jueves, 28 de marzo de 2013

Por amor a Guerlain Noemí era la mayor y la más fea de cuatro hermanas feas. Era petisa, regordeta, los ojos muy juntos, la cola gorda y las piernas cortas. Andaba por los treinta y tantos y nunca había tenido novio, ni un amor pasajero, ni nadie que se hubiera atrevido a manosearla en el subte o en el bus. Porque era fea y sin gracia. En cambio sus hermanas, que tampoco eran bellas, habían tenido más suerte. La que la seguía, Ayelén, estaba juntada desde hacía años con un paraguayo que trabajaba en la construcción. María o la Mary, como le decían, había tenido varios novios y finalmente se había casado con un empleado municipal y con él había tenido dos hijos. Y por fin la última, Gianina, si bien no se había casado ni juntado con nadie, siempre se las arreglaba para estar de novia con alguno, aunque finalmente resultase casado o se le escapara después haberle prometido llevarla al altar. Noemí ya había perdido las ilusiones de encontrar alguien que la amara. Vivía, sola, en una pieza de una casa ocupada, por la que pagaba un alquiler modesto. Lo máximo que podía permitirse dado lo poco que ganaba en una clínica del centro, donde lavaba los pisos y los baños. Allí acudía, a pie, desde su domicilio en el barrio de San Telmo, a la clínica, que estaba en el centro, muy temprano cada mañana, una hora antes del horario que tenía fijado. Porque en la clínica aprovechaba para bañarse y perfumarse. Lo que repetía al cabo de su jornada de trabajo, antes de volver a su pieza: se bañaba y se perfumaba. Porque si Noemí ya no creía que el amor de un hombre, aunque fuera fugaz, pudiera ya alcanzarla, no por eso había perdido su coquetería. Y si antes, cuando era más joven y aún no había perdido la fe, se perfumaba soñando con conquistar a algún galán, después había seguido haciéndolo porque se había enamorado de los perfumes, no podía vivir sin ellos y prefería no comer antes que privarse de sus preferidos. Que no eran los ordinarios, sino los de mayor precio, las mejores marcas, Chanel, Kenzo, Guerlain, Cacharel, Rochas. Se endeudaba por conseguirlos, agotaba su tarjeta y su crédito, pedía prestado, pero siempre olía como podía hacerlo una estrella de cine, una diva de esas que salían arregladísimas por televisión. Hasta los atorrantes que vivían en la casa ocupada lo notaban. Y alguna vez le decían cosas como: “Che Noemí, qué bien que olés. Hasta dan ganas de hacerte un favor”. O comentaban entre ellos, sin importarle si los escuchaba o no: “Si no la mirás, con ese perfume te creés que pasa un minón”. En la clínica nadie reparaba en ella. Era nada más que la chica de la limpieza. Pero ella recordaba muy bien que una vez un médico le había dicho: “¿Ese perfume que usás es francés, no?” Y otra un paciente muy viejo, tendido en una camilla, a punto, parecía, de morir, había abierto los ojos a su paso y tras lanzar un hondo suspiro, acaso el penúltimo, le dijo: “Ojalá la muerte oliera como vos”. Noemí le sonrió y hasta se atrevió a darle un beso. A la clínica iba siempre con la ropa para cambiarse y con el perfume que había elegido ponerse ese día. En su trayecto, siempre el mismo, siempre a las mismas horas, nadie la acompañaba. Iba y venía sola. Un día, precisamente un día que había salido de su casa más tarde que de costumbre y mientras esperaba que el semáforo de la 9 de Julio le diera paso, un tipo alto, mucho más alto que ella, de anteojos negros, se le puso al lado. Y no sólo eso: con el bastón blanco que llevaba en su mano derecha, golpeó repetidamente el cordón de la vereda mientras gritaba: “Alguien que me ayude a cruzar, por favor. Soy ciego. Soy ciego. Alguien que me ayude, por favor”. Noemí dudó. La única persona que estaba al lado del ciego era ella. Se encogió de hombros y resignada, le tomó la mano. “Yo lo ayudo a cruzar, señor”, le dijo. “Gracias”, le respondió el ciego. “Tengo un perro que me acompaña y que ya sabe cuando el semáforo está verde o está rojo, pero hoy no sé qué le pasó, estuvo vomitando y no pudo acompañarme”. Mientras cruzaban la avenida 9 de Julio, tomados de la mano, Noemí lo examinó. Era alto, joven, buen mozo, atlético, estaba bien vestido y tenía una sonrisa encantadora. Hablaron de pavadas hasta alcanzar Bernardo de Irigoyen y una vez allí, él se despidió:”Gracias. Voy hasta acá nomás, muy cerca, a una facultad. Estudio letras”. Y le soltó la mano, pero al hacerlo se llevó inmediatamente la suya a la nariz, aspiró con satisfacción y le preguntó de inmediato: “¿Guerlain? ¿Es Idylle de Guerlain, no es cierto? El perfume que usaba mi mamá”. Ese día Noemí no habría de olvidarlo nunca. Porque a partir de entonces se vieron casi todos los días. Ella lo esperaba cada mañana en Lima y Belgrano y él acudía puntual, sin el perro, que se le había muerto, y lo ayudaba a cruzar la 9 de Julio. Pero después él ya no se contentó con eso. Quiso que se vieran a la tarde, cuando ella salía de la clínica. Y después quiso cenar con ella y juntos, en un remise muy paquete, fueron a comer a un restoran lujoso de Puerto Madero. Y finalmente le declaró que estaba perdidamente enamorado de ella, que nunca había sentido nada igual. Por lo que las cosas se precipitaron y una noche el muchacho ciego la poseyó en un zaguán oscuro. Y después en un hotel. Y tras ello alquiló, porque era un muchacho rico, un departamento amueblado en Monserrat y allí amanecían abrazados. “¿Te casarías conmigo?”, le propuso un domingo. Y ella, ilusionada, perdidamente enamorada, le respondió que si. Aunque sabía que no podría ser. Porque él era ciego, la juzgaba a través de sus perfumes, que le resultaban enloquecedores, ¿pero qué pasaría cuando la presentara en familia? Porque él no la veía, sólo la tocaba y acariciaba; pero su padre la vería y le diría cómo era. Y lo mismo un hermano del que siempre hablaba y que vivía en Estados Unidos, pero que estaría allí para la boda. Que como no eran ciegos le dirían la verdad, que ella era petisa y fea, tenía los ojos chiquitos y pegados a la nariz y las piernitas robustas y cortas. ¿Y qué podía ocurrir entonces? Le dijo que si, porque no podía decirle otra cosa, porque él estaba ciegamente enamorado, como ella misma, pero siendo él ciego de verdad. Por lo que decidió no perderlo, pero llevarlo a la larga, sin aflojarle el sí que él esperaba. Se resistió a acompañarlo a su casa y jamás lo llevó a su pieza, no fuera a ser que los vagos que vivían allí le dijeran alguna cosa que le diera a entender a él cómo era ella. Y hasta estuvo consultando a los médicos de la clínica, para encontrar una enfermedad que justificara su resistencia al matrimonio. Pero un mal día todo se precipitó. Estaban tomando un café en una confitería de la calle Corrientes. Habían hecho el amor, se habían bañado juntos y ella se había perfumado con el Guerlain que a él más le gustaba. Entonces él la tomó de las manos, se las apretó fuerte y le dijo: “Tengo una gran noticia que darte”. Y comenzó diciéndole que él no había sido ciego siempre. Que había nacido con una vista normal y que a los cinco años lo había atrapado una enfermedad muy extraña que lo había dejado a oscuras. “Y ahora –le dijo con su sonrisa más brillante- la gran noticia: estoy haciendo un tratamiento dirigido por un médico chino y volveré a ver. Te digo más: ya mismo me está haciendo efecto y comienzo a distinguir los colores, casi casi, hasta alcanzo a verte a vos, a distinguir el color de tu cabello, de tus ojos…” Salieron de la confitería tomados, como siempre, de la mano. Caminaron unas cuadras y enfrentaron la 9 de Julio. Ella le soltó la mano. “¿Qué hacés?” –le preguntó él, inseguro. “Nada –le respondió ella- me estoy arreglando el pelo”. “¿Pero podemos cruzar?”, quiso saber él. Ella no le respondió enseguida. Observó detenidamente los semáforos. El que marcaba los segundos que faltaban para que se pusieran en rojo, recién se había puesto a andar. “No –le dijo- todavía no”. Esperó, esperó, mientras él se mostraba impaciente y le buscaba la mano que ella escondía. “¿Ya?”, volvió a preguntar. “¿Cruzamos?” “¿Se puede cruzar ya?” El conteo de los segundos había terminado. Todos los semáforos de la avenida más ancha y más salvaje del mundo que apuntaban hacia ellos viraban ya hacia un rojo implacable, mientras el amarillo apenas contenía a los conductores que habían levantado el pie del freno y ya apretaban el embrague y el acelerador y ponían la palanca en primera, listos para salir disparados como balas gigantes. Fue entonces que ella, tras apenas un segundo de duda, le dijo, con la voz más natural y confiable, la que él ya conocía y obedecía: “Si, ahora si”, y lo animó dándole un leve toquecito en la espalda. Él bajó a la calzada y avanzó inseguro, sosteniendo el bastón en una mano y buscando con la otra la mano de ella. Ella volvió a animarlo. “Vamos, vamos, te sigo”, le dijo, aunque no pensara hacerlo. Porque en ese preciso momento una jauría feroz de autos, motos y gigantescos camiones, comenzaba a avanzar como un torrente por la avenida. Mientras ella, quieta, inmóvil, fea, ruin, bañada en lágrimas, pero sin bajar de la vereda, lo despedía con un gesto y con un “adiós amor”, que quería ser definitivo. Pero ahí, en ese preciso instante, se quebró. Es que él, ya alejado un par de pasos de ella, dio vuelta la cara y dijo, desolado: “Noemí, ¿dónde estás? No huelo tu perfume”. Por lo que cuando ese hervidero metálico y rugiente ya estaba en marcha y cuando él, resignado, se disponía ya a cruzar, ella lo alcanzó, lo tomó nuevamente de la mano, y le dijo: “Ahora si, crucemos, mi amor”. Cerró los ojos y se lanzó con él al torbellino. Alcanzó a escuchar el chirrido de los frenos, los choques de metal con metal, las imprecaciones de los automovilistas y nada más. Se apretó a él y cerró los ojos. Fue el final. El enfermero municipal que la levantó del suelo para ponerla en la ambulancia, la observó un instante y comentó: “Pobre, qué fea que era, pero qué rico que olía”.

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