martes, 23 de abril de 2013

HISTORIAS DE BARRIO Durante la Segunda Guerra Mundial eran pocos los hogares de la clase media argentina a los que el kiosquero del barrio no les llevaba, cada mes, un ejemplar de Selecciones del Reader´s Digest. La gran oportunidad de disfrutar las heroicidades de los soldados aliados, sufrir por las atrocidades cometidas por los nazis, asombrarnos de lo estúpidos que eran los japoneses y enterarnos de lo macanudo que podía llegar a ser el Tío Pepe Stalin. Pero además de leer todas las historias de guerra y los chistes, yo no me salteaba jamás la sección "Mi personaje inolvidable". En la que un tipo evocaba a alguien que le había dejado alguna enseñanza o algún ejemplo perdurable y constructivo, como lo exigía la moral de aquellos tiempos tan terribles como inocentones. Pues bien, ya en el debe de la vida, he descubierto que yo también tengo mi personaje inolvidable, aunque tal vez no encaje en el molde de los de Selecciones. Era una mujer vieja, alta y flaca, de la que ni siquiera recuerdo su nombre. Pero que fue la que me introdujo a mis 18 años, jactanciosos y escépticos, en el mundo inquietante de lo que es inexplicable para la razón. Corría el año ´49 y yo no era más que un adolescente a la deriva. No había terminado la secundaria, lo que significaba que tampoco me había embarcado en una carrera terciaria, como la mayoría de los amigos de mi clase. Ni trabajaba en un taller o en el comercio, como lo hacían mis vecinos más pobres. Mi madre le reprochaba a mi padre: "Si no fuera por vos, éste hubiera terminado el bachillerato". Éste naturalmente era yo y, en lo que concierne a mi padre, seguramente tenía razón. Mi viejo, agnóstico de visita mensual a la Virgen del Carmen, poeta en retiro efectivo y diplomático jubilado, estaba convencido, a esa altura de su existencia y de su circunstancia, que la vida no es más que una aventura personal y que su hijo ya estaba en edad de hacerse cargo de la suya. Por lo que yo me remitía a leer todo lo que encontraba en la biblioteca de casa (donde abundaban los autores franceses, como Daudet, Flaubert, Benjamin Constant, Jules Renard, Volney, Stendhal, Fontenelle, Anatole France), escuchaba tangos por Radio del Pueblo y dibujaba. Y fue debido a esto último, a mi supuesta habilidad para dibujar y pintar -recuerdo a las tías que no cesaban de alabar mi talento- que un buen día, cansado tal vez de vagar los siete días de la semana, acepté la sugerencia de inscribirme en una academia y desarrollar mis dotes. Mi padre, no sé si por las referencias o por la cuota, eligió para mí una academia que funcionaba en un viejo edificio de la avenida Entre Ríos, cerca del Congreso, en la que algo tenían que ver los socialistas y los republicanos emigrados. La casa era fea y las aulas grandes, frías y mal iluminadas. Todo tenía allí un aire marchito, lo que incluía a mi profesora, una mujer más que cuarentona, amante, se decía, del pintor catalán de la clase de enfrente. Aquel primer curso reunía unos quince alumnos, de todas las edades y condiciones. La tarea se desarrollaba frente a un tablero donde plantábamos, con chinches, unas grandes hojas blancas. Y durante una hora, bajo la dirección distraída de la profesora (que de vez en vez cruzaba el pasillo para ir a charlar con su amor otoñal), tratábamos de reproducir con carbonilla algún objeto de yeso colocado sobre una mesa (un jarrón, una vaca, la máscara de Julio César). Después de dos o tres sesiones se daba el trabajo por terminado y se procedía a fijarlo, soplando sobre la superficie una sustancia que, por bien que se hiciera, siempre dejaba todo amarillo. A mi derecha, en el tablero de al lado, se sentaba una señorita correntina que me doblaba en edad. Era muy sonriente y hasta diría que no era fea, pero yo no sólo la veía como a una vieja, sino que no se parecía para nada ni a Lana Turner ni a Ana María Lynch. A pesar de ello, sin dejar de dibujar, charlábamos durante toda la clase y al cabo de dos o tres semanas ya se podía decir que, aunque no nos tuteáramos (no se utilizaba por aquellos años), ya éramos amigos y ella me permitía que, al retirarnos, la acompañara hasta la parada del 39, que la llevaba a Palermo. Pero la sorpresa me la deparó apenas un mes más tarde, cuando me invitó a tomar el té el domingo siguiente. Mi imaginación adolescente voló al recibir esa invitación, pero una vez en su casa -en realidad una pensión, en la calle Santa Fe, donde vivía con su madre- advertí, desilusionado, pero también aliviado, cuál era su propósito. Lo que la había atraído de mí no era más que mi racionalismo descreído y militante. Por lo que aquella tarde, de té Mazawattee acompañado de galletitas surtidas Bagley, servido en silencio por su mamá, se empeñó, inútilmente, en lograr mi conversión. Mientras que yo, entre asombrado y divertido, descubría a mi vez en ella un espécimen con el que hasta entonces nunca me había topado. Una católica de misa diaria, retiros espirituales y días dedicados a tomar nada más que caldo de zanahorias (lo que supongo sería una alternativa light a la flagelación), que también estaba convencida de que, práctica y convicción mediante, era posible convocar a los muertos y servirnos de sus consejos. Agotadas las galletitas, frío el resto del té en la tetera gorda y cubierta por un bordado de lana, me levanté para despedirme. Me bastó su mirada para saber que ella no se daba por vencida ni iba a renunciar así nomás a las indulgencias que le proporcionaría mi conversión. Y tras cartón, casi desafiante, me hizo un pedido inesperado: que la próxima vez que nos viéramos le llevara algún objeto de mi padre. Sin conocerlo, a través de lo que fuera, podría decirme cómo era y qué le esperaba. Me volví en el 41 para Caballito y durante todo el trayecto estuve cavilando sobre qué hacer. Pero el martes, cuando volvimos a vernos en la academia, dejé obedientemente en sus manos un pequeño peine de bigote que mi viejo ya no usaba porque se lo había afeitado. Me extrañó que a pesar de que podría haber interpretado mi gesto como una claudicación, jamás me volvió a hablar del tema y, lo que es peor, tampoco me devolvió el peine. Lo que me produjo cierto desencanto: o había dejado de interesarle o, como lo sospeché el año siguiente, cuando murió mi padre, esta bruja lo sabía y no se había atrevido a decírmelo. Pero de cualquier modo se había salido con la suya: había conseguido conmover mis más fuertes convicciones. El segundo capítulo lo puso en marcha también mi amiga correntina, al conseguirme un empleo. Pero no un empleo cualquiera. Como le mencioné varias veces que quería trabajar, con lo que disimulaba un poco el placer que me causaba no hacerlo, un día me dio la dirección de una señora. Había sido la directora del colegio donde ella ejercía de maestra, en Corrientes y por esos días andaba buscando a alguien que supiera escribir a máquina, para pasarle unos originales. Se trataba de un conchabo de unas pocas horas diarias, dos o tres días a la semana. Y así fue como pasé de esta resistida introducción al mundo de lo sobrenatural, a una experiencia mucho más profunda y turbadora, como que hasta hoy me tiene perplejo. Quien habría de ser mi empleadora vivía en una de las casas baratas de Caballito sur. A primera hora de la tarde, como habíamos convenido telefónicamente, me detuve ante su puerta y toqué el timbre. Me abrió la puerta una jovencita de no más de 13 años, flaquita, feúcha, que me miraba de soslayo y que, tras dejarme en el hall, se asomó a la escalera y gritó: "¡Abuela, llegó el muchacho que esperabas!" Después se escabulló y la oí desplegar escalas en un piano que alguien, con una acento muy extraño, acompañaba cantando: "Do, re, mi, fa..." Me asomé, intrigado, a la sala, y la vi, a ella, sentada frente al piano y a su lado, una enorme cotorra en su percha, que seguía cada nota con su vocecita estridente. La chica me miró y me sonrió pícara por primera vez. Sin duda, era su número favorito y lo desplegaba ante los visitantes novatos. Cuando bajó la dueña de casa quedé impresionado. Detrás de sus gruesos anteojos de miope, brillaba una mirada penetrante; además, cuando le di la mano, la tomó entre las suyas y así la tuvo, un buen rato, como si también me examinara a través de la piel. Después me explicó brevemente lo que esperaba de mi, me dijo lo que me podía pagar -que era muy poco- y me llevó, escaleras arriba, hasta una habitación en la que había una mesa, unas pocas sillas, unas estanterías con libros, un gran armario que encerraba vaya a saber qué trastos y una vieja Underwood. Mi trabajo era sencillo. No bien llegaba se reunía conmigo en aquel cuarto y me daba unas cartas manuscritas para que se las pasara a máquina y que algunas veces volvían a mí con nuevas correcciones. A medida que charlábamos me fui enterando que se había jubilado como directora de una escuela de Goya, que era viuda, que su hija había muerto de cáncer dejándole a la nieta de pocos años y que su yerno, un atorrante, no había vuelto a aparecer por allí, lo que atribuía a su insensibilidad, a que se había juntado con otra y a que le había llevado todos sus ahorros. En esa situación crítica parece que se puso a pensar en qué podía hacer. Y no se le ocurrió nada mejor que tratar de crear un sindicato de maestros opuesto al oficial. Lo que era todo un atrevimiento y hasta una aventura peligrosa en aquellos tiempos en que el peronismo era amo y señor de los gremios. La forma de hacerlo y de ahí mi cometido, era enviar cartas con su propuesta a centenares de maestros del interior, lo que, a juzgar por las contadas respuestas que obtenía, no le estaba dando resultados. Pero al tiempo de estar allí me fue fácil advertir que no sólo se ocupaba de la sindicalización docente. A menudo, cuando yo estaba peleando con la Underwood, ella ingresaba a la habitación con alguna mujer y me pedía que me alejara por una hora. Que a veces podían ser dos. También descubrí, un día que no tenía nada que hacer, hurgando en el armario, una extraña caja de madera de la que salía, de un lado, un cable eléctrico que remataba en un enchufe y del otro, dos cables insertados en sendas anillas de metal. Me resultó fácil deducir que en su interior había un transformador para que quien lo usara pudiera darse, sin riesgo, baños de electricidad. Y un día que esperaba en el hall que terminara una consulta vi llegar, en un Buick negro con chofer, a una anciana muy bien arreglada, de sombrerito con tul y tapado de piel. La nena la hizo entrar, se sentó a mi lado y no bien nos presentamos comenzó una interminable alabanza de mi empleadora. “Desde que murió mi hijo –me confesó- yo no podía dormir. Por suerte una amiga me dio la dirección de esta señora y desde entonces duermo como un niño toda la noche. ¿Sabe qué me dijo que hiciera? Que al ir a acostarme agarre un terrón de azúcar, de esos que vienen en pancitos y escriba mi nombre en cada una de sus caras. Y que después lo ponga bajo la almohada que me hará dormir. ¿Y quiere creer que eso fue santo remedio?” A partir de esa revelación ya no me quedaron dudas de que me hallaba al servicio de alguien así como la Madre María del barrio. Y cuando una tarde a solas, mate de por medio, le dije lo que me había contado aquella mujer tan paqueta, lo admitió y ya en tren de confidencias, pasó a narrarme la fantástica historia de su conversión, de mujer común, a otra con dones sobrenaturales. Todo le había ocurrido después de sufrir tantas desgracias, como si el Señor hubiera querido compensarla. Un día, que estaba sola en su casa, sintió que alguien –ella creía que un ángel- se apoderaba de su brazo derecho, la forzaba a buscar un lápiz y un cuaderno y a escribir un largo dictado, con una letra distinta a la suya, en el que le avisaban que a partir de entonces tendría una misión sobre la Tierra. Con poderes para sanar, calmar dolores, consolar a los afligidos y hasta para vislumbrar algo de los sucesos futuros. Después, todo siguió un orden natural. Primero vino uno, luego otro, se corrió la voz, primero en el barrio y luego en otros barrios y ya tiene un montón de gente que la busca para que la aconseje en problemas de salud, de familia o de los nervios, como la anciana del pancito de azúcar. Mientras chupaba de la bombilla sin dejar de mirarla, no cesaba de preguntarme si lo que tenía delante era una loca de remate o una charlatana que vivía de sus supercherías y de la ingenuidad de otras viejas. Por lo que, ya fuera un caso como el otro, pensé en ese mismo momento, lo más sensato era dejar aquel empleo antes de que apareciera el autito de la policía y terminara, como cómplice de esta mujer, estampando mis huellas dactilares en la seccional más próxima. Pero al mismo tiempo, cosas de la sugestión, traté de evitar estos pensamientos, no fuera a ser que me los estuviera leyendo. Por lo que no bien hizo una pausa le pregunté si también tenía premoniciones. No me respondió enseguida, revoleó los ojos hacia aquí y hacia allá y por fin los detuvo para mirarme fijo y profundo, como sólo ella era capaz de hacerlo. Y entonces me dijo: “Varias, varios presagios cumplidos. Pero ahora le haré uno que usted no se olvidará. Eva, Eva Perón ¿comprende?. Esa mujer tiene los días contados”. Y señalando hacia lo más alto, con la cabeza y con la mano, involucrando sin dudar al mismo Dios en su vaticinio, me dijo, con terrible seguridad: “Ella, aún no lo sabe, pero ya está señalada desde arriba”. Eva Perón tenía entonces nada más que 30 años, estaba en su apogeo, apenas dos años atrás había hecho una brillante gira por Europa, su popularidad rivalizaba con la de su marido y habría que esperar un año, enero del ´50, para que después de una operación de apendicitis que le hiciera el doctor Ivanissevich, comenzara a rumorearse que padecía de cáncer. Pocos días después de aquella reveladora conversación, renuncié. Y en cuanto a la profecía, reconozco que entonces no me impresionó porque consideré que estaba inspirada, más que en dictados sobrenaturales, en la bronca que sentía por Perón, su mujer y todo lo que oliera a peronismo. Por eso creo que no volví a pensar en ella hasta aquella noche del 26 de julio de 1952, cuando, acudiendo a una cita en el centro en el tranvía 86, advertí que a medida que aquella carrindanga avanzaba por la avenida Corrientes, las luces de los negocios se iban apagando, se bajaban las cortinas, se cerraban las puertas y la gente, casi en medio de las tinieblas (vivíamos en sempiterna crisis eléctrica), ganaba en tétrico silencio las calles. Eva Perón tenía efectivamente los días contados y había muerto a las 20 y 25 de aquél día. Yo también, me bajé del tranvía y me puse a caminar de vuelta al barrio para ventilar un poco mi perplejidad. Ignoro qué habrá sido de esa mujer, de su nieta, de su cotorra y de la correntina aquella que se quedó con el peine de bigote de mi padre. Pero si aún hoy sigo recordando aquellas historias marchitas, no creo que sea por otra cosa que porque me ha quedado la sensación de que entonces rocé misterios a los que no volví a tener acceso. Que tal vez haya perdido una oportunidad que se debe dar pocas veces en la vida de un tipo y que, salvo que el ángel de aquella vieja se acuerde de mi, me quedan pocas chances de que se me den de nuevo.

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