martes, 29 de abril de 2014

GORDITA Él leía el diario y de vez en cuando, sin mirarla, alzaba la taza de café con leche y bebía un sorbo. Ella, del otro lado de la mesa, tomaba mate y mordía un grisin dietético. Desayunaban en silencio, como todas las mañanas, separados por el diario; él absorbido por las noticias y ella dirigiendo unas veces miradas lánguidas al jardín y otras a las páginas que tenía delante. En eso estaba, precisamente, cuando se le ocurrió comentar en voz alta un aviso. “Mirá –dijo- con la falta que le haría a los chicos ese lavarropas. ¡Y qué barato que lo tienen! Él bajó el diario y la miró fijo, con expresión de furia. “¿Gorda, querés dejar de gastar, por amor de Dios? ¿Quién te creés que soy? ¿Rockefeller?” Ella se arrepintió al instante de haber hablado, pero él prosiguió: ¿O no te das cuenta de lo que está pasando? La fábrica está fundida. Debo dos quincenas. Los brasileños me están haciendo pelota y demás tengo una inspección de la AFIP en la oficina”. Dio un golpe en la mesa que hizo saltar la taza, hizo un bollo con el diario, lo arrojó al suelo y se levantó. Pero antes de salir la amenazó con el dedo: “Gorda, te voy a anular la tarjeta, ¿me oís? ¡Te la voy a anular! Ella lo vio salir en su Rover blanco aún con cara de bronca. Miró la hora. Todavía faltaba un rato para que llegara la mucama. Prendió la televisión y se entretuvo mirando un programa de cocina. A las nueve en punto sonó el timbre de la calle y también la campanilla del teléfono. Atendió este último mientras, golpeando en la ventana, le hacía señas a la mucama de que esperara. El que la llamaba era el gerente de la fábrica. “No se –le dijo- de aquí salió puntual, como siempre. Le habrá pasado algo al auto”. Media hora después, cuando estaba tomando una segunda ronda de mate, esta vez con cuernitos que había traído la muchacha, volvió a llamar el gerente. “No contesta el celular –le dijo-. Y acá están los de impositiva que preguntan por él”. No supo qué decirle y de inmediato llamó también ella al celular. Un mensaje grabado le indicó que estaba fuera de servicio. Comenzó a preocuparse, llamó a casa de su hija, luego a la fábrica y cuando se estaba preguntando qué podría hacer, sonó de nuevo el teléfono. Una voz oscura, de acento extranjero, como de alguien que ha elegido un tono muy bajo, pero que está pegado al micrófono, quiso saber si estaba hablando “con la señora” y dio su nombre. Tras el sí, pasó a decirle que habían secuestrado a su marido y que si no entregaba diez mil dólares lo iban a matar. “¿Diez mil dólares? ¿Pero de dónde puedo yo sacar diez mil dólares?”, atinó a responder confundida y muerta de miedo. Entonces escuchó que en la otra punta de la línea se producía un cabildeo y, luego de un par de minutos, apareció la voz de él, muy alterada, pero queriendo a la vez parecer calma y precisa. “Mirá querida –le dijo- quedate tranquila. Son unos buenos muchachos y yo sé que no me van a hacer nada. Todo va a salir bien si seguís sus instrucciones”. “Si –lo interrumpió ella histérica-¿pero de dónde saco los diez mil dólares?” Entonces él, luego de rogarle que no se pusiera nerviosa y que lo escuchara con atención, le dijo: “Vos sabés que tenemos una caja de seguridad en el Banco Nación, ¿no? ¿Te acordás que una vez fuimos a firmar cuando la sacamos? Si, te tenés que acordar. Bueno mi amor, la llave de la caja está en el primer cajón de mi escritorio. Vos vas, agarrás la llave, tomás un taxi, vas al banco, sacás la plata, volvés a casa y esperás que estos señores te llamen. ¿Entendés, querida?” “¿Pero ahí hay diez mil dólares?” –insistió ella. Y antes de que él pudiera responder volvió a escuchar la voz del secuestrador, ahora mucho más clara y definitivamente extranjera. “Basta, señora. Vaya y busque la plata y no hable con nadie de esto. La llamamos dentro de dos horas. Y si no la tienen van a encontrar a su marido en el baúl del auto, con un tiro en la cabeza”. Y colgó. Cuando ella se pudo reponer del susto, se vistió a las apuradas, buscó la llave, le dejó unas instrucciones incoherentes a la mucama y salió a buscar un taxi para llegar rápido al banco. Le dio el número al empleado, éste la guió por unos pasillos que le parecieron interminables y finalmente la dejó sola junto al tesoro abierto. Retiró la caja, que era una de las grandes, con extremo cuidado; la depositó en una mesa y levantó la tapa. Lo que vio allí le provocó mareos: la caja metálica rebosaba de billetes y monedas de oro. La cerró, convencida de que cuando la volviera a abrir el espejismo se disiparía. Pero no, allí volvía a estar toda esa fortuna de la que no tenía ni idea. Entonces, después de serenarse, fue en busca del empleado y le pidió que le abriera un gabinete privado, donde pasó la siguiente hora contando dólares, euros y mejicanos de oro, examinando resúmenes de depósitos en bancos extranjeros y barajando paquetes de acciones. El empleado, que golpeó la puerta para preguntarle si le pasaba algo, la sacó del shock en que estaba sumida. Aún se quedó un par de minutos más y finalmente tomó un fajo de billetes, separó diez mil dólares, los metió en su cartera y devolvió la caja a su lugar. En la calle, con la cartera apretada a su cuerpo, desechó la idea de tomar un taxi y se largó a caminar sumida en el miedo y la confusión. Cansada, se detuvo en un bar, pidió un sándwich tostado y una gaseosa y se quedó un largo rato meditando una decisión. Cuando miró el reloj advirtió que hacía mucho que había pasado el plazo concedido por los secuestradores. Por lo que, ahora sí, tomó un taxi y regresó a casa. Lo primero que le dijo la mucama fue que habían llamado dos veces de la fábrica y que también dos o tres veces había sonado el teléfono pero no había respondido nadie. Le hico un gesto, como para que se despreocupara y se encerró en el dormitorio, junto al teléfono, abrazada a la cartera, esperando una nueva llamada. Al primer ring se sobresaltó y se puso a temblar, pero atinó a decirle a la mucama que no atendiera por el otro teléfono, que la dejara a ella. Sonó dos, tres, cuatro veces más. Al fin levantó el tubo pero no habló. Del otro lado llegó a distinguir un murmullo, pero nada más. Al fin la voz conocida dijo: “¿Es usted? ¿Está sola?” Ella dejó correr otro largo silencio y al final dijo: “Si”. “Ah, bien –respondió el hombre-. ¿Tiene la plata?” Y como no recibiera respuesta, insistió: “¿Tiene la plata?” Ella siguió muda y tensa. Se produjo, del otro lado de la línea, un entredicho. Alguien, a los gritos y también con acento extranjero, estaba diciendo: “Decile a esa cabrona que lo matamos, que le metemos bala ya mismo”. Y después, la voz de su marido implorando que lo dejaran hablar a él. “Hola –dijo- ¿estás ahí? ¿Estás ahí? –casi gritó-. Ella, después de lanzar un enorme suspiro, apenas dijo “si”. Entonces él recuperó la confianza, se le notó en la voz que sonreía y que seguramente hacía señas a sus captores. “¿Fuiste a la caja? ¿Tenés los diez mil?” Ella repitió el “si”. “Ah, muy bien gordita, muy bien. Entonces gordita, está todo arreglado. Ahora lo que tenés que hacer es nada más que seguir las instrucciones que te a dar este señor. Te paso con él. Chau mi amor”. El secuestrador habló: “Señora”. Ella no respondió. “Señora” –repitió más alto. Ella colgó. Quedó unos minutos indecisa, temblando, sentada en la cama y sin soltar la cartera. Cuando volvió a vibrar la campanilla, levantó el auricular y escuchó en silencio. El secuestrador repetía: “Señora, señora. Hable o lo matamos”. Mientras de fondo alcanzaba a oír la voz desesperada de su marido, que clamaba: “Gordita, gordita, ¿qué hacés?” Ella volvió a colgar, pero esta vez se agachó, buscó la ficha del teléfono y lo desconectó. Después fue hasta donde estaba la mucama y le dijo con naturalidad: “Comamos, que mi marido está demorado”. Comieron en la cocina y de pronto ella señaló con el tenedor un lugar vacío y dijo: “¿Ves? Allí voy a poner un freezer”. Tragó un bocado y enseguida agregó: “Y voy a hacer empapelar mi dormitorio”.

miércoles, 23 de abril de 2014

Circo criollo NOSTALGIA DEL VIGILANTE DE LA ESQUINA Lisandro Medina era “el agente de la esquina”. Lo interpretaba, por radio y en un horario central, el actor cómico Tomás Simari, quien iniciaba el programa recitando unos versitos en los que afirmaba que su alegría mayor, era decirle al superior: “señor, en esta parada, no ha ocurrido nunca nada, desde que la atiendo yo”. El éxito del personaje estaba relacionado con la popularidad que tenía el vigilante en la ciudad. Aún recuerdo al que teníamos haciendo su turno de ocho horas en Guayquiraró y San Eduardo. Se llamaba Juan, revistaba en la comisaría 11ª y los pibes le decíamos Juancito. Era un amigo, un vecino más y en las largas noches de invierno era una fija que alguno de nosotros, los de la barra, le acercáramos un sándwich de dulce de membrillo o un café con leche bien caliente. El vigilante de la esquina desapareció de Buenos Aires, lo mismo que las rondas nocturnas. Eso ocurrió en los 70, bajo el gobierno militar. Y la causa de tal decisión fue la guerrilla, ya que el vigilante, solo y en la esquina, era un blanco fácil para los guerrilleros. Que en aquellos tiempos mataron a varios de ellos. Y algunos de los asesinos, como el dirigente pero-monto Rodolfo Galimberti, llegaron a vanagloriarse de eso. Ahora bien, de aquello han pasado muchos años. Desde el 83 que contamos con democracia en el país; un gobierno sucede a otro y si bien no han faltado las crisis y las renuncias anticipadas de mandatarios, las elecciones se realizan regularmente, los presidentes se suceden unos a otros y no existe, al menos hasta hoy, posibilidad alguna de una vuelta a aquel pasado feroz. Sin embargo, no ha regresado el vigilante de la esquina. Y, tal vez no por casualidad, lo que sí ha regresado es la sensación (y algo más) de inseguridad que aqueja a los vecinos de la Capital, del Gran Buenos Aires y de otras grandes ciudades, como Rosario. Lo que se atribuye a varias causas. Porque hoy se habla de los motochorros, mañana de los sicarios, pasado se explica que la culpa la tienen la merca y el bandidaje organizado a su alrededor, o se le atribuye a la lenidad de las leyes, a la corrupción de policías y jueces y a los morochos de las villas. O más amplio todavía: a que la clase política se rasca el higo y le importa un belín lo que pasa, porque anda con custodia o vive en Puerto Madero. Ante lo cual ¿qué hace, a qué remedio acude el común de los habitantes de clase media de la ciudad? Pues a un viejo, viejísimo remedio: el vigilante de la esquina. Pero no ya a aquel que representaba “el hombre de las mil voces”, o sea Tomás Simari, sino a una versión mucho más cara y, además, mucho más limitada e imperfecta. Porque el vigilante no regresó a las esquinas como antaño y mucho menos las 24 horas en tres turnos, como era usual y tampoco volvieron las rondas nocturnas, que andaban pulsando los picaportes de las puertas de calle, para verificar que estuviesen bien cerradas. Ahora se contrata, en la comisaría del barrio, a buen precio (rigurosamente actualizado por inflación), un servicio de vigilancia exclusivamente nocturno. El que consiste en una garita azul y bien iluminada, en la que se instala el uniformado a escuchar la radio y leer alguna revista y de la que muy raramente sale a dar una vuelta por los alrededores, esto es, exclusivamente por la cuadra o las cuadras de los vecinos que pagan el estipendio mensual. Lo que más que proteger a los habitantes del barrio contribuye a que los propietarios de automóviles que se resisten a pagar lo que hoy cuesta un garaje, los dejen en esas cuadras que disfrutan de vigilancia nocturna paga. Mientras a chorros y asesinos les basta con eludir esas cabinas iluminadas para proseguir su faena nocturna o, si se les antoja, actuar de día, cuando jamás hay algún uniformado a la vista, ni leyendo el diario. El reo de la cortada aseveró que, de joven, era muy nochero. “Pero ahora –declaró- con esta inseguridad, me quedo en la pieza viendo TV”. Y tras una pausa preguntó, muy interesado: “Dígame maestro, ¿no sabe si la gente sigue yendo al Marabú y al Chantecler?”

martes, 15 de abril de 2014

COINCIDENCIAS Despertó sobresaltada. Estiró el brazo en busca de su marido y no lo halló. Enseguida se tranquilizó, porque desde el baño le llegó el ruido de la ducha. Todo estaba bien. Encendió la luz del velador, bajó de la cama, se calzó las chinelas, se echó encima un saquito de lana, porque sintió un poco de frío y se dirigió al cuarto de al lado, a despertar a las nenas y luego a preparar el desayuno para los cuatro. Despertó sobresaltado, por el frío y por el ruido que hacían los de al lado. Le dolía la cabeza, tenía resaca y náuseas. Abrió penosamente los ojos mientras tanteaba con una mano en busca de la mujer con que se había venido de la disco. No estaba, sólo quedaba de ella el olor a perfume barato, que se mezclaba con el del vino y el cigarrillo y le provocaba náuseas. Se incorporó trabajosamente y, casi sin esperanzas, se dirigió al pantalón que colgaba de la silla y revisó los bolsillos: no le había dejado ni las monedas. La mayor ya estaba despierta y se restregaba los ojos. La más chica todavía dormía. Las besó a las dos pero se quedó un instante con los labios pegados a la frente de la menor. “Oh, oh –temió- me parece que está con fiebre”. Ayudó a la otra a levantarse y al cruzarse con su marido, que salía del baño, mientras le daba un beso al pasar, le comentó: “Me parece que Patri va a tener que ir sola al jardín. La beba tiene un poco de temperatura”. Se puso los pantalones y una campera, tomó una toalla mugrienta y salió al patio a poner la cabeza bajo la canilla de la pileta. Se estuvo así un buen rato y cuando volvió a la pieza estaba apenas un poco mejor. Pensó que un mate o un café le vendrían bien, pero por más que buscó en las latas que tenía desparramadas por el suelo no encontró nada. Tampoco halló cigarrillos, ni pan de ayer ni una galleta. “Puta de mierda” –masculló. Y después, porque los ruidos de la pieza de al lado no cesaban, gritó: “¡Déjense de joder, trabas hijos de puta!”. El marido terminó de vestir a Patricia y le preparó el Nesquick. Ella regresó del baño con Agustina y cara de malas noticias. “La nena vomitó. ¿Te parece que llamemos al médico?” Èl la examinó, le tocó la frente. “¿A Ramos? –preguntó-. ¿O a la guardia de emergencia?” Ella no dudó. “A Ramos. Los médicos se levantan temprano”. Le abrió la puerta un tipo joven que no tenía puesto más que un slip. Adentro había dos o tres tipos más, desnudos, sobre un colchón grande tirado en el piso. También había botellas y latas de cerveza. La música era atronadora. “Flaco –le dijo- ¿no tendrías un Geniol? Se me parte el mate”. El otro lo miró con sorna. “¿No querés entrar?” Y abrió más la puerta. En un rincón había otro tipo, totalmente pasado de merca. Insistió: “Un Geniol. Nada más, un Geniol”. “¿Pero vos que te creés, boludo? ¿Qué esto es una farmacia?” Y le cerró la puerta. Lo llamaron a Ramos, que hizo un par de preguntas y quedó en ir para allá. Patricia terminó de tomar la leche y preguntó qué le pasaba a la hermanita, a la que la madre tenía en brazos mientras la acunaba. “Nada, nada, un poco de fiebre, nada más”. El marido, como hacía siempre antes de salir, había prendido la TV para saber la temperatura y el pronóstico. “Nublado y fresco” –anunció-. Ella le recomendó que llevara un abrigo por si volvía tarde. Volvió a su pieza furioso, agarró el revólver, lo amartilló y se dirigió de nuevo a la pieza de al lado. Golpeó con fuerza y cuando el otro le abrió, le apoyó el arma en la frente y le gritó: “¿Me vas a dar o no un Geniol, maricón hijo de puta?” Adentro de la pieza se armó un alboroto. Y como le pareciera que uno de los que estaba tirado en el colchón iba a manotear algo, agarró del pelo al que le había abierto la puerta, lo hizo girar y, escudado en él, apuntó a los demás, “¡Al que se mueva lo liquido!” También le pusieron un abrigo de lana a Patricia, antes de colocarle la mochila. Él miró el reloj y comentó: “Para ella todavía es demasiado temprano. No deben haber llegado ni las maestras jardineras”. “Pero a vos se te va a hacer tarde –observó ella-. ¿Querés que llame a mamá, a ver si ella la puede llevar?” “No –bromeó él- a tu vieja no. ¿Para qué soy el capo de la agencia? Por un día que llegue tarde…” Y se sentó frente al televisor para hacer tiempo. Patricia se desembarazó de la mochila, se sentó al lado de su padre y le pidió que le pusiera dibujitos. No tenían Geniol peo le dieron otras pastillas que ponderaron como lo mejor para la resaca. Tomó dos y se quedó un rato sentado esperando que le hicieran efecto. Lamentó no haberles sacado también café y yerba. Después de un rato, ya un poco mejor, se puso a reflexionar sobre su situación y concluyó que no le quedaba otra. Si quería comer y fumar, tenía que salir a chorear. Se puso el arma en el bolsillo interior de la campera y salió a la calle. La mamá la arropó a Agustina en la cama, donde se quedó quietita, medio adormilada. Después volvió donde estaban su marido y Patricia. “No debe ser más que una angina”, comentó. “Vos usaste el coche ayer –recordó él-. ¿Dónde pusiste las llaves y los documentos? ¿Me los traés?” Ella salió a buscarlos mientras él, luego de mirar la hora en su reloj, volvió a ponerle la mochila a la nena. “Ya vamos a salir para el jardín”, le dijo, porque ella se resistía a que la molestaran mientras estaba viendo los dibujitos. Se puso a caminar sin saber muy bien para dónde. La cabeza le pesaba, sentía la boca reseca y no podía coordinar bien. Pero caminó y caminó, mirando acá y allá. Se tentó con un supermercado que acababa de levantar la cortina, pero advirtió que había un vigilante muy cerca y que los coreanos eran por lo menos tres. Se cruzó con un viejo solitario, pero le echó una mirada a los botines y dedujo que no le podría sacar más que unas monedas. Dobló la esquina y se vio en un barrio de casas. En la calle, no había ni un alma. “Bueno, basta de televisión”, dijo él y luego de apagarla con el control remoto, frenó las protestas de Patricia haciéndole unas monerías; la levantó y se dirigieron al garaje. La puso en el asiento de atrás y él se dirigió a activar la puerta levadiza. “Dejá –dijo ella, que los había estado siguiendo- lo hago yo”. Antes de hacerlo y mientras él se ponía al volante, le golpeó la ventana a Patricia. “¿Estás contenta que hoy te lleva tu papá?” Pulsó el botón y la puerta comenzó a levantarse mientras él ponía el auto en marcha. Estaba en la esquina, con las manos en los bolsillos y aquejado por un temblor que atribuyó al frío. No sabía qué rumbo iba a tomar cuando observó movimiento en una casa de la vereda de enfrente. Se levantaba el portón del garage y un auto, manejado por un tipo de anteojos, que llevaba una nena en el asiento trasero, salía marcha atrás. Cuando empezaba a girar para tomar la calle, salió una mujer con un saquito sobre los hombros, a despedirlos. El hombre y la nena también movían las manos y reían. El auto terminó de bajar a la calzada y se alejó a marcha lenta. “Llamame –le dijo él mientras maniobraba- en cuanto sepas lo que le encontró Ramos. Si no estoy en la oficina llamame al celular”. Puso primera, luego segunda y se alejó a marcha lenta hasta perderse en la esquina. Ella le dijo que si con la cabeza y se dirigió a pulsar el botón para bajar la puerta del garaje. Pero cuando iba a hacerlo advirtió que, en su vereda, había una tremenda caca de perro. “Malditos perros y malditos dueños” –murmuró y se dirigió al interior del garaje en busca de un balde para llenarlo con agua. Él advirtió que, pese a que la mujer había desaparecido de su vista, el portón no se cerraba. Entonces se fue acercando sin dejar de mirar a su alrededor. En la cuadra seguía sin aparecer nadie. Cruzó rápido la calle y cuando ya estaba sobre la entrada del garaje, apareció la mujer con el balde en la mano. No bien lo tuvo frente a ella y lo vio echar mano al interior de la campera, adivinó lo que estaba haciendo ese hombre allí y selanzó sobre la botonera para cerrar el portón. Llegó a hacerlo, pero él dio unos rápidos pasos y se metió adentro antes de que bajara la puerta. Por lo que quedó encerrada en el garaje, casi en tinieblas, con un tipo que la apuntaba con un revolver. Como venía deslumbrado de la calle apenas si llegaba a verla. Entonces amartilló el revolver, para asustarla y le gritó: “¡Quedate ahí o te mato!”, mientras extendía la mano libre para agarrarla. Ella escuchó el grito, vio el revolver en su mano derecha que le apuntaba a la cabeza y sintió que la mano izquierda se metía en su pecho. Como un relámpago se le presentó una imagen aterradora. Pero en lugar de paralizarse de miedo atinó a desprenderse de esa mano. Dejó caer el balde lleno de agua y salió corriendo hacia el interior de la casa, pidiendo socorro a los gritos. ` Él se quedó con el saquito de lana en la mano, sintió la mojadura en los pies y vio, en la semipenumbra, que ella se dirigía corriendo hacia una puerta entreabierta. Le sobrevino el pánico. Si ella la alcanzaba podía quedarse encerrado en ese maldito garaje a oscuras. Y mientras lo abría ella tendría tiempo de llamar al patrullero. Le gritó que se detuviera, le advirtió que le iba a tirar. Y cuando advirtió que era inútil, que ella no se detenía y estaba por alcanzar la puerta, temblando como una hoja, disparó cerrando los ojos. La bala le entró por la nuca. Difícilmente haya sentido nada. Cayó en el umbral del lavadero y muy pronto aquello se llenó de sangre. Él se acercó a la mujer, vio que no se movía, que estaba muerta. Sintió un miedo intenso. No se atrevió a pasar sobre su cuerpo. Tanteó en cambio en busca de una llave de luz y la prendió. Después apoyó la espalda en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado y sin dejar de temblar. “Trabas de mierda –murmuró-. ¿Qué carajo me dieron? Le sorprendió ver que aún tenía el arma en la mano y la dejó en el suelo. Dudó un buen rato en decidir qué hacer, si salir por el garaje o buscar otra puerta más discreta, cuando oyó el llanto de una criatura. No lo pensó más: apretó el botón que abría la puerta levadiza y no bien se hizo un hueco para que pudiera pasar por debajo, salió corriendo. Cuando llegó el doctor Ramos la policía ya estaba allí y una vecina s había hecho cargo de la nena. Esperaban al padre. Al oficial le estaban informando que habían encontrado a un viejo chorro a dos cuadras de allí, medio muerto. Ramos le preguntó qué creía que había pasado. El oficial le echó un vistazo a la mujer, examinó someramente el balde, el saco de lana y el revólver, reparó en el charco de agua y dijo: “Coincidencias, nada más que putas coincidencias”.

sábado, 5 de abril de 2014

Circo criollo PAPELONES HISTÓRICOS Los opositores y los medios que baten el parche por ellos, no se han cansado de criticar al gobierno por el tema de la cosechadora que se envió a Angola a cuenta de mayor cantidad, debido a que la firma que la fabricaba o trataba de hacerlo, hoy está cerrada, la sociedad en convocatoria y un escándalo se cierne sobre las autoridades. Es cierto, antes de subirla al barco, tal vez hubiera sido mejor probar, tocando algún botón del tablero o moviendo alguna palanca, si ese engendro andaba, antes de llevarla de acá para allá. Con todo lo que eso significa en materia de fletes, de embarques y desembarques de semejante mole y del consiguiente papelón ante las autoridades de ese país africano. Sin embargo es preciso señalar que no todo está perdido. Según versiones de buena fuente ya salió para Angola un ingeniero argentino, con rango diplomático y todos los gastos pagos para él y para dos auxiliares mecánicos de un desarmadero trucho, con la misión de poner en marcha la cosechadora o, en su defecto, de desarmarla y fabricar con ella otros artículos que podrían ser de gran interés para los pibes de aquella nación. Como, por ejemplo, trineos. Habiéndose calculado, sobre la base de los hierros que podrían ser de utilidad de la cosechadora, que podrían llegar a fabricarse hasta una docena de trineos e innumerable cantidad de patines también para deslizarse sobre el hielo, para regocijo de la muchachada de ese país. Por otra parte quien fuera responsable de esta fallida gestión comercial y causante de los enormes gastos que ha generado a la República, ya ha sido castigado por la señora Presidenta, para que esas cosas no vuelvan a ocurrir. Como se sabe, el señor Moreno ha sido destinado a un cargo irrelevante a miles de kilómetros de Buenos Aires, en la ciudad de Roma, capital de Italia. Vale decir que el señor Moreno, debido a los errores acumulados en su gestión como ministro –los que incluyen el desaguisado este de la cosechadora inmóvil- hoy los está pagando lejos de la Patria y lejos también del asado de los domingos, de los bizcochitos con grasa y de los supermercadistas. A los que tanto temor provocaba con su política de precios congelados, al llevarla a cabo con tanto rigor y con tan señalado éxito. Además y por lo que se sabe, tampoco le sirve de consuelo el estar allí, a pasos del Papa argentino. Ya que éste se niega a poner precios máximos en el Vaticano, a cotizar las bendiciones y a jugar con él al jodete. Por otro lado el efecto cosechadora, el papelón Angola o como quiera llamársele, también se ha visto reflejado en la conducta presidencial. No tanto por los golpes que aparentemente se auto inflige la señora, sino por el cambio de política. No sólo han cesado los viajes a países inverosímiles con propósitos extravagantes, sino que además se ha nombrado al frente de Economía a un marxista, aunque un marxista moderno, tal vez de Putin, porque lo primero que se le ocurrió, tras el exilio de Moreno, fue una suba del tipo de cambio y una remoción de subsidios que seguramente hubiesen dejado atónito al bueno de Lenin. Pero no sólo eso, la misma señora Presidenta decidió dar un paso al costado, por una vez sin caerse, y ceñirse de acá en adelante casi exclusivamente a estas dos funciones: una, hablar por TV con cierta frecuencia, porque le resulta entretenido ver a la noche en la versión grabada y mientras cena, a la señora que traduce sus palabras a los sordos; y dos, dedicarse, como lo ha prometido, a ser la madre de aquí en más de todos los argentinos. Y también por dos motivos. Uno, porque ya no podrá ser reelegida. Y dos, porque sabe que a los criollos se les podrán reprochar muchas cosas, pero que ninguno, nunca jamás, va a ser capaz de ir hasta El Calafate a reclamarle a la vieja, nada menos que a la vieja, esa santa, porque se quedó con un vuelto o tiene unos pesos ahorrados en las Seychelles. El reo de la cortada de San Ignacio estaba preocupado y no por la jubileta, sino por los ingleses. Y así se le hizo saber al parroquiano que ocupaba la mesa de al lado, en el Margot. ¿Pero usted vio –le dijo mientras revolvía su café- lo que la reina le llevó al Papa? Nosotros la criticamos a la Señora porque le regaló un termo de cuatro mangos. ¿Y la reina de Inglaterra, qué? Mucho peor, maestro. Le llevó cerveza, miel, ¡una docena de huevos!, y un whisky berreta. ¡Al Papa! Si hubiera sido yo, que soy un jubilado con la mínima, vaya y pase. Pero a ella, a la reina de Inglaterra, dígame, con una mano en el corazón, ¿anda tan tirada esta gente que no le alcanzó ni para comprarle un Smuggler a Francisco?”