que hoy pueden ofrecer al doliente los del hospital, del sanatorio o de la obra social. Y de allí que las vidas de sus pacientes fueran en general más cortas. Pero sólo los que han vivido aquella época y esta otra, pueden darse cuenta de las grandes diferencias que existen entre aquellos modestos maestros de la semiótica y estos médicos de hoy. Que más que fiarse del examen minucioso del doliente, como lo recomendaba Hipócrates, de averiguar cómo era su vida, qué comía o de dónde sacaba el agua que bebía, y sin esmerarse mucho en el palpado minucioso y cálido, en el diga treinta y tres, en el no menos famoso respire hondo y en el saque la lengua (sobre la que apoyaban una cucharita), prefieren volcar sobre el tipo un derroche de análisis y radiografías, resonancias magnéticas y tomografías computadas, de las que no puede ocultarse ni el más sibilino de los males. Un comportamiento que suele dar resultados exitosos pero que es de una frialdad de témpano. Pero acaso lo peor, en esta delicada materia, no sea lo que se está viendo hoy sino lo que está por venir. Porque es cierto, el médico de la familia, el de barrio, el que conocía al fulano desde muchacho y lo seguía, paso a paso y entre gripes y constipaciones, hasta que se hacía viejo, ya no volverá. Pero el problema, llegados a este punto de la relación médico-paciente, es que la cosa no se detenga aquí sino que sea aún más problemática. Y que el médico, finalmente humano, de carne y hueso, que hoy se ocupa de nuestros males, aunque una vez sea uno y mañana otro, sea reemplazado. Y no por otros facultativos, distintos pero indiferenciables, sino por algo tan impersonal como la pantalla de un ordenador. Desde la cual se nos diga que la cara que se nos pone delante, gracias al skype, es de un médico, un cirujano o un analista. Y que sea él, o sea ese rostro, quien, previo darle nuestros datos y el número de nuestra tarjeta de crédito, nos dará las indicaciones para medir nuestra temperatura, establecer cómo andamos del bobo o marcar el sitio en que nos duele. Entrevista que terminará, al fin y al cabo como hoy: con el dictamen de que, para saber realmente lo que nos pasa y asegurar nuestro restablecimiento, primero hay que pasar por el tomógrafo, la sala de rayos, el análisis de nuestras evacuaciones y nuestra sangre. Así se habrá extinguido para siempre el médico de barrio. Habrá corrido la misma suerte que Apolo, Asclepìo, Higiea y Panacea, los del juramento hipocrático y a los que los dolientes de hace 2500 años acudían en busca de sanación o meramente de esperanza y de consuelo. Pero aquel doctor amigo se perderá en la memoria con mucha menos pompa, acaso con la misma sencillez con que hoy los viejos se acuerdan de los bizcochos Canale, del traje con dos pantalones y de los helados Laponia.

TODOS Llamó a Juan. Llamó a Luis. Llamó a Marga. Uno no estaba. Otro permaneció callado. Ella ya había partido. Miró por la ventana. Allá abajo estaba el camino. Se largó a caminar. Y caminó, todo el día y toda la noche. Y siguió caminando. Y todavía más. Hasta llegar a un punto. Miró para atrás y no vio nada. Miró a un lado, a otro. No había nada. Estaba cansado, muy cansado. Se echó a dormir. A su lado creció un madero. Al cabo del madero, muy alto, letras, tal vez palabras. No alcanzó a saber qué decían. Pero supo qué decían. Allá estaba la multitud. Todos. Y también Juan y Luis y Marga. Todos y muchos más. No tuvo dudas. Había llegado.

lunes, 12 de agosto de 2013

Circo criollo ADIOS A LAS BUENAS MANERAS Parece mentira que gente grande haya celebrado, como lo hizo, el resultado de las elecciones del pasado domingo. Y que interpreten hasta como una humillación para el oficialismo el que haya sido derrotado en algunos distritos clave, como la provincia de Buenos Aires. Donde no alcanzó, para que las urnas le fueran benignas, ni siquiera la foto del candidato de la Cristina, el lomense Insaurralde, con el Papa. Lo que tal vez se deba a que el Santo Padre está íntegramente volcado a sacar campeón a San Lorenzo y no le queda tiempo para otros milagros. Pero lo que no advierten los opositores, lo que les puede resultar muy caro, es que en estas elecciones nadie ha ganado nada, salvo el Gobierno. Y no porque, como lo han dicho desde la tribuna y lo han repetido obedientemente los medios oficialistas, el partido mayoritario, sumando los votos recogidos en todos los distritos, sigue siendo el FPV. Una conclusión tribunera que ha tenido, como único pero sabio objetivo, evitar que, creyendo en serio que han perdido y que esto es el acabose para el oficialismo, los hoy K se pasen en tropel a las filas de la oposición y se transformen en fieles M, C, P o el que sea que apunte a ocupar el sillón del finado Rivadavia. Porque en estas elecciones nadie ha salido electo para cargo alguno; simplemente se ha sabido o confirmado quiénes irán de candidatos en octubre. Y qué chances tienen de llegar más arriba. En síntesis, que han mostrado sus cartas por lo que, a partir de ahora, esto pasa a ser un truco en el que el rival, esto es, los giles de la oposición, juegan con las cartas marcadas. Por lo que ya no importa si las orejean o no, si se pasan señas, si se hacen los pícaros cantando la falta con un cuatro o si fingen dudas al cantar truco, cuando el rival sabe que tienen los dos machos, el de espadas y el de bastos en la mano. En consecuencia es muy posible que lo peor esté por pasar y que, por añadidura, mareados por el triunfo, lo que se viene sorprenda a los opositores con el pingo maneado. Porque, seamos sinceros y claros por una vez en la vida: ¿alguien, adulto y en su sano juicio, puede creer que la Cristina se va a entregar mansamente y que de aquí a dos años dejará el gobierno para volver a Santa Cruz a cuidar a sus nietos (si es que para entonces ya hay más de uno)? Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca. Ahora que saben que en octubre próximo y también en el 2015 tienen todas las de perder, no puede sino sobrevenir lo peor. Que de parte del Gobierno se acabe con eso de guardar las apariencias y de respetar la Constitución y se tiren nomás a la pileta de la perduración con lo que tengan a mano. Y que esto signifique ya sea darse el gusto de reemplazar la estatua de Colón por la de Juana Azurduy, como clausurar Clarín, terminar con los canales independientes, quedarse con Papel Prensa, imponer los jueces de la Corte Suprema, meter mano en todas las elecciones, instalar al finado en el lugar que hoy ocupa la pirámide de Mayo y poner a Fito Páez a dirigir en el Colón. “Y tiene razón, yo haría lo mismo”, dijo muy serio el reo de la cortada de San Ignacio. Y como alguien se sorprendiera por el comentario, ya que es un conocido boina blanca, se vio en la obligación de aclarar: “Pero claro, maestro, si yo tuviera la guita que tiene ella no me sacan ni a palos. Porque, ¿adivina qué es lo primero que va a hacer la contra si caza la Rosada? Si, meterle mano a las cuentas en Suiza, abrir las bóvedas y las cajas de seguridad, averiguar cómo hizo para tener un hotel en Calafate y casas aquí y allá, y también los arreglos con Lázaro Báez y Cristóbal López… En fin, que gobierne la oposición, podría ser… Pero que se metan con la guita no, hasta ahí llegamos. Porque sería lo mismo que meterse con la vieja. Y a la vieja hay que cuidarla. Y a la guita también. ¿O no?”.

martes, 6 de agosto de 2013

Circo criollo LA FOTO EQUIVOCADA La visita de la Señora al Sumo Pontífice en Río, acompañada por el intendente Martín Insaurralde, ha causado fuertes críticas de la oposición debido al uso electoral que el FPV hizo de ese encuentro. Sin embargo la bronca de los contreras no tiene, ni por asomo, la dimensión que alcanzó en las propias filas del oficialismo. Con sus buenos motivos, como podrá verse de inmediato. Porque la visita al Papa en compañía de un candidato K pagaba, por decirlo con una antañona expresión burrera, dos mangos, ya que esa foto podía significar el triunfo en las próximas elecciones, debido al apoyo de la grey católica. Pero se planteaba un problema; no podía llevar a todos los candidatos de su partido, tenía que elegir. Y eligió a uno, al intendente de Lomas de Zamora. Y precisamente de ahí, de esa decisión, viene la bronca. Porque, se preguntan todavía hoy en las filas K, ¿para qué llevar precisamente a este mozo, cuando le va tan bien en las encuestas gracias a su buena gestión municipal y al simple pero efectivo expediente de recordar que padeció un cáncer que lo dejó calvo y del que hoy está recuperado? Con sólo eso tal vez le alcance y hasta le sobre para superar a su rival, el intendente de Tigre, Sergio Massa. Al que sólo le queda, para conservar el liderazgo en el fervor popular, ocultar su buena salud y exagerar los padecimientos sufridos por un supuesto robo en su domicilio. Argumentos notoriamente inferiores y resueltamente menos dramáticos que los del lomense. Y esto sin contar con que se dice que el asunto del robo es trucho. En otras palabras y para explica mejor el disgusto de la muchachada K: ¿para qué llevar a este muchacho Insaurralde a ver al Papa y sacarse la foto con él, si las encuestas ya lo estaban dando con un caudal como para arañar un empate y hasta para imponerse a su rival? Así, en caso de triunfar, todos elogios habrían recaído en su brillante gestión municipal, en su tumor, en su felicísima recuperación y, por sobre todo, en la muñeca de Cristina. En cambio, de darse ahora, el próximo domingo, un buen resultado para este muchacho, ¿cómo evitar que todos digan que no fue ni por su gestión municipal, ni por el cáncer y menos por la Presi, sino gracias al jeringazo papal? Si, del Papa argentino, del hincha de Sanlo, el mismo que, hasta ayer nomás fuera, para los K, el insufrible cardenal Bergoglio. Cosa que no ha cambiado, por más que le regale escarpines brasileños para su nietito. Dicho de otra manera, esta visita al Papa de la Señora en compañía de Insaurralde, fue un desperdicio. Cuando, como lo dicen bien claro las encuestas, había otros candidatos a los que el viaje a la cidade maravilhosa en procura de la bendición papal, les hubiera venido realmente de rechupete, porque andan más caídos que un billete de cien. Y de allí la bronca que hay en el kirchnerismo. Donde, aunque ninguno abra la boca, no sea que después los persiga la AFIP y les pregunte de dónde sacaron la guita, saben muy bien quién podría haber sido el candidato ideal para acompañarla: Daniel Filmus, el tipo con menos chances de ganar en su distrito y el que, para peor, goza de una salud de fierro. ¡Ni caspa tiene el hombre! “Un momento –dijo el reo de la cortada de San Ignacio poniendo su gesto más serio-. Paren la mano. Al Papa sólo se le puede pedir un milagro por vez. Y primero, antes que cualquier otro, de que gane Filmus o de que la Cristina aprenda inglés, Francisco, como buen cuervo que es, tiene que sacar campeón a Sanlo. ¿O no?”

jueves, 25 de julio de 2013

Circo criollo CÓMO GANAR LAS ELECCIONES El reo de la cortada de San Ignacio, según lo ha dicho más de una vez, se inclina, para el 2015, por la fórmula Victoria Donda-Carolina Pelleriti. Allá él. Pero fuera de esta fantasía, que ni cabe tener en cuenta, existe una casi certeza: quien preside hoy los destinos del país no sólo tendría casi cerrado el camino de la re-reelección, sino que es más que posible que sus candidatos experimenten un sonado fracaso tanto, en los próximos comicios de agosto, como en los que se llevarán a cabo en octubre siguiente. Lo que, de confirmarse, marcaría quizá el final del kirchnerismo, el adiós del relato, el chau baby de tantas cosas lindas como se han vivido durante estos últimos años, comenzando por la misma primera mandataria y finalizando (es un decir), por su simpatiquísimo hijo Máximo. A quien muchos, dadas sus dotes para la política y su delicado esprit comunicacional, lo veían como el heredero natural del Eternauta, pero con su propia envoltura de héroe popular. Aunque no, de ninguna manera, como sugiere malévolamente la oposición, como Pedro Picapiedra o como el Tío Cosa. Pero acaso lo más importante, para la Señora y para sus numerosos seguidores, es que no todo está perdido. Todo puede cambiar dando un giro copernicano si se ajustan algunos detalles. Un improvisado podría decir que si se prescinde de colaboradores tales como los señores Moreno y DeVido, las acciones de la primera mandataria subirían, del mismo modo que sube un globo aerostático conforme se le quitan algunas toneladas de peso. Pero no, no se trata de eso, aunque en este campo también se podría mejorar incluyendo a alguien que alguna vez haya tenido un libro en sus manos, aunque más no sea para aplastar una mosca pendenciera. Pero mucho menor sería que se diera un vuelco copernicano en la política comunicacional. En efecto, hoy el Gobierno de la Señora gasta ingentes cantidades de dinero, que acaso ella sustrae de sus necesidades diarias, en publicitar su nombre, el de sus principales colaboradores y el de las grandes cosas que su gobierno realiza, como las que se harán algún día en materia habitacional para los pobres, así como caminos, energía, trenes, danzas clásicas y epistolario. Vale decir todo y hasta mucho más de lo imaginado. Y ha elegido dos maneras de comunicar todas esas maravillas al noble pueblo argentino: los discursos, casi a diario, emitidos por la cadena nacional y una propaganda abundante y muy onerosa en medios que le son fieles o, más simplemente, propios. Y aquí precisamente reside el error y anida el huevo de la derrota. Porque está visto que este país de “buena gente”, como reza el slogan oficial, es tan desagradecido o tan memo en materia de elección de programas por TV, que no bien aparece la Señora dando sus señeros discursos en alguna celebración o inaugurando una pulpería, cambian de canal y se ponen a ver cualquier pavada extranjera. Con lo que se han perdido momentos memorables, como la Señora bailando el Himno Nacional o, suprema actuación, haciendo el pollito en Angola. Y, acaso peor, es lo que ocurre con la propaganda publicada en los medios leales, que como nadie los lee es lo mismo que arrojarles margaritas a los chanchos. Pero lo bueno de esta situación es que aún hay tiempo de corregir los errores y recuperar los votos perdidos. Y llegados a este punto y en tren de clarificar la nueva política comunicacional, empecemos por ponerle nombre. En efecto se la podría denominar, sin menoscabo de sus altos objetivos, como “Plan Coto” o, si no se quiere mencionar a este comercio en desmedro de otros, “Plan Supermercado”. Porque se trata de una deducción muy sencilla: ¿dónde publicitan las empresas que realmente tienen ganas de vender y de ganar plata? ¿En los medios que no se venden o en los que compra la mayoría? Sin duda en estos últimos, Clarín, La Nación, Canal 13, radio Mitre… ¿Qué son opositores? ¿Qué duda cabe? Pero lo importante no es eso sino que venden, venden a montones, tienen una gran audiencia y aviso que se pone en ellos es plata que vuelve en ventas. Y para empezar, entonces, ¿por qué no poner un gran aviso en el programa de Jorge Lanata? ¿Por qué no abrazarse también con la actriz que la imita y por qué no invitar a la sueca con una pasta frola casera en Olivos? ¿Y por qué, también, no proponerle al señor Magnetto, a Morales Solá, al Dr. Castro, a Lanata, reunirse en la Rosada alrededor de un plato de ravioles con salsa de ajíes de la mala palabra y un tinto de esos que dan lugar a que los comensales terminen la reunión entonando un aria de Verdi, pero al vesre? “Yo creo que con eso se salva, maestro”, aseguró el reo de la cortada de San Ignacio. “Pero, agregó enseguida, para que el morfi sea un éxito, también tiene que estar el pibe de la Señora. Si, porque me dijeron que no sólo es un piquito de oro y te levanta cualquier reunión, sino que contando chistes es mejor que el Negro Olmedo”.

miércoles, 24 de julio de 2013

EL IDIOTA QUE AMABA A LOS CABALLOS Ayer nomás coexistían armoniosamente en la ciudad autos, ómnibus, colectivos, tranvías y trenes, con la tracción a sangre. Porque eran carros, tirados por robustos mancarrones, los que llevaban a los hogares porteños la leche, el pan de molde, la carne, la fruta y la verdura y las sillas y los sillones de mimbre; y lo eran asimismo los que recogían la basura, los que de madrugada se ponían de culata en las estaciones de ferrocarril para recibir la leche recién ordeñada de los tambos y los que tiraban de la carroza fúnebre en la que se llevaba a los porteños a su última morada. Que eran, en su mayoría, matungos oscuros que lucían sobre la testa un pompón del mismo color y tenían un andar lerdo y solemne. Y también, caballos o mulas, eran los que hacían dar vueltas y vueltas a las calesitas. En fin, que por entonces el olor a nafta se confundía con el olor a bosta y los garajes con los corralones, como el que estaba a menos de cien metros de casa y comandaba, de barba blanca, pañuelo al cuello, rastra, bombacha, alpargatas y masticando siempre un toscano, el viejo Milonga. También Amadeo, el carnicero de la vuelta de casa, hacía el reparto con un carro. Porque no todas las clientas se llevaban la compra a sus casas. Elegían los bifes, el peceto que sería el alma del tuco del domingo o la gallina que habría de convertirse en puchero y después había que llevárselos a sus domicilios. Y para eso tenía un carro, un caballo y un empleado, que trabajaba por la propina. El que se subía al carro no era otro que Juan, el idiota del barrio. Juan era feo, morocho, flaco y hablaba a los gritos, pero apenas si se le entendía algo. Porque Juan era gangoso y no sólo eso: cuando hablaba le caía una baba que, muy de vez en cuando, atinaba a secarse con un trapo sucio. Pero a Juan, a pesar de ser feo, gangoso, baboso e idiota, todo el barrio lo quería. Porque arriba del carro, con el rebenque en la mano, las más de las veces de pie sobre el pescante, era muy saludador. Y además hacía el reparto con pulcritud. Sabía a quién debía entregar cada paquete y siempre se saludaba, aunque fuera de lejos, con la patrona. Pero si a alguien quería Juan era al caballo. Podía ser que alguna vez revolease el rebenque sobre su cabeza, pero cuidándose de tocarlo. Y cuando volvían al mercadito de Amadeo, le acariciaba la cabeza y le hablaba al oído. Y parecía que el animal apreciaba el buen trato de Juan, porque cuando era él el que gobernaba el carro su trote parecía más alegre, como si anduviese de paseo. Hasta que un día, el infortunio. Juan, a bordo del carro, cargado ya el último kilo de milanesas, las cabecitas de cordero, el peceto, el pollo y la gallina y un montón de paquetes más, azuzó al caballo y puso en marcha el reparto de ese día. La esquina, el cruce con la otra calle, se presentaba a no más de treinta metros. Y él estaba tan acostumbrado a cruzarla que ni miró. Así fue como no advirtió que por esa calle, la mía, donde estaba mi casa, avanzaba un auto. Cuyo chofer seguramente tampoco se preocupó por bajar la velocidad, acaso pensando que por allí no pasaba nadie. O, también, si es que vio el carro, supuso que el auriga habría de detenerlo obedeciendo al respeto que los viejos modos de transporte deben tener por los nuevos. Y el choque se produjo. El auto, un auto grande y cuadrado de los de antes, dio de lleno contra el caballo. Juan, sorprendido, cayó al suelo, pero el animal no. Recibió el golpe, frenó su carrera y luego se mantuvo curiosamente enhiesto, casi se diría que perplejo. Y como sólo puede hacerlo un caballo: sin emitir un gemido, sin quejarse. Lo que habría tenido derecho a hacer, porque él había sido la única y verdadera víctima del accidente. El golpe con el automóvil le había provocado un daño incurable: le había arrancado el vaso de una de las patas delanteras. Cuando Juan vio lo que le había ocurrido primero insultó, en esa lengua ininteligible pero de manera vehemente, al chofer del auto, que sólo se mostró preocupado por los daños que podría haber recibido su vehículo. Pero luego Juan se desentendió de ese tipo y, con lágrimas en los ojos, gimiendo, se abrazó al cuello del animal. La escena que siguió la vimos todos los vecinos, atraídos por ese accidente que se había producido allí, donde nunca ocurría nada.. El del auto sencillamente se fue, pero Juan siguió abrazado al animal sin dejar de gemir. Pero sin duda lo más dramático de aquella escena no fue el pobre Juan sino el mismísimo animal. Alguien se encargó de desprender el correaje que lo unía al carro y de conducirlo hasta cerca de la vereda. Y allí se quedó el caballo, quieto, con su pata mutilada chorreando sangre y tiñendo de rojo el agua que circulaba junto al cordón. Así estuvo hasta que se cayó, pero como sólo lo hacen los caballos, sin emitir un quejido, en silencio, perplejo tal vez por la situación que le había tocado vivir y por la muerte que se le acercaba. No recuerdo bien cómo terminó aquella historia. Al animal se lo habrá llevado algún servicio municipal y habrá sido sacrificado. En cuanto a Juan, el idiota, no se subió nunca más a un carro ni volvió a hacer ningún reparto. Acaso porque no quiso o porque Amadeo, que se compró otro animal, no confió más en él. Lo cierto es que anduvo un tiempo por allí, como alma en pena. Acaso recibiendo, como otros mendigos, alguna moneda de sus antiguas clientas. Pero un día advertimos que ya no circulaba por el barrio.. Y luego supimos que sin decirle nada a nadie, había abandonado la piecita del conventillo en la que vivía de lástima. Así fue, a Juan no lo vimos nunca más, ni supimos más de él. Sólo quedó, diríamos que flotando, hasta hoy, su casi tierna figura de idiota feo, gangoso y tan sensible con los caballos. Con todos, pero en especial con aquel caballo mutilado en un accidente. Y, para peor, con él en el pescante.

sábado, 13 de julio de 2013

Circo criollo EL ESPÍA DE LA MALA SUERTE Por fin se ha revelado la verdadera razón por la que la señora presidenta ha insistido y gastado tanto en desalojar, de la proximidad de la Rosada, la estatua de Cristóbal Colón. La clave de esta decisión acaba de surgir de otra medida, casi tan enigmática como la anterior y que tiene que ver con la histórica Plaza de Mayo: ya no se puede transitar por sus alrededores como se hacía antaño; ha sido vallada y tiene custodia permanente, de modo que ya no circulan por allí ni los bondis ni los autos particulares, salvo que quieran exponerse a una balacera. Por lo que ahora sí, uniendo estas dos sabias decisiones, se puede llegar finalmente a la verdad: la Señora decidió el desalojo del Gran Almirante porque estaba convencida de que éste la espiaba. Una sensación que se ha visto agravada, y con toda razón, por una información proveniente del exterior que confirma lo que ya se sospechaba: que el gobierno argentino, desde la cabeza hasta el último perejil, eran espiados por el servicio secreto norteamericano. Por lo que la Señora, para resguardar a la Nación, decidió poner en marcha un plan revolucionario destinado a burlar a los servicios de inteligencia de los yanquis. Los que, como lo ha revelado este muchacho Snowden (hoy a salvo en Rusia, Cuba o vaya a saber dónde), actuaban y seguramente actúan aún, interceptando las ondas electromagnéticas. Por lo que no hay teléfono común, o celular, laptop, iPad o lo que sea, que no caiga bajo la atenta vigilancia de estos espías del Siglo XXII. En consecuencia, ¿qué resolvió la Señora? Pues algo tan genial como inesperado. De aquí en adelante todos los miembros del staff de su gobierno que se comuniquen con ella o entre sí, lo harán exclusivamente mediante señas, en el lenguaje de los sordomudos. Por lo que ya mismo los funcios están tomando lecciones de la señorita que, cuando Ella habla por TV, traduce sus discursos para que también los entiendan los sordos, o al menos los que son tan duros de oído como fanáticos de sus exposiciones. Pero esta historia no terminaría aquí. Por lo que se ha sabido este muchacho Snowden querría, en realidad, regresar a los Estados Unidos y hasta se sentiría feliz si le dijeran que, como castigo, le van a aplicar la picana o lo van a apretar con tenazas allí donde más le duele a los varones. Nada de eso le importaría, así lo mantengan despierto 180 horas, como a los cómplices del 22S, haciéndole escuchar sin descanso a Feliciano Brunelli en discos rayados de 78 rpm. A lo que teme, de verdad, es a que lo repongan en su puesto de espía cibernético. Y la razón es una sola y tiene que ver, ¡cuándo no!, con la Argentina. Ya que habría sido a partir de una escucha hecha en la Rosada que decidió largar todo, confesar al mundo los alcances del sistema de espionaje yanqui y mandarse mudar a Rusia. Aunque igual lo hubiera hecho si el asilo se lo concedían Mongolia Exterior o Burkina Faso. Y acaso tenga razón. Porque, según él, después de muchísimos intentos, de pasarse horas y horas prendido a su complicadísimo aparataje cibernético, consiguió conectar a la Rosada y, allí, capturar una conversación en el teléfono de Presidencia. Y entonces, cuando le parecía que había llegado al top de su carrera de espía y que se merecía que, por lo menos, le igualaran su ingreso con el de Messi, esto fue lo que escuchó, a las 7.30 de la tarde, hora de Buenos Aires: “Hola, si, hablo yo. ¿Y quién iba a ser? ¿Mandrake? Si, ya voy para allá. Si, decime, ¿qué tenemos para morfar esta noche? ¿Qué? ¿Otra vez milanesas? ¡No! Sigan así y les juro que les mando unos pibes de la Cámpora para que les enseñen a hacer otra cosa. Bueno, está bien, poneme con Máximo que quiero decirle algo. ¿Qué? ¿A esta hora y todavía está durmiendo? ¡Esperá que yo llegue allá y ya va a saber este zángano lo que es bueno!” Bien, según lo dicho por este muchacho Snowden, esta fue la última conversación que interceptó y la que lo decidió a dejar todo, a abandonar profesión, carrera, país, lo que fuera y además, denunciar a los Estados Unidos por meterse a espiar a todo el mundo. “Era eso, dijo a los íntimos, o cortarme las venas con un pendrive”. “El mozo hizo bien -dijo el reo de la cortada mientras dejaba su copita de ginebra, ya vacía, sobe la mesa-. ¿Sabe qué aburrido debe ser espiar al gobierno argentino? Por eso, si me pagaran por espiar, yo agarro, pero elijo a Victoria Donda y a Carolina Pelleriti”.

sábado, 6 de julio de 2013

GRACIAS ALMIDÓN, GRACIAS En los últimos 50 o 60 años un montón de productos y de marcas han desaparecido o han dejado de usarse. Como la salivadera y el orinal, la gomina Brancato, el jabón de tocador Sunlight, las hojitas de afeitar Valet, el azul de la ropa, el jabón pinche, el Flit, las ligas y el rancho (no el de los paisanos, sino un sombrero de paja duro y amarillo). Y casi casi también el almidón. Porque antes se almidonaba un montón de cosas: el cuello y los puños de las camisas, las enaguas de las mujeres, los guardapolvos de niñas y niños, los delantales de las maestras y, en general, todas aquellas prendas en las que fincaba la elegancia y la pulcritud del tipo y de la muchacha. Y no sólo se almidonaba en casa, sino que asimismo lo hacían en la tintorería con los cuellos y los puños y ninguna planchadora que se preciara de tal (lo que debió incluir a doña Berthe, la mamá de Gardel), podía aspìrar a ganarse los garbanzos con la plancha si no dominaba el arte de almidonar. Sin embargo y aunque su uso ha menguado, el almidón no ha desaparecido totalmente; aún se lo usa, aunque mucho menos que en mi infancia. Y debo manifestar que su subsistencia me alegra porque el almidón forma parte, por así decirlo, del mejor recuerdo y acaso también, del mejor momento de mi vida. Porque, admitámoslo: ¿qué puede ser más importante para un argentino que se precie de tal, que haber sido designado abanderado de su escuela, de su colegio, de su unidad militar o de lo que sea? Nada. Frente a esto palidecen los títulos universitarios, los triunfos deportivos y hasta el haber acertado un pleno en Mardel que significara cambiar el R12 por un Mercedes o llegar a fotografiarse frente a la torre Eiffel acompañado por una señorita francesa de moral frágil. Mi historia con el almidón, así como mi agradecimiento infinito a ese producto, puede contarse en pocas palabras. Corría el año 1939 y yo cursaba por entonces el segundo grado (hoy tercero) de la primaria en una escuela de Caballito norte, cercana al domicilio de mis mayores. No digo que fuera un mal alumno, pero sí apenas regular. Fuerte en lo que tuviera que ver con el lenguaje y las composiciones y más bien débil cuando se trataba de la tabla del 7. Fue entonces, creo que a mediados de año, que una noticia sacudió a todo el magisterio: el presidente de la República Oriental del Uruguay, el general Alfredo Baldomir, habría de visitar el país, se haría una gran fiesta en la escuela que llevaba el nombre del estado vecino y todas las escuelas de la ciudad debían adherir enviando a su abanderado, esto es, al mejor de todos sus alumnos. Imagino el revuelo que se habrá armado en el magisterio, ya que no se trataba de pavadas: nos visitaría nada menos que el presidente de los orientales y había que concurrir al acto con lo mejor que se tuviera a mano. También supongo que habrá habido más de una reunión en la dirección de mi escuela, de las maestras con la directora y que ésta habrá hecho una gira por las diferentes clases, de la mañana y de la tarde, para elegir al candidato. Pues bien y para hacerla corta: de todos los alumnos que tenía la escuela y de todos los grados, de mañana y de tarde, no eligieron al mejor, me eligieron a mí. Y así fue como aquella gloriosa mañana subí, con los otros abanderados, al escenario que se había montado en el patio de la escuela República Oriental del Uruguay y desde allí asistí al acto solemne, de cara al general, que estaba sentado en la primera fila. Y tuve tanta suerte que, además, aparecí fotografiado en un diario de la tarde, porque, al ser de los más pequeños, estaba delante de todos los abanderados de las escuelas porteñas. Ahora bien, la pregunta que me hago cada vez que rememoro aquel momento triunfal de mi vida, es por qué me tocó a mi llevar la bandera ese día y no a cualquier otro que tuviera más “suficiente, bueno, bueno, ninguna, ninguna”, en su libreta de calificaciones, que yo. Pero la respuesta es fácil y, qué duda cabe, no da para enorgullecerse: yo fui abanderado gracias al almidón. Así como se lee. Y esto se explica de este modo. Con respecto al resto del barrio de entonces, mi viejo era un bacán. Vivíamos en una casa propia construida en el 25, de dos plantas, garaje (donde se guardaba el Ford 37), dos patios y terraza. Mi vieja contaba con sirvienta gallega con cama adentro, más una lavandera y una planchadora que venían a casa una vez por semana. Nada que ver con la situación de la mayoría de los vecinos, cuyos pibes eran mis compañeros de clase. Casi todos no tenían dónde caerse muertos, ninguno tenía auto, muy pocos sirvienta y un montón de aquellos pibes vivían con sus viejos y a veces también con un montón de hermanos, en una pieza de conventillo. Minga entonces de lavandera y de planchadora. La vieja de cada uno de ellos se encargaba de todo, lo que implicaba una vida prolongada para las manchas de tinta de los guardapolvos, que la plancha los sorprendiera muy de vez en cuando y que el almidón no los alcanzara jamás. En consecuencia y aunque sea duro reconocerlo, está más que clara la razón por la que, en aquella oportunidad, fui el abanderado de la escuela y asistí a aquel acto histórico. No porque fuera el mejor, tampoco porque fuera el más alto, el más simpático ni el más inteligente. Estuve allí, fui elegido por las maestras y la directora, por una sola razón, pero categórica: porque siempre, esto es, todos los días, concurría a clase con mi guardapolvo impecable, limpio, planchado y, sobre todo, bien almidonado. Que era lo que se precisaba, en aquella memorable circunstancia, para representar a la escuela. Nunca me volvió a ocurrir algo así; nunca más fui abanderado de nada. Aquel triunfo inolvidable fue también el único. Y tal vez debido a la fuerza de aquel recuerdo, es que a veces me pregunto cómo se las arreglarían hoy si un día el presidente uruguayo, o brasileño, o del país que sea, decidiera darse una vuelta por aquí y asistir a un acto en una escuela pública. Porque hoy los pibes ya no sólo no concurren a clase con el guardapolvo almidonado, sino que lo hacen de jeans y zapatillas. En consecuencia ¿cómo harían hoy para elegir el abanderado para la ocasión? Y la conclusión no encierra ningún consuelo: no les quedaría otra que elegir al que tenga las mejores notas. Le almidonen el guardapolvo o no.

martes, 2 de julio de 2013

Circo criollo HAY QUE TENER PACIENCIA Algunos se preguntan porqué, a pesar de que la Justicia no le haya dado el OK, la señora presidenta hizo nomás sacar la estatua de Colón de su pedestal, por lo que hoy yace en el suelo, tan tirada como un billete de cien pesos. Y la respuesta es muy fácil: porque estaba harta de que a cada cosa que proponía le dijeran que no. Por fin, entonces, pudo darse el gusto en algo y hasta sentir que el pajarito Hugo Chávez la aplaude. Más aún, su traslado a Mar del Plata ya pasa a ser un asunto menor y tal vez ocurra lo mismo con la instalación, en lo que fuera Plaza Colón, de la estatua de Juana Azurduy. Es que acaso sueñe con que, algún día, el monumento a la Cristina ocupe ese lugar. Junto con otro, más bajito, de Él. Porque hoy los inútiles que la rodean sólo le ofrecen pequeñas venganzas, como echarle los perros de la AFIP a Lorenzetti o disputarle el rating a Lanata con fútbol de primera. Cuando tal vez hubiera sido mucho mejor enviarle a Lorenzetti a Fito Páez para que le cantase su versión soul del Himno nacional, tantas veces como fuese necesario, hasta provocar su suicidio mediante la ingestión, sin agua, de la Constitución Nacional. Y para dejar KO al gordo periodista la alternativa no era el fútbol, que desde que está Gimnasia en la “B” no lo ve nadie, sino la emisión, en el mismo horario y por toda la cadena, de los discursos de la Señora y de sus mejores actuaciones. Como la que protagonizó en Angola (inolvidable el batir de las alitas de pollo) y, más reciente, la que tuvo el Día de Bandera (no menos recordable su gestualidad, balanceándose al ritmo del Himno, tal como lo hubiera ejecutado Blas Parera de haber vivido hasta hoy, opa, sordo y canijo). Pero acaso el mayor disgusto no se lo han provocado ni la Corte ni Periodismo para Todos. Así como tampoco Moyano y Caló, que nunca se sabe cuán lejos o cuán cerca se encuentran uno del otro, es decir, si van a ir al choque o al abrazo peronista. Aunque a Daniel Scioli lo tiene a los cachetazos, deseando que abandone el kirchnerismo de una buena vez y vuelva a las lanchas veloces pero insumergibles, éste no sólo se muestra fiel como un oso amaestrado, sino que con su actitud le ha dado alas y también muchos votos a Massa, el de Tigre, que promete llevarse puesta la Provincia. En este contexto desalentador haber bajado de su pedestal a Colón es, si se quiere, un consuelo menor, apenas una pausa en la cadena de sinsabores por la que está atravesando, mientras se distrae escribiéndole al Papa por la red como si hubiesen ido juntos a la escuela. Y escuchando a De Vido y a Moreno, uno que le asegura, con los dedos cruzados, que este invierno no faltará gas, y el otro que le afirma, agarrándose vaya a saber qué, con la mano izquierda, que hay trigo de sobra y que tiene las medialunas aseguradas en los desayunos de Olivos. En consecuencia que mal harían Mauricio Macri, o la Justicia, o quien sea, en exigirle a la señora Presidenta que vuelva todo a fojas cero, reponga al Gran Almirante en su pedestal y se olvide de remitirlo a Mardel, donde parece que ya tienen uno. Porque si no consigue este triunfo, aunque sea pequeño (pero algo oneroso, según cantan los que lo depositaron en el suelo), vaya a saber en qué puede derivar sus angustias de casi inminente “pato rengo”. Tal vez redoble sus pretendidos contactos con el Sumo Pontífice y lo invite a tomar un chocolate en el Tortoni o le dirija un mensaje al presidente de los Estados Unidos, encabezándolo así: “Che, Negro…” El reo de la cortada de San Ignacio volvió de su incursión por Castelar, donde habría de verse con una señorita cuarenta años menor que él, con un humor de perros. “Arriesgué mi vida en el tren por nada –fue lo primero que dijo-. Y además le digo que nunca más le hago caso a los mensajes por Internet”. Y como le pidieran que aclarase sus dichos, agregó: “Pero si es cosa de volverse loco, maestro. Resulta que no sólo era más vieja que yo, sino que sus nietos fueron los que me abrieron la puerta”.

viernes, 14 de junio de 2013

Circo criollo EL CHOQUE DEL DICCIONARIO Es indudable que el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, después del reciente choque de trenes en la estación Castelar, quiso evitar el papelón cometido por su antecesor y, antes de enfrentar a las cámaras, consultó el diccionario. Y fruto de ese paso previo fue que, luego de expresar su pesar por las víctimas, expuso esta disyuntiva dialéctica: ¿se trató de un accidente o de un siniestro? Porque de haberse dado el primer caso se habría tratado de un suceso eventual, imposible de achacar a otra cosa que a la mala fortuna. Pero si se tratara de lo segundo, ahí te quiero ver, ya que la palabreja está asociada a los hechos aviesos y mal intencionados. Una disyuntiva ingeniosa no sólo porque remite a un juicio que esclarecerá la cosa vaya a saber cuándo, sino porque elude toda sospecha de que el principal culpable de lo que ocurrió, ayer en Castelar como anteayer en el Once y mañana vaya a saber dónde, es el Estado, esto es, el dueño de toda esta chatarra circulante alimentada por ingentes sumas de subsidios. Pero además y esto tal vez sea lo más ingenioso de la presentación del ministro, la revelación acerca de qué fue lo que causó semejante estropicio, con su secuela de muertos y heridos, ya fue adelantada como algo más que una suposición. Los frenos del tren eran flamantes y funcionaban de maravilla, lo mismo que las señales de peligro que precedieron al choque, por lo que ya está casi todo dicho: el gran bonete asegura que el conductor del tren es un orate, un suicida, un irresponsable de cuarta, que vaya a saber qué estaba haciendo cuando conducía el tren con miles de pasajeros. Tal vez escuchaba una cumbia villera, acaso estaba mirando una revista con minas de almanaque de taller mecánico o, porqué no, ese día, más precisamente esa mañana, había decidido poner fin a las penas que lo embargaban (su mujer lo había abandonado, sus hijos eran barrabravas de hinchadas armadas con misiles y la nena no decía nada, pero no era de creer que le estuviera creciendo la panza por los fideos de los domingos). Y en consecuencia le metió mano al acelerador, las señales rojas las pasó como si fueran más verdes que la camiseta de Ferro y se lanzó nomás a incrustarse en el tren detenido en la estación Castelar. Mientras se espera el resultado del examen de las cajas negras del tren que arremetió contra el otro, que difícilmente pueda ser distinto que el ya adelantado por el ministro, esto es, que todo el equipo era de primera y funcionaba como un Rolex de platino, sería prudente que, por las dudas, el mismo ministro Randazzo o alguno de sus acólitos más fieles, se diese una vuelta por Roma y solicitase una audiencia al Papa Francisco. Y allí, en la Ciudad Santa, frente al Supremo Pontífice del barrio de Flores e hincha de Sanlo, lo convenciese, mientras se toman unos amargos, de dirigir unos rezos al Altísimo, con un pedido muy especial: que no se produzca, al menos en un futuro próximo, un tercer infortunio ferroviario. Porque en ese caso ni Randazzo, ni nadie del gobierno K, tendría ya una nueva oportunidad de plantear esta disyuntiva genial: ¿accidente o siniestro? El reo de la cortada de San Ignacio terminó el café y, antes de levantarse de la mesa, se persignó. Un parroquiano que lo vio se acercó para decirle: “Maestro, no sabía que fuera tan creyente”. “Y no lo soy jefe. Pero hay que ser prudente –respondió el reo. Fíjese que me voy a encontrar con una muchacha que tiene como cuarenta años menos que yo y que vive en Castelar. En resumen, que hoy tanto me puede dar un bobazo, como terminar reventado a causa de un choque ferroviario. ¿O no?”

sábado, 1 de junio de 2013

Circo criollo EL MONUMENTO AL SAINETE Las diferencias entre la señora Cristina de Kirchner, presidenta de los argentinos, y el señor Mauricio Macri, jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, capital de la República, no son de ahora sino que vienen de lejos. Y no, o al menos no solamente, porque la señora es tripera y Él era académico, mientras que Mauri es bostero de barrio Norte, lo que lo hace aún más paquete y menos peronista. Y está bien que así sea, porque esas peleas son propias de la democracia. Y así es como lo que a uno le gusta al otro le repugna. Pero todo se cuece en el mismo caldo y si se encuentran en la calle se saludan, aunque sea sin ganas. Sin embargo es preciso reconocer que lo que está ocurriendo hoy en la relación Cristina-Mauri es de salón, si, pero de salón de lustrar. Porque la razón por la que se están peleando no es, esta vez, por el subte, por la coparticipación, por las cifras de la inflación, ni por las presidenciales que se vienen; se están peleando por Cristóbal Colón. Si, aunque parezca mentira, ya que no son problemas los que le faltan hoy al país, se están yendo a las manos por aquel marino genovés (¿o sardo?) al que se atribuye el descubrimiento de América. Lo que incluyó, con el correr del tiempo, también a la Argentina. No obstante lo cual se lo reconoce en casi todo el mundo como uno de los grandes, casi al lado de Platón, Galileo, Gardel y Messi. Salvo, claro está, entre los indígenas recalcitrantes, que aún le reprochan que les cambiara el oro de los nativos por espejitos de colores. Pues bien, de lo que hoy se trata aquí, en la Argentina del siglo XXI, es de la razón por la que la Señora ha decidido la remoción del monumento que recuerda a Colón y que se encuentra, desde hace casi un siglo, detrás de la Rosada, para llevarlo a Mar del Plata. Una explicación, acaso la más benigna y respetuosa de la memoria del Gran Almirante, sería que, dada su condición de marino, a este zeneize pre-Boca le caerá mejor pasar el resto de los siglos mirando el mar, que nada más que riadas de autos, malditos excretores de gases tóxicos. Pero dado que pretenden sacarlo de acá para poner en su lugar a doña Juana Azurduy, la gran heroína de la independencia nacional y boliviana, es razonable que se sospeche que la mudanza, que se ha de deglutir quien sabe cuántos millones, obedece a otras causas. Por ejemplo, la de la América indígena (la misma que pone en peligro la supervivencia del monumento a Roca) o, peor, a la sospecha de que los verdaderos descubridores de esta parte del mundo fueron los vikingos y que el de las tres célebres carabelas falleció convencido de que había estado en la India. Vale decir que era no mucho más que un gil de lechería y por lo tanto el monumento y su locación le quedan grandes. Aunque la cosa podría ser aún peor. Y que mañana, porque la Señora cambiara de idea (al fin, la donna é mobile, qual piuma al vento), o porque ya lo tuvieran todo pensado y lo de la Juana fuera nada más que un invento, allí se erigiera un día, no la estatua de la altoperuana, sino la de Él. Ya sea como El Eternauta o, más sencillo, así como era, pero igualmente labrado en el más fino acero de bóveda bancaria, de saco cruzado, mocasines de Guido, la mirada en la alternancia y no señalando ni para acá ni para allá, sino con las manos en los bolsillos protegiendo la guita. “¿Me quiere decir –protestaba un parroquiano en el Margot- con qué derecho se afanó no sólo el monumento sino la plaza Colón? Si antes de que la enrejaran no formaba parte de la propiedad de la Rosada, era un paseo público. ¿O no?” El reo de la cortada de San Ignacio, con un gesto, le recomendó que se callara. “Maestro –le dijo- ¿no sabe que andan por el barrio los pibes de la Cámpora?”. “¿Y qué? -le respondió el otro alterado-. Si van a los súper a controlar los precios, no a los bares”. “Maestro –le explicó con paciencia el reo- usted tiene razón. Primero van a ir a los comercios, pero luego, con la guita que les den los comerciantes para que se hagan los giles y digan que todo está bien, fija que después se van a venir por aquí a celebrar tomándose unas cervezas. Y mire si lo escuchan. Por lo menos le mandan a la AFIP. ¿O no?”

sábado, 25 de mayo de 2013

LAS POESÍAS DE MI TIA CLELIA Mi tía Clelia, que debe haber nacido alrededor de 1880, era poeta, lo mismo que su padre y su hermano Pablo (mi padre). Y publicaba sus poesías en las revistas de su tiempo. Y así fue hasta que se casó con mi tío Alfredo. Que era una excelente persona pero que tenía sus ideas acerca de lo que debía y lo que no debía hacer una mujer casada. Por lo que cesó en su labor como escritora y se dedicó, exclusivamente, a atender su casa, su marido y sus hijos. Al menos eso fue lo que creíamos todos cuantos la conocíamos. Hasta que una tarde de 1964, cuando ella contaba ya más de 80 años, descubrí que no había sido exactamente así. Había dejado de publicar, es cierto, pero no de escribir. Porque esa tarde que yo había ido a visitarlos a su departamento, en Caballito, aprovechando que su marido estaba en otra habitación, me extendió unos papeles escritos a máquina y me dijo, muy quedo: “Tomá. Son mis poesías, las que escribí durante estos últimos años. ¿Podrías hacer que me las publicasen?” Mi tía Clelia y mi tío Alfredo murieron, casi el mismo día, unos años después. Y yo no pude cumplir, en vida de ella, con lo que me había pedido y seguramente le había despertado tanta ilusión. Pero guardé aquellos originales, porque sus poesías siempre me parecieron bellísimas. Así que hoy decidí, ya que no fueron editadas como a ella le hubiera gustado, incorporarlas a mi blogg. Como una suerte de tardío homenaje a su memoria y de reconocimiento a su indudable talento. Espero que mucha gente las lea y las disfrute. VERSOS DE ENTRECASA Clelia Della Costa (1964) YO Polvo volviendo al polvo cada día Polvo volviendo al polvo nada más. Agobiada la espalda menguando la estatura, rugoso pergamino la otrora tersa piel; borroso el horizonte en la mirada sin forma ni confín; el andar vacilante lerdo el paso, inexorablemente voy llegando a mi fin Polvo volviendo al polvo cada día. Polvo volviendo al polvo, nada más. Pero en algún rincón de mi cerebro, lucecita de fósforo aún hay luz. Aún razono, aún sueño y aún conservo la ancestral manía de traducir en cuatro garabatos, historias de mi vieja fantasía. NOSOTROS Aquí estamos sentados frente a frente, sumamos siglo y medio entre los dos, ya perdieron vigencia ayer, mañana, hoy. Aquí estamos sentados frente a frente cada cual con su lápiz y su block; yo, componiendo versos de entrecasa él, sumando incansable millones de Arlequín. Aquí estamos sentados frente a frente simples espectadores del ajeno vivir. ELLOS Hay un muro invisible entre nosotros y ellos, hay un muro invisible. Estamos frente a frente y nos miran sin vernos y nuestra voz no llega a sus oídos y tendemos las manos sin hallar asidero. Hay un muro invisible entre nosotros y ellos. Y les dimos la vida y toda nuestra sangre florecida en amor, fue para ellos. Y nada les pedimos pero, cómo quisiéramos derribar ese muro y adentrarnos en ellos. ECLOSIÓN Toda yo en alarido; toda yo, cuerpo y alma, toda yo en alarido, desgarrón lacerante de la carne; toda yo en alarido, luego calma, en lasitud total de cuerpo y alma. Sólo vivo y alerta y expectante el oído, toda yo en el oído en espera anhelante de aquel primer vagido. AQUELLA CASA Cuando el amor nos llama alegremente dejamos el hogar, mas queda allí, al alcance de la mano la casa de mamá. Pero un día la muerte deja sola desolada y ajena la casa de mamá y sabemos entonces que fue hito, faro, remanso en nuestra vida, la casa de mamá. Y perdemos la ruta de por vida y es quimérico afán, andar y desandar aquel camino que nunca llega a casa de mamá. Y DIRÁN Y dirán los nietos cuando me haya ido, nunca nos dio nada esa abuela pobre que nada tenía ni sedas, ni joyas ni monedas de oro para la alcancía; nunca nos dio nada y era millonaria de imaginería. Palacios tenía que a un soplo de viento se desvanecían, tenía castillos de altas almenas y airosas ojivas en cuyos vitrales pintaba sus siete colores un gran arco iris. Tesoros tenía, diademas de perlas, oros y zafiros, frotando la lámpara del buen Aladino. Más dirán los nietos cuando me haya ido: nunca nos dio nada esa abuela pobre que sólo tenía, un libro cerrado que nadie abriría jamás. VATICINIO “Un corazón de oro fino pondrá en tus manos el mar” Un corazón de oro fino que mis manos asirán! Días y días y días el sol brilló sobre el mar, noches y noches la luna vistió de novia la mar. Ay que mis ojos ya ciegan en constante avizorar y la luna hebras de plata deja en mi sien al pasar; ay de mis manos crispadas en diez puntas de puñal, acribillando mis pechos consumidos de ansiedad, ay que el alma se me escapa suspirando, al suspirar… Esta mañana un guijarro dejó en mis manos el mar, un guijarro, nada más. EVASIÓN Soñar, soñar, soñar. Poseerlo todo no teniendo nada, dejar en cada verso el mensaje cabal, vibrar con la armonía del acuerdo perfecto, de la línea impecable forma, imagen, color. Gozar con la belleza de la nube que pasa entre un azul de cielo y un brochazo de sol conocer el misterio de todas las estrellas soñar, soñar, soñar; los pies siempre clavados en la tierra y el loco pensamiento echándose a volar. Oración al Cristo del Buen Amor Perdóname Jesús si no puedo adorarte muriendo en esa cruz. Tu corona de espinas es taladro en mi sien; entenebrece al mundo tu pupila sin luz y tus manos crispadas enclavijan mis manos y hacen mía tu cruz. Yo te adoro, Señor con las manos en alto bendiciendo Urbi et Orbe tu numerosa grey. Adora la divisa honda de tus reclamos “Sirvite parvules venire at me”. Y te adoro Señor en la Cena inmortal compartiendo con Judas tu pan y tu sal. Perdóname Jesús si no puedo adorarte muriendo en esa cruz. AMÉN Abuela dormita mecida por el balanceo del sillón de Viena; la cercan los nietos -esperanza en flor- voceando su afán: yo seré ingeniero y haré mil casitas y un gran rascacielos… yo seré doctor y yo millonario, seré un gran señor. Yo seré el Obispo de la Catedral… Yo ensartaré estrellas para mi collar… Abuela sonríe siguiendo el vaivén del sillón de Viena: Señor, que así sea, que así sea. Amén. ANGELUS Allá lejos un grupo de nubes Parece formar un inmenso rebaño de ovejas que un amo invisible conduce al azar. Y más lejos aún donde el cielo parece acabar, un mar de oro semeja otra nube que al sol en su marcha pretende arrollar. La noche se acerca, doblan las campanas invitan a orar y la luna, hostia Consagrada, lentamente se eleva del mar. INEVITABLEMENTE Será un día cualquiera, inevitablemente nos diremos adiós, irá pasando el tiempo, se esfumarán recuerdos en una niebla azul y de nuestro romance quedará solamente un pálido retrato en mi mesa de luz. Y tal vez una nieta curioseando en mis cosas preguntará indiscreta ¿quién era este señor? Nadie, diré mintiendo y en un hondo suspiro sentiré junto al mío latir tu corazón. MIEDO Ya eras sólo recuerdo cuando imprevistamente nos enfrentó el azar. Sorpresa en las miradas y un apretón de manos efusivo y cordial, un apretón de manos nada más. Quedó presa en mis labios la pregunta trivial: ¿eres feliz? y en el fondo de mi alma el miedo enorme de que dijeras, si. CELOS En la acera de enfrente me esperabas, pocos pasos y estaba junto a ti. Pasó a tu lado una mujer hermosa la siguió tu mirada desnudándola y sin cruzar la calle, me volví. • o o De qué vale saber si me quisiste o si tal vez te habré querido yo, sólo fuimos dos líneas paralelas imposible la unión. STECHETTI La parole d’amore che non ti dissi I servi che pensai a noi escrissi Fue sólo una mirada diferente, como chispa fugaz nos deslumbró incendiando la sangre turbando el corazón. Fue sólo una mirada diferente pero cambió el destino de los dos. Sé que nos hallaremos más allá de la vida el alma apasionada en vigilia estará, me dirá la palabra de amor que no me dijo, recordaré los versos que tan solo pensó por aquella mirada indiferente que trastornó el destino de los dos.

sábado, 18 de mayo de 2013

LOS SECUESTRADORES Acto único Escenario: El sótano de la vivienda de los Martínez. Un sitio algo oscuro y lúgubre, ya que la única luz proviene de un par de lamparitas suspendidas del techo por sus respectivos cables. Una escalera, rematada en una puerta gris, conecta este ambiente con el resto de la casa. Al sótano han ido a parar todas las cosas en desuso, más numerosas cajas de cartón de contenido incierto. Pero también hay una cama turca, prolijamente tendida, así como una mesa, un televisor viejo y pequeño sobre un banquito de cocina, un par de sillas y un balde de plástico, que parecen haber sido colocados allí más recientemente. Al levantarse el telón Marcelo Martínez, sentado en la cama, está mirando TV mientras chupa de un mate que ceba con agua de un termo. Cerca de él Mónica, su mujer, teje lo que parece ser una bufanda. Marcelo: (dando un puñetazo en el aire). ¿Pero lo podés creer? ¿Lo podés creer? Mirá la hora que es. Mirá. Y este cretino que ni llama ni sabemos nada de él. ¿Hasta cuándo, me querés decir? Mónica: (Igual) Shh, calmate Marcelo, calmate. Ya llamará. Dijimos que íbamos a esperar tranquilos. Marcelo: Feliz de vos que podés esperar tranquila. Yo no puedo. Mónica: Yo estoy tan nerviosa como vos. Ya te he dicho que hace dos noches que apenas si puedo cerrar los ojos. Marcelo: No parece. Mirate, tan tranquila tejiendo. Y yo no sé ni lo que estoy viendo. Mirá, estaba mirando un programa de dibujitos. Y ni cuenta me di. Mónica: Marcelo, vos fuiste el que ideó todo. Y si vos, justo vos, te ponés nervioso, esto se va a ir al demonio. ¿Sabés por qué yo estoy más tranquila que vos? Porque yo pienso: si no sale hoy, tal vez sea para mejor o salga mañana. Y si lo agarran, lo agarran a él y no a nosotros. Marcelo: Estás diciendo una simpleza que no tiene nombre. ¿Vos creés que si lo agarran no va cantar? Mónica: Que cante, es su palabra contra la nuestra. ¿Quién le va a creer a semejante vago? Eso, pensando en que lo agarren. Marcelo: ¿En qué otra cosa pensás? Mónica: No sé, pero tengo entendido que Miralles anda siempre armado. Que en la guantera de la cuatro por cuatro tiene siempre una pistola. Marcelo: Vos sabés mucho de Miralles, ¿no? ¿Estuviste en su camioneta? Mónica: ¿Vas a empezar otra vez? (Largo silencio. El trata nerviosamente de hallar un programa en la TV, mientras ella vuelve al tejido). Marcelo: ¡Carajo! (Apaga la TV y se pone a caminar por el cuarto). Mónica: Fue por eso que lo elegiste a él. Marcelo: ¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué estás diciendo? Mónica: Creés que me acuesto con él. Marcelo: (La enfrenta) Creí que ya lo habíamos hablado. Mónica: Ajá. Marcelo: No sé. Más, no me interesa si te acostás con él o no. No sé tampoco si te acostás con tu personal trainer o no. Mónica: Claro, soy una ninfómana. Marcelo: Vos sabés bien por qué lo elegí, mejor dicho lo elegimos, a Miralles. Mónica: Vos fuiste el de la idea. Marcelo: Si, pero vayamos al principio. Estamos quebrados, ¿eso lo sabés? Y no tenemos salida. Entonces buscamos una salida, una salida que no significara que vos salieras otra vez a mostrar tus piernas como secretaria de algún ejecutivo y que yo no tuviera que volver a agarrar una valijita y saliera a vender seguros. ¿Hasta aquí estamos de acuerdo? Lo pensamos, lo pensamos mucho. Vender, mudarnos al interior. Pero vos no querías despegarte de tus amigas de Martínez y San Isidro. Mónica: Ah, yo. Marcelo: Y yo, yo tampoco. Mis amigos, el golf... Mónica: Las pendejas del golf. Marcelo: Sí, también las pendejas. Y entonces fue que yo, yo te propuse, a vos primero y después también a Gómez, esto que hoy estamos haciendo. Sabiendo que tenemos la infraestructura, esta casa, este sótano, un buen nombre, fama de gente acaudalada, buenos vecinos, que no faltamos a misa ni a las reuniones del Rotary. Es decir, gente intachable, los últimos en los que se podría sospechar. Mónica: No me has contestado. Todo eso lo sé. ¿Pero por qué Miralles? Marcelo: ¿Acaso no te lo dije? Mónica: Tenemos diez, quince conocidos que sabemos que tienen plata. Marcelo: Si, pero ninguno que sepamos, con certeza absoluta, sí o sí, que tiene un millón de dólares fresquitos encanutados en una caja de seguridad. Mónica: ¿Seguros, estamos seguros? Marcelo: Pero si él mismo lo dijo, no hará un mes, esa noche que nos mamamos todos en el club, la noche de la fiesta aniversario. El idiota se ufanaba, con la copa en la mano, que tenía un palo verde fresquito, fresquito, porque les había vendido a unos venezolanos su famoso campo de Las Flores. Mónica: Eso sólo te lo oí a vos. Marcelo: ¿Y quién más te lo iba a decir, si fue después de cenar, cuando nos reunimos los hombres afuera, en la galería, a tomar whisky? Lo que faltaba es que ahora, cuando ya está todo en marcha, dudaras de lo que te dije. ¿Y por qué otra razón iba a ser? Oh, vamos, mirá si me voy a arriesgar, si voy a padecer todo lo que padecí, si no tuviera la certeza de que Miralles tiene ese palo verde en la caja. Sí, no me mirés de ese modo. Hace una semana que estoy viviendo aquí, en este sótano inmundo, durmiendo en un catre y saliendo a escondidas de aquí para ir al baño. ¿Te creés que lo hice nada más que para darle un susto al idiota ese? ¿O para que el idiota de Gómez jugara al secuestrador encapuchado? ¡Por favor! (Se levanta y se pasea nervioso). ¿Pero cuándo va a venir? ¿Cuándo? Mónica: (atenta a ruidos que vienen de afuera). Pará. Callate. Me parece que paró un coche. (Se levanta, deja el tejido y se acerca a él para escuchar juntos). Marcelo: ¿Qué fue que escuchaste? Yo no oigo anda. Mónica: No, no, tenés razón. Son mis nervios. (Vuelve a su sitio y al tejido). Marcelo: No puede ser. Algo tiene que haber salido mal. Mónica: No te des manija. Ya va a venir. O, tal vez, mejor que no venga. Realmente, no sé. Marcelo: La culpa es mía. ¿Quién me dijo que mister músculo iba a tener agallas suficientes? Mónica: ¿Acaso vos las tenías? Él es joven... Marcelo: No te vendas, Mónica, no te vendas. Sí, es joven y buen mozo y musculoso... Mónica: No empecés otra vez, Marcelo. Marcelo: Vos sos la que empezaste. Estás más preocupada por él que por mí. Estoy seguro. Mónica: Él pone la cara y la piel. Pone más que vos. Marcelo: Mirá, la cara la debe tener cubierta. Y va armado con una matraca 45, que juró que la va a usar en caso de que Miralles se le retobe. Y le creo. Porque, ¿qué sabemos, qué sabés vos de Gómez, Mónica? Esos tatuajes que tiene en el brazo, con esas serpientes enroscadas, sólo se hacen en prisión. Te lo digo porque he visto a otros. Mónica: ¿Qué pensás? ¿Qué es un convicto? ¿Y me vas a decir que vos confiaste en él, en un tipo que tal vez fue ladrón o asesino? Marcelo: No tenía otro socio para elegir. Las cosas se plantearon así. Sólo espero que salgan bien. Mónica: Marcelo, no me estás diciendo todo lo que pensás. Te oigo y cada vez tengo más miedo. ¿Cuándo venga con Miralles, qué vas a hacer? Marcelo: Nada más que lo que teníamos pensado y que vos sabés tan bien como yo. Miralles viene encapuchado. No va a saber quién lo secuestró ni dónde se encuentra. Va a dormir y comer aquí y va a mear y cagar en ese balde. Y cuando él no esté encapuchado, nosotros vamos a estar encapuchados. Pero va a ser por poco tiempo. Porque mientras lo tengamos aquí, vamos a estar llamando a sus familiares desde distintos celulares hasta ablandarlos. Y cuando se den cuenta de que la cosa va en serio, pagarán el rescate, lo dividiremos según lo convenido y colorín colorado este cuento habrá terminado. Mónica: Vos sabés muy bien que me refiero a otra cosa. ¿Qué pensás hacer con Gómez? Marcelo: ¿Qué querés decir? ¿Si lo voy a matar? ¿Pero te has vuelto loca? Ya acordamos. Él va a seguir un tiempo más como personal trainer tuyo y de la mujer de Miralles, como hasta ahora, seguirá haciendo su vida y cuando no quede duda alguna de que no nos han descubierto, él ya me ha dicho que piensa irse del país. Mónica: ¿Qué se piensa ir del país? ¿En serio? ¿Te lo dijo? Marcelo: Sí, ¿qué te pasa? Me lo dijo. Creo que me dijo que se iba a Chile. No sé qué parientes o amigas tiene allí. ¿Te importa? Mónica: No lo dije por eso. Me extraña, nada más. Marcelo: Bueno, sí, no lo voy matar. Se va a ir. Agarra la plata y se va. Mónica, mirame, ¿vos creés que yo soy un asesino? No, pero sospecho que tu personal trainer sí lo es. Mónica: Pero vos también tenés un arma. Marcelo: Yo nunca le he tirado a otra cosa que a los patos. Además, un cadáver. ¿Vos sabés lo difícil que es desprenderse de un cadáver? No, esperemos que todo salga bien. Crucemos los dedos. Mónica: ¿Qué pasa si sale mal? Marcelo: Mónica... ¿Qué te pasa? ¡Si sale mal! No pensemos en que puede salir mal. El único peligro que veo... (Se interrumpe). Mónica: ¿Qué? ¿Qué ibas a decir? Marcelo: Nada, nada para que te pongas histérica. Si hacemos todo como lo tenemos pensado, si nadie se equivoca, no va a pasar nada. Ni a nosotros ni a él. Mónica: Estás queriendo decirme algo. Marcelo: Bueno, te lo digo. Pero antes te repito: si hacemos las cosas bien, como las pensamos, si frente a él nos mantenemos callados, si cuando él está sin capucha nosotros tenemos puesta la nuestra, siempre, desde el primer día hasta el último, cuando lo dejemos libre en el Camino del Buen Ayre, no va a pasar nada. Es decir, no tiene por qué pasarle nada malo a él. Mónica: ¿Y si no? Marcelo: Mónica, él ha estado en esta casa y más de una vez. Nos conoce. Puede llegar a reconocer nuestra voz, lo mismo que la de Gómez. Es personal trainer de su mujer y fue ella que te lo recomendó. ¿O te olvidás? Mónica: ¿Y? Marcelo: Mónica, si nos descubre, si se da cuenta de quién fue el que lo raptó, inclusive si llegamos a tener la más mínima sospecha de que él lo sabe, no puede salir vivo de aquí. Vamos a tener que matarlo. Mónica: ¿Vamos? Marcelo: Bueno voy o lo hará Gómez, no sé. Mónica: (Mirándolo a los ojos). Marcelo, basta de fingir. Esto no es un secuestro, es una trampa. Vos ya lo tenías pensado. Marcelo: ¿Qué querés decir? ¿Te has vuelto loca de repente? Secuestrar a un tipo no es un juego de niños. Se corren riesgos aunque las cosas están bien planeadas. Los de la cuadra me vieron salir hace cuatro días con el auto y las valijas y no me vieron volver. Tu hermana estuvo aquí, con vos, estos cuatro días y si recae una sospecha sobre mí podrá decir que no me vio. Vos has hecho tu vida normal y Gómez la suya. Haremos los llamados desde teléfonos celulares distintos. Nadie tiene por qué sospechar de nosotros. Pero siempre hay imponderables. Tendrás que admitirlo. Mónica: Marcelo, ¿qué hacía un revolver en la caja de cigarros que tenés en la biblioteca? ¿Y por qué ya no está más? ¿Lo llevás encima? Marcelo: ¿Qué hacés revisando en mis cosas? ¿Desde cuando?.. Mónica: Contestame. Ya habías pensado en matarlo. ¿Solamente a él lo vas a matar o también a Gómez y a mí? Marcelo: Calmate Mónica, calmate. Estás pensando idioteces. Yo no soy Otelo ni esta es una venganza. Esto es un negocio, un negocio de un millón de dólares. Pensalo. ¿De qué otra forma podemos llegar a tener un millón de dólares? Él los tiene, fresquitos y nosotros lo vamos a tener a él. O la familia afloja o él es boleta. Así de simple. Nosotros tenemos la casa hipotecada y los negocios me van cada vez peor. ¿Y a vos te gusta gastar, no? Y a mí también. Entonces o nos ponemos las pilas y tiramos todos para el mismo lado o esto se va a la mierda y terminamos todos presos. Y ahora te contesto lo del revolver. Si, lo compré por si tenía que matarlo. ¿Y qué? Hay que tenerlo todo previsto ¿no? Peor sería si tuviera que matarlo con un cuchillo de cocina. Mónica: Siempre hablamos de un secuestro, Marcelo. Jamás me planteaste que podía terminar en asesinato. Marcelo: ¿Qué? ¿Te arrepentís? ¿Qué pensás hacer? ¿Ahora cuando venga encapuchado, con Gómez, le vas a sacar la capucha y le vas a decir que todo fue una broma? Hay un millón de dólares en juego, Mónica. Un millón de dólares. Mónica: No sé, no era así cómo me lo imaginé cuando vos y Gómez empezaron a darle manija a este plan. En fin, al menos no seré yo la que apriete el gatillo. Gómez será un ex convicto, pero vos... Marcelo: Quizás lo haga él, quizás me toque a mí. Ya veremos. Pero hay algo por lo que no me has preguntado. Si sale vivo de aquí, una vez cobrado el rescate, ya sabemos cómo habremos de sacarlo para que nadie lo vea y dónde habremos de dejarlo para que la familia lo encuentre. Mónica: Sí. Marcelo: Pero si muere, vamos a tener un cadáver, ¿no? ¿Y cómo vamos a deshacernos de él? Mónica: No sé. En qué han pensado. Marcelo: Nada de “han”. Gómez no es más que un palurdo, aunque luzca muy bien en musculosa y tostado. Yo lo pensé. Es más, él ni lo sabe ni lo imagina. Mónica: ¿De qué se trata? Marcelo: (Yendo con aire triunfal hasta una de las paredes atestada de cachivaches) De esto. (Desplaza con esfuerzo un viejo armario, dejando al descubierto un importante hueco en el muro). Mónica: Pero ¿cuándo lo hiciste? Marcelo: Hace tiempo. Mónica: Hace tiempo, ¿cuánto? Marcelo: No sé, dos meses, tres. ¿Qué importa? Mónica: ¿Cómo qué importa? ¿En quién pensabas cuando lo hiciste? La idea de secuestrar a Miralles tiene mucho menos de dos meses. No tiene más de quince días. Marcelo: Tranquilizate. No era en vos en quien pensaba. Pensaba... Mónica: En Gómez. Marcelo: ¿Pero por qué se te ocurre que yo podía querer matarlo a Gómez? ¿Qué me ha hecho Gómez? ¿Qué vale Gómez? Nada. Mónica: ¿Entonces? Marcelo: Mónica, te lo confieso. Hace ya mucho que yo me había dado cuenta de que o le buscaba una salida a nuestra situación económica o nos íbamos al tacho. Y la idea de los secuestros hacía rato que me estaba dando vueltas por la cabeza. Mónica: Pero ese hueco es grande. Caben por lo menos dos cuerpos. ¿A cuántos pensabas secuestrar? Marcelo: (Hace un gesto como de fastidio, para terminar con la discusión. Se para frente al hueco y le pasa las manos por dentro) ¡Qué bien me salió! Ni que hubiera sido albañil toda mi vida. Ah y los escombros no los tiré. Están allí, metidos en esas cajas. Cuando tape el hueco voy a poder utilizar los ladrillos viejos y la pared va a quedar como si nunca hubiera sido tocada. Se oyen dos golpes en la puerta de arriba seguidos de un tercero luego de un breve intervalo. Marcelo y Mónica quedan suspendidos por la sorpresa. Marcelo: ¡Es Gómez! No sentimos que llegara. (Mónica le hace gestos de que baje la voz). Subo a abrirle. (Vuelven a oírse los toques en la puerta) Mónica: (En voz muy baja) No, mejor dejame a mí. No corramos riesgos. Vos quedate en un rincón. Que ni sospeche que hay alguien más en el sótano. Mónica sube rápidamente la escalera y abre la puerta. Aparece por ella un individuo encapuchado y con las manos atadas por delante. Mónica lo toma firmemente de un brazo mientras cambia gestos con alguien que estaría detrás del hombre secuestrado. Finalmente cierra la puerta y baja cuidadosamente con él, bajo la mirada ansiosa de Marcelo. Mónica: (Al encapuchado, tratando de disimular la voz) Cuidado. Despacito. Son escalones. Yo lo guío. Encapuchado: ¿Pero dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí? Se han confundido. Yo no tengo plata. Mónica: Shh. Ahora camine. (Lo conduce hasta una silla ubicada en el fondo y allí, con ayuda de Marcelo, a quien le indica una y otra vez que no abra la boca, le atan las piernas a las patas de la silla. Después ambos se alejan del prisionero y se animan a hablar entre ellos, pero en voz muy baja). Marcelo: ¿Y Gómez? ¿Dónde está Gómez? ¿Por qué no bajó para ayudar? Mónica: ¿Estás loco? Me dijo que aprovechaba ahora, que todo el mundo está comiendo y mirando televisión, para llevarse la camioneta de Miralles. La va a esconder donde dijimos. Marcelo: ¿Pero no podía esperar? No sé cómo lo ha hecho ni qué le ha dicho. Mónica: ¿Y qué? ¿Qué importancia tiene? Lo importante es que lo secuestró, lo trajo y que está aquí. Ahora tenemos que seguir con el plan. Marcelo: ¿Qué vas a hacer? Mónica: ¿Cómo qué voy a hacer? Lo que habíamos planeado. Los llamados telefónicos a la familia. Marcelo: ¿No es muy pronto? Mónica: ¿Pero a qué hora te creés que tendría que haber vuelto a su casa? Van a ser las diez. Marcelo: Bueno. ¿Y yo qué hago? Mónica: Pensé que la nerviosa iba a ser yo cuando llegase el momento. Vos sabés lo que tenés que hacer: nada. Quedarte quieto, acá, en silencio, vigilándolo. Y si vemos que todo está seguro y que no pasa nada, recién entonces te aviso para que subas. (Le da un ligero beso, sube y cierra la puerta tras de sí). Largo silencio. Marcelo se mueve sigilosamente alrededor del encapuchado sin dejar de observarlo. Encapuchado: ¿Hay alguien ahí? Hola, hola. Me parece que hay alguien. (Silencio) No sé qué esperan de mí. Les juro, no tengo plata, se han equivocado. (Marcelo, muy cerca de él, lo examina. Saca un revolver de un bolsillo y le apunta a la cabeza, sonriendo) Lo siento que está cerca. ¿Qué hace? Marcelo: (Sin dejar de apuntarlo, en voz muy baja) Si supieras lo que hago. Encapuchado: ¿Quién es? ¿Por qué no me saca esta porquería? Me estoy ahogando. Marcelo: (Igual) Mejor no, Miralles. Esa porquería es la que te salva. Por ahora. Encapuchado: ¿Quién es? ¿Quién es? Conozco esa voz. Marcelo: No, mejor no, que no la conozcas Miralles. Encapuchado: Pero si me conoce, lo sabe bien. Estoy en la ruina. Voy a tener que vender la camioneta para pagar por un juicio que me hizo la DGI. Marcelo: Lo sé, lo sé Miralles. Encapuchado: Pero, esa voz... Marcelo: (Blandiendo el arma frente al rostro oculto del encapuchado)¿A ver? Adiviná. Adiviná, galancito de cuarta, que si adivinás te ganás un premio. Encapuchado: No me doy cuenta quién puede ser. Pero es una voz conocida. ¿Me conocías, no? Marcelo: Sí, un poquito. Encapuchado: ¿Del colegio de los chicos? Marcelo: Frío, frío. Encapuchado: ¿Del vecindario? Marcelo: Frío, frío. Encapuchado: De la empresa. Sos un proveedor de la empresa. Marcelo: No, helado, helado. Encapuchado: Dejame ver. Por esa forma de hablar... Del club, nos conocemos del club. Marcelo: Tibio, tibio. (Apunta el arma con firmeza a la cabeza del encapuchado). ¿A ver? Decí un nombre, Miralles. Y ojalá no te equivoques. (Martilla el arma) Encapuchado: (Luego de unos segundos de duda) Estevanez no sos. Broggi, tampoco. Vos sos, vos sos... ¡Marcelo Martínez! Marcelo: (Al tiempo que le arranca la capucha y se dispone a ejecutarlo) ¡Bingo! (Al verle el rostro al descubierto queda sorprendido y levanta el arma que ya iba a disparar) ¡Gómez! ¿Pero qué es esto? ¿Qué clase de comedia es esta? Gómez: ¡Bingo! ¿No dijo usted bingo? ¿Ya, sin darle la menor chance lo iba a matar a Miralles? Marcelo: (Vuelve a apuntarlo). ¡Basta! ¿Qué estupidez es esta? ¿Qué hiciste con Miralles? Gómez: Vamos, señor Martínez, si usted sabe muy bien que Miralles está más quebrado que usted. Y que jamás dijo en el golf que hubiera vendido un campo en un millón de dólares. Usted quería que se lo raptara para matarlo. Y tenía muy buenas razones para hacerlo. Marcelo: ¿Qué sabes vos? Gómez: Más de lo que usted cree. Por eso Miralles debe estar en estos momentos en su casa comiendo con su familia y llorando sobre el hombro de su mujer porque va a tener que cambiar la cuatro por cuatro por un fitito y yo estoy aquí, frente a usted. Marcelo: No te envidio. Porque yo estoy aquí, con un revolver en la mano y vos ahí, con las manos atadas. Gómez: Sí. Y también sé que allí detrás ha abierto un nicho grande, como para dos cuerpos. ¿El otro iba a ser el mío? Marcelo: ¿Cómo te enteraste? Mi mujer, mi mujer me espía. Mi mujer es tu cómplice. ¡Esa bruja! Gómez: ¿Me desata, señor Martínez? Todo terminó. ¿O no? Marcelo: ¿Todo terminó? Eso es lo que te creés vos. (Se aparta un par de pasos de él y lo apunta). Gómez: ¿Me va a matar? Piénselo bien. Marcelo: (Igual) Encomendate a Dios. Gómez: ¿Y después de mí, quién? ¿Su mujer? (A Marcelo le tiembla el arma en la mano). ¿Nos va a meter a los dos en el mismo agujero? Marcelo: ¿Te vas a callar de una vez? Gómez: Señor Martínez, me parece que va a ser más apropiado y hasta más justo que muera usted y no ninguno de nosotros. Le explico. No dispare todavía. Usted ya está muerto señor Martínez. Si, como lo oye. Su auto se incendió, está en el Tigre, al lado del río. Y no está vacío. Adentro, en el baúl, hay un cadáver. Ya sé, no es el suyo. Es el de un pobre linyera. Pero está absolutamente irreconocible, ¿entiende usted? I-rre-co-no-ci-ble. Pero cuando la llamen a su mujer a reconocerlo, dirá que el auto y el cadáver son los suyos. Sin duda alguna. Con los restos de su ropa, del reloj con sus iniciales que le regalaron sus compañeros del club, del anillo del colegio Ward. Martínez: ¿Pero qué carajo estás diciendo, desgraciado? Gómez: Que está muerto, muerto, señor Martínez. Nada más que eso. Martínez: ¿Yo? ¿Yo muerto? El hombre muerto sos vos. ¡Tomá! (Aprieta el gatillo. Para su asombro el arma no dispara. Vuelve a hacerlo. Tampoco). ¡Pero qué mierda!.. Gómez: (Mientras se desprende fácilmente de las ligaduras de manos y pies). Surprise, mister Martínez. Para que el revolver dispare debe tener balas. Y el suyo no las tiene. En cambio esta pistola sí. (Extrae un arma de entre sus ropas, le dispara y Martínez cae muerto). (Tras el ruido del balazo, se abre la puerta del sótano y aparece Mónica) Mónica: ¿Ya está? ¿Ya murió? (Observa un instante el cuerpo yaciente de su marido desde la escalera y luego baja. Al llegar junto al cadáver se toma el rostro. Gómez la abraza) Gómez: Ya está, ya está Mónica, ya lo hicimos. Estuviste magnífica. Cuando me apuntó con el revolver te aseguro que temblé. Pero por suerte lo habías descargado. Mónica: Si, aquí tengo las balas. (Se agacha y recoge el arma de la mano de Marcelo). Gómez: Bueno, vamos. Acá hace calor. (Se despoja del saco y la camisa y queda con el torso desnudo. Tomando a Martínez de los pies) Ayudame a llevarlo hasta allá. Mónica: Sí. (Se detiene y lo mira con atención) Decime, ¿dónde te hicieron ese tatuaje que tenés en el brazo? Gómez: ¿Qué, acaso es la primera vez que lo ves? ¿A qué viene esa pavada en este momento? Mónica: No sé, se me ocurrió ahora. Te miré y de golpe se me ocurrió. ¿No podés decirme dónde te lo hicieron? Gómez: Estás muy rara. Pensar ahora, en este momento, en mi tatuaje. Pero está bien, si querés saberlo, te lo digo. Me lo hicieron en Camboriu, en la playa. ¿Estás satisfecha? (Vuelve a agacharse para tomar a Martínez de los pies). ¿Me ayudás ahora o no? Vamos, agarralo de los brazos. Mónica: Sí. (Pero en lugar de colaborar con él, extrae las balas del bolsillo y las va colocando en el tambor del revolver). Gómez: ¿Pero qué hacés? ¿Pensás tirarme? Mónica: No, por qué. (Guarda el arma en un bolsillo y lo ayuda a arrastrar el cadáver hacia los huecos de la pared). ¿Sabés quién llamó? Giselle, la mujer de Miralles. Gómez: Qué casualidad. Mónica: Quería saber si ibas a ir mañana. (Mirándolo fijo a los ojos) ¿Vas a ir? Gómez: Sí, por qué no. Tenemos que seguir con nuestra vida normal, ¿no? Mónica: Sí, seguro. (Arriman el cuerpo al nicho) Qué grande lo hizo. Es indudable que Marcelo estuvo pensando en poner dos cuerpos, ¿no es cierto? (Vuelve a mirarlo fijamente) Gómez: (Sosteniéndole la mirada) Sí, dos cómodos. Pero empecemos por este. Mónica: Si, empecemos por este. Gómez: Vamos. (Mientras maniobran con el cadáver). ¿Descubriste dónde tenía la plata? Mónica: ¿La plata? Gómez: Sí, la plata. ¿O si no, para qué querías que lo liquidara? Mónica: Pero sí, tranquilízate, tiene un seguro muy importante. Y sé que también tenía una caja de seguridad en el banco. Gómez: Total ¿cuánto? Mónica: ¡Epa! señor, qué apuro. ¿Qué te pasa? ¿Estás ansioso por irte a Chile? ¿Quién te espera allá? Gómez: Yo nunca dije que pensara en irme a Chile. Mónica: Pero te vas. En cuanto agarrés la plata te vas. ¿No me lo querés decir? Gómez: (Con fastidio) Oh, estás loca, paranoica. (Mide con la mirada el cuerpo y el nicho). Va a ser necesario hacer mucha mezcla. Seguro que tu marido tenía en algún lado el cemento y la cal. Mónica: (Señalando) Sí, allí, en esas cajas. Y hacé mucha mezcla, mucha. Gómez: ¿Mucha? ¿Para qué mucha? Mónica: Vos hacé mucha. Haceme caso. (Se aleja unos pasos de él y lo mira fijamente. Gómez se aparta del cuerpo de Martinez y se coloca frente a ella) Gómez: (Mientras comienza a hacerse oír el motivo de A la hora señalada) Mucha mezcla, como para cuántos, Mónica. Mónica: Vos sabés. Como para que alcance para tapar dos cuerpos. Ambos hacen ademán de echar mano de sus armas, cuando cae el Telón y se escuchan dos balazos.

martes, 14 de mayo de 2013

Circo criollo LA VERDAD QUE NADIE QUIERE VER Acaso el problema mayor que experimenten los argentinos sea que se sobrestiman, del mismo modo que subestiman al resto de la Humanidad. Los únicos vivos (o mejor piolas, en el lenguaje de la calle), son los argentinos y, más que éstos, los porteños. Sin embargo y contradiciendo esa supuesta viveza, la mayoría de estos piolas, ranas o ranunes, como suelen denominarse a sí mismos estos sudamericanos agrandados, hoy se quejan y tratan de la peor manera a los adversarios del gobierno porque, casi en vísperas de las próximas elecciones de medio tiempo, no se han unido perdiéndose así la ocasión de derrotarlo. Pero además esta misma perspectiva nefasta y por los mismos motivos, se proyecta sobre las presidenciales del 2015, por lo que es más que seguro que la actual presidenta conseguirá hacer modificar la Constitución Nacional, lo que la habilitará a presentarse para optar por un tercer mandato. Que, como pintan actualmente las cosas, lo tendrá servido en bandeja. Pero como puede deducirlo hasta el menos ducho de los politicólogos de café, este modo de pensar expresa cualquier cosa menos la viveza y la agudeza que los argentinos se adjudican a si mismos. Porque de lo que en verdad se trata, en lo que a la oposición se refiere, es del miedo cerval que aqueja a sus dirigentes. El que no tiene que ver con el temor a caer bajo las balas de un sicario o de ser perseguido por la AFIP y perder todo lo acumulado en una vida de trabajo y sacrificios. Nada de eso: a lo que temen es, precisamente, a tener éxito, a triunfar en estas elecciones y en las próximas y verse, al día siguiente de la victoria final, en el 2015, con el bastón de mando en una mano y la bandera argentina en bandolera sobre su pilcha oscura flamante y adquirida en cuotas, con la obligación de poner el país en orden. Porque, digámoslo de una vez: ¿quién es el macho que hoy puede hacerse cargo del gobierno? Lo que significaría, entre otro montón de cosas, saber de qué manera va a enderezar las cuentas fiscales, cómo va a superar la superchería inflacionaria, cómo hará para recuperará el crédito internacional y el autoabastecimiento energético, como eliminará o atenuará los subsidios, de qué forma podrá devolverle la guita a la Anses, cómo se las arreglará para estabilizar la moneda, qué artilugios empleará para parar la inseguridad, cómo hará para convencer a los criollos de que trabajar es bueno para el país y para la salud y cómo también, para que entiendan que los súper feriados no son gratis, que los pesos deben ser tan buenos como los dólares y que, siendo funcionario, coimear o quedarse con los vueltos deje de ser negocio para volver a convertirse en delito. Sabiendo, como se sabe, que no sólo harán cola para morderlo los kirchneristas, los sindicalistas y los camporistas desplazados (con viejos sueños de metralla), sino que también le tocará luchar con los comerciantes truchos de la mantita en la vereda, las “saladitas”, los chorros con patente de corso, los empresarios que han vivido del “vamo y vamo”, con los funcios y con los ex funcios con bóveda acorazada propia y con suficiente poder de fuego como para comprar jueces, policías y barrabravas. Y como si esto fuera poco, hasta tendrán que enfrentarse con los fondos buitre, lo que implica, entre otros bochornos, que el buque escuela tenga finalmente que hacer su viaje de instrucción no mucho más allá de los lagos de Palermo. Por eso los criollos se equivocan. No es que los políticos no se pongan de acuerdo y que la oposición sea un revuelto Gramajo, que lo es. Lo que ocurre y con toda la razón del mundo, es que nadie quiere agarrar, porque sabe que de hacerlo en estas condiciones van al muere, al bochorno y hasta a la lapidación si la cosa se pone muy fulera. Por eso, antes que arriesgar compitiendo unidos por el próximo mandato, se ilusionan con que la solución venga sola. Tal vez cuando el dólar llegue a mil, los flamantes CEDIN tengan el valor del papel higiénico y un día el helicóptero presidencial arranque en Olivos pero no para aterrizar en la Rosada, sino para ir a hacerlo vaya a saber dónde. “Le confieso, maestro –dijo el reo de la cortada- que a mi también me gustaría tener una bóveda como la de los K”. “No sabía que tuviera tanta guita”, se sorprendió un tipo que lo había escuchado. “No –se apresuró a responderle el reo- no tengo un mango partido por la mitad. Pero me gustaría tener una bóveda para darme dique y también para ver si alguna mina me da bolilla”.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Circo criollo UN GOBIERNO DE GENTE TALENTOSA Si en la oposición hubiera siquiera un mínimo de decencia y de espíritu deportivo, ya alguien tendría que haber salido de ese confuso magma ideológico a felicitar al oficialismo y reconocer, de una vez por todas, su superioridad manifiesta en el campo de la política. Porque si Raúl Apold, según el excelente libro de Silvia Mercado, es “el inventor del peronismo”, sin duda la historia descubrirá, de aquí a pocos años, que en el kirchnerismo hubo alguna figura que lo igualó y tal vez, hasta lo superó. Porque sólo a una mente de incomparable brillantez, a un repentizador exquisito, se le pueden ocurrir las respuestas contundentes con que el Gobierno de la señora ha sabido contrarrestar los esfuerzos de los antiK para socavar su popularidad e impedirle su legítimo y merecido acceso, en propiedad, al sillón de Rivadavia. Y la fórmula para hacerlo es, si se quiere, simple y de bajo costo. De lo que se trata es, como se ha visto hasta ahora, de que jamás quede en manos de la oposición el último grito, la última invectiva, el último escándalo, ese que está dirigido precisamente a socavar la autoridad del Gobierno y la fe de la enorme mayoría que cree en él y promete seguirlo hasta las últimas barricadas. Tal vez lo único que habría que reprocharle es que a veces, como en el reciente caso de la “batalla del Borda”, se le va un poco la mano, ya que para escracharlo a Mauricio Macri no era necesario semejante despliegue de fuerza ni tantas víctimas. Pero en cambio qué buena y qué medida la intervención del ministro De Vido, acusado, en el programa de un tal Lanata, que se emite por un canal del monopolio, de ser el rey de la cometa de Santa Cruz. El ministro ni siquiera se molestó en rebatir esa peregrina afirmación; se limitó hablar de los que le ven el pelo al huevo, en lugar de fijarse en las virtudes de la ponedora y en el tamaño de los huevos que deposita en el país y, eventualmente, por qué no, también en el extranjero. Por ejemplo en Suiza. Todo esto habla de una inteligencia superior manejando los hilos detrás del trono. Que algunos atribuyen al ministro de Economía, el doctor Lorenzino, que recientemente dio una muestra de que está para las ligas mayores cuando, con toda habilidad, se sacó de encima a una preguntona griega que pretendía que le dijera a cuánto llegaba la inflación en la Argentina. Podría haberle dicho cualquier número, ya que nadie sabe realmente cuál es el verdadero. Pero no, eludió la respuesta, dejó la magia flotando y como si creyera que estaba en off (¡justo él!), expresó, con aires fingidos de susto, que quería irse de allí. Con toda razón y siguiendo esta broma mayúscula, que excedió los limitados alcances de la oposición para interpretarla, la señora, en un reciente acto público, volvió sobre el tema en presencia del mismo Lorenzino. Y no para echarlo a los gritos, como suponían los otarios que habría de hacer, sino para destacar que sigue junto a ella y embarcado en este mismo proyecto que va de victoria en victoria. Es decir que aquí se advierte el talento de alguien verdaderamente groso, puesto al servicio del relato, acaso superior al mismísimo Apold, ya que aquel tenía la ventaja de que, aunque quizás no lo fuera, aquello semejaba mucho una dictadura, por lo que macanear o equivocarse era mucho menos riesgoso, ya que no había quién se lo pudiera señalar, salvo que ya tuviera en la mano su pasaje a México. Además no existían Internet ni las redes sociales y hasta el monopolio, amparado por jueces truchos, sigue adelante. En definitiva hoy, lo único que ayuda, es esta oposición de morondanga, que no afina ni cuando se junta para silbar. “Le juro maestro, dijo el reo de la cortada de San Ignacio, que yo a estos tipos que nos gobiernan los admiro. Le digo más: si yo estuviera en su lugar, ya estaría apartando unos dólares. No para mandarlos afuera, sino para que en Devoto las celdas tuvieran aire acondicionado, heladera con freezer y un buen microondas”.

miércoles, 24 de abril de 2013

Circo criollo AGÁRRENSE QUE VIENEN LOS PIBES Ser peronista es bastante cómodo, por eso tal vez haya tantos que aseguran que lo son y que lo serán hasta el último de sus días sobre la Tierra. Lo que pasa es que el socialismo amussoliniado del General es, aparte de sus otros méritos, bastante fácil de llevar porque obliga a muy poco. Enumeremos: en primer lugar, es algo flojo en materia moralidad porque la del General, admitámoslo, no era muy estricta que digamos y hasta se dice que le gustaban más las pebetas que una gorra nueva. Tampoco el PP es de apretar a los que les atrae la guita y la figuración, porque el Hombre no se fue del país en el 55, en la cañonera paraguaya, a mangar para el bondi y el choripan, sino que en Madrid se alojó en una quinta fenomenal y hasta le dejó lo suficiente a su viuda como para que siga empilchando en El Corte Inglés. Y por si esto fuera poco, basta con sentirse un descamisado y saber, aunque se desentone, la marchita, para tener abiertas las puertas del Congreso, de las gobernaciones, de las intendencias y hasta de la Presidencia, si es que el tipo, o la muchacha, se tira a más y tiene con qué. El único requisito exigido para aspirar a tanta felicidad y, eventualmente también, a tanta guita, es no sacar los pies del plato. Porque si bien el partido es flojo en materia de otras exigencias (idoneidad, honradez, sinceridad), no transige (pero sin fanatismo, hay que reconocerlo), con los tipos que hoy son del PP y mañana, cuando llegan arriba gracias al redoblar de los bombos y al voto entusiasta de los pirunchos, se sacan, o no, las caretas de Perón y Evita y apuntan para cualquier otro lado. (¿Menem anda por ahí? ¿Y Kirchner?) Lo que hoy viene a cuento. Porque es cierto que se está practicando un peronismo a la vieja y simpática usanza, persiguiendo a la prensa, descalificando a la oposición, restringiendo las libertades, haciendo buenos negocios y escondiendo los números verdaderos de la economía, para venderle al común de la gente un país de maravilla, generoso en feriados y en el que ni siquiera es preciso laburar y esforzarse para que todo siga de diez. Pero, ojo al piojo: porque al mismo tiempo se están dando muestras no sólo de que Perón y Evita ya no son lo que eran y que el país de los K no tiene parangón en la historia, sino que se está dejando que avancen fuerzas que se creían dormidas y que supieron morderle los talones y algo más al General, allá por los años 70. No nos pongamos nerviosos: tal vez no se trate más que de un movimiento defensivo-ofensivo. Algo así como si desde la Rosada nos estuvieran diciendo: “Mirá lo que podemos llegar a hacer si los nostálgicos del PP y los de la CGT principista no se dejan de amolar y se siguen resistiendo a venir al pie”. Pero que realmente no pase nada, las reelecciones se sigan sucediendo y los pibes K continúen jugando a la revolución social con la playstation en sus empleítos públicos. Aunque tampoco hay que descartar que en este juego de vivarachos alguien se esté equivocando y ocurra lo impensado: que los que hoy creen que tienen luz verde para lograr lo que no pudieron sus padres, sientan que ahora tienen al referí arreglado para campeonar y pretendan llevarse todo por delante, con la camiseta de La Cámpora puesta. Porque en ese caso es posible que la paz deje de estar asegurada por un largo tiempo, que los viejos kirche-peronistas terminen jubilados con la mínima y que el descalabro no perdone ni a El Calafate. “Pero no, jefe, dijo muy seguro el reo de la cortada de San Ignacio. Todo esto es pour la gallerie, como dicen los franchutes, Esto es como cuando te quieren meter miedo y te amenazan con un perro que te chumba y te muestra los dientes. Al final le tirás un hueso y el perro te mueve la cola”. Y después de una pausa, que aprovechó para tomarse el café que le quedaba en la taza, el reo agregó: “Eso si, maestro. Por las dudas, siga comprando dólares”.

martes, 23 de abril de 2013

HISTORIAS DE BARRIO Durante la Segunda Guerra Mundial eran pocos los hogares de la clase media argentina a los que el kiosquero del barrio no les llevaba, cada mes, un ejemplar de Selecciones del Reader´s Digest. La gran oportunidad de disfrutar las heroicidades de los soldados aliados, sufrir por las atrocidades cometidas por los nazis, asombrarnos de lo estúpidos que eran los japoneses y enterarnos de lo macanudo que podía llegar a ser el Tío Pepe Stalin. Pero además de leer todas las historias de guerra y los chistes, yo no me salteaba jamás la sección "Mi personaje inolvidable". En la que un tipo evocaba a alguien que le había dejado alguna enseñanza o algún ejemplo perdurable y constructivo, como lo exigía la moral de aquellos tiempos tan terribles como inocentones. Pues bien, ya en el debe de la vida, he descubierto que yo también tengo mi personaje inolvidable, aunque tal vez no encaje en el molde de los de Selecciones. Era una mujer vieja, alta y flaca, de la que ni siquiera recuerdo su nombre. Pero que fue la que me introdujo a mis 18 años, jactanciosos y escépticos, en el mundo inquietante de lo que es inexplicable para la razón. Corría el año ´49 y yo no era más que un adolescente a la deriva. No había terminado la secundaria, lo que significaba que tampoco me había embarcado en una carrera terciaria, como la mayoría de los amigos de mi clase. Ni trabajaba en un taller o en el comercio, como lo hacían mis vecinos más pobres. Mi madre le reprochaba a mi padre: "Si no fuera por vos, éste hubiera terminado el bachillerato". Éste naturalmente era yo y, en lo que concierne a mi padre, seguramente tenía razón. Mi viejo, agnóstico de visita mensual a la Virgen del Carmen, poeta en retiro efectivo y diplomático jubilado, estaba convencido, a esa altura de su existencia y de su circunstancia, que la vida no es más que una aventura personal y que su hijo ya estaba en edad de hacerse cargo de la suya. Por lo que yo me remitía a leer todo lo que encontraba en la biblioteca de casa (donde abundaban los autores franceses, como Daudet, Flaubert, Benjamin Constant, Jules Renard, Volney, Stendhal, Fontenelle, Anatole France), escuchaba tangos por Radio del Pueblo y dibujaba. Y fue debido a esto último, a mi supuesta habilidad para dibujar y pintar -recuerdo a las tías que no cesaban de alabar mi talento- que un buen día, cansado tal vez de vagar los siete días de la semana, acepté la sugerencia de inscribirme en una academia y desarrollar mis dotes. Mi padre, no sé si por las referencias o por la cuota, eligió para mí una academia que funcionaba en un viejo edificio de la avenida Entre Ríos, cerca del Congreso, en la que algo tenían que ver los socialistas y los republicanos emigrados. La casa era fea y las aulas grandes, frías y mal iluminadas. Todo tenía allí un aire marchito, lo que incluía a mi profesora, una mujer más que cuarentona, amante, se decía, del pintor catalán de la clase de enfrente. Aquel primer curso reunía unos quince alumnos, de todas las edades y condiciones. La tarea se desarrollaba frente a un tablero donde plantábamos, con chinches, unas grandes hojas blancas. Y durante una hora, bajo la dirección distraída de la profesora (que de vez en vez cruzaba el pasillo para ir a charlar con su amor otoñal), tratábamos de reproducir con carbonilla algún objeto de yeso colocado sobre una mesa (un jarrón, una vaca, la máscara de Julio César). Después de dos o tres sesiones se daba el trabajo por terminado y se procedía a fijarlo, soplando sobre la superficie una sustancia que, por bien que se hiciera, siempre dejaba todo amarillo. A mi derecha, en el tablero de al lado, se sentaba una señorita correntina que me doblaba en edad. Era muy sonriente y hasta diría que no era fea, pero yo no sólo la veía como a una vieja, sino que no se parecía para nada ni a Lana Turner ni a Ana María Lynch. A pesar de ello, sin dejar de dibujar, charlábamos durante toda la clase y al cabo de dos o tres semanas ya se podía decir que, aunque no nos tuteáramos (no se utilizaba por aquellos años), ya éramos amigos y ella me permitía que, al retirarnos, la acompañara hasta la parada del 39, que la llevaba a Palermo. Pero la sorpresa me la deparó apenas un mes más tarde, cuando me invitó a tomar el té el domingo siguiente. Mi imaginación adolescente voló al recibir esa invitación, pero una vez en su casa -en realidad una pensión, en la calle Santa Fe, donde vivía con su madre- advertí, desilusionado, pero también aliviado, cuál era su propósito. Lo que la había atraído de mí no era más que mi racionalismo descreído y militante. Por lo que aquella tarde, de té Mazawattee acompañado de galletitas surtidas Bagley, servido en silencio por su mamá, se empeñó, inútilmente, en lograr mi conversión. Mientras que yo, entre asombrado y divertido, descubría a mi vez en ella un espécimen con el que hasta entonces nunca me había topado. Una católica de misa diaria, retiros espirituales y días dedicados a tomar nada más que caldo de zanahorias (lo que supongo sería una alternativa light a la flagelación), que también estaba convencida de que, práctica y convicción mediante, era posible convocar a los muertos y servirnos de sus consejos. Agotadas las galletitas, frío el resto del té en la tetera gorda y cubierta por un bordado de lana, me levanté para despedirme. Me bastó su mirada para saber que ella no se daba por vencida ni iba a renunciar así nomás a las indulgencias que le proporcionaría mi conversión. Y tras cartón, casi desafiante, me hizo un pedido inesperado: que la próxima vez que nos viéramos le llevara algún objeto de mi padre. Sin conocerlo, a través de lo que fuera, podría decirme cómo era y qué le esperaba. Me volví en el 41 para Caballito y durante todo el trayecto estuve cavilando sobre qué hacer. Pero el martes, cuando volvimos a vernos en la academia, dejé obedientemente en sus manos un pequeño peine de bigote que mi viejo ya no usaba porque se lo había afeitado. Me extrañó que a pesar de que podría haber interpretado mi gesto como una claudicación, jamás me volvió a hablar del tema y, lo que es peor, tampoco me devolvió el peine. Lo que me produjo cierto desencanto: o había dejado de interesarle o, como lo sospeché el año siguiente, cuando murió mi padre, esta bruja lo sabía y no se había atrevido a decírmelo. Pero de cualquier modo se había salido con la suya: había conseguido conmover mis más fuertes convicciones. El segundo capítulo lo puso en marcha también mi amiga correntina, al conseguirme un empleo. Pero no un empleo cualquiera. Como le mencioné varias veces que quería trabajar, con lo que disimulaba un poco el placer que me causaba no hacerlo, un día me dio la dirección de una señora. Había sido la directora del colegio donde ella ejercía de maestra, en Corrientes y por esos días andaba buscando a alguien que supiera escribir a máquina, para pasarle unos originales. Se trataba de un conchabo de unas pocas horas diarias, dos o tres días a la semana. Y así fue como pasé de esta resistida introducción al mundo de lo sobrenatural, a una experiencia mucho más profunda y turbadora, como que hasta hoy me tiene perplejo. Quien habría de ser mi empleadora vivía en una de las casas baratas de Caballito sur. A primera hora de la tarde, como habíamos convenido telefónicamente, me detuve ante su puerta y toqué el timbre. Me abrió la puerta una jovencita de no más de 13 años, flaquita, feúcha, que me miraba de soslayo y que, tras dejarme en el hall, se asomó a la escalera y gritó: "¡Abuela, llegó el muchacho que esperabas!" Después se escabulló y la oí desplegar escalas en un piano que alguien, con una acento muy extraño, acompañaba cantando: "Do, re, mi, fa..." Me asomé, intrigado, a la sala, y la vi, a ella, sentada frente al piano y a su lado, una enorme cotorra en su percha, que seguía cada nota con su vocecita estridente. La chica me miró y me sonrió pícara por primera vez. Sin duda, era su número favorito y lo desplegaba ante los visitantes novatos. Cuando bajó la dueña de casa quedé impresionado. Detrás de sus gruesos anteojos de miope, brillaba una mirada penetrante; además, cuando le di la mano, la tomó entre las suyas y así la tuvo, un buen rato, como si también me examinara a través de la piel. Después me explicó brevemente lo que esperaba de mi, me dijo lo que me podía pagar -que era muy poco- y me llevó, escaleras arriba, hasta una habitación en la que había una mesa, unas pocas sillas, unas estanterías con libros, un gran armario que encerraba vaya a saber qué trastos y una vieja Underwood. Mi trabajo era sencillo. No bien llegaba se reunía conmigo en aquel cuarto y me daba unas cartas manuscritas para que se las pasara a máquina y que algunas veces volvían a mí con nuevas correcciones. A medida que charlábamos me fui enterando que se había jubilado como directora de una escuela de Goya, que era viuda, que su hija había muerto de cáncer dejándole a la nieta de pocos años y que su yerno, un atorrante, no había vuelto a aparecer por allí, lo que atribuía a su insensibilidad, a que se había juntado con otra y a que le había llevado todos sus ahorros. En esa situación crítica parece que se puso a pensar en qué podía hacer. Y no se le ocurrió nada mejor que tratar de crear un sindicato de maestros opuesto al oficial. Lo que era todo un atrevimiento y hasta una aventura peligrosa en aquellos tiempos en que el peronismo era amo y señor de los gremios. La forma de hacerlo y de ahí mi cometido, era enviar cartas con su propuesta a centenares de maestros del interior, lo que, a juzgar por las contadas respuestas que obtenía, no le estaba dando resultados. Pero al tiempo de estar allí me fue fácil advertir que no sólo se ocupaba de la sindicalización docente. A menudo, cuando yo estaba peleando con la Underwood, ella ingresaba a la habitación con alguna mujer y me pedía que me alejara por una hora. Que a veces podían ser dos. También descubrí, un día que no tenía nada que hacer, hurgando en el armario, una extraña caja de madera de la que salía, de un lado, un cable eléctrico que remataba en un enchufe y del otro, dos cables insertados en sendas anillas de metal. Me resultó fácil deducir que en su interior había un transformador para que quien lo usara pudiera darse, sin riesgo, baños de electricidad. Y un día que esperaba en el hall que terminara una consulta vi llegar, en un Buick negro con chofer, a una anciana muy bien arreglada, de sombrerito con tul y tapado de piel. La nena la hizo entrar, se sentó a mi lado y no bien nos presentamos comenzó una interminable alabanza de mi empleadora. “Desde que murió mi hijo –me confesó- yo no podía dormir. Por suerte una amiga me dio la dirección de esta señora y desde entonces duermo como un niño toda la noche. ¿Sabe qué me dijo que hiciera? Que al ir a acostarme agarre un terrón de azúcar, de esos que vienen en pancitos y escriba mi nombre en cada una de sus caras. Y que después lo ponga bajo la almohada que me hará dormir. ¿Y quiere creer que eso fue santo remedio?” A partir de esa revelación ya no me quedaron dudas de que me hallaba al servicio de alguien así como la Madre María del barrio. Y cuando una tarde a solas, mate de por medio, le dije lo que me había contado aquella mujer tan paqueta, lo admitió y ya en tren de confidencias, pasó a narrarme la fantástica historia de su conversión, de mujer común, a otra con dones sobrenaturales. Todo le había ocurrido después de sufrir tantas desgracias, como si el Señor hubiera querido compensarla. Un día, que estaba sola en su casa, sintió que alguien –ella creía que un ángel- se apoderaba de su brazo derecho, la forzaba a buscar un lápiz y un cuaderno y a escribir un largo dictado, con una letra distinta a la suya, en el que le avisaban que a partir de entonces tendría una misión sobre la Tierra. Con poderes para sanar, calmar dolores, consolar a los afligidos y hasta para vislumbrar algo de los sucesos futuros. Después, todo siguió un orden natural. Primero vino uno, luego otro, se corrió la voz, primero en el barrio y luego en otros barrios y ya tiene un montón de gente que la busca para que la aconseje en problemas de salud, de familia o de los nervios, como la anciana del pancito de azúcar. Mientras chupaba de la bombilla sin dejar de mirarla, no cesaba de preguntarme si lo que tenía delante era una loca de remate o una charlatana que vivía de sus supercherías y de la ingenuidad de otras viejas. Por lo que, ya fuera un caso como el otro, pensé en ese mismo momento, lo más sensato era dejar aquel empleo antes de que apareciera el autito de la policía y terminara, como cómplice de esta mujer, estampando mis huellas dactilares en la seccional más próxima. Pero al mismo tiempo, cosas de la sugestión, traté de evitar estos pensamientos, no fuera a ser que me los estuviera leyendo. Por lo que no bien hizo una pausa le pregunté si también tenía premoniciones. No me respondió enseguida, revoleó los ojos hacia aquí y hacia allá y por fin los detuvo para mirarme fijo y profundo, como sólo ella era capaz de hacerlo. Y entonces me dijo: “Varias, varios presagios cumplidos. Pero ahora le haré uno que usted no se olvidará. Eva, Eva Perón ¿comprende?. Esa mujer tiene los días contados”. Y señalando hacia lo más alto, con la cabeza y con la mano, involucrando sin dudar al mismo Dios en su vaticinio, me dijo, con terrible seguridad: “Ella, aún no lo sabe, pero ya está señalada desde arriba”. Eva Perón tenía entonces nada más que 30 años, estaba en su apogeo, apenas dos años atrás había hecho una brillante gira por Europa, su popularidad rivalizaba con la de su marido y habría que esperar un año, enero del ´50, para que después de una operación de apendicitis que le hiciera el doctor Ivanissevich, comenzara a rumorearse que padecía de cáncer. Pocos días después de aquella reveladora conversación, renuncié. Y en cuanto a la profecía, reconozco que entonces no me impresionó porque consideré que estaba inspirada, más que en dictados sobrenaturales, en la bronca que sentía por Perón, su mujer y todo lo que oliera a peronismo. Por eso creo que no volví a pensar en ella hasta aquella noche del 26 de julio de 1952, cuando, acudiendo a una cita en el centro en el tranvía 86, advertí que a medida que aquella carrindanga avanzaba por la avenida Corrientes, las luces de los negocios se iban apagando, se bajaban las cortinas, se cerraban las puertas y la gente, casi en medio de las tinieblas (vivíamos en sempiterna crisis eléctrica), ganaba en tétrico silencio las calles. Eva Perón tenía efectivamente los días contados y había muerto a las 20 y 25 de aquél día. Yo también, me bajé del tranvía y me puse a caminar de vuelta al barrio para ventilar un poco mi perplejidad. Ignoro qué habrá sido de esa mujer, de su nieta, de su cotorra y de la correntina aquella que se quedó con el peine de bigote de mi padre. Pero si aún hoy sigo recordando aquellas historias marchitas, no creo que sea por otra cosa que porque me ha quedado la sensación de que entonces rocé misterios a los que no volví a tener acceso. Que tal vez haya perdido una oportunidad que se debe dar pocas veces en la vida de un tipo y que, salvo que el ángel de aquella vieja se acuerde de mi, me quedan pocas chances de que se me den de nuevo.

domingo, 21 de abril de 2013

QUINTO “A”: LA DIVISIÓN MALDITA En el fondo del salón en penumbras, saturado por el nauseabundo olor de las flores pudriéndose, la viuda de Casero gimoteaba sin cesar. La acompañaba muy poca gente porque ya era tarde. Distinguí a sus dos hijos, la novia del menor embarazada de cinco o seis meses –con estas chicas tan flacas es difícil saberlo- y un par de amigas que, cansadas tal vez de consolarla, se contaban sus propias cuitas. Me acerqué, le tomé las manos, la besé, le dije las frases de rigor y finalmente, como si fuera nada más que para quedar bien, le pregunté de qué había muerto. Cuando en verdad ése era el único motivo que me había llevado hasta allí, ya que aborrezco los velorios. Me contó que un día empezó a vomitar, le dieron mareos, el médico que lo atendió aparentemente equivocó el diagnóstico y cuando lo operaron ya era tarde; murió al día siguiente. Me aparté de la viuda, que había reanudado sus llantos y me senté al lado de Cavarozzi. Estaba apesadumbrado. Lo palmeé, él me respondió algo así como “parece mentira, quién iba a pensar” y yo saqué entonces un papel del bolsillo y lo puse entre sus manos. Allí había escrito: 1955-1995: 4. Saldo: 21. 1995-2000: 14. Saldo: 7. Cavarozzi empalideció al leer las cifras. “Y en casi todos los casos –agregué con saña-, muertes sin aviso previo. Corazón, derrame, accidente...” Cavarozzi me hizo señas desesperadas de que no quería escuchar más. “¿Qué hacemos? –dijo-. ¿Decime qué hacemos? Te juro que hasta pensé en proponer una marcha a pie a Luján, a ver si se acaba esta racha maldita?” Y casi se puso a llorar, como la viuda. La historia era ésta. Cavarozzi, Casero, yo y otros 22 egresamos de la división 5° A, del colegio Nicolás Avellaneda, en 1955. Durante 40 años apenas si supimos unos de otros; no sé quién me avisó de la muerte, por leucemia, a los 26 años, del alemán Fleiss. Ni recuerdo tampoco cómo fue que me enteré que al tano Giganti lo había pisado un camión mientras andaba en bicicleta por la Costanera, a los 30 y pico. Lo que sí sé es que alguien, un día de mediados de octubre de 1995, dejó en mi contestador telefónico un mensaje, invitándome a participar del reencuentro de los egresados del “glorioso” (así decía el idiota que llamó) quinto A. Dudé entre asistir o no. En primer lugar porque no guardo un buen recuerdo de mis años de secundaria ni de mis compañeros; hasta diría más, nunca les perdoné que, porque era entonces gordito y petiso, me mandaran siempre al arco, ni que me llamaran Poroto. Ese Poroto por allí, Poroto por allá y que cuando se armaba un picado yo fuera el último en ser elegido, aún hoy me saca de quicio. Además, me producen náuseas esas evocaciones de muertos, las historias estúpidas de ratas y machetes, de profesores tontos o cornudos y de celadores ridículos. Y también aborrezco esa instantánea deprimente que reúne, cuatro décadas después, a tipos ricos y pobres, exitosos y fracasados, calvos y cabelludos, atléticos y panzones, como yo. Pero al fin asistí, aunque de mala gana, al salón del Club Español en el que se celebraba el reencuentro de los sobrevivientes de aquella promoción. Llegué tarde y mi primera mirada al conjunto fue de desagrado; me vi observado por todos, sentados ya a las mesas y yo como un tonto sin reconocer a ninguno. Hasta que se me acercó Beltrame, mi estúpido compañero del pupitre de al lado durante los 5 años del secundario. Quien luego de gritar: “¡Pero miren quién está aquí! ¡Poroto!”, lo que casi hizo que me fuera, me abrazó emocionado. Luego fui pasando de mano en mano y de evocación en evocación hasta que, comida la porción de helado y bebida la copa de champaña ritual, pude volverme a mi casa. Así fue como comenzó esta otra historia, pero de horror. Porque al mes o al mes y medio del reencuentro me llamaron para decirme que a Beltrame, precisamente, al pobre Negro Beltrame, le había dado un infarto fatal en la platea de Racing, cuando celebraba un gol. Y luego en febrero, el segundo golpe: ahora era el Cabezón Ortelli el que se había marchado, ahogándose, él, que presumía de nadar como un pez, en las playas de Pinamar. En tren de abreviar: entre el 95 y el 96, cuando volvimos a vernos, murieron tres; cuatro el año siguiente, el 98 la guadaña descansó y otra vez, tres y cuatro, entre el 99 y el 2000. Cavarozzi, que estaba muy asustado, intentó una explicación por el lado estadístico. A lo que yo, implacable, le respondí que precisamente la estadística indicaba que esta camada de sesentones se estaba yendo mucho antes de alcanzar el promedio, que está en los 75 años. “¿Te das cuenta –le dije (y sin querer me salió casi chistoso)- que si esto sigue así la próxima vez vamos a poder reunirnos todos en una cabina de teléfonos?” Y renunciando por una vez a la racionalidad, que ya no daba para explicar lo que nos estaba ocurriendo, agregué: “Cavarozzi, acá hay algo o alguien que nos está fusilando”. En ese preciso momento emergió, podría decir que de las sombras, porque no lo había visto antes, un tipo alto, vestido totalmente de negro, negros también los anteojos y el paraguas que empuñaba. “¿Y ése quién es?” –le pregunté a Cavarozzi. “¿No lo conocés? Baldassi. Lo que pasa es que solamente hizo quinto con nosotros. Y además era de los maricones que jugaban al básquet”. Mientras Baldassi se inclinaba ceremoniosamente ante la viuda de Casero para despedirse, tuve un pálpito: “Decime ¿quién fue el de la idea de reunirnos? ¿No habrá sido Baldassi?” Aún en la penumbra advertí que Cavarozzi palidecía. “No sé –respondió al fin- pero a mi el que me llamó fue él”. Agregando enseguida, confundido: “¿Qué zonceras estás pensando, Poroto?” Entre agosto, que murió Casero y octubre, que hicimos la sexta reunión anual, no murió nadie, pero Cavarozzi no asistió. Y fue precisamente Baldassi el que no bien me vio, me informó que el pobre estaba internado en el Italiano, pero de una pavada y que le iban a dar el alta enseguida. Lo fui a ver y me recibió sonriendo. “Le pedí a propósito a Baldassi que te avisara, porque sé lo que pensás. Pero quedate tranquilo, Poroto, es un tipazo. Los médicos me aseguraron que estoy fenómeno y que salgo en un par de días”. A mi no me pareció lo mismo, porque lo vi muy ojeroso y conectado a varios aparatos. Pero como estaba tan feliz me despedí de él convencido de que lo volvería a ver. No fue así. Murió a la semana de un enfisema. La explicación fue que era muy fumador, pero no me convenció. Por lo que suspendí un viaje de solos y solas a Cuba que tenía reservado para esos días –y en el que confiaba para poner fin a mi larga viudez- y me puse a investigarlo a Baldassi. Para lo que aproveché, ya que trabajo en seguros, mis contactos con una agencia de detectives. El informe que me prepararon fue decepcionante. Baldassi era martillero en Lomas, vivía en Banfield y tenía un amorcito en Temperley. Salía regularmente a las 9, almorzaba unos días en su casa y otros en los de su amante; trabajaba puntualmente hasta las 19 y jamás dejaba de estar de vuelta en el hogar a las 21. Dos hijos, un nieto. Buen concepto en el barrio, crédito satisfactorio en los bancos. Cerré la carpeta con fastidio, diciéndome que era un idiota, cuando sonó el teléfono. Una voz de mujer me anunció que había muerto Chapochnicoff, el Ruso Chapo. Pero no había muerto solo. Se había ido en compañía del Marciano Pisani. Estos dos papanatas, platudos y ociosos, andaban corriendo un rally de autos antiguos por los lagos del sur y se despeñaron en la cordillera. Me agarró un temblor que me duró toda la tarde, no por ellos, sino por mi, hasta el punto que creí que yo también me estaba muriendo. Porque no es que fuera amigo de esos dos. Pero qué casualidad, apenas una semana antes me los había encontrado en una estación de servicio a bordo de la Giulietta con la que acababan de matarse. Cuando reaccioné volví a examinar el informe sobre Baldassi y lo rompí. Me dirigí a Constitución, tomé el tren, bajé en Lomas y fui derecho hasta la inmobiliaria de este sujeto. Me recibió a los abrazos, le mentí que tenía interés en comprar algo por la zona y después, con la intención de semblantearlo, me puse a hablar de los últimos muertos. Había que verlo cómo se puso. Las lágrimas le rodaban detrás de los anteojos negros. Pero no se los sacó ni siquiera para secárselas. Por lo que me imaginé que esconderían unas pupilas rojas y encendidas como uno se imagina las de Satanás. Cuando el efecto finados pasó, pretendió que volviéramos a hablar de negocios. Pero fue en ese momento cuando advertí, en un rincón de la oficina, colgado junto a otros retratos y unas estampitas religiosas o no se qué, la foto de todos nosotros, el día de la graduación. Me levanté, dejándolo con una oferta que prometía ser sensacional en la boca y examiné, de más cerca, aquella vieja foto. Y sí, sobre todos los fallecidos, incluyendo los más recientes, había una casi imperceptible mancha que podía ser de tinta china o de pintura negra. “¿Y esas señales qué son, Baldassi? –le pregunté con sorna- ¿Las muescas de tu pistola?” Se levantó balbuceando para contarme quién sabe qué mentiras, pero yo lo detuve con un gesto, al tiempo que enfilaba hacia la puerta: “Chau, Baldassi. ¿Y a mi, cuándo me toca?” Lo dejé con la boca abierta y me volví enteramente convencido de que, fuera lo que fuera lo que diezmaba a los ex alumnos del 5° A del Avellaneda, promoción 1955, este tipo siniestro algo tenía que ver. Tres meses después y cuando de aquel grupo sólo quedábamos cuatro, una voz irreconocible y que me pareció además fúnebre, dejó en mi contestador el lugar y fecha de la séptima reunión anual, que, se me ocurrió, debía ser la última. Al menos para mí, que ya veía llegar mi turno. El sitio elegido esta vez fue un restorancito en el barrio de Almagro. Cavilé profundamente antes de dirigirme al lugar de la cita. Ya he dicho que sólo quedábamos cuatro sobrevivientes a la espantosa carnicería de estos siete años: Baldassi, el Loro Loreau –flaco casi transparente- , el Gordo Camba –presa de una depresión que lo tenía acorralado- y yo. Que aunque estaba convencido de que una fuerza superior y maligna sobrevolaba como un buitre sobre nosotros y que por lo mismo sólo era posible someterse y esperar el turno, resolví darle lucha. Por eso, antes de salir, metí en mi portafolio un sable bayoneta que me había traído de recuerdo de mi paso por el servicio militar. Y descolgué de la pared de mi dormitorio una cruz de plata que perteneciera a mi mujer y también la metí allí. Mi plan era, o llevármelo conmigo si me veía morir o pararlo con la cruz, como se hace con el demonio, si es que me daba oportunidad. Fui el primero en llegar, a las 9 en punto y también el único parroquiano del lugar. Como a las y 20 se abrió la puerta y apareció el Gordo Camba. Maltrecho, demacrado, casi arrastrándose, se tiró en la silla, me saludó dejando un rato su mano entre las mías; después, sin decir palabra, se apoyó contra la pared y quedó mirando el techo. Juro que tuve miedo de que se me fuera allí mismo. Seguimos en silencio, hasta que, para romper el hielo y ver si se animaba un poco, sugerí un vino y algo de jamón y queso. Ahí lo vi reaccionar, porque si había algo que la depre no le había hecho perder, era el apetito. Con la picada y el tinto nos entretuvimos, hablando a ratos de esto y aquello, unos 20 minutos. Hasta que un ruido tremendo, que venía de la calle, sacudió las paredes, seguido de un coro de ayes y de gritos destemplados. Creyendo adivinar lo que acababa de ocurrir, le apreté una mano a Camba, que sólo atinó a preguntar “¿Qué pasó, Poroto?”, y le dije: “¡El Loro! ¡Seguro que ahora le tocó al Loro!” Nos paramos pero no nos atrevimos a salir. Al ruido y las exclamaciones siguió luego un silencio, denso y prolongado. Y tal vez cinco o diez minutos después -¿cómo medir la eternidad?- la puerta del restorán comenzó a abrirse lentamente. “Ahí viene Baldassi” –atiné a decirle a Camba, que permanecía rígido como una estatua. Y, rápido como el rayo, abrí el portafolio y empuñé, con una mano, la charrasca y con la otra, la cruz de plata, dispuesto a enfrentar a nuestro asesino. Pero cuando se abrió la puerta no fue Baldassi el que apareció, sino Loreau. Flaco y pálido como una vela, entró a los tropezones y con los brazos extendidos hacia delante como quien está por venirse al suelo. Lo recibí en los míos, aún empuñando la bayoneta y la cruz, y le pregunté, a los gritos, porque no reaccionaba, qué había pasado. Entonces me apartó débilmente, caminó hasta el mostrador y pidió un vaso de agua. Para pasar luego a explicar, entre hipos y ahogos, lo que acababa de ver. “Fue horroroso, Poroto, horroroso– fue lo primero que le escuché-. Venía para acá, iba a cruzar la calle, cuando lo veo a Baldassi que caminaba por la vereda de enfrente. Me vio, le hice señas con las manos de que me esperara y en ese momento un colectivo, que venía a marcha lenta por el centro de la calzada, se desvió de golpe, inexplicablemente, se subió a la vereda y lo aplastó al pobre Baldassi contra la pared”. Reconozco que me sentí muy mal, como un tremendo idiota; metí, de la manera más disimulada posible, el arma y la cruz en el portafolio y junto con los otros dos fui hasta el lugar del accidente. Y si, allí estaba el pobre Baldassi, reventado contra la pared, cubierto de sangre, pero con sus anteojos negros en el lugar de siempre y aún empuñando el paraguas. Nos quedamos junto a él un buen rato, hasta que llegó la ambulancia y se lo llevó. Luego marchamos hasta la seccional para informar sobre el muerto y hacer el primer llamado a la familia. Cuando nos retiramos, de madrugada, Loreau parecía un espectro y le recomendé que antes de volver a su casa fuera a ver a un médico. Camba, que no habló durante todo el episodio, al final, cuando ya nos despedíamos, me abrazó fuerte y me dijo con increíble naturalidad: “Poroto, me parece que hoy me voy a pegar un tiro”. Cuando volví a mi departamento ya clareaba, un viento frío se colaba por una ventana entreabierta y agitaba las cortinas del dormitorio. Cerré la ventana, subí la persiana para que entrara un poco más de luz y repuse la bayoneta en su lugar. Luego tomé la cruz de plata y me dirigí hacia la pared en que debía permanecer colgada. Pero al pasar frente al espejo del ropero me detuve a observarme, porque advertí algo raro en la imagen que reflejaba. Lo que atribuí, en principio, a la escasa claridad o a la figura grotesca que hacía, despeinado, demacrado y enarbolando una cruz. Por lo que di un par de pasos más hasta quedar cara a cara con ese otro o tal vez yo mismo, pero distinto. Me pasé instintivamente la mano libre por la cabeza para dominar lo que quedaba de mi cabellera rebelde y vi, complacido, que el otro replicaba con la corrección esperada. Me sonreí e hizo lo mismo. Entonces me tranquilicé atribuyendo todo al cansancio y ya me iba a volver, cuando algo pasó entre el del espejo y yo. No se si por la luz escasa o porque volvieron a agitarse las cortinas a pesar de que la ventana estaba cerrada. Sentí que algo me impulsaba a acercarme un poco más, hasta el punto que mi aliento empañaba la luna y desdibujaba al otro, haciéndolo borroso, impreciso y distinto. Los ojos más hundidos, las arrugas mas pronunciadas, la boca que no sabía si reír o maldecir. Y allí fue cuando se produjo el hecho más extraño. La mano derecha elevó un poco más la cruz de plata, hasta situarla por encima del nivel de mi hombro y la izquierda, como si también tuviera vida propia, se aproximó al espejo hasta tocarlo con el dedo índice extendido. Y cuando los dedos, por sus extremos, se juntaron en la superficie de la luna, el otro, enarbolando la cruz con la zurda, abrió la boca y mirándome con una fijeza singular dijo unas palabras que no entendí. Por lo que se acercó, él, un poco más a mi y ahora, si, escuché que me decía con toda claridad: “No busques más, Poroto. Eras vos”. Pero eso no fue todo. Porque me oí a mi mismo responderle: “Si, lo se. Y bien merecido lo tienen por llamarme Poroto”.

miércoles, 17 de abril de 2013

Circo criollo EL GRAN DESCHAVE ARGENTINO Hoy en la Argentina se está en presencia de un gran escándalo desatado, cuándo no, por un periodista. Quien, con diferentes engaños, ha conseguido que un par de individuos, supuestamente vinculados con alguien muy cerca del corazón del lamentablemente fallecido ex presidente Kirchner, también conocido como Él o El Eternauta, reconocieran haber manejado algunos euros para ponerlos a buen resguardo en paraísos fiscales. En la maniobra, aparte de quien ya no puede defenderse, estaría involucrado un gran amigo de la familia presidencial, quien de haber sido un simple empleado bancario en la lejana y querida Santa Cruz, pasó a ser, supuestamente por la amistad que lo une a “la familia”, un potentado que envía paquetes de euros, medidos en kilos, a Panamá y otros destinos. Los que son bien conocidos por los magnates sudamericanos, inclusive, desde ya, los argentinos. Pero, por fortuna para estos, el vapor de la carrera no habla y también permanecen en silencio los bancos orientales. Pero mientras este asunto se aclara y, finalmente, queda demostrado que no se trataba más que de patrañas urdidas por los enemigos del régimen y, por añadidura, de la democracia, lo que queda de manifiesto es, por un lado, que el Gobierno exhibe una falla imperdonable y, por otro, que sus enemigos no conocen límites cuando se trata de demolerlo y, con ello, de terminar con la libertad de que hoy gozan los criollos. La falla, qué duda cabe, en especial frente a hechos como éste, es la demora en hacer aprobar la ley de medios, ya que sin medios sería imposible que se produjesen. Con la cadena oficial para los adultos y el Paka Paka para los pequeñitos la audiencia estaría más que bien servida y el país se hubiera ahorrado episodios tan desagradables y falsos como este que hoy nos ocupa. Pero lo que debe irritar a todo buen argentino no es sólo que se haya pretendido destapar un acto de corrupción claramente inexistente, sino que se ha pasado por encima de un principio que se cuenta entre aquellos con que, al menos en este país, no se juega. Uno, es la madre, que siempre es y será una santa, lo mismo en la Tierra que en el Cielo, si es que el Señor ha decidido llevársela consigo. Y el segundo es la guita. Lo que se ha intentado hacer con ese mozo Lázaro Báez y, por ende, con la memoria de El Eternauta y de su familia (uno de cuyos miembros y no por casualidad, ejerce la Presidencia), es francamente insoportable. Porque si el tipo, quienquiera que sea, se la ha sabido ganar, lo que corresponde hacer, al menos aquí, es felicitarlo y esperar que la próxima vez nos toque a nosotros. Pero nunca, jamás, señalarlo con el dedo y marcarlo como si fuera un bandido o, peor, un hijo desconsiderado. Por eso y acaso lo más triste de esta historia que seguramente tendrá un final feliz (es decir, el que irá en cana, como debe ser, será el denunciante), es la pretensión de vulnerar las mejores tradiciones patrias y pretender que la República transite por caminos por los que nunca anduvo ni andará, gracias a lo cual hoy se dispone de un nivel de vida que ya lo quisieran en Europa. Y además (y esto es muy bueno consignarlo hoy), se puede correr libremente por las calles de cualquier ciudad, lo mismo si es perseguido por un motochorro que por un policía, sin peligro de que lo sorprenda el estallido de una bomba, como acaba de ocurrir en Boston. “¿Sabe lo que pasa, maestro?, dijo el reo de la cortada mientras endulzaba su café con sacarina. A esta gente le ocurre esto por angurrienta. Y le digo más, concluyó con bronca, ojalá terminen todos en cana”. Y como alguien no se mostrara convencido y le pidiera una aclaración, agregó, mientras revolvía: “Pero claro maestro. Se la hago corta: nada de esto se hubiera sabido si estos fulanos, en vez de quedarse con toda la guita, hubieran ido al vamo y vamo criollo” ¿El vamo y vamo?, preguntó el otro. ¿Y que es eso?” El reo lo miró con lástima y luego de tratarlo de japonés le aclaró: “El vamo y vamo, jefe…. Un kilo de euros para mi, dos para el juez; un kilo de dólares para mi, medio para el periodista; cien kilos de pesos para mi, cien para la patrona…”

viernes, 12 de abril de 2013

DE TERROR Volvió a su casa a la hora de siempre. Pulsó el control a distancia, se abrió el portón del garaje, entró y ubicó su auto al lado del de su mujer. Bajó del auto, se asomó un minuto a la calle y tras volver a emplear el control para cerrar el garaje, rodeó la casa por el jardín con la idea de entrar por la puerta de atrás. Los perros, Negro y Diablo, ladraron. Él les avisó: Soy yo, tranquilos, soy yo. Los perros volvieron a ladrar mientras él daba nuevos pasos por el sendero del jardín. Entonces ocurrió lo inesperado. Los dos doberman, Negro y Diablo, se interpusieron en su camino. Y no sólo eso: lo enfrentaron, le cerraron el paso, ladrando, gruñendo y abriendo sus bocazas amenazadoras. Él se detuvo, sorprendido, pero los perros no: se lanzaron sobre él. Intentó detenerlos con un gesto, con una palabra, pero enseguida adivinó que los perros lo desconocían y echó a correr. Negro y Diablo lo alcanzaron antes de que llegara a la calle. Primero le mordieron los tobillos, pero cuando se dio vuelta, para defenderse, se le echaron al cuello dispuestos a morderle la garganta. Entonces despertó. Con la respiración agitada y las manos defendiendo su cuello. Respiró aliviado. Todo no había sido más que una pesadilla. Parpadeó. Debía de ser noche cerrada, por la oscuridad que reinaba en el cuarto. Pero de inmediato y aunque aún estaba medio dormido, lo asaltó una duda: ¿dónde estaba? Palpó entonces la cobija que lo cubría. La encontró áspera y maloliente. Se sintió incómodo, como si esa no fuera su cama ni su colchón. Además, el cuerpo le dolía. Tanteó el colchón y advirtió que su espesor era mínimo y que también exhalaba un olor a orín y a sudor intenso. Siguió tanteando. Aquello no era una cama y mucho menos la suya, sino un miserable rectángulo de cemento. Y le bastó con extender su brazo derecho para advertir que estaba unido a la pared. Y que la pared era de cemento sin alisar y sin revoque. Dirigió la vista hacia arriba y hacia atrás y divisó, allá en lo alto, un ventanuco miserable por el que apenas si se colaba algo de claridad, fraccionada por dos barrotes. ¡Estaba preso! ¡Estaba en una cárcel! Sintió pasos, unos muy fuertes, de tacazos y otros muy débiles, de pies desnudos. Y de afuera también se colaban ruidos. Adivinó que debían ser soldados marchando, al ritmo que les marcaba una voz autoritaria. Después todo fue peor. Del pasillo comenzaron a partir alaridos, de alguien a quien torturaban ferozmente y al que, además, insultaban sin piedad. Y de afuera, del patio, partió el ruido metálico y siniestro de los fusiles cuando se los alista para disparar. Tras lo cual escuchó las dos órdenes dadas a viva voz: ¡Apunten! ¡Fuego! Y tras ellas un grito, un quejido y un tiro más, el tiro de gracia. Luego, el silencio, un silencio absoluto, profundo. Tanto de adentro de la cárcel, ya que eso no podía ser sino una cárcel, como del patio. Nada, ni un grito, ni un llanto, ni una amenaza. Un silencio sólido, de tumba, tanto, que se puso a temblar. Y no se engañaba. Primero muy lejanos, pero luego muy cerca, oyó pasos que se acercaban por el pasillo. No había dudas. Ahora venían por él. Se acurrucó en el camastro miserable. Se tapó con la cobija maloliente. Y sólo se oyó decir, casi como si fuera un ruego: Negro, Diablo, soy yo, el patrón. Miró entonces hacia arriba y vio a su mujer asomada a una ventana. ¡Narda!, le gritó esperanzado, ¡Narda!, ayudame. Pero ella no le respondió. Maligna y sonriente, se apartó de la ventana y corrió las cortinas. Ahora otra vez el silencio y la oscuridad. Los pasos habían cesado justo frente a su celda. Ya corrían el cerrojo. Ya estaban sobre él.

viernes, 5 de abril de 2013

Circo criollo LA PATRAÑA DEL MICRÓFONO ABIERTO El hecho de que haya trascendido que el presidente de Uruguay, José (Pepe) Mujica mencionara a la señora presidenta de los argentinos como “vieja terca” y a su marido, ya fenecido (y que por eso sólo ya merecería todos los respetos), de “tuerto”, ha sido atribuido a una desgraciada casualidad. El mandatario oriental se encontraba charlando con sus correligionarios en medio de un acto político y no advirtió que el micrófono empleado para dirigirse al pueblo se encontraba abierto. En consecuencia, lo que pudo ser un comentario, duro, pero de entrecasa, con otros políticos y funcionarios que lo acompañaban, se convirtió en un escándalo internacional. Sin embargo existen muy serios antecedentes, en las relaciones entre los pueblos argentino y uruguayo, que permiten deducir que la casualidad es el participante menos creíble de los que han intervenido en este feo episodio. Y aquí no valen solamente los antecedentes políticos, como el tratamiento de “ladrones” que tuvo para los argentinos otro presidente oriental o la peregrina idea expuesta también por un habitante de la Residencia Presidencial, de que iban a ser atacados por sus vecinos del Plata, por lo que mandó suspender la rueda de mate de su poderoso ejército y ordenó que se aprestaran a defender el territorio patrio. En realidad la pica entre ambos países viene de mucho más atrás y bien puede decirse que, en este contexto, la señora Presidenta, como su fenecido esposo (El Eternauta), no han sido más que los últimos destinatarios de un conflicto que lleva ya un montón de décadas. Y que podría derivar en cualquier momento, no en un episodio nuclear (ya que ninguna de estas dos potencias sudamericanas cuenta, aún, con la bomba), pero sí en una lucha a mano limpia y a pedradas, si es que la tropa llamada a intervenir no ha hallado sus fusiles o éstos sólo han sido provistos, por alguna distracción burocrática, con balas de otro calibre. Está muy claro entonces que si el señor Mujica se ha atrevido a llamar “vieja” a la presidenta de los argentinos –lo que conlleva el doble crimen del exabrupto y la falsedad-, este supuesto desliz, por no decir notable guarangada, debe inscribirse en el contexto de una pretensión uruguaya que viene de muy lejos y que, al no ser convalidada por los argentinos (por ser notoriamente falsa), genera en sus representantes un odio que les hace ver de un modo retorcido y canallesco, todo lo que les viene del otro lado del Plata. Y en efecto, como lo habrá deducido el lector inteligente, lo que no pueden digerir los orientales y de allí estos brotes supuestamente casuales de desprecio por las autoridades argentinas, es que aquí no se reconozca –simplemente porque no es cierto- que Carlitos Gardel era oriental. Es decir, que aquí no se crea y, más bien, se tome a la chacota eso de que proviene de una familia Escayola de Tacuarembó y que, tras otras patrañas, vino a desembocar, casi por casualidad, en el hogar de la señora Gardés, en el Abasto porteño. Pues bien, a causa de que aquí no se admite ni se admitirá jamás esta historia absurda y descabellada, ya que es notorio que Carlitos nació en Toulouse, Francia (que viene a ser el Tolosa de la señora Presidenta, lo que la hace muy cercana a Carlitos), hijo de Berta Gardés y de padre no tan desconocido (su apellido sería Lasserre), los orientales siempre se las ingenian y seguramente seguirán haciéndolo, para denostar a los argentinos y, sobre todo, a quienes los gobiernan. Como acaba de ocurrir, siendo esta vez el protagonista de los improperios el señor Mujica. Pero no importa, digan lo que digan sobre los criollos y sobre sus queridísimas autoridades, lo mismo ayer, que hoy o mañana, Gardel es y será francés y argentino. Y más argentino que franchute porque aquí fue donde se crió y se hizo famoso en todo el mundo. Y por eso, de agradecido, de porteño que era el francesito, jamás se le ocurrió decir que Montevideo era “la Reina del Plata”, sino Buenos Aires. Así como tampoco se le pasó por debajo de su cabellera engominada dedicarle unas endechas a Tacuarembó. Y tampoco a Pocitos ni a Punta. En consecuencia ¡aguante Presidenta!, que la cosa no es con usted sino con Gardel. “Mire maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio- la historia del micrófono abierto a mi no me convence. Salvo –y aquí hizo una pausa- que Mujica no solamente tuviera el micrófono abierto, sino también una botella de medioymedio”.

miércoles, 3 de abril de 2013

Circo criollo ARGENTINA, UN PAIS DE MARAVILLA Los argentinos estamos pasando por un momento fantástico. El nuevo Papa es argentino; la futura reina de Holanda, es argentina, y Messi, el jugador nº 1 del mundo, también lo es. Un triplete de éxitos suficiente como para que cualquier pueblo de la Tierra se sintiera más que rechoncho y dijera basta para mí, estoy hecho. Pero no: hay más. Porque en consonancia con todo eso y como para que la fiesta de ser argentinos no se acabe nunca, el Gobierno se las ha ingeniado recientemente para que el pueblo tenga seis días extra de vacaciones. Para lo que se juntaron los feriados de Pascua, jueves y viernes santo, más un fin de semana y un lunes sándwich entre dos días no laborables, el domingo y el martes 2 de Abril. Una fecha en la que, como se sabe, se celebra la fugaz ocupación de las Malvinas por un gobierno militar no elegido por nadie y culpable, además, de un montón de bellaquerías, seguida por una derrota que nos costó más de 600 muertos, un acorazado hundido y varias aeronaves perdidas. Pero, argentinos, ojo, que esta racha inconmensurable de felicidad bien ganada, no termina aquí. El Gobierno, visto el éxito alcanzado por la reciente cadena de feriados, ya tiene dispuestos los decretos para que haya más días festivos, entre los que se incluirían las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, el desastre de Sipe Sipe y el revés de Cancha Rayada. Menos chances, por ahora, pero sólo por ahora, tienen el terremoto de San Juan del siglo pasado y la epidemia de fiebre amarilla del siglo XIX, pero será cosa de saber esperar. (Por ejemplo, las inundaciones de hace unos días en Buenos Aires y en Tolosa, ¿no merecerían también en un futuro ser recordadas con un par de feriados?) En este contexto glamoroso, y mientras se espera que el dólar blue toque los 10 pesos para iniciar otra ronda de días festivos, es maravilloso de ver cómo se están poblando las filas de la burocracia estatal con miles y miles de jóvenes de la Cámpora, que sin duda alguna le van a dar a la gestión estatal el bullicio y el encanto de que hoy carece. Llena, como hoy está, de laburantes veteranos y aburridos, abrochados a sus asientos y que, por añadidura, muestran poco entusiasmo a la hora de acudir a la Plaza o a donde sea que el Gobierno los necesite para hacer número y vivar a la Señora. Algunos inocentes y otros no tanto, se preguntan cómo va a hacer el país para salir adelante con tanta fiesta, tantos empleados públicos y, también (dicen ellos, los contras del modelo), tanto macaneo, como el de la morenocard, los precios congelados y la inflación oficial planchada. Mientras el cepo cambiario estaría haciendo estragos sobre la inversión y el empleo privado y cuando parecería que va a ponerse de moda otra vez aquel tango que decía “¿dónde hay un mango, viejo Gómez?” Vale decir todas chapuzas de perdedores que no toman en cuenta no sólo lo glamoroso del momento que vive el país de los argentinos, sino de los éxitos que se avecinan y que tienen nombre y apellido: uno, la soja argentina, que la esperan ávidamente China y otras naciones que gustan de este yuyito (como graciosamente lo mencionó la Señora), y que también están ávidos de vender quienes lo producen, ya que recibirán nada menos que tres pesos con cincuenta por cada dólar exportado. Y segundo factor, pero no menos importante, ya están madurando las excelentes gestiones llevadas a cabo en Angola y en Vietnam, de lo que resultará un boom exportador sin antecedentes no ya en el país, sino en el mundo. “¿Sabe la que se viene, maestro?”, dijo entusiasmado el reo de la cortada de San Ignacio. “¿Vio que a los que laburan les pagan los feriados como si los hubieran trabajado? Bueno, me dijeron, pero de muy buena fuente, que con los jubilados van a hacer lo mismo”. Su interlocutor lo miró como si el reo desvariara y luego le respondió: “Pero jefe, ¿acaso los jubilados no trabajan ningún día del año, precisamente porque están jubilados? “Justamente, le respondió el reo. Como no laburamos ningún día del año, nos tienen que pagar el doble. ¿O no?” Y antes de que el otro reaccionara pidió otra ronda de ginebra. “Pago yo”, afirmó. Y agregó muy convencido: “Y es a cuenta”.

jueves, 28 de marzo de 2013

Por amor a Guerlain Noemí era la mayor y la más fea de cuatro hermanas feas. Era petisa, regordeta, los ojos muy juntos, la cola gorda y las piernas cortas. Andaba por los treinta y tantos y nunca había tenido novio, ni un amor pasajero, ni nadie que se hubiera atrevido a manosearla en el subte o en el bus. Porque era fea y sin gracia. En cambio sus hermanas, que tampoco eran bellas, habían tenido más suerte. La que la seguía, Ayelén, estaba juntada desde hacía años con un paraguayo que trabajaba en la construcción. María o la Mary, como le decían, había tenido varios novios y finalmente se había casado con un empleado municipal y con él había tenido dos hijos. Y por fin la última, Gianina, si bien no se había casado ni juntado con nadie, siempre se las arreglaba para estar de novia con alguno, aunque finalmente resultase casado o se le escapara después haberle prometido llevarla al altar. Noemí ya había perdido las ilusiones de encontrar alguien que la amara. Vivía, sola, en una pieza de una casa ocupada, por la que pagaba un alquiler modesto. Lo máximo que podía permitirse dado lo poco que ganaba en una clínica del centro, donde lavaba los pisos y los baños. Allí acudía, a pie, desde su domicilio en el barrio de San Telmo, a la clínica, que estaba en el centro, muy temprano cada mañana, una hora antes del horario que tenía fijado. Porque en la clínica aprovechaba para bañarse y perfumarse. Lo que repetía al cabo de su jornada de trabajo, antes de volver a su pieza: se bañaba y se perfumaba. Porque si Noemí ya no creía que el amor de un hombre, aunque fuera fugaz, pudiera ya alcanzarla, no por eso había perdido su coquetería. Y si antes, cuando era más joven y aún no había perdido la fe, se perfumaba soñando con conquistar a algún galán, después había seguido haciéndolo porque se había enamorado de los perfumes, no podía vivir sin ellos y prefería no comer antes que privarse de sus preferidos. Que no eran los ordinarios, sino los de mayor precio, las mejores marcas, Chanel, Kenzo, Guerlain, Cacharel, Rochas. Se endeudaba por conseguirlos, agotaba su tarjeta y su crédito, pedía prestado, pero siempre olía como podía hacerlo una estrella de cine, una diva de esas que salían arregladísimas por televisión. Hasta los atorrantes que vivían en la casa ocupada lo notaban. Y alguna vez le decían cosas como: “Che Noemí, qué bien que olés. Hasta dan ganas de hacerte un favor”. O comentaban entre ellos, sin importarle si los escuchaba o no: “Si no la mirás, con ese perfume te creés que pasa un minón”. En la clínica nadie reparaba en ella. Era nada más que la chica de la limpieza. Pero ella recordaba muy bien que una vez un médico le había dicho: “¿Ese perfume que usás es francés, no?” Y otra un paciente muy viejo, tendido en una camilla, a punto, parecía, de morir, había abierto los ojos a su paso y tras lanzar un hondo suspiro, acaso el penúltimo, le dijo: “Ojalá la muerte oliera como vos”. Noemí le sonrió y hasta se atrevió a darle un beso. A la clínica iba siempre con la ropa para cambiarse y con el perfume que había elegido ponerse ese día. En su trayecto, siempre el mismo, siempre a las mismas horas, nadie la acompañaba. Iba y venía sola. Un día, precisamente un día que había salido de su casa más tarde que de costumbre y mientras esperaba que el semáforo de la 9 de Julio le diera paso, un tipo alto, mucho más alto que ella, de anteojos negros, se le puso al lado. Y no sólo eso: con el bastón blanco que llevaba en su mano derecha, golpeó repetidamente el cordón de la vereda mientras gritaba: “Alguien que me ayude a cruzar, por favor. Soy ciego. Soy ciego. Alguien que me ayude, por favor”. Noemí dudó. La única persona que estaba al lado del ciego era ella. Se encogió de hombros y resignada, le tomó la mano. “Yo lo ayudo a cruzar, señor”, le dijo. “Gracias”, le respondió el ciego. “Tengo un perro que me acompaña y que ya sabe cuando el semáforo está verde o está rojo, pero hoy no sé qué le pasó, estuvo vomitando y no pudo acompañarme”. Mientras cruzaban la avenida 9 de Julio, tomados de la mano, Noemí lo examinó. Era alto, joven, buen mozo, atlético, estaba bien vestido y tenía una sonrisa encantadora. Hablaron de pavadas hasta alcanzar Bernardo de Irigoyen y una vez allí, él se despidió:”Gracias. Voy hasta acá nomás, muy cerca, a una facultad. Estudio letras”. Y le soltó la mano, pero al hacerlo se llevó inmediatamente la suya a la nariz, aspiró con satisfacción y le preguntó de inmediato: “¿Guerlain? ¿Es Idylle de Guerlain, no es cierto? El perfume que usaba mi mamá”. Ese día Noemí no habría de olvidarlo nunca. Porque a partir de entonces se vieron casi todos los días. Ella lo esperaba cada mañana en Lima y Belgrano y él acudía puntual, sin el perro, que se le había muerto, y lo ayudaba a cruzar la 9 de Julio. Pero después él ya no se contentó con eso. Quiso que se vieran a la tarde, cuando ella salía de la clínica. Y después quiso cenar con ella y juntos, en un remise muy paquete, fueron a comer a un restoran lujoso de Puerto Madero. Y finalmente le declaró que estaba perdidamente enamorado de ella, que nunca había sentido nada igual. Por lo que las cosas se precipitaron y una noche el muchacho ciego la poseyó en un zaguán oscuro. Y después en un hotel. Y tras ello alquiló, porque era un muchacho rico, un departamento amueblado en Monserrat y allí amanecían abrazados. “¿Te casarías conmigo?”, le propuso un domingo. Y ella, ilusionada, perdidamente enamorada, le respondió que si. Aunque sabía que no podría ser. Porque él era ciego, la juzgaba a través de sus perfumes, que le resultaban enloquecedores, ¿pero qué pasaría cuando la presentara en familia? Porque él no la veía, sólo la tocaba y acariciaba; pero su padre la vería y le diría cómo era. Y lo mismo un hermano del que siempre hablaba y que vivía en Estados Unidos, pero que estaría allí para la boda. Que como no eran ciegos le dirían la verdad, que ella era petisa y fea, tenía los ojos chiquitos y pegados a la nariz y las piernitas robustas y cortas. ¿Y qué podía ocurrir entonces? Le dijo que si, porque no podía decirle otra cosa, porque él estaba ciegamente enamorado, como ella misma, pero siendo él ciego de verdad. Por lo que decidió no perderlo, pero llevarlo a la larga, sin aflojarle el sí que él esperaba. Se resistió a acompañarlo a su casa y jamás lo llevó a su pieza, no fuera a ser que los vagos que vivían allí le dijeran alguna cosa que le diera a entender a él cómo era ella. Y hasta estuvo consultando a los médicos de la clínica, para encontrar una enfermedad que justificara su resistencia al matrimonio. Pero un mal día todo se precipitó. Estaban tomando un café en una confitería de la calle Corrientes. Habían hecho el amor, se habían bañado juntos y ella se había perfumado con el Guerlain que a él más le gustaba. Entonces él la tomó de las manos, se las apretó fuerte y le dijo: “Tengo una gran noticia que darte”. Y comenzó diciéndole que él no había sido ciego siempre. Que había nacido con una vista normal y que a los cinco años lo había atrapado una enfermedad muy extraña que lo había dejado a oscuras. “Y ahora –le dijo con su sonrisa más brillante- la gran noticia: estoy haciendo un tratamiento dirigido por un médico chino y volveré a ver. Te digo más: ya mismo me está haciendo efecto y comienzo a distinguir los colores, casi casi, hasta alcanzo a verte a vos, a distinguir el color de tu cabello, de tus ojos…” Salieron de la confitería tomados, como siempre, de la mano. Caminaron unas cuadras y enfrentaron la 9 de Julio. Ella le soltó la mano. “¿Qué hacés?” –le preguntó él, inseguro. “Nada –le respondió ella- me estoy arreglando el pelo”. “¿Pero podemos cruzar?”, quiso saber él. Ella no le respondió enseguida. Observó detenidamente los semáforos. El que marcaba los segundos que faltaban para que se pusieran en rojo, recién se había puesto a andar. “No –le dijo- todavía no”. Esperó, esperó, mientras él se mostraba impaciente y le buscaba la mano que ella escondía. “¿Ya?”, volvió a preguntar. “¿Cruzamos?” “¿Se puede cruzar ya?” El conteo de los segundos había terminado. Todos los semáforos de la avenida más ancha y más salvaje del mundo que apuntaban hacia ellos viraban ya hacia un rojo implacable, mientras el amarillo apenas contenía a los conductores que habían levantado el pie del freno y ya apretaban el embrague y el acelerador y ponían la palanca en primera, listos para salir disparados como balas gigantes. Fue entonces que ella, tras apenas un segundo de duda, le dijo, con la voz más natural y confiable, la que él ya conocía y obedecía: “Si, ahora si”, y lo animó dándole un leve toquecito en la espalda. Él bajó a la calzada y avanzó inseguro, sosteniendo el bastón en una mano y buscando con la otra la mano de ella. Ella volvió a animarlo. “Vamos, vamos, te sigo”, le dijo, aunque no pensara hacerlo. Porque en ese preciso momento una jauría feroz de autos, motos y gigantescos camiones, comenzaba a avanzar como un torrente por la avenida. Mientras ella, quieta, inmóvil, fea, ruin, bañada en lágrimas, pero sin bajar de la vereda, lo despedía con un gesto y con un “adiós amor”, que quería ser definitivo. Pero ahí, en ese preciso instante, se quebró. Es que él, ya alejado un par de pasos de ella, dio vuelta la cara y dijo, desolado: “Noemí, ¿dónde estás? No huelo tu perfume”. Por lo que cuando ese hervidero metálico y rugiente ya estaba en marcha y cuando él, resignado, se disponía ya a cruzar, ella lo alcanzó, lo tomó nuevamente de la mano, y le dijo: “Ahora si, crucemos, mi amor”. Cerró los ojos y se lanzó con él al torbellino. Alcanzó a escuchar el chirrido de los frenos, los choques de metal con metal, las imprecaciones de los automovilistas y nada más. Se apretó a él y cerró los ojos. Fue el final. El enfermero municipal que la levantó del suelo para ponerla en la ambulancia, la observó un instante y comentó: “Pobre, qué fea que era, pero qué rico que olía”.

martes, 26 de marzo de 2013

Circo criollo LOS FONDOS BUITRE NO TIENEN PERDÓN Los fondos buitre son, hablando mal y pronto, una porquería. No sólo porque los tipos piensan sólo en el dinero, sino porque en su afán de recuperarlo no dudan en recurrir a cualquier arbitrio, hasta el punto de hacer intervenir a ese juez norteamericano, Griesa, con cara, pobrecito, de sufrir cólicos y otros achaques terribles. Tampoco se les puede perdonar que hayan intentado embargarnos una fragata. Y mucho menos que la Presidenta de todos los argentinos se haya visto forzada a dejar el avión presidencial en Marruecos, para proseguir su reciente viaje a Roma en un jet privado, manejado vaya a saber por quién, por temor a que también se lo incautaran no bien aterrizara en el aeropuerto de Fiumicino. Es decir que a la afrenta, producto de una angurria sin límites, se sumó, en este caso, la angustia y el bochorno, ya que no es lo mismo que la Cristina llegue a la Ciudad Eterna en su propio Boeing, que bajarse, con riesgo de que se le corran las medias y se le planche el peinado, de un cachivache alquilado en África. Pero acaso lo peor, lo que más indigna de esta insistente y descarada pedigüeñez, es que no hayan hecho una pausa, algo así como un minuto de silencio, una tregua, en su afán escandaloso por recuperar unos miserables miles de millones de dólares, cuando el país y, más que eso, su Gobierno, acababa de ser bendecido, desde lo más Alto, sin intermediación alguna y sin pagar peaje, con la designación de un vecino de Flores e hincha de los cuervos, nada menos que como Papa de 1200 millones de católicos. ¿Si eso no es codicia y codicia de las peores, de qué otro modo puede llamársela? Muchachos, habría que decirles a estos fondos buitre, la guita no es todo en este mundo. Paren la mano un cachito que todavía tenemos que disfrutar un buen rato a este muchacho Bergoglio. Que toma mate, como nosotros, que es sencillo, como algunos de nosotros, que viajaba en colectivo, como otros y que se ocupaba de los pobres, vaya a saber como quién. Es decir condiciones fantásticas, ahora que está en Roma –y que sea por muchísimos años- que lo ponen allá arriba, tal vez por encima de Messi y, exagerando un poco, cabeza a cabeza con El Eternauta que vino del frío. Pero si la insistencia de esta gente por cobrar es perversa y obsesiva y no se da tregua ni aún ante una circunstancia tan impar, como la del Papa criollo, también es cierto que parte de la culpa acaso la tenga el Gobierno. No, desde ya, la Señora, sino sus bien pagados consejeros. Que no han advertido que hay una forma mejor de convencerlos de que paren la mano con sus reclamos, que diciéndoles que son unas malditas aves carroñeras. Y esta forma, como está bien a la vista de todos, no es otra que invitándolos a visitar el país. Que no solo es hermoso de norte a sur, sino que además les ofrece la ventaja del dólar blue, de los precios máximos en los súper, de los pintorescos piquetes interrumpiendo el tránsito donde menos se espera, de la aventura inigualable que depara viajar en los ferrocarriles urbanos y de las maravillas del clima de la ciudad Capital, de lo que dan testimonio los miles de tipos que hoy prefieren dormir y comer en las calles, en lugar de hacerlo en sus magníficas propiedades. “Yo le tengo simpatía a ese juez yanqui”, dijo el reo de la cortada de San Ignacio. “No me diga que usted está de parte de los fondos buitre”, lo increpó en el Margot un tipo con cara de muy malo. “No maestro –se apresuró a tranquilizarlo el reo, algo asustado-. Lo que pasa es que el tipo me cae bien. ¿Y sabe por qué? Se lo voy a decir: porque tiene toda la pinta de un jubilado criollo con la mínima. ¿O no?”

lunes, 18 de marzo de 2013

Circo criollo LOS PRIMEROS MILAGROS Hace apenas unos pocos días que el Papa argentino inició su gestión y ya ha producido dos milagros. Uno, en el territorio del futbol. El otro, en el de la política San Lorenzo, el equipo del que es hincha Bergoglio, le ha ganado a Colón, en su propia cancha de Santa Fe, por 1 a 0. Pero no sólo eso: ha derrotado a su adversario jugando buena parte del partido con sólo 10 hombres y el tanto, cuando parecía imposible que convirtiera alguno, fue gol en contra e ingresado a su propio arco con la mano por un zaguero adversario. Lo que pone de relieve que solamente por intercesión directa de Su Santidad, es que los Santos (como se los conoce), han podido llevarse los tres puntos. Y el segundo milagro se dio en el terreno del Gobierno. Porque la señora Presidenta decidió trasladarse a Roma para asistir a la consagración del nuevo Papa y tener una charla con él. Lo cual, a los ojos de cualquiera que no viva ni haya vivido en la Argentina durante estos últimos años, puede parecerle algo así como una obviedad. Ya que cómo no va a acudir a Roma quien preside un país cuando uno de sus hijos es proclamado Papa, esto es, pastor de alrededor de 1.200 millones de almas en todo el mundo, incluyendo a la mayoría de los criollos. Por lo que para medir la importancia de este gesto, también de hechura milagrosa, es preciso haber vivido en la Argentina durante estos últimos diez años. Porque si le ha tocado en suerte esa circunstancia habrá podido observar que ya entre Él, es decir, el presidente fallecido que inauguró la era Kirchner, y el prelado Jorge Bergoglio, hubo más de un roce, por no decir una profunda enemistad. La que se mostró de cien maneras, pero acaso la más notoria, evitando coincidir con él en los tedeums solemnes que acompañan las fiestas patrias o simplemente calificándolo de contrera cada vez que abría la boca para manifestar sus puntos de vista políticos. Lo que constituye, para los que no están al tanto de la jerga nacional, el máximo agravio que puede inferir un peronista a otro que no lo es o que “saca los pies del plato”. Y Bergoglio, aparte de ser hincha de los “cuervos” desde chiquito, es también manifiestamente peronista. Pero el rechazo a su figura no terminó, ni mucho menos, cuando el país y el mundo se enteraron que ese argentino, nacido en el barrio de Flores, había sido proclamado Papa. Mientras los medios privados celebraban este acontecimiento único, en los oficiales cundía algo así como una palpable zozobra y hasta alguien se atrevió a verlo como una muestra más de la mala suerte que acompaña a este gobierno. Lo que fue corroborado en la primera aparición pública de la presidenta, que al dar su consabido discurso en cadena por un hecho menor, sólo al final del mismo dedicó unas pocas palabras a saludar, sin mayor entusiasmo, como por obligación, al nuevo Pontífice criollo. Pero la cosa no terminó allí. Porque interpretando esta malquerencia apenas tolerada, seguidores del modelo aprovecharon la ocasión para dirigirle al nuevo Papa las peores invectivas, ya que se lo destrató como cómplice virtual de la última dictadura, a través de su desinterés frente a las evidenciad de que aquel régimen militar torturaba y asesinaba a mansalva, a todos cuantos eran sospechosos de formar parte de las milicias montoneras o de la izquierda revolucionaria. Pero de pronto, todo eso cesó. Es que, contra lo que suponían los fans del régimen y, un montón de ellos, protagonistas de los horribles 70, la Señora decidió darles la espalda a estos fulanos (lo que, objetivamente, no es lo más recomendable), y dispuso, de un día para otro, ser una más en el acto de consagración de Jorge Bergoglio como Papa, volando a Roma con un mate de regalo y una numerosa delegación de funcionarios. Algo así como una rendición virtual, luego de tantos años de encono. Lo cual, dados aquellos los antecedentes, bien puede calificarse como el segundo milagro atribuible al flamante Pontífice. Aunque, en tren de calificar uno y otro, sin duda el más singular es el triunfo sanlorencista en Santa Fe, algo que todos veían como mucho menos posible que la conversión de Cristina. Quien, al fin de cuentas, ejerce como profesión la política. El reo de la cortada de San Ignacio terminó de beber su café y antes de pagar preguntó, así, como al pasar, a los que estaban a su alrededor: “Che ¿ninguno de ustedes pensaba ir a Roma y se arrepintió cuando el Papa les dijo que, mejor que viajar, le dieran la guita a los pobres? “ Y como nadie se dio por aludido, el reo hizo un gesto de resignación, llamó al mozo y le preguntó: “Maestro ¿cuánto es?”

martes, 12 de marzo de 2013

Circo criollo LAS MALVINAS CASI FUERON ARGENTINAS Un éxito inesperado acaba de obtener la Argentina en su larga y hasta ahora infructuosa lucha por recuperar las islas Malvinas. Porque si bien es cierto que la votación que acaba de celebrarse dio un 98,8% de isleños inclinados por seguir siendo parte del imperio y no de la democracia criolla, 1,2% de ellos, vale decir por lo menos tres ciudadanos, optaron precisamente por la opción contraria, esto es, que las islas pertenezcan al orgulloso pabellón nacional. Lo que no es poco, aunque parezca lo contrario, según se va a demostrar enseguida. En primer lugar, porque estos comicios fueron abiertamente truchos, no porque se hayan digitado los resultados (lo que también es posible, ya que no había veedores neutrales y muchos menos representantes de la Argentina), sino porque se llevaron a cabo bajo ocupación militar y sin que una de las partes, vale decir nosotros, pudiéramos decir ni mu. Otro habría sido el resultado si el gobierno de la Señora hubiera tenido la oportunidad de hacer campaña en aquellas islas remotas y ventosas. Porque (hoy sólo cabe imaginarlo), la cosa hubiera sido diametralmente distinta si allá, como acá, se le hubiera dado lugar en las estaciones de radio y en la TV local, a las maravillosas alocuciones en cadena nacional de Cristina, a cuyos efectos hubiera bastado con que a la señorita que traduce sus palabras para los sordomudos, se la reemplazara por otra que hablara el idioma de los naturales. Salvo que Cristina, que habla perfectamente el inglés, el francés y el sueco, se hubiera inclinado por dirigirse en su propia lengua a los malvinenses, con el consiguiente impacto emocional sobre ellos. Pero si bien ese solo detalle, la palabra viva de la Señora, podría haber contribuido a cambiar los resultados de la elección, los isleños también podrían haberse volcado masivamente a favor de la Argentina si, además de las alocuciones presidenciales, hubieran tenido la oportunidad de conectarse con las otras columnas del ser nacional, como “Futbol para todos”, “6,7,8” y otras expresiones vernáculas francamente decisivas a la hora de impactar a la opinión pública. Y ni qué hablar si algunas de las maravillosas medidas que hoy rigen para el feliz pueblo argentino, hubieran tenido oportunidad de volcarse también en apoyo de las clases populares malvinenses. Como la asistencia económica a las madres, los niños y los ancianos, la energía a precio de regalo, la tarjeta del Nación para aprovechar todas las gangas de los súper y tantas otras ventajas que hoy arroja el simple hecho de ser criollo. Más aún, hasta podría haberse hecho llegar a las islas, en las vísperas comiciales, a alguna alegre delegación de barrabravas, para animar a esa gente que vive tan aislada de las cosas buenas del mundo, así como recrear una “Saladita”, de modo que pudieran contar, también allí, con las marcas más famosas, maravillosamente truchadas en talleres clandestinos. Además, si acá estuvimos casi a punto de tener un tren bala, seguramente con el mismo ímpetu y generosidad se podría haber ofrecido a los malvinenses un túnel trasatlántico para unir las islas con el continente y hasta un puente aéreo con el carnaval de Gualeguaychú. Dos ofertas incomparables que, con seguridad, hubieran volcado el voto de los indecisos (si es que aún los hubiera), a favor de los intereses nacionales. En consecuencia, ¿es correcto decir que la votación de los malvinenses fue contraria a la Argentina y favorable al imperio? De ningún modo. Si a pesar del fraude inglés un 1,2% de los malvinenses se inclinó por nuestros colores, está bien claro que de haberse dado oportunidad al gobierno de la Señora de intervenir en los comicios, los hubiéramos ganado “por afano”, como suele decirse en la tribuna. O sea que una vez más, perdimos, pero sin duda alguna aquí también fuimos los campeones morales. “Y como El Apache siga haciendo goles en Inglaterra –dijo muy serio el reo de la cortada de San Ignacio- ni le cuento si un día son los ingleses los que tienen que decidir entre su país y el nuestro. Fija que ganamos por afano”.

domingo, 10 de marzo de 2013

Circo criollo LA ENFERMEDAD QUE NO CESA La sospecha de que el cáncer que llevó a la tumba al comandante Chávez le fue ocasionado, de algún modo tan secreto como perverso, por el imperio, no es una idea antojadiza que se le haya ocurrido porque sí nomás al presidente Evo Morales, de Bolivia. Que a un hombre sano y joven, como el Comandante, le haya brotado de golpe un mal tan terrible y definitivo, alienta esa sospecha, máxime cuando lo mismo le ha pasado a otros mandatarios latinoamericanos que no comulgan (y lo bien que hacen) con los mandatos de Washington. Pero lo terrible de esta situación es que no sólo tumores andan esparciendo los yanquis y sus cómplices por estas tierras. Y un caso que confirma este supuesto es, precisamente, la Argentina. Donde la Señora, por fortuna, no padece ningún mal terrible que permita temer un pronto desenlace, pero que igualmente se ve aquejada, tanto ella como sus colaboradores, por un extraño mal que no puede sino ser inducido desde el exterior para causar daño a esta república latinoamericana y rebelde. Porque, en efecto, sólo de un alto grado de enajenación, inducido con artería por algún agente maligno venido del exterior, puede provenir la sarta de disparates, que desafían no sólo las leyes sino el más que simple sentido común, que se han venido manifestando en los últimos años, confundidas como medidas o propuestas de gobierno. Y no cabe ya hablar de aquel legendario tren bala que habría de unir la Capital Federal con Rosario, que bien pudo haber sido nada más que una chanza; pero no puede decirse lo mismo, por ejemplo, de la alteración grosera de los índices de precios; de la pretensión de aumentar el comercio con Angola llevándole una réplica de La Saladita; de la fundación de una agrupación partidaria juvenil y revolucionaria denominada La Cámpora, cuando el finado era acaso el más obediente de los servidores del General, que solo usaba la izquierda para empuñar el tenedor; o de este intento de dilucidar por fin el caso de la AMIA, enviando a Teherán una delegación presidida por el ministro Timerman, cuando se sabe que los presuntos autores del atentado son funcionarios y que quien preside Irán no sólo niega el holocausto sino que está empeñado en destruir Israel de la peor manera posible. Y por no abundar en más pruebas de la sospechosa enajenación que embarga al gobierno de la Señora, acaso sea suficiente señalar el último engendro pergeñado por el ministro de Comercio: una tarjeta, única, es decir, que se termina con todas las demás, emitida exclusivamente por el Banco de la Nación, para hacer las compras en los supermercados, como un medio aparentemente infalible para controlar la suba de precios. Y que, de paso, va a reventar a los demás bancos. Si a todo esto se agrega que parece creerse, en serio, que terminando con el predominio de Clarin en los medios gráficos y audiovisuales, la Argentina se convierte en el paraíso sobre la Tierra, el kirchnerismo en la fórmula del éxito de aquí a la eternidad y los Kirchner en una dinastía como la de los faraones, no puede menos que concluirse que un grave mal le ha sido inoculado, quién sabe por qué medios, a quien preside hoy los destinos del país. “Mire maestro –dijo concluyente el reo de la cortada de San Ignacio- si con todo el changüí que le está dando la Señora, la oposición sigue al garete, entonces habría que advertirles a los yanquis que pararan la mano con los microbios, porque no sólo están volviendo locos a los K, sino también a la contra”.

sábado, 9 de marzo de 2013

Viajero del dolor Como todos los años para esta fecha, como representante de la firma en la Argentina, me embarqué en un Airbus de Lufthansa, ocupé un asiento en clase ejecutiva y me trasladé a Frankfurt para asistir a la fiesta anual de la compañía. Y reitero que lo hice en business class y no en primera, como viajan los alemanes cuando bajan a Buenos Aires, porque esa es la costumbre: ellos la gran vida y nosotros, los sudacas, un poco menos, no vaya a ser que nos acostumbremos. Pero en este caso, debo admitirlo, la diferencia se pagó sola gracias al personaje con el que compartí el vuelo. Cuando entré a la cabina él ya estaba instalado y no había nadie más. Nos dirigimos un breve saludo, ambos en alemán y eso fue todo. En cuanto el avión despegó el tipo se acomodó bien en su asiento, se colocó los audífonos y minutos después estaba durmiendo y roncando. Lo observé bien entonces, ya que yo tardo en dormirme en los aviones y jamás lo hago antes de que sirvan la cena. Era un hombre mayor, tal vez de más de setenta años, gordo, calvo, alto a juzgar por el largo de sus piernas y seguramente también muy nervioso, porque ni aún dormido dejaba de moverse y de gesticular. Cuando llegó la hora de la cena la azafata lo despertó. Tardó un poco en reaccionar pero finalmente lo hizo, pidiéndole primero un relato pormenorizado de lo que habrían de servirle y luego agregándole no se cuantas recomendaciones, en un alemán atropellado, acerca de cómo debía condimentarse su comida porque sufría de tal cosa y de tal otra. Cuando terminó y la azafata salió después de haberle prometido que todo se haría según su gusto, se dirigió a mí, siempre en alemán, explicándome lo que ya le había explicado a ella. Pero en mitad de su perorata, que yo atendía sólo por educación, se detuvo un instante, me miró con más atención y me dijo, en un castellano claro, aunque algo teñido de acento alemán: “¿Usted es argentino, no?” Y cuando yo asentí –qué otra cosa podía hacer- agregó, para mi sorpresa: “Yo también”. Y se rió como sólo pueden hacerlo los alemanes viejos y gordos o como lo hacía Sidney Greenstreet en El halcón maltés. Nuevamente por educación, sólo por eso, le mostré mi asombro, ya que imaginaba, como efectivamente ocurrió, que detrás de esa revelación se vendría una catarata de historias personales que a mi me aburrirían y que, acaso también, me arruinasen la cena. Pero no ocurrió así, sino todo lo contrario. La historia que me contó ese falso alemán, cuyo apellido, como el de tantos criollos, sonaba a polenta y tallarines, me resultó tan sabrosa que hasta podría decir que justificó el viaje anual a la sede de la compañía. Aún sabiendo, como era irremediable, que la fiesta sería tan desabrida como siempre y solo generosa en discursos, así como en cerveza, excelente, y en vino del Rhin, no tanto. Mi ocasional compañero de viaje era ingeniero. Se había recibido en la UBA hacía muchísimos años, con excelentes notas. Y así como se recibió se marchó del país, para escapar, como tantos otros, de la pesadilla peronista. Primero a Francia, a Burdeos, y luego a Alemania, la Occidental, donde ingresó a una compañía de renombre internacional bien abajo en el escalafón y donde escaló todas las jerarquías hasta jubilarse como director. En total, 50 años, en los que también se casó, con una alemana, tuvo un par de hijos, uno de los cuales está en España y el otro en China, enviudó y se retiró a vivir en un pequeño pueblo próximo a Hamburgo, cuyo nombre me dijo pero lo olvidé. Durante ese medio siglo viajó muchas veces al exterior, pero jamás volvió a la Argentina. Aunque supiera, porque siempre estuvo al tanto de todo lo que ocurría en su patria, que ya no existía Perón y, últimamente también, que el país transitaba, mal que bien, por los caminos de la democracia. Y me aseguró que en todos esos años jamás de los jamases, fue víctima de la nostalgia ni estuvo a punto de regresar. A lo que ayudó, sin duda, que sus padres hubieran muerto y que ya no le quedaran parientes en el país. Pero otra cosa, muy distinta, le pasó en su interior cuando se retiró a vivir en ese lugar del país próximo a las heladas aguas del Mar del Norte. Que no lo había elegido porque si, sino porque había estado muchas veces veraneando allí con su mujer y allí habían comprado un chalecito con jardín y arboleda. Pero una vez que quedó solo, que veía a sus hijos y a sus nietos muy de cuando en cuando y que los crudos inviernos se le hacían eternos, la cosa empezó a cambiar. Y la nostalgia por el país en el que había pasado la niñez y la primera juventud le fue creciendo de adentro y algunas noches hasta había soñado que se encontraba otra vez allí. En su barrio que, recordaba, se llamaba Caballito; en su casa de la calle Guayquiraró, en la calle Mocoretá donde vivían no recuerdo qué mellizas, en la calesita de la esquina de Guayquiraró y San Eduardo, en el conventillo de la vuelta de su casa, donde se hacía de todo, desde ricota hasta colchones. Y desde ya, en aquellos pibes con los que jugaba a la pelota en la calle. El hombre, que se mostraba emocionado al evocar a su barrio, estuvo a punto de ponerse a llorar. Pero se serenó, se tomó un respiro, se pasó un pañuelo por los ojos y, algo más calmado, prosiguió su relato. Finalmente, me dijo, no pudo más. Y un buen día, luego de comunicárselo brevemente a sus hijos por e-mail, compró un pasaje de avión y se largó, solo, para Buenos Aires. “Ah –lo interrumpí- y ya se vuelve. ¿Cuántos días estuvo? ¿Un mes? No. ¿Dos?”, interpreté por el gesto que me hizo con los dedos. “Si –me respondió- dos, tan sólo dos días”. Como no podía creer que un tipo que había llegado a extrañar tanto a su país de origen, que soñara con volver al barrio que lo vio nacer, hiciera semejante viaje para volverse prácticamente al día siguiente de haber llegado, le pedí que me lo explicara y con detalles. A lo que, con esfuerzo, como quien se ve obligado a emprender una tarea que casi lo supera y lo agota, se sometió. Pero, un detalle nada desdeñable, sin volver a mirarme a los ojos, sino con la vista clavada en el techo del avión, como quien, a la vez que confiesa un crimen atroz, pide explicaciones al Señor. “Verá –me dijo- llegué anteayer a media mañana y sin tener reserva ni nada, hice que me condujeran al Plaza, que era el único hotel de Buenos Aires del que me acordaba. Y además sabía que estaba sobre la famosa calle Florida. Me alojé allí, almorcé y luego salí a pasear por los alrededores: Florida, Lavalle, Corrientes. Le confieso: no me gustó. Nada que ver con lo que recordaba de los años 50. Después de cenar me fui a dormir temprano, porque me reservaba para el gran plato del día siguiente: volver al barrio, al Caballito de mis amores de pibe. Estaba tan desarraigado que tuve que comprarme una guía para saber cómo tenía que hacer para llegar hasta allí. Estudié el itinerario y ayer, a la mañana, después del desayuno, me encaminé hacia allá. Los grandes caserones se habían transformado en galerías o en edificios de departamentos. Ya no había potreros ni calesitas. Pero todavía estaba la escuela, la casa del rico del barrio, los plátanos, el buzón de la esquina. Caminé hasta el hospital, me paré en la vereda donde había estado mi casa y donde ahora había un jardín de infantes, me asomé a la panadería, donde ya no estaba el viejo panadero gallego y tampoco sin duda sus famosas bolas de fraile, ni los frascos con caramelos media hora. Por fin me detuve y esperé, para ver si distinguía a alguien conocido de mis tiempos. Pasó una vieja, que me miró con desconfianza. Un par de muchachos, un tipo en bicicleta, un viejo que me pareció conocido, pero no. Y así desfilaron tipos viejos y jóvenes, muchachas, pibes, gente con perros, otro que llevaba un gato en brazos. Pero conocido, nadie. Y en eso, cuando menos lo esperaba, cuando ya me estaba yendo del barrio y pensaba en las nuevas excursiones que haría por la ciudad, por Palermo, por la Boca, por Recoleta, apareció un viejo por la esquina, llevando dos grandes bolsas de supermercado. Lo observé detenidamente, me acerqué a él caminando despacito y cuando lo tuve más cerca, exclamé, ¡Pocho!, ¡Pocho Criscuola! ¿Sos vos, no? Y me dirigí derecho a abrazarlo. Aquí hizo aquí una larga, larguísima pausa y emitió un también prolongado suspiro, sin dejar de mirar al techo del Airbus. ¿Y?, lo animé. Ni dio vuelta la cabeza para mirarme. Pocho Criscuola, volvió a decir y emitió un largo suspiro. Al cabo del cual y sin dejar de mirar el techo, como si buscara una explicación en el espacio infinito, regresó al relato. Era él, prosiguió, no cabía duda, aunque Pocho siguiera mirándome como si yo hubiera aterrizado de Marte. Y entonces comencé a abrumarlo con datos, para lograr su reconocimiento. ¿No te acordás de mi, le dije? Del Coco, del que vivía al lado de tu casa, el que iba a la escuela con vos, el que se sentaba en el banco de atrás; ¿no te acordás que nos peleamos un día por la rusita del conventillo? ¿Cómo se llamaba? ¿Miriam? ¿Y de aquel día, cuando nos rateamos de la escuela y nos fuimos al cine a ver la de Dick Tracy? ¿Y de aquella vez, cuando con el Colorado Moura nos enfrentamos a la barra del pasaje San Sebastián? Yo le hablaba –prosiguió-, le tiraba datos, anécdotas, personajes y este infeliz sólo me miraba y parpadeaba. Hasta que, de pronto, su mirada primero se iluminó y luego sus ojos se hicieron chiquitos, clavándolos en los míos.. ¡Caramba!, me dije, por fin me reconoció, a mi, a su viejo amigo, a su compinche de correrías por el barrio, con el que jugaba a la bolita, al balero, al yoyó… Y si, Pocho, Pocho Criscuola, después de haberme mirado fijo un largo rato y de dejar una bolsa, una sola, en el suelo, levantó ese brazo libre, me apuntó con su dedo índice y me dijo, así textual, terminante: Ah, si, ahora te reconozco. Vos sos el Coco, el Coco Bevilacqua, ¿no? Asentí, qué otra cosa iba a hacer si finalmente, quien fuera mi amiguito de la infancia, mi compañero de banco, me había reconocido. Y el siguió, como si se le fueran abriendo los recuerdos. Si, dejame, ya te saco…. Y dejando la segunda bolsa en el suelo, ahora con las dos manos libres, dirigió los dedos índice hacia mi, rígidos, concluyentes y me dijo, él, justamente él, con quien había compartido tantas cosas en la infancia: Si, vos sos el Coco Bevilacqua, aquel gordito patadura que siempre mandábamos al arco. Si, sos vos. Y agregó, como si fuera la único rescatable de aquellos años de infancia compartida: Coco, troncazo, si habremos perdido partidos por culpa tuya… Y después de haber dicho eso, de haberme basureado como lo hizo, humillándome, me abrazó y hasta pretendió que yo le contara qué había hecho de mi vida, dónde había estado viviendo y qué se yo cuántas cosas más. Se la hago breve, agregó después de una larga pausa, apenas le conté un par de cosas y sin ganas de seguir hablando con semejante idiota, le dije chau y me volví al hotel, dejándolo como un muñeco aturdido allí, con sus dos bolsas en el suelo y con el gesto de no entender por qué no quería seguir conversando con él. Llegado a ese punto angustioso de su relato el señor Bevilacqua calló y cerró los ojos, no como quien se dispone a dormir sino, me pareció a mi, como quien está deseando morirse. Pero al fin de una larga, larguísima y angustiosa pausa, volteó la cabeza hacia mi y me preguntó: ¿Usted, qué hubiera hecho en mi lugar? Yo –siguió- me sentí como si ese enano viejo e insignificante, ese ser casi anónimo con el que había compartido la infancia, me hubiera baleado, me hubiera asestado un tiro en el pecho. ¿Usted se da cuenta? Cincuenta años de ausencia, me reencuentro con este infeliz y él, de lo primero, de lo único que se acuerda de mi, es de que yo era un tronco, un inútil, un crudo, jugando a la pelota. Y que por eso me enviaban al arco. Después de eso, ¿qué más podía hacer? ¿Una excursión, un paseo en bus por la ciudad, ir a ver la casa de Gardel en el Abasto? No señor, lo único que me quedaba por hacer era lo que hice. Me volví en un auto al hotel, desde allí contacté a la agencia de viajes y reservé un asiento para regresar a Alemania al día siguiente. Aunque tuviera que pagar clase business, como hice, a pesar de lo caro que me salió. Se calló, me miró de reojo y al fin me hizo la pregunta que yo más temía: ¿Y usted qué hubiera hecho? ¿Se hubiera quedado si hubiera estado en mi lugar? Lo vi tan compungido que no me quedó otra que solidarizarme con él. Me estiré para tocarle el brazo y consolarlo transmitiéndole mi afecto. Y le dije, imprimiendo a mis palabras la mayor dosis de sinceridad que me fue posible: No lo dude, si a mi, después de cincuenta años de no verlo, alguien me recuerda como el gordito al que mandaban al arco, no se si hubiera sido tan indulgente como usted. Ese tipo, por decir lo menos, no tiene perdón de Dios. Y usted hizo muy bien en dejarlo ahí, parado en medio de la vereda. Me miró como para saber si me estaba burlando de él y luego dio vuelta la cara. No volvimos a cruzar palabra hasta la mañana siguiente. Y fue tan solo la formalidad del adios con que se despiden dos tipos que nada sabían ni nada sabrán el uno del otro hasta el fin de sus días. Igualmente, a mi me hubiera gustado conocer a Pocho Criscuola y quien sabe si, cuando vuelva, no me doy una vuelta por Caballito con la esperanza de verlo y que me cuente las historias de este patadura. Si de sólo verlo como yo lo vi y de escuchar todas las pavadas que me dijo, me imagino que lo dejarían jugar sólo porque era el dueño de la pelota.

sábado, 2 de marzo de 2013

Circo criollo HASTA LA VICTORIA, CASI SIEMPRE ¿Y el año que viene, qué? Supóngase por un breve momento que en el curso del presente ejercicio la señora Presidenta consigue dominar el Consejo de la Magistratura y convertir a Clarín en una simple hoja de papel sin lectores. Llegados a ese punto ¿se habrán colmado todos los deseos de la señora y estará dispuesta a entregar mansamente el poder a quien sea, al término de su segundo mandato? No es necesario ser Nostradamus y ni siquiera taquidactilógrafo recibido en Academias Pitman, para suponer, con todo respeto, que de ningún modo las cosas pueden suceder así. Es más, muchos de cuantos hoy forman parte del elenco estable de la Rosada y contribuyen a la rutina injuriosa contra los opositores, es muy factible que tampoco se cuenten entre los vencedores del elenco de Cristina. Aún cuando hayan demostrado la mayor de las lealtades peleándose a muerte con sus adversarios, aceptando insultos y humillaciones y aplaudiendo con una sonrisa beatífica cada vez que la señora hablaba. Lo que no es poca hazaña, dadas las veces que lo hizo. Es decir, hay muy buenas razones para suponer que este gobierno no va solamente por la re-re-reelección. Y que tal vez lo que pretende es algo así como la vida eterna en el sillón del morocho Rivadavia, la propiedad de la Rosada y de sus alrededores de aquí a la eternidad y, por añadidura, la pax romana. O lo que es casi lo mismo, a los vencidos, ¡ni esto! (Expresión que, como se sabe, va siempre acompañada por un gesto tirando a grosero). Pero hay más. Porque todos los que hoy están a bordo porque son “del palo” y vienen tirando del carro sin importarles humillaciones, pérdidas de amigos y hasta chanzas que les dirigen sus subordinados a la hora de la leche, están convencidos de que seguirán en la nave insignia una vez que se obtengan todos los fines por los que han luchado a brazo partido por y con la señora. Sin embargo, es hora de sacarlos de sus sueños y enfrentarlos con la verdad. Acá el triunfo, el dulce de leche de la victoria, que sin duda va mucho más allá de otro mandato y del aniquilamiento de los Magnetto, los Scioli, de los Massa y demás pequeños escollos, no será compartido por todos los que hoy están a bordo. Todo apunta a que el grito de guerra final, el que marcará el triunfo de la causa, no será otro que: ¡a los viejos ni justicia! (Versión adaptada de la graciosa expresión que el buenazo del General Perón dirigió, no a los jovatos sino a sus enemigos). El camporismo militante, que hoy tiene al frente a personajes de guiñol, como Máximo, y la presencia dominante de una abogada exitosa que no esconde sus millones, promete transformarse entonces en un “vamos por todo” y for ever, con olor a los 70. Que será cubierto, no por tipos como aquellos que, al fin y al cabo, arriesgaban su vida y tenían enfrente uniformados que no se detenían en detalles, sino por jovencitos de buena presencia y educación universitaria que, a cero riesgo, apuntan hoy a conseguir y disfrutar lo que los montos no pudieron. El reo de la cortada de San Ignacio preguntó: “¿Usted cree, maestro, que este muchacho Moreno seguirá o lo rajarán por la edad?” “Pero cómo lo van a dejar –le respondieron-. ¿O no se acuerda que le puso al pan un precio máximo de 2,80 y hoy está a más de 14 mangos el kilo?”. “Bueno, respondió el reo, si vamos a entrar en pequeños detalles, tiene razón. Pero fíjese, en cambio, qué bien le va con el dólar. ¿O no?”

viernes, 1 de marzo de 2013

Circo criollo ¿LLEGÓ EL AMOR A LA ROSADA? La versión de que existe o habría existido, un romance entre la presidenta de los argentinos, Cristina Fernández y el juez español, Baltasar Garzón, no ha sido bien recibida en medios oficialistas. Acaso por la repercusión que la supuesta noticia, recogida de medios ibéricos, tuvo en medios locales de la oposición. Lo que, por decir lo menos, es un error. Porque qué cosa más grata podría ocurrirle a la señora, que acaba de cumplir los 60, que un letrado tan famoso como el doctor Garzón (que, por otra parte, tampoco se cuece en un hervor), festejara a la señora y hasta pensara en proponerle matrimonio. La reacción negativa ante esa noticia y hasta el hecho de atribuirle connotaciones conspirativas, hablan muy mal del estrecho círculo que rodea a la señora. Porque salvo que alguno de ellos pretenda también apoderarse de su corazón (y de ahí la bronca ante la irrupción inesperada del hispano) no se entiende porqué negarle a la señora la dicha de tener, a su edad, un pretendiente de los kilates de este hombre. Aunque tal vez esta reacción tan intempestiva e ignorante de que hay cosas del corazón que la razón no entiende (y, por lo mismo, mejor no meterse con ellas), tenga su origen en sentimientos más bajos y despreciables. Porque ya se sabe que la Señora está allá arriba pero que no está sola. La rodean colaboradores íntimos, ministros, secretarios, parientes, amigos de fortuna, aprendices de funcionarios y de políticos, cientos de miles de empleados públicos, directores de empresas, sindicalistas asociados, periodistas adictos y demás, que no sólo están allí para servirla en lo que se le ocurra mandar, sino que tienen depositada en ella casi todas sus expectativas de vida. Un buen empleo, algún vuelto, auto con chofer, presencia en la TV, una banca en el Congreso, la posibilidad de ir más arriba y hasta la ilusión, siquiera en un puñadito de seguidores, de que efectivamente están haciendo cambios fundamentales en el país, que apuntamos a potencia hemisférica y que esto se va para arriba. Y en este contexto peliagudo ya no es bueno que haya dicho, como acaba de hacerlo al inaugurar el nuevo período de sesiones del Congreso, que no habrá reforma constitucional, lo que echaría por tierra la posibilidad de un tercer mandato y, por consiguiente, del ¡viva la pepa! de un montón de seguidores. Aunque ya se sabe que promesas de este tipo bien pronto pueden olvidarse y volver por la re-reelección, si las circunstancias lo hicieran aconsejable. Habida cuenta de que no sólo la calle puede ser dura, sino que la Justicia, sin tercer mandato, puede ponerse molesta. Pero por eso mismo es que a algunos puede preocuparles, mucho más que la promesa de que no habrá reforma constitucional, el hecho de que aparezca un fulano, le robe el corazón, se case con ella, le saque este berretín de gobernar hasta que las velas no ardan y los que viven del “relato” y pensaban vivir de él hasta la senectud propia y de sus hijos y nietos, mañana se queden colgados de la palmera mientras ella disfruta de una segunda luna de miel, de compras en El Corte Inglés. “Yo lo creo –dijo categórico el reo de la cortada de San Ignacio-. Y le digo más. Si no se casa y larga igual la Presidencia, que me dijeron que ya la tiene aburrida, fija que puede hacer carrera en la TV. Como la Mole Moli ¿vio? O como ese mozo Fort”.

viernes, 22 de febrero de 2013

Adolfo, el de las bromas pesadas Mi nieto Lucas, que andará por los diez o los once años, debe haber estado hurgando en mi colección de “Selecciones”. Porque el otro día, cuando me estaba afeitando, me preguntó: “Abuelo ¿vos también tenés algún personaje inolvidable?” Lo miré un rato al mocoso sin saber qué contestarle y al final, para sacármelo de encima, le dije que sí, que tenía uno, que después, cuando terminara de rasurarme le iba a contar, confiando en que algo se me habría de ocurrir. Lo que no fue necesario porque se puso a jugar con la computadora y se olvidó de su abuelo y de lo que le había prometido, para entregarse a una lucha a muerte con unos muñecos virtuales verdaderamente feos y malos. Pero esto me dio ocasión de rebuscar en mi memoria y reconocer que, efectivamente, tengo mi personaje inolvidable. Y no precisamente porque haya sido un ejemplo para nadie, ni un ser maravilloso, como los de “Selecciones”. Lo traté en la adolescencia y desde entonces no he sabido de otro tipo más ingenioso que él a la hora de urdir maldades y de hacer bromas pesadas. Por lo que pienso que si alguien no lo liquidó de un tiro o terminó linchado por el vecindario, tal vez haya llegado a viejo hecho una celebridad. Acababa yo de cumplir los 17 y me aprestaba a iniciar el quinto año del nacional, cuando a mi padre, que andaba flojo de trabajo, le salió uno muy particular: administrar un campo. Pero no aquí nomás, en la provincia de Buenos Aires, sino bien al norte, en el Chaco, en esa zona caliente, húmeda, donde una temporada llueve como para ahogarse y a la siguiente hay una sequía espantosa; mal de caminos y floja, muy floja de colegios. Lo que se constituyó en el principio de todo lo que vendría después. Porque en el pueblito al que tenía que ir a parar la familia, ya que el campo no tenía casa, había, mal que mal, una escuela. Por lo que mi hermanita, que por entonces andaba por el quinto o el sexto grado, no habría de tener problemas. Pero yo si. Y entonces a mi viejo no le quedó otra que aceptar que la familia se dividiera: ellos tres, en el pueblo y yo en la capital de la provincia, solo, en una pensión, para cursar el quinto año del nacional, separado por más de cien kilómetros de tierra de la familia. Cuando los vi alejarse, en el viejo Ford 47, con mi mamá asomada a la ventanilla, secándose las lágrimas con un pañuelo, y a mi hermanita saludándome desde la luneta trasera, el corazón se me encogió. Pero mucho peor fue cuando me vi a mi mismo, solo por primera vez, en aquella pieza de la pensión del turco más miserable que habría de conocer en mi larga vida. Una pieza espartana, que por todo mobiliario tenía una cama de hierro, una mesita de luz que amenazaba tumbarse, un roperito destartalado, una silla y una mesa insignificante. No tenía baño, por lo que había que hacer turno ante el que estaba en el pasillo para bañarse y demás necesidades. Pero sí había en la pieza una pequeña pileta con una única canilla. Pero la primera y única vez que acudí a ella, en lugar de agua de allí salió un chorro espeso de barro, por lo que deduje que estaba de adorno, por más que el turco ponderara su presencia como un detalle inigualable de confort cuando nos alquiló la pieza. Además, la pensión estaba en un primer piso, sobre un cine. Así que tanto al atardecer como a la noche y en especial los sábados y los domingos, los gritos y las carcajadas de los espectadores y el parloteo en inglés de aquellas películas americanas en blanco y negro, no me dejaban ni dormir ni estudiar. Por lo que me iba a la calle, a una plaza, donde me comían los mosquitos. En el colegio no me fue tan mal como con el turco. Un poco porque eran buenos muchachos y otro poco porque al primero que me quiso cargar, porque era porteño, lo senté de culo embocándole un cross de izquierda. El golpe que mi viejo me había enseñado, tal vez porque se había comido muchos cuando practicaba box como aficionado. Y además, ese golpe tuvo otras consecuencias, aparte del prudente respeto por mi pegada: me atrajo la atención de quien era el líder virtual de la clase. Quien es hoy, de manera indiscutible, mi personaje inolvidable. Adolfo (yo creo que el nombre se lo puso el padre en homenaje a Hitler), de quien no daré el apellido, no sea que viva aún, era rubio, blanco, no muy alto y de ojos negros y achinados, resultado de la unión de un alemán con una paraguaya. Físicamente no tenía nada que lo destacara: no era el más fuerte, ni el más rápido y tampoco era el mejor alumno. Pero en lo que superaba a cualquiera de nosotros era en su don para ejercer, con toda naturalidad, la maldad y la picardía. Era el de las bromas terribles, como engomarle el asiento a la profesora de matemáticas, liberar en clase una víbora de aspecto siniestro o hacer estallar un petardo en medio de una procesión. Y era también el tipo ingenioso, el que era capaz de arreglar cualquier cosa, desde una radio hasta un reloj, el que sabía de autos y de máquinas y el que se desvivía por estar al tanto de todos los adelantos que se producían en el mundo. En la casa de su padre, un alemán corpulento, malhumorado y panzón, fue que vi por primera vez un tocadiscos con cambiador automático y un grabador Geloso a cinta. Y precisamente estos dos aparatos resultarían clave para que Adolfo el maldito consumara la obra maestra de su ingenio perverso. Los primeros fines de semana en aquel pueblo grande fueron profundamente tediosos. Una de las pocas diversiones a mi alcance era el cine, algo que para mi era como no salir de la pensión. Por lo que cuando Adolfo, sabiendo del aburrimiento que me consumía los fines de semana, me invitó a que compartiera un espectáculo que se daba todos los domingos al anochecer en la más importante confitería de la ciudad, acepté de inmediato. La denominaban algo así como “la noche de los aficionados”. Y allí, cualquiera que presumiera de cantor, de chistoso o de payador, podía contar con un escenario, un micrófono, un público resignado a divertirse con muy poco y hasta con la colaboración de un par de guitarristas (que calculo que estaban allí por la ginebra), dispuestos a arremeter con lo que fuera. Para lo que bastaba con darles el pie y ellos después se las ingeniaban, más o menos, para acertar con la melodía. Y así pasaban el cantor o la cantora de chamamés, de tangos o de boleros, el imitador de alguien de la radio, la recitadora y tantos otros a los que se aplaudía o se chiflaba, según el ánimo que imperase aquel día y la cantidad de cerveza ingerida por el respetable público. Nosotros, los del quinto año nacional, solíamos ir casi todos juntos y no a escuchar a nadie sino a reírnos de todos ellos, así fuera que los aplaudiéramos o los silbáramos sin conmiseración. Y la cosa hubiera seguido así, rutinaria, si no fuera que después de escuchar a un intérprete espantoso del repertorio de Gardel, un paisanote ya mayor que venía del interior de la provincia, Adolfo tuvo una idea de esas que sólo a él se le podían ocurrir. Un domingo, al cierre ya del show y con su mejor cara de tipo serio, se apersonó al paisano no bien éste bajó del escenario y luego de elogiarlo efusivamente le dijo, así, de caradura, que era su admirador y que quería tener un recuerdo de él. Y que como sabía que aún no había grabado ningún disco, él se proponía traer al boliche, el próximo domingo, su grabador Geloso, para tener para siempre el registro del cantor que admiraba. Al paisano, que apenas si tendría idea de lo que era ese aparato, la idea lo emocionó. Por lo que el encuentro terminó con un abrazo y con el pobre tipo firmándole una servilleta de papel a su admirador, como si se tratara de una verdadera estrella. Pero eso no fue todo. Ya se separaban cuando Adolfo volvió sobre sus pasos, como quien se ha olvidado de algo muy importante y le hizo un pedido personal: que el próximo domingo abriera su presentación cantando “Mano a mano”, que era la canción que más le gustaba de su repertorio. El paisano le dijo naturalmente que si y es seguro que esa noche, en su rancho, le habrá costado dormir sabiendo que tenía un fan como las estrellas del espectáculo y que su voz habría de ser grabada, como la del mismo Carlitos. Y llegó el domingo. A pedido de Adolfo e ignorando todavía lo que pensaba hacer, esa noche llegué temprano a la confitería y al primero que vi fue, precisamente, a él bajando un bulto y luego otro del Rastrojero de su padre. Uno no podía ser sino el Geloso. ¿Y el otro? Cuando se lo pregunté me hizo señas de que me quedara callado. Una vez adentro del boliche sacó el grabador de la caja, lo puso sobre una mesa, frente al escenario y lo enchufó, dejándolo listo para funcionar. Y luego, tras asegurarse de que nadie lo estuviera mirando, tomó la segunda caja y se dirigió con ella a un lugar que seguramente ya tenía pensado: detrás de unas plantas y a unos pocos metros del escenario. Allí puso una silla, abrió luego el paquete y sobre ella depositó el tocadiscos. Lo enchufó y, por último, colocó en el aparato, suspendido sobre el plato giratorio, un negro disco de vinilo de 33 rpm. Y sólo entonces, ya satisfecho de su labor, me dio las instrucciones. Cuando el paisano haya terminado de cantar, me dijo, yo me voy a levantar y me voy a colocar junto al Geloso, como esperándolo. Y cuando él haya bajado del escenario y venga hacia mi, vos te vas a venir hasta aquí, donde está el tocadiscos y vas a esperar que yo te haga una seña. La seña va a ser ésta (se rascó la oreja derecha) y cuando la veas, vos tenés que hacer solamente una cosa: mover esta perilla de aquí para acá. Nada más. La movés, te asegurás que el disco caiga y te venís enseguida con nosotros. ¿Y?, le pregunté, ¿qué va a pasar? Ya vas a ver, me respondió enigmático y se acomodó en la mesa más cercana al escenario aún vacío. Aquella noche el espectáculo transcurrió como siempre. Lo abrió una cantante folklórica, después un acordeonista que nos aburrió con marchas y chamamés, le siguió un prestidigitador al que se le caían las cosas, una recitadora, un dúo que no perdonaba ningún bolero, un cordobés realmente muy chistoso y, por último, el cantor gardeliano. Que, como ya nos había adoctrinado Adolfo, fue aplaudido por nosotros como si fuera el mismísimo Gardel redivivo. Pero además el hombre, emocionado, anunció que esa noche habría de esmerarse porque un alumno del colegio nacional lo iba a grabar, lo que provocó que se redoblaran los aplausos y los vivas. Y efectivamente, Adolfo se levantó de su asiento, se acercó al grabador y tras ponerlo aparentemente en funcionamiento, le hizo señas al paisano para que arrancara. Y este lo hizo, según lo convenido, con “Mano a mano”. Fue, seguramente, la presentación más larga, emotiva y aplaudida de su vida. A “Mano a mano” siguió “Lejana Tierra mía”, “Leguisamo solo” y hasta se atrevió con “Rubias de New York”. Y cada vez que concluía una canción le dirigía una mirada de inteligencia a Adolfo que este respondía con el pulgar en alto, como dando a entender que la grabación andaba de maravillas. Al fin, llegó el gran momento. Tras un aplauso cerrado y gritos de entusiasmo que encabezamos nosotros, los del quinto nacional, el paisano cerró su actuación, agradeció sacándose el chambergo y agitándolo como una verdadera estrella y, luego de saludar a los guitarristas que lo habían acompañado, se bajó del escenario y se dirigió hacia donde estaba Adolfo con su grabador. Adolfo me hizo un gesto y yo, obediente, me levanté y, tratando de pasar inadvertido, fui a cubrir mi puesto junto al tocadiscos. Y desde ahí, semioculto por las plantas, pude ver cómo Adolfo, luego de darle alguna explicación al cantor, se disponía a poner en marcha su fantástico aparato con el registro de la voz del cantor gardeliano. Todos los asistentes guardaron un silencio religioso. Iban a presenciar, por primera vez, el resultado de una grabación hecha en vivo, allí mismo, en la principal confitería de la ciudad. Adolfo se encorvó ligeramente y, con todo cuidado, como si estuviera realizando el acto más importante de su vida, puso en marcha el aparato y, a la vez, levantó su mano derecha y se rascó ligeramente la oreja. Entonces yo, de acuerdo con lo convenido, moví la perilla, el disco, hasta entonces en suspenso, cayó sobre el plato que ya giraba, se movió automáticamente el brazo con la púa y Gardel, el mismísimo Gardel, ganó el aire cantando aquello de “Rechiflao en mi tristeza, hoy te evoco y veo que has sido…” como sólo él podía hacerlo. En el salón se hizo un gran silencio; todos quedaron como en suspenso, momificados, lo que yo aproveché para correr hasta ponerme detrás de Adolfo que, con la cabeza agachada sobre el grabador, parecía seguir el paso de la cinta, mientras la voz del Zorzal se elevaba invicta, melodiosa, incomparable. Era una broma, una broma impar, pero sólo eso. Allí, en ese momento, todos deberían haber advertido el truco, el salón debió haberse venido abajo de la risa y el pobre paisano, burlado, enfurecido, debió quizá echarse al cuello de Adolfo con la sana pretensión de estrangularlo. Pero no, no ocurrió nada de eso. Lo que se produjo, tras elevarse la voz de Gardel, fue un gran, un enorme silencio, que casi podía palparse. Nadie se reía, nadie decía una palabra, todos estaban mudos, estupefactos. Todos los que estaban allí creían, como el paisano, que no era Gardel el que cantaba sino quien acababa de hacerlo en vivo. Y el paisano era el más sorprendido de todos. No sólo no podía apartar su mirada de ese aparato milagroso, sino que se mostraba cada vez más convencido y entusiasmado por esa grabación que creía que era la de su propia actuación. Y que esa maravilla musical partía de esa cinta que él veía pasar de un carretel al otro. Pero fue entonces que ocurrió lo impensado, lo terrible. Al paisano lo abandonó de improviso la sonrisa, comenzó a ponerse pálido, los ojos se le agrandaron, le brotó una lágrima, se pasó las manos por la cabeza, por la garganta y al fin exclamó, ya cayéndose al suelo, como fulminado: “Soy yo, soy yo, escuchen, como Gardel, como Carlitos, escuchen, escuchen, como Carlitos…” Y si los que tenía a su alrededor no hubieran atinado a sostenerlo, habría terminado yéndose de cabeza al suelo. Pero no le fue bien. Como no reaccionaba ni lo abandonaba una sonrisa seráfica que hasta entonces nadie le conocía, no quedó otra que llamar a un servicio de urgencia. Llegó una ambulancia, se hizo cargo de la situación no se si un médico o un enfermero y después de repetidos intentos de hacerlo reaccionar, el tipo tiró la toalla y con ayuda de varios de nosotros, se lo subió a la ambulancia y fue a parar al hospital. Al día siguiente, en el primer recreo, todo el quinto año se fue encima de Adolfo. Había corrido la versión de que el pobre paisano había muerto en la cama del hospital y yo, entre muchos otros, se lo reprochamos a los gritos. Pero él no se inmutó. Acabados los improperios y los empujones, llamó con un gesto a la calma, fingió una tristeza tan convincente que hasta los más alborotadores se condolieron de él y, luego de uno o dos minutos de un silencio muy pesado, dijo: “Muchachos, ya se, a mi también me dijeron que murió el pobre paisano. Pero piensen en esto: murió con una sonrisa. Y qué menos. Él, que cantaba para el carajo, se murió pensando que cantaba nada menos que como Gardel”. Ahí volvió el tole tole y no faltó quien lo quisiera golpear. Pero la cosa no pasó a mayores. A pesar de que, cuando el timbre ya llamaba otra vez a clase, se volvió hacia nosotros y, con su cara más seria nos preguntó: “Muchachos ¿no saben de alguno que tenga un yacaré? Lo convencí a un colono sueco que son más guardianes que los perros y me comprometí a llevarle uno”.

jueves, 21 de febrero de 2013

Circo criollo Un dinero mal empleado Hay errores que se cometen desde el Gobierno tal vez por un exceso de bondad con los menos favorecidos por la fortuna y la naturaleza y que se pagan caro, ya que poco o nada suman a los verdaderos intereses del oficialismo; más aún, sólo cabe consignarlos como un derroche que no tiene su contrapartida en ninguna parte, salvo en el bolsillo de los beneficiados. Una buena muestra de ese alegre despilfarro se advierte en la distribución de la pauta publicitaria que, según datos que acaban de conocerse, ha ido en ayuda de los medios que son favorables a la Señora y a su política y no de los que tienen mayor tirada, o son más vistos y escuchados. Lo cual tendría un sentido cabal y utilitario si aquellos medios que ayudan aparentemente a tirar del carro, que no critican ni objetan, que no se ocupan del patrimonio de los que están en el poder y la ven a la Señora siempre guapa y certera, fueran los que más se venden, los que más se ven y los que más se escuchan. Pero aparentemente la cosa es exactamente al revés: los medios que más guita reciben del Fisco son los menos vendidos y populares y los otros, los que reciben monedas o no reciben nada, son los que más penetración tienen en la opinión pública. Lo que implica un contrasentido, salvo que el apoyo ciego a los primeros sea al solo efecto de tirarles unos níqueles a amigos que andan en la mala. Y no porque contribuyan a convencer a la oposición, vendepatria y cerril, como siempre, a que abra los ojos y se entregue al modelo, como debería ser. Dicho de otra manera: a los que hay que convencer es a los opositores, para que su número no aumente y, al contrario, para que enterados de las maravillas que se están haciendo desde el Gobierno, se pasen a las filas oficiales, voten a la Señora y hasta acepten un tercer mandato cambiando la Constitución o lo que sea que haya que cambiar. Algo que, salvo que ocurra un milagro, no va a ocurrir, ya que quienes están empecinadamente en la contra carecen de casi toda posibilidad de saber lo que está haciendo el Gobierno, porque no les llega la propaganda oficial. Aunque aquí, en rigor de verdad, cabe hacer una excepción, ya que muchos de los que no leen los medios oficiales por ser contreras convencidos y empecinados, no se pierden, sin embargo ni una de las transmisiones en cadena protagonizadas por la Señora. Lo cual, según una encuesta, obedecería a una de estas dos razones: su charme, por un lado y, por otro, su gracioso parecido con la actriz que la imita. Pero más allá de que acaso no está bien dirigida la plata en avisos que se destina a medios que lee muy poca gente, lo cierto es que tampoco ayuda a la promoción de estos que la Señora se la pase jeringueando contra los opositores y no mencione jamás a los que son adictos, ya que así fomenta la lectura de aquellos y no conduce, para nada, a que se lean los que tiran a favor. Resumiendo: en materia de medios no sirve andar con medias tintas. O se avisa en los que más venden, como hacen los supermercados, los fabricantes de colchones, las negocios de artículos para el hogar y demás calaña capìtalista, así como todos los que tienen real interés en que les compren algo, o se termina con los medios opositores, como supo hacer muy bien el primer Perón y como hoy lo hacen el compañero Chavez y el no menos compañero Correa. Pero lo fundamental es no seguir tirando la guita, sobre todo cuando comienza a escasear y las elecciones, esa otra invención del demonio, están cada vez más cerca. Al reo de la cortada de San Ignacio se lo vio en el Margot desplegando un diario de los oficialistas. “¿Qué le pasa maestro?, quiso saber uno. ¿Cambió de palo? ¿Ahora está con la Cristina? Cómo se ve que ahora está cobrando una jubileta que es un lujo”. El reo no respondió de inmediato. Volvió a abrir y cerrar el diario que tenía entre manos y al final le preguntó al curioso: “Jefe, ¿a usted le parece que me alcanzará para envolver los tamangos? Les tengo que hacer media suela y taco, porque los vengo usando desde que salí de la colimba”.

lunes, 18 de febrero de 2013

AYER, EN EL 2041 Quienes se detengan hoy frente a la fachada del “Edificio Colossal”, obra de los arquitectos F. Gabbarino y F. Stokes, tal vez se sientan sorprendidos. No sólo por lo pretencioso del nombre, sino también por esa grandilocuente doble ese que apunta a acentuar la sensación de grandeza formidable, ciclópea, que quisieron darle sus constructores. Una suerte de nec plus ultra que el tiempo se ha encargado de desmentir. Porque sus mil y pico de metros de alto ya han sido largamente superados por las moles que se encuentran frente al río, algunas de las cuales pasan largamente los 1500 metros. Sin embargo lo que se ha de tomar en cuenta, frente a esta inscripción pretenciosa, es que el Colossal fue levantado hace ya más de 20 años, cuando edificios de su altura y proporciones gigantescas sólo eran superados entonces por algunos levantados en el Cercano Oriente y en China. Vale decir que, para los standards del país de aquellos años, era realmente monumental. Pero más allá de los metros de altura de esta mole, existen otras razones que de algún modo explican o justifican el nombre que le dieron sus autores. Este edificio se levanta sobre una hectárea, es decir una manzana completa. Reúne unos 10.000 departamentos de tres dimensiones: los pequeños, de 22 metros cuadrados, los medianos, de 40 y los grandes o familiares, de 75 metros. Cuenta además con tres subsuelos para cocheras, capaces de albergar unas 3.000 unidades familiares, más otro millar o más de vehículos menores, pero en los que hoy no se guardarán más de 1.000 de los vehículos mayores, más algunos cientos de bicicletas y motos, la mayoría en desuso y herrumbradas. Lo que se explica porque, para quienes viven en el Colossal, las razones para salir a la calle son mínimas, ya que allí encuentran con casi todo lo que se necesita para vivir hoy en una ciudad moderna. Aparte del shopping (cuyos dueños, sin hacer mayores alardes de imaginación, denominaron El Colosso), que es uno de los más populares de la ciudad, allí se cuenta con una universidad con tantas o más carreras que la oficial; varios colegios secundarios y escuelas primarias; una comisaría, un hospital de agudos, otro de niños, un par de hoteles, dos piletas de natación (una con aguas termales), un teatro, un cinematógrafo (hoy cerrado) y muchas cosas más, como un jardín generoso en orquídeas y otras especies exóticas, un casino, una casa de servicios fúnebres, un crematorio y un templo al que bien podría caberle el título de universal, ya que se presta para el ejercicio de todas las religiones conocidas. (Basta con apretar un par de botones para que la escenografía pase de la cristiana ortodoxa a la católica o protestante, a la hebrea o la musulmana, vale decir, todo el universo religioso o sobrenatural, salvo los cultos o creencias que exigen sacrificios humanos o de animales). Por ello es que aunque la gran cantidad de cocheras hoy luce como excesiva y hasta redundante, durante buena parte del día se encuentran ocupadas, a veces a full, por quienes, procedentes de otros barrios, van con sus vehículos hasta ese edificio con el propósito de hacer compras y trámites, o acuden allí en busca de alivio espiritual o de simple esparcimiento. Pero, suma y sigue, el Colossal también fue pionero en otros adelantos que hoy parecen irrelevantes. El reciclado de las aguas servidas, la energía eléctrica exclusivamente solar, el tratamiento químico de los desperdicios orgánicos y, naturalmente, el servicio universal de wi fi (que por entonces era un bien anhelado por todos). Lo que no agota la cuenta. Pero aparte de todo eso y tal vez de mucho más que escapa a esta enumeración, se cuenta la maravilla de sus ascensores. Los que suman más de 40, a los que se agregan las escaleras mecánicas, que enlazan los pisos más comerciales. Sin embargo lo que el visitante del Colossal no debe perderse de ninguna manera no son tanto los maxielevadores, capaces de transportar hasta 100 personas y que, a las horas pico, suelen circular completos, sino los ascensores individuales y continuos, los que ofrecen, a cero costo para el usuario, una de las aventuras urbanas más atractivas. Quien aún no se haya atrevido a hacerlo, es bueno que sepa que es sencillamente delicioso treparse a uno de ellos y elevarse, en apenas unos pocos minutos, hasta el piso 300 y emerger allí arriba a esa sinfonía de colores que ofrecen los jardines tropicales, el aire puro, la luz natural y también el alboroto de los pequeños en las hamacas y los tiovivos y al encanto de las muchachas de pechos desnudos tomando sol, en cualquier estación, bajo la centena de pantallas solares con que cuentan esas inmensas terrazas. Steve Steve Gómez (quien debe su nombre a que nació el mismo año que muriera el genio de Apple, Steve Jobs), vive en el Edificio Colossal, en el piso 73, número 7348. Su unidad, dado que es soltero y vive solo, es de las más pequeñas pero igualmente confortable. Allí están su cama plegable, la mesa con la pantalla y demás chiches cibernéticos sin los cuales hoy es virtualmente imposible vivir, un armarito en el que guarda la poca ropa que necesita y el baño completo. (Más un detalle gracioso: en la puerta del baño Steve ha escrito, con letras bien grandes, como para no olvidarse, “7 a 8.30”, ya que es el horario en el que cuenta con agua caliente para ducharse). Cocina no tiene, pero sólo porque no la necesita; le basta con un primitivísimo calentador eléctrico, acaso herencia de alguna abuela y, desde ya, con el consabido DMat, a través del cual, como tantos jóvenes y tantas familias hoy día, encarga y recibe materializadas las tres comidas diarias, casi siempre calientes y generalmente a punto. Pero cuando quiere variar, cansado del mismo café con leche con tostadas blandas, de la misma sopa chirle, o de la repetida milanesa con papas refritas o con una ensalada sin gracia, pues toma cualquiera de los ascensores que pasan por su piso o se encarama al individual y va hasta los restaurantes del shopping, donde, a un precio módico, puede optar por una carta mucho más amplia y darse el gusto de acompañarla con algún vino modesto o con una cerveza bien fría. Pero acaso el gran lujo de su departamentito no tenga nada que ver con eso sino con una circunstancia que lo hace particularmente atractivo y hasta envidiado por sus vecinos. Cuenta con una ventana, pequeña si, pero que no sólo deja entrar algo de luz natural al monoambiente, sino que, gracias a ella, hasta es posible asomarse al exterior y comprobar cosas tales como si hace calor o frío, si hay viento, si llueve o si está nublado. Y asomándose un poco más, en los días claros, sin polución y de vientos moderados, hasta puede divisarse borrosamente la calle. Y si alguien, allá abajo, camina por ahí, alcanza también a distinguir o a adivinar los colores de lo que lleva puesto. Porque Steve, como la mayoría de sus vecinos, tiene muy pocos motivos para salir a la calle, ya que toda su vida se resuelve allí adentro. Inclusive el trabajo remunerado que realiza como parte de la burocracia del Estado, al que ingresó poco después de concluir sus estudios terciarios. La tarea que le dieron es sencilla, muy por debajo de sus posibilidades y le lleva, por contrato, apenas dos horas diarias a la mañana, de 9 a 11, y otras dos a la tarde, de 15 a 17. En esos horarios su obligación se reduce a estar atento a lo que aparezca en la pantalla, lo que le es remitido por una oficina del Gobierno. Y que consiste siempre en lo mismo o por lo menos parece serlo: una miríada de letras, números y signos cuyo sentido desconoce y que a él le corresponde contrastar con un archivo que también le ha provisto el Estado y que es tan complejo y desconocido para él como el otro. De ese encuentro frío de datos nuevos con los que ya tiene almacenados, surge, de vez en cuando, una lucecita roja y titilante, algo así como una alarma, un grito cibernético o vaya a saber qué. Pero si bien no sabe de qué se trata, sí le han enseñado qué debe hacer cuando eso ocurre. Su misión consiste en pulsar, en su tablero virtual, una sola tecla, la que dice supr y entonces la luz roja emite dos chispazos y se apaga definitivamente. Pero en caso de que eso no ocurra, él tiene la obligación, según lo firmado con el Ministerio de Hacienda, de insistir hasta extinguirla. Hecho lo cual, debe seguir con su tarea sólo atento a la reaparición de esas enigmáticas luces, hasta la finalización de cada uno de sus turnos, el de la mañana y el de la tarde, respetando desde el primero hasta el último minuto. Lo que puede ocurrir, según ha estimado, entre veinte y treinta veces al cabo de esas jornadas de cuatro horas en dos turnos de dos, pero sólo de lunes a viernes. Sábados, domingos y feriados, en consecuencia, está libre de hacer lo que quiera con su vida. Y precisamente, como las horas de que dispone sin obligación laboral, son tantas, a esas “otras cosas” es a las que le dedica más tiempo. Una es el amor, si es que así puede denominarse al amor virtual que practica con frecuencia (Steve es aún joven), con mujeres extraídas de la pantalla. Por más que puerta por medio sepa que hay una meretriz que, por muy poco dinero, podría procurarle un placer más cálido, más humano, con olores y sudores verdaderos, en lugar de los convencionales con que vienen provistas esas muchachas virtuales. O que sepa que no le costaría demasiado conquistar a una de los cientos o tal vez miles de chicas, solteras o no, que circulan por la casa y llevarla a su departamento para acostarse con ella. Pero acaso la razón inconfesa por la que Steve, como tantos otros varones de su edad, hoy prefieran a las muchachas virtuales, sea precisamente esa: que les choca un poco el contacto, los olores y los vapores que surgen del encuentro piel a piel. Y no tan sólo eso ¿Qué hago, se ha dicho más de una vez Steve a si mismo, si después del sexo a la fulana se le ocurre quedarse y tengo que encontrar un tema de conversación con ella hasta que decida irse? En cuanto al otro hobby o como quiera llamársele, en el que Steve emplea su tiempo libre, es decididamente sorprendente y hasta, casi podría decirse, incomprensible. Si no fuera que hoy hay muchos jóvenes ociosos que, no sabiendo qué hacer, en lugar de salir a escalar montañas, treparse a una moto roncadora de las de antes y lanzarse a correr por las carreteras del país o a desafiar las olas del mar sobe una tabla, como se dice que hacían sus padres y sus abuelos, se empeñan en emprender, desde estos refugios pequeños y oscuros, rodeados de lo que la última tecnología puede proveerles, verdaderos desafíos cibernéticos. El que ocupa hasta extenuarlo a Steve, es de los más originales por no decir de los más inverosímiles. Charles Gardel fue un cantor francés de tangos en español que murió, en un accidente de aviación, a mediados de los años 30 del siglo pasado. Fue un artista muy popular que actuó también en el cine, en el Hollywood apenas salido del cine mudo y que grabó muchísimos discos, de los que entonces se definían como “de pasta”. Pero dado aquel final trágico y la brevedad de su vida (no llegó ni a los 50 años), su repertorio no alcanzó a los éxitos musicales del género denominado tango que vinieron después. De los que solo se conocen versiones debidas a otros intérpretes menores. Pues bien ¿qué se ha propuesto Steve Gómez? Nada más y nada menos que hacer cantar a Gardel todos aquellos tangos famosos que no llegó a interpretar en vida. Para lo cual se está tomando un trabajo tremendo y, hasta el momento, infructuoso. Ya que consiste, aprovechando los recursos que hoy ofrecen la ciencia y la tecnología, en separar, de las versiones grabadas hace tantos años, la voz del cantor de la pista musical y fragmentarla en millones de partículas de sonido. Por otro lado ha tomado tangos más modernos, como los denominados María, Sur, Cafetín de Buenos Aires o Balada para un loco, entre tantos otros y ha hecho lo mismo, esto es, separar música y voces. Y a partir de este punto, que ya estaría en buena parte realizado, tratar de aplicar la voz de aquel cantor galo a las melodías vaciadas de voces, lo cual le exige una dedicación y un esfuerzo casi físico y descomunal, para recomponer aquellas minipartículas de modo que encajen y modulen como lo hubiera hecho Gardel de haber tenido oportunidad de interpretar esos tangos. Pero ese día, fue un día raro para él. Porque a la mañana, dentro del horario habitual, se conectó con el Ministerio, pero no recibió ni una letra, ni un número, ni un signo. Pensó que se trataba nada más que de una excepción o de que algún burócrata se había olvidado de él, pero a la tarde le ocurrió lo mismo. Por lo que, no sabiendo ya qué hacer, trató de concentrarse en el cantor francés. Pero estaba escrito que ese día no podría hacer nada, por lo que finalmente apagó la pantalla y, en busca de distracción, plantó todo y se dirigió hacia la terraza del Colossal, en busca de aire, luz y distracción, ya que se sentía extenuado y estaba pálido como una ameba. Melissa Prefirió, para subir, un ascensor de los grandes, de los que llevan hasta 100 personas. Es que no tenía ganas de estar solo, como le hubiera ocurrido de haber optado por el individual, que era su preferido, sino de verse acompañado de gente, de mucha gente. Y en los ascensores, como en la terraza, suele haber mucha a casi todas las horas del día. Mientras esperaba en el pasillo semioscuro, junto a otras quince o veinte personas, le llamó la atención una señora bastante mayor, tal vez de 90 o de 100 años, que llevaba abrazada, con todo cuidado, una pequeña urna funeraria. Supuso, porque no era la primera vez que veía algo así, que se trataría de las cenizas de algún pariente muy cercano, un esposo, acaso un hijo. Y que la mujer la habría recogido tiempo atrás del crematorio, que la habría conservado algunos días con ella en su departamento, como suele hacerse y que finalmente se habría decidido a esparcir las cenizas desde donde se acostumbra a hacerlo, esto es, desde la terraza. Para que el viento se ocupe de ellas. Al fin un ascensor, aunque atestado de gente, se detuvo en su piso y Steve entró en él detrás de la anciana de la urna. La que quedó, muy apretada, junto a una señora joven que llevaba en brazos a un recién nacido. La vieja con las cenizas del difunto y la joven con el chiquito en brazos se miraron y se sonrieron. La viuda le hizo a la joven mamá una pregunta que Steve no llegó a escuchar, pero que le resultó fácil deducir. Porque la muchacha le respondió: “Si, tiene nada más que una semana”. Y agregó con mal disimulado orgullo: “Es un varón y ya le pusimos nombre. Se llama Norber, como mi papá”. La anciana le hizo entonces otra pregunta que Steve tampoco llegó a oír, aunque sí escuchó claramente la respuesta. “No, ni loca. No lo tuve yo en la panza, para qué. Hoy es todo muy distinto. Cuando supimos que el huevito ya estaba fecundado fuimos al médico y le dijimos que si, que queríamos seguir adelante y tenerlo. Pero por el método moderno. Entonces nos fuimos a la clínica, me extrajeron el huevito y lo pusieron de inmediato en un vientre artificial. Nosotros lo visitábamos todos los días para ver cómo iba creciendo y tomando forma. Era una maravilla verlo allí, en esa jaulita que parece de cristal, que se iba hinchando y redondeando como una panza a medida que pasaban los meses. Y también fue maravilloso cuando, por fin, se abrió una puertita que la jaulita tiene abajo, y apareció el nene berreando, todo sucio y mojado y atado a su cordoncito umbilical, igual que si hubiera salido de mi vientre. Entonces una enfermera se lo cortó y después de lavarlo envolvió al bebé en unos pañales blanquísimos y me lo entregó a mi, exactamente ocho meses y veintidós días después, así como lo ve (y lo mostraba a quienes quisieran mirarlo), precioso, sanito y gordito. Y yo, ni un kilo de más, señora, ni una arruga, ni un dolor, ni un trastorno. Claro, tampoco tengo leche. Pero con todo lo que hay hoy para reemplazarla, ¿a quién le importa? Seguro, pobrecita, que usted no tuvo esa suerte. ¡En sus tiempos!…” La vieja sonrió, resignada y entonces le tocó a la flamante mamá el turno de preguntar. Señalando la urna y con un gestito que quería ser de compasión, sugirió: “¿Su marido?” La anciana asintió. “¿Muchos años de casada?” La anciana volvió a asentir. “Estaría muy enfermo”, sugirió la flamante mamá. Y esta vez Steve sí oyó la respuesta de la que llevaba los restos de su esposo para aventarlos en la terraza. “No, dijo, estaba sano que daba gusto. Era un roble. Pero de repente, el lunes a la tarde, estábamos tomando la leche y se quedó, así, muerto de repente. ¡Justo cuando estaba a punto de cumplir 120 años!” La mamá primeriza expidió un “¡oh!” de compromiso, pero enseguida estaba explicándola a otra pasajera que los médicos, si decidía tener otro hijito, le dijeron que se lo iban a tener listo en sólo siete meses. “¡Cómo avanza la ciencia médica!”, se asombró su nueva interlocutora. Al fin llegaron a la terraza. Steve pensó en dirigirse de inmediato a la zona del gimnasio, con el propósito de usar alguno de los aparatos, correr en la cinta, hacer pesas o sumarse a una clase de gimnasia. Pero no bien emprendió el camino que lo llevaría a ejercitar su cuerpo, duro de tantas horas de inmovilidad, se llevó una sorpresa desagradable. En la terraza había gente, sí, como sabía que habría de ocurrir, pero nunca supuso que podría haber tanta. Se sintió entonces desconcertado y le vinieron ganas de volverse a su departamento y seguir en su lucha para que Gardel cantara las primeras estrofas de Yuyo verde. Pero en ese momento, cuando presenciaba casi aterrado la cantidad de personas que circulaba por allí, alguien lo tomó del brazo. Y una voz, que no le era desconocida, aunque ya hiciera años y años que no la escuchaba, le preguntó: ¿Steve, qué hacés por acá? Se dio vuelta para mirarla y dio con una muchacha hermosa, rubia, alta, delgada pero con formas, de unos grandes y hermosísimos ojos verdes, que no pudo vincular con nadie conocido. Ni siquiera con sus magníficas amantes virtuales. Entonces ella insistió. Y no sólo eso: de manera confianzuda le dio un pequeño golpecito en la cara, como para despertarlo y le dijo: ¿Pero qué, no te acordás de mi? Fuimos compañeros cinco años en la secundaria y siete en la universidad ¿y ahora no me reconocés? Entonces a él le cayó la ficha y, aunque con dudas, le respondió: No me digas que vos sos… ¡Si!, le respondió ella riendo y mostrando una dentadura blanquísima y perfecta, soy Melissa Vaugh! ¡Hola!, se dijeron. Y él no dijo más porque se quedó mirándola embobado, mientras ella seguía hablando de cosas que él fingía escuchar. Al fin cuando ella se calló, tal vez luego de dirigirle alguna pregunta que él no había registrado, abrió la boca. Y lo único que se le ocurrió decirle fue: ¡Qué linda que estás! ¿Te casaste? ¿Andás con alguien? Yo sigo soltero. El Día del Chip Ella volvió a reírse descaradamente de él. Me casé, si –le dijo- me casé dos veces. Y agregó enseguida, viendo su cara de desencanto: Y también me divorcié dos veces. ¿Por qué? ¿Ya estabas pensando en proponerme algo?. Y volvió a reírse de un Steve que no terminaba de asombrarse y de devorarla con los ojos. Es que, la verdad, no lo puedo creer. Vos eras, lo recuerdo muy bien, flacuchita, de pelo negro, petisa y perdoname, pero eras casi insignificante. Para mi y para los otros, no eras más que un pibe más. Y ahora…, y dio un paso atrás para admirarla mejor. Ella volvió a reírse. Ahora soy la misma Melissa, pero que se hizo las lolas, la cola, los labios, se afinó los tobillos, se elevó unos centímetros, se tiñó el pelo, se blanqueó los dientes y convirtió sus ojos marrones en verdes. Y te digo más: desde entonces no uso más anteojos ni lentes de contacto, como cuando nos conocimos. En cambio vos no has cambiado nada. Sos el mismo, pero más pálido, ojeroso, flaco y desgarbado. Y ahí nomás, sin consultarlo, lo tomó de un brazo y lo llevó hasta un barcito en el que, de milagro, había una mesa desocupada bajo una gran pantalla solar. Se sentaron, ella pidió bebidas energizantes para los dos y mirándolo a los ojos, le preguntó: ¿Y vos, qué has hecho todos estos años? Steve, aún abrumado por el encuentro, sólo atinó, también él, a mirarla fijamente a los ojos, a esos magníficos ojos verdes y a decirle, como iniciando una tregua: Después te contesto. Pero antes decime, Melissa, ¿vos sabés por qué hay tanta gente hoy en la terraza, cuando hoy no es más que un día cualquiera? ¿Cómo un día cualquiera?, le respondió ella, riéndose nuevamente de él. Se nota que vivís dentro de una cápsula. Hoy es feriado, Steve, hoy es el Día del Chip. Ah –se desayunó él- el Día del Chip. Claro, ¿cómo no me di cuenta? Porque él sabía perfectamente, como todo el mundo, la importancia que hoy tiene ese día para la gente mayor. Y por ende también para toda su familia. Tanta y sin pretensión de exagerar, como la Navidad o el Día de las Brujas. Porque ese día el Estado, a las mujeres que se jubilan tras cumplir los 65 y a los hombres después de los 75, les ofrece implantarles en el pecho un chip. Una operación incruenta y gratuita, que cualquier enfermero del hospital más próximo al domicilio del ingresante a la clase pasiva realiza en segundos, ya que se reduce a una incisión minúscula e indolora en el pecho, que casi no deja marca. Pero una vez con el chip, dorado y de forma de corazón, bajo la piel, al jubilado se le abren las puertas a un mundo de maravillas. Es como si llevara todos los documentos en el pecho, más su historia de vida, su historia clínica, el lugar en que se encuentra (muy importante para los viejos en caso de extravío o de secuestro), y hasta permite, en el caso de que el “chipeado”, como suele decirse, se halle fuera del radio de su centro de asistencia médica, que cualquier facultativo lo pueda atender y recetar conforme al tratamiento que venía recibiendo. Y si la fatalidad dispusiera que su fallecimiento no se produjera en su domicilio, o lejos de sus amigos y deudos, sino donde es un desconocido, pues desde cualquier móvil policial puede establecerse conexión con el chip del occiso y saber de quién se trata, dónde vive y a quién se debe avisar para que acuda a buscarlo. Vale decir toda una maravilla que ya les ha asegurado una placa en la Universidad de Ciencias y también seguramente una calle en las ciudades más importantes del país a sus autores, los ingenieros en sistemas R. Ciancia y J. Llobet. ¡El Día del Chip!, repitió Steve como quien recién se desayuna. Con razón los del Ministerio no me mandaron nada y aquí hay tanta gente y tanta algarabía. ¿Y vos –quiso saber- también estás aquí celebrando el Día del Chip de algún pariente? Entonces ella le contó, mientras se desprendía de la blusa para recibir sobre los hombros y los pechos desnudos los rayos solares filtrados, que efectivamente ese día le habían colocado al chip a su tía Agustina. Y que entre todas las sobrinas (que al parecer eran muchas), le habían hecho una enorme torta en forma de corazón y recubierta con un baño dorado, como el chip. Y que otros parientes, que tenían mucho dinero y también la querían mucho, le habían hecho un regalo aún más importante. Nada menos, dijo Melissa casi en éxtasis, ¡que un viaje a Europa! Que no va a poder hacerlo todavía, aclaró, porque el cupo ya está lleno, pero sí dentro de dos años, cuando vuelva a abrirse para nosotros. Pero va a ser el viaje soñado –suspiró-. Imaginate que incluye dos horas de visita al Louvre y tres a la Torre Eiffel, mas otras dos aseguradas en el Circo romano, tres en el Vaticano y ¡caete de espaldas!, ¡nada menos que cuatro horas en Venecia! ¡Un sueño, un verdadero sueño! Pero él ya hacía rato que había dejado de escucharla. Tal vez el bloqueo auditivo le sobrevino cuando ella se desprendió de la blusa y él quedó pendiente, antes que del relato, de esos magníficos pechos al descubierto. Y se hubiera quedado absorto mirándolos, quién sabe cuánto tiempo más, sin advertir siquiera que ella también lo estaba observando, pero con aire de burla, si no lo hubieran sacado de su encantamiento unos gritos destemplados. Se volvió para ver de dónde venían y advirtió, asombrado, que se trataba de la vieja, la misma vieja del ascensor y de la urna cineraria, que caminaba hacia la salida con toda la prisa que le permitían sus pobres piernas, seguida por un hombre grande, de edad mediana, que no dejaba de gritarle: ¡Asesina! ¡Asesina! Y acaso porque advirtiera que Steve y Melissa lo observaban asombrados (como, en realidad, hacían todos los que en ese momento andaban por ahí), o vaya a saber por qué, eligió dirigirse a ellos y decirles, señalando a la vieja: ¿Pero vieron lo que acaba de hacer esa mujer? ¡Se lo advertí! ¡Se lo dije y no me hizo caso! ¡Arrojó nomás las cenizas de ese pobre hombre al vacío, al viento, a que se desparramen por esas calles y no puedan recuperarse nunca más! Melissa y Steve se quedaron mirándolo asombrados y en prudente silencio, como es preferible hacer cuando se está en presencia de un loco peligroso. Pero al fin, como el tipo insistía con sus imprecaciones, sin alejarse del lugar, como sí acababa de hacerlo la vieja luego de arrojar la urna en un tacho de basura, le preguntaron: ¿Y usted qué sugiere que debía haber hecho? ¿Guardarlas? ¡Pero claro!, les respondió el energúmeno, antes de reiniciar la persecución de la vieja. ¿O ustedes tampoco se enteraron? ¿Acaso no saben que ya se está experimentando la reconstrucción de los muertos, la vuelta a la vida de los seres queridos, a través del tratamiento en laboratorio de un puñado de sus cenizas? ¡Padres, abuelos, bisabuelos, todos podrán volver a estar con nosotros, a vivir con nosotros, a compartir este mundo hasta que el mundo se acabe! Dicho lo cual y para alivio de Steve y Melissa, se fue detrás de su presa no sin antes anunciar, casi perdido ya entre la multitud: ¡Seremos inmortales! ¡Sí señor! Finalizado este episodio, lejos ya su desquiciado protagonista, Steve fue el primero en reaccionar, preguntándole a Melissa: ¿Vos escuchaste lo que dijo ese loco? Ella, ya repuesta, asintió con la cabeza y a la vez lanzó una carcajada. Lo único que nos faltaba –dijo-. ¡Hacer resucitar a los viejos! Como si no nos sobraran viejos, ¿no? Shh, pretendió acallarla Steve poniendo el dedo índice sobre los labios. Y agregó, bajando la voz: ¿Pero vos estás mal de la cabeza? ¿Qué estás diciendo? Mirá si nos escuchan. ¿O no sabés bien que eso no se puede decir?. Tras lo cual lanzó una mirada a su alrededor, listo para disculparla si alguien daba muestras de sentirse ofendido. Ella le respondió con un gesto de fastidio, se abotonó la blusa, recogió su bolso y dijo autoritaria: Bueno, está bien, vámonos. Salgamos de aquí. Él la siguió sumiso y mientras se dirigían hacia el ascensor, se atrevió a preguntarle: ¿Dónde vamos? ¿Adonde querés ir? Ella entonces se dio vuelta, lo miró a la cara y le preguntó: ¿Vos vivís en el Colossal, no es cierto? Y como él le respondiera afirmativamente, pero sin adivinar a qué venía esa pregunta, ella agregó, muy decidida: Entonces no esperemos más. Vayamos a tu departamento. La vuelta al barrio Él abrió la puerta de su departamento y la hizo pasar, sin poder creer aún que lo que estaba ocurriendo fuese verdad y, más aún, que lo que habría de ocurrirle dentro de un rato sería más maravilloso aún. Pero su sueño se desmoronó en un instante. Porque ella, con apenas un pie adentro de su unidad de soltero, hizo un gesto de desagrado y volviéndose hacia él, le dijo: ¿Pero vos nunca ventilás esta pieza? Esto huele a sucio. Más, huele a rancio, a asqueroso. Buscó el interruptor, encendió la luz y deteniéndose frente a la cama, insistió: No lo puedo creer. Sos un chancho. ¿Cuánto hace que no cambiás las sábanas? Y tampoco barrés. Y mirá, sobre la mesa hay migas, ese vaso está sucio, no sacaste la basura, la canilla gotea, acá hay ropa tirada… En suma –dijo, volviéndose a él- sos un desastre. Yo aquí no me quedo un minuto más. Vamos. Y regresó muy decidida al pasillo. A él no le quedó más remedio que suspirar resignado, cerrar la puerta y seguirla. Y cuando ya estaban ante el ascensor, le preguntó, sin la menor esperanza de que la situación fuera a mejorar: ¿Y ahora, adónde querés ir? A lo que ella respondió con sencillez y autoridad: Vamos, vení a mi casa. Él la siguió, sumiso, pero se atrevió a preguntarle: ¿Y dónde vivís, Melissa? ¿Muy lejos? Porque, aunque no se atreviera a confesarlo y menos en esa circunstancia, abandonar el Colossal y trasladarse quién sabe a qué barrio, casi le producía terror. Mirá, agregó entonces, que aquí mismo hay un hotel. No te digo que sea un cinco estrellas, pero mejor que mi departamento seguro que es. Hay toallas limpias y esas cosas. Ella lo miró con compasión y simplemente le respondió: Vos seguime. Y como un lazarillo, lo llevó primero hasta el segundo subsuelo; a partir de allí y sin dudar, se internó por unos oscuros pasillos que desembocaron en una estación de tren subterráneo. Tomaron el primero que apareció y luego de hacer tres combinaciones, todas bajo tierra, emergieron en el barrio de Melissa. Era un barrio viejo, mal iluminado, con calles en las que malamente el asfalto ocultaba los adoquines de, tal vez, dos o tres siglos atrás. Caminaron un par de cuadras en silencio, cruzándose con muy poca gente y finalmente se detuvieron ante una casa de departamentos sencilla, de apenas cinco pisos y dos entradas, una para las viviendas y otra para el garage. Melissa, mientras abría la puerta de calle, le informó: Yo vivo sola y ocupo el departamento del fondo. Era el de mis padres. Caete de espaldas, vos, que vivís en un sucucho: tiene casi cien metros cubiertos. Y además, la cochera. El pasillo era largo, muy largo y al final de él se detuvieron ante una puerta de hierro pintada de verde. La abrió y apareció un patio. A pesar de que ya había caído el sol, se dejaban ver sus baldosas negras y blancas. Y contra las paredes, algunas colgadas, otras en el suelo, un montón de macetas grandes y chicas, con plantas y flores. Y más lejos, en un rincón del patio, se olía más que se veía, un limonero plantado en el lugar que habrían ocupado tres o cuatro baldosas. ¿Te gusta?, preguntó ella por preguntar, ya que él la seguía admirado de todo lo que veía. Entraron al comedor; ella encendió las luces y allí pudo ver una gran mesa que acaso fuera de caoba o de alguna otra madera oscura y varias sillas a su alrededor; luego, en otro ambiente, igualmente grande, un juego de sillones de cuero y una gran biblioteca. El comentó entonces: Lo recuerdo bien. A vos siempre te gustaron los libros. Los libros de verdad. ¿Seguís leyendo libros, los de papel o…? Entraron al dormitorio, donde los aguardaba una cama doble cubierta prolijamente por una colcha azul. El ambiente olía exquisito, acaso a lavanda. Entonces ella se dio vuelta, le echó los brazos al cuello y luego de besarlo en la boca, le confesó: Desde la secundaria que te tenía ganas. Vacas y gallinas Al día siguiente, luego de preparar un copioso café con leche, con pan tostado, manteca, huevos y dulce de avellanas, Melissa decidió: “Nos vamos al pueblo de mi abuelo. No puede ser que nunca hayas visto una gallina, ni un chancho, ni una vaca vivos. Hoy es sábado. Volvemos mañana a la tarde”. Él pretendió resistirse arguyendo que no había traído ropa de recambio, pero ella se dirigió decidida hasta un placar y extrajo de allí camisas, calzoncillos y pantalones. “Son de mis ex –le dijo- pero calculo que a vos te irán bien. Eran más o menos de tu mismo tamaño”. Ella entró al garaje a buscar el vehículo y él la esperó en la vereda, con la valija. Al rato reapareció tripulando un viejo auto alemán. Él no lo podía creer. ¿Con esto vamos a viajar?, preguntó. Y mientras le daba vueltas alrededor, comentaba: Pero esto no debe tener selfpower. ¿Estás segura de que vamos a encontrar nafta, gasoil o lo que sea donde me pensás llevar? Y tiene neumáticos. ¿Y si alguno se pincha, vos lo sabés cambiar? ¿Tenés repuesto bien inflado en el baúl? Y no es automático ¡qué va a ser! ¿Sabés manejar? ¿Tenés el registro que se necesita para manejar estas cosas? Mirá que yo… Y tras meter la cabeza por la ventanilla, para examinar el interior del vehículo, exclamó asustado: ¡Pero ni siquiera tiene ni un prehistórico GPS! ¿Cómo vamos a hacer para llegar? ¿Vos conocés bien el camino? Ella lo tranquilizó, le dijo a todo que si y partieron. Primero buscó la autopista Norte, pero a poco de andar por ella, sin necesidad de ninguna guía virtual, dobló por un camino lateral que fue ganando rápidamente altura. ¿Adónde vamos?”, preguntó él inquieto. Al pueblo de 13 de Enero. Y como él diera muestras de desconocerlo, agregó: Los vecinos están furiosos. Es un pueblo muy viejo, allí nacieron mi abuelo y mi bisabuelo. Se llamaba Pagos Altos y a los vecinos les decían los alteños. Pero ahora que se llama con una fecha del calendario, ya no saben cómo decirse.¿Enerenses? Trecenses? Están que trinan. El trece de enero…, intentó recordar él, mientras los pasaba otro auto en el que sus cuatro tripulantes estaban jugando a las cartas y uno de ellos, con un as en la mano, los saludaba riendo. Si –se anticipó a responderle ella- es el día de la salida del primer cohete, el Centauro, a Marte. El de los seiscientos. El que iba a iniciar la colonización del planeta. Seiscientos, trescientos veinte hombres y doscientas ochenta mujeres. Todos jóvenes, todos fértiles, ¿te acordás? Bueno –dijo él-, el capitán, Hickock, pasaba los cincuenta y era homosexual. Y la número dos, la Klauss, ni hablemos. Bah –suspiró- ahora qué importa todo eso. Pobrecitos, pensar que nunca más se supo de ellos, que se perdieron en el espacio. ¡Seiscientos tipos! ¡Qué crimen! Ella lo miró enojada. ¿Por qué me mirás así?, le preguntó él. ¿Así que el capitán Dan Hickock es homosexual, no?, dijo Melissa. Pues andá sabiéndolo: no lo es. Y te lo puedo asegurar de buena fuente: fue mi primer marido. Por un largo rato no cambiaron palabra. El viejo auto alemán trepaba con esfuerzo por un camino lleno de curvas. Al fin ella volvió a hablar. ¿Sos capaz –le preguntó- de guardar un secreto? Pero ¡un secreto, eh! No tenés que decírselo a nadie porque es un secreto de Estado. Y como él le jurara, haciendo cruz con los dedos y besándoselos, que no abriría la boca, ella le dijo, en voz muy baja, como si alguien pudiera llegar a oírles: ¿Sabés que pueden estar vivos? Si, vivos, como lo oís. Y como él diera muestras de no creerle y hasta le hiciera un gesto de burla, ella agregó, muy seria: Vos sabés donde yo trabajo, ¿no? En el área técnica del ministerio aeroespacial. Desde allí se los estuvo buscando cuando desaparecieron, con todo el aparataje que te puedas imaginar, y nada. Y sin embargo… Y como no agregara nada, él, impaciente, la apuró. ¿Y sin embargo, qué? ¿Reaparecieron? ¿Se comunicaron? ¿Tuvieron contacto con el machazo de Hickock? Ella, sin alejar la vista del camino, mantuvo el suspenso unos segundos y al fin le dijo: Reaparecieron las señales, las señales ¿entendés? Y son de la nave, no hay dudas. Son débiles, muy débiles, pero hay señales. Por una razón que no sabemos, que no llegamos a entender, reaparecieron. ¿No serán, se rió él, del capitán Hickock, tu ex, pidiendo una crema depilatoria? ¿No? Entonces, concluyó, deben ser como las que recibo yo todos los días, de 9 a 11 y de 15 a 17. Y que tampoco se de quién son ni a qué demonios se deben. ¿Querés que te de un consejo? Hacé como yo: donde aparezca una señal, apretá supr, matala y seguí con las palabras cruzadas. Ella no volvió a hablarle. Al fin llegaron. Lo hicieron al mediodía. La primera impresión que causaba “13 de Enero” era que más que un pueblo viejo era un pueblo muerto. Los jóvenes deberían haberse ido a las ciudades, de aburridos o para ganarse la vida. Allí, por lo que se veía al atravesar las calles y bordear la única plaza, todos eran unos viejos irremediables. Melissa se dirigió a un hotelucho que había en la calle principal. Se llamaba “Victoria”, vaya a saber por qué. Les dieron una habitación modesta, seguramente como todas las otras, ubicada en los fondos del hotel. La habitación daba a un patio y allí Steve vio las primeras gallinas, que andaban picoteando de un lado a otro. Quiso agarrar una, pero se le escapó. Melissa se rió. Fue la primera señal de que lo había perdonado. Se dieron un beso y luego fueron al bar, donde pidieron que les sirvieran algo, lo que fuera, porque tenían hambre. Les sirvieron puchero, lo que para Steve fue toda una novedad. Nunca había comido puchero y mucho menos había soplado el caracú, confesó. ¿Y de esto debe salir un caldo riquísimo, no? Entonces pidieron sopa. Y de postre unas manzanas, que eran de allí mismo. Después salieron a caminar. A las pocas cuadras concluía el asfalto y empezaba la zona de quintas y de chacras. Y más lejos, según podía advertirse desde allí, que era el sitio más alto de la región, las grandes extensiones sembradas o pobladas de vacas y caballos y donde seguramente también habría chiqueros y montones de chanchos. Ya está –dijo él- ya vimos todo ¿no? ¿Todo? –respondió ella riendo- Pero si recién llegamos. ¿No querés entrar en alguna chacra y ver los chanchos? No –respondió él- la verdad que prefiero ir al hotel a dormir la siesta. Pero –insistió ella- ¿tampoco querés montar a caballo o ver si están ordeñando en el tambo? No -repitió él como si fuera un chico- prefiero dormir la siesta con vos. Melissa se rió e iniciaron el camino de vuelta al hotel. Pero al pasar por la plaza, un viejo, muy viejo, que estaba sentado en un banco, le hizo un gesto a ella y la llamó por su nombre. ¡Don Brown!, exclamó Melissa y se largó a saludarlo luego de explicarle brevemente a Steve: Era el vecino de mi abuela. Él la siguió de mala gana y tuvo que estrecharle también la mano al viejo, tras ser presentado como “mi novio”. El viejo estuvo hablando un buen rato con la nieta de su vecina, de cosas que sólo generaban bostezos en Steve. Hasta que Melissa le preguntó al viejo cómo andaba de salud. Y el viejo, para sorpresa de ambos contestó: Andaba bien, pero ahora ando mal. ¿Pero qué? ¿Qué le ocurre? Se lo ve tan bien, lo consolaron Melissa y Steve. Es que –respondió el anciano con voz quejumbrosa- no sabés la mala noticia que me dieron. Vos sabés que yo tenía un hermano mellizo, que vivía en la ciudad. Se había ido a trabajar allá y le había ido bien. Ahora estaba cobrando una buena jubilación, los hijos se le habían casado y tenía nietos y biznietos. Bueno, no vas a creer lo que ocurrió. El mismo día que cumplíamos los dos los ciento veinte años, me vengo a enterar, porque me llamó mi cuñada, la viuda, que él se había muerto la tarde anterior. Así, de repente, como de un síncope. Él, que estaba tan bien y que lo atendían médicos eminentes y qué se yo y viene a morirse. Mientras que yo, mirá, todavía sigo tirando. Melissa lo abrazó para consolarlo y Steve, que se había mantenido el margen de la conversación, de pronto se puso serio, se le iluminó la mirada, apartó bruscamente a Melissa y, dirigiéndose al hombre le preguntó, imperativo y ansioso: Decime, viejo, ¿a vos te pusieron el chip? Decime: ¿si o no?” La revelación A ella le hubiera gustado quedarse en el pueblo hasta el día siguiente, para andar a caballo, tomar leche recién ordeñada o comprar pan de campo en la panadería del pueblo, que tenía aún el horno a leña. Pero él, después de haber hablado con el viejo de la plaza, decidió que no quería estar ni un minuto más allí. Nos volvemos o me vuelvo solo –la intimó-. Algo pasará por este pueblo muerto que me lleve a la ciudad. Ella cedió, no sin decirle que estaba haciendo una tormenta en un vaso de agua y que lo que le había dicho el viejo, bien podría no tener nada que ver con lo que él pensaba. Además –argumentó- ¿me querés decir qué vas a ganar o qué vas a poder hacer un domingo allá, metido en tu miserable piecita del Colossal? No se –respondió él-, pensar, tengo que pensar qué voy a hacer. Y salieron nomás al camino en el viejo auto alemán. Anduvieron sin hablarse un montón de kilómetros, hasta que, de pronto, lo inesperado: al salir de una curva se sintió algo así como un golpe, se redujo la velocidad y el auto se inclinó ligeramente. ¡Qué mala suerte!, exclamó ella. Seguro que pinchamos. Apartó el auto del camino, detuvo la marcha y apagó el motor. Él quedó anonadado. ¿Y ahora qué hacemos? Ella no le respondió. Se bajó lentamente del auto, verificó cuál cubierta se había pinchado, luego se dirigió al baúl, lo abrió y extrajo primero el gato y luego la rueda de auxilio. Él la siguió en silencio hasta que se cruzaron sus miradas. ¿Qué vas a hacer?, le preguntó. ¿Qué te parece? Cambiar la cubierta. ¿O se te ocurre otra cosa. ¿Y tenés todo? Y como ella no le respondiera, agregó: ¿Te ayudo? Ella le entregó la cubierta de repuesto y el gato, le enseñó a usarlo y cuando la cubierta averiada quedó en el aire, le alcanzó la llave cruz para que la sacara y pusiera luego la de auxilio. Entonces él ajustó las tuercas, empleó sabiamente el gato para que el auto volviera a asentarse sobre sus cuatro ruedas y luego, sin necesidad de que Melissa se lo pidiera, llevó la cubierta averiada, el gato y la llave cruz al maletero, lo cerró y, con las manos sucias, sudado, le sonrió satisfecho y le dijo: Después de haber hecho esto yo solo, ¿cómo no voy a enfrentar al ministerio el lunes? Y allí mismo decidió que irían a la casa de ella, dormirían juntos en el cuarto que olía a lavanda, el domingo saldrían a pasear y divertirse y que el lunes a la mañana llegaría tarde al Colossal, más tarde aún se pondría en contacto con el Ministerio y allí comenzaría a ejecutar un plan del cual aún no tenía nada pensado. En ese momento pasó por el camino un auto que parecía vacío. Seguramente sus habitantes habrían reclinado las butacas y estarían haciendo el amor. Entonces le sonrió y le dijo: Tenemos que comprarnos un auto como ese. El plan en marcha Pasaron un domingo fantástico. Porque ella no sólo era una amante ilustrada e imaginativa, sino porque las pausas no las llenaba con charlas ni confesiones, sino con acciones positivas. Cuando no estaba plumereando los muebles o limpiando el baño, se dirigía a la cocina e improvisaba platos exquisitos. El domingo a mediodía lo sorprendió con un guiso de lentejas como jamás había probado. Y a la noche fue un bacalao a la vizcaína el que lo puso en el séptimo cielo, muy superior, debió reconocer, al que hacía su tía Francisca. Y él no se quedó atrás. Baldeó el patio, encendió el fuego de la parrilla el sábado a la noche y se preocupó porque la carne no se pasara de punto. Además, hasta se ofreció a lavar el auto, de lo que ella lo disuadió porque lo vio rendido y temió que tanto esfuerzo lo debilitase. Y finalmente llegó el lunes y el desayuno con scons recién horneados. Pero lo realmente importante de ese día, fue que lo dedicaron a planear las acciones que debería emprender para saber cuál era la verdadera índole del trabajo que hacía para el gobierno. Lo primero que acordaron, mientras masticaban los exquisitos scons tibios y con manteca, fue que él, ni volviese al Colossal ni atendiese los reclamos del Ministerio, que seguramente se producirían a partir de las 9 de la mañana. Y luego, el paso decisivo: ir en persona al Ministerio y pedir que lo atendiese un funcionario de la más alta jerarquía. Y entonces, frente a frente con él, dirigirle la gran pregunta: ¿qué ocurre, pero de verdad, cada vez que aprieto la tecla y apago la señal roja? ¿Para qué sirve lo que vengo haciendo hace un montón de años? ¿Es verdad que se trata de cuentas del Estado o de qué? Parecía simple, pero ambos sabían que no lo era. Cuando ella lo despidió en la puerta de calle, vaticinó: Difícil que te digan la verdad. Lo más fácil es que te echen y no te den ninguna explicación. Pero no importa, lo animó, algo podremos hacer juntos si te quedás sin empleo. ¿Qué más podía pedir Steve Gómez de su amada Melissa? Con ese respaldo ¿cómo no iba a partir contento y decidido en busca de una verdad que lo atormentaba? Habían pasado apenas unos minutos de las nueve, se encontraba entonces viajando en el subte rumbo al ministerio, cuando empezaron los llamados. ¿Qué pasa? ¿Dónde está? No está en su puesto. ¿Qué le ocurre? ¿Está enfermo? Conteste, por favor. ¿Debemos pasar su tarea a otro operador? Responda Steve, responda. No respondió, no quiso hacerlo. Al fin llegó al centro de la ciudad, donde estaba la sede del ministerio de Hacienda, un edificio enorme, viejo y feo que compartía con el de Salud. Luego de subir por una escalinata gris, de granito, a la izquierda se ingresaba a Salud, en cuya puerta había dos inscripciones. Una, en latín, expresaba Bene vobis, esto es, “Sed dichosos”, y otra en español declaraba: “¡Adios al cáncer, paso a la Eternidad!” En la puerta de acceso a Hacienda, en cambio, había sólo una leyenda, también en latín y un poco más rebuscada: Absque argento Omnia vana, lo que significa, como sabe toda persona culta, “Sin dinero, no hay nada posible”. Claro y contundente. Steve ingresó a este último ministerio, al de Hacienda. Sorteó con su tarjeta los requerimientos cibernéticos que se le pusieron al paso y, ya en el ascensor, pulsó el botón del piso, el quinto, donde, según recordaba, se encontraba la Jefatura. Se presentó a una secretaria que, cuando se enteró que quería ver nada menos que al Jefe máximo, lo miró y lo trató como se mira y se trata a los locos. Y lo que hizo fue amenazar con llamar de urgencia a Seguridad para que se lo llevaran de ahí. Pero él insistió, arguyó que era empleado, que tenía un problema… Ella lo miró con lástima y le propuso: ¿No se conformaría con ver a su jefe? Y le indicó dónde hallarlo. Se dirigió hasta ahí, pasó el filtro de otras puertas encriptadas, circuló por pasillos en penumbras, ingresó a una enorme oficina plagada de tipos sólo atentos a lo que ocurría en triples o cuádruples pantallas, enfrentó a otra secretaria que le puso todo tipo de objeciones a su pedido y, finalmente, cuando ya habían pasado largamente las diez de la mañana, se encontró, cara a cara, por primera vez en su vida, con el tipo que le remitía los datos. ¿Qué quiere?, fue lo primero que le dijo su jefe, de mal talante. ¿Por qué no está en su puesto? ¿Está enfermo o se volvió loco de repente? Steve logró calmarlo con un gesto y, sin que se la ofrecieran, tomó una silla y se sentó en ella para situarse cara a cara con el funcionario. Señor, le dijo, perdóneme, pero quiero que me diga nada más que la verdad. Sólo pido eso. Dígame, ¿qué son esos datos encriptadas que recibo cada día en mi departamento del Colossal? ¿Y qué pasa cuando aprieto la tecla y se apaga esa lucecita colorada? El Jefe lo miró largamente, primero con el ceño fruncido pero después casi sonriente. Finalmente le preguntó: Dígame Steve, ¿cuánto hace que trabaja para nosotros? Steve respondió rápidamente: Y…, hace unos diez años. Entonces el Jefe prosiguió: ¿Y entonces me quiere decir por qué, después de tanto tiempo, me viene con esa pregunta? ¿Acaso usted no sabe, porque seguramente se lo explicaron cuando se lo contrató que?.. Si, lo paró Steve con un gesto, lo sé, lo recuerdo perfectamente. Se trata de cuentas de la Tesorería. ¿Y entonces?, insistió sobrador el funcionario. Entonces, repitió Steve, es que he dejado de creer en esa historia. Y creo otra cosa distinta: que soy un asesino a sueldo. Y le contó la experiencia que había tenido en aquel pueblo de las sierras, con el viejo que había perdido su hermano mellizo. Y él se salvó, concluyó Steve, ¿sabe por que? Si, usted lo sabe: porque no tenía colocado el chip. Y el chip se acciona, matando al individuo, cuando llega a cierta edad y el sistema lo denuncia al contrastarlo con mi archivo. Y entonces soy yo y otro montón de empleados, los que le damos muerte apretando una tecla. El funcionario primero se rió pero luego se enojó, acaso para impresionarlo más; finalmente le dijo que estaba loco, que lo iba a recomendar para que se tomara un descanso en alguna playa y que no lo echaba porque le daba lástima. Hay tratamientos para casos como el suyo, terminó diciéndole de muy mal modo y lo acompañó, casi lo arrastró tomándolo del brazo, hasta la puerta de su despacho. Hasta la vista Steve, fue lo último que le dijo y le cerró la puerta en las narices. La confirmación Steve se quedó un rato junto a la puerta cerrada, sin saber qué hacer. Entonces vio que la secretaria de su jefe lo estaba mirando. Escuché todo, le dijo y señaló un aparato que tenía sobre el escritorio. Todo, repitió. Luego se produjo un largo, larguísimo silencio durante el cual no dejaron de mirarse a los ojos. Al cabo ella bajó la vista y le dijo, compungida, a punto de llorar: Perdone, pero lo comprendo. Mi abuelo, mi abuelito, está por cumplir los 120 y sé que está en peligro, lo se y todo por ese maldito chip que le colocaron. Y luego de secarse las lágrimas y sonarse la nariz con un pañuelito, agregó: Si, lo se, su caso no es el primero. Acá han venido otros. Ha habido gritos, escándalos. Steve se acercó a ella, le acarició la cabeza y le dijo: Entonces usted me confirma… Ella asintió sin dejar de moquear Si, agregó, pero por favor no le diga a nadie que yo se lo dije. Y le diré todavía más: me han dicho que están por bajar la edad. A ciento diez. Y después a cien. La explicación es que las cajas no aguantan ¿entiende?, que la economía se está haciendo pedazos, que Hacienda no da más. Qué se yo, es lo que oí, nada más. Se miraron a los ojos. Ella terminó de secarse las lágrimas y de moquear, se recompuso, alzó la cabeza y le dijo, en voz firme pero baja: Ahora usted lo sabe, pero yo no se lo dije, ¿oyó? Yo no le dije nada. Usted se enteró por las suyas. ¿De acuerdo? Porque si se enteran que yo se lo dije puedo perder el empleo o me puede ocurrir algo peor. A mí y a mi familia. Soy casada y tengo dos hijos pequeños. ¿Qué puedo hacer? Entonces, dijo Steve anonadado, usted lo confirma: soy un asesino. Todos los que trabajamos con esos datos para el gobierno somos asesinos. Pulsamos una tecla, una, diez, veinte veces o las que sean por día y matamos a otros tantos viejos. Ella no hizo ningún comentario más. Sólo se encogió de hombros. Pero cuando Steve ya estaba punto de marcharse, lo detuvo con un gesto, sacó un papelito del cajón de su escritorio, anotó allí unos datos, se lo entregó y le dijo casi con un suspiro: ¡Suerte! Y tenga cuidado. El Hermano Mayor vigila. No fue necesario que le dijera más, ni que le aclarara si eso del Hermano Mayor era una mención meramente literaria o era de verdad. Al salir de la oficina, en el pasillo, examinó el papel que le entregara la mujer. Allí había un nombre: Pedro Hue. Y una dirección, que casi lo hizo gritar de contento. El tipo que tenía que ver también vivía en el Colossal. Luego emprendió la marcha no sin antes cerciorarse de que no lo seguían y por más que supiera que no era preciso que lo siguiera algún tipo de la policía o del servicio secreto, para que supieran por donde andaba. Sus documentos o su fono podían ser captados fácilmente por los medios cibernéticos oficiales. Por lo que, una vez en la calle, se desprendió de ellos en la primera alcantarilla que se le presentó. Luego se introdujo en el subte, hizo varios cambios de línea para desconcertar a eventuales perseguidores y finalmente subió al que lo llevaría al Colossal. Una vez en el edificio, no fue directamente al departamento indicado en el papelito, sino que primero paseó largamente por el Shopping. Y luego, como ya estaban por dar las doce, se detuvo ante un boliche del patio de comidas y pidió una salchicha con papas y una cerveza. Finalmente, convencido de que nadie lo había seguido hasta ahí, se dirigió a la unidad de Pedro Hue, en el piso 98, número 31. Pero para hacerlo no esperó los ascensores grandes, sino que trepó al individual, convencido de que así le haría su cometido más difícil a un eventual sicario del Gobierno. Bajó del ascensor en el piso 99, buscó luego las escaleras y, ya en el piso 98, trató de orientarse en la semioscuridad que solía reinar en esos pasillos, para dar con la unidad 31. Finalmente la encontró, golpeó suavemente la puerta y como, luego de una espera razonable, nadie acudiera a abrirla, golpeó más fuerte. Pero en vano. Entonces apoyó la oreja contra la puerta y como no escuchó el menor ruido dedujo que allí no había nadie. Y ya se iba a retirar, para dirigirse a su departamento, cuando sintió pasos. Primero no pudo distinguirlas bien, pero luego, cuando estuvieron cerca, reconoció a dos mujeres, una anciana, otra de mediana edad, que se sorprendieron al verlo allí. ¿Usted es?.., quiso saber la más joven. Estoy buscando al señor Hue, respondió Steve. ¿Está en la casa? Las mujeres se sorprendieron y la mayor se echó a llorar. Es que, le dijo la otra con un gesto de congoja, Pedro no está. Y agregó, secándose una lágrima: No está, murió hace tres días. Ayer lo cremamos y esta misma mañana arrojamos sus cenizas desde la azotea del Colossal. Steve quedó de una pieza, pero al fin reaccionó. Perdón, dijo, ¿pero de qué murió? ¿Era muy mayor? No, le respondió la mujer más joven, tenía mi edad, cuarenta y siete años. Pero son esas cosas de la fatalidad. Parece que comió algo, por la calle, algo que le cayó muy mal. Y murió. En el hospital nos dijeron que lo que le provocó la descompostura era muy raro, que podría haber sido envenenado. ¿Pero quién podría querer envenenar a mi pobre Pedro, si era tan bueno? Cuando Steve llegó a su pequeño departamento en la pantalla le esperaba un mensaje de Melissa. ¿Cómo te fue?, le preguntaba. E inmediatamente después, entre signos de admiración: ¡La gran bomba! ¡El Centauro está vivo! ¡Y se acerca a la Tierra! El regreso del capitán La noticia rápidamente se hizo pública, pero hubo que esperar varias semanas para que pudiera confirmarse que aquel cohete que había sido lanzado a Marte con 600 tripulantes diez años atrás, y que se creía perdido, era el mismo que ahora se estaba dirigiendo a la Tierra. Porque si bien todos los expertos estaban de acuerdo en que no podía tratarse de otro, ya que después de aquel doloroso fracaso no se había vuelto a insistir con aventuras espaciales de esa naturaleza, las señales que llegaban eran tan débiles e imprecisas que justificaban la cautela. Era indudable que, si se trataba efectivamente del Centauro, su sistema de comunicación estaba averiado o, más misterioso aún, que quienes ahora lo conducían no eran los mismos que formaran parte de aquella desdichada expedición. Fue a mediados de junio, esto es, tres meses después de que se detectaran las primeras señales, cuando se confirmó que, efectivamente, era el Centauro el que volvía a la Tierra, ya que había sido reconocido por otras naves que se enviaron para establecer un contacto visual. Por lo que se apresuraron las cosas para recibirlo en el mismo lugar del que había salido: el gigantesco centro espacial que existía en las afueras de la ciudad. El cual, tras reconocerse que la misión no había tenido éxito, fuera desactivado para aplacar la ira del pueblo, excesivamente castigado con impuestos a causa, precisamente, de aquella frustrada expedición. Por eso el inminente regreso de la nave dio lugar a una tarea febril, y costosísima, para ponerlo nuevamente en condiciones. Agregándose, a las instalaciones anteriores, un gran palco desde el cual las autoridades saludarían a los astronautas y se difundirían los discursos del primer mandatario, del ministro del área y, si el hombre estaba en condiciones, del jefe de la frustrada expedición. Vale decir una gran fiesta de la que se invitaba a participar al pueblo. Pero, por las dudas y dado que aún no se estaba seguro de quienes eran ahora los tripulantes del Centauro y ante el temor de que pudiera haber sido tomado por vaya a saber qué seres de otros planetas, también se construyó a las apuradas un reducto, una suerte de bunker secreto, en el cual las autoridades pudieran ampararse en el caso de que, tras abrirse las puertas del cohete, no aparecieran los terrícolas esperados, sino feroces invasores de otras galaxias, empuñando vaya a saber qué armas letales. A la media tarde ya estaba todo a punto, las autoridades en los palcos, la banda militar lista para ejecutar el himno, los periodistas y las cámaras de TV prontos para registrar todo lo que ocurriera en esa jornada histórica y, alrededor del predio, miles y miles de personas, apretadas a las alambradas o subidas a lo que fuera (el techo de los autos, banquitos, escaleras, los pibes a hombros de sus padres), que habían llegado hasta allí en todos los medios posibles para no perderse nada de lo que pintaba como un acontecimiento impar. Y llegó el momento. El Centauro fue primero un punto apenas perceptible en el cielo infinito, pero paulatinamente se fue agrandando hasta adquirir el volumen mayúsculo que le habían dado sus constructores para que pudiera llevar aquella numerosísima tripulación. Al principio apareció como cayendo en picada, como aquellos viejos Stukas de la WW2, pero de pronto comenzaron a funcionar los retrocohetes despidiendo un humo blanco y espeso y la nave pareció suspenderse en el aire para, luego, descender blandamente sobre el punto indicado en la pista. La gente vociferaba entusiasmada, aplaudía, lanzaba cañitas voladoras y hacía estallar petardos y rompeportones. La banda, espontáneamente, se lanzó a ejecutar acordes marciales y los periodistas y camarógrafos se volcaron alocadamente sobre la pista para tener la imagen más viva del aterrizaje y de la aparición de sus tripulantes. Lo que demoró en producirse más de lo que lo permitían los nervios de cuantos se encontraban allí. Pero al fin ocurrió lo que todos esperaban: se abrió una puerta y, tras unos segundos de suspenso (que llevó a algunos de los que estaban en el palco a agacharse por las dudas, no fuera a ser que los del Centauro fueran ahora bandidos extraterrestres), apareció un hombre, alto, rubio, de larga melena al viento, embutido en su uniforme de astronauta y llevando bajo el brazo su escafandra. La exclamación y los vítores fueron abrumadores y la banda comenzó a ejecutar el himno nacional. Decenas de cámaras de TV enfocaron la escena para dejar registro imperecedero de ese momento histórico y miles y miles de cámaras fotográficas de todo tipo, fueron gatilladas por la multitud que aullaba de emoción y quería llevarse ese instante incomparable a su casa y mostrárselo a la patrona, a los hijos, a los nietos y al vecindario. El hecho de haber estado allí, en ese momento histórico, seguramente cobraría valores legendarios con el correr de los años. Pero a partir de allí, de la presencia del capitán Dan Hickock, que de él debía tratarse, en lo alto de la escalerilla, nada de lo que ocurrió fue previsto por nadie. Porque el tipo que apareció allí arriba no sólo no daba muestras de contento ni lucía tampoco emocionado sino que casi ni daba señales. Parecía una cosa, un muñeco rubio uniformado. Por fin movió una mano y también la cabeza, pero más como un autómata que como el capitán de una expedición intergaláctica que se creía perdida. El capitán Hickock, si es que era él, porque se lo veía distinto, mucho más joven y acaso más alto, paseó su vista por todo aquello que lo rodeaba, sin que le brotara ni una sonrisa ni una palabra y sin hacer tampoco el más simple de los saludos, ese que consiste en levantar la mano y moverla de izquierda a derecha y de decir siquiera ¡hola!, aquí estoy de vuelta. ¿Me ven? Todavía estoy vivo. Entonces, a un gesto del Presidente, un grupo de operarios arrimó una escalerilla a la nave para que el capitán pudiera bajar sin darse un golpe. Y el primer mandatario, así como su comitiva y el equipo de la emisora oficial, también se acercaron, mientras por la puerta del cohete comenzaban a asomarse los otros tripulantes, todos ellos menos entusiasmados que sorprendidos. Al fin Hickock y el Presidente pudieron darse la mano y hasta un medio abrazo, que el mandatario aprovechó para decirle al oído, de modo que no fuera escuchado nada más que por el astronauta: ¿Pero qué le pasa hombre? Muestre un poco de entusiasmo. Está de vuelta, déle una alegría a toda esta gente que lo espera. ¿Usted sabe lo que nos costó este fracaso suyo? Y enseguida, ya con el micrófono en la mano, dirigió un encendido discurso a la multitud en el que elogió a los expedicionarios y adelantó que quien la había presidido les iba a dirigir la palabra. Y luego, cuidándose de tapar el micrófono, le dijo a Hickock, de manera imperiosa: Vamos, hábleles, dígales algo de lo que pasó y de lo contento que está de estar de vuelta. Dan tomó el micrófono que puso en sus manos el Presidente, jugó un rato con él y finalmente, acercándolo a la boca dijo, sin mucha convicción: Gracias, gracias a todos. Por fin estamos de vuelta. Bueno, no todos, algunos se perdieron y tal vez sus cuerpos aún estén vagando por el espacio. No llegamos a Marte. No se qué ocurrió. Íbamos hacia allí, seguros, como tiro, pero no sabemos qué pasó. Una fuerza inmensa nos atrapó y nos desvió de nuestro objetivo. Es más, estuvimos navegando durante meses sin saber hacia dónde íbamos. Estábamos perdidos, hasta que, de pronto, advertimos que éramos arrastrados hacia una galaxia remota, que ni siquiera figuraba en nuestra carta, hasta que de pronto nos vimos precipitándonos sobre un planeta desconocido, que acaso fuera tan grande como la luna. Y no sabemos qué pasó ni cómo fue, pero un buen día nos vimos descendiendo allí, terminando allí nuestro viaje y que una multitud, como ustedes hoy, nos estaba esperando. No era Marte, no, qué iba a ser. Se llamaba, según supimos después, Moms, así como suena, Moms. Nos recibieron como a reyes. Nos agasajaron. Era un país maravilloso. Verde, muy verde. Ciudades magníficas, bajas, pobladas de árboles. Tienen su idioma, pero también hablan el nuestro. Y ellos, así como nosotros adoramos a Cristo, a Mahoma, a Buda, ellos adoran un árbol. Dicen que un día al árbol le dio sed y como no llovía se desprendió de sus raíces y se largó a caminar. El árbol también tenía un nombre, pero no recuerdo cómo era. No lo recuerdo, de verdad… Al llegar a ese punto Dan calló, como quién no sabe qué más decir. Atinó entonces a agregar “bueno, bueno”, mientras parecía querer dar por terminada su intervención, cuando el Presidente lo salvó. Tomó él el micrófono y se dirigió nuevamente a la multitud para decirles que el capitán y que todos los tripulantes del Centauro estaban muy cansados, que eran unos héroes maravillosos y que ahora lo que querían era reencontrarse con sus familias. Pidió un aplauso para todos ellos y mientras la multitud respondía con ¡vivas!, a los que se sumaron innumerables bengalas de colores, le dijo por lo bajo al capitán, en tono rencoroso, casi amenazador: Bueno, hoy y mañana, descanso. Pero pasado mañana me hacés un detalle pormenorizado de todo lo que les pasó, sin esa pavada del árbol y todo lo demás, ¿eh? Y le repitió, furioso: ¿Sabés cuánto nos costó esta expedición, no? ¡Y vos hablando de arbolitos! Con el Capitán Durante meses y con toda razón, los expedicionarios del Centauro fueron protagonistas obligados de todos los medios. Los diarios, la web, la TV, las radios, se ocuparon de ellos, llenaron programas enteros, generaron comentarios, protagonizaron romances, dramas y hasta muertes inesperadas, la mayor parte de ellas por suicidio. Cuando ese clima se calmó y la atención pública dejó de estar casi exclusivamente centrada en ellos, Melissa llamó a su ex marido. Había visto el arribo del Centauro desde la ventana del departamentito de Steve en el Colossal y luego, por TV, el recibimiento que le había preparado el gobierno y el discurso del rejuvenecido capitán Dan Hickock. Y su conclusión fue que su ex ocultaba algo muy importante de ese viaje fuera de todo cálculo. Una tarde, pasada ya la euforia de las entrevistas, los cuatro, ya que ella también se hizo acompañar por Steve y él por su pareja, el navegante Klaus Salczman, se encontraron en la terraza del Colossal, como siempre llena de gente. Al comienzo la conversación se hizo difícil. En primer lugar porque no es sencillo, para una mujer, hablar con su ex marido cuando éste está acompañado por su novio. A lo que se sumaba que Steve, en cuanta oportunidad se le presentaba, le hacía gestos pícaros alusivos al nuevo gusto sexual del capitán. Y también porque Melissa pretendía que él le dijera la verdad de lo que había acontecido en el viaje y no la cantidad de “boberas” (así las definió), que él, lo mismo que el resto de los otros tripulantes, venían difundiendo desde que llegaron. Vos lo dijiste muchas veces, todo el país, toda la Tierra lo escuchó de tus labios y de los demás tripulantes. Si Moms era un paraíso, si los trataban tan bien, si todos estaban tan contentos, ¿cómo fue que, después de siete u ocho años de estar allí, quisieron, todos, volver a este mundo injusto y desgraciado? ¿Porque extrañaban? No lo creo. ¿Porque los obligaban a adorar al arbolito? Tampoco. Se muy bien que vos no creés en nada. Sos un científico, como yo, como Steve y tal vez también como él. Y señaló algo despectivamente a Klaus. ¿O es que él extrañaba a su mamá? No fue fácil sacarle a Hickock los verdaderos recuerdos de lo acontecido durante esos largos años de ausencia en un punto remoto de vaya a saber qué galaxia, pero finalmente, a fuerza de insistirle y de llenarle una y otra vez la copa de aguardiente, consiguió que el hombre fuera develando, de a pocos, los misterios de aquel inesperado regreso, cuando acá, en la Tierra, todos los daban por muertos y al Centauro dando vueltas sin ir a ninguna parte, por el espacio infinito. Lo primero que dijo, cuando se largó a hablar, fue lo sabido: que perdieron el rumbo y el Centauro pareció ir, durante larguísimos meses, a la deriva, hasta el punto que creyeron que jamás llegarían a ninguna parte y que muy pronto no serían más que chatarra, fierros y carne podrida vagando por el espacio. Pero no fue así. Extraviados en el espacio, sin poder saber en qué punto del Universo se encontraban, porque los instrumentos no respondían, la tripulación se preparaba para lo peor, hasta el punto que algunos decidieron poner fin a su vida pegándose un tiro o ingiriendo un veneno. Pero un día todo cambió. El Centauro, de pronto, fue atraído por una fuerza mayúscula, inesperada e incontrolable. Así fue como se vio, de pronto, apuntando hacia un planeta desconocido que brillaba iluminado por su propio sol. Y tras varias semanas de seguir ese rumbo, no fijado por ellos, se produjo el milagro: la nave se posó allí, en ese planeta totalmente desconocido, con la misma o mayor felicidad con que lo hubiera hecho en la Tierra. Pero una vez que llegaron y abrieron las escotillas, hubo una segunda sorpresa mayúscula: el aire era tan respirable o más, porque no se notaba polución alguna, que el que requerían para sobrevivir. (Klaus aquí apuntó emocionado que el primero que se atrevió a asomarse y abandonar la escafandra, fue el capitán. Es un héroe, agregó y le subieron los colores). Y la tercera y definitiva sorpresa fue que los estaba esperando una multitud. Pero no de monos, ni de bichos extraños, sino una multitud de gente como nosotros mismos, los terráqueos. Si, repitió jubiloso, ¡como nosotros mismos! Igualitos, pero mejor, pues nos sorprendió ver que eran todos jóvenes y todos parecían vender salud y felicidad. Después, siguió, todo fue para el asombro, todo nos parecía de maravillas. Nos atendieron como a reyes. Nos dieron viviendas, trabajo, comidas riquísimas, no se cansaban de agasajarnos y de darnos regalos y de ofrecernos lo que quisiéramos: atención médica, pilchas, lugares donde hacer gimnasia o nadar, espectáculos, hasta nos invitaban a las fiestas familiares, como si nos conocieran de siempre. Más diría yo: como si siempre hubieran estado esperándonos. Y así estuvimos todos estos años que ustedes saben, hasta el punto de olvidarnos de la Tierra, dejar de pensar en nuestras familias y hasta en nuestras parejas (salvo, aclaró, que estuvieran con nosotros, y le dirigió una mirada que lo decía todo a Klaus). Se formalizaron matrimonios con nativos y nativas y todo parecía encaminarse a que habríamos de quedarnos allí para siempre y que nunca volveríamos a la Tierra. Aquí Dan hizo una pausa, como si le fuera necesario cobrar nuevas fuerzas para narrar lo que seguía. Y al fin prosiguió, luego de lanzar un suspiro prolongado y cambiarle la expresión, que pasó de la felicidad al dolor. Lo que pasó, dijo, fue que cometimos un error, un grandísimo error. Ellos, dijo con un hilo de voz, tenían algunos juegos, algunos deportes propios. Algo parecido al tenis, algo parecido al voley, algo parecido al ping pong. Pero no conocían el futbol. Y nosotros –y aquí ya, los ojos se le llenaron de lágrimas- se lo enseñamos. No se cómo ni quien se las ingenió un día para hacer una pelota parecida a las que usamos en la Tierra y algunos de ellos nos vieron practicar este deporte. Y se ve que les gustó, porque nos pidieron que les enseñáramos. Y no solo eso, se formaron algunos clubes de futbol, con su camiseta y su hinchada. Al principio jugábamos mezclados, algunos de nosotros en los equipos de ellos. Pero con el pasar del tiempo fueron cobrando coraje y un buen día ocurrió lo que nunca debió ocurrir: nos propusieron un desafío. Si, un equipo de ellos contra un equipo de nosotros. Once contra once. Les dijimos naturalmente que si, pero pensando que sería nada más que un picadito en algún potrero. Pero no. Ello se lo tomaron muy en serio y quisieron que se jugara en la cancha más grande que tenían, con camisetas, con hinchada y hasta con referí. Nosotros con camiseta marrón (por la Tierra) y ellos con una verde (por el arbolito). Las tribunas llenas. Hasta lo transmitieron por TV. Y fue a cara de perro, a ganar o morir y se disputaba una copa, la copa Dos Galaxias, que era preciosa. Bueno, para qué les cuento. Fue un partido bravísimo. Como ellos ya habían aprendido a jugar bastante bien, nos hicieron fuerza. Primero les hicimos un gol y más tarde otro. Pero en el segundo tiempo, como nosotros nos habíamos cansado más que ellos, nos igualaron casi sobre el final. El partido ya se terminaba: dos a dos, por lo, como estaba convenido, se definiría por penales. Y allí, lo digo sin jactancia, ganábamos nosotros, que teníamos los mejores shoteadores (y señaló a su pareja que asintió, dándole la razón). Pero entonces ocurrió lo inesperado, lo diabólico diría yo. Nosotros habíamos permitido que el referí fuera de ellos. No nos importaba, primero, porque pensábamos que íbamos a ganarles fácilmente. Y segundo, porque ellos eran gente que no toleraba la injusticia. Pero no fue así, no tratándose del futbol. Porque, ¿qué fue lo qué ocurrió? Lo impensado, lo inverosímil. El referí o era un bandido fanático del equipo local o había sido comprado por ellos, vaya a saber por cuántos momsis, que es la moneda que se usa allá. Porque ¿qué hizo? ¿Qué cobró? En una jugada confusa en nuestra área pero en la que, lo juro, no había ocurrido nada, ni un foul, ni un hands, nada, fabricó una infracción y le dio un penal a ellos. Primero nos quedamos helados: no lo podíamos creer. Pero después reaccionamos y nos fuimos encima del referí. Pero no hubo caso, se resistió a cambiar su decisión. Y entonces se dio lo que nunca debió pasar: lo agarramos a patadas. Ellos se metieron a defenderlo, se armó la de San Quintín, unos quedaron tirados por allá, otros por acá, sangre, fracturados, invasión de cancha por los hinchas y, al final, la debacle: los nuestros, los que estaban en la tribuna, no se de dónde, aparecieron con los fierros que traíamos de la Tierra y empezaron a los tiros. Se imaginan el escándalo, el bochorno: hubo muertos, heridos, contusos. Y así fue que se pudrió todo. Porque cuando recogieron los cadáveres, llevaron los heridos a los hospitales, se dieron cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido, a las autoridades de Moms no les quedó otra que hacer lo que hicieron: echarnos. Y si, nos echaron, así de simple, nos tuvimos que ir. Ese mismo día nos buscaron a todos, donde estuviéramos, hombres y mujeres, a los que participaron en el partido y a los que ni siquiera sabían que se jugaba y, sin más trámite, nos metieron en el Centauro. Ellos mismos programaron la ruta para que volviéramos a la Tierra, porque nosotros nunca supimos dónde estábamos y mucho menos cómo regresar, cargaron el combustible, encendieron los motores y nos lanzaron nuevamente al espacio. Pero ya no éramos 600. Algunos habían muerto a la ida y a otros, los culpables de este desastre, yo mismo los condené expulsándolos de la nave. ¿Qué otra cosa podía hacer si por culpa de ellos nos habían expulsado del Paraíso? (Y al llegar a este punto el capitán ya lloraba a lágrima viva, mientras Klaus se empeñaba en consolarlo). El regreso Cuando Hickock, gracias a los buenos oficios de su pareja y al par de aguardientes que agregó a los que ya se había tomado, se calmó, Melissa aprovechó para soltar la verdadera razón por la que lo habían convocado al Colossal. Dan ¿estás bien?, le dijo. Bueno, ahora escuchame tranquilo, no te agites. Dan, repitió, en el tono más dulce y comprador, queremos confesarte algo, algo muy importante para nosotros. Steve y yo ya no podemos ni queremos vivir más aquí, en la Tierra, ¿entendés? Y, luego de escucharlos a ustedes… querríamos irnos a vivir a Moms. ¿Vos nos podrías ayudar? Hickock la miró como se mira a los locos. ¿Después de lo que te conté?, le dijo. Pero si a los terráqueos no deben querer vernos más ni en fotos. Los estropeamos a golpes, matamos gente, los defraudamos, nos trataron como a reyes y nosotros los reventamos a tiros. ¿Cómo creés que nos recibirían ahora, si volvemos a ir para allá? ¡A los cañonazos! Ni dejarían llegar al Centauro. Ella agregó entonces, con su mejor y más convincente acento de mujer desesperada, que acaso él ya conociera: Dan, escuchame por favor, ya se, ya entiendo todo lo que vos decís, pero lo que nos pasa es terrible: nosotros, acá, ya no podemos vivir. Y pasó a contarle. Steve se enteró de algo terrible que está sucediendo. ¿Sabés lo del chip? Pues no dejes que te lo pongan jamás. Con el chip están matando a los viejos, hoy a los de 120 años, pero mañana le puede tocar a los más jóvenes y, por qué no, a los enemigos del gobierno. Steve lo descubrió y por eso lo echaron del empleo, por rebelde, lo dejaron sin trabajo y sin sueldo. Y más, yo creo que hasta su vida corre peligro. Y a mí, vos que me conocés bien, con todos mis títulos, me sacaron del laboratorio y me dieron tareas administrativas. Ahora lleno planillas, me ocupo de que no falte el papel en los baños. ¿Y todo por qué? Porque saben que soy su pareja. Dan se quedó de una pieza. Vaya, comentó, las cosas que han ocurrido aquí en nuestra ausencia. Lo miró a Klaus. ¿Vos sabías? Klaus indicó con un gesto que no estaba enterado de nada. Melissa aprovechó para darle más presión a su insólito pedido. Se habla, dijo vehemente, de inmortalidad, de que se ha vencido a todas las enfermedades y de que el hombre ya no le debe temer a la muerte y son ellos los que organizan la matanza. ¿Y sabés porqué? Porque no les cierran las cuentas. Ya no les alcanza la plata para pagar a tantos pasivos como hay y además cada día que pasa hay más. Entonces los matan. Y así van a matar a mis padres, a mis abuelos, a mi bisa y también a los tuyos. Salvo ellos, los que gobiernan, que habrán de morirse nunca. Y concluyó: ¿Viste lo que dice en latín en la entrada del ministerio de Hacienda? Absque argento Omnia vana. Y es eso lo que pasa hoy: no alcanza la plata para mantener tanto viejo y entonces los matan. ¿Vos vas a esperar a llegar a viejo aquí? Yo, nosotros, no. Hickock se quedó anonadado. No lo sabía, confesó. Pero, agregó enseguida, no se si lo que pretendés podrá llevarse a cabo alguna vez. Y no hablo solamente de que los de Moms tienen ahora buenas razones para rechazarnos. El Centauro está vigilado las veinticuatro horas, no le queda nada de combustible y, además, no tengo la menor idea de cómo hay que hacer para llegar al planeta del arbolito. Ellos fueron los que nos atrajeron y ellos fueron los que nos expulsaron, nos reabastecieron y nos marcaron el camino de regreso. Entonces fue Steve el que intervino. La clave de todo, aseguró, está en el mismo sistema del Centauro. Yo te aseguro que si me das las claves para acceder al núcleo del sistema yo puedo reproducir el itinerario. Y como Dan y Klaus pusieran cara de no creerle, agregó: Aunque hoy nadie de un centavo por mi, salvo Melissa (y le dirigió una mirada cariñosa), saqué en ciencias el mejor promedio de la Facu. Dejame intentarlo. Y si conseguimos establecer el itinerario para llegar a Moms, por lo demás no te preocupes: contamos con la gente para ir a la base, sorprender a la guardia que custodia el Centauro, cargar el combustible que ya sabemos dónde está y partir, todo en menos de seis horas. Cuando el Gobierno advierta que el cohete ha sido copado, nosotros ya estaremos rumbo al planeta de los sueños, el del arbolito. Hickock se quedó cavilando; miró a Klaus: ¿A vos que te parece?, le preguntó. Y Klaus fue categórico: Dan, le dijo, en ninguna otra parte fuimos tan felices como allí, en el planeta del arbolito. ¿Por qué no lo intentamos otra vez? Sin volver a jugar al futbol con ellos, claro. Entonces se rieron, los cuatro se tomaron las manos por sobre la mesa y pidieron otra ronda de aguardiente. Steve estuvo trabajando, día y noche, noche y día, apoyado por Melissa, que durante todo ese tiempo nunca llegó al departamentito del Colossal con las manos vacías. Unas veces fueron croquetas de papas, otras pollo a la Maryland y siempre, todas las mañanas lo sacaba de la cama con un café caliente y fresco. Y así, en menos de cinco semanas consiguió, luego de ingresar al sistema del Centauro, reproducir el itinerario que lo había conducido al planeta maravilloso. Lo demás fue más fácil y se llevó a cabo en una semana más. Primero, no les costó casi nada interesar en la aventura a todas las personas mayores de las respectivas familias, las más amenazadas por la ejecución vía chip. Y luego tampoco fue difícil reclutar un par de docenas de jóvenes dispuestos a todo con tal de correr una aventura espacial y de liberarse de la opresión de los que gobernaban desde hacía añares. Una madrugada los cuatro cabecillas, más casi un centenar de ancianos y una veintena de jóvenes armados hasta los dientes y decididos a todo, sorprendieron a la guardia, lo cual resultó fácil, porque los que no dormían estaban borrachos; luego, en unas pocas horas, reaprovisionaron al Centauro, cargaron las vituallas que habían llevado para un viaje que habría de ser forzosamente largo y partieron. Los efectivos que habían sido alertados para capturar a los expedicionarios y abortar el vuelo llegaron tarde y sólo atinaron a mover los brazos a manera de despedida cuando vieron que la nave se elevaba rumbo al espacio. Al fin, un gesto de buenos perdedores. En el Paraíso Llegar a Moms les llevó cerca de un año, en cuyo transcurso algunos viejos murieron y sus cuerpos, como en los barcos, fueron botados al espacio envueltos, si no en una bandera, que no tenían, en unos trapos marrón-tierra, como para que se supiera de donde provenían en caso de ser hallados por alguien. Entre los jóvenes se formaron algunas parejas y otras se deshicieron, pero todos los tripulantes de aquella expedición soñaron con llegar a destino y vivir como en un paraíso, sin las preocupaciones que habían dejado atrás y también sin enfermedades, sin temor a la muerte, sin temor a los que mandan y, fundamentalmente, libres para hacer lo que les viniera en gana: estudiar, trabajar, jugar, amar. Al fin arribaron a destino, hábilmente conducido el Centauro por el capitán Hickock y gracias a la carta de navegación sabiamente reconstruida por Steve Gómez. Salieron a recibirlos un par de naves del planeta Moms, que luego los acompañaron en su descenso, para que amomstizaran donde debían hacerlo. El recibimiento fue algo frío, ya que los terrícolas no habían dejado un buen recuerdo en su incursión anterior, pero al menos no les pidieron que se marcharan. Eso si, les advirtieron: Nada de fútbol esta vez, ¿eh? Si bien el trato no fue tan bullicioso ni amistoso como en ocasión del primer encuentro, con el tiempo cada familia tuvo su casa, cada individuo un lugar donde vivir y todos un trabajo que hacer, compatible (sin que les hubieran preguntado nada), con lo que habían estudiado o lo que estaban haciendo en la Tierra. Y también una tableta digital en la que se podían leer las leyes que regían en Moms, las que no eran muchas ni muy complejas, más una descripción de sus costumbres y de su historia. Steve y Melissa dispusieron de una hermosa casita con jardín y vista a los bosques que rodeaban el lugar. Y como a todos los demás, la tarea que les asignaron estuvo relacionada con sus correspondientes saberes, con su vocación y hasta con sus hobbies. Melissa no tuvo oportunidad de criar pollos y gallinas, porque en Moms no los había, pero sí de dedicar sus horas libres a las plantas y las flores, que allí crecían maravillosamente. Y Steve volvió a su intento de hacer cantar a Gardel todos aquellos tangos que no había llegado a conocer, al morir tan joven, y hasta se apuntó algún éxito, como que el Zorzal entonara, mal que bien, las estrofas de Late un corazón, una vieja pieza de Federico y Exposito. Y cuando no trabajaban ni se entretenían con sus hobbies, pues paseaban. Primero por la ciudad, pero luego se atrevieron por los alrededores y mucho más allá, ya que el caminar o el trotar, no los cansaba como en la Tierra. Y cuando llegaban las vacaciones, había transportes públicos que, en un abrir y cerrar de ojos, los depositaban en magníficas playas de mar o en las alturas de cerros y montañas nevadas. También hicieron amistades, en el trabajo y en el vecindario, toda gente buenísima con la que se reunían a comer, a presenciar algún espectáculo o a bailar, ya que estaban de moda danzas muy parecidas al shimmy y al danzón. Steve introdujo a algunas muchachas en los misterios del tango, pero no insistió porque le pareció que las chicas malinterpretaban eso de bailar apretados (o “sin luz”, como también les explicó) y ponían en peligro la fidelidad que pretendía guardarle a Melissa. El pibe En resumen, eran felices como nunca lo habían sido antes, se sentían perfectamente integrados a la comunidad de Moms y por añadidura, no solo no envejecían sino que se sentían cada día más jóvenes. También se veían, aunque cada vez menos, con padres, abuelos y demás parientes. Pero un buen (o mal) día, todo cambió. Porque, quién sabe por qué, acaso porque extrañara a la familia o fuera víctima de un ataque de melancolía, así, de pronto, sintió que su madre, que estaba tan lejos y de la que hacía tanto que no sabía nada, le hablaba. Y, más precisamente, le preguntaba: Nena ¿y para cuándo el nietito? ¿O voy a ser abuela cuando esté dos metros bajo tierra? Reclamo con que, es cierto, ya la venía torturando desde aquel, su primer casamiento con Dan Hickock, pero del que habrá que decir también, en su descargo, que es común a casi todas las señoras con hijas casadas. Voy por mi tercer matrimonio, le decía ella al espejo, estoy cada día que pasa un poco más vieja, aunque aquí no se me note, y nunca estuve embarazada. Es cierto, reconocía, que siempre fui de cuidarme, y tuve esas mismas exigencias con mis dos primeros maridos. Pero ahora, ¿qué me pasa? ¿O qué le pasa a él? Y lo encaró nomás a Steve. Por lo que un buen o mal día se dirigió a él, que estaba metido con sus cinco sentidos en la ardua tarea de hacer cantar a Gardel lo que nunca había cantado, y le hizo la gran pregunta: ¿Vos te estás cuidando para no tener hijos o soy yo que no puede tenerlos? Él, sorprendido, quedó de una pieza, y sólo atinó a responder: No se. Pero, reaccionó, ¿a qué viene esto ahora? Y ella le respondió, categóricamente: Porque me muero por tener un bebé. Me muero. No lo pensaron más, Steve interrumpió su tarea (con lástima, porque le pareció que al Morocho ya le salía Cafetín de Buenos Aires y salieron en busca de una opinión autorizada. Por lo que se dirigieron a un hospital, en el cual consultar a una médica. Pero ya en camino a ella se le cruzaron unas oscuras sospechas. Atravesaron una plaza y Melissa observó: ¿Te diste cuenta que no hay ningún pibe jugando y que en las hamacas sólo hay unas viejas meciéndose y soñando vaya a saber con qué? ¿Y antes, unas cuadras atrás? Pasamos por una escuela, estoy segura de que era una escuela. Pero allí no había nadie, ni chicos ni maestros. Estaba cerrada. ¿No será feriado?, aventuró él. ¿No estarán de vacaciones? Ella hizo un gesto, mostrando las dudas que la embargaban. Al fin llegaron a un hospital. Entraron y como no dieron con un portero, buscaron a tientas alguna sala que dijera “mujeres”, o “maternidad”, pero no la encontraron. En esa zona del edificio había muy poca gente y no solo eso: las paredes estaban flojas de pintura, con el revoque saltado aquí y allá y hasta con algunas filtraciones no arregladas; también dieron con salas vacías, sin médicos ni enfermeras. Hasta que hallaron un consultorio en el que, tras la puerta entreabierta, se advertía la presencia de una señora que vestía un impecable guardapolvo blanco. Estaba absorta, leyendo una revista, por lo que se sorprendió al verlos entrar, pero enseguida les sonrió y los recibió con los brazos abiertos. ¡Qué los trae por aquí?, les preguntó luciendo una amplia sonrisa y como si se tratara de un encuentro entre amigos. Ustedes no son de aquí, son de la Tierra, supongo, dijo luego de observarlos unos instantes. Ah, qué bello planeta y qué linda gente que nos mandan. Completó tanta amabilidad haciéndolos sentar y ofreciéndoles té, café o lo que quisieran. Ellos rehusaron y fue Melissa la que, impaciente, rompió el fuego. Soy yo, doctora, la que quiere hacerle una consulta. ¿Qué?, preguntó entonces la doctora, toda alborotada: ¿Si estás embarazada? Ay, qué alegría, ojalá pueda decirte que si. Dejame ver. Se apartó unos pasos de ella, para examinar sus formas, y luego dijo, con cierto desencanto en la voz: No, no parece. Entonces fue Steve el que intervino, No doctora, le dijo, sabemos que mi mujer no está preñada. Lo que ella quiere, lo que nosotros queremos es precisamente tener un hijo y para eso tal vez usted tenga un tratamiento. Si, agregó Melissa, es que queremos embarazarnos (y lo señaló con un gesto a Steve) y no hay caso, no pasa nada ¿entiende? ¿Usted podrá?... A la médica, ante esa revelación, se le ensombreció el rostro. Examinó los papeles que tenía sobre la mesa, los emparejó, tosió ligeramente y luego se levantó y les habló, pero dándoles la espalda y mirando a través de la ventana a la gente que pasaba por la calle. Ustedes, dijo, son extranjeros. Del planeta Tierra, ¿no? Bien, deben saber que nosotros, los de Moms, los nativos, nos hicimos muchas ilusiones con ustedes los de la Tierra. ¡Pero mucha, muchísima! Por eso nuestros científicos atrajeron el Centauro para que bajara aquí, desviándolo de la ruta que llevaba, sabiendo que adentro iban muchos hombres y muchas mujeres. Y, sobre todo, mucha gente joven. Si, lo sabíamos, acá nuestros científicos llegan a saber todo. De la Tierra, pero también del resto del Universo. Si ¿y?, preguntó Melissa, cansada de tanto preámbulo. La doctora entonces se dio vuelta, apoyó las manos sobre el escritorio y le dijo, mirándola a los ojos: ¿Vos sabés cuál es el gran problema de Moms? ¿No? Pues te lo digo: que hace años, muchísimos años, que aquí no hay un alumbramiento. Somos todos viejos. Yo, así como ves, ya voy a cumplir noventa. Entonces pensamos: no hay caso, somos nosotros, los nativos, los que no podemos engendrar. Vamos a vivir para siempre, quizá hasta el final de los tiempos, o vamos a morir viejísimos, pero no lograremos que aquí nazca una criatura, que una mamá amamante su bebé, que haya pibes jugando en los parques. ¿Y la solución, entonces, cuál es, nos preguntamos? Hicimos asambleas, se publicaron artículos, se escribieron libros… La solución, concluimos nosotros, a través de quienes nos gobiernan, es atraer parejas de otras galaxias, para que procreen acá. Nuestros científicos estudiaron el tema y de pronto, la gran oportunidad: una nave carga de terráqueos, de hombres y mujeres, había partido de la Tierra y se dirigía a poblar otro planeta. ¿Por qué no desviarlo, se dijeron nuestros técnicos, si podemos hacerlo? Y una vez acá, que sean la base de la nueva población de Moms, trayendo chicos al mundo. Y lo hicimos. Los trajimos a ustedes, llenos de ilusiones. Pero, y acá el rostro se le ensombreció, ya ven, no pasó nada, ni con los que vinieron antes y que sólo nos dejaron el horrible juego ese del fútbol, ni con ustedes. Tampoco con ustedes. Se produjo un largo, larguísimo silencio y al final la doctora recuperó el habla y dijo, como pensando en voz alta: No, es evidente que hay algo acá, en el aire, en el agua, tal vez en las plantas, o acaso sea por efecto del sol, pero lo cierto es que hasta ahora ni nosotros, los nativos de Moms, ni ustedes, los que vienen de otras galaxias, conseguimos reproducirnos. Ni, creo ya, lo conseguiremos nunca jamás. ¿Y saben cuál es la única y ridícula esperanza que nos queda? No, ya la cosa no es con ustedes. Ya no esperamos que traigan pibes a Moms. Ahora hay unos científicos, allá, en el norte de nuestro planeta, una zona casi despoblada y de clima cambiante, que están trabajando ¿a que no saben en qué? En fabricar, si, como lo oyen, en fabricar, aunque ésa acaso no sea la mejor de las palabras, bebés a partir de ciertas sustancias que han encontrado en el suelo, mezclada con esperma y no se qué más. Y allí, en ese experimento loco, insano, reside ahora toda nuestra esperanza de volver a ver niños en Moms.. La doctora, finalizada su revelación, miró largamente a Melissa y se abrazó a ella y le habló al oído. ¿Feo, muy feo lo que te conté, no es cierto? Perdón entonces. Lo siento. Y ya en la puerta del consultorio, ya repuesta y con una sonrisa algo forzada, les recomendó: ¿Quieren un consejo, ya que aquí no puedo hacer nada por ustedes, ni seguramente querrán tener un bebé prefabricado? Vuélvanse a su tierra, que aún son jóvenes. Moms, concluyó con un largo suspiro, no creo que ya sea nada más que el planeta de los viejos. Hasta el final de los tiempos. La vuelta Melissa y Steve, tomados de la mano, deprimidos, en silencio, se encaminaron hacia la casa en la que vivían. Y allí se recluyeron, ella para hacer unos scons, en silencio y mirando TV y él intentando, como cada vez que tenía un momento libre, ampliar el repertorio del cantor francés. Al rato los atrajo un ruido que venía de la calle y lo que vieron no lo podían creer. Era indudable que las noticias corrían rápidamente por ese vecindario. En el jardín de la casa unas mujeres se habían detenido y emitían algo así como un rezo, mientras sostenían unos arbolitos de papel o de tela, pidiendo el milagro de que Melissa quedara embarazada. Así estuvieron durante un buen rato y al fin se alejaron de allí, pero dejando esta suerte de exvotos prodigiosos, destinados a la dueña de casa. Meses después, cuando nada había cambiado en sus vidas, Melissa y Steve se largaron a caminar, sin hablar, cada uno enfrascado en sus propios problemas: ella, en el embarazo que no se producía; él, en la resistencia de la voz del Zorzal a acoplarse a las nuevas canciones. Caminaron y caminaron, mucho más de lo que solían hacerlo, Y de pronto, como si se lo hubieran propuesto, se encontraron en medio del campo en el que se había depositado el gigantesco Centauro, que nadie vigilaba y parecía condenado a herrumbrarse allí, a la intemperie. Dieron vueltas alrededor de él, tomados de la mano y finalmente Steve le propuso a su mujer: ¿Qué te parece si subimos? ¿No querés ver en qué estado se encuentra? Ella aceptó y treparon por la escalerilla; abrieron, sin ninguna dificultad, la portezuela e ingresaron a la nave. Desde adentro impresionaba aún más que desde afuera. El interior era inmenso, capaz de alojar, como lo había hecho, a centenares de tripulantes. Y la cabina de mando asustaba por la complejidad de los instrumentos que contenía. Steve dio con el tablero de las luces, las encendieron y recorrieron curiosos y nostalgiosos las entrañas de esa fabulosa ballena fabricada en la Tierra con metales extraños y complejas tecnologías. Él se animó a pulsar algunos botones en la cabina, tras sentarse en el lugar del comandante de la nave y concluyó: Una cosa puedo asegurarte: tiene combustible. Se ve que los de Moms, dedujo riendo, por las dudas de que nos tuvieran que expulsar de nuevo, lo aprovisionaron. Y continuó pulsando botones y moviendo palancas, como un chico curioso. Todo está bien, todo funciona, dedujo. Y se animó a más. Marcó la clave que recordaba en el tablero virtual y apareció, como si se tratara de un simple GPS, el recorrido que debía conducir a la nave nuevamente a la Tierra. Se miraron largamente, entendiendo lo que iba en esa mirada. Ella, al fin, dijo: No podemos. Tendríamos que avisarles a Dan y a Karl. Vamos, nena, le respondió Steve sonriendo, ellos no tienen el problema que tenemos nosotros. Ellos no esperan tener un pibe. Volvieron a mirarse, como sintiendo pena el uno del otro. Qué dilema el nuestro, dijo él finalmente. En nuestro planeta asesinan a los viejos y en éste, donde los viejos apuntan a la eternidad, no consiguen que nazcan pibes. Ella asintió con la cabeza y agregó: Qué lastima, ¿no?, acá todo es tan lindo, tan perfecto, hay tanta paz, tanta belleza. Si, pero no creas, le dijo él. Yo a veces extraño. ¿Y sabés qué extraño? Te va a parecer mentira, pero extraño el Colossal. Tan grande, con todo tan a mano. Y si tenemos un pibe, seguro que conseguimos que nos den un departamento más grande. El de cuarenta metros o, tal vez, se ilusionó hasta el de setenta y cinco. Si, le respondió entonces Melissa, pero primero nos van a condenar vaya a saber cuántos años en la cárcel, por haber robado el Centauro. No, la tranquilizó él. ¿Quién era el capitán? Hickock. ¿Y entonces? Nos van a recibir como héroes. Ya vas a ver. Ella prefirió no responderle y caminó hacia el interior de la nave. Acá hay comida, dijo. Y agua en los tanques (la probó), bien conservada. ¿Y por allí, le gritó, cómo andan las cosas? ¿Los instrumentos funcionan? Él se sentó en el puesto de mando, observó con detenimiento los diferentes botones, luces y palancas que tenía aquel complejísimo tablero de mando y luego de comprobar, someramente, que todo funcionaba, le respondió, también a los gritos: ¡Esto parece más fácil de manejar que tu auto alemán! Para poner el Centauro en marcha bastaba con bajar una palanca y apretar un par de botones. Y para que el cohete se orientara hacia donde ellos quisieran, el procedimiento era aún más sencillo, ya que era suficiente con señalarlo en el GPS. Así, tanto partir como llegar se convertía en un trámite sencillo, salvo, claro está, que se les cruzara algún meteorito traidor. Volvió a dirigirle una larga y prolija mirada a los mandos. Por fin, convencido de que no era tan complejo como parecía, tomó una gorra que había por allí, se la calzó hasta las orejas y, como si se tratara de un chofer de taxi, le preguntó a Melissa, que ya estaba otra vez a sus espaldas, curioseando: ¿Dónde la llevo, señora? ¿Marte?, ¿Venus?, ¿la Tierra?, ¿el Colossal?.. Y puso a rugir los motores. En la ciudad debían haber adivinado que se iban, porque allí, en la pista, ya había un montón de nativos despidiéndolos y agitando, como banderitas, arbolitos de tela y de papel. Menos de un año después, tras un viaje sin tropiezos, estaban otra vez en la Tierra. Al descender del Centauro en brazos de su mamá el pibe, Carlos Romualdo, estaba por cumplir dos meses y berreaba como un condenado. - FIN-

viernes, 15 de febrero de 2013

El gran error de Mauricio

Circo criollo 

El gran error de Mauricio  

No es preciso ser Nostradamus ni haber estudiado con los monjes del Tibet para predecir, con altísimo grado de certeza, que el señor Mauricio Macri, actual gobernante de la ciudad Capital y máximo dirigente del Pro, no va a ser, jamás de los jamases, presidente de los argentinos. Porque si hasta hace unos días tenía algunas chances, dados los profundos desbarranques de la Señora y de la excesiva sobrecarga que le significan su vicepresidente y no pocos de sus ministros, hoy puede aseverarse, sin ningún género de dudas, que las acaba de tirar por la borda. Y esto tiene poco o nada que ver con otros de sus desaciertos, como lapoda de árboles para darle paso al controvertido metrobús por la avenida 9 de Julio, la carrera de autos que se propone hacer por el centro-norte de la ciudad, olvidando que para eso ya hay un Autódromo, y la suba del boleto del subte a 3,50, presuntamente endulzada con la aparición de formaciones chinas  con aire acondicionado. No, si bien todo eso es grave y hasta gravísimo, casi tanto como su pasión por Freddie Mercury y su desconocimiento supino de Carlitos Gardel, el obstáculo mayor a su carrera presidencial se lo acaba de poner él mismo, al decir que, si llegara a ser presidente de los argentinos, una de sus primeras medidas sería terminar con Fútbol para Todos. Lo que no sólo suena a incoherencia y hasta a barrabasada, especialmente en un político que supo ser dirigente de Boca Juniors, sino que implica asimismo desconocer las virtudes, digámosle políticas, de este programa.  Porque como bien lo señalan las encuestas, el apoyo a la Señora viene en picada, lo que bien podría explicarse, no sólo por lo veleidoso que es el pueblo argentino, sino asimismo por algunos pequeños errores de su gestión. Como, por ejemplo, la inflación; la pretensión de que Irán entregue a los culpables del atentado a la AMIA mediante una gestión judicial argentina ¡en Teherán!; el parate de la economía; el descontento social: la inseguridad: el cepo cambiario, y hasta el gracioso recuerdo del tren bala. Pues bien, pese a todo eso y algo más, ¿dónde persiste el apoyo a la gestión presidencial, según las encuestas? Pues precisamente entre quienes se solazan viendo viernes, sábados y domingos, y a veces hasta los lunes, “Futbol para todos”,  justamente el programa que el presunto candidato a ocupar el lugar de la Señora se propone eliminar si llega a sillón del morocho Rivadavia. Pero además. ¿con qué piensa reemplazarlo? ¿Con polo para todos? ¿Con rugby para la juventud de Barrio Norte? ¿Con ping pong para los supermercadistas chinos? Su pretensión es totalmente descabellada aunque algo hay que agradecerle. Porque peor, muchísimo peor habría sido que la gente, el votante, el hincha del buen futbol, siempre tribunero aunque esté cómodamente sentado en el sofá frente a la TV y tomándose una birra, se enterase de los planes nefastos del señor Macri una vez que asumiera en la Rosada. No, ha sido un paso en falso pero definitivo. Que pase el que sigue. Y al que habrá que preguntarle, antes que cualquier otra cosa: Futbol para todos, ¿si o no? El reo de la cortada de San Ignacio estuvo de acuerdo. “Este mozo se equivocó como a las bochas”, comentó- “¿Y ahora quién nos queda?”, quiso saber un fulano que estaba en la mesa de al lado. El reo lo pensó un rato, tomó un sorbo de café y aprovechando que se había sentado en una mesa de la vereda, encendió un cigarrillo, negro y sin filtro. Y luego dijo: “¿Boudou no puede ser, no? Entonces elegiría a este muchacho Timerman. No digo que vaya a ser un gran presidente, pero fija que con él nos matamos todos los días de risa”.

miércoles, 13 de febrero de 2013

La inflación, ayer como hoy

 Circo criollo

 La inflación, ayer como hoy  

Cualquier criollo que se precie de tal, el más amarrete, el más rico, el más pobre, todos en fin, guardan, no en un rincón del corazón, pero si acaso como señaladores o en un cajón de la mesita de luz, un menú de billetes viejos. Los que en su momento se denominaron pesos, pesos ley, argentinos o australes. Y también, por qué no, monedas de un centavo, de dos, de cinco, de diez y de veinte, metidas en una lata.  Que a veces sirven para algo. No, desde ya, para comprar nada con ellas, pero sí para que los pequeños hagan bochinche sacudiéndolas  y así se olviden, siquiera un momento, de los jueguitos electrónicos. Esta acumulación de emisiones, de ceros y de metálico, empezó precisamente en los 40, después de varias décadas de estabilidad que pusieron al peso allá arriba, entre las monedas fuertes. Y que, acaso por ello, alguien, tal vez un gaita adicto a la tauromaquia, los llamó morlacos, palabra que designa al toro más grande y más fuerte. Es decir que ya van para 70 años, más o menos, de deslices inflacionarios, leves y agudos, que dan por tierra con el signo monetario del momento y precipitan el ingreso de otro, condenado a igual suerte no bien el Gobierno de turno empieza a pelearse con la realidad. Porque cuando se han creado las condiciones para que los precios y los salarios se disparen,  como ocurre ahora mismo, son al ñudo los candeales y los caldos de gallina, así como también carece de importancia que los medios, señalados de inmediato como de la contra y castigados de diversos modos (como se merecen), salgan a gritar que las cifras oficiales son truchas y que las verdaderas duplican o triplican la inflación oficial. Porque la gente ya lo sabe, los sindicatos ya lo saben y el Gobierno también lo sabe. Sólo que se hace el otario y pretende actuar como si los pesos todavía fueran morlacos. Quienes tienen años, muchos, recordarán al primer Perón. Que aunque supo terminar con la prensa independiente y no sólo la opositora, no existían las computadoras, no se twiteaba, ni se conocían el facebook ni el teléfono celular, y el correo tampoco daba garantía alguna de secreto y privacidad, se las vio negras con la inflación. Y las cifras que se publicaban entonces, influidas por los precios máximos, no reflejaban el costo extra de la mercadería representado por la escasez, el acaparamiento y la especulación. Todos ellos resistentes a las amenazas de llevar presos a los almaceneros que cobraran de más y que, cuando eran sorprendidos, pagaban su delito con 15 días en Devoto. Así como a los actos espectaculares, como la Campaña de los 60 días, lanzada por el mismísimo Juan Domingo desde el Once, de donde partieron, luego de una dura arenga casi de madrugada del General (era adicto a levantarse temprano), un ejército de inspectores dispuestos a derrotar a los remarcadotes de precios de una vez y para siempre. Pero no fue así ni volverá a serlo ahora, aunque la Señora disponga de la cadena de radio y TV a su antojo y castigue con twitts demoledores a políticos, gremialistas y periodistas que se atreven a afirmar que el índice oficial no es más que una fantasía. Y lo mismo cabe para el colérico señor Moreno: sus pretendidos 60 días de paz inflacionaria serán tan ilusorios,  por más que se empeñe, grite y se enoje, como la Campaña de los 60 días del Pocho. (Salvando, claro está, las grandes distancias humanas y de impacto social. A Perón, por entonces, se lo tomaba en serio). La singularidad y consiguiente preocupación de la actual política seudo antiinflacionaria es que, aunque todo indica que estos Rocas, Evitas y demás próceres que ilustran las distintas denominaciones van a ir a parar muy pronto al cajón de los desechos, se insista con esta farsa. Y se intente distraer a la opinión pública con propuestas no menos fantasiosas y risibles. Como el juicio por la AMIA llevado a cabo en el país de los autores del atentado o la pretensión de que Gran Bretaña devuelva las Malvinas porque así se lo pide este gobierno. No se lograría menos prometiendo al primer ministro inglés hacerle chas chas en la cola en caso de negarse a entregar las islas; ni se lograría más, luego de incursionar por Teherán, intentado un acercamiento íntimo con Corea del Norte, ahora que acaba de hacer estallar un artefacto nuclear en casa. “¿Maestro, preguntó el reo de la cortada de San Ignacio, será cierto que los funcios que tenían dólares los vendieron a precio oficial porque se lo pidió la Presi?” Y como le respondieran que creían que si, agregó: “Entonces me parece que a esos tipos habría que hacerles un monumento. ¿O no?” Los parroquianos que rodeaban al reo se miraron entre ellos y finalmente exclamaron: “Si, un monumento al…”  (Y aquí las voces se hicieron confusas).      

martes, 12 de febrero de 2013

Piedritas

Piedritas

El cabo primero Vidales se desprendió del grupo y saltando ágilmente los charcos, porque llovía a mares, se metió en la oficina. Pero no había terminado de sacudir los pies y de estrujar el birrete cuando el soldado oficinista, sentado frente a su Remington, le advirtió: “Cabo, lo siento, pero me dijo el sargento Pinoli que no le dijera nada”. El cabo le echó una mirada fulminante. “¡No le habrás dicho!...”, le gritó en tono amenazante y mirándolo atravesado con sus ojitos de indio. “¿Y por qué no se lo iba a decir?”, respondió el soldado, con su mejor cara de otario. El cabo no le respondió. Se echó sobre él, lo agarró de la cabeza, lo levantó como se levanta un trapo y cara a cara, echándole su aliento a mate cocido, le preguntó: “¿Qué te pasa a vos? ¿Te estás haciendo el idiota, porteñito de porquería? Decime la verdad. ¿Le dijiste?... Espero que no, porque si le dijiste…” Y su voz adquirió un tono inocultable de amenaza. El soldado, ante esa reacción, aflojó. Y tratando de librarse de las manazas del cabo, mientras hacía un esfuerzo por sonreír, le respondió: “Pero no, cabo. ¿Cómo imagina que se lo iba a decir?… Era una broma, nada más”. Vidales lo soltó y hasta celebró con una sonrisa la picardía de su subordinado. “Había resultado pícaro el porteñito, ¿eh?”, comentó más calmo y ayudándolo a volver a su asiento. “Así que no le dijiste ¿no? No, si yo sabía que eras vivo vos. Uno de los pocos porteños vivos que conozco”. Y enseguida, luego de palparse los bolsillos, le pidió al soldado un cigarrillo. Y ya con el cigarrillo encendido y caminando por la oficina, pasó a explicarle, lo más convincente que pudo: “Vos sos muy curioso, como todos los porteños, pero te lo voy a decir porque vos sos un buen soldado y te has portado bien. No como todos esos porteños compadritos que ya andan de melena y ni saludan en la calle. Pero vos tenés que saber que harías mal en decirle a Pinoli eso, que yo pregunto cuándo está de guardia. Porque lo único que quiero saber y esto entendelo bien, es cuándo le toca a él para no coincidir. ¿Y por qué? Por una sola razón: porque nos llevamos muy mal desde un día que nos peleamos. Y entonces, mejor que no coincida otra vez con él, porque seguro que terminamos a los golpes. Por eso nada más. Bueno, terminó el cabo Vidales dejando caer el pucho al suelo y pisándolo con sus botas mojadas, ¿ahora me vas a decir cuándo está de guardia?” Para el soldado estuvo claro que esa explicación era mentira, pero como temió que Vidales volviera ponerse violento, le dio la información y el cabo lo dejó solo. Y con la duda aún dentro del pecho, se puso a hacer su tarea, que no era otra que el listado de los que habrían de estar de guardia al día siguiente. Escribió con la Remington: Oficial de servicio, teniente primero Mora; Jefe de guardia, sargento primero Pinoli; sargento de cuarto… En ese instante le pasó por la cabeza la idea de poner también a Vidales en esa guardia. Pero el recuerdo de la garra del cabo lo disuadió. Desechó esa idea pero la reemplazó de inmediato por otra. ¿Qué pasaría si en lugar de poner a Pinoli en la guardia del día siguiente, como le había dicho a Vidales, lo incluía en la de dos días después, sin avisarle? Al fin, ¿dónde estaba escrito que tenía la obligación de hacerlo? Pasaron dos días. El soldado, en la oficina del cuartel, estaba nervioso. Le parecía que esa tranquilidad de que gozaba no podía ser normal. Se puso a trabajar y fue entonces cuando, mirando más allá de la Remington, advirtió que el sargento primero Pinoli se acercaba con un grupo de relevo por la calle principal. Lo observó largamente tratando de sacar algo de aquel rostro gordinflón y de aquella actitud pachorrienta. Pero la observación no le dio ningún resultado. El sargento, al pasar, lo saludó con un gesto corto y amable y prosiguió su camino. Por fin, era ya casi mediodía, se cansó de esperar alguna consecuencia de lo que había hecho, pensó que ya nada podría pasar y se disponía a salir cuando una mano de hierro lo atenazó y lo levantó de la silla. ¡Carrera maar…! Al campito, ¡ya! Y allí fue nomás, lo mismo corriendo que saltando, saltando que arrastrándose, siempre con la voz agria de Vidales detrás. Persiguiéndolo, no dándole ni el menor descanso, haciéndole dar de narices contra el suelo, hacer salto de rana, arañarse las manos, destrozarse la ropa, quedar sin aliento. Pero eso fue nada más que el principio. Ya en el campito, que estaba embarrado, la cosa fue aún peor. Debió arrastrarse, hacer salto de rana, sumergirse en los charcos y brincar. Y al fin de un tiempo interminable, de pronto, así como había empezado, le gritó, por última vez: ¡firme recluta! Y sin darle ninguna explicación, así, como cesa una tormenta, de golpe, dio media vuelta y se marchó. Y allí se quedó un buen rato el soldado, golpeado, extenuado, embarrado dolorido y viendo nomás cómo el cabo se alejaba a paso vivo, sin dirigirle siquiera una mirada. Cuando pudo reaccionar, levantó la vista y, para su sorpresa, lo vio, allí, frente a él, al sargento 1º Pinoli, con su sonrisa bonachona. “Este Vidales, le comentó compasivo y palmeándolo, es un burro, una bestia, un mal tipo. Perdónelo soldado, total usted ya se va de baja”. Y no sólo lo consoló. También se acercó a él, lo ayudó a sacudirse el uniforme y, cuando lo vio restablecido, le comentó: “Paciencia soldado, qué le va a hacer, este Vidales está cada vez más loco. Y se porqué se lo digo”. Y como el soldado lo mirara extrañado, el sargento 1º lo tomó de un brazo y mientras se encaminaban juntos hacia las oficinas del cuartel, le fue contando. “Si soldado, este pobre hombre ha perdido la chaveta, así como lo oye. Si, anoche mismo tuve la prueba, una prueba más por si faltaba. ¿Sabe lo que pasó?  No lo va a creer soldado. Le cuento, pero usted, por favor, no se lo cuente a nadie. Bueno, usted sabe que vivo aquí cerca, en el barrio de suboficiales. Y anoche, ya serían más de las diez, casi las once, estábamos durmiendo lo más tranquilos, cuando sentimos que algo golpeaba la ventana. Mi mujer se despertó, pero quedó muda del susto, porque no dijo nada. Pero yo también me había despertado. Entonces hice lo que tenía que hacer: levantarme de la cama para ver quién era el idiota que estaba arrojando piedras. Y mi mujer que no, que cuidado, que esto, que aquello. Y aunque estaba a punto de llorar de miedo, fui hasta la ventana, la abrí de par en par ¿y a quién veo allá abajo recogiendo piedritas del suelo? ¡Al loco este! ¡A Vidales! Que cuando me vio aparecer se quedó duro y mudo como una estatua. Yo le grité: ¿pero qué hace cabo tirando piedras a mi ventana? ¿Está loco? ¿O está borracho? No se qué excusa balbuceó, qué dijo, pero estaba claro que el hombre había tomado de más. Porque ni me contestó, balbuceó algo que no le entendí, hizo la venia y se fue corriendo a los tumbos, vaya a saber adónde”. El soldado se detuvo y tomando del brazo al sargento 1º le preguntó: “Perdón,  ¿y su señora, cómo reaccionó?” “ Pobrecita, le respondió Pinoli reiniciando la marcha, ¡ni se imagina! ¡Se pegó tal susto que la tuve toda la noche llorando! Le digo más, esta mañana todavía le duraba el tembleque”. El soldado volvió a la oficina y se sentó un largo rato frente a la Remington, sin tocar una tecla. Después se levantó, se dirigió a la oficina de su superior, el teniento 1º Martínez y le pidió, por favor, que le dieran otro destino.

sábado, 9 de febrero de 2013

Los aprovechados de siempre

Circo criollo

 Los aprovechados de siempre 

“Tesis sobre un homicidio” es, qué duda cabe, una buena película. Pero, admitámoslo también, nada más que eso. Sin embargo, por alguna razón que nadie sabe explicar bien o, acaso, prefiera no hacerlo, hoy está arrasando en las boleterías de los cinematógrafos y superando, por mucho, los mayores ”tanques” de Hollywood, inclusive los que tienen grandes figuras, son dirigidos por estrellas del firmamento cinematográfico o se exhiben en 3D. El gran imán, como bien se sabe, para que el público pequeño acuda a verlos en bandadas y al que no les dan las manos para sostener las gaseosas y el pochoclo.. Ahora bien ¿cuál es el gran atractivo de esta película que arrasa con las taquillas, por más que no es yanqui ni se ve en 3D? El director es bueno, pero no es Spielberg, ni los hermanos Cohen, ni Woody Allen. El argumento también lo es, pero ni se compara con el suspense de los films de Hitchcock. Y finalmente quedan la actuación del protagonista, que es muy buena, pero tampoco puede decirse que su papel esté a la altura de las grandes interpretaciones de Marlon Brando o Laurence Olivier, vaya por caso. En consecuencia, ¿por qué acude tanta gente a verla? Y la respuesta está más que clara: es la contra. En efecto, los contreras, vale decir los piantavotos de siempre, desde los gloriosos tiempos del General, en lo primero que se fijan, antes de comprar un diario o un libro, ver una película o una obra de teatro, escuchar tal o cual tanguito, chacarera o cumbia, es de qué lado está el que lo hace o lo interpreta. Y si es de la contra, si es de los que no creen en el Eternauta, no miran 6,7,8 y le critican a la señora hasta el color del pelo, los mofletes y las puntillas, entonces van y se apresuran a ver esta película, a comprar la biografía de Lanata por Majul o a cambiar de canal cuando Ella da una de sus clases magistrales. Y la cosa no para ahí. También son los primeros en criticar la obra de gobierno cuando, por ejemplo, se toman medidas brillantes, como esta de interpelar a los autores del atentado contra la AMIA en su propia guarida de Teherán, adonde ya se dirige el canciller con un par de grilltes nuevos. O, también, cuando se le hunde un crucero corroído por el óxido, como acaba de ocurrir con el Santísima Trinidad. Otra crítica con mucho de mala leche y superchería porque, digámoslo con una mano en el corazón, ¿a que primer mandatario no se le ha hundido alguna vez un buque por ese o por cualquier otro motivo? Tal vez sólo al presidente de Bolivia, o al de Suiza y no a muchos más, convengamos en eso. Pero no, a Cristina, simplemente porque es ella,  no se lo perdonan ni se lo perdonarán jamás. Y esa es la gran diferencia. Ahora bien, después del éxito de esta película debido, más que a razones artísticas, al entredicho Darín-Cristina, habrá que estar atentos a lo que se viene. Porque no vaya a ser que aprovechando esta experiencia cualquier nabo, de aquí en mas, ya sea que escriba un libro, pinte un mamarracho o baile el tango con corte, de lengue y musculosa, se le ocurra preguntarse por el patrimonio de la Presidenta, de dónde sacan la guita sus hijos para no laburar, con qué puntaje se recibió de abogada o tantas otras cuestiones irritantes, que pueden sacarla de quicio, al sólo efecto de hacerse prensa y ganar plata con eso. “Mire maestro, dijo el reo de la cortada de San Ignacio, medio dudoso. En realidad no se qué puede resultar peor: que se ponga a discutir pavadas con este o aquel que la chichonea o que se ponga en serio a gobernar”.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Circo criollo - El kirchnerista anónimo

Circo criollo 

El kirchnerista anónimo

A un conocido periodista de radio y TV, poco complaciente con el gobierno y hasta tal vez duro con la señora, le acaba de ocurrir algo  inesperado. Entró a un bar, dispuesto a consumir una gaseosa y un sándwich, se sentó, esperó que lo atendieran y cuando lo hicieron, allí mismo sobrevino la sorpresa. Porque en lugar de servirle lo que pensaba pedir, el mozo le dijo que debía irse porque allí, en ese bar, era persona non grata debido a su posición adversa al gobierno. Por lo que el hombre debió levantarse y dirigirse a saciar su hambre y su sed a otro boliche menos kirchnerista que el que le había deparado el azar. Pero lo más lamentable de este episodio es que el periodista afectado por esta negativa a causa de su posición política, no quiso decir dónde le había ocurrido tamaña experiencia, tal vez debido a su natural delicadeza. Pero si bien la razón que le impidió señalar el bar del que había sido expulsado, es respetable, no hay duda de que se trató de un error. Y no porque, como podría pensarse, así se evitaría algún otro periodista notoriamente “contrera” pasara por igual experiencia, sino por una razón mucho más profunda. El rechazo de los K a los que no comulgan con la señora ni con su política, ha sido por lo general estentórea. Se trató de escraches personales, pegatinas alevosas, calumnias desde los medios oficiales, insultos variados inscriptos en las paredes con derroches de aerosol, persecuciones nada sutiles por parte de la AFIP y agravios proferidos por algunos miembros del gabinete, elaborados con precisión profesional, como si se tratara de una parte natural (acaso la más importante) de su laburo. Y el denominador común de esta acción anticontreras, más allá del declarado kirchnerismo de sus protagonistas, es que, en todos los casos, hasta ahora, se trataba de acciones menos espontáneas que remuneradas. Porque con independencia de la sinceridad y el sentir político de quienes actuaban de esa manera, se encontraba, a poco de rascar en el hecho, a muchachos o funcionarios bien pagados, en los que su pasión oficialista corría cabeza a cabeza con el mantenimiento de un puestito o de un puestazo y la cómoda supervivencia dentro de la clase más favorecida. (O, en caso de no obedecer el mandato que venía de arriba, el despido, una jubileta prematura y tal vez también todo un futuro visitando los tribunales de Comodoro Py). Por eso es que se destaca del conjunto esta acción individual y hasta ahora, anónima, del barman que no quiso atender al periodista descarriado. Porque no sólo se trata de una posición personal del que allí manda o de los que allí trabajan, sino que se hizo con el sacrificio de una consumición. Dicho de otro modo: no atenderlo, echarlo del boliche, le significó al bolichero un ingreso menos, por lo que se ha dado el caso extraño de un kirchenrista absolutamente auténtico y, lo que es más raro aún, totalmente despreocupado por el dinero. Lo echó en nombre de su fe ultraK y perdió de ganar por idéntica razón. Es difícil que su ejemplo cunda entre los bolicheros kirchneristas porque, especialmente en la ciudad, eso podría llevarlos a la quiebra. Pero resulta hasta gratificante que, en medio de todo este despilfarro de guita que va a parar a los bolsillos de los leales, haya uno al menos que kirchnerea a su propia costa. Aunque cabe la duda: ¿no será que el tipo del bar esperaba cobrarse con la publicidad que le habría dado su gesto y que el silencio del periodista famoso le mató sus ilusiones? “Seguro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio- el fulano esperaba que, después de esto el boliche se le llenara con los pibes de la Cámpora y que hasta Aníbal Fernández, DeVido y, por qué no, también la señora, pasasen por allí a tomarse un trago. Sin embargo, maestro, yo le diría que este bolichero kirchnerista anónimo tuvo suerte. Porque tal vez lo visitaran los pibes y los funcios ultraK pero, con lo mal acostumbrados que están, dudo mucho que le dejaran ni un cobre”.    ,

martes, 5 de febrero de 2013

Circo criollo - Un viaje bajo sospecha

Circo criollo  

Un viaje bajo sospecha 

Es casi ocioso decirlo pero no hay nadie, lo que se dice nadie (y eso incluye al que asó la manteca, así como  al que  puso la vela encendida en el freezer pretendiendo congelar la llama), que crean en la ridícula fábula que precede y supuestamente justifica el viaje del canciller argentino a Irán. Porque suponer que allí el presunto culpable del atentado a la AMIA, el mismo que ni por pasteles quiso venir a la Argentina y que hoy es un importante funcionario del gobierno iraní, va a confesar su horrendo crimen y extender las manos para que lo engrillen, es pecar de ingenuos o, peor, de caídos del catre. En consecuencia, lo que cabe, es preguntarse: ¿si aquella razón es absolutamente trucha, cuál es el real motivo del viaje del canciller a Teherán?  Y acá pueden arriesgarse dos: uno que, sabiendo que los iraníes no le van a dar ni la hora, se proponga aprovechar el viaje para hacer turismo con la bendición de la Señora. Suposición abonada por el hecho de que aún le faltaría conocer esa parte del mundo, tan cargada de historia. No olvidar que Darío, Ciro, Jerjes y hasta Artajerjes, salieron de por ahí. Y la otra hipótesis es, si se quiere, aún más canallesca. Que aprovechando el canciller la pinta que Dios le dio, vaya para allá, no en tren de arreglar nada relativo a la AMIA, dado su carácter de causa perdida, sino de conquista. Pero no territorial (¿a quién se le ocurre?), sino de alguna morocha con chador. Lo que a la insulsez habitual de sus intervenciones, le daría tal vez un poco de color y de fantasía. Pero no, ninguna de estas suposiciones puede ser cierta, ni la declarada ni las inferidas. En primer lugar porque el canciller es una persona, no solemne, pero seria y porque, además, si se ausentara del país por alguna de estas razones, ya sea la seria como las que no lo son,  se perdería nada menos que vaya a saber cuántas conferencias de la señora presidenta por TV.  (Es cierto, a su vuelta las podría ver grabadas, pero no es lo mismo). Descartando entonces, por absurdas, aquellas suposiciones, queda entonces en pie la verdadera razón por la que el señor Timerman, abandonando las múltiples e importantes ocupaciones que lo tienen atado a la Cancillería, estaría dispuesto a hacer las valijas e irse a Irán. Que, digámoslo de una vez, no es tan grato como marchar a París, Nueva York, La Cumbre o Mar del Plata. Entonces, ¿no será que el hijo del famoso Jacobo Timerman, hoy diplomático pero ayer nomás periodista famoso va a Irán… como espía? ¿Y de quien? ¿De la Argentina? No, ¿para qué nos serviría a nosotros espiar a los iraníes? ¿Y entonces, de quién? ¿Del Gran Bonete? ¡No! Iría de espía nada más y nada menos que…¡de los Estados Unidos!  Así, como se lee. Más: ya estaría todo bien planeado. Cuando llegue allá sostendrá, como está previsto, una charla con el supuesto autor del atentado que, como cabe suponer, negará todo y hasta se reirá de tamañas suposiciones. Pero ahí, en la primera impasse de esta chamuyeta, Timerman, haciéndose el gil, como si preguntara si va a llover, se dirigirá a sus anfitriones y, haciendo un guiño y dando un cabezazo, sacará el tema diciendo, por ejemplo: Che, que bien que anda todo por acá. No hay apagones, ni motochorros, ¿no? Y a propósito, ¿cómo andan con la atómica? ¿Ya la tienen lista? ¿Y los cohetes para que llegue hasta Wall Street, ya los ensayaron? ¿Por qué no empiezan por Israel? Para probarlos, digo. Y así, una vez ganada la confianza de sus anfitriones, les pedirá que lo lleven hasta donde están fabricando la bomba, y grabará todo con una camarita invisible que le habrán provisto los yanquis. Luego de lo cual y de declarar públicamente que el viaje ha sido maravilloso, que la pasó mejor que en Punta y que el iraní acusado es más inocente que Boudou en el caso Ciccone, se volverá con toda la documentación grabada en su poder, listo para entregársela a los yanquis y recibir, el año siguiente, luego de que Teherán haya sido completamente destruida, el Premio Nobel de la paz. “Macanas, maestro”, dijo muy seguro el reo de la cortada de San Ignacio, mire si este coso va a ir a Teherán para espiar por los yanquis con la bronca que les tiene”. “¿Seguro, maestro?”, quiso saber un parroquiano que lo estaba escuchando en el Margot. “Pero póngale la firma. Del caso de la AMIA no va a conseguir nada. De la bomba, menos. Pero se va a traer tanto millaje, que en cuanto se larguen los viajes a Marte él va a ser el primero en anotarse y…¡ fija que viaja gratis!”.

lunes, 4 de febrero de 2013

Circo criollo No hablen mal de los políticos Son increíbles las diferencias que hay entre España y la Argentina, muy a pesar de que aquí se suele llamar Madre Patria a la nación europea. Y véase sino un caso que nadie en sus cabales dejaría de mencionar como paradigmático, aunque no estuviera bien al tanto del significado de esta palabreja esdrújula. Allá, a pesar del frangollo este de la crisis del euro, con una desocupación que mete miedo y con el Messi que no deja de meter goles, pues se sacan los ojos por unas cuentas que han aparecido nadie sabe cómo, y que vendrían a demostrar que los figurones del partido en el poder, incluyendo al que lo encabeza, el señor Rajoy (simpatiquísimo, por otra parte, y dicharachero, justo el que se elegiría como vecino de asiento en un viaje a Tokio en un aparato a hélice), han estado cobrando durante años un poco de dinero en negro. ¡Calma españoles! Que la sangre no llegue al Manzanares. Callen, miren y aprendan. Acá no solamente a nadie asombraría ni le provocaría un pasmo saber que los tipos que gobiernan cobran algún tipo de sobresueldo en negro, sino que no faltarían los que se abrazaran a ellos y los propusieran para que las nuevas estaciones del subte llevaran sus nombres. Y no ocurre esto porque los criollos sean locos, el sol de verano les achicharre los sesos o la humedad se infiltre en sus neuronas. Acá, españoles, el político o el gran funcionario oficialista que no ha duplicado o triplicado su fortuna en estos últimos años, no sólo no es aplaudido por los nativos sino que hasta es mirado con profunda desconfianza. Y en caso de comprobarse que, efectivamente, jamás metió la mano en la lata, ni se cargó una usina hidroeléctrica o una autopista, entonces la repulsa es total y se lo mira como se miraría a un extraterrestre de mala índole y propósitos inconfesables. Y hay más. En la Argentina, como hoy en España, hay tipos que se enloquecen al enterarse de la fortuna acumulada por tal o por cual y dan a conocer su disgusto de diversas maneras, caceroleando, twitteando a troche y moche o insultándolos cuando se suben a una tribuna o se les ocurre, como le pasó recientemente a un popular viceministro, viajar como uno más en una nave de las que atraviesan el Plata. Pues bien, ante esas demostraciones de crispación, de feroz inquina contra esos supuestos malandrines, se está en vísperas (y esto es una verdadera primicia), de lanzar una campaña para que cesen de una vez tales agresiones y los ánimos de la contra se sosieguen de una buena vez. Lo que no obedece a un capricho, ni es señal de complicidad ni, mucho menos, de resignación. Acá, de lo que se trata, es de sentido común. Porque, pensémoslo en silencio y poniendo una mano sobre el corazón: ¿qué funcionario, que político del oficialismo, qué ministro, qué presidenta, va a pensar en irse a su casa en el 2015, si sabe que no bien se baje del helicóptero, abandone el auto con chofer, cruce por última vez la puerta de la Rosada, del ministerio, la gobernación o la intendencia, lo van a mandar en galera? Pero ni el más mamado de los funcionarios públicos, cualquiera sea su rango. Y a la vista está. Ya apareció días pasados un ministro y no de los más exitosos, por cierto, a dar por sentado que nadie, salvo la señora, puede conducirnos por esta senda de éxitos. En consecuencia, chau Constitución, adelante con la reforma y que las urnas canten lo que habrán de cantar, por las buenas o por las malas: Cristina para todo el mundo de aquí a la eternidad. Lo que tiene su miga y grande como un rancho. ¿A qué otra cosa pueden aspirar, acaso? ¿A ir en cana? ¿A volver a laburar 8 horas? ¿A qué los chiflen y les tiren panes cuando los sorprendan en un boliche? No españoles, que nadie hable mal de los que gobiernan, que bastante les habrá costado llevar la desocupación al nivel en el que ahora está y, acaso, les esté doliendo profundamente la fortuna que les ha tocado, esa de estar bien empleados y mejor remunerados. Cierta vez un español, un grande de la literatura, Ortega y Gasset, salió al paso de los criollos que por entonces soñaban, pero sólo eso, con grandes proyectos, diciéndoles: “¡argentinos, a las cosas!” Pues bien, si hoy le fuera posible volver a su país y darles un buen consejo a los españoles, tal vez les diría, con el mismo énfasis que empleara aquí: “¡españoles, a las chozas! Y callando, que así tal vez el duelo pase más rápido”. En el Margot los contreras daban por sentado que la presidenta no sería reelecta en el 2015 y que en unos años más nadie se acordaría de ella. “No maestro, intervino el reo de la cortada de San Ignacio, lanzando un largo suspiro. Fija que la vamos a extrañar”. Y con una mirada dirigida allá, a lo lejos, dijo, casi para sí mismo: “¿Cómo olvidarla cuando hizo el pollito en Angola? ¿Y cuando dijo en Harvard que tenía mucha guita porque había sido una abogada exitosa?…No, no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”.

jueves, 31 de enero de 2013

Circo criollo Insultos bien calculados Primero fue Ricardo Darin, luego Enrique Pinti y después Miguel Del Sel. Los tres, uno tras otro, como si se hubieran puesto de acuerdo, le faltaron el respeto a la señora presidenta y dieron lugar a encendidas respuestas de sus colaboradores y en algún caso, hasta de la misma primera mandataria de los argentinos. Lo que lleva a preguntarse dos cosas: una ¿se trata de una casualidad?; dos, ¿o estamos ante una ofensiva formal, estudiada, calculada, previa a quién sabe qué clase de ataques más directos aún a su investidura? Lo importante, ante estos ataques, es tranquilizarse y examinar el fenómeno con detenimiento, pero también con calma. Puede tratarse, en primer lugar, de algo fortuito, algo que a veces se da con estos alocados personajes de la farándula. También puede ser que transmita cierto clima adverso a la señora en algunos círculos opositores, forzosamente minúsculos. O, por qué no, no ser otra cosa que tiros al aire de gente que advierte que está perdiendo vigencia y procura, por ese medio canalla, atraer a la audiencia. O sea, una forma deplorable de tratar de reconquistar los favores del público. Pero aún existe una posibilidad más, aunque aparezca, sin duda, como la menos creíble. Que sea nada más que una forma, algo salvaje, es cierto, de no sólo atraer la atención de la señora, sino de provocarla. Dicho de otra manera: que lo que se esté buscando sea suscitar, para regocijo de sus fans (de Cristina, se entiende), la respuesta de la señora por los canales de la red que ella sabe utilizar con tanta gracia. Como lo hizo, por ejemplo, ante el exabrupto del actor Darin y como no lo ha hecho, todavía, ante los arrebatos de Pinti y Del Sel. Es decir, aunque su estilo y su ingenio son inimitables, puede tal vez inferirse qué podría haberle respondido a Pinti, quien pretendió destratarla llamándola “loca”, diciéndole “más loca será tu madre, baby” Es decir, mezclando el castellano con el inglés con la gracia con que sólo ella sabe hacerlo. Y al incorregible Del Sel, que olvidando los buenos modales que hoy se exigen de un político argentino, le dijo nada menos que “vieja chota” y “tal por cual”, por el mismo medio y con la misma sutileza, le podría haber dicho “andá a lavarte el breech, sotipe”, con lo que le habría dado un sosegate que acaso le dure para toda la vida, si es capaz de aprender de sus errores. Como en el Margot no sólo los parroquianos se apresuraron a dar sus propias interpretaciones a estas declaraciones, sino que agregaron lo que les hubiera gustado decirle a la señora Presidenta, el reo de la cortada de San Ignacio los paró en seco. Y dirigiéndose a uno, el más exaltado y el más bocasucia, le dijo; “Maestro, ¿pero qué le pasa? Cálmese. Mire si se enoja y nos manda decir, en inglés o en japonés, que somos unos maricones y unos buenudos y que, a partir de ahora, también los que cobran la mínima van a pagar Ganancias”.

miércoles, 30 de enero de 2013

Amores perros Lo confieso, no soy muy “perrero”, antes bien, prefiero a los gatos. Sin embargo y a pesar del poco trato que tuve con ella no me puedo olvidar de Bijou, la perrita de un vecino de casa y su singular afecto por su dueño. Esta es la historia. Pero primero, la ambientación. Corrían los años 40, vivíamos en Caballito (norte) y teníamos de vecinos, de un lado, a los S, con los que sólo nos saludábamos, y del otro a los C, con los que teníamos una relación algo más amistosa. El señor C era un talabartero con negocio a tiro de piedra del parque Centenario. Su mujer, a la que se le había declarado durante un viaje en tranvía, sin haber cambiado antes con ella ni una sola palabra, le había dado dos nenas, mellizas. Las chicas estudiaban y la mamá, como casi todas las mamás de entonces, se ocupaba de la casa. Su gran entretenimiento era la radio. A cierta hora de la tarde dejaba todo lo que tuviera por hacer y se sentaba a escuchar su audición preferida, una en la que pasaban discos de Magaldi (que ya estaba muerto hacía rato) y que le provocaba lágrimas de verdad en cuanto lo oía cantar. Entonces las secaba con un pañuelito mientras decía, entre gemidos: “ay Magaldi mío, Magaldi mío…” Pero no fue en esta casa donde ocurrió la historia que quiero narrar, sino en la de arriba, un departamento alquilado a una familia que no recuerdo cómo se llamaba ni qué hacía. Pero no importa, porque a quien sí recuerdo y muy bien, es a la perrita y a su dueño. Bijou era blanca, muy blanca y lanuda, muy movediza y pegadísima a su dueño. Y éste era un hombre flaco, alto y desgarbado, cuyo nombre vaya a saber cuál era. Este tipo, y de eso sí que estoy seguro, no pertenecía al núcleo familiar, sino que era un agregado, acaso el hijo de una vieja sirvienta que al morir se lo habría dejado a sus patrones. Y era él, que seguramente ocupaba el cuartito de la servidumbre, el que se encargaba de los mandados, de los trabajos menores y de cuidar la casa cuando los patrones se iban de viaje. Pues bien, este hombre y Bijou eran inseparables. Adonde él iba, iba también la perrita blanca y lanuda. Sin correa, ni bozal, ni nada. El animalito caminaba dócilmente al lado de su dueño y ni se le ocurría cruzar la calle si no era bajo la guía del hombre, ni corretear lejos de él. Ladraba sólo lo necesario y ante cualquier duda esperaba primero la orden del fulano, que era más bien corto de palabras, por lo que le bastaba con un gesto o un movimiento de manos para que lo obedeciera. Alguna vez este tipo y la perrita estuvieron en casa, no sé por qué motivo. Y por allí, por el vestíbulo, por el patio, por la cocina, anduvo Bijou paseando, pero siempre sin molestar ni faltar el respeto. Y atenta, como una recluta, a las órdenes de su patrón. Al que muy pocas veces vi reprocharle algo y muchas, en cambio, acariciarla, pasarle la mano por el lomo y hablarle como si fuera otra persona. Acaso la única que le prestaba atención, ya que no creo que tuviera amigos en el barrio. Pero un día ese idilio entre hombre y bestia se terminó, sin culpa de ninguno de los dos. Fue la fatalidad. Ya no estábamos por entonces en los años 40 sino en los 50. Y el drama se desató un día que recordamos bien todos los argentinos, porteños o no, peronistas o contras: el 16 de junio de 1955. Ese día, con el pretexto de un homenaje a la bandera (una bandera argentina había aparecido quemada luego de un acto de la oposición y el oficialismo se la atribuyó a los manifestantes, cuando en realidad la quema se produjo en una comisaría y fue ordenada por alguien del Gobierno), una escuadrilla de aviones de la Armada sobrevoló, a baja altura, la Avenida de Mayo y lanzó bombas, pretendidamente sobre le Casa Rosada, con el propósito de matar a Perón. Pero no sólo no le dieron a Perón (que, puesto sobre aviso, ya no estaba allí), sino que provocaron más de 300 muertos entre la gente que andaba ese día por el centro. Y precisamente uno de esos fue el dueño de Bijou, al que mató una bomba que cayó sobre el bus en el que se encaminaba quién sabe a dónde. Como es de imaginar aquel bombardeo causó una conmoción tremenda en el país, así se hubieran sufrido pérdidas de familiares o de amigos, como si no, ya que se adivinaba que no se podía tratar sino del prólogo de otro movimiento militar, como efectivamente ocurrió, destinado a barrer con el régimen. Pero cumplido un plazo luego de aquel bombardeo, las cosas volvieron a su cauce, como no podía ser de otra manera. Ya que el mundo y el país con él, seguían andando. Pero no fue así para todos. Yo fui testigo, yo lo vi. No se si Bijou habrá adivinado lo que le ocurrió a su dueño aquel fatídico 16 de junio. Lo que si se es que la perrita nunca se resignó a su ausencia. Y todas las mañanas bajaba las escaleras y se sentaba a esperarlo en el umbral. Un día y otro día y otro más, esperándolo a él, a su amigo, sin comer y sin beber, por más que le ofrecieran y le insistieran. Y así fue como, ya que su patrón no podía regresar pues estaba muerto, Bijou, sin decir palabra, sin ladrar, sin quejarse, allí, sentada sobre sus patitas traseras, se dejó morir de hambre y de sed. Sencillamente porque sin aquel tipo, aquel tipo simple, pobre, nada más que el agregado de la casa, su vida había dejado de tener sentido. Y un día, en silencio, vencida, apoyó su hocico sobre las patitas delanteras, cerró los ojos y sencillamente murió. Esa es la historia. Ya todos los intérpretes están del otro lado, los vecinos S, el talabartero, la mujer que lloraba cuando escuchaba a Magaldi, acaso también las mellizas y la familia desconocida del primer piso. Sólo Bijou sobrevive en mi recuerdo, quizá porque es la única que, entre tantas muertes posibles, eligió morir de amor.

viernes, 25 de enero de 2013

Circo criollo La confusión de Mr. Cameron El tipo, el común de los fulanos, ese que veranea en la costa, que pone un peso debajo del plato cuando engulle los ñoquis del 29, el mismo que está convencido de que somos los inventores del dulce de leche y de los colectivos y cuyo pleonasmo preferido e inevitable es bolú, suele tener una idea más bien pobre de los que lo gobiernan y más bien alta de los que lo hacen en otros países. Lo mismo si se trata de Estados Unidos que de Brasil, de Mongolia Exterior que de Estonia. Y razón no le falta. Si algún día la Argentina apuntó a ser un país estrella en el firmamento universal, hoy semeja más bien un país estrellado en el pavimento urbano. Y la culpa, cuándo no, no se la echa cada criollo a sí mismo, sino a los que mandan, porque han sido y son unos inútiles, cabezotas, chorros, despistados, giles y… bolú. Sin embargo tal vez haya llegado la hora de revisar esos conceptos, por más que ya estén adheridos al ser nacional. Porque en este mundo cruel en el que nos toca vivir se dan circunstancias que, por decirlo de algún modo, no encajan entre si. Es decir, no existe una correspondencia absoluta, como aparentemente se da aquí, entre dirigentes despistados o simplemente orates y la evolución del país y el bienestar de sus habitantes. Hoy mismo hay un ejemplo capaz de dejar con la boca abierta al más convencido de los criollos, ese que no tiene duda alguna de que el país está donde está a causa de quienes lo dirigen ahora y de quienes lo han dirigido durante los últimos 80 años. Porque Gran Bretaña, vaya por caso, luce, al lado de otros países del Viejo Mundo –España, Grecia, Portugal- con una galanura y una fortaleza envidiables. En lo que mucho tiene que ver su fidelidad a la libra (aunque esta ya no sea lo que fue) y al buen empeño de los que se han alojado en el 10 de Downing Street. Aunque precisamente de esto último, de la capacidad y las entendederas de su primer ministro es algo de lo que, hoy, puede dudarse. Porque véase este fenómeno: Gran Bretaña no sólo tiene abroqueladas las islas Malvinas (las nuestras), con soldados armados hasta los dientes y aviones que inspiran miedo de sólo mirarlos, sino que además, como si esto fuera poco, su primer ministro, David Cameron, le está pidiendo ayuda a Francia para que, en caso de conflicto con la Argentina, intervenga también con todas sus fuerzas, como los ingleses acaban de hacerlo con los franchutes en el caso de los disturbios en Mali. Y acá sólo caben dos posibilidades: 1) que el señor Cameron se esté pasando de vivo y agrandando lo que no puede ser sino minúsculo esto es, la posibilidad de que la Argentina vuelva a invadir las islas, al solo efecto de probar a los vecinos del otro lado del canal; o 2), y ya sería más que preocupante, que no lea los diarios. Porque si los leyera se habría enterado que hace muy pocos días se hundió en Puerto Belgrano un destructor de la Armada, y no por un torpedo enemigo, ni por una explosión de la santabárbara, sino simplemente por falta de atención y mantenimiento. Tal vez se le haya picado el casco, se le abrió un rumbo y chau, ¡a pique! Pero eso no es todo. Porque el ministro del área, haciendo el mismo papel que los maridos engañados, fue el último en enterarse y además declaró que de barcos, lo que se dice de barcos, no sabe nada. Ahora bien, en tren de disculpar al señor Cameron, ya que su ignorancia sobre la situación de los criollos en materia militar es rara (no vaya a ser que se le ocurra atacar el Obelisco, confundiéndolo con un engendro misilístico), acaso este exabrupto se deba a una imagen que le haya llegado a través de alguna hoja impresa o de la TV. Y que la foto de marras no sea otra que la que ha causado tanta gracia en su propio país, esto es, la de la presidenta de los argentinos, vestida como un guerrero del Vietcong y saliendo, sombrerito al tono incluido, de uno de los túneles cavados por esta fuerza legendaria para combatir a los yanquis. Y, asociando una cosa con la otra, Cameron haya supuesto que ya hay argentinos haciendo túneles debajo del mar para llegar a las Malvinas. No señor Camerom, la señora presidenta simplemente estaba haciendo una tregua turística a su reciente y cansador viaje a distintos países, incluido Vietnam, que no tuvo otros propósitos que los comerciales. Y de allí esta foto tan graciosa. “Pero claro, maestro, confirmó el reo de la cortada de San Ignacio. Lo que pasa es que este sujeto no sabe que si la Cristina hubiera visitado Escocia, se hubiera puesto esa pollerita de colores con que andan estos ridículos. Y si hubiera ido al país vasco fija que se sacaba una foto con una boina negra. Ahora, lo que no se –dijo el reo y adoptó un aire pensativo- es cómo va a hacer si visita Afganistan. Porque allá las minas andan con esa cosa, el chador, ¿no?, que no te deja ver ni los ojos”. Y luego de hacer una pausa y tomar un sorbo de café, agregó. “Y bue… en una de esas sale más favorecida”.

martes, 22 de enero de 2013

Circo criollo Los túneles y el destructor El reciente viaje de la señora presidenta a diversos países con los que aún no hay un intercambio comercial importante (pero que seguramente lo habrá en el futuro, gracias a esta gestión), ha deparado, entre tantas cosas beneficiosas, una imagen que bien podría calificarse, ya mismo, de imborrable. Y es la que ha tenido como protagonista, precisamente, a la primera mandataria. La que, más allá de todo protocolo y dándose los cinco minutos de descanso que merece toda gestión de este tipo, se atrevió, como lo hacen los turistas que se llegan hasta Vietnam en tren de esparcimiento, no sólo a introducirse en uno de esos sórdidos túneles cavados por los guerrilleros del Vietcong, sino también a dejarse filmar. Y, en un gesto superlativo de audacia y coquetería, nada menos que sosteniendo sobre su cabeza, cubierta por un simpático gorrito, lo que sería la tapa de uno de los accesos a esos míseros pasajes que, huelga decirlo, no contaban con ducha ni excusado. Pero del estrechamiento de los lazos comerciales con los pagos de Ho Chi Minh, así como ha ocurrido con Angola y otras naciones señaladas por el olfato del inefable señor Moreno, la presidencia no sólo ha cosechado pedidos de almacén, yerba, dulce de leche y pilchas de marcas truchas, sino también un cúmulo de ideas que están a punto de implementarse. Precisamente, lo que para la mayoría de los que han visto esa foto de la presidenta sumergiéndose y luego emergiendo (afortunadamente), de un túnel cavado por el Vietcong, no ha sido sino motivo de sonrisa y de aplauso, o (si se trata de un envenenado antiK), de condena y vituperio, para el gobierno de la señora lo ha sido también de inspiración.. Porque aquellos túneles, los mismos que ayer cavaran y recorrieran los valientes vietnamitas del Norte en lucha contra el invasor yanqui, hoy son un mayúsculo atractivo para el turismo. Es decir, los tipos que llegan al país no quieren perderse de visitar esos sitios tenebrosos, en los que tal vez hayan perecido miles de guerreros y desde donde habrán provocado otro infinito número de muertos al enemigo. Y que hoy no son más –ni menos- que un factor importante a la hora de arrimar dólares a las arcas del Estado. Aquí, es cierto, ni se llevó a cabo una guerra de esa naturaleza, ni, por lo mismo, hay túneles que explotar turísticamente, salvo los de los subtes y, eventualmente, los de las mulitas en el campo. Los que, hay que reconocerlo, carecen de mayor atractivo pues no están unidos a ningún hecho heroico, salvo que se considere así el viaje en un subte completo, rumbo al centro, a las 7 de la mañana. Pero y aquí es donde cabe exaltar el ingenio argentino, su capacidad de improvisación y sus dotes para convertir los reveses en victorias. Todo el mundo sabe y no han faltado los que se han escandalizado por ello, que el destructor Santísima Trinidad acaba de irse a pique, no por ninguna acción del enemigo inglés ni de ninguna otra nación, sino simplemente por haberlo dejado sin mantenimiento durante muchos años; se oxidó, se le abrió un rumbo y se hundió. Ahora bien ¿qué es lo mejor que se puede hacer en estos casos? ¿Reflotarlo? ¿Venderlo como chatarra? ¿Dejarlo allí mismo hasta que se pudra, como los barquitos del Riachuelo? No, de ninguna manera. Y aquí es donde ingresa el ingenio argentino unido a la reciente experiencia presidencial en Vietnam. El Santísima Trinidad es, o era, un buque de guerra, con presencia efectiva en las Malvinas durante la invasión. Hoy se ha hundido. Pues bien, lo que hay que hacer entonces es propiciar el buceo de los turistas extranjeros en la panza de la nave, de modo que, como los que se introducen en los túneles del Vietcong, tengan una suerte de experiencia bélica y puedan llevarse a sus países un recuerdo de aquella gesta. Es decir que más allá del recuerdo del bife de chorizo, del paseo en bus por la ciudad, de la clase de tango y del punga que quiso “hacerles” la billetera y el telefonino, les quedará para siempre, en la retina y en la filmación casera, esta visita subacuática a la panza de un buque de guerra. “Maestro, dijo el reo de la cortada al tiempo de dejar la taza de café sobre el platito, qué suerte que los chinos esos nos abrieron los ojos. La verdad, que somos unos giles. ¿Usted sabe la cantidad, la millonada de dólares que nos perdimos por no haber sabido vender la pelea entre las hinchadas de canallas y leprosos? Y acá no son túneles vacíos con azafatas pintadas. Acá corren de verdad las piñas, las puñaladas, los tiros y la merca. ¿O no? Bueno, se consoló, por suerte nos quedan River-Boca, Sanlo-Huracán y Platense-Chacarita”.

sábado, 19 de enero de 2013

MARAVILLOSAS

MARAVILLOSAS  

La mujer es maravillosa. Mientras leo un libro, sentado en un sillón del living, oigo a la mía que termina de lavar las cosas del desayuno. Después, siento el ruido de los comandos del lavarropas y cómo el aparato comienza a fregar y sacudir las prendas sucias recogidas por ella de los dormitorios, A continuación, son sus pasos los que resuenan sobre el parquet. Va primero a una de las habitaciones, luego a la otra, tendiendo camas, emprolijando, guardando las cosas que dejo tiradas. Pero no se detiene. Extrae del placard la máquina aspiradora dispuesta a dejar los pisos sin una mota de polvo. Y comienza a pasarla, primero por los cuartos del fondo y luego se va acercando hasta donde yo estoy. Me hace levantar los pies y me pasa la máquina por debajo. Me dice algo, le contesto “si querida” y ella sigue luego con su aparato insaciable de migas y pelusas. Primero hasta el comedor y luego hasta el pasillo; abre la puerta de entrada y sigue, tenaz, hasta el palier, quejándose, creo, de los vecinos mugrientos. Vuelvo a decirle “si querida”, sin dejar de leer y entonces ella guarda la máquina, pero nada más que para emprenderla con el baño. Oigo el ruido del agua saliendo de las canillas, del balde golpeando contra el piso; la estoy viendo, casi, refregar la bañadera, pulir las canillas, acomodar frascos y jabones. Y me viene un sopor muy lindo, los ojos se me entrecierran y el libro se desliza sobre mis rodillas. Pero me despierta el timbre de la calle. La llamo: “¡querida!”, por si no lo ha escuchado. Pero ella ya está viniendo veloz a atenderlo. Y adivinando dice: “Es el sodero”. Acomoda los sifones vacíos, abre la puerta y atiende al hombre. Me pide unas monedas, le digo, con un gesto, que no tengo y entonces vuelve rauda al dormitorio y regresa no menos velozmente para darle su dinero al proveedor. Luego guarda los sifones en la heladera y tras advertir que la lavadora ha concluido su tarea, oigo que la abre, pone las prendas en una canasta y con las llaves y los broches de la ropa en una mano y la ropa húmeda en la otra, abre la puerta y me avisa: “Me voy a la terraza. Está atento por si suena el teléfono”. Vuelvo a decirle “si querida” y disfruto de esos minutos en que la casa es invadida por un silencio casi total, apenas alterado por el arrullo de las palomas y la sirena distante de una ambulancia. Al rato regresa y se encierra en la cocina. Y unos minutos después la oigo picar cebolla, poner en marcha la licuadora, encender una hornalla con el magiclick, freír algo que huele muy sabroso, tal vez milanesas o croquetas y, al mismo tiempo, tender la mesa, poner el mantel, los platos, los vasos y los cubiertos en prolija sucesión. Suspendo la lectura por un momento porque sé que en unos minutos más me va a llamar con un “vení, sentate, que ya va a estar la comida”. Y ahí estaré yo para colaborar, echándole el chorro justo de vinagre a la ensalada o descorchando con habilidad la botella de vino. La mujer es maravillosa. Mi mujer es maravillosa.    

viernes, 18 de enero de 2013

Circo criollo Cómo recuperar las Malvinas Ya es hora de dejar de reclamarles las islas Malvinas a los ingleses y pasar a los hechos para recuperarlas de una vez y para siempre. Los ingleses se burlan de los argentinos; saben que poniendo un par de cientos de soldados en las islas, unos cuantos aviones de guerra modernos, más alguna nave que vaya de aquí para allá con su armamento atómico –real o fingido- la Argentina no podrá hacer otra cosa que repetir sus reclamos, por más que sepa que por ese camino no va a ninguna parte. Y que las Falklands (para ellos), son tan de su propiedad como el Big Ben y hasta pueden darse el lujo, sin correr riesgo alguno, de ofrecerle a su ancianísima reina un pedazo no menor de la Antártida. En consecuencia está claro que esta situación infamante y desmoralizadora, este clima de derrota y desahucio perenne que sucedió a la loca pretensión de recuperar las Malvinas por la vía de la invasión militar, sólo se puede corregir de una manera: tomando por asalto las islas británicas, sepultando a Londres bajo los escombros y haciendo pasear al primer ministro Cameron o al que se encuentre en ese momento al mando, por la Avenida de Mayo, a lomos de un burro y vestido como un payaso de feria. Ahora bien, ¿cómo sería posible llegar a esto, es decir, vencer y dominar a Gran Bretaña en una guerra y además humillarla, si hoy no contamos ni con los medios para poner en marcha la tunelera que habrá de permitir que los trenes del Sarmiento no sigan haciendo estragos entre la población? Y, más, si tampoco contamos con un ejército, ni viejo ni moderno, si a los voluntarios se les siguen proveyendo los Mauser de principios del siglo pasado, si no se compran aviones de combate desde que dejaron de hacerlos a hélice y si, no digamos una potencia, Ghana, esa nación africana, se da el gusto de detener por dos meses y medio la fragata insignia de la Armada Nacional. O sea, así no sólo no se puede pelear y menos derrotar a los británicos, sino que tampoco existe ninguna seguridad de que si se enviara un barco con algo de tropa para combatirlos, éste no se hundiría a mitad de camino, no tanto por la acción del enemigo sino por efecto de la corrosión y la humedad. La respuesta a esta situación humillante, apenas disimulada por los reiterados reclamos ante los foros mundiales, se cae de madura. La Argentina, esa de hoy, la de los súperferiados, de las vacaciones largas y los días de clase cortos: la del déficit, la de la multiplicación, no de los panes, sino de los empleados públicos, la de las inauguraciones truchas y los planes fantasmagóricos, la de las estadísticas amañadas y del “sí señora”; este país ridículo, que tiene por enemigo a un diario, a un periodista, a un actor, es el que le regala muñecas con su figura a la mandataria, la misma, idéntica señora que tiene que viajar al exterior en un avión alquilado, porque si lo hace en uno de bandera teme concluir la gira haciendo dedo y con las mechas al viento. En consecuencia la receta para recuperar las Malvinas, es simple: bastaría con hacer lo contrario de lo que se ha venido haciendo durante años y de manera superlativa estos últimos. La cosa entonces se corregiría, hasta poner al país en condiciones de dar el gran salto, ocupar las Islas Británicas y hacer propias las destilerías de scotch, sin necesidad de acudir a soluciones extremosas ni mucho menos heroicas. Le bastaría, por ejemplo, con promover la inversión, el laburo, la investigación, el estudio: premiando el riesgo y aliviando al sector público y particularmente a la docencia de los faltadores profesionales, y alentando de modo inteligente a los tipos y muchachas que proponen, inventan, producen, arriesgan y se matan por salir adelante. Dadas estas condiciones y acaso algunas más, como embocarla en algún Mundial de fútbol y conseguir que los motoqueros respeten las luces rojas, el país pasaría, de su actual estado de envejecimiento prematuro de tanto darle manija a los jóvenes K, a un crecimiento que dejaría a las tasas chinas así de chiquititas, se multiplicarían los Nobel criollos, hasta los yanquis y los alemanes querrían venir a vivir aquí y muy pronto se estaría lanzando un cohete a la estrella más distante. Aunque más no sea para llevar, también hasta allí, el mate y el dulce de leche. Pero lo más maravilloso de todo es que, llegados a este punto, aunque ya estemos en condiciones de mandar a pique a las islas británicas para recuperar las Malvinas, no va a ser necesario hacerlo. Porque para entonces, puesto el país en ese nivel, el máximo que pueda concebirse, ejemplo para las naciones de América y del orbe, los muchachos de las Falklands, que no son giles, van a ser los primeros en querer cambiarles el nombre y sumar su territorio al nuestro. El reo de la cortada de San Ignacio lanzó un largo suspiro. Tan largo y tan hondo que un tipo se acercó a preguntarle qué le pasaba. “Nada, maestro, le respondió. Solamente que estaba soñando que el país lo gobernaba esa muñeca que se parece a la Cristima”. “¿Y qué tendría eso de bueno?”, le preguntó el otro. “¿De bueno?, repitió el reo. ¿Pero acaso usted acaso no sabe que las muñecas no hablan?”

miércoles, 16 de enero de 2013

Circo criollo Una jugada espectacular Los criollos se creen muy ranas cuando, lo cierto es que son más bien tontos. O ingenuos. Y si hay un caso que lo revela es éste: el supuesto entredicho Cristina-Darin. Que ha agitado las aguas tanto para un lado como para el otro. Que el actor tiene razón. Que no, que ha sido un atrevido y toda la razón la tiene la presidenta. Que cómo hizo para juntar tanta plata. Que no, que no es tanta y además ya ha dicho ella y nada menos que en Harvard, que ha sido una abogada exitosa. Y ya se sabe que una abogada exitosa, más un abogado exitoso, como lo fue Él, tienen el derecho a tener toda la plata que se les ocurra. Y más. Lo que es tan obvio que cabe preguntarse para qué tanto escándalo, para qué tantas intervenciones de famosos; que Luppi, que Brandoni, que Maradona, que radicales, que peronistas y tantas y tantas repercusiones no sólo en diarios locales sino en el extranjero también. Y en primer lugar en España, donde Darin es un ídolo. Y aquí, precisamente, es donde debe buscarse la madre del borrego o de Dorrego, si es que se prefieren las referencias históricas. Porque nadie parece haber advertido que, ¡oh casualidad!, por esos mismos días, a una semana apenas de este supuesto escandalete, que ha tenido como primeras figuras a estos dos grandes personajes de la escena nacional –es decir, tomando al país como un gran teatro- se produce un hecho que no puede sino estar directamente vinculado con él, lo que da para suponer que de casual no tiene nada. En efecto esta semana, el jueves 17 de este tórrido mes de enero en Buenos Aires, se produce el estreno de una película protagonizada, precisamente, por el actor Ricardo Darin, el mismo, el mismísimo sería mejor decir, que ha tenido este altercado por un quítame de aquí esos millones, con la señora presidenta. Quien, como lo ha declarado públicamente, es muy cholula y notoria fan, por añadidura, de este primer actor argentino. Por decirlo de otro modo, más brutal y directo: aquí no ha habido ningún disenso real, no es que el señor Darin descubriera, así, de golpe, lo que afirma maliciosamente toda la contra envenenada, ni que ella, ante la declaración pública del divo de tantos films exitosos, de pronto saliera a responderle como no lo ha hecho ante otras declaraciones calumniosas de opositores y escribas a sueldo. Por lo que no cabe sino felicitarlos: han hecho entrar en su superchería a un país entero y a muchos giles también del exterior, que se han tomado en serio lo que no ha sido sino una inteligente y audaz promoción. Y el resultado de tan brillante maniobra no puede ser otro que asegurar, a los exhibidores, un exitazo de boletería para este film español,”Tesis sobre un homicidio”. Que tendrá aseguradas salas llenas, tanto de gente que irá a aplaudir al actor como de los que concurrirán a silbarlo. Sin llegar a advertir, ni unos ni otros, que detrás de todo este escandalete no ha habido otra cosa que una promoción mayúscula del film y por ende un crecimiento de los respectivos patrimonios de los productores, entre los que seguramente se encontrará, a poco que se escarbe, algún empresario K con buena llegada al poder y también notoria generosidad. Alguien, en el Margot, quiso saber si el reo de la cortada de San Ignacio pensaba ir a ver esta película. Y en antecedentes de que es un feroz opositor, pero también un jubilado con la mínima, se ofreció a adelantarle el precio de la entrada. “Trabaja Darin -le dijo para terminar de convencerlo-, el que tuvo el altercado con la Cristina”. El reo lo pensó un largo rato, tomó lo que le quedaba de su café y al final preguntó, como para decidirse: “Pero también trabaja Zully Moreno, ¿no?”

lunes, 14 de enero de 2013

Mi perro Luis y yo Dejo por un momento de escribir en mi notebook y dirijo la vista hacia Luis. Luis, que no me estaba mirando, adivina que ahora pongo mi atención en él, levanta la cabeza, me mira él también y mueve la cola para demostrar el gusto que le da que haya interrumpido mi trabajo y lo tome en cuenta. Luis es mi perro ovejero alemán, un manto negro de dos años. Y le puse Luis porque siempre he sostenido que si un nombre es bueno para mi no hay razón para que no lo sea también para un perro. Luis, lo mismo en casa que en la cuadra, goza de fama de inteligente. Y a su modo lo es. Me trae el diario o las chancletas si se lo pido con una palabra y un gesto. Pero no sabe leerlo ni es capaz de calzárselas. Mi mujer también le ha enseñado algunas cosas. Como sacar un toallón de los estantes del placar del baño y llevárselo hasta la ducha, cuando ella se lo pide. Pero no sabe para qué sirve el toallón ni sabría secarse con él. Cuando se moja hace como todos los perros: se sacude. Pero al interrumpir la tarea para mirarlo y sostenerme él la mirada, sin dejar de jadear, con la lengua afuera como hacen todos los perros, se me ocurrió algo. En la mirada de Luis hay otra cosa además de la expectativa de un paseo o de una caricia y algo más también que sometimiento al tipo que lo malcría y le da muy bien de comer. En su mirada hay cierto brillo inteligente, lo que, a mis ojos, lo convierte en algo así como en un animal plus. Y entonces, ni sé porqué, me puse a pensar en quienes fueron los ancestros del hombre. El hombre tiene un pasado animal e irracional. Lo mismo que hoy decimos del perro, del caballo o de cualquier otra bestia. Tal vez hirsuto, con uñas muy fuertes en manos y pies, en cuatro patas o semierguido, con mandíbulas pronunciadas, los colmillos asomando en la boca perpetuamente entreabierta y la frente pequeña y sumida detrás de unas cejas descomunales, el ancestro humano andaría por allí, en manadas. Atento a lo que pudiera cazar para sobrevivir y no menos vigilante para escapar de sus depredadores. Tendría su época de celo en la que correría como loco detrás de las hembras, por las que pelearía con sus rivales hasta morir. Se echaría en cualquier parte para descansar y dormir, al abrigo de un árbol, de un peñasco o dentro de una cueva. Tal vez se entendería con los otros de su especie como lo hacen los animales de hoy, ladrando, maullando o balando. Y así también expresaría sus miedos, el terror ante el acecho de sus enemigos o el mismo temor a morir por el ataque de un animal de otra especie, en un duelo a golpes y dentelladas con un semejante o por un mal para el que no tendría remedio alguno. Se protegería del frío arrimándose a los otros y metiéndose en huecos escarbados con sus garras. Viviría muy pocos años, tal vez 20 o 30 y nadie, ni sus mismos hijos, cuidarían de él cuando fuese incapaz de seguir al rebaño. Aquellos prehumanos no conocerían el fuego, no se cubrirían con las pieles de otros animales; no sabrían del amor ni de las caricias, no estarían en condiciones de interpretar nada más que aquello que les inspirara el instinto de supervivencia: el olor de una fiera carnicera, la proximidad de una tempestad, el renovado impulso a la trashumancia provocado por hielos o sequías. Pero debe haber habido un momento en que una circunstancia o un conjunto de ellas, determinó que al hombre y no al mamut peludo de Siberia ni al tigre dientes de sable, se le produjera un chispazo en su interior y su vida estrictamente animal, similar a la de los monos, los grandes lagartos o los buitres, comenzara a experimentar cambios sensibles. Un día se quedó mirando el amanecer, otro no sólo copuló con la compañera que había sabido ganar al jefe de la manada, sino que también la besó y otro también, cuando enfrentó a una fiera que amenazaba despedazarlo, recogió una rama del suelo y se defendió golpeándola con ella. Vuelvo a Luis, que ahora se ha echado perezosamente de panza al suelo, con su fuerte cabeza sobre sus patas delanteras y ha entrecerrado los ojos, como si estuviera soñando. Y es entonces que me pregunto porqué razón no es él el que está frente a la computadora y porqué no estoy yo echado a su lado, esperando una orden, una caricia o un plato de alimento balanceado. O también cuál es la causa por la que el chispazo diferenciador que alcanzó a uno de los eslabones débiles de la primitiva familia animal, no se dio en otras especies que participaban de parecido handicap negativo frente a los temibles carniceros o los enormes mastodontes herbívoros, como la liebre o la gallina. Lo que me lleva a concluir, sin dejar de mirar a Luis, que ahora también me mira y mueve la cola, pero sin abandonar su cómoda posición, que tal vez haya sido nada más que la casualidad la que determinó los roles atribuidos a cada uno de los miembros de la familia animal. Que no haya sido un perro el que descubriera que golpeando dos piedras salta una chispa y que a partir de allí hacer fuego, inventar la fragua y fabricar acero inoxidable y cañones Krupp, no le hubiera requerido sino un poco más de esfuerzo y de imaginación. O que por el simple hecho de aguzar una rama, lo que Luis podría haber hecho con sus dientes, se obtiene una formidable arma arrojadiza capaz de derrotar a los enemigos a distancia, con lo que hubiera dado nada menos que el primer paso en la construcción de misiles inteligentes. Volvemos a cruzarnos las miradas. Está bien claro que Luis no me reprocha nada y hasta presumo que en su pequeño corazón de perro encierra una llama de agradecimiento y hasta de ternura hacia su dueño. Pero las cosas ahora para mi han cambiado. Y confieso que no me siento cómodo, me siento como un usurpador tecleando mi PC portátil, mientras él yace casi a mis pies, esperando dócilmente de mi lo que se me ocurra, que le arroje una pelota, que le sacuda las orejas y le sobe el lomo o que, con un gesto, le indique que se vaya, que ya no lo quiero ver ahí. A él, a Luis. Mi perro, claro.

viernes, 11 de enero de 2013


Circo criollo

La fiesta que
nos perderemos

Como un lamentable error debe reputarse la decisión presidencial de viajar en un avión inglés para cubrir una gira por diferentes países, a causa del temor de que una aeronave propia corriese el riesgo de ser embargada por los miserables fondos buitre. Lo que significa, clara y simplemente, que se ha echado por la borda toda la brillante y productiva experiencia que acaba de arrojar el regreso de la fragata Libertad.
Porque hasta el más despistado de los criollos se relamería pensando en lo que podría llegar a ocurrir en caso de que uno de esos bichos malos y desagradables, que siempre andan detrás de los cadáveres, intentase embargar una aeronave nacional cargada de altísimos funcionarios y que la justicia del país anfitrión le pusiera la firma a ese pedido. Y que como consecuencia de ese atropello se retuviese allí, por dos o más meses, como le ocurrió a la Libertad, no sólo al avión sino a todos sus tripulantes.
Lo cual arroja dos escenarios igualmente gratos. Uno, el de la presidenta y los funcionarios reunidos durante todo ese tiempo, en la estrechez de una aeronave durante 60 o 70 días, negándose a ceder ni un tranco de pollo. Y por qué no también, con reiteradas salidas de la primera mandataria a la portezuela del aparato, para arengar a las multitudes que estarán reunidas allí para escucharla reclamar por los derechos de los argentinos y, acaso también, pidiendo por un coiffeur, una depiladora y una manicura, vale decir tres auxiliares indispensables que ni siquiera los fondos más buitres y caranchosos le pueden negar a una dama.
Ahora bien, si la estadía en el territorio hostil prometía ser invalorable para los intereses del país y el prestigio de quien encabeza sus destinos, cualquier hombre o muchacha de bien se estremecería pensando en lo que podría llegar a ser el regreso de la aeronave y de su tripulación, esto es, el segundo y mayúsculo escenario. El que tendría lugar una vez que las autoridades del país secuestrador se convencieran de que ya no la podrían retener más. Ya sea porque hubieran trascendido actos de canibalismo dentro del aparato, por decisión de la justicia internacional o porque ya no les fuera posible ni les resultara económico asistir a los reclamos de cremas, tinturas, perfumes y desodorantes, pero también de yerba, vino tinto y barajas que les harían los argentinos.
Y es a partir de la previsible liberación de la aeronave, ya sea luego de 70 días, como la Fragata o de un tiempo más largo, lo que sería aún mejor, que habrá que ir pensando en lo que puede llegar a ser su retorno triunfal. No ya en Mar del Plata, que para este caso no sería más que un destino menor, tampoco la Plaza de Mayo, porque el Boeing no es fácil de maniobrar en recorridos cortos, pero si en algún escenario mayúsculo, como la pampa húmeda, el desierto de Atacama o la misma Antártida, donde las grandes celebraciones son infrecuentes.
Pero donde sea allí irá el fervor popular, llevado por miles y miles de ómnibus, lanchas, globos aerostáticos y autogiros. Llenos todos ellos de kirchneristas sedientos de oír la voz de la señora, que les había sido negada por los fondos buitres durante tanto tiempo, y de proclamarla presidenta no ya por uno o dos períodos más, sino simple y claramente eterna. El reo de la cortada de San Ignacio asintió. “Maestro, dijo (y en su voz había cierto desaliento), yo no lo quiero desilusionar, pero la señora, ¿vio?, parte de gira en un avión inglés y volverá… (y al llegar a este punto apenas si se lo oía, porque en la garganta parecía que se le cruzaba un sollozo) y volverá nomás, ni lo dude, también en un avión inglés.    

lunes, 7 de enero de 2013


Circo criollo

Cristina, Darín y
el reo de la cortada

En el Margot había un ambiente espeso, de bronca, que se podía cortar hasta con un cuchillo desafilado. Y el que tenía la cara y el gesto de mayor contrariedad, no era otro que el reo de la cortada de San Ignacio. A quien, entre una ginebra y otra (algunos dicen que en eso invertía el medio aguinaldo), se le oía decir: ¿Pero por qué a él y no a mi? ¿Qué tiene él que no tenga yo, díganme? Y fue precisamente otro cliente, que estaba sentado en una mesa vecina, quien al oírlo quejarse le dijo, con franqueza casi brutal: “Maestro, resígnese, él es un actor muy conocido, aquí y en todo el mundo, lleno de premios y de guita y usted….” Y no continuó tal vez porque le dio algo así como un ataque de conmiseración por el reo, el que estaba realmente mal, tal vez como no se lo veía desde que San Lorenzo perdió la cancha de Avenida la Plata.
La bronca del reo era explicable, por más que no lo asistiera la razón. Porque es cierto, si hay alguien contrera en este mundo, especialmente de los K y muy particularmente de la señora, es el reo. Quien se ha cansado de decir de ella innumerables maldades, casi injuriosas y seguramente inciertas, allí mismo, en el Margot y que han tenido la suerte, o la desgracia, de trascender a la opinión pública. Más, cuando algunos le advirtieron que no se desbocara de esa manera, que fuera más discreto, porque podía sufrir consecuencias no gratas, se reía. ¿Qué, decía, me van a mandar la DGI? (Él sigue llamándola como antes, del mismo modo que en su pieza del inquilinato tiene un teléfono a disco y desconoce en absoluto qué es y para qué sirve una computadora y mucho menos un blog). Porque si me la mandan, agregó, ellos me van a tener que dar guita a mí, que laburé treinta años para tener esta jubileta rasposa.
Pero no se conformaba con eso. A su queja por no haber sido convocado a la Rosada como Ricardo Darin, tras haberse manifestado el actor extrañado por el desmesurado y rapidísimo aumento patrimonial de la señora, el reo se despachó con otras revelaciones, ciertas o inventadas, sobre la buena fortuna de los K, sus parientes, sus socios y sus amigos, barajando nombres y circunstancias tan graves como increíbles y solo atribuibles a su particular estado de ánimo.
Al fin se calmó, vació de un trago lo que le quedaba de ginebra y hasta pidió un café, que dudaron en llevarle a la mesa, ya que nunca gastaba tanto. Finalmente, luego de un largo cabildeo en el mostrador, se lo pusieron delante, él le echó la sacarina y mientras lo revolvía, preguntó, apenas audible. “Maestro, usted que sabe, ¿le parece que será muy tarde para dedicarme al cine? No digo de galán, como este mozo Darín, pero en una de esas haciendo un papelito en una película que se llamase, por ejemplo,  “El cartonero de mi vida” o “La paso como un bacán apoliyando en la vereda”, me llama y nos sacamos una foto juntos. Así tengo algo para dejarles a mis nietos”. “Pero si usted ni siquiera tiene hijos, maestro”, le recordó el vecino de mesa. “Bueno –respondió el reo- todavía…” Y le brillaron los ojos de lujuria.
   

viernes, 4 de enero de 2013


Circo criollo

Del Dante
a los K


Los argentinos han recibido con algarabía el ingreso al 2013. Algo así como una rutina que algunos han vivido brindando con champan y otros mandándose al buche, con igual regocijo, un tetrabrik refrescado en un balde. Sin advertir que aquí, como en el infierno que transitara este muchacho Dante, está inscrito aquello de lasciate ogni speranza voi ch’entrate. Lo que ocurre es que mientras Satán lo había hecho picar en la piedra en un cuerpo mayúsculo, como para que nadie se hiciera después el gil diciendo “yo no lo sabía” y pidiendo más que tardíamente perdón por sus pecados, aquí es preciso deducirlo. Lo que es fácil, porque basta con hacer un pequeñísimo esfuerzo, sin necesidad de extremar la imaginación, para saber que estamos en el horno.
Porque ya estaba escrito en la médula de los K lo que habría de ocurrir. El primer signo revelador está en la mismísima Casa Rosada. Que dejó de ser lo que era para convertirse en una jaula enrejada que denuncia, a los gritos, la índole asustadiza de sus moradores. Que, no conformes con ello, además amurallaron la mitad de la Plaza de Mayo, la cubrieron de vigilantes y, por si esto fuera poco, se quedaron con una cuadra, la inicial, de la histórica calle Balcarce y con la placita donde se encuentra el monumento al zeneize Cristóbal Colón. Hoy al navegante sólo se lo puede pispear desde la vereda. Pero mejor es no hacerlo ni detenerse en las inmediaciones, porque la Rosada está poblada hoy por una serie de tipos que parecen tener muy pocas pulgas y que no les quitan los ojos de encima a los mirones. Y como si eso fuera poco, han agregado un museo, el del Bicentenario, a espaldas de la Rosada, que parece construido a propósito para desmerecer el resto del conjunto arquitectónico y al que, para ingresar, es preciso someterse al escrutinio de unos guardianes de mala cara y de unas máquinas que detectan todo, hasta si el visitante es deudor de la AFIP.
Pero como si esto no fuera suficientemente expresivo para deducir quién es hoy, de lunes a viernes, el principal habitante de la Rosada, también hay que saber que ha cambiado el orden interno del edificio, abatiendo paredes, destruyendo baños, sometiendo al destierro al vice (lo que tal vez no sea tan desacertado) y hasta prohibiendo el ingreso al piso de todos cuantos podrían llegar a incomodarla. En primer lugar a los periodistas de la Sala, pero también a algunos ministros y secretarios, a los que solo se convoca cuando llega el momento de aplaudir.
En ese contexto persecutorio se inscriben también otros síntomas no menos significativos. Cualquier mandatario estaría chocho con el apoyo de los peronistas y de los sindicalistas del mismo signo (otros parece que no hay). Pero para los K eso no es suficiente, por una simple razón: el apoyo viene de afuera hacia adentro y estos que hoy la apoyan acaso sean los mismos que ayer apoyaron a Menem, hicieron fiestas con Cavallo, vivaban a Duhalde gritándole “cabezón, cabezón”, cuando lo veían pasar y son incondicionales del Pocho, tanto el del 45, como de aquel viejo que volvió en los 70 del bracete con López Rega. Están hoy con ella, como ayer  estuvieron con Él y mañana con cualquier otro capaz de ir a San Vicente a visitar los restos del General y de cantar la marchita a capella, si  eso le asegura los votos de los muchachos.
Pero lo que resultaría una situación provechosa para cualquiera, se hace insoportable para la Señora, que no sólo no se conforma con ser otra más, en la historia del peronismo, sino que pretende no ser menos fundadora de un movimiento, tanto o más imperecedero que el PP del General. Para lo cual, ayudado por su hijo, que parece que es una luz en estos menesteres, se ha provisto de un relato y de unos intérpretes tan convencidos como bien remunerados, en quienes confía (sólo en ellos), para que le saquen la Presidencia adelante y por tanto tiempo como el que se propone vivir. Acaso para siempre.
Dadas estas circunstancias con las que habrá que convivir en el año 13 de este siglo novato, en las que se confunden el terror cerval y la convicción no negociable del gobierno, sólo un optimista profesional podría suponer que las cosas pueden ir mejor. Que se reconozca la inflación, se respete la libertad de prensa, se den conferencias en las que cualquiera pueda preguntar y se advierta que así vamos directo al hoyo, es totalmente impensable. Por lo que suponer que el 13, que empezó con saqueos, termine con los argentinos bailando tomados de la mano, es casi tan absurdo como que  alguien, en su sano juicio, venda sus dólares a 4,50.
“Maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio, acomodado en una mesa del Margot- me parece que ya hay que ir pensando en alguien para el 2015”. Y agregó, convencido: “Yo ya tengo candidata: Victoria Donda”. “¿Victoria Donda?”, repitió extrañado el tipo que lo acompañaba en la mesa. “¿Qué sabe de ella? ¿Es buena? ¿Tiene chances?  ¿Es una mina inteligente? ¿Usted cree que está preparada para el cargo?” “Mire maestro, respondió sincero el reo, le juro que de todo eso, no se nada. Pero de lo que no me cabe ninguna duda, es de que está buenísima”. 
  

martes, 1 de enero de 2013


 

EL COFRE


Entre este viejo que ahora se apoyaba malamente sobre muletas y el saludable sesentón que apenas un mes atrás había salido de su casa para dar un paseo, mediaban mucho más que las dificultades para caminar y el terrible costurón que lucía en la cabeza. El accidente también le había dejado una expresión permanente de azoramiento, un ojo más abierto que otro, una incapacidad notoria para expresarse con claridad y la punta de la lengua asomando a intervalos entre los labios, mojándole las comisuras.
Entró al departamento ayudado por sus dos hijos varones, mientras la hija y la nuera lo esperaban para acomodarlo, junto a la ventana del living, en un sillón que habían hecho más mullido a fuerza de almohadones, y con una manta de lana lista para abrigarlo. Se sentó, aceptó la manta aunque no hacía frío y luego de dirigir a todos una mirada que quería ser de agradecimiento, se acomodó y entrecerró los ojos como si fuera a dormir.
Los hijos se apartaron en silencio hasta que la nuera, que era la más joven del grupo, preguntó: “¿Le dijeron lo de la caja de seguridad?” Y como su marido la mirara con un gesto de reconvención, agregó, a modo de disculpa: “Es que lo veo tan mal. ¿Y quién la va a abrir si?...” Los tres hijos le dirigieron miradas de reproche, pero fue su cuñada la que le respondió con fastidio: “¿Pero qué te creés que puede haber ahí? Una fortuna? Si papá derrochó todo lo que tuvo”.  “No te creas –intervino el hermano mayor- yo alguna vez lo acompañé a la calle San Martín. Compraba monedas de oro y no sé que las haya vendido". “¿Monedas de oro?” –repitió la cuñada y se le iluminaron los ojos. “Bueno –agregó su marido- no creo que fuera tan sonso. Habrá comprado oro, pero como el metal alguna vez  se depreció también habrá comprado dólares, bonos, qué sé yo”. “¿Pero cuánto puede ser?” –intervino la hija, con gesto de desacreditar el dato. “No creas –volvió a decir el hijo mayor- mientras fue capitán de barco el viejo ganó muy buena plata y no creo que se la haya gastado toda".
Se produjo un largo silencio, los cuatro se miraron. “Y el único que sabe la combinación -concluyó implacable la nuera- es él”. Los otros asintieron. “Quién iba a imaginar” –comentó uno. “Claro” –dijo otro. En ese instante el viejo carraspeó y dio signos de reaccionar de su letargo. Los cuatro dirigieron sus miradas hacia él, que volvió a moverse, tratando de acomodarse mejor en el sillón. Entonces la nuera dijo: “Yo le pregunto”. Y se dirigió resuelta hacia su suegro, sin que los otros atinasen a detenerla, aunque su cuñada interpusiera un poco convincente: “No, cómo vas a hacer eso ahora”.
La nuera arrimó una silla al sillón, se sentó en ella y tras arreglarle amorosamente la frazada y preguntarle cómo se sentía, le preguntó con su voz más compradora: “Papá, ¿me escucha?" Y como el viejo asintiera, agregó: “¿Sabe que va a ser abuelito otra vez?” El viejo abrió un poco más el ojo que le había quedado más grande e intentó lo que parecía una sonrisa. La nuera, entonces, se animó. “Pero si no me dice una cosa, me parece que el nene me va a salir con un antojo en la colita”. Y señalando el lugar que ocupaba la caja fuerte, detrás de un cuadro, le preguntó: “Dígame papá, ¿qué guarda ahí?” El viejo se quedó mirándola unos momentos y después pareció que quería decir algo. Pero luego, como resignado, se conformó con hacerle un gesto incomprensible con las manos. La nuera se animó más: “¿La podemos abrir?” Como él pareció decir que sí, ella, sin perder un segundo, le preguntó por la combinación. “¿Se acuerda, no?” Y tomó lápiz y papel para apuntar. El viejo amagó responderle, pero sólo atinó otra vez a hacer unos gestos imprecisos. Entonces ella le puso el lápiz y el papel entre las manos y le sugirió, con su sonrisa más seductora y haciendo un gesto cómplice a sus parientes: “¿Por qué mejor no la escribe usted?” El viejo, en medio de un suspenso del que todos participaron, aún la hija que insistía en contemplar la escena con disgusto pero callada la boca, tomó lo que le dejaron en las manos, lo examinó como si no entendiera muy bien qué era lo que le estaban pidiendo y por fin lo dejó caer.
La nuera no se desanimó. "Tal vez no pueda escribir –interpretó- pero en una de esas, si lo ponemos frente a la caja fuerte se le enciende la lamparita y recuerda la combinación”. La hija interpuso un débil “cómo se les ocurre, en el estado en que está el pobre viejo”. Pero los varones, luego de dirigirse una mirada de soslayo, fueron hasta donde estaba su padre, lo alzaron sin contemplaciones y, llevándolo casi en el aire, lo pusieron delante de la caja fuerte. La que ya estaba al descubierto, porque la nuera se había adelantado desplazando el cuadro que la ocultaba.
El viejo, sostenido por sus hijos, se paró frente al tesoro, lo miró un largo rato y al fin, animado por los que lo rodeaban, dirigió torpemente las  manos hacia el dial. Lo hizo girar para un lado y para el otro, lo intentó una y otra vez, pero finalmente bajó los brazos, hizo señas ostensibles de que estaba muy cansado y pidió, con gestos, que lo llevaran otra vez hasta el sillón.
La nuera quedó desconsolada, la hija les reprochó a los otros tres lo que acababan de hacer y los dos varones, sin prestarle atención, concluyeron que, de producirse “la desaparición de papá, no va a quedar otra que llamar a alguien para que la rompa, a ver qué tiene adentro”.  La nuera insistió en que quizás su suegro guardase la combinación en algún lugar y que habría que buscarla, pero ya no encontró eco en los demás.
Cuando sus hermanos y su cuñada se fueron, la hija se quedó esperando la señora que vendría a acompañar por las noches al viejo. Pero en cuanto se vio sola y advirtió que su padre dormitaba en el sillón, se lanzó a una búsqueda frenética de la clave, revolviendo armarios, ropas y cajones y escudriñando en cuanto papel se le puso a tiro. Hasta que, desalentada pero no vencida, la sorprendió la chicharra del portero eléctrico, anunciándole la presencia de la mujer. Reordenó todo a las apuradas y luego de abrirle la puerta y darle las indicaciones para que se manejara en el departamento, se despidió con un beso de su padre, prometiéndole que volvería al día siguiente con sus hijos. Y con el propósito, in pectore, de revisar lo que aún le faltaba.
El viejo capitán se quedó entonces solo en su sillón, mientras la mujer que lo cuidaba le hacía una sopa en la cocina y escuchaba la radio. Pero al rato,  su maltrecha humanidad experimentó un cambio. El ojo grande como el chico parecieron recuperar la vivacidad perdida, giró su cabeza a uno y otro lado para cerciorarse de que estaba solo e hizo los primeros intentos de levantarse por las suyas. Se deshizo de la manta, enderezó el cuerpo y apoyándose primero en los brazos del sillón y luego en las muletas, logró ponerse de pie, aguantándose el dolor de las coyunturas y de los huesos remendados. Colocó las muletas lo más firmemente que pudo bajo sus axilas y muy lentamente, vacilante pero entusiasmado, se encaminó hacia la pared en que se hallaba la caja fuerte. Una vez allí apartó el cuadro, hizo girar el dial con precisión y la abrió. Extrajo un fajo de cartas ceñido por una gruesa goma negra, lo puso en un bolsillo y después de cerrar el cofre y sin olvidarse tampoco de taparlo con el cuadro, volvió a su sillón, tan lenta y trabajosamente como había hecho el viaje de ida..
Una vez que estuvo sentado, se concedió un tiempo para recuperar el aliento. Al cabo echó la mano al bolsillo, sacó el fajo, desprendió la goma con cuidado y, como quién se dispone a pasar una larga y agradable velada, se calzó los anteojos, puso las cartas sobre la manta y extrajo una del primero de los sobres. Comenzó a leerla en silencio y mientras lo hacía, su rostro, desfigurado por el accidente, pareció recobrarse. Los ojos se le emparejaron un poco, dejó de babear, se le aquietó la lengua y hasta se le dibujó una sonrisa.
Esa primera carta, en inglés, datada en Boston, treinta y tantos años atrás, empezaba de esta manera: “Mi amor: Las horas se me hacen interminables desde que te fuiste...” Sacó, al azar, el contenido de otro sobre. Stefania  se la había dirigido desde Génova y en ella decía, en el más puro italiano: “Querido mío: A pesar de ser tan pequeñito nuestro bebé ya ha aprendido a decir tu nombre...” Y la carta iba acompañada por el retrato de una bella mujer con un bebito en brazos. Abrió otra más. Esta estaba en francés y Nicole le decía: “Mi dulce argentino: Desde que partió tu barco, cuento las horas que nos separan de tu regreso...”
Cuando terminó de leerlas ya era muy tarde. La sopa se había enfriado sobre la mesa y la mujer que lo cuidaba se había ido a dormir. Volvió a unir los sobres con el elástico y con tanto esfuerzo y cuidado como antes, los regresó a la caja fuerte. La cerró, la tapó con el cuadro y, extremadamente  fatigado, se acomodó en el sillón. Allí se quedó, agitado y feliz, mirando a lo lejos por la ventana, ocupado en sus recuerdos y esperando el amanecer.