martes, 12 de febrero de 2013

Piedritas

Piedritas

El cabo primero Vidales se desprendió del grupo y saltando ágilmente los charcos, porque llovía a mares, se metió en la oficina. Pero no había terminado de sacudir los pies y de estrujar el birrete cuando el soldado oficinista, sentado frente a su Remington, le advirtió: “Cabo, lo siento, pero me dijo el sargento Pinoli que no le dijera nada”. El cabo le echó una mirada fulminante. “¡No le habrás dicho!...”, le gritó en tono amenazante y mirándolo atravesado con sus ojitos de indio. “¿Y por qué no se lo iba a decir?”, respondió el soldado, con su mejor cara de otario. El cabo no le respondió. Se echó sobre él, lo agarró de la cabeza, lo levantó como se levanta un trapo y cara a cara, echándole su aliento a mate cocido, le preguntó: “¿Qué te pasa a vos? ¿Te estás haciendo el idiota, porteñito de porquería? Decime la verdad. ¿Le dijiste?... Espero que no, porque si le dijiste…” Y su voz adquirió un tono inocultable de amenaza. El soldado, ante esa reacción, aflojó. Y tratando de librarse de las manazas del cabo, mientras hacía un esfuerzo por sonreír, le respondió: “Pero no, cabo. ¿Cómo imagina que se lo iba a decir?… Era una broma, nada más”. Vidales lo soltó y hasta celebró con una sonrisa la picardía de su subordinado. “Había resultado pícaro el porteñito, ¿eh?”, comentó más calmo y ayudándolo a volver a su asiento. “Así que no le dijiste ¿no? No, si yo sabía que eras vivo vos. Uno de los pocos porteños vivos que conozco”. Y enseguida, luego de palparse los bolsillos, le pidió al soldado un cigarrillo. Y ya con el cigarrillo encendido y caminando por la oficina, pasó a explicarle, lo más convincente que pudo: “Vos sos muy curioso, como todos los porteños, pero te lo voy a decir porque vos sos un buen soldado y te has portado bien. No como todos esos porteños compadritos que ya andan de melena y ni saludan en la calle. Pero vos tenés que saber que harías mal en decirle a Pinoli eso, que yo pregunto cuándo está de guardia. Porque lo único que quiero saber y esto entendelo bien, es cuándo le toca a él para no coincidir. ¿Y por qué? Por una sola razón: porque nos llevamos muy mal desde un día que nos peleamos. Y entonces, mejor que no coincida otra vez con él, porque seguro que terminamos a los golpes. Por eso nada más. Bueno, terminó el cabo Vidales dejando caer el pucho al suelo y pisándolo con sus botas mojadas, ¿ahora me vas a decir cuándo está de guardia?” Para el soldado estuvo claro que esa explicación era mentira, pero como temió que Vidales volviera ponerse violento, le dio la información y el cabo lo dejó solo. Y con la duda aún dentro del pecho, se puso a hacer su tarea, que no era otra que el listado de los que habrían de estar de guardia al día siguiente. Escribió con la Remington: Oficial de servicio, teniente primero Mora; Jefe de guardia, sargento primero Pinoli; sargento de cuarto… En ese instante le pasó por la cabeza la idea de poner también a Vidales en esa guardia. Pero el recuerdo de la garra del cabo lo disuadió. Desechó esa idea pero la reemplazó de inmediato por otra. ¿Qué pasaría si en lugar de poner a Pinoli en la guardia del día siguiente, como le había dicho a Vidales, lo incluía en la de dos días después, sin avisarle? Al fin, ¿dónde estaba escrito que tenía la obligación de hacerlo? Pasaron dos días. El soldado, en la oficina del cuartel, estaba nervioso. Le parecía que esa tranquilidad de que gozaba no podía ser normal. Se puso a trabajar y fue entonces cuando, mirando más allá de la Remington, advirtió que el sargento primero Pinoli se acercaba con un grupo de relevo por la calle principal. Lo observó largamente tratando de sacar algo de aquel rostro gordinflón y de aquella actitud pachorrienta. Pero la observación no le dio ningún resultado. El sargento, al pasar, lo saludó con un gesto corto y amable y prosiguió su camino. Por fin, era ya casi mediodía, se cansó de esperar alguna consecuencia de lo que había hecho, pensó que ya nada podría pasar y se disponía a salir cuando una mano de hierro lo atenazó y lo levantó de la silla. ¡Carrera maar…! Al campito, ¡ya! Y allí fue nomás, lo mismo corriendo que saltando, saltando que arrastrándose, siempre con la voz agria de Vidales detrás. Persiguiéndolo, no dándole ni el menor descanso, haciéndole dar de narices contra el suelo, hacer salto de rana, arañarse las manos, destrozarse la ropa, quedar sin aliento. Pero eso fue nada más que el principio. Ya en el campito, que estaba embarrado, la cosa fue aún peor. Debió arrastrarse, hacer salto de rana, sumergirse en los charcos y brincar. Y al fin de un tiempo interminable, de pronto, así como había empezado, le gritó, por última vez: ¡firme recluta! Y sin darle ninguna explicación, así, como cesa una tormenta, de golpe, dio media vuelta y se marchó. Y allí se quedó un buen rato el soldado, golpeado, extenuado, embarrado dolorido y viendo nomás cómo el cabo se alejaba a paso vivo, sin dirigirle siquiera una mirada. Cuando pudo reaccionar, levantó la vista y, para su sorpresa, lo vio, allí, frente a él, al sargento 1º Pinoli, con su sonrisa bonachona. “Este Vidales, le comentó compasivo y palmeándolo, es un burro, una bestia, un mal tipo. Perdónelo soldado, total usted ya se va de baja”. Y no sólo lo consoló. También se acercó a él, lo ayudó a sacudirse el uniforme y, cuando lo vio restablecido, le comentó: “Paciencia soldado, qué le va a hacer, este Vidales está cada vez más loco. Y se porqué se lo digo”. Y como el soldado lo mirara extrañado, el sargento 1º lo tomó de un brazo y mientras se encaminaban juntos hacia las oficinas del cuartel, le fue contando. “Si soldado, este pobre hombre ha perdido la chaveta, así como lo oye. Si, anoche mismo tuve la prueba, una prueba más por si faltaba. ¿Sabe lo que pasó?  No lo va a creer soldado. Le cuento, pero usted, por favor, no se lo cuente a nadie. Bueno, usted sabe que vivo aquí cerca, en el barrio de suboficiales. Y anoche, ya serían más de las diez, casi las once, estábamos durmiendo lo más tranquilos, cuando sentimos que algo golpeaba la ventana. Mi mujer se despertó, pero quedó muda del susto, porque no dijo nada. Pero yo también me había despertado. Entonces hice lo que tenía que hacer: levantarme de la cama para ver quién era el idiota que estaba arrojando piedras. Y mi mujer que no, que cuidado, que esto, que aquello. Y aunque estaba a punto de llorar de miedo, fui hasta la ventana, la abrí de par en par ¿y a quién veo allá abajo recogiendo piedritas del suelo? ¡Al loco este! ¡A Vidales! Que cuando me vio aparecer se quedó duro y mudo como una estatua. Yo le grité: ¿pero qué hace cabo tirando piedras a mi ventana? ¿Está loco? ¿O está borracho? No se qué excusa balbuceó, qué dijo, pero estaba claro que el hombre había tomado de más. Porque ni me contestó, balbuceó algo que no le entendí, hizo la venia y se fue corriendo a los tumbos, vaya a saber adónde”. El soldado se detuvo y tomando del brazo al sargento 1º le preguntó: “Perdón,  ¿y su señora, cómo reaccionó?” “ Pobrecita, le respondió Pinoli reiniciando la marcha, ¡ni se imagina! ¡Se pegó tal susto que la tuve toda la noche llorando! Le digo más, esta mañana todavía le duraba el tembleque”. El soldado volvió a la oficina y se sentó un largo rato frente a la Remington, sin tocar una tecla. Después se levantó, se dirigió a la oficina de su superior, el teniento 1º Martínez y le pidió, por favor, que le dieran otro destino.

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