viernes, 14 de junio de 2013

Circo criollo EL CHOQUE DEL DICCIONARIO Es indudable que el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, después del reciente choque de trenes en la estación Castelar, quiso evitar el papelón cometido por su antecesor y, antes de enfrentar a las cámaras, consultó el diccionario. Y fruto de ese paso previo fue que, luego de expresar su pesar por las víctimas, expuso esta disyuntiva dialéctica: ¿se trató de un accidente o de un siniestro? Porque de haberse dado el primer caso se habría tratado de un suceso eventual, imposible de achacar a otra cosa que a la mala fortuna. Pero si se tratara de lo segundo, ahí te quiero ver, ya que la palabreja está asociada a los hechos aviesos y mal intencionados. Una disyuntiva ingeniosa no sólo porque remite a un juicio que esclarecerá la cosa vaya a saber cuándo, sino porque elude toda sospecha de que el principal culpable de lo que ocurrió, ayer en Castelar como anteayer en el Once y mañana vaya a saber dónde, es el Estado, esto es, el dueño de toda esta chatarra circulante alimentada por ingentes sumas de subsidios. Pero además y esto tal vez sea lo más ingenioso de la presentación del ministro, la revelación acerca de qué fue lo que causó semejante estropicio, con su secuela de muertos y heridos, ya fue adelantada como algo más que una suposición. Los frenos del tren eran flamantes y funcionaban de maravilla, lo mismo que las señales de peligro que precedieron al choque, por lo que ya está casi todo dicho: el gran bonete asegura que el conductor del tren es un orate, un suicida, un irresponsable de cuarta, que vaya a saber qué estaba haciendo cuando conducía el tren con miles de pasajeros. Tal vez escuchaba una cumbia villera, acaso estaba mirando una revista con minas de almanaque de taller mecánico o, porqué no, ese día, más precisamente esa mañana, había decidido poner fin a las penas que lo embargaban (su mujer lo había abandonado, sus hijos eran barrabravas de hinchadas armadas con misiles y la nena no decía nada, pero no era de creer que le estuviera creciendo la panza por los fideos de los domingos). Y en consecuencia le metió mano al acelerador, las señales rojas las pasó como si fueran más verdes que la camiseta de Ferro y se lanzó nomás a incrustarse en el tren detenido en la estación Castelar. Mientras se espera el resultado del examen de las cajas negras del tren que arremetió contra el otro, que difícilmente pueda ser distinto que el ya adelantado por el ministro, esto es, que todo el equipo era de primera y funcionaba como un Rolex de platino, sería prudente que, por las dudas, el mismo ministro Randazzo o alguno de sus acólitos más fieles, se diese una vuelta por Roma y solicitase una audiencia al Papa Francisco. Y allí, en la Ciudad Santa, frente al Supremo Pontífice del barrio de Flores e hincha de Sanlo, lo convenciese, mientras se toman unos amargos, de dirigir unos rezos al Altísimo, con un pedido muy especial: que no se produzca, al menos en un futuro próximo, un tercer infortunio ferroviario. Porque en ese caso ni Randazzo, ni nadie del gobierno K, tendría ya una nueva oportunidad de plantear esta disyuntiva genial: ¿accidente o siniestro? El reo de la cortada de San Ignacio terminó el café y, antes de levantarse de la mesa, se persignó. Un parroquiano que lo vio se acercó para decirle: “Maestro, no sabía que fuera tan creyente”. “Y no lo soy jefe. Pero hay que ser prudente –respondió el reo. Fíjese que me voy a encontrar con una muchacha que tiene como cuarenta años menos que yo y que vive en Castelar. En resumen, que hoy tanto me puede dar un bobazo, como terminar reventado a causa de un choque ferroviario. ¿O no?”

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