martes, 3 de septiembre de 2013

El primer descamisado Mucho, muchísimo antes de que alguien llamara descamisados a los proletarios seguidores de Perón, mi madre le había puesto así a José Bibolian. José, “el descamisado”, tenía por entonces como yo 9 o 10 años. Íbamos a la misma escuela, al mismo grado, a la misma aula y vivíamos en la misma calle Guayquiraró, en Caballito norte. Yo al 500 de esa calle, en la casa de mis padres, y él al 600, en un conventillo, a mitad de cuadra, frente al tétrico paredón del Hospital Durand. Esa parte de Caballito era por entonces, finales de los 30, el anárquico producto de loteos recientes. Casi todas las casas eran bajas y desde el balcón del primer piso de la mía, que era de las muy pocas de dos plantas, se divisaba la avenida Rivadavia. Había inquilinatos, casas chorizo, muchísimos baldíos y grandes potreros, como la cancha de Matos. Guayquiraró estaba asfaltada pero Acoyte, desde Neuquén hasta Díaz Vélez, era de tierra. Y allí fue, cuando la estaban asfaltando, que el papá de Rulito, entre la tierra removida por los trabajos de pavimentación, encontró la bola de piedra, aún con el surco en el que calzaba el tiento, de una boleadora, testimonio indudable de que por esos parajes habían andado los indios. Estoy seguro que a José (a quien nunca y no sé por qué, jamás le dijimos Pepe), nada de eso le importaba poco ni mucho. Vivía, con otros pobres tan pobres como él, en una pieza de ese conventillo con su madre. Sin padre, sin hermanos, solos ellos dos. Ella era una mujer alta –o al menos yo la veía así- seria y callada, de profundos ojos oscuros, siempre vestida de negro casi hasta los pies, con la cabeza también siempre tapada por una mantilla negra. Se ganaba la vida lavando ropa en el vecindario y alguna vez hasta la vi fregando la nuestra en casa, sin decir palabra, ni quejarse, ni reírse. A veces las Damas de Beneficencia se acordaban de ellos y de otros pobres y José se aparecía en clase o jugando en el potrero, con unas medias negras altas hasta más arriba de la rodilla, que las Damas obsequiaban a quienes poco o nada tenían. José no se parecía a su madre. Tenía cara redonda, ojos claros, pelo rubión; cabezón, de cuerpo menudo y piernas flaquitas. Y era un loco por el fútbol. Estaba siempre en la calle o en el potrero corriendo detrás de una pelota. Era temible, imbatible, en los cabeza a cabeza. Porque cuando la mayoría de los chicos desconocían la técnica y creían hacer las cosas bien tirando la pelota bien alto para despacharla hacia el arco adversario dándole un frentazo, confiando en la fuerza simple del rebote, él la levantaba apenas por encima de la línea de su cabeza y cuando bajaba giraba el cuello como un resorte y le daba un golpe furibundo con el parietal izquierdo que dejaba al adversario sin defensa o con las manos ardiendo. Cuando se armaban los picados su función era otra. Ya no era apreciado como el cabeceador letal, sino que su lugar, indiscutible, era el arco. Porque allí, dentro de ese límite marcado por cascotes, un buzo y una gorra o las zapatillas de alguno que prefería jugar descalzo (porque se sentía más cómodo o para administrar mejor su desgaste), José era una fiera. Arriesgado, ágil, intuitivo para adivinar adónde iba a ir la pelota, valiente para salir ante la entrada del forward o para descolgar un centro y resistir la carga alevosa de los adversarios. Y era por eso mismo que andaba siempre con la camisa afuera. Porque no bien volvía de la escuela no sé cuánto tardaría en dejar los útiles, sacarse el guardapolvo y comer lo que le habría preparado su madre. Al ratito nomás, a veces masticando un pedazo de pan, pelando una mandarina o chupando una naranja, José ya estaba en la calle buscando a quién tuviera una Pulpo de goma rayada de diez guitas, una Pirelli blanca de veinte o una pelota de trapo, armada con una media y rellena de lo que fuera, trapos o papeles, para juntarse con él a jugar en la calle o en el patio de alguna casa del vecindario. Como la mía, donde a veces nos pasábamos toda la tarde jugando un cabeza a cabeza a cientos de tantos. Hasta que mamá aparecía y me preguntaba con preocupación maternal: ¿Nene, ya hiciste los deberes? Y ahí se acababa el juego y José tenía que irse, con su camisa afuera, colorado como un tomate, con los pelos rubios pegados a la frente sudada y con los mocos colgando, que cuando le molestaban los escurría pasándose una manga por la nariz. Si no había nadie con una pelota en su cuadra, en la mía o en Méndez de Andés, José el descamisado enfilaba para la cancha de Matos, que era un potrero enorme, de varias hectáreas, donde casi siempre se juntaban pibes de los alrededores a jugar al fútbol. Por lo general con una Pulpo rayada, salvo los muchachos más grandes, entre los cuales a veces se aparecían algunos con una pelota de cuero, de las de tiento y gajos, que solía ser el producto de una colecta o de la donación de algún vecino generoso. (Nosotros también hicimos una vez la nuestra. Nos propusimos comprar una número uno –la profesional era la número cinco- que estaba en la vidriera del bazar de Barone, en la esquina de Guayquiraró y Díaz Vélez y que costaba 1,95. Pedíamos, pechábamos a amigos y parientes, pero nunca llegábamos a esa cifra fabulosa. Hasta que Bernardito, el hijo del tendero, metió la mano en la registradora de su viejo y así conseguimos los últimos 20 guitas que faltaban. ¿Y todo para qué? Cuando la inflamos resultó que la pelota era ovalada, saltaba para cualquier lado y muy pronto terminó sus días bajos las ruedas de un ómnibus de la línea 62, a la que llamábamos “la chancha”). Jugar en el potrero era menos peligroso que hacerlo en la calle Guayquiraró, por donde circulaban el 62 y el 41 y donde, en cualquier momento, podía aparecerse el autito de la 11° convocado por alguna vecina a la que no dejábamos dormir la siesta. Pero hacerlo en el potrero también tenía sus riesgos. Porque allí el suelo era más desparejo, estaba sembrado de piedras y de vidrios y no era raro que algún pibe, al irse al suelo, se lastimase. Todavía me acuerdo de aquel muchacho, mayor que nosotros, que en una jugada fue a caer justo sobre un vidrio de punta y se tajeó fiero. Como la sangre no le paraba y no podía caminar, surgió la idea de llevarlo entre varios haciéndole sillita de oro. Pero entonces apareció, como si fuera Superman o el Capitán America, el lecherito de la calle Bogotá con su triciclo amarillo. Lo sentaron sobre la caja y él, pedaleando como un poseso y animado por toda la barra, lo llevó triunfalmente hasta el Durand donde al pibe le pararon la hemorragia. A partir de entonces y durante un largo tiempo, el lecherito fue celebrado como un héroe. Aunque hoy en el barrio nadie lo recuerde a él ni a aquel hecho glorioso, lo que confirma lo efímero de la fama y lo ingrato que puede ser el hombre. José el descamisado no se perdía jamás un picado de aquellos que se jugaban en la vieja cancha de Matos. Aunque fuera entre muchachos grandes. Por que sabía que su fama de arquero había trascendido los límites etarios y que no sólo lo buscaban para integrar los equipos de chicos de nuestra edad, sino que también los que armaban pibes mayores, de doce años y más. Lo que marcó su destino y la brevedad de sus días. Porque un día cualquiera, me animaría a decir que fue un caluroso y soleado sábado a la tarde, temprano, tal vez a las dos o las tres a más tardar, se armó un desafío entre pibes que ya andaban pisando la adolescencia. Como todos los desafíos, éste empezó con la pisada, a la que hoy le dicen pan y queso. Y que consiste en un match particular entre quienes lideran los equipos que se van a enfrentar en el picado, para tener derecho a elegir primero y, por ende, quedarse con lo mejor del lote de candidatos a jugar. Los contendientes se paran frente a frente, a unos dos metros de distancia y se van aproximando poniendo un pie ajustadamente delante del otro. Cuando están muy cerca cabe el recurso de cruzar un pie, adelantando sólo la mitad del terreno, lo que alarga el suspenso, pero éste se quiebra cuando finalmente las distancias se acortan y ya no queda otra que pisar o ser pisado. En aquel picado el que ganó eligió primero al dueño de la pelota, que era una legítima de cuero número 5, lo que justificaba largamente el gesto ya que hablaba de un poder económico más que respetable. Su rival, a su turno, aprovechó para elegir a un morocho que era un temible gambeteador. Después siguieron eligiendo a este o aquel porque eran buenos y luego al tuntún, por la pinta o porque alguno de los ya seleccionados les gritaban: “Dale, traé al Cacho que es un fullback fenómeno”. O, “el Mingo, que venga el Mingo que tiene un chutazo fenomenal”. Para el final quedaba la elección de los arqueros, el puesto que tenía menos postulantes y que por lo general se concedía a los gorditos y a los pataduras reconocidos. Pero en este caso ocurrió algo que no solía darse. Cuando creían haber terminado con la formación de los equipos, los contaron y descubrieron que faltaba uno. Fue entonces cuando la mano del destino, encarnada en el pibe líder del equipo en desventaja numérica, recorrió con la vista a los que habían quedado al margen de la selección y se detuvo en José Bibolian. Vaya a saber por qué lo eligió. Tal vez porque le dio lástima, verlo tan chiquito y tan tristón por haber quedado al margen del juego. O tal vez alguien le apuntó que ese pibito, por el que nadie daría ni un cobre, tenía fama de ser un atajador formidable. Pero cualquiera sea la causa, lo único cierto fue que lo apuntó con el índice, le dirigió un ligero cabeceo y le dijo: “Vení vos”. Agregando enseguida: “Andá, ponete en el arco”. Con lo que le marcó, allí, esa tarde de sol y de calor, en la cancha de Matos, el telón final de su brevísima vida. Ya sea porque le tocara a él, por azar, representar ese papel, o porque así estuviera escrito en algún libro que ninguno de nosotros conocía y ni siquiera sospechaba. “Andá al arco”, repitió y José obedeció yendo a ocupar su sitio con determinación profesional y un gesto de agradecimiento en sus grandes ojos claros, para quien, con el brazo todavía en alto y el dedo como una flecha dirigida a él, le estaba señalando su destino. Contaron los pasos en un arco y otro, para que fueran iguales, pusieron las piedras y la ropa de los que se la sacaban para no ensuciarla porque sino su vieja los fajaba y empezó el partido. Que al principio fue parejo. Atacaban de un lado y respondían del otro. Pero al rato fue evidente que el team de los de José eran unos crudos y entonces los rivales empezaron a llegarle de todas maneras: con tiros de lejos, con centros, con tiros libres, con jugadas en la boca del arco. Y José respondía a todas como lo que era, un crack, un pibe que apuntaba a ser otro Patrignani, otro Bosio. Las sacaba de alto, por abajo, los tiros fuertes, los mordidos, de cabeza, de pecho, de lo que fuera. Hasta que llegó la jugada final, la que marcó el desenlace. Un defensor de los contrarios rechazó una pelota, los del equipo de José se quedaron mirando y ni se les ocurrió marcar a un forward rival, el más grande de todos, el más pesado, que avanzaba como una locomotora para interceptar la pelota y fusilar al descamisado. Pero José no lo iba a permitir. Y así como el delantero rival alcanzaba ya la pelota con su botín derecho, él se tiró sobre ella para recibirla sobre su pecho. Fue el encuentro decisivo y final, porque José llegó a la pelota y a cubrir el disparo del rival en el mismo momento en que éste, el más grandote y el más robusto, lanzaba su pie hacia delante, con toda la fuerza y cerrando los ojos, para lograr el gol. El impacto sobre el estómago de Bibolian fue tremendo. Recibió la patada y sin soltar la pelota se hizo un ovillo sobre la tierra y dio un grito estremecedor. El último grito. Porque todos acudieron a ver qué le había pasado, pero nadie, ninguno se dio cuenta del efecto que había tenido sobre ese cuerpito menudo el patadón del adversario. Lo ayudaron a levantarse y él, a pesar del dolor, pretendió volver al arco. Pero no pudo, el dolor lo estremecía y lo hacía doblarse. Decidió entonces abandonar la cancha y mientras llamaban a otro de los que estaban mirando para ocupar su puesto, José Bibolian, sin que nadie lo acompañara, quebrado por el sufrimiento, hizo las cuadras que lo separaban del inquilinato, llegó a la pieza y se tiró en la cama esperando a su madre. Pero ella no estaba; andaba por allí, en alguna casa, lavando la ropa. Cuando regresó, una o dos horas después, lo encontró a José hecho un ovillo en la cama, agarrándose el vientre y quejándose como nunca lo había visto. Primero intentó calmarlo con lo que tenía a mano y al ver que eso no ponía remedio al dolor del chico, pidió auxilio a las vecinas, que tampoco remediaron nada por más que le arrimaran tisanas y consejos. Sólo cuando fue evidente que al pibe no había nada que lo sanara, la madre decidió llevarlo a la guardia del Durand, que lo tenía enfrente, con la ayuda de un vecino que lo cargó en brazos y seguido por varias vecinas que rezaban por él. Pero no hubo caso. Ninguno de ellos, ni el mismo José, podía saber que su suerte había quedado sellada en ese mismo momento en que un pibe, al que quien sabe si había visto alguna vez en su breve vida, lo señaló con el dedo para que fuera a ocupar el arco. Se dice que lo operaron, pero que ya era tarde. Murió, a la madrugada siguiente, de peritonitis. Yo me enteré de su muerte un par de días después, en la escuela. Algo dijo la maestra, algo sentido seguramente. Pero a los chicos esas cosas no les quedan demasiado. A mi el recuerdo de José Bibolian me ha vuelto a asaltar de viejo. Lo veo todavía algunas veces en el patio de casa dando esos tremendos cabezazos casi inatajables. También lo veo con las perpetuas velas saliéndole de la nariz y la camisa blanca siempre fuera del pantalón. Pero eso es a veces. En cambio la imagen que no se me borra, que me impresionaba de chico y me sigue conmoviendo hoy, es la de la madre de José. La veo pasando, después de haber enterrado a su único hijo, el único familiar que aún le quedaba, por la vereda de casa. Alta, erguida, vestida de negro, cubierta la cabeza también por un paño negro y los ojos profundos, hundidos en la cara, mirando lejos. Tan lejos como puede hacerlo alguien que lo ha perdido todo y no le queda ya ninguna esperanza.

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