viernes, 12 de abril de 2013

DE TERROR Volvió a su casa a la hora de siempre. Pulsó el control a distancia, se abrió el portón del garaje, entró y ubicó su auto al lado del de su mujer. Bajó del auto, se asomó un minuto a la calle y tras volver a emplear el control para cerrar el garaje, rodeó la casa por el jardín con la idea de entrar por la puerta de atrás. Los perros, Negro y Diablo, ladraron. Él les avisó: Soy yo, tranquilos, soy yo. Los perros volvieron a ladrar mientras él daba nuevos pasos por el sendero del jardín. Entonces ocurrió lo inesperado. Los dos doberman, Negro y Diablo, se interpusieron en su camino. Y no sólo eso: lo enfrentaron, le cerraron el paso, ladrando, gruñendo y abriendo sus bocazas amenazadoras. Él se detuvo, sorprendido, pero los perros no: se lanzaron sobre él. Intentó detenerlos con un gesto, con una palabra, pero enseguida adivinó que los perros lo desconocían y echó a correr. Negro y Diablo lo alcanzaron antes de que llegara a la calle. Primero le mordieron los tobillos, pero cuando se dio vuelta, para defenderse, se le echaron al cuello dispuestos a morderle la garganta. Entonces despertó. Con la respiración agitada y las manos defendiendo su cuello. Respiró aliviado. Todo no había sido más que una pesadilla. Parpadeó. Debía de ser noche cerrada, por la oscuridad que reinaba en el cuarto. Pero de inmediato y aunque aún estaba medio dormido, lo asaltó una duda: ¿dónde estaba? Palpó entonces la cobija que lo cubría. La encontró áspera y maloliente. Se sintió incómodo, como si esa no fuera su cama ni su colchón. Además, el cuerpo le dolía. Tanteó el colchón y advirtió que su espesor era mínimo y que también exhalaba un olor a orín y a sudor intenso. Siguió tanteando. Aquello no era una cama y mucho menos la suya, sino un miserable rectángulo de cemento. Y le bastó con extender su brazo derecho para advertir que estaba unido a la pared. Y que la pared era de cemento sin alisar y sin revoque. Dirigió la vista hacia arriba y hacia atrás y divisó, allá en lo alto, un ventanuco miserable por el que apenas si se colaba algo de claridad, fraccionada por dos barrotes. ¡Estaba preso! ¡Estaba en una cárcel! Sintió pasos, unos muy fuertes, de tacazos y otros muy débiles, de pies desnudos. Y de afuera también se colaban ruidos. Adivinó que debían ser soldados marchando, al ritmo que les marcaba una voz autoritaria. Después todo fue peor. Del pasillo comenzaron a partir alaridos, de alguien a quien torturaban ferozmente y al que, además, insultaban sin piedad. Y de afuera, del patio, partió el ruido metálico y siniestro de los fusiles cuando se los alista para disparar. Tras lo cual escuchó las dos órdenes dadas a viva voz: ¡Apunten! ¡Fuego! Y tras ellas un grito, un quejido y un tiro más, el tiro de gracia. Luego, el silencio, un silencio absoluto, profundo. Tanto de adentro de la cárcel, ya que eso no podía ser sino una cárcel, como del patio. Nada, ni un grito, ni un llanto, ni una amenaza. Un silencio sólido, de tumba, tanto, que se puso a temblar. Y no se engañaba. Primero muy lejanos, pero luego muy cerca, oyó pasos que se acercaban por el pasillo. No había dudas. Ahora venían por él. Se acurrucó en el camastro miserable. Se tapó con la cobija maloliente. Y sólo se oyó decir, casi como si fuera un ruego: Negro, Diablo, soy yo, el patrón. Miró entonces hacia arriba y vio a su mujer asomada a una ventana. ¡Narda!, le gritó esperanzado, ¡Narda!, ayudame. Pero ella no le respondió. Maligna y sonriente, se apartó de la ventana y corrió las cortinas. Ahora otra vez el silencio y la oscuridad. Los pasos habían cesado justo frente a su celda. Ya corrían el cerrojo. Ya estaban sobre él.

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