lunes, 14 de enero de 2013

Mi perro Luis y yo Dejo por un momento de escribir en mi notebook y dirijo la vista hacia Luis. Luis, que no me estaba mirando, adivina que ahora pongo mi atención en él, levanta la cabeza, me mira él también y mueve la cola para demostrar el gusto que le da que haya interrumpido mi trabajo y lo tome en cuenta. Luis es mi perro ovejero alemán, un manto negro de dos años. Y le puse Luis porque siempre he sostenido que si un nombre es bueno para mi no hay razón para que no lo sea también para un perro. Luis, lo mismo en casa que en la cuadra, goza de fama de inteligente. Y a su modo lo es. Me trae el diario o las chancletas si se lo pido con una palabra y un gesto. Pero no sabe leerlo ni es capaz de calzárselas. Mi mujer también le ha enseñado algunas cosas. Como sacar un toallón de los estantes del placar del baño y llevárselo hasta la ducha, cuando ella se lo pide. Pero no sabe para qué sirve el toallón ni sabría secarse con él. Cuando se moja hace como todos los perros: se sacude. Pero al interrumpir la tarea para mirarlo y sostenerme él la mirada, sin dejar de jadear, con la lengua afuera como hacen todos los perros, se me ocurrió algo. En la mirada de Luis hay otra cosa además de la expectativa de un paseo o de una caricia y algo más también que sometimiento al tipo que lo malcría y le da muy bien de comer. En su mirada hay cierto brillo inteligente, lo que, a mis ojos, lo convierte en algo así como en un animal plus. Y entonces, ni sé porqué, me puse a pensar en quienes fueron los ancestros del hombre. El hombre tiene un pasado animal e irracional. Lo mismo que hoy decimos del perro, del caballo o de cualquier otra bestia. Tal vez hirsuto, con uñas muy fuertes en manos y pies, en cuatro patas o semierguido, con mandíbulas pronunciadas, los colmillos asomando en la boca perpetuamente entreabierta y la frente pequeña y sumida detrás de unas cejas descomunales, el ancestro humano andaría por allí, en manadas. Atento a lo que pudiera cazar para sobrevivir y no menos vigilante para escapar de sus depredadores. Tendría su época de celo en la que correría como loco detrás de las hembras, por las que pelearía con sus rivales hasta morir. Se echaría en cualquier parte para descansar y dormir, al abrigo de un árbol, de un peñasco o dentro de una cueva. Tal vez se entendería con los otros de su especie como lo hacen los animales de hoy, ladrando, maullando o balando. Y así también expresaría sus miedos, el terror ante el acecho de sus enemigos o el mismo temor a morir por el ataque de un animal de otra especie, en un duelo a golpes y dentelladas con un semejante o por un mal para el que no tendría remedio alguno. Se protegería del frío arrimándose a los otros y metiéndose en huecos escarbados con sus garras. Viviría muy pocos años, tal vez 20 o 30 y nadie, ni sus mismos hijos, cuidarían de él cuando fuese incapaz de seguir al rebaño. Aquellos prehumanos no conocerían el fuego, no se cubrirían con las pieles de otros animales; no sabrían del amor ni de las caricias, no estarían en condiciones de interpretar nada más que aquello que les inspirara el instinto de supervivencia: el olor de una fiera carnicera, la proximidad de una tempestad, el renovado impulso a la trashumancia provocado por hielos o sequías. Pero debe haber habido un momento en que una circunstancia o un conjunto de ellas, determinó que al hombre y no al mamut peludo de Siberia ni al tigre dientes de sable, se le produjera un chispazo en su interior y su vida estrictamente animal, similar a la de los monos, los grandes lagartos o los buitres, comenzara a experimentar cambios sensibles. Un día se quedó mirando el amanecer, otro no sólo copuló con la compañera que había sabido ganar al jefe de la manada, sino que también la besó y otro también, cuando enfrentó a una fiera que amenazaba despedazarlo, recogió una rama del suelo y se defendió golpeándola con ella. Vuelvo a Luis, que ahora se ha echado perezosamente de panza al suelo, con su fuerte cabeza sobre sus patas delanteras y ha entrecerrado los ojos, como si estuviera soñando. Y es entonces que me pregunto porqué razón no es él el que está frente a la computadora y porqué no estoy yo echado a su lado, esperando una orden, una caricia o un plato de alimento balanceado. O también cuál es la causa por la que el chispazo diferenciador que alcanzó a uno de los eslabones débiles de la primitiva familia animal, no se dio en otras especies que participaban de parecido handicap negativo frente a los temibles carniceros o los enormes mastodontes herbívoros, como la liebre o la gallina. Lo que me lleva a concluir, sin dejar de mirar a Luis, que ahora también me mira y mueve la cola, pero sin abandonar su cómoda posición, que tal vez haya sido nada más que la casualidad la que determinó los roles atribuidos a cada uno de los miembros de la familia animal. Que no haya sido un perro el que descubriera que golpeando dos piedras salta una chispa y que a partir de allí hacer fuego, inventar la fragua y fabricar acero inoxidable y cañones Krupp, no le hubiera requerido sino un poco más de esfuerzo y de imaginación. O que por el simple hecho de aguzar una rama, lo que Luis podría haber hecho con sus dientes, se obtiene una formidable arma arrojadiza capaz de derrotar a los enemigos a distancia, con lo que hubiera dado nada menos que el primer paso en la construcción de misiles inteligentes. Volvemos a cruzarnos las miradas. Está bien claro que Luis no me reprocha nada y hasta presumo que en su pequeño corazón de perro encierra una llama de agradecimiento y hasta de ternura hacia su dueño. Pero las cosas ahora para mi han cambiado. Y confieso que no me siento cómodo, me siento como un usurpador tecleando mi PC portátil, mientras él yace casi a mis pies, esperando dócilmente de mi lo que se me ocurra, que le arroje una pelota, que le sacuda las orejas y le sobe el lomo o que, con un gesto, le indique que se vaya, que ya no lo quiero ver ahí. A él, a Luis. Mi perro, claro.

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