AYER, EN EL 2041
Quienes se
detengan hoy frente a la fachada del “Edificio Colossal”, obra de los
arquitectos F. Gabbarino y F. Stokes, tal vez se sientan sorprendidos. No sólo
por lo pretencioso del nombre, sino también por esa grandilocuente doble ese
que apunta a acentuar la sensación de grandeza formidable, ciclópea, que
quisieron darle sus constructores. Una suerte de nec plus ultra que el tiempo se ha encargado de desmentir. Porque sus mil y pico de metros de alto ya han sido largamente
superados por las moles que se encuentran frente al río, algunas de las cuales pasan
largamente los 1500 metros. Sin embargo lo que se ha de tomar en cuenta, frente
a esta inscripción pretenciosa, es que el Colossal fue levantado hace ya más de
20 años, cuando edificios de su altura y proporciones gigantescas sólo eran
superados entonces por algunos levantados en el Cercano Oriente y en China.
Vale decir que, para los standards del país de aquellos años, era realmente
monumental.
Pero más allá de
los metros de altura de esta mole, existen otras razones que de algún modo explican
o justifican el nombre que le dieron sus autores. Este edificio se levanta
sobre una hectárea, es decir una manzana completa. Reúne unos 10.000 departamentos
de tres dimensiones: los pequeños, de 22 metros cuadrados, los medianos, de 40
y los grandes o familiares, de 75 metros. Cuenta además con tres subsuelos para
cocheras, capaces de albergar unas 3.000 unidades familiares, más otro millar o
más de vehículos menores, pero en los que hoy no se guardarán más de 1.000 de
los vehículos mayores, más algunos cientos de bicicletas y motos, la mayoría en
desuso y herrumbradas. Lo que se explica porque, para quienes viven en el Colossal, las razones
para salir a la calle son mínimas, ya que allí encuentran con casi todo lo que
se necesita para vivir hoy en una ciudad moderna. Aparte del shopping (cuyos
dueños, sin hacer mayores alardes de imaginación, denominaron El Colosso), que es
uno de los más populares de la ciudad, allí se cuenta con una universidad con
tantas o más carreras que la oficial; varios colegios secundarios y escuelas
primarias; una comisaría, un hospital de agudos, otro de niños, un par de
hoteles, dos piletas de natación (una con aguas termales), un teatro, un
cinematógrafo (hoy cerrado) y muchas cosas más, como un jardín generoso en
orquídeas y otras especies exóticas, un casino, una casa de servicios fúnebres,
un crematorio y un templo al que bien podría caberle el título de universal, ya
que se presta para el ejercicio de todas las religiones conocidas. (Basta con apretar
un par de botones para que la escenografía pase de la cristiana ortodoxa a la
católica o protestante, a la hebrea o la musulmana, vale decir, todo el
universo religioso o sobrenatural, salvo los cultos o creencias que exigen
sacrificios humanos o de animales). Por ello es que aunque la gran cantidad de
cocheras hoy luce como excesiva y hasta redundante, durante buena parte del día
se encuentran ocupadas, a veces a full, por quienes, procedentes de otros
barrios, van con sus vehículos hasta ese edificio con el propósito de hacer
compras y trámites, o acuden allí en busca de alivio espiritual o de simple
esparcimiento.
Pero, suma y
sigue, el Colossal también fue pionero en otros adelantos que hoy parecen
irrelevantes. El reciclado de las aguas servidas, la energía eléctrica
exclusivamente solar, el tratamiento químico de los desperdicios orgánicos y,
naturalmente, el servicio universal de wi fi (que por entonces era un bien
anhelado por todos). Lo que no agota la cuenta. Pero aparte de todo eso y tal
vez de mucho más que escapa a esta enumeración, se cuenta la maravilla de sus
ascensores. Los que suman más de 40, a los que se agregan las escaleras
mecánicas, que enlazan los pisos más comerciales. Sin embargo lo que el
visitante del Colossal no debe perderse de ninguna manera no son tanto los
maxielevadores, capaces de transportar hasta 100 personas y que, a las horas
pico, suelen circular completos, sino los ascensores individuales y continuos,
los que ofrecen, a cero costo para el usuario, una de las aventuras urbanas más
atractivas. Quien aún no se haya atrevido a hacerlo, es bueno que sepa que es
sencillamente delicioso treparse a uno de ellos y elevarse, en apenas unos
pocos minutos, hasta el piso 300 y emerger allí arriba a esa sinfonía de
colores que ofrecen los jardines tropicales, el aire puro, la luz natural y
también el alboroto de los pequeños en las hamacas y los tiovivos y al encanto
de las muchachas de pechos desnudos tomando sol, en cualquier estación, bajo la
centena de pantallas solares con que cuentan esas inmensas terrazas.
Steve
Steve Gómez
(quien debe su nombre a que nació el mismo año que muriera el genio de Apple,
Steve Jobs), vive en el Edificio Colossal,
en el piso 73, número 7348. Su unidad, dado que es soltero y vive solo,
es de las más pequeñas pero igualmente confortable. Allí están su cama plegable,
la mesa con la pantalla y demás chiches cibernéticos sin los cuales hoy es
virtualmente imposible vivir, un armarito en el que guarda la poca ropa que
necesita y el baño completo. (Más un detalle gracioso: en la puerta del baño
Steve ha escrito, con letras bien
grandes, como para no olvidarse, “7 a 8.30”, ya que es el horario en el que
cuenta con agua caliente para ducharse). Cocina no tiene, pero sólo porque no
la necesita; le basta con un primitivísimo calentador eléctrico, acaso herencia
de alguna abuela y, desde ya, con el consabido DMat, a través del cual, como
tantos jóvenes y tantas familias hoy día, encarga y recibe materializadas las
tres comidas diarias, casi siempre calientes y generalmente a punto. Pero
cuando quiere variar, cansado del mismo café con leche con tostadas blandas, de
la misma sopa chirle, o de la repetida milanesa con papas refritas o con una
ensalada sin gracia, pues toma cualquiera de los ascensores que pasan por su
piso o se encarama al individual y va hasta los restaurantes del shopping,
donde, a un precio módico, puede optar por una carta mucho más amplia y darse
el gusto de acompañarla con algún vino modesto o con una cerveza bien fría.
Pero acaso el
gran lujo de su departamentito no tenga nada que ver con eso sino con una
circunstancia que lo hace particularmente atractivo y hasta envidiado por sus
vecinos. Cuenta con una ventana, pequeña si, pero que no sólo deja entrar algo
de luz natural al monoambiente, sino que, gracias a ella, hasta es posible
asomarse al exterior y comprobar cosas tales como si hace calor o frío, si hay
viento, si llueve o si está nublado. Y asomándose un poco más, en los días
claros, sin polución y de vientos moderados, hasta puede divisarse borrosamente
la calle. Y si alguien, allá abajo, camina por ahí, alcanza también a distinguir
o a adivinar los colores de lo que lleva puesto.
Porque Steve,
como la mayoría de sus vecinos, tiene muy pocos motivos para salir a la calle,
ya que toda su vida se resuelve allí adentro. Inclusive el trabajo remunerado
que realiza como parte de la burocracia del Estado, al que ingresó poco después
de concluir sus estudios terciarios. La tarea que le dieron es sencilla, muy por
debajo de sus posibilidades y le lleva, por contrato, apenas dos horas diarias
a la mañana, de 9 a 11, y otras dos a la tarde, de 15 a 17. En esos horarios su
obligación se reduce a estar atento a lo que aparezca en la pantalla, lo que le
es remitido por una oficina del Gobierno. Y que consiste siempre en lo mismo o
por lo menos parece serlo: una miríada de
letras, números y signos cuyo sentido desconoce y que a él le
corresponde contrastar con un archivo que también le ha provisto el Estado y
que es tan complejo y desconocido para él como el otro. De ese encuentro frío de
datos nuevos con los que ya tiene
almacenados, surge, de vez en cuando, una lucecita roja y titilante, algo así
como una alarma, un grito cibernético o vaya a saber qué. Pero si bien no sabe de
qué se trata, sí le han enseñado qué debe hacer cuando eso ocurre. Su misión
consiste en pulsar, en su tablero virtual, una sola tecla, la que dice supr y entonces la luz roja emite dos
chispazos y se apaga definitivamente. Pero en caso de que eso no ocurra, él
tiene la obligación, según lo firmado con el Ministerio de Hacienda, de
insistir hasta extinguirla. Hecho lo cual, debe seguir con su tarea sólo atento
a la reaparición de esas enigmáticas luces, hasta la finalización de cada uno
de sus turnos, el de la mañana y el de la tarde, respetando desde el primero
hasta el último minuto. Lo que puede ocurrir, según ha estimado, entre veinte y
treinta veces al cabo de esas jornadas de cuatro horas en dos turnos de dos,
pero sólo de lunes a viernes. Sábados, domingos y feriados, en consecuencia,
está libre de hacer lo que quiera con su vida.
Y precisamente,
como las horas de que dispone sin obligación laboral, son tantas, a esas “otras cosas” es a las que le dedica
más tiempo. Una es el amor, si es que así puede denominarse al amor virtual que
practica con frecuencia (Steve es aún joven), con mujeres extraídas de la
pantalla. Por más que puerta por medio sepa que hay una meretriz que, por muy
poco dinero, podría procurarle un placer más cálido, más humano, con olores y
sudores verdaderos, en lugar de los convencionales con que vienen provistas
esas muchachas virtuales. O que sepa que no le costaría demasiado conquistar a
una de los cientos o tal vez miles de chicas, solteras o no, que circulan por
la casa y llevarla a su departamento para acostarse con ella. Pero acaso la razón
inconfesa por la que Steve, como tantos otros varones de su edad, hoy prefieran
a las muchachas virtuales, sea precisamente esa: que les choca un poco el
contacto, los olores y los vapores que surgen del encuentro piel a piel. Y no
tan sólo eso ¿Qué hago, se ha dicho más de una vez Steve a si mismo, si después
del sexo a la fulana se le ocurre quedarse y tengo que encontrar un tema de
conversación con ella hasta que decida irse?
En cuanto al
otro hobby o como quiera llamársele, en el que Steve emplea su tiempo libre, es
decididamente sorprendente y hasta, casi podría decirse, incomprensible. Si no
fuera que hoy hay muchos jóvenes ociosos
que, no sabiendo qué hacer, en lugar de salir a escalar montañas,
treparse a una moto roncadora de las de antes y lanzarse a correr por las
carreteras del país o a desafiar las olas del mar sobe una tabla, como se dice
que hacían sus padres y sus abuelos, se empeñan en emprender, desde estos refugios
pequeños y oscuros, rodeados de lo que la última tecnología puede proveerles,
verdaderos desafíos cibernéticos.
El que ocupa
hasta extenuarlo a Steve, es de los más originales por no decir de los más inverosímiles.
Charles Gardel fue un cantor francés de tangos en español que murió, en un
accidente de aviación, a mediados de los años 30 del siglo pasado. Fue un artista
muy popular que actuó también en el cine, en el Hollywood apenas salido del
cine mudo y que grabó muchísimos discos, de los que entonces se definían como
“de pasta”. Pero dado aquel final trágico y la brevedad de su vida (no llegó ni
a los 50 años), su repertorio no alcanzó a los éxitos musicales del género
denominado tango que vinieron después. De los que solo se conocen versiones
debidas a otros intérpretes menores. Pues bien ¿qué se ha propuesto Steve
Gómez? Nada más y nada menos que hacer cantar a Gardel todos aquellos tangos
famosos que no llegó a interpretar en vida. Para lo cual se está tomando un
trabajo tremendo y, hasta el momento, infructuoso. Ya que consiste,
aprovechando los recursos que hoy ofrecen la ciencia y la tecnología, en
separar, de las versiones grabadas hace tantos años, la voz del cantor de la
pista musical y fragmentarla en millones de partículas de sonido. Por otro lado
ha tomado tangos más modernos, como los denominados María, Sur, Cafetín de
Buenos Aires o Balada para un loco, entre tantos otros y ha hecho lo mismo,
esto es, separar música y voces. Y a partir de este punto, que ya estaría en
buena parte realizado, tratar de aplicar la voz de aquel cantor galo a las
melodías vaciadas de voces, lo cual le exige una dedicación y un esfuerzo casi
físico y descomunal, para recomponer aquellas minipartículas de modo que encajen
y modulen como lo hubiera hecho Gardel de haber tenido oportunidad de
interpretar esos tangos.
Pero ese día, fue
un día raro para él. Porque a la mañana, dentro del horario habitual, se
conectó con el Ministerio, pero no recibió ni una letra, ni un número, ni un
signo. Pensó que se trataba nada más que de una excepción o de que algún
burócrata se había olvidado de él, pero a la tarde le ocurrió lo mismo. Por lo
que, no sabiendo ya qué hacer, trató de concentrarse en el cantor francés. Pero
estaba escrito que ese día no podría hacer nada, por lo que finalmente apagó la
pantalla y, en busca de distracción, plantó todo y se dirigió hacia la terraza
del Colossal, en busca de aire, luz y distracción, ya que se sentía extenuado y
estaba pálido como una ameba.
Melissa
Prefirió, para
subir, un ascensor de los grandes, de los que llevan hasta 100 personas. Es que
no tenía ganas de estar solo, como le hubiera ocurrido de haber optado por el
individual, que era su preferido, sino de verse acompañado de gente, de mucha
gente. Y en los ascensores, como en la terraza, suele haber mucha a casi todas
las horas del día.
Mientras
esperaba en el pasillo semioscuro, junto a otras quince o veinte personas, le
llamó la atención una señora bastante mayor, tal vez de 90 o de 100 años, que llevaba
abrazada, con todo cuidado, una pequeña urna funeraria. Supuso, porque no era
la primera vez que veía algo así, que se trataría de las cenizas de algún
pariente muy cercano, un esposo, acaso un hijo. Y que la mujer la habría
recogido tiempo atrás del crematorio, que la habría conservado algunos días con
ella en su departamento, como suele hacerse y que finalmente se habría decidido
a esparcir las cenizas desde donde se acostumbra a hacerlo, esto es, desde la
terraza. Para que el viento se ocupe de ellas.
Al fin un
ascensor, aunque atestado de gente, se
detuvo en su piso y Steve
entró en él
detrás de la anciana de la urna. La que quedó, muy apretada, junto a una señora
joven que llevaba en brazos a un recién nacido. La vieja con las cenizas del
difunto y la joven con el chiquito en brazos se miraron y se sonrieron. La
viuda le hizo a la joven mamá una pregunta que Steve no llegó a escuchar, pero
que le resultó fácil deducir. Porque la muchacha le respondió: “Si, tiene nada
más que una semana”. Y agregó con mal disimulado orgullo: “Es un varón y ya le
pusimos nombre. Se llama Norber, como mi papá”. La anciana le hizo entonces
otra pregunta que Steve tampoco llegó a oír, aunque sí escuchó claramente la
respuesta. “No, ni loca. No lo tuve yo en la panza, para qué. Hoy es todo muy
distinto. Cuando supimos que el huevito ya estaba fecundado fuimos al médico y
le dijimos que si, que queríamos seguir adelante y tenerlo. Pero por el método
moderno. Entonces nos fuimos a la clínica, me extrajeron el huevito y lo
pusieron de inmediato en un vientre artificial. Nosotros lo visitábamos todos
los días para ver cómo iba creciendo y tomando forma. Era una maravilla verlo allí,
en esa jaulita que parece de cristal, que se iba hinchando y redondeando como una
panza a medida que pasaban los meses. Y también fue maravilloso cuando, por
fin, se abrió una puertita que la jaulita tiene abajo, y apareció el nene
berreando, todo sucio y mojado y atado a su cordoncito umbilical, igual que si
hubiera salido de mi vientre. Entonces una enfermera se lo cortó y después de
lavarlo envolvió al bebé en unos pañales blanquísimos y me lo entregó a mi,
exactamente ocho meses y veintidós días después, así como lo ve (y lo mostraba
a quienes quisieran mirarlo), precioso, sanito y gordito. Y yo, ni un kilo de
más, señora, ni una arruga, ni un dolor, ni un trastorno. Claro, tampoco tengo
leche. Pero con todo lo que hay hoy para reemplazarla, ¿a quién le importa? Seguro,
pobrecita, que usted no tuvo esa suerte. ¡En sus tiempos!…”
La vieja sonrió,
resignada y entonces le tocó a la flamante mamá el turno de preguntar.
Señalando la urna y con un gestito que quería ser de compasión, sugirió: “¿Su
marido?” La anciana asintió. “¿Muchos años de casada?” La anciana volvió a
asentir. “Estaría muy enfermo”, sugirió la flamante mamá. Y esta vez Steve sí
oyó la respuesta de la que llevaba los restos de su esposo para aventarlos en
la terraza. “No, dijo, estaba sano que daba gusto. Era un roble. Pero de repente, el lunes a la tarde,
estábamos tomando la leche y se quedó, así, muerto de repente. ¡Justo cuando
estaba a punto de cumplir 120 años!” La mamá primeriza expidió un “¡oh!” de
compromiso, pero enseguida estaba explicándola a otra pasajera que los médicos,
si decidía tener otro hijito, le dijeron que se lo iban a tener listo en sólo
siete meses. “¡Cómo avanza la ciencia médica!”, se asombró su nueva
interlocutora.
Al fin llegaron
a la terraza. Steve pensó en dirigirse de inmediato a la zona del gimnasio, con
el propósito de usar alguno de los aparatos, correr en la cinta, hacer pesas o
sumarse a una clase de gimnasia. Pero no bien emprendió el camino que lo
llevaría a ejercitar su cuerpo, duro de tantas horas de inmovilidad, se llevó
una sorpresa desagradable. En la terraza había gente, sí, como sabía que habría
de ocurrir, pero nunca supuso que podría haber tanta. Se sintió entonces desconcertado
y le vinieron ganas de volverse a su departamento y seguir en su lucha para que
Gardel cantara las primeras estrofas de Yuyo verde. Pero en ese momento, cuando
presenciaba casi aterrado la cantidad de personas que circulaba por allí, alguien
lo tomó del brazo. Y una voz, que no le era desconocida, aunque ya hiciera años
y años que no la escuchaba, le preguntó: ¿Steve, qué hacés por acá? Se dio
vuelta para mirarla y dio con una muchacha hermosa, rubia, alta, delgada pero
con formas, de unos grandes y hermosísimos ojos verdes, que no pudo vincular
con nadie conocido. Ni siquiera con sus magníficas amantes virtuales. Entonces
ella insistió. Y no sólo eso: de manera confianzuda le dio un pequeño golpecito
en la cara, como para despertarlo y le dijo: ¿Pero qué, no te acordás de mi?
Fuimos compañeros cinco años en la secundaria y siete en la universidad ¿y
ahora no me reconocés? Entonces a él le cayó la ficha y, aunque con dudas, le
respondió: No me digas que vos sos… ¡Si!, le respondió ella riendo y mostrando
una dentadura blanquísima y perfecta, soy Melissa Vaugh!
¡Hola!, se
dijeron. Y él no dijo más porque se quedó mirándola embobado, mientras ella
seguía hablando de cosas que él fingía escuchar. Al fin cuando ella se calló,
tal vez luego de dirigirle alguna pregunta que él no había registrado, abrió la
boca. Y lo único que se le ocurrió decirle fue: ¡Qué linda que estás! ¿Te
casaste? ¿Andás con alguien? Yo sigo soltero.
El Día del Chip
Ella volvió a reírse
descaradamente de él. Me casé, si –le dijo- me casé dos veces. Y agregó
enseguida, viendo su cara de desencanto: Y también me divorcié dos veces. ¿Por
qué? ¿Ya estabas pensando en proponerme algo?. Y volvió a reírse de un Steve
que no terminaba de asombrarse y de devorarla con los ojos. Es que, la verdad,
no lo puedo creer. Vos eras, lo recuerdo muy bien, flacuchita, de pelo negro,
petisa y perdoname, pero eras casi insignificante. Para mi y para los otros, no
eras más que un pibe más. Y ahora…, y dio un paso atrás para admirarla mejor.
Ella volvió a reírse. Ahora soy la misma Melissa, pero que se hizo las lolas,
la cola, los labios, se afinó los tobillos, se elevó unos centímetros, se tiñó
el pelo, se blanqueó los dientes y convirtió sus ojos marrones en verdes. Y te
digo más: desde entonces no uso más anteojos ni lentes de contacto, como cuando
nos conocimos. En cambio vos no has cambiado nada. Sos el mismo, pero más
pálido, ojeroso, flaco y desgarbado. Y ahí nomás, sin consultarlo, lo tomó de un brazo y lo llevó
hasta un barcito en el que, de milagro, había una mesa desocupada bajo una gran
pantalla solar. Se sentaron, ella pidió bebidas energizantes para los dos y mirándolo
a los ojos, le preguntó: ¿Y vos, qué has hecho todos estos años?
Steve, aún
abrumado por el encuentro, sólo atinó, también él, a mirarla fijamente a los
ojos, a esos magníficos ojos verdes y a decirle, como iniciando una tregua: Después
te contesto. Pero antes decime, Melissa, ¿vos sabés por qué hay tanta gente hoy en la terraza,
cuando hoy no es más que un día cualquiera? ¿Cómo un día cualquiera?, le
respondió ella, riéndose nuevamente de él. Se nota que vivís dentro de una
cápsula. Hoy es feriado, Steve, hoy es
el Día del Chip. Ah –se desayunó él- el Día del Chip. Claro, ¿cómo no me di
cuenta?
Porque él sabía
perfectamente, como todo el mundo, la importancia que hoy tiene ese día para la
gente mayor. Y por ende también para toda su familia. Tanta y sin pretensión de
exagerar, como la Navidad o el Día de las Brujas. Porque ese día el Estado, a
las mujeres que se jubilan tras cumplir los 65 y a los hombres después de los
75, les ofrece implantarles en el pecho un chip. Una operación incruenta y
gratuita, que cualquier enfermero del hospital más próximo al domicilio del ingresante
a la clase pasiva realiza en segundos, ya que se reduce a una incisión
minúscula e indolora en el pecho, que casi no deja marca. Pero una vez con el
chip, dorado y de forma de corazón, bajo la piel, al jubilado se le abren las
puertas a un mundo de maravillas. Es como si llevara todos los documentos en el
pecho, más su historia de vida, su historia clínica, el lugar en que se encuentra (muy importante para
los viejos en caso de extravío o de secuestro), y hasta permite, en el caso de
que el “chipeado”, como suele decirse, se halle fuera del radio de su centro de
asistencia médica, que cualquier facultativo lo pueda atender y recetar
conforme al tratamiento que venía recibiendo. Y si la fatalidad dispusiera que
su fallecimiento no se produjera en su domicilio, o lejos de sus amigos y
deudos, sino donde es un desconocido, pues desde cualquier móvil policial puede
establecerse conexión con el chip del occiso y saber de quién se trata, dónde
vive y a quién se debe avisar para que acuda a buscarlo. Vale decir toda una
maravilla que ya les ha asegurado una placa en la Universidad de Ciencias y
también seguramente una calle en las ciudades más importantes del país a sus
autores, los ingenieros en sistemas R. Ciancia y J. Llobet.
¡El Día del
Chip!, repitió Steve como quien recién se desayuna. Con razón los del
Ministerio no me mandaron nada y aquí hay tanta gente y tanta algarabía. ¿Y vos
–quiso saber- también estás aquí celebrando el Día del Chip de algún pariente? Entonces
ella le contó, mientras se desprendía de la blusa para recibir sobre los
hombros y los pechos desnudos los rayos solares filtrados, que efectivamente
ese día le habían colocado al chip a su tía Agustina. Y que entre todas las
sobrinas (que al parecer eran muchas), le habían hecho una enorme torta en
forma de corazón y recubierta con un baño dorado, como el chip. Y que otros
parientes, que tenían mucho dinero y también la querían mucho, le habían hecho
un regalo aún más importante. Nada menos, dijo Melissa casi en éxtasis, ¡que un
viaje a Europa! Que no va a poder hacerlo todavía, aclaró, porque el cupo ya
está lleno, pero sí dentro de dos años, cuando vuelva a abrirse para nosotros.
Pero va a ser el viaje soñado –suspiró-. Imaginate que incluye dos horas de
visita al Louvre y tres a la Torre Eiffel, mas otras dos aseguradas en el Circo
romano, tres en el Vaticano y ¡caete de espaldas!, ¡nada menos que cuatro horas
en Venecia! ¡Un sueño, un verdadero sueño!
Pero él ya hacía
rato que había dejado de escucharla. Tal vez el bloqueo auditivo le sobrevino
cuando ella se desprendió de la blusa y él quedó pendiente, antes que del
relato, de esos magníficos pechos al descubierto. Y se hubiera quedado absorto
mirándolos, quién sabe cuánto tiempo más, sin advertir siquiera que ella también lo estaba
observando, pero con aire de burla, si no lo hubieran sacado de su
encantamiento unos gritos destemplados. Se volvió para ver de dónde venían y
advirtió, asombrado, que se trataba de la vieja, la misma vieja del ascensor y de
la urna cineraria, que caminaba hacia la salida con toda la prisa que le
permitían sus pobres piernas, seguida por un hombre grande, de edad mediana,
que no dejaba de gritarle: ¡Asesina! ¡Asesina! Y acaso porque advirtiera que
Steve y Melissa lo observaban asombrados (como, en realidad, hacían todos los
que en ese momento andaban por ahí), o vaya a saber por qué, eligió dirigirse a
ellos y decirles, señalando a la vieja: ¿Pero vieron lo que acaba de hacer esa
mujer? ¡Se lo advertí! ¡Se lo dije y no me hizo caso! ¡Arrojó nomás las cenizas
de ese pobre hombre al vacío, al viento, a que se desparramen por esas calles y
no puedan recuperarse nunca más!
Melissa y Steve
se quedaron mirándolo asombrados y en prudente silencio, como es preferible
hacer cuando se está en presencia de un loco peligroso. Pero al fin, como el tipo insistía con sus
imprecaciones, sin alejarse del lugar, como sí acababa de hacerlo la vieja
luego de arrojar la urna en un tacho de basura, le preguntaron: ¿Y usted qué
sugiere que debía haber hecho? ¿Guardarlas? ¡Pero claro!, les respondió el energúmeno,
antes de reiniciar la persecución de la vieja. ¿O ustedes tampoco se enteraron?
¿Acaso no saben que ya se está experimentando la reconstrucción de los muertos,
la vuelta a la vida de los seres queridos, a través del tratamiento en
laboratorio de un puñado de sus cenizas? ¡Padres, abuelos, bisabuelos, todos
podrán volver a estar con nosotros, a vivir con nosotros, a compartir este
mundo hasta que el mundo se acabe! Dicho lo cual y para alivio de Steve y
Melissa, se fue detrás de su presa no sin antes anunciar, casi perdido ya entre
la multitud: ¡Seremos inmortales! ¡Sí señor!
Finalizado este
episodio, lejos ya su desquiciado protagonista, Steve fue el primero en
reaccionar, preguntándole a Melissa: ¿Vos escuchaste lo que dijo ese loco? Ella,
ya repuesta, asintió con la cabeza y a la vez lanzó una carcajada. Lo único que
nos faltaba –dijo-. ¡Hacer resucitar a los viejos! Como si no nos sobraran
viejos, ¿no? Shh, pretendió acallarla Steve poniendo el dedo índice sobre los
labios. Y agregó, bajando la voz: ¿Pero vos estás mal de la cabeza? ¿Qué estás
diciendo? Mirá si nos escuchan. ¿O no sabés bien que eso no se puede decir?.
Tras lo cual lanzó una mirada a su alrededor, listo para disculparla si alguien
daba muestras de sentirse ofendido.
Ella le
respondió con un gesto de fastidio, se abotonó la blusa, recogió su bolso y
dijo autoritaria: Bueno, está bien, vámonos. Salgamos de aquí. Él la siguió
sumiso y mientras se dirigían hacia el ascensor, se atrevió a preguntarle:
¿Dónde vamos? ¿Adonde querés ir? Ella entonces se dio vuelta, lo miró a la cara
y le preguntó: ¿Vos vivís en el Colossal, no es cierto? Y como él le
respondiera afirmativamente, pero sin adivinar a qué venía esa pregunta, ella
agregó, muy decidida: Entonces no esperemos más. Vayamos a tu departamento.
La vuelta al barrio
Él abrió la
puerta de su departamento y la hizo pasar, sin poder creer aún que lo que
estaba ocurriendo fuese verdad y, más aún, que lo que habría de ocurrirle dentro
de un rato sería más maravilloso aún. Pero su sueño se desmoronó en un
instante. Porque ella, con apenas un pie adentro de su unidad de soltero, hizo
un gesto de desagrado y volviéndose hacia él, le dijo: ¿Pero vos nunca ventilás
esta pieza? Esto huele a sucio. Más, huele a rancio, a asqueroso. Buscó el
interruptor, encendió la luz y deteniéndose frente a la cama, insistió: No lo
puedo creer. Sos un chancho. ¿Cuánto hace que no cambiás las sábanas? Y tampoco
barrés. Y mirá, sobre la mesa hay migas, ese vaso está sucio, no sacaste la
basura, la canilla gotea, acá hay ropa tirada… En suma –dijo, volviéndose a él-
sos un desastre. Yo aquí no me quedo un minuto más. Vamos. Y regresó muy
decidida al pasillo. A él no le quedó más remedio que suspirar resignado,
cerrar la puerta y seguirla. Y cuando ya estaban ante el ascensor, le preguntó,
sin la menor esperanza de que la situación fuera a mejorar: ¿Y ahora, adónde
querés ir? A lo que ella respondió con sencillez y autoridad: Vamos, vení a mi
casa.
Él la siguió,
sumiso, pero se atrevió a preguntarle: ¿Y dónde vivís, Melissa? ¿Muy lejos?
Porque, aunque no se atreviera a confesarlo y menos en esa circunstancia,
abandonar el Colossal y trasladarse quién sabe a qué barrio, casi le producía
terror. Mirá, agregó entonces, que aquí mismo hay un hotel. No te digo que sea
un cinco estrellas, pero mejor que mi departamento seguro que es. Hay toallas
limpias y esas cosas. Ella lo miró con compasión y simplemente le respondió:
Vos seguime. Y como un lazarillo, lo llevó primero hasta el segundo subsuelo; a
partir de allí y sin dudar, se internó por unos oscuros pasillos que
desembocaron en una estación de tren subterráneo. Tomaron el primero que
apareció y luego de hacer tres combinaciones, todas bajo tierra, emergieron en
el barrio de Melissa.
Era un barrio
viejo, mal iluminado, con calles en las que malamente el asfalto ocultaba los
adoquines de, tal vez, dos o tres siglos atrás. Caminaron un par de cuadras en
silencio, cruzándose con muy poca gente y finalmente se detuvieron ante una
casa de departamentos sencilla, de apenas cinco pisos y dos entradas, una para
las viviendas y otra para el garage. Melissa, mientras abría la puerta de
calle, le informó: Yo vivo sola y ocupo el departamento del fondo. Era el de
mis padres. Caete de espaldas, vos, que vivís en un sucucho: tiene casi cien
metros cubiertos. Y además, la cochera. El pasillo era largo, muy largo y al
final de él se detuvieron ante una puerta de hierro pintada de verde. La abrió
y apareció un patio. A pesar de que ya había caído el sol, se dejaban ver sus
baldosas negras y blancas. Y contra las paredes, algunas colgadas, otras en el
suelo, un montón de macetas grandes y chicas, con plantas y flores. Y más
lejos, en un rincón del patio, se olía más que se veía, un limonero plantado en
el lugar que habrían ocupado tres o cuatro baldosas. ¿Te gusta?, preguntó ella
por preguntar, ya que él la seguía admirado de todo lo que veía. Entraron al
comedor; ella encendió las luces y allí pudo ver una gran mesa que acaso fuera
de caoba o de alguna otra madera oscura y varias sillas a su alrededor; luego, en otro ambiente, igualmente grande, un
juego de sillones de cuero y una gran
biblioteca. El comentó entonces: Lo recuerdo bien. A vos siempre te gustaron
los libros. Los libros de verdad. ¿Seguís leyendo libros, los de papel o…?
Entraron al dormitorio, donde los aguardaba una cama doble cubierta
prolijamente por una colcha azul. El ambiente olía exquisito, acaso a lavanda.
Entonces ella se dio vuelta, le echó los brazos al cuello y luego de besarlo en
la boca, le confesó: Desde la secundaria que te tenía ganas.
Vacas y gallinas
Al día
siguiente, luego de preparar un copioso café con leche, con pan tostado,
manteca, huevos y dulce de avellanas, Melissa decidió: “Nos vamos al pueblo de
mi abuelo. No puede ser que nunca hayas visto una gallina, ni un chancho, ni
una vaca vivos. Hoy es sábado. Volvemos mañana a la tarde”. Él pretendió
resistirse arguyendo que no había traído ropa de recambio, pero ella se dirigió
decidida hasta un placar y extrajo de allí camisas, calzoncillos y pantalones.
“Son de mis ex –le dijo- pero calculo que a vos te irán bien. Eran más o menos
de tu mismo tamaño”.
Ella entró al
garaje a buscar el vehículo y él la esperó en la vereda, con la valija. Al rato
reapareció tripulando un viejo auto alemán. Él no lo podía creer. ¿Con esto
vamos a viajar?, preguntó. Y mientras le daba vueltas alrededor, comentaba:
Pero esto no debe tener selfpower.
¿Estás segura de que vamos a encontrar nafta, gasoil o lo que sea donde me
pensás llevar? Y tiene neumáticos. ¿Y si alguno se pincha, vos lo sabés
cambiar? ¿Tenés repuesto bien inflado en el baúl? Y no es automático ¡qué va a
ser! ¿Sabés manejar? ¿Tenés el registro que se necesita para manejar estas
cosas? Mirá que yo… Y tras meter la cabeza por la ventanilla, para examinar el
interior del vehículo, exclamó asustado: ¡Pero ni siquiera tiene ni un
prehistórico GPS! ¿Cómo vamos a hacer para llegar? ¿Vos conocés bien el camino? Ella
lo tranquilizó, le dijo a todo que si y partieron.
Primero buscó la
autopista Norte, pero a poco de andar por ella, sin necesidad de ninguna guía
virtual, dobló por un camino lateral que fue ganando rápidamente altura.
¿Adónde vamos?”, preguntó él inquieto. Al pueblo de 13 de Enero. Y como él
diera muestras de desconocerlo, agregó: Los vecinos están furiosos. Es un
pueblo muy viejo, allí nacieron mi abuelo y mi bisabuelo. Se llamaba Pagos
Altos y a los vecinos les decían los alteños. Pero ahora que se llama con una
fecha del calendario, ya no saben cómo decirse.¿Enerenses? Trecenses? Están que
trinan.
El trece de
enero…, intentó recordar él, mientras los pasaba otro auto en el que sus cuatro
tripulantes estaban jugando a las cartas y uno de ellos, con un as en la mano,
los saludaba riendo. Si –se anticipó a responderle ella- es el día de la salida
del primer cohete, el Centauro, a Marte. El de los seiscientos. El que iba a
iniciar la colonización del planeta. Seiscientos, trescientos veinte hombres y doscientas
ochenta mujeres. Todos jóvenes, todos fértiles, ¿te acordás? Bueno –dijo él-,
el capitán, Hickock, pasaba los cincuenta y era homosexual. Y la número dos, la
Klauss, ni hablemos. Bah –suspiró- ahora qué importa todo eso. Pobrecitos,
pensar que nunca más se supo de ellos, que se perdieron en el espacio.
¡Seiscientos tipos! ¡Qué crimen! Ella lo miró enojada. ¿Por qué me mirás así?,
le preguntó él. ¿Así que el capitán Dan Hickock es homosexual, no?, dijo
Melissa. Pues andá sabiéndolo: no lo es. Y te lo puedo asegurar de buena
fuente: fue mi primer marido.
Por un largo
rato no cambiaron palabra. El viejo auto alemán trepaba con esfuerzo por un
camino lleno de curvas. Al fin ella volvió a hablar. ¿Sos capaz –le preguntó-
de guardar un secreto? Pero ¡un secreto, eh! No tenés que decírselo a nadie
porque es un secreto de Estado. Y como él le jurara, haciendo cruz con los
dedos y besándoselos, que no abriría la boca, ella le dijo, en voz muy baja,
como si alguien pudiera llegar a oírles: ¿Sabés que pueden estar vivos? Si,
vivos, como lo oís. Y como él diera muestras de no creerle y hasta le hiciera
un gesto de burla, ella agregó, muy seria: Vos sabés donde yo trabajo, ¿no? En
el área técnica del ministerio aeroespacial. Desde allí se los estuvo buscando
cuando desaparecieron, con todo el aparataje que te puedas imaginar, y nada. Y
sin embargo… Y como no agregara nada, él, impaciente, la apuró. ¿Y sin embargo,
qué? ¿Reaparecieron? ¿Se comunicaron? ¿Tuvieron contacto con el machazo de Hickock?
Ella, sin alejar la vista del camino, mantuvo el suspenso unos segundos y al
fin le dijo: Reaparecieron las señales, las señales ¿entendés? Y son de la
nave, no hay dudas. Son débiles, muy débiles, pero hay señales. Por una razón
que no sabemos, que no llegamos a entender, reaparecieron.
¿No serán, se
rió él, del capitán Hickock, tu ex, pidiendo una crema depilatoria? ¿No? Entonces,
concluyó, deben ser como las que recibo yo todos los días, de 9 a 11 y de 15 a
17. Y que tampoco se de quién son ni a qué demonios se deben. ¿Querés que te de
un consejo? Hacé como yo: donde aparezca una señal, apretá supr, matala y seguí con las palabras cruzadas. Ella no volvió a
hablarle.
Al fin llegaron.
Lo hicieron al mediodía. La primera impresión que causaba “13 de Enero” era que
más que un pueblo viejo era un pueblo muerto. Los jóvenes deberían haberse ido
a las ciudades, de aburridos o para ganarse la vida. Allí, por lo que se veía
al atravesar las calles y bordear la única plaza, todos eran unos viejos
irremediables. Melissa se dirigió a un hotelucho que había en la calle
principal. Se llamaba “Victoria”, vaya a saber por qué. Les dieron una
habitación modesta, seguramente como todas las otras, ubicada en los fondos del
hotel. La habitación daba a un patio y allí Steve vio las primeras gallinas,
que andaban picoteando de un lado a otro. Quiso agarrar una, pero se le escapó.
Melissa se rió. Fue la primera señal de que lo había perdonado.
Se dieron un
beso y luego fueron al bar, donde pidieron que les sirvieran algo, lo que
fuera, porque tenían hambre. Les sirvieron puchero, lo que para Steve fue toda
una novedad. Nunca había comido puchero y mucho menos había soplado el caracú,
confesó. ¿Y de esto debe salir un caldo riquísimo, no? Entonces pidieron sopa.
Y de postre unas manzanas, que eran de allí mismo. Después salieron a caminar.
A las pocas cuadras concluía el asfalto y empezaba la zona de quintas y de
chacras. Y más lejos, según podía advertirse desde allí, que era el sitio más
alto de la región, las grandes extensiones sembradas o pobladas de vacas y
caballos y donde seguramente también habría chiqueros y montones de chanchos.
Ya está –dijo
él- ya vimos todo ¿no? ¿Todo? –respondió ella riendo- Pero si recién llegamos.
¿No querés entrar en alguna chacra y ver los chanchos? No –respondió él- la
verdad que prefiero ir al hotel a dormir la siesta. Pero –insistió ella-
¿tampoco querés montar a caballo o ver si están ordeñando en el tambo? No
-repitió él como si fuera un chico- prefiero dormir la siesta con vos. Melissa
se rió e iniciaron el camino de vuelta al hotel. Pero al pasar por la plaza, un
viejo, muy viejo, que estaba sentado en un banco, le hizo un gesto a ella y la
llamó por su nombre. ¡Don Brown!, exclamó Melissa y se largó a saludarlo luego
de explicarle brevemente a Steve: Era el vecino de mi abuela.
Él la siguió de
mala gana y tuvo que estrecharle también la mano al viejo, tras ser presentado
como “mi novio”. El viejo estuvo hablando un buen rato con la nieta de su
vecina, de cosas que sólo generaban bostezos en Steve. Hasta que Melissa le
preguntó al viejo cómo andaba de salud. Y el viejo, para sorpresa de ambos
contestó: Andaba bien, pero ahora ando mal. ¿Pero qué? ¿Qué le ocurre? Se lo ve
tan bien, lo consolaron Melissa y Steve. Es que –respondió el anciano con voz quejumbrosa-
no sabés la mala noticia que me dieron. Vos sabés que yo tenía un hermano
mellizo, que vivía en la ciudad. Se había ido a trabajar allá y le había ido
bien. Ahora estaba cobrando una buena jubilación, los hijos se le habían casado
y tenía nietos y biznietos. Bueno, no vas a creer lo que ocurrió. El mismo día
que cumplíamos los dos los ciento veinte años, me vengo a enterar, porque me
llamó mi cuñada, la viuda, que él se había muerto la tarde anterior. Así, de
repente, como de un síncope. Él, que estaba tan bien y que lo atendían médicos
eminentes y qué se yo y viene a morirse. Mientras que yo, mirá, todavía sigo
tirando. Melissa lo abrazó para consolarlo y Steve, que se había mantenido el
margen de la conversación, de pronto se puso serio, se le iluminó la mirada,
apartó bruscamente a Melissa y, dirigiéndose al hombre le preguntó, imperativo y ansioso:
Decime, viejo, ¿a vos te pusieron el chip? Decime: ¿si o no?”
La revelación
A ella le
hubiera gustado quedarse en el pueblo hasta el día siguiente, para andar a
caballo, tomar leche recién ordeñada o comprar pan de campo en la panadería del
pueblo, que tenía aún el horno a leña. Pero él, después de haber hablado con el
viejo de la plaza, decidió que no quería estar ni un minuto más allí. Nos
volvemos o me vuelvo solo –la intimó-. Algo pasará por este pueblo muerto que
me lleve a la ciudad. Ella cedió, no sin decirle que estaba haciendo una
tormenta en un vaso de agua y que lo que le había dicho el viejo, bien podría no
tener nada que ver con lo que él pensaba. Además –argumentó- ¿me querés decir
qué vas a ganar o qué vas a poder hacer un domingo allá, metido en tu miserable
piecita del Colossal? No se –respondió él-, pensar, tengo que pensar qué voy a
hacer.
Y salieron nomás
al camino en el viejo auto alemán. Anduvieron sin hablarse un montón de
kilómetros, hasta que, de pronto, lo inesperado: al salir de una curva se
sintió algo así como un golpe, se redujo la velocidad y el auto se inclinó
ligeramente. ¡Qué mala suerte!, exclamó ella. Seguro que pinchamos. Apartó el
auto del camino, detuvo la marcha y apagó el motor. Él quedó anonadado. ¿Y
ahora qué hacemos? Ella no le respondió. Se bajó lentamente del auto, verificó
cuál cubierta se había pinchado, luego se dirigió al baúl, lo abrió y extrajo
primero el gato y luego la rueda de auxilio. Él la siguió en silencio hasta que
se cruzaron sus miradas. ¿Qué vas a hacer?, le preguntó. ¿Qué te parece?
Cambiar la cubierta. ¿O se te ocurre otra cosa. ¿Y tenés todo? Y como ella no
le respondiera, agregó: ¿Te ayudo? Ella le entregó la cubierta de repuesto y el
gato, le enseñó a usarlo y cuando la cubierta averiada quedó en el aire, le
alcanzó la llave cruz para que la sacara y pusiera luego la de auxilio. Entonces
él ajustó las tuercas, empleó sabiamente el gato para que el auto volviera a
asentarse sobre sus cuatro ruedas y luego, sin necesidad de que Melissa se lo
pidiera, llevó la cubierta averiada, el gato y la llave cruz al maletero, lo
cerró y, con las manos sucias, sudado, le sonrió satisfecho y le dijo: Después
de haber hecho esto yo solo, ¿cómo no voy a enfrentar al ministerio el lunes? Y
allí mismo decidió que irían a la casa de ella, dormirían juntos en el cuarto
que olía a lavanda, el domingo saldrían a pasear y divertirse y que el lunes a
la mañana llegaría tarde al Colossal, más tarde aún se pondría en contacto con
el Ministerio y allí comenzaría a ejecutar un plan del cual aún no tenía nada
pensado. En ese momento pasó por el camino un auto que parecía vacío.
Seguramente sus habitantes habrían reclinado las butacas y estarían haciendo el
amor. Entonces le sonrió y le dijo: Tenemos que comprarnos un auto como ese.
El plan en marcha
Pasaron un
domingo fantástico. Porque ella no sólo era una amante ilustrada e imaginativa,
sino porque las pausas no las llenaba con charlas ni confesiones, sino con
acciones positivas. Cuando no estaba plumereando los muebles o limpiando el
baño, se dirigía a la cocina e improvisaba platos exquisitos. El domingo a
mediodía lo sorprendió con un guiso de lentejas como jamás había probado. Y a
la noche fue un bacalao a la vizcaína el que lo puso en el séptimo cielo, muy
superior, debió reconocer, al que hacía su tía Francisca. Y él no se quedó
atrás. Baldeó el patio, encendió el fuego de la parrilla el sábado a la noche y
se preocupó porque la carne no se pasara de punto. Además, hasta se ofreció a
lavar el auto, de lo que ella lo disuadió porque lo vio rendido y temió que
tanto esfuerzo lo debilitase.
Y finalmente
llegó el lunes y el desayuno con scons recién horneados. Pero lo realmente
importante de ese día, fue que lo dedicaron a planear las acciones que debería
emprender para saber cuál era la verdadera índole del trabajo que hacía para el
gobierno. Lo primero que acordaron, mientras masticaban los exquisitos scons tibios
y con manteca, fue que él, ni volviese al Colossal ni atendiese los reclamos
del Ministerio, que seguramente se producirían a partir de las 9 de la mañana.
Y luego, el paso decisivo: ir en persona al Ministerio y pedir que lo atendiese
un funcionario de la más alta jerarquía. Y entonces, frente a frente con él,
dirigirle la gran pregunta: ¿qué ocurre, pero de verdad, cada vez que aprieto
la tecla y apago la señal roja? ¿Para qué sirve lo que vengo haciendo hace un
montón de años? ¿Es verdad que se trata de cuentas del Estado o de qué? Parecía
simple, pero ambos sabían que no lo era. Cuando ella lo despidió en la puerta
de calle, vaticinó: Difícil que te digan la verdad. Lo más fácil es que te
echen y no te den ninguna explicación. Pero no importa, lo animó, algo podremos
hacer juntos si te quedás sin empleo. ¿Qué más podía pedir Steve Gómez de su
amada Melissa? Con ese respaldo ¿cómo no
iba a partir contento y decidido en busca de una verdad que lo atormentaba?
Habían pasado
apenas unos minutos de las nueve, se encontraba entonces viajando en el subte
rumbo al ministerio, cuando empezaron los llamados.
¿Qué pasa?
¿Dónde está? No está en su puesto. ¿Qué
le ocurre? ¿Está enfermo? Conteste, por favor. ¿Debemos pasar su tarea a otro
operador? Responda Steve, responda. No respondió, no quiso hacerlo. Al fin llegó
al centro de la ciudad, donde estaba la
sede del ministerio de Hacienda, un edificio enorme, viejo y feo que compartía
con el de Salud. Luego de subir por una escalinata gris, de granito, a la
izquierda se ingresaba a Salud, en cuya puerta había dos inscripciones. Una, en
latín, expresaba Bene vobis, esto es,
“Sed dichosos”, y otra en español declaraba: “¡Adios al cáncer, paso a la
Eternidad!” En la puerta de acceso a Hacienda, en cambio, había sólo una
leyenda, también en latín y un poco más rebuscada: Absque argento Omnia vana, lo que significa, como sabe toda persona
culta, “Sin dinero, no hay nada posible”. Claro y contundente.
Steve ingresó a este
último ministerio, al de Hacienda. Sorteó con su tarjeta los requerimientos
cibernéticos que se le pusieron al paso y, ya en el ascensor, pulsó el botón
del piso, el quinto, donde, según recordaba, se encontraba la Jefatura. Se
presentó a una secretaria que, cuando se enteró que quería ver nada menos que
al Jefe máximo, lo miró y lo trató como se mira y se trata a los locos. Y lo
que hizo fue amenazar con llamar de urgencia a Seguridad para que se lo
llevaran de ahí. Pero él insistió, arguyó que era empleado, que tenía un
problema… Ella lo miró con lástima y le propuso: ¿No se conformaría con ver a
su jefe? Y le indicó dónde hallarlo. Se dirigió hasta ahí, pasó el filtro de
otras puertas encriptadas, circuló por pasillos en penumbras, ingresó a una
enorme oficina plagada de tipos sólo atentos a lo que ocurría en triples o
cuádruples pantallas, enfrentó a otra secretaria que le puso todo tipo de
objeciones a su pedido y, finalmente, cuando ya habían pasado largamente las
diez de la mañana, se encontró, cara a cara, por primera vez en su vida, con el tipo que le remitía los
datos.
¿Qué quiere?,
fue lo primero que le dijo su jefe, de mal talante. ¿Por qué no está en su puesto? ¿Está enfermo o se volvió loco de
repente? Steve logró calmarlo con un gesto y, sin que se la ofrecieran, tomó
una silla y se sentó en ella para situarse cara a cara con el funcionario.
Señor, le dijo, perdóneme, pero quiero que me diga nada más que la verdad. Sólo
pido eso. Dígame, ¿qué son esos datos encriptadas que recibo cada día en mi
departamento del Colossal? ¿Y qué pasa cuando aprieto la tecla y se apaga esa
lucecita colorada?
El Jefe lo miró largamente,
primero con el ceño fruncido pero después casi sonriente. Finalmente le
preguntó: Dígame Steve, ¿cuánto hace que trabaja para nosotros? Steve respondió
rápidamente: Y…, hace unos diez años. Entonces el Jefe prosiguió: ¿Y entonces
me quiere decir por qué, después de tanto tiempo, me viene con esa pregunta?
¿Acaso usted no sabe, porque seguramente se lo explicaron cuando se lo contrató
que?.. Si, lo paró Steve con un gesto, lo sé, lo recuerdo perfectamente. Se
trata de cuentas de la Tesorería. ¿Y entonces?, insistió sobrador el
funcionario. Entonces, repitió Steve, es que he dejado de creer en esa
historia. Y creo otra cosa distinta: que soy un asesino a sueldo. Y le contó la
experiencia que había tenido en aquel pueblo de las sierras, con el viejo que
había perdido su hermano mellizo. Y él se salvó, concluyó Steve, ¿sabe por que?
Si, usted lo sabe: porque no tenía colocado el chip. Y el chip se acciona,
matando al individuo, cuando llega a cierta edad y el sistema lo denuncia al
contrastarlo con mi archivo. Y entonces soy yo y otro montón de empleados, los
que le damos muerte apretando una tecla.
El funcionario primero
se rió pero luego se enojó, acaso para impresionarlo más; finalmente le dijo
que estaba loco, que lo iba a recomendar para que se tomara un descanso en
alguna playa y que no lo echaba porque le daba lástima. Hay tratamientos para
casos como el suyo, terminó diciéndole de muy mal modo y lo acompañó, casi lo arrastró tomándolo del
brazo, hasta la puerta de su despacho. Hasta la vista Steve, fue lo último que
le dijo y le cerró la puerta en las narices.
La confirmación
Steve se quedó
un rato junto a la puerta cerrada, sin saber qué hacer. Entonces vio que la
secretaria de su jefe lo estaba mirando. Escuché todo, le dijo y señaló un aparato
que tenía sobre el escritorio. Todo, repitió. Luego se produjo un largo,
larguísimo silencio durante el cual no dejaron de mirarse a los ojos. Al cabo
ella bajó la vista y le dijo, compungida, a punto de llorar: Perdone, pero lo
comprendo. Mi abuelo, mi abuelito, está por cumplir los 120 y sé que está en
peligro, lo se y todo por ese maldito chip que le colocaron. Y luego de secarse
las lágrimas y sonarse la nariz con un pañuelito, agregó: Si, lo se, su caso no
es el primero. Acá han venido otros. Ha habido gritos, escándalos. Steve se
acercó a ella, le acarició la cabeza y le dijo: Entonces usted me confirma…
Ella asintió sin dejar de moquear Si, agregó, pero por favor no le diga a nadie
que yo se lo dije. Y le diré todavía más: me han dicho que están por bajar la
edad. A ciento diez. Y después a cien. La explicación es que las cajas no
aguantan ¿entiende?, que la economía se está haciendo pedazos, que Hacienda no
da más. Qué se yo, es lo que oí, nada más.
Se miraron a los
ojos. Ella terminó de secarse las lágrimas y de moquear, se recompuso, alzó la
cabeza y le dijo, en voz firme pero baja: Ahora usted lo sabe, pero yo no se lo
dije, ¿oyó? Yo no le dije nada. Usted se enteró por las suyas. ¿De acuerdo?
Porque si se enteran que yo se lo dije puedo perder el empleo o me puede
ocurrir algo peor. A mí y a mi familia. Soy casada y tengo dos hijos pequeños.
¿Qué puedo hacer?
Entonces, dijo
Steve anonadado, usted lo confirma: soy un asesino. Todos los que trabajamos
con esos datos para el gobierno somos asesinos. Pulsamos una tecla, una, diez,
veinte veces o las que sean por día y matamos a otros tantos viejos.
Ella no hizo
ningún comentario más. Sólo se encogió de hombros. Pero cuando Steve ya estaba
punto de marcharse, lo detuvo con un gesto, sacó un papelito del cajón de su
escritorio, anotó allí unos datos, se lo entregó y le dijo casi con un suspiro:
¡Suerte! Y tenga cuidado. El Hermano Mayor vigila.
No fue necesario
que le dijera más, ni que le aclarara si eso del Hermano Mayor era una mención
meramente literaria o era de verdad. Al salir de la oficina, en el pasillo, examinó
el papel que le entregara la mujer. Allí había un nombre: Pedro Hue. Y una
dirección, que casi lo hizo gritar de contento. El tipo que tenía que ver
también vivía en el Colossal. Luego emprendió la marcha no sin antes cerciorarse
de que no lo seguían y por más que supiera que no era preciso que lo siguiera
algún tipo de la policía o del servicio secreto, para que supieran por donde
andaba. Sus documentos o su fono podían ser captados fácilmente por los medios
cibernéticos oficiales. Por lo que, una vez en la calle, se desprendió de ellos
en la primera alcantarilla que se le presentó. Luego se introdujo en el subte,
hizo varios cambios de línea para desconcertar a eventuales perseguidores y
finalmente subió al que lo llevaría al Colossal. Una vez en el edificio, no fue
directamente al departamento indicado en el papelito, sino que primero paseó
largamente por el Shopping. Y luego, como ya estaban por dar las doce, se
detuvo ante un boliche del patio de comidas y pidió una salchicha con papas y
una cerveza. Finalmente, convencido de que nadie lo había seguido hasta ahí, se
dirigió a la unidad de Pedro Hue, en el piso 98, número 31. Pero para hacerlo
no esperó los ascensores grandes, sino que trepó al individual, convencido de
que así le haría su cometido más difícil a un eventual sicario del Gobierno.
Bajó del
ascensor en el piso 99, buscó luego las escaleras y, ya en el piso 98, trató de
orientarse en la semioscuridad que solía reinar en esos pasillos, para dar con
la unidad 31. Finalmente la encontró, golpeó suavemente la puerta y como, luego
de una espera razonable, nadie acudiera a abrirla, golpeó más fuerte. Pero en
vano. Entonces apoyó la oreja contra la puerta y como no escuchó el menor ruido
dedujo que allí no había nadie. Y ya se iba a retirar, para dirigirse a su departamento,
cuando sintió pasos. Primero no pudo distinguirlas bien, pero luego, cuando
estuvieron cerca, reconoció a dos mujeres, una anciana, otra de mediana edad,
que se sorprendieron al verlo allí. ¿Usted es?.., quiso saber la más joven.
Estoy buscando al señor Hue, respondió Steve. ¿Está en la casa? Las mujeres se
sorprendieron y la mayor se echó a llorar. Es que, le dijo la otra con un gesto
de congoja, Pedro no está. Y agregó, secándose una lágrima: No está, murió hace
tres días. Ayer lo cremamos y esta misma mañana arrojamos sus cenizas desde la
azotea del Colossal. Steve quedó de una pieza, pero al fin reaccionó. Perdón,
dijo, ¿pero de qué murió? ¿Era muy mayor? No, le respondió la mujer más joven,
tenía mi edad, cuarenta y siete años. Pero son esas cosas de la fatalidad. Parece
que comió algo, por la calle, algo que le cayó muy mal. Y murió. En el hospital
nos dijeron que lo que le provocó la descompostura era muy raro, que podría
haber sido envenenado. ¿Pero quién podría querer envenenar a mi pobre Pedro, si
era tan bueno?
Cuando Steve
llegó a su pequeño departamento en la pantalla le esperaba un mensaje de
Melissa. ¿Cómo te fue?, le preguntaba. E inmediatamente después, entre signos
de admiración: ¡La gran bomba! ¡El Centauro está vivo! ¡Y se acerca a la Tierra!
El regreso del capitán
La noticia
rápidamente se hizo pública, pero hubo que esperar varias semanas para que
pudiera confirmarse que aquel cohete que había sido lanzado a Marte con 600
tripulantes diez años atrás, y que se creía perdido, era el mismo que ahora se
estaba dirigiendo a la Tierra. Porque si bien todos los expertos estaban de
acuerdo en que no podía tratarse de otro, ya que después de aquel doloroso
fracaso no se había vuelto a insistir con aventuras espaciales de esa
naturaleza, las señales que llegaban eran tan débiles e imprecisas que
justificaban la cautela. Era indudable que, si se trataba efectivamente del
Centauro, su sistema de comunicación estaba averiado o, más misterioso aún, que
quienes ahora lo conducían no eran los mismos que formaran parte de aquella desdichada
expedición.
Fue a mediados
de junio, esto es, tres meses después de que se detectaran las primeras
señales, cuando se confirmó que, efectivamente, era el Centauro el que volvía a
la Tierra, ya que había sido reconocido por otras naves que se enviaron para
establecer un contacto visual. Por lo que se apresuraron las cosas para
recibirlo en el mismo lugar del que había salido: el gigantesco centro espacial
que existía en las afueras de la ciudad. El cual, tras reconocerse que la
misión no había tenido éxito, fuera desactivado para aplacar la ira del pueblo,
excesivamente castigado con impuestos a causa, precisamente, de aquella
frustrada expedición. Por eso el inminente regreso de la nave dio lugar a una
tarea febril, y costosísima, para ponerlo nuevamente en condiciones.
Agregándose, a las instalaciones anteriores, un gran palco desde el cual las
autoridades saludarían a los astronautas y se difundirían los discursos del
primer mandatario, del ministro del área y, si el hombre estaba en condiciones,
del jefe de la frustrada expedición. Vale decir una gran fiesta de la que se
invitaba a participar al pueblo.
Pero, por las
dudas y dado que aún no se estaba seguro
de quienes eran ahora los tripulantes del Centauro y ante el temor de que
pudiera haber sido tomado por vaya a saber qué seres de otros planetas, también
se construyó a las apuradas un reducto, una suerte de bunker secreto, en el
cual las autoridades pudieran ampararse en el caso de que, tras abrirse las
puertas del cohete, no aparecieran los terrícolas esperados, sino feroces invasores de otras galaxias,
empuñando vaya a saber qué armas letales.
A la media tarde
ya estaba todo a punto, las autoridades en los palcos, la banda militar lista
para ejecutar el himno, los periodistas y las cámaras de TV prontos para
registrar todo lo que ocurriera en esa jornada histórica y, alrededor del
predio, miles y miles de personas, apretadas a las alambradas o subidas a lo
que fuera (el techo de los autos, banquitos, escaleras, los pibes a hombros de
sus padres), que habían llegado hasta allí en todos los medios posibles para no
perderse nada de lo que pintaba como un acontecimiento impar.
Y llegó el
momento. El Centauro fue primero un punto apenas perceptible en el cielo
infinito, pero paulatinamente se fue agrandando hasta adquirir el volumen
mayúsculo que le habían dado sus constructores para que pudiera llevar aquella
numerosísima tripulación. Al principio apareció como cayendo en picada, como
aquellos viejos Stukas de la WW2, pero de pronto comenzaron a funcionar los
retrocohetes despidiendo un humo blanco y espeso y la nave pareció suspenderse
en el aire para, luego, descender blandamente sobre el punto indicado en la
pista. La gente vociferaba entusiasmada, aplaudía, lanzaba cañitas voladoras y
hacía estallar petardos y rompeportones. La banda, espontáneamente, se lanzó a
ejecutar acordes marciales y los periodistas y camarógrafos se volcaron
alocadamente sobre la pista para tener la imagen más viva del aterrizaje y de
la aparición de sus tripulantes. Lo que demoró en producirse más de lo que lo
permitían los nervios de cuantos se encontraban allí. Pero al fin ocurrió lo
que todos esperaban: se abrió una puerta y, tras unos segundos de suspenso (que
llevó a algunos de los que estaban en el palco a agacharse por las dudas, no
fuera a ser que los del Centauro fueran ahora bandidos extraterrestres),
apareció un hombre, alto, rubio, de larga melena al viento, embutido en su
uniforme de astronauta y llevando bajo el brazo su escafandra.
La exclamación y
los vítores fueron abrumadores y la banda comenzó a ejecutar el himno nacional.
Decenas de cámaras de TV enfocaron la escena para dejar registro imperecedero
de ese momento histórico y miles y miles de cámaras fotográficas de todo tipo,
fueron gatilladas por la multitud que aullaba de emoción y quería llevarse ese
instante incomparable a su casa y mostrárselo a la patrona, a los hijos, a los
nietos y al vecindario. El hecho de haber estado allí, en ese momento
histórico, seguramente cobraría valores legendarios con el correr de los años.
Pero a partir de
allí, de la presencia del capitán Dan Hickock, que de él debía tratarse, en lo
alto de la escalerilla, nada de lo que ocurrió fue previsto por nadie. Porque
el tipo que apareció allí arriba no sólo no daba muestras de contento ni lucía
tampoco emocionado sino que casi ni daba señales. Parecía una cosa, un muñeco
rubio uniformado. Por fin movió una mano y también la cabeza, pero más como un
autómata que como el capitán de una expedición intergaláctica que se creía
perdida. El capitán Hickock, si es que era él, porque se lo veía distinto,
mucho más joven y acaso más alto, paseó su vista por todo aquello que lo
rodeaba, sin que le brotara ni una sonrisa ni una palabra y sin hacer tampoco el
más simple de los saludos, ese que consiste en levantar la mano y moverla de
izquierda a derecha y de decir siquiera ¡hola!, aquí estoy de vuelta. ¿Me ven?
Todavía estoy vivo.
Entonces, a un
gesto del Presidente, un grupo de operarios arrimó una escalerilla a la nave
para que el capitán pudiera bajar sin darse un golpe. Y el primer mandatario,
así como su comitiva y el equipo de la emisora oficial, también se acercaron,
mientras por la puerta del cohete comenzaban a asomarse los otros tripulantes,
todos ellos menos entusiasmados que sorprendidos.
Al fin Hickock y
el Presidente pudieron darse la mano y hasta un medio abrazo, que el mandatario
aprovechó para decirle al oído, de modo que no fuera escuchado nada más que por
el astronauta: ¿Pero qué le pasa hombre? Muestre un poco de entusiasmo. Está de
vuelta, déle una alegría a toda esta gente que lo espera. ¿Usted sabe lo que
nos costó este fracaso suyo? Y enseguida, ya con el micrófono en la mano,
dirigió un encendido discurso a la multitud en el que elogió a los
expedicionarios y adelantó que quien la había presidido les iba a dirigir la
palabra. Y luego, cuidándose de tapar el micrófono, le dijo a Hickock, de manera
imperiosa: Vamos, hábleles, dígales algo de lo que pasó y de lo contento que
está de estar de vuelta.
Dan tomó el
micrófono que puso en sus manos el Presidente, jugó un rato con él y
finalmente, acercándolo a la boca dijo, sin mucha convicción: Gracias, gracias
a todos. Por fin estamos de vuelta. Bueno, no todos, algunos se perdieron y tal
vez sus cuerpos aún estén vagando por el espacio. No llegamos a Marte. No se
qué ocurrió. Íbamos hacia allí, seguros, como tiro, pero no sabemos qué pasó.
Una fuerza inmensa nos atrapó y nos desvió de nuestro objetivo. Es más,
estuvimos navegando durante meses sin saber hacia dónde íbamos. Estábamos
perdidos, hasta que, de pronto, advertimos que éramos arrastrados hacia una
galaxia remota, que ni siquiera figuraba en nuestra carta, hasta que de pronto
nos vimos precipitándonos sobre un planeta desconocido, que acaso fuera tan
grande como la luna. Y no sabemos qué pasó ni cómo fue, pero un buen día nos
vimos descendiendo allí, terminando allí nuestro viaje y que una multitud, como
ustedes hoy, nos estaba esperando. No era Marte, no, qué iba a ser. Se llamaba,
según supimos después, Moms, así como suena, Moms. Nos recibieron como a reyes.
Nos agasajaron. Era un país maravilloso. Verde, muy verde. Ciudades magníficas,
bajas, pobladas de árboles. Tienen su idioma, pero también hablan el nuestro. Y
ellos, así como nosotros adoramos a Cristo, a Mahoma, a Buda, ellos adoran un
árbol. Dicen que un día al árbol le dio sed y como no llovía se desprendió de
sus raíces y se largó a caminar. El árbol también tenía un nombre, pero no
recuerdo cómo era. No lo recuerdo, de verdad… Al llegar a ese punto Dan calló,
como quién no sabe qué más decir. Atinó entonces a agregar “bueno, bueno”,
mientras parecía querer dar por terminada su intervención, cuando el Presidente
lo salvó. Tomó él el micrófono y se dirigió nuevamente a la multitud para
decirles que el capitán y que todos los tripulantes del Centauro estaban muy
cansados, que eran unos héroes maravillosos y que ahora lo que querían era
reencontrarse con sus familias. Pidió un aplauso para todos ellos y mientras la
multitud respondía con ¡vivas!, a los que se sumaron innumerables bengalas de
colores, le dijo por lo bajo al capitán, en tono rencoroso, casi amenazador:
Bueno, hoy y mañana, descanso. Pero pasado mañana me hacés un detalle
pormenorizado de todo lo que les pasó, sin esa pavada del árbol y todo lo
demás, ¿eh? Y le repitió, furioso: ¿Sabés cuánto nos costó esta expedición, no?
¡Y vos hablando de arbolitos!
Con el Capitán
Durante meses y
con toda razón, los expedicionarios del Centauro fueron protagonistas obligados
de todos los medios. Los diarios, la web, la TV, las radios, se ocuparon de
ellos, llenaron programas enteros, generaron comentarios, protagonizaron
romances, dramas y hasta muertes inesperadas, la mayor parte de ellas por
suicidio. Cuando ese clima se calmó y la atención pública dejó de estar casi
exclusivamente centrada en ellos, Melissa llamó a su ex marido. Había visto el
arribo del Centauro desde la ventana del departamentito de Steve en el Colossal
y luego, por TV, el recibimiento que le había preparado el gobierno y el
discurso del rejuvenecido capitán Dan Hickock. Y su conclusión fue que su ex
ocultaba algo muy importante de ese viaje fuera de todo cálculo.
Una tarde,
pasada ya la euforia de las entrevistas, los cuatro, ya que ella también se
hizo acompañar por Steve y él por su pareja, el navegante Klaus Salczman, se
encontraron en la terraza del Colossal, como siempre llena de gente. Al
comienzo la conversación se hizo difícil. En primer lugar porque no es sencillo,
para una mujer, hablar con su ex marido cuando éste está acompañado por su
novio. A lo que se sumaba que Steve, en cuanta oportunidad se le presentaba, le
hacía gestos pícaros alusivos al nuevo gusto sexual del capitán. Y también porque Melissa pretendía que él le
dijera la verdad de lo que había acontecido en el viaje y no la cantidad de
“boberas” (así las definió), que él, lo mismo que el resto de los otros
tripulantes, venían difundiendo desde que llegaron.
Vos lo dijiste
muchas veces, todo el país, toda la Tierra lo escuchó de tus labios y de los
demás tripulantes. Si Moms era un paraíso, si los trataban tan bien, si todos
estaban tan contentos, ¿cómo fue que, después de siete u ocho años de estar
allí, quisieron, todos, volver a este mundo injusto y desgraciado? ¿Porque
extrañaban? No lo creo. ¿Porque los obligaban a adorar al arbolito? Tampoco. Se
muy bien que vos no creés en nada. Sos un científico, como yo, como Steve y tal
vez también como él. Y señaló algo despectivamente a Klaus. ¿O es que él
extrañaba a su mamá?
No fue fácil
sacarle a Hickock los verdaderos recuerdos de lo acontecido durante esos largos
años de ausencia en un punto remoto de vaya a saber qué galaxia, pero
finalmente, a fuerza de insistirle y de llenarle una y otra vez la copa de aguardiente, consiguió que el
hombre fuera develando, de a pocos, los misterios de aquel inesperado regreso,
cuando acá, en la Tierra, todos los daban por muertos y al Centauro dando
vueltas sin ir a ninguna parte, por el espacio infinito.
Lo primero que
dijo, cuando se largó a hablar, fue lo sabido: que perdieron el rumbo y el
Centauro pareció ir, durante larguísimos meses, a la deriva, hasta el punto que
creyeron que jamás llegarían a ninguna parte y que muy pronto no serían más que
chatarra, fierros y carne podrida vagando por el espacio. Pero no fue así. Extraviados
en el espacio, sin poder saber en qué punto del Universo se encontraban, porque
los instrumentos no respondían, la tripulación se preparaba para lo peor, hasta
el punto que algunos decidieron poner fin a su vida pegándose un tiro o
ingiriendo un veneno. Pero un día todo cambió. El Centauro, de pronto, fue atraído
por una fuerza mayúscula, inesperada e incontrolable. Así fue como se vio, de
pronto, apuntando hacia un planeta desconocido que brillaba iluminado por su
propio sol. Y tras varias semanas de seguir ese rumbo, no fijado por ellos, se
produjo el milagro: la nave se posó allí, en ese planeta totalmente
desconocido, con la misma o mayor felicidad con que lo hubiera hecho en la
Tierra. Pero una vez que llegaron y abrieron las escotillas, hubo una segunda
sorpresa mayúscula: el aire era tan respirable o más, porque no se notaba
polución alguna, que el que requerían para sobrevivir. (Klaus aquí apuntó
emocionado que el primero que se atrevió a asomarse y abandonar la escafandra,
fue el capitán. Es un héroe, agregó y le subieron los colores). Y la tercera y
definitiva sorpresa fue que los estaba esperando una multitud. Pero no de
monos, ni de bichos extraños, sino una multitud de gente como nosotros mismos,
los terráqueos. Si, repitió jubiloso, ¡como nosotros mismos! Igualitos, pero
mejor, pues nos sorprendió ver que eran todos jóvenes y todos parecían vender
salud y felicidad.
Después, siguió,
todo fue para el asombro, todo nos parecía de maravillas. Nos atendieron como a
reyes. Nos dieron viviendas, trabajo, comidas riquísimas, no se cansaban de
agasajarnos y de darnos regalos y de ofrecernos lo que quisiéramos: atención
médica, pilchas, lugares donde hacer gimnasia o nadar, espectáculos, hasta nos
invitaban a las fiestas familiares, como si nos conocieran de siempre. Más
diría yo: como si siempre hubieran estado esperándonos. Y así estuvimos todos
estos años que ustedes saben, hasta el
punto de olvidarnos de la Tierra, dejar de pensar en nuestras familias y hasta
en nuestras parejas (salvo, aclaró, que estuvieran con nosotros, y le dirigió
una mirada que lo decía todo a Klaus). Se formalizaron matrimonios con nativos
y nativas y todo parecía encaminarse a que habríamos de quedarnos allí para
siempre y que nunca volveríamos a la Tierra.
Aquí Dan hizo
una pausa, como si le fuera necesario cobrar nuevas fuerzas para narrar lo que
seguía. Y al fin prosiguió, luego de lanzar un suspiro prolongado y cambiarle
la expresión, que pasó de la felicidad al dolor.
Lo que pasó,
dijo, fue que cometimos un error, un grandísimo error. Ellos, dijo con un hilo
de voz, tenían algunos juegos, algunos deportes propios. Algo parecido al
tenis, algo parecido al voley, algo parecido al ping pong. Pero no conocían el
futbol. Y nosotros –y aquí ya, los ojos se le llenaron de lágrimas- se lo
enseñamos. No se cómo ni quien se las ingenió un día para hacer una pelota
parecida a las que usamos en la Tierra y algunos de ellos nos vieron practicar
este deporte. Y se ve que les gustó, porque nos pidieron que les enseñáramos. Y
no solo eso, se formaron algunos clubes de futbol, con su camiseta y su
hinchada. Al principio jugábamos mezclados, algunos de nosotros en los equipos
de ellos. Pero con el pasar del tiempo fueron cobrando coraje y un buen día
ocurrió lo que nunca debió ocurrir: nos propusieron un desafío. Si, un equipo
de ellos contra un equipo de nosotros. Once contra once. Les dijimos
naturalmente que si, pero pensando que sería nada más que un picadito en algún
potrero. Pero no. Ello se lo tomaron muy en serio y quisieron que se jugara en
la cancha más grande que tenían, con camisetas, con hinchada y hasta con
referí. Nosotros con camiseta marrón (por la Tierra) y ellos con una verde (por
el arbolito). Las tribunas llenas. Hasta lo transmitieron por TV. Y fue a cara
de perro, a ganar o morir y se disputaba una copa, la copa Dos Galaxias, que
era preciosa. Bueno, para qué les cuento. Fue un partido bravísimo. Como ellos
ya habían aprendido a jugar bastante bien, nos hicieron fuerza. Primero les
hicimos un gol y más tarde otro. Pero en el segundo tiempo, como nosotros nos habíamos
cansado más que ellos, nos igualaron casi sobre el final. El partido ya se
terminaba: dos a dos, por lo, como estaba convenido, se definiría por penales.
Y allí, lo digo sin jactancia, ganábamos nosotros, que teníamos los mejores
shoteadores (y señaló a su pareja que asintió, dándole la razón). Pero entonces
ocurrió lo inesperado, lo diabólico diría yo. Nosotros habíamos permitido que
el referí fuera de ellos. No nos importaba, primero, porque pensábamos que
íbamos a ganarles fácilmente. Y segundo, porque ellos eran gente que no
toleraba la injusticia. Pero no fue así, no tratándose del futbol. Porque, ¿qué
fue lo qué ocurrió? Lo impensado, lo inverosímil. El referí o era un bandido
fanático del equipo local o había sido comprado por ellos, vaya a saber por
cuántos momsis, que es la moneda que se usa allá. Porque ¿qué hizo? ¿Qué cobró?
En una jugada confusa en nuestra área pero en la que, lo juro, no había
ocurrido nada, ni un foul, ni un hands, nada, fabricó una infracción y le dio
un penal a ellos. Primero nos quedamos helados: no lo podíamos creer. Pero
después reaccionamos y nos fuimos encima del referí. Pero no hubo caso, se
resistió a cambiar su decisión. Y entonces se dio lo que nunca debió pasar: lo
agarramos a patadas. Ellos se metieron a defenderlo, se armó la de San Quintín,
unos quedaron tirados por allá, otros por acá, sangre, fracturados, invasión de
cancha por los hinchas y, al final, la debacle: los nuestros, los que estaban
en la tribuna, no se de dónde, aparecieron con los fierros que traíamos de la
Tierra y empezaron a los tiros. Se imaginan el escándalo, el bochorno: hubo
muertos, heridos, contusos. Y así fue que se pudrió todo. Porque cuando
recogieron los cadáveres, llevaron los heridos a los hospitales, se dieron
cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido, a las autoridades de Moms no
les quedó otra que hacer lo que hicieron: echarnos. Y si, nos echaron, así de
simple, nos tuvimos que ir. Ese mismo día nos buscaron a todos, donde
estuviéramos, hombres y mujeres, a los que participaron en el partido y a los
que ni siquiera sabían que se jugaba y, sin más trámite, nos metieron en el Centauro.
Ellos mismos programaron la ruta para que volviéramos a la Tierra, porque
nosotros nunca supimos dónde estábamos y mucho menos cómo regresar, cargaron el
combustible, encendieron los motores y nos lanzaron nuevamente al espacio. Pero
ya no éramos 600. Algunos habían muerto a la ida y a otros, los culpables de
este desastre, yo mismo los condené expulsándolos de la nave. ¿Qué otra cosa
podía hacer si por culpa de ellos nos habían expulsado del Paraíso? (Y al
llegar a este punto el capitán ya lloraba a lágrima viva, mientras Klaus se
empeñaba en consolarlo).
El regreso
Cuando Hickock,
gracias a los buenos oficios de su pareja y al par de aguardientes que agregó a
los que ya se había tomado, se calmó, Melissa aprovechó para soltar la
verdadera razón por la que lo habían convocado al Colossal. Dan ¿estás bien?,
le dijo. Bueno, ahora escuchame tranquilo, no te agites. Dan, repitió, en el
tono más dulce y comprador, queremos confesarte algo, algo muy importante para
nosotros. Steve y yo ya no podemos ni queremos vivir más aquí, en la Tierra,
¿entendés? Y, luego de escucharlos a ustedes… querríamos irnos a vivir a Moms. ¿Vos
nos podrías ayudar?
Hickock la miró
como se mira a los locos. ¿Después de lo que te conté?, le dijo. Pero si a los
terráqueos no deben querer vernos más ni en fotos. Los estropeamos a golpes,
matamos gente, los defraudamos, nos trataron como a reyes y nosotros los
reventamos a tiros. ¿Cómo creés que nos recibirían ahora, si volvemos a ir para
allá? ¡A los cañonazos! Ni dejarían llegar al Centauro.
Ella agregó
entonces, con su mejor y más convincente acento de mujer desesperada, que acaso
él ya conociera: Dan, escuchame por favor, ya se, ya entiendo todo lo que vos
decís, pero lo que nos pasa es terrible: nosotros, acá, ya no podemos vivir. Y
pasó a contarle. Steve se enteró de algo terrible que está sucediendo. ¿Sabés
lo del chip? Pues no dejes que te lo pongan jamás. Con el chip están matando a
los viejos, hoy a los de 120 años, pero mañana le puede tocar a los más jóvenes
y, por qué no, a los enemigos del gobierno. Steve lo descubrió y por eso lo
echaron del empleo, por rebelde, lo dejaron sin trabajo y sin sueldo. Y más, yo
creo que hasta su vida corre peligro. Y a mí, vos que me conocés bien, con
todos mis títulos, me sacaron del laboratorio y me dieron tareas
administrativas. Ahora lleno planillas, me ocupo de que no falte el papel en
los baños. ¿Y todo por qué? Porque saben que soy su pareja.
Dan se quedó de
una pieza. Vaya, comentó, las cosas que han ocurrido aquí en nuestra ausencia.
Lo miró a Klaus. ¿Vos sabías? Klaus indicó con un gesto que no estaba enterado
de nada. Melissa aprovechó para darle
más presión a su insólito pedido. Se habla, dijo vehemente, de inmortalidad, de que se ha vencido a todas
las enfermedades y de que el hombre ya no le debe temer a la muerte y son ellos
los que organizan la matanza. ¿Y sabés porqué? Porque no les cierran las
cuentas. Ya no les alcanza la plata para pagar a tantos pasivos como hay y
además cada día que pasa hay más. Entonces los matan. Y así van a matar a mis
padres, a mis abuelos, a mi bisa y también a los tuyos. Salvo ellos, los que
gobiernan, que habrán de morirse nunca. Y concluyó: ¿Viste lo que dice en latín
en la entrada del ministerio de Hacienda? Absque
argento Omnia vana. Y es eso lo que pasa hoy: no alcanza la plata para
mantener tanto viejo y entonces los matan. ¿Vos vas a esperar a llegar a viejo
aquí? Yo, nosotros, no.
Hickock se quedó
anonadado. No lo sabía, confesó. Pero, agregó enseguida, no se si lo que
pretendés podrá llevarse a cabo alguna vez. Y no hablo solamente de que los de
Moms tienen ahora buenas razones para rechazarnos. El Centauro está vigilado
las veinticuatro horas, no le queda nada de combustible y, además, no tengo la
menor idea de cómo hay que hacer para llegar al planeta del arbolito. Ellos
fueron los que nos atrajeron y ellos fueron los que nos expulsaron, nos
reabastecieron y nos marcaron el camino de regreso.
Entonces fue
Steve el que intervino. La clave de todo, aseguró, está en el mismo sistema del
Centauro. Yo te aseguro que si me das las claves para acceder al núcleo del
sistema yo puedo reproducir el itinerario. Y como Dan y Klaus pusieran cara de
no creerle, agregó: Aunque hoy nadie de un centavo por mi, salvo Melissa (y le
dirigió una mirada cariñosa), saqué en ciencias el mejor promedio de la
Facu. Dejame intentarlo. Y si
conseguimos establecer el itinerario para llegar a Moms, por lo demás no te
preocupes: contamos con la gente para ir a la base, sorprender a la guardia que
custodia el Centauro, cargar el combustible que ya sabemos dónde está y partir,
todo en menos de seis horas. Cuando el Gobierno advierta que el cohete ha sido
copado, nosotros ya estaremos rumbo al planeta de los sueños, el del arbolito.
Hickock se quedó
cavilando; miró a Klaus: ¿A vos que te parece?, le preguntó. Y Klaus fue
categórico: Dan, le dijo, en ninguna otra parte fuimos tan felices como allí,
en el planeta del arbolito. ¿Por qué no lo intentamos otra vez? Sin volver a
jugar al futbol con ellos, claro. Entonces se rieron, los cuatro se tomaron las
manos por sobre la mesa y pidieron otra ronda de aguardiente.
Steve estuvo
trabajando, día y noche, noche y día, apoyado por Melissa, que durante todo ese
tiempo nunca llegó al departamentito del Colossal con las manos vacías. Unas
veces fueron croquetas de papas, otras pollo a la Maryland y siempre, todas las
mañanas lo sacaba de la cama con un café caliente y fresco. Y así, en menos de cinco
semanas consiguió, luego de ingresar al sistema del Centauro, reproducir el
itinerario que lo había conducido al planeta maravilloso. Lo demás fue más
fácil y se llevó a cabo en una semana más. Primero, no les costó casi nada interesar
en la aventura a todas las personas mayores de las respectivas familias, las
más amenazadas por la ejecución vía chip. Y luego tampoco fue difícil reclutar
un par de docenas de jóvenes dispuestos a todo con tal de correr una aventura
espacial y de liberarse de la opresión de los que gobernaban desde hacía añares.
Una madrugada
los cuatro cabecillas, más casi un centenar de ancianos y una veintena de
jóvenes armados hasta los dientes y decididos a todo, sorprendieron a la
guardia, lo cual resultó fácil, porque los que no dormían estaban borrachos;
luego, en unas pocas horas, reaprovisionaron al Centauro, cargaron las
vituallas que habían llevado para un viaje que habría de ser forzosamente largo
y partieron. Los efectivos que habían sido alertados para capturar a los
expedicionarios y abortar el vuelo llegaron tarde y sólo atinaron a mover los
brazos a manera de despedida cuando vieron que la nave se elevaba rumbo al
espacio. Al fin, un gesto de buenos perdedores.
En el Paraíso
Llegar a Moms
les llevó cerca de un año, en cuyo transcurso algunos viejos murieron y sus
cuerpos, como en los barcos, fueron botados al espacio envueltos, si no en una
bandera, que no tenían, en unos trapos marrón-tierra, como para que se supiera
de donde provenían en caso de ser hallados por alguien. Entre los jóvenes se
formaron algunas parejas y otras se deshicieron, pero todos los tripulantes de
aquella expedición soñaron con llegar a
destino y vivir como en un paraíso, sin las preocupaciones que habían dejado
atrás y también sin enfermedades, sin temor a la muerte, sin temor a los que mandan y, fundamentalmente,
libres para hacer lo que les viniera en gana: estudiar, trabajar, jugar, amar.
Al fin arribaron
a destino, hábilmente conducido el Centauro por el capitán Hickock y gracias a
la carta de navegación sabiamente reconstruida por Steve Gómez. Salieron a
recibirlos un par de naves del planeta Moms, que luego los acompañaron en su
descenso, para que amomstizaran donde
debían hacerlo. El recibimiento fue algo frío, ya que los terrícolas no habían
dejado un buen recuerdo en su incursión anterior, pero al menos no les pidieron
que se marcharan. Eso si, les advirtieron: Nada de fútbol esta vez, ¿eh?
Si bien el trato
no fue tan bullicioso ni amistoso como en ocasión del primer encuentro, con el
tiempo cada familia tuvo su casa, cada individuo un lugar donde vivir y todos un
trabajo que hacer, compatible (sin que les hubieran preguntado nada), con lo
que habían estudiado o lo que estaban haciendo en la Tierra. Y también una tableta digital en la que se
podían leer las leyes que regían en Moms, las que no eran muchas ni muy
complejas, más una descripción de sus costumbres y de su historia.
Steve y Melissa
dispusieron de una hermosa casita con jardín y vista a los bosques que rodeaban
el lugar. Y como a todos los demás, la tarea que les asignaron estuvo
relacionada con sus correspondientes saberes, con su vocación y hasta con sus
hobbies. Melissa no tuvo oportunidad de criar pollos y gallinas, porque en Moms
no los había, pero sí de dedicar sus horas libres a las plantas y las flores,
que allí crecían maravillosamente. Y Steve volvió a su intento de hacer cantar
a Gardel todos aquellos tangos que no había llegado a conocer, al morir tan
joven, y hasta se apuntó algún éxito, como que el Zorzal entonara, mal que
bien, las estrofas de Late un corazón, una vieja pieza de Federico y Exposito.
Y cuando no trabajaban ni se entretenían con sus hobbies, pues paseaban.
Primero por la ciudad, pero luego se atrevieron por los alrededores y mucho más
allá, ya que el caminar o el trotar, no los cansaba como en la Tierra. Y cuando
llegaban las vacaciones, había transportes públicos que, en un abrir y cerrar
de ojos, los depositaban en magníficas playas de mar o en las alturas de cerros
y montañas nevadas. También hicieron amistades, en el trabajo y en el
vecindario, toda gente buenísima con la que se reunían a comer, a presenciar
algún espectáculo o a bailar, ya que estaban de moda danzas muy parecidas al
shimmy y al danzón. Steve introdujo a algunas muchachas en los misterios del
tango, pero no insistió porque le pareció que las chicas malinterpretaban eso de bailar apretados (o “sin luz”, como
también les explicó) y ponían en peligro la fidelidad que pretendía guardarle a
Melissa.
El pibe
En resumen, eran
felices como nunca lo habían sido antes, se sentían perfectamente integrados a
la comunidad de Moms y por añadidura, no solo no envejecían sino que se sentían
cada día más jóvenes. También se veían, aunque cada vez menos, con padres,
abuelos y demás parientes. Pero un buen (o mal) día, todo cambió. Porque, quién
sabe por qué, acaso porque extrañara a la familia o fuera víctima de un ataque
de melancolía, así, de pronto, sintió que su madre, que estaba tan lejos y de
la que hacía tanto que no sabía nada, le
hablaba. Y, más precisamente, le preguntaba: Nena ¿y para cuándo el nietito? ¿O
voy a ser abuela cuando esté dos metros bajo tierra? Reclamo con que, es
cierto, ya la venía torturando desde aquel, su primer casamiento con Dan
Hickock, pero del que habrá que decir también, en su descargo, que es común a
casi todas las señoras con hijas casadas.
Voy por mi
tercer matrimonio, le decía ella al espejo, estoy cada día que pasa un poco más
vieja, aunque aquí no se me note, y nunca estuve embarazada. Es cierto,
reconocía, que siempre fui de cuidarme, y tuve esas mismas exigencias con mis
dos primeros maridos. Pero ahora, ¿qué me pasa? ¿O qué le pasa a él? Y lo
encaró nomás a Steve. Por lo que un buen o mal día se dirigió a él, que estaba metido
con sus cinco sentidos en la ardua tarea de hacer cantar a Gardel lo que nunca
había cantado, y le hizo la gran pregunta: ¿Vos te estás cuidando para no tener
hijos o soy yo que no puede tenerlos? Él, sorprendido, quedó de una pieza, y
sólo atinó a responder: No se. Pero, reaccionó, ¿a qué viene esto ahora? Y ella
le respondió, categóricamente: Porque me muero por tener un bebé. Me muero.
No lo pensaron
más, Steve interrumpió su tarea (con lástima, porque le pareció que al Morocho ya
le salía Cafetín de Buenos Aires y
salieron en busca de una opinión autorizada. Por lo que se dirigieron a un
hospital, en el cual consultar a una médica. Pero ya en camino a ella se le
cruzaron unas oscuras sospechas. Atravesaron una plaza y Melissa observó: ¿Te
diste cuenta que no hay ningún pibe jugando y que en las hamacas sólo hay unas
viejas meciéndose y soñando vaya a saber con qué? ¿Y antes, unas cuadras atrás?
Pasamos por una escuela, estoy segura de que era una escuela. Pero allí no
había nadie, ni chicos ni maestros. Estaba cerrada. ¿No será feriado?, aventuró
él. ¿No estarán de vacaciones? Ella hizo un gesto, mostrando las dudas que la
embargaban.
Al fin llegaron
a un hospital. Entraron y como no dieron con un portero, buscaron a tientas alguna sala que dijera
“mujeres”, o “maternidad”, pero no la encontraron. En esa zona del edificio
había muy poca gente y no solo eso: las paredes estaban flojas de pintura, con
el revoque saltado aquí y allá y hasta con algunas filtraciones no arregladas;
también dieron con salas vacías, sin médicos ni enfermeras. Hasta que hallaron un
consultorio en el que, tras la puerta entreabierta, se advertía la presencia de
una señora que vestía un impecable guardapolvo blanco. Estaba absorta, leyendo
una revista, por lo que se sorprendió al verlos entrar, pero enseguida les
sonrió y los recibió con los brazos abiertos. ¡Qué los trae por aquí?, les
preguntó luciendo una amplia sonrisa y como si se tratara de un encuentro entre
amigos. Ustedes no son de aquí, son de la Tierra, supongo, dijo luego de
observarlos unos instantes. Ah, qué bello planeta y qué linda gente que nos
mandan.
Completó tanta
amabilidad haciéndolos sentar y ofreciéndoles té, café o lo que quisieran.
Ellos rehusaron y fue Melissa la que, impaciente, rompió el fuego. Soy yo,
doctora, la que quiere hacerle una consulta. ¿Qué?, preguntó entonces la
doctora, toda alborotada: ¿Si estás embarazada? Ay, qué alegría, ojalá pueda
decirte que si. Dejame ver. Se apartó unos pasos de ella, para examinar sus
formas, y luego dijo, con cierto desencanto en la voz: No, no parece. Entonces
fue Steve el que intervino, No doctora, le dijo, sabemos que mi mujer no está
preñada. Lo que ella quiere, lo que nosotros queremos es precisamente tener un
hijo y para eso tal vez usted tenga un tratamiento. Si, agregó Melissa, es que
queremos embarazarnos (y lo señaló con un gesto a Steve) y no hay caso, no pasa
nada ¿entiende? ¿Usted podrá?...
A la médica,
ante esa revelación, se le ensombreció el rostro. Examinó los papeles que tenía
sobre la mesa, los emparejó, tosió ligeramente y luego se levantó y les habló,
pero dándoles la espalda y mirando a través de la ventana a la gente que pasaba
por la calle. Ustedes, dijo, son extranjeros. Del planeta Tierra, ¿no? Bien,
deben saber que nosotros, los de Moms, los nativos, nos hicimos muchas
ilusiones con ustedes los de la Tierra. ¡Pero mucha, muchísima! Por eso
nuestros científicos atrajeron el Centauro para que bajara aquí, desviándolo de
la ruta que llevaba, sabiendo que adentro iban muchos hombres y muchas mujeres.
Y, sobre todo, mucha gente joven. Si, lo sabíamos, acá nuestros científicos
llegan a saber todo. De la Tierra, pero también del resto del Universo.
Si ¿y?, preguntó
Melissa, cansada de tanto preámbulo. La doctora entonces se dio vuelta, apoyó
las manos sobre el escritorio y le dijo, mirándola a los ojos: ¿Vos sabés cuál
es el gran problema de Moms? ¿No? Pues te lo digo: que hace años, muchísimos
años, que aquí no hay un alumbramiento. Somos todos viejos. Yo, así como ves,
ya voy a cumplir noventa. Entonces pensamos: no hay caso, somos nosotros, los
nativos, los que no podemos engendrar. Vamos a vivir para siempre, quizá hasta
el final de los tiempos, o vamos a morir viejísimos, pero no lograremos que
aquí nazca una criatura, que una mamá amamante su bebé, que haya pibes jugando
en los parques. ¿Y la solución, entonces, cuál es, nos preguntamos? Hicimos
asambleas, se publicaron artículos, se escribieron libros… La solución,
concluimos nosotros, a través de quienes nos gobiernan, es atraer parejas de
otras galaxias, para que procreen acá. Nuestros científicos estudiaron el tema
y de pronto, la gran oportunidad: una nave carga de terráqueos, de hombres y
mujeres, había partido de la Tierra y se dirigía a poblar otro planeta. ¿Por
qué no desviarlo, se dijeron nuestros técnicos, si podemos hacerlo? Y una vez
acá, que sean la base de la nueva población de Moms, trayendo chicos al mundo.
Y lo hicimos. Los trajimos a ustedes, llenos de ilusiones. Pero, y acá el
rostro se le ensombreció, ya ven, no pasó nada, ni con los que vinieron antes y
que sólo nos dejaron el horrible juego ese del fútbol, ni con ustedes. Tampoco
con ustedes.
Se produjo un
largo, larguísimo silencio y al final la doctora recuperó el habla y dijo, como
pensando en voz alta: No, es evidente que hay algo acá, en el aire, en el agua,
tal vez en las plantas, o acaso sea por efecto del sol, pero lo cierto es que
hasta ahora ni nosotros, los nativos de Moms, ni ustedes, los que vienen de
otras galaxias, conseguimos reproducirnos. Ni, creo ya, lo conseguiremos nunca
jamás. ¿Y saben cuál es la única y ridícula esperanza que nos queda? No, ya la
cosa no es con ustedes. Ya no esperamos que traigan pibes a Moms. Ahora hay
unos científicos, allá, en el norte de nuestro planeta, una zona casi
despoblada y de clima cambiante, que están trabajando ¿a que no saben en qué?
En fabricar, si, como lo oyen, en fabricar, aunque ésa acaso no sea la mejor de
las palabras, bebés a partir de ciertas sustancias que han encontrado en el
suelo, mezclada con esperma y no se qué más. Y allí, en ese experimento loco,
insano, reside ahora toda nuestra esperanza de volver a ver niños en Moms..
La doctora,
finalizada su revelación, miró largamente a Melissa y se abrazó a ella y le
habló al oído. ¿Feo, muy feo lo que te conté, no es cierto? Perdón entonces. Lo
siento. Y ya en la puerta del consultorio, ya repuesta y con una sonrisa algo
forzada, les recomendó: ¿Quieren un consejo, ya que aquí no puedo hacer nada
por ustedes, ni seguramente querrán tener un bebé prefabricado? Vuélvanse a su
tierra, que aún son jóvenes. Moms, concluyó con un largo suspiro, no creo que
ya sea nada más que el planeta de los viejos. Hasta el final de los tiempos.
La vuelta
Melissa y Steve,
tomados de la mano, deprimidos, en silencio, se encaminaron hacia la casa en la
que vivían. Y allí se recluyeron, ella para hacer unos scons, en silencio y
mirando TV y él intentando, como cada vez que tenía un momento libre, ampliar
el repertorio del cantor francés. Al rato los atrajo un ruido que venía de la
calle y lo que vieron no lo podían creer. Era indudable que las noticias
corrían rápidamente por ese vecindario. En el jardín de la casa unas mujeres se
habían detenido y emitían algo así como un rezo, mientras sostenían unos
arbolitos de papel o de tela, pidiendo el milagro de que Melissa quedara
embarazada. Así estuvieron durante un buen rato y al fin se alejaron de allí,
pero dejando esta suerte de ex votos
prodigiosos, destinados a la dueña de casa.
Meses después,
cuando nada había cambiado en sus vidas, Melissa y Steve se largaron a caminar,
sin hablar, cada uno enfrascado en sus propios problemas: ella, en el embarazo
que no se producía; él, en la resistencia de la voz del Zorzal a acoplarse a
las nuevas canciones.
Caminaron y
caminaron, mucho más de lo que solían hacerlo, Y de pronto, como si se lo
hubieran propuesto, se encontraron en medio del campo en el que se había depositado
el gigantesco Centauro, que nadie vigilaba y parecía condenado a herrumbrarse
allí, a la intemperie. Dieron vueltas alrededor de él, tomados de la mano y
finalmente Steve le propuso a su mujer: ¿Qué te parece si subimos? ¿No querés
ver en qué estado se encuentra? Ella aceptó y treparon por la escalerilla;
abrieron, sin ninguna dificultad, la portezuela e ingresaron a la nave. Desde
adentro impresionaba aún más que desde afuera. El interior era inmenso, capaz
de alojar, como lo había hecho, a centenares de tripulantes. Y la cabina de
mando asustaba por la complejidad de los instrumentos que contenía. Steve dio
con el tablero de las luces, las encendieron y recorrieron curiosos y
nostalgiosos las entrañas de esa fabulosa ballena fabricada en la Tierra con metales
extraños y complejas tecnologías. Él se animó a pulsar algunos botones en la
cabina, tras sentarse en el lugar del comandante de la nave y concluyó: Una
cosa puedo asegurarte: tiene combustible. Se ve que los de Moms, dedujo riendo,
por las dudas de que nos tuvieran que expulsar de nuevo, lo aprovisionaron. Y
continuó pulsando botones y moviendo palancas, como un chico curioso. Todo está
bien, todo funciona, dedujo. Y se animó a más. Marcó la clave que recordaba en
el tablero virtual y apareció, como si se tratara de un simple GPS, el
recorrido que debía conducir a la nave nuevamente a la Tierra. Se miraron
largamente, entendiendo lo que iba en esa mirada. Ella, al fin, dijo: No
podemos. Tendríamos que avisarles a Dan y a Karl. Vamos, nena, le respondió
Steve sonriendo, ellos no tienen el problema que tenemos nosotros. Ellos no
esperan tener un pibe. Volvieron a mirarse, como sintiendo pena el uno del otro.
Qué dilema el nuestro, dijo él finalmente. En nuestro planeta asesinan a los viejos y en éste, donde los viejos
apuntan a la eternidad, no consiguen que nazcan pibes. Ella asintió con la
cabeza y agregó: Qué lastima, ¿no?, acá todo es tan lindo, tan perfecto, hay
tanta paz, tanta belleza. Si, pero no creas, le dijo él. Yo a veces extraño. ¿Y
sabés qué extraño? Te va a parecer mentira, pero extraño el Colossal. Tan
grande, con todo tan a mano. Y si tenemos un pibe, seguro que conseguimos que
nos den un departamento más grande. El de cuarenta metros o, tal vez, se
ilusionó hasta el de setenta y cinco. Si, le respondió entonces Melissa, pero
primero nos van a condenar vaya a saber cuántos años en la cárcel, por haber
robado el Centauro. No, la tranquilizó él. ¿Quién era el capitán? Hickock. ¿Y
entonces? Nos van a recibir como héroes. Ya vas a ver.
Ella prefirió no
responderle y caminó hacia el interior de la nave. Acá hay comida, dijo. Y agua
en los tanques (la probó), bien conservada. ¿Y por allí, le gritó, cómo andan
las cosas? ¿Los instrumentos funcionan? Él se sentó en el puesto de mando,
observó con detenimiento los diferentes botones, luces y palancas que tenía aquel
complejísimo tablero de mando y luego de comprobar, someramente, que todo funcionaba,
le respondió, también a los gritos: ¡Esto parece más fácil de manejar que tu
auto alemán! Para poner el Centauro en marcha bastaba con bajar una palanca y
apretar un par de botones. Y para que el cohete se orientara hacia donde ellos
quisieran, el procedimiento era aún más sencillo, ya que era suficiente con
señalarlo en el GPS. Así, tanto partir como llegar se convertía en un trámite
sencillo, salvo, claro está, que se les cruzara algún meteorito traidor.
Volvió a
dirigirle una larga y prolija mirada a los mandos. Por fin, convencido de que
no era tan complejo como parecía, tomó una gorra que había por allí, se la
calzó hasta las orejas y, como si se tratara de un chofer de taxi, le preguntó
a Melissa, que ya estaba otra vez a sus espaldas, curioseando: ¿Dónde la llevo,
señora? ¿Marte?, ¿Venus?, ¿la Tierra?, ¿el Colossal?.. Y puso a rugir los
motores. En la ciudad debían haber adivinado que se iban, porque allí, en la
pista, ya había un montón de nativos despidiéndolos y agitando, como
banderitas, arbolitos de tela y de papel.
Menos de un año
después, tras un viaje sin tropiezos, estaban otra vez en la Tierra. Al
descender del Centauro en brazos de su mamá el pibe, Carlos Romualdo, estaba
por cumplir dos meses y berreaba como un condenado.
- FIN-