sábado, 9 de noviembre de 2013

MUERTE GEOMÉTRICA Cuando fui a empuñar el cepillo de dientes la tucura, que debía estar allí posada, dio un salto y apareció sobre mi dedo índice. Agité la mano, para desprenderla y entonces cayó a mis pies, iniciando el que sería, a la postre, el primero de sus extraños mensajes. Porque el bicho, verde, y que no ocuparía, de la cabeza a la cola, más de dos de las falanges de cualquiera de mis dedos, se ubicó precisamente entre mis miembros inferiores calzados en chinelas de cuero negro. Lo primero que se me ocurrió fue que debía pisarlo, respondiendo a una costumbre atávica y a la fama de depredador de que se ha hecho responsable este acrídido saltarín. Pero frené mi impulso al sospechar que el insecto no parecía haberse detenido donde lo había hecho por simple casualidad sino respondiendo a razones inteligentes, propias de quien desea transmitir un mensaje o establecer al menos una comunicación entre dos seres pertenecientes a especies tan diferentes, como el hombre y el bicho. Mis pies se encontraban abiertos, en la posición natural de quien se encuentra parado. Y el saltamontes no se ubicó, respecto de ellos, en una posición cualquiera, sino precisamente en medio del triángulo que formarían mis extremidades inferiores, de trazarse una raya a la altura de los respectivos dedos gordos y de prolongarse, hasta el punto de unión o vértice, las líneas ideales entre cada uno de éstos y sus respectivos talones. Estaba muy claro entonces que el saltamontes, al instalarse justo allí donde estaba, había querido indicar que lo suyo no era nada casual y que hasta el menos avisado de los geómetras estaría en condiciones de advertir su intención de participar de algo así como de un juego algebraico. Para comprobar lo cual hubiera bastado con trazar otra línea, a lo largo de su enjuto cuerpo, hasta hacerla coincidir con el vértice del ángulo formado por ambos pies. Que pasaría así a conformar dos ángulos agudos. Pero esta pequeña y curiosa langosta no se detuvo allí. Luego de haber demostrado claramente cuáles eran sus intenciones, volvió a avanzar, pero no a tontas ni a locas, sino que lo hizo, con precisión matemática, hasta colocar su cabeza exactamente en medio del ángulo recto formado por el encuentro de las dos paredes del baño más próximas a nosotros, por lo que con la posición linealmente recta y equidistante de su cuerpo, pasaba a insinuar la transformación de aquel ángulo de 90° en dos de 45°. Más esta intrigante maniobra daría para algo más aún. Porque como en ese mismo sitio coincide una baldosa perfectamente cuadrada, el saltamontes, al partirla idealmente por la mitad, de trazarse otra vez una raya en el sentido indicado por la posición de su cuerpo, estaba convirtiendo aquel simple e inexpresivo cuadrado en dos espléndidos triángulos equiláteros. Fuertemente conmovido por esta inesperada demostración de inteligencia por parte de un insecto del que poco se habla ni tiene buena prensa, me lavé rápidamente los dientes y salí del baño en puntas de pie, cerrando la puerta con cuidado luego de echarle una última y conmovida mirada. Volví horas después y seguía allí. Retorné a la noche, tarde y encendí la luz, dando por seguro que se habría marchado. Pero no, allí continuaba clavado contra el ángulo de los dos zócalos y dividiendo en partes iguales el espacio ocupado por la baldosa. Entonces me agaché para observarlo más detenidamente y pude comprobar lo que me temía: el saltamontes no se movía ni respiraba: estaba muerto. Lo que me causó una pena profunda aunque entendí que su deceso estaba en un tono en sintonía con los asombrosos hechos anteriores protagonizados por esta, en apariencia, simple y campesina tucura. La suya no había sido una muerte cualquiera, sino toda una muerte comprometida y geométrica. La primera, que yo sepa, del reino animal.

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