viernes, 22 de febrero de 2013

Adolfo, el de las bromas pesadas Mi nieto Lucas, que andará por los diez o los once años, debe haber estado hurgando en mi colección de “Selecciones”. Porque el otro día, cuando me estaba afeitando, me preguntó: “Abuelo ¿vos también tenés algún personaje inolvidable?” Lo miré un rato al mocoso sin saber qué contestarle y al final, para sacármelo de encima, le dije que sí, que tenía uno, que después, cuando terminara de rasurarme le iba a contar, confiando en que algo se me habría de ocurrir. Lo que no fue necesario porque se puso a jugar con la computadora y se olvidó de su abuelo y de lo que le había prometido, para entregarse a una lucha a muerte con unos muñecos virtuales verdaderamente feos y malos. Pero esto me dio ocasión de rebuscar en mi memoria y reconocer que, efectivamente, tengo mi personaje inolvidable. Y no precisamente porque haya sido un ejemplo para nadie, ni un ser maravilloso, como los de “Selecciones”. Lo traté en la adolescencia y desde entonces no he sabido de otro tipo más ingenioso que él a la hora de urdir maldades y de hacer bromas pesadas. Por lo que pienso que si alguien no lo liquidó de un tiro o terminó linchado por el vecindario, tal vez haya llegado a viejo hecho una celebridad. Acababa yo de cumplir los 17 y me aprestaba a iniciar el quinto año del nacional, cuando a mi padre, que andaba flojo de trabajo, le salió uno muy particular: administrar un campo. Pero no aquí nomás, en la provincia de Buenos Aires, sino bien al norte, en el Chaco, en esa zona caliente, húmeda, donde una temporada llueve como para ahogarse y a la siguiente hay una sequía espantosa; mal de caminos y floja, muy floja de colegios. Lo que se constituyó en el principio de todo lo que vendría después. Porque en el pueblito al que tenía que ir a parar la familia, ya que el campo no tenía casa, había, mal que mal, una escuela. Por lo que mi hermanita, que por entonces andaba por el quinto o el sexto grado, no habría de tener problemas. Pero yo si. Y entonces a mi viejo no le quedó otra que aceptar que la familia se dividiera: ellos tres, en el pueblo y yo en la capital de la provincia, solo, en una pensión, para cursar el quinto año del nacional, separado por más de cien kilómetros de tierra de la familia. Cuando los vi alejarse, en el viejo Ford 47, con mi mamá asomada a la ventanilla, secándose las lágrimas con un pañuelo, y a mi hermanita saludándome desde la luneta trasera, el corazón se me encogió. Pero mucho peor fue cuando me vi a mi mismo, solo por primera vez, en aquella pieza de la pensión del turco más miserable que habría de conocer en mi larga vida. Una pieza espartana, que por todo mobiliario tenía una cama de hierro, una mesita de luz que amenazaba tumbarse, un roperito destartalado, una silla y una mesa insignificante. No tenía baño, por lo que había que hacer turno ante el que estaba en el pasillo para bañarse y demás necesidades. Pero sí había en la pieza una pequeña pileta con una única canilla. Pero la primera y única vez que acudí a ella, en lugar de agua de allí salió un chorro espeso de barro, por lo que deduje que estaba de adorno, por más que el turco ponderara su presencia como un detalle inigualable de confort cuando nos alquiló la pieza. Además, la pensión estaba en un primer piso, sobre un cine. Así que tanto al atardecer como a la noche y en especial los sábados y los domingos, los gritos y las carcajadas de los espectadores y el parloteo en inglés de aquellas películas americanas en blanco y negro, no me dejaban ni dormir ni estudiar. Por lo que me iba a la calle, a una plaza, donde me comían los mosquitos. En el colegio no me fue tan mal como con el turco. Un poco porque eran buenos muchachos y otro poco porque al primero que me quiso cargar, porque era porteño, lo senté de culo embocándole un cross de izquierda. El golpe que mi viejo me había enseñado, tal vez porque se había comido muchos cuando practicaba box como aficionado. Y además, ese golpe tuvo otras consecuencias, aparte del prudente respeto por mi pegada: me atrajo la atención de quien era el líder virtual de la clase. Quien es hoy, de manera indiscutible, mi personaje inolvidable. Adolfo (yo creo que el nombre se lo puso el padre en homenaje a Hitler), de quien no daré el apellido, no sea que viva aún, era rubio, blanco, no muy alto y de ojos negros y achinados, resultado de la unión de un alemán con una paraguaya. Físicamente no tenía nada que lo destacara: no era el más fuerte, ni el más rápido y tampoco era el mejor alumno. Pero en lo que superaba a cualquiera de nosotros era en su don para ejercer, con toda naturalidad, la maldad y la picardía. Era el de las bromas terribles, como engomarle el asiento a la profesora de matemáticas, liberar en clase una víbora de aspecto siniestro o hacer estallar un petardo en medio de una procesión. Y era también el tipo ingenioso, el que era capaz de arreglar cualquier cosa, desde una radio hasta un reloj, el que sabía de autos y de máquinas y el que se desvivía por estar al tanto de todos los adelantos que se producían en el mundo. En la casa de su padre, un alemán corpulento, malhumorado y panzón, fue que vi por primera vez un tocadiscos con cambiador automático y un grabador Geloso a cinta. Y precisamente estos dos aparatos resultarían clave para que Adolfo el maldito consumara la obra maestra de su ingenio perverso. Los primeros fines de semana en aquel pueblo grande fueron profundamente tediosos. Una de las pocas diversiones a mi alcance era el cine, algo que para mi era como no salir de la pensión. Por lo que cuando Adolfo, sabiendo del aburrimiento que me consumía los fines de semana, me invitó a que compartiera un espectáculo que se daba todos los domingos al anochecer en la más importante confitería de la ciudad, acepté de inmediato. La denominaban algo así como “la noche de los aficionados”. Y allí, cualquiera que presumiera de cantor, de chistoso o de payador, podía contar con un escenario, un micrófono, un público resignado a divertirse con muy poco y hasta con la colaboración de un par de guitarristas (que calculo que estaban allí por la ginebra), dispuestos a arremeter con lo que fuera. Para lo que bastaba con darles el pie y ellos después se las ingeniaban, más o menos, para acertar con la melodía. Y así pasaban el cantor o la cantora de chamamés, de tangos o de boleros, el imitador de alguien de la radio, la recitadora y tantos otros a los que se aplaudía o se chiflaba, según el ánimo que imperase aquel día y la cantidad de cerveza ingerida por el respetable público. Nosotros, los del quinto año nacional, solíamos ir casi todos juntos y no a escuchar a nadie sino a reírnos de todos ellos, así fuera que los aplaudiéramos o los silbáramos sin conmiseración. Y la cosa hubiera seguido así, rutinaria, si no fuera que después de escuchar a un intérprete espantoso del repertorio de Gardel, un paisanote ya mayor que venía del interior de la provincia, Adolfo tuvo una idea de esas que sólo a él se le podían ocurrir. Un domingo, al cierre ya del show y con su mejor cara de tipo serio, se apersonó al paisano no bien éste bajó del escenario y luego de elogiarlo efusivamente le dijo, así, de caradura, que era su admirador y que quería tener un recuerdo de él. Y que como sabía que aún no había grabado ningún disco, él se proponía traer al boliche, el próximo domingo, su grabador Geloso, para tener para siempre el registro del cantor que admiraba. Al paisano, que apenas si tendría idea de lo que era ese aparato, la idea lo emocionó. Por lo que el encuentro terminó con un abrazo y con el pobre tipo firmándole una servilleta de papel a su admirador, como si se tratara de una verdadera estrella. Pero eso no fue todo. Ya se separaban cuando Adolfo volvió sobre sus pasos, como quien se ha olvidado de algo muy importante y le hizo un pedido personal: que el próximo domingo abriera su presentación cantando “Mano a mano”, que era la canción que más le gustaba de su repertorio. El paisano le dijo naturalmente que si y es seguro que esa noche, en su rancho, le habrá costado dormir sabiendo que tenía un fan como las estrellas del espectáculo y que su voz habría de ser grabada, como la del mismo Carlitos. Y llegó el domingo. A pedido de Adolfo e ignorando todavía lo que pensaba hacer, esa noche llegué temprano a la confitería y al primero que vi fue, precisamente, a él bajando un bulto y luego otro del Rastrojero de su padre. Uno no podía ser sino el Geloso. ¿Y el otro? Cuando se lo pregunté me hizo señas de que me quedara callado. Una vez adentro del boliche sacó el grabador de la caja, lo puso sobre una mesa, frente al escenario y lo enchufó, dejándolo listo para funcionar. Y luego, tras asegurarse de que nadie lo estuviera mirando, tomó la segunda caja y se dirigió con ella a un lugar que seguramente ya tenía pensado: detrás de unas plantas y a unos pocos metros del escenario. Allí puso una silla, abrió luego el paquete y sobre ella depositó el tocadiscos. Lo enchufó y, por último, colocó en el aparato, suspendido sobre el plato giratorio, un negro disco de vinilo de 33 rpm. Y sólo entonces, ya satisfecho de su labor, me dio las instrucciones. Cuando el paisano haya terminado de cantar, me dijo, yo me voy a levantar y me voy a colocar junto al Geloso, como esperándolo. Y cuando él haya bajado del escenario y venga hacia mi, vos te vas a venir hasta aquí, donde está el tocadiscos y vas a esperar que yo te haga una seña. La seña va a ser ésta (se rascó la oreja derecha) y cuando la veas, vos tenés que hacer solamente una cosa: mover esta perilla de aquí para acá. Nada más. La movés, te asegurás que el disco caiga y te venís enseguida con nosotros. ¿Y?, le pregunté, ¿qué va a pasar? Ya vas a ver, me respondió enigmático y se acomodó en la mesa más cercana al escenario aún vacío. Aquella noche el espectáculo transcurrió como siempre. Lo abrió una cantante folklórica, después un acordeonista que nos aburrió con marchas y chamamés, le siguió un prestidigitador al que se le caían las cosas, una recitadora, un dúo que no perdonaba ningún bolero, un cordobés realmente muy chistoso y, por último, el cantor gardeliano. Que, como ya nos había adoctrinado Adolfo, fue aplaudido por nosotros como si fuera el mismísimo Gardel redivivo. Pero además el hombre, emocionado, anunció que esa noche habría de esmerarse porque un alumno del colegio nacional lo iba a grabar, lo que provocó que se redoblaran los aplausos y los vivas. Y efectivamente, Adolfo se levantó de su asiento, se acercó al grabador y tras ponerlo aparentemente en funcionamiento, le hizo señas al paisano para que arrancara. Y este lo hizo, según lo convenido, con “Mano a mano”. Fue, seguramente, la presentación más larga, emotiva y aplaudida de su vida. A “Mano a mano” siguió “Lejana Tierra mía”, “Leguisamo solo” y hasta se atrevió con “Rubias de New York”. Y cada vez que concluía una canción le dirigía una mirada de inteligencia a Adolfo que este respondía con el pulgar en alto, como dando a entender que la grabación andaba de maravillas. Al fin, llegó el gran momento. Tras un aplauso cerrado y gritos de entusiasmo que encabezamos nosotros, los del quinto nacional, el paisano cerró su actuación, agradeció sacándose el chambergo y agitándolo como una verdadera estrella y, luego de saludar a los guitarristas que lo habían acompañado, se bajó del escenario y se dirigió hacia donde estaba Adolfo con su grabador. Adolfo me hizo un gesto y yo, obediente, me levanté y, tratando de pasar inadvertido, fui a cubrir mi puesto junto al tocadiscos. Y desde ahí, semioculto por las plantas, pude ver cómo Adolfo, luego de darle alguna explicación al cantor, se disponía a poner en marcha su fantástico aparato con el registro de la voz del cantor gardeliano. Todos los asistentes guardaron un silencio religioso. Iban a presenciar, por primera vez, el resultado de una grabación hecha en vivo, allí mismo, en la principal confitería de la ciudad. Adolfo se encorvó ligeramente y, con todo cuidado, como si estuviera realizando el acto más importante de su vida, puso en marcha el aparato y, a la vez, levantó su mano derecha y se rascó ligeramente la oreja. Entonces yo, de acuerdo con lo convenido, moví la perilla, el disco, hasta entonces en suspenso, cayó sobre el plato que ya giraba, se movió automáticamente el brazo con la púa y Gardel, el mismísimo Gardel, ganó el aire cantando aquello de “Rechiflao en mi tristeza, hoy te evoco y veo que has sido…” como sólo él podía hacerlo. En el salón se hizo un gran silencio; todos quedaron como en suspenso, momificados, lo que yo aproveché para correr hasta ponerme detrás de Adolfo que, con la cabeza agachada sobre el grabador, parecía seguir el paso de la cinta, mientras la voz del Zorzal se elevaba invicta, melodiosa, incomparable. Era una broma, una broma impar, pero sólo eso. Allí, en ese momento, todos deberían haber advertido el truco, el salón debió haberse venido abajo de la risa y el pobre paisano, burlado, enfurecido, debió quizá echarse al cuello de Adolfo con la sana pretensión de estrangularlo. Pero no, no ocurrió nada de eso. Lo que se produjo, tras elevarse la voz de Gardel, fue un gran, un enorme silencio, que casi podía palparse. Nadie se reía, nadie decía una palabra, todos estaban mudos, estupefactos. Todos los que estaban allí creían, como el paisano, que no era Gardel el que cantaba sino quien acababa de hacerlo en vivo. Y el paisano era el más sorprendido de todos. No sólo no podía apartar su mirada de ese aparato milagroso, sino que se mostraba cada vez más convencido y entusiasmado por esa grabación que creía que era la de su propia actuación. Y que esa maravilla musical partía de esa cinta que él veía pasar de un carretel al otro. Pero fue entonces que ocurrió lo impensado, lo terrible. Al paisano lo abandonó de improviso la sonrisa, comenzó a ponerse pálido, los ojos se le agrandaron, le brotó una lágrima, se pasó las manos por la cabeza, por la garganta y al fin exclamó, ya cayéndose al suelo, como fulminado: “Soy yo, soy yo, escuchen, como Gardel, como Carlitos, escuchen, escuchen, como Carlitos…” Y si los que tenía a su alrededor no hubieran atinado a sostenerlo, habría terminado yéndose de cabeza al suelo. Pero no le fue bien. Como no reaccionaba ni lo abandonaba una sonrisa seráfica que hasta entonces nadie le conocía, no quedó otra que llamar a un servicio de urgencia. Llegó una ambulancia, se hizo cargo de la situación no se si un médico o un enfermero y después de repetidos intentos de hacerlo reaccionar, el tipo tiró la toalla y con ayuda de varios de nosotros, se lo subió a la ambulancia y fue a parar al hospital. Al día siguiente, en el primer recreo, todo el quinto año se fue encima de Adolfo. Había corrido la versión de que el pobre paisano había muerto en la cama del hospital y yo, entre muchos otros, se lo reprochamos a los gritos. Pero él no se inmutó. Acabados los improperios y los empujones, llamó con un gesto a la calma, fingió una tristeza tan convincente que hasta los más alborotadores se condolieron de él y, luego de uno o dos minutos de un silencio muy pesado, dijo: “Muchachos, ya se, a mi también me dijeron que murió el pobre paisano. Pero piensen en esto: murió con una sonrisa. Y qué menos. Él, que cantaba para el carajo, se murió pensando que cantaba nada menos que como Gardel”. Ahí volvió el tole tole y no faltó quien lo quisiera golpear. Pero la cosa no pasó a mayores. A pesar de que, cuando el timbre ya llamaba otra vez a clase, se volvió hacia nosotros y, con su cara más seria nos preguntó: “Muchachos ¿no saben de alguno que tenga un yacaré? Lo convencí a un colono sueco que son más guardianes que los perros y me comprometí a llevarle uno”.

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