jueves, 28 de marzo de 2013

Por amor a Guerlain Noemí era la mayor y la más fea de cuatro hermanas feas. Era petisa, regordeta, los ojos muy juntos, la cola gorda y las piernas cortas. Andaba por los treinta y tantos y nunca había tenido novio, ni un amor pasajero, ni nadie que se hubiera atrevido a manosearla en el subte o en el bus. Porque era fea y sin gracia. En cambio sus hermanas, que tampoco eran bellas, habían tenido más suerte. La que la seguía, Ayelén, estaba juntada desde hacía años con un paraguayo que trabajaba en la construcción. María o la Mary, como le decían, había tenido varios novios y finalmente se había casado con un empleado municipal y con él había tenido dos hijos. Y por fin la última, Gianina, si bien no se había casado ni juntado con nadie, siempre se las arreglaba para estar de novia con alguno, aunque finalmente resultase casado o se le escapara después haberle prometido llevarla al altar. Noemí ya había perdido las ilusiones de encontrar alguien que la amara. Vivía, sola, en una pieza de una casa ocupada, por la que pagaba un alquiler modesto. Lo máximo que podía permitirse dado lo poco que ganaba en una clínica del centro, donde lavaba los pisos y los baños. Allí acudía, a pie, desde su domicilio en el barrio de San Telmo, a la clínica, que estaba en el centro, muy temprano cada mañana, una hora antes del horario que tenía fijado. Porque en la clínica aprovechaba para bañarse y perfumarse. Lo que repetía al cabo de su jornada de trabajo, antes de volver a su pieza: se bañaba y se perfumaba. Porque si Noemí ya no creía que el amor de un hombre, aunque fuera fugaz, pudiera ya alcanzarla, no por eso había perdido su coquetería. Y si antes, cuando era más joven y aún no había perdido la fe, se perfumaba soñando con conquistar a algún galán, después había seguido haciéndolo porque se había enamorado de los perfumes, no podía vivir sin ellos y prefería no comer antes que privarse de sus preferidos. Que no eran los ordinarios, sino los de mayor precio, las mejores marcas, Chanel, Kenzo, Guerlain, Cacharel, Rochas. Se endeudaba por conseguirlos, agotaba su tarjeta y su crédito, pedía prestado, pero siempre olía como podía hacerlo una estrella de cine, una diva de esas que salían arregladísimas por televisión. Hasta los atorrantes que vivían en la casa ocupada lo notaban. Y alguna vez le decían cosas como: “Che Noemí, qué bien que olés. Hasta dan ganas de hacerte un favor”. O comentaban entre ellos, sin importarle si los escuchaba o no: “Si no la mirás, con ese perfume te creés que pasa un minón”. En la clínica nadie reparaba en ella. Era nada más que la chica de la limpieza. Pero ella recordaba muy bien que una vez un médico le había dicho: “¿Ese perfume que usás es francés, no?” Y otra un paciente muy viejo, tendido en una camilla, a punto, parecía, de morir, había abierto los ojos a su paso y tras lanzar un hondo suspiro, acaso el penúltimo, le dijo: “Ojalá la muerte oliera como vos”. Noemí le sonrió y hasta se atrevió a darle un beso. A la clínica iba siempre con la ropa para cambiarse y con el perfume que había elegido ponerse ese día. En su trayecto, siempre el mismo, siempre a las mismas horas, nadie la acompañaba. Iba y venía sola. Un día, precisamente un día que había salido de su casa más tarde que de costumbre y mientras esperaba que el semáforo de la 9 de Julio le diera paso, un tipo alto, mucho más alto que ella, de anteojos negros, se le puso al lado. Y no sólo eso: con el bastón blanco que llevaba en su mano derecha, golpeó repetidamente el cordón de la vereda mientras gritaba: “Alguien que me ayude a cruzar, por favor. Soy ciego. Soy ciego. Alguien que me ayude, por favor”. Noemí dudó. La única persona que estaba al lado del ciego era ella. Se encogió de hombros y resignada, le tomó la mano. “Yo lo ayudo a cruzar, señor”, le dijo. “Gracias”, le respondió el ciego. “Tengo un perro que me acompaña y que ya sabe cuando el semáforo está verde o está rojo, pero hoy no sé qué le pasó, estuvo vomitando y no pudo acompañarme”. Mientras cruzaban la avenida 9 de Julio, tomados de la mano, Noemí lo examinó. Era alto, joven, buen mozo, atlético, estaba bien vestido y tenía una sonrisa encantadora. Hablaron de pavadas hasta alcanzar Bernardo de Irigoyen y una vez allí, él se despidió:”Gracias. Voy hasta acá nomás, muy cerca, a una facultad. Estudio letras”. Y le soltó la mano, pero al hacerlo se llevó inmediatamente la suya a la nariz, aspiró con satisfacción y le preguntó de inmediato: “¿Guerlain? ¿Es Idylle de Guerlain, no es cierto? El perfume que usaba mi mamá”. Ese día Noemí no habría de olvidarlo nunca. Porque a partir de entonces se vieron casi todos los días. Ella lo esperaba cada mañana en Lima y Belgrano y él acudía puntual, sin el perro, que se le había muerto, y lo ayudaba a cruzar la 9 de Julio. Pero después él ya no se contentó con eso. Quiso que se vieran a la tarde, cuando ella salía de la clínica. Y después quiso cenar con ella y juntos, en un remise muy paquete, fueron a comer a un restoran lujoso de Puerto Madero. Y finalmente le declaró que estaba perdidamente enamorado de ella, que nunca había sentido nada igual. Por lo que las cosas se precipitaron y una noche el muchacho ciego la poseyó en un zaguán oscuro. Y después en un hotel. Y tras ello alquiló, porque era un muchacho rico, un departamento amueblado en Monserrat y allí amanecían abrazados. “¿Te casarías conmigo?”, le propuso un domingo. Y ella, ilusionada, perdidamente enamorada, le respondió que si. Aunque sabía que no podría ser. Porque él era ciego, la juzgaba a través de sus perfumes, que le resultaban enloquecedores, ¿pero qué pasaría cuando la presentara en familia? Porque él no la veía, sólo la tocaba y acariciaba; pero su padre la vería y le diría cómo era. Y lo mismo un hermano del que siempre hablaba y que vivía en Estados Unidos, pero que estaría allí para la boda. Que como no eran ciegos le dirían la verdad, que ella era petisa y fea, tenía los ojos chiquitos y pegados a la nariz y las piernitas robustas y cortas. ¿Y qué podía ocurrir entonces? Le dijo que si, porque no podía decirle otra cosa, porque él estaba ciegamente enamorado, como ella misma, pero siendo él ciego de verdad. Por lo que decidió no perderlo, pero llevarlo a la larga, sin aflojarle el sí que él esperaba. Se resistió a acompañarlo a su casa y jamás lo llevó a su pieza, no fuera a ser que los vagos que vivían allí le dijeran alguna cosa que le diera a entender a él cómo era ella. Y hasta estuvo consultando a los médicos de la clínica, para encontrar una enfermedad que justificara su resistencia al matrimonio. Pero un mal día todo se precipitó. Estaban tomando un café en una confitería de la calle Corrientes. Habían hecho el amor, se habían bañado juntos y ella se había perfumado con el Guerlain que a él más le gustaba. Entonces él la tomó de las manos, se las apretó fuerte y le dijo: “Tengo una gran noticia que darte”. Y comenzó diciéndole que él no había sido ciego siempre. Que había nacido con una vista normal y que a los cinco años lo había atrapado una enfermedad muy extraña que lo había dejado a oscuras. “Y ahora –le dijo con su sonrisa más brillante- la gran noticia: estoy haciendo un tratamiento dirigido por un médico chino y volveré a ver. Te digo más: ya mismo me está haciendo efecto y comienzo a distinguir los colores, casi casi, hasta alcanzo a verte a vos, a distinguir el color de tu cabello, de tus ojos…” Salieron de la confitería tomados, como siempre, de la mano. Caminaron unas cuadras y enfrentaron la 9 de Julio. Ella le soltó la mano. “¿Qué hacés?” –le preguntó él, inseguro. “Nada –le respondió ella- me estoy arreglando el pelo”. “¿Pero podemos cruzar?”, quiso saber él. Ella no le respondió enseguida. Observó detenidamente los semáforos. El que marcaba los segundos que faltaban para que se pusieran en rojo, recién se había puesto a andar. “No –le dijo- todavía no”. Esperó, esperó, mientras él se mostraba impaciente y le buscaba la mano que ella escondía. “¿Ya?”, volvió a preguntar. “¿Cruzamos?” “¿Se puede cruzar ya?” El conteo de los segundos había terminado. Todos los semáforos de la avenida más ancha y más salvaje del mundo que apuntaban hacia ellos viraban ya hacia un rojo implacable, mientras el amarillo apenas contenía a los conductores que habían levantado el pie del freno y ya apretaban el embrague y el acelerador y ponían la palanca en primera, listos para salir disparados como balas gigantes. Fue entonces que ella, tras apenas un segundo de duda, le dijo, con la voz más natural y confiable, la que él ya conocía y obedecía: “Si, ahora si”, y lo animó dándole un leve toquecito en la espalda. Él bajó a la calzada y avanzó inseguro, sosteniendo el bastón en una mano y buscando con la otra la mano de ella. Ella volvió a animarlo. “Vamos, vamos, te sigo”, le dijo, aunque no pensara hacerlo. Porque en ese preciso momento una jauría feroz de autos, motos y gigantescos camiones, comenzaba a avanzar como un torrente por la avenida. Mientras ella, quieta, inmóvil, fea, ruin, bañada en lágrimas, pero sin bajar de la vereda, lo despedía con un gesto y con un “adiós amor”, que quería ser definitivo. Pero ahí, en ese preciso instante, se quebró. Es que él, ya alejado un par de pasos de ella, dio vuelta la cara y dijo, desolado: “Noemí, ¿dónde estás? No huelo tu perfume”. Por lo que cuando ese hervidero metálico y rugiente ya estaba en marcha y cuando él, resignado, se disponía ya a cruzar, ella lo alcanzó, lo tomó nuevamente de la mano, y le dijo: “Ahora si, crucemos, mi amor”. Cerró los ojos y se lanzó con él al torbellino. Alcanzó a escuchar el chirrido de los frenos, los choques de metal con metal, las imprecaciones de los automovilistas y nada más. Se apretó a él y cerró los ojos. Fue el final. El enfermero municipal que la levantó del suelo para ponerla en la ambulancia, la observó un instante y comentó: “Pobre, qué fea que era, pero qué rico que olía”.

martes, 26 de marzo de 2013

Circo criollo LOS FONDOS BUITRE NO TIENEN PERDÓN Los fondos buitre son, hablando mal y pronto, una porquería. No sólo porque los tipos piensan sólo en el dinero, sino porque en su afán de recuperarlo no dudan en recurrir a cualquier arbitrio, hasta el punto de hacer intervenir a ese juez norteamericano, Griesa, con cara, pobrecito, de sufrir cólicos y otros achaques terribles. Tampoco se les puede perdonar que hayan intentado embargarnos una fragata. Y mucho menos que la Presidenta de todos los argentinos se haya visto forzada a dejar el avión presidencial en Marruecos, para proseguir su reciente viaje a Roma en un jet privado, manejado vaya a saber por quién, por temor a que también se lo incautaran no bien aterrizara en el aeropuerto de Fiumicino. Es decir que a la afrenta, producto de una angurria sin límites, se sumó, en este caso, la angustia y el bochorno, ya que no es lo mismo que la Cristina llegue a la Ciudad Eterna en su propio Boeing, que bajarse, con riesgo de que se le corran las medias y se le planche el peinado, de un cachivache alquilado en África. Pero acaso lo peor, lo que más indigna de esta insistente y descarada pedigüeñez, es que no hayan hecho una pausa, algo así como un minuto de silencio, una tregua, en su afán escandaloso por recuperar unos miserables miles de millones de dólares, cuando el país y, más que eso, su Gobierno, acababa de ser bendecido, desde lo más Alto, sin intermediación alguna y sin pagar peaje, con la designación de un vecino de Flores e hincha de los cuervos, nada menos que como Papa de 1200 millones de católicos. ¿Si eso no es codicia y codicia de las peores, de qué otro modo puede llamársela? Muchachos, habría que decirles a estos fondos buitre, la guita no es todo en este mundo. Paren la mano un cachito que todavía tenemos que disfrutar un buen rato a este muchacho Bergoglio. Que toma mate, como nosotros, que es sencillo, como algunos de nosotros, que viajaba en colectivo, como otros y que se ocupaba de los pobres, vaya a saber como quién. Es decir condiciones fantásticas, ahora que está en Roma –y que sea por muchísimos años- que lo ponen allá arriba, tal vez por encima de Messi y, exagerando un poco, cabeza a cabeza con El Eternauta que vino del frío. Pero si la insistencia de esta gente por cobrar es perversa y obsesiva y no se da tregua ni aún ante una circunstancia tan impar, como la del Papa criollo, también es cierto que parte de la culpa acaso la tenga el Gobierno. No, desde ya, la Señora, sino sus bien pagados consejeros. Que no han advertido que hay una forma mejor de convencerlos de que paren la mano con sus reclamos, que diciéndoles que son unas malditas aves carroñeras. Y esta forma, como está bien a la vista de todos, no es otra que invitándolos a visitar el país. Que no solo es hermoso de norte a sur, sino que además les ofrece la ventaja del dólar blue, de los precios máximos en los súper, de los pintorescos piquetes interrumpiendo el tránsito donde menos se espera, de la aventura inigualable que depara viajar en los ferrocarriles urbanos y de las maravillas del clima de la ciudad Capital, de lo que dan testimonio los miles de tipos que hoy prefieren dormir y comer en las calles, en lugar de hacerlo en sus magníficas propiedades. “Yo le tengo simpatía a ese juez yanqui”, dijo el reo de la cortada de San Ignacio. “No me diga que usted está de parte de los fondos buitre”, lo increpó en el Margot un tipo con cara de muy malo. “No maestro –se apresuró a tranquilizarlo el reo, algo asustado-. Lo que pasa es que el tipo me cae bien. ¿Y sabe por qué? Se lo voy a decir: porque tiene toda la pinta de un jubilado criollo con la mínima. ¿O no?”

lunes, 18 de marzo de 2013

Circo criollo LOS PRIMEROS MILAGROS Hace apenas unos pocos días que el Papa argentino inició su gestión y ya ha producido dos milagros. Uno, en el territorio del futbol. El otro, en el de la política San Lorenzo, el equipo del que es hincha Bergoglio, le ha ganado a Colón, en su propia cancha de Santa Fe, por 1 a 0. Pero no sólo eso: ha derrotado a su adversario jugando buena parte del partido con sólo 10 hombres y el tanto, cuando parecía imposible que convirtiera alguno, fue gol en contra e ingresado a su propio arco con la mano por un zaguero adversario. Lo que pone de relieve que solamente por intercesión directa de Su Santidad, es que los Santos (como se los conoce), han podido llevarse los tres puntos. Y el segundo milagro se dio en el terreno del Gobierno. Porque la señora Presidenta decidió trasladarse a Roma para asistir a la consagración del nuevo Papa y tener una charla con él. Lo cual, a los ojos de cualquiera que no viva ni haya vivido en la Argentina durante estos últimos años, puede parecerle algo así como una obviedad. Ya que cómo no va a acudir a Roma quien preside un país cuando uno de sus hijos es proclamado Papa, esto es, pastor de alrededor de 1.200 millones de almas en todo el mundo, incluyendo a la mayoría de los criollos. Por lo que para medir la importancia de este gesto, también de hechura milagrosa, es preciso haber vivido en la Argentina durante estos últimos diez años. Porque si le ha tocado en suerte esa circunstancia habrá podido observar que ya entre Él, es decir, el presidente fallecido que inauguró la era Kirchner, y el prelado Jorge Bergoglio, hubo más de un roce, por no decir una profunda enemistad. La que se mostró de cien maneras, pero acaso la más notoria, evitando coincidir con él en los tedeums solemnes que acompañan las fiestas patrias o simplemente calificándolo de contrera cada vez que abría la boca para manifestar sus puntos de vista políticos. Lo que constituye, para los que no están al tanto de la jerga nacional, el máximo agravio que puede inferir un peronista a otro que no lo es o que “saca los pies del plato”. Y Bergoglio, aparte de ser hincha de los “cuervos” desde chiquito, es también manifiestamente peronista. Pero el rechazo a su figura no terminó, ni mucho menos, cuando el país y el mundo se enteraron que ese argentino, nacido en el barrio de Flores, había sido proclamado Papa. Mientras los medios privados celebraban este acontecimiento único, en los oficiales cundía algo así como una palpable zozobra y hasta alguien se atrevió a verlo como una muestra más de la mala suerte que acompaña a este gobierno. Lo que fue corroborado en la primera aparición pública de la presidenta, que al dar su consabido discurso en cadena por un hecho menor, sólo al final del mismo dedicó unas pocas palabras a saludar, sin mayor entusiasmo, como por obligación, al nuevo Pontífice criollo. Pero la cosa no terminó allí. Porque interpretando esta malquerencia apenas tolerada, seguidores del modelo aprovecharon la ocasión para dirigirle al nuevo Papa las peores invectivas, ya que se lo destrató como cómplice virtual de la última dictadura, a través de su desinterés frente a las evidenciad de que aquel régimen militar torturaba y asesinaba a mansalva, a todos cuantos eran sospechosos de formar parte de las milicias montoneras o de la izquierda revolucionaria. Pero de pronto, todo eso cesó. Es que, contra lo que suponían los fans del régimen y, un montón de ellos, protagonistas de los horribles 70, la Señora decidió darles la espalda a estos fulanos (lo que, objetivamente, no es lo más recomendable), y dispuso, de un día para otro, ser una más en el acto de consagración de Jorge Bergoglio como Papa, volando a Roma con un mate de regalo y una numerosa delegación de funcionarios. Algo así como una rendición virtual, luego de tantos años de encono. Lo cual, dados aquellos los antecedentes, bien puede calificarse como el segundo milagro atribuible al flamante Pontífice. Aunque, en tren de calificar uno y otro, sin duda el más singular es el triunfo sanlorencista en Santa Fe, algo que todos veían como mucho menos posible que la conversión de Cristina. Quien, al fin de cuentas, ejerce como profesión la política. El reo de la cortada de San Ignacio terminó de beber su café y antes de pagar preguntó, así, como al pasar, a los que estaban a su alrededor: “Che ¿ninguno de ustedes pensaba ir a Roma y se arrepintió cuando el Papa les dijo que, mejor que viajar, le dieran la guita a los pobres? “ Y como nadie se dio por aludido, el reo hizo un gesto de resignación, llamó al mozo y le preguntó: “Maestro ¿cuánto es?”

martes, 12 de marzo de 2013

Circo criollo LAS MALVINAS CASI FUERON ARGENTINAS Un éxito inesperado acaba de obtener la Argentina en su larga y hasta ahora infructuosa lucha por recuperar las islas Malvinas. Porque si bien es cierto que la votación que acaba de celebrarse dio un 98,8% de isleños inclinados por seguir siendo parte del imperio y no de la democracia criolla, 1,2% de ellos, vale decir por lo menos tres ciudadanos, optaron precisamente por la opción contraria, esto es, que las islas pertenezcan al orgulloso pabellón nacional. Lo que no es poco, aunque parezca lo contrario, según se va a demostrar enseguida. En primer lugar, porque estos comicios fueron abiertamente truchos, no porque se hayan digitado los resultados (lo que también es posible, ya que no había veedores neutrales y muchos menos representantes de la Argentina), sino porque se llevaron a cabo bajo ocupación militar y sin que una de las partes, vale decir nosotros, pudiéramos decir ni mu. Otro habría sido el resultado si el gobierno de la Señora hubiera tenido la oportunidad de hacer campaña en aquellas islas remotas y ventosas. Porque (hoy sólo cabe imaginarlo), la cosa hubiera sido diametralmente distinta si allá, como acá, se le hubiera dado lugar en las estaciones de radio y en la TV local, a las maravillosas alocuciones en cadena nacional de Cristina, a cuyos efectos hubiera bastado con que a la señorita que traduce sus palabras para los sordomudos, se la reemplazara por otra que hablara el idioma de los naturales. Salvo que Cristina, que habla perfectamente el inglés, el francés y el sueco, se hubiera inclinado por dirigirse en su propia lengua a los malvinenses, con el consiguiente impacto emocional sobre ellos. Pero si bien ese solo detalle, la palabra viva de la Señora, podría haber contribuido a cambiar los resultados de la elección, los isleños también podrían haberse volcado masivamente a favor de la Argentina si, además de las alocuciones presidenciales, hubieran tenido la oportunidad de conectarse con las otras columnas del ser nacional, como “Futbol para todos”, “6,7,8” y otras expresiones vernáculas francamente decisivas a la hora de impactar a la opinión pública. Y ni qué hablar si algunas de las maravillosas medidas que hoy rigen para el feliz pueblo argentino, hubieran tenido oportunidad de volcarse también en apoyo de las clases populares malvinenses. Como la asistencia económica a las madres, los niños y los ancianos, la energía a precio de regalo, la tarjeta del Nación para aprovechar todas las gangas de los súper y tantas otras ventajas que hoy arroja el simple hecho de ser criollo. Más aún, hasta podría haberse hecho llegar a las islas, en las vísperas comiciales, a alguna alegre delegación de barrabravas, para animar a esa gente que vive tan aislada de las cosas buenas del mundo, así como recrear una “Saladita”, de modo que pudieran contar, también allí, con las marcas más famosas, maravillosamente truchadas en talleres clandestinos. Además, si acá estuvimos casi a punto de tener un tren bala, seguramente con el mismo ímpetu y generosidad se podría haber ofrecido a los malvinenses un túnel trasatlántico para unir las islas con el continente y hasta un puente aéreo con el carnaval de Gualeguaychú. Dos ofertas incomparables que, con seguridad, hubieran volcado el voto de los indecisos (si es que aún los hubiera), a favor de los intereses nacionales. En consecuencia, ¿es correcto decir que la votación de los malvinenses fue contraria a la Argentina y favorable al imperio? De ningún modo. Si a pesar del fraude inglés un 1,2% de los malvinenses se inclinó por nuestros colores, está bien claro que de haberse dado oportunidad al gobierno de la Señora de intervenir en los comicios, los hubiéramos ganado “por afano”, como suele decirse en la tribuna. O sea que una vez más, perdimos, pero sin duda alguna aquí también fuimos los campeones morales. “Y como El Apache siga haciendo goles en Inglaterra –dijo muy serio el reo de la cortada de San Ignacio- ni le cuento si un día son los ingleses los que tienen que decidir entre su país y el nuestro. Fija que ganamos por afano”.

domingo, 10 de marzo de 2013

Circo criollo LA ENFERMEDAD QUE NO CESA La sospecha de que el cáncer que llevó a la tumba al comandante Chávez le fue ocasionado, de algún modo tan secreto como perverso, por el imperio, no es una idea antojadiza que se le haya ocurrido porque sí nomás al presidente Evo Morales, de Bolivia. Que a un hombre sano y joven, como el Comandante, le haya brotado de golpe un mal tan terrible y definitivo, alienta esa sospecha, máxime cuando lo mismo le ha pasado a otros mandatarios latinoamericanos que no comulgan (y lo bien que hacen) con los mandatos de Washington. Pero lo terrible de esta situación es que no sólo tumores andan esparciendo los yanquis y sus cómplices por estas tierras. Y un caso que confirma este supuesto es, precisamente, la Argentina. Donde la Señora, por fortuna, no padece ningún mal terrible que permita temer un pronto desenlace, pero que igualmente se ve aquejada, tanto ella como sus colaboradores, por un extraño mal que no puede sino ser inducido desde el exterior para causar daño a esta república latinoamericana y rebelde. Porque, en efecto, sólo de un alto grado de enajenación, inducido con artería por algún agente maligno venido del exterior, puede provenir la sarta de disparates, que desafían no sólo las leyes sino el más que simple sentido común, que se han venido manifestando en los últimos años, confundidas como medidas o propuestas de gobierno. Y no cabe ya hablar de aquel legendario tren bala que habría de unir la Capital Federal con Rosario, que bien pudo haber sido nada más que una chanza; pero no puede decirse lo mismo, por ejemplo, de la alteración grosera de los índices de precios; de la pretensión de aumentar el comercio con Angola llevándole una réplica de La Saladita; de la fundación de una agrupación partidaria juvenil y revolucionaria denominada La Cámpora, cuando el finado era acaso el más obediente de los servidores del General, que solo usaba la izquierda para empuñar el tenedor; o de este intento de dilucidar por fin el caso de la AMIA, enviando a Teherán una delegación presidida por el ministro Timerman, cuando se sabe que los presuntos autores del atentado son funcionarios y que quien preside Irán no sólo niega el holocausto sino que está empeñado en destruir Israel de la peor manera posible. Y por no abundar en más pruebas de la sospechosa enajenación que embarga al gobierno de la Señora, acaso sea suficiente señalar el último engendro pergeñado por el ministro de Comercio: una tarjeta, única, es decir, que se termina con todas las demás, emitida exclusivamente por el Banco de la Nación, para hacer las compras en los supermercados, como un medio aparentemente infalible para controlar la suba de precios. Y que, de paso, va a reventar a los demás bancos. Si a todo esto se agrega que parece creerse, en serio, que terminando con el predominio de Clarin en los medios gráficos y audiovisuales, la Argentina se convierte en el paraíso sobre la Tierra, el kirchnerismo en la fórmula del éxito de aquí a la eternidad y los Kirchner en una dinastía como la de los faraones, no puede menos que concluirse que un grave mal le ha sido inoculado, quién sabe por qué medios, a quien preside hoy los destinos del país. “Mire maestro –dijo concluyente el reo de la cortada de San Ignacio- si con todo el changüí que le está dando la Señora, la oposición sigue al garete, entonces habría que advertirles a los yanquis que pararan la mano con los microbios, porque no sólo están volviendo locos a los K, sino también a la contra”.

sábado, 9 de marzo de 2013

Viajero del dolor Como todos los años para esta fecha, como representante de la firma en la Argentina, me embarqué en un Airbus de Lufthansa, ocupé un asiento en clase ejecutiva y me trasladé a Frankfurt para asistir a la fiesta anual de la compañía. Y reitero que lo hice en business class y no en primera, como viajan los alemanes cuando bajan a Buenos Aires, porque esa es la costumbre: ellos la gran vida y nosotros, los sudacas, un poco menos, no vaya a ser que nos acostumbremos. Pero en este caso, debo admitirlo, la diferencia se pagó sola gracias al personaje con el que compartí el vuelo. Cuando entré a la cabina él ya estaba instalado y no había nadie más. Nos dirigimos un breve saludo, ambos en alemán y eso fue todo. En cuanto el avión despegó el tipo se acomodó bien en su asiento, se colocó los audífonos y minutos después estaba durmiendo y roncando. Lo observé bien entonces, ya que yo tardo en dormirme en los aviones y jamás lo hago antes de que sirvan la cena. Era un hombre mayor, tal vez de más de setenta años, gordo, calvo, alto a juzgar por el largo de sus piernas y seguramente también muy nervioso, porque ni aún dormido dejaba de moverse y de gesticular. Cuando llegó la hora de la cena la azafata lo despertó. Tardó un poco en reaccionar pero finalmente lo hizo, pidiéndole primero un relato pormenorizado de lo que habrían de servirle y luego agregándole no se cuantas recomendaciones, en un alemán atropellado, acerca de cómo debía condimentarse su comida porque sufría de tal cosa y de tal otra. Cuando terminó y la azafata salió después de haberle prometido que todo se haría según su gusto, se dirigió a mí, siempre en alemán, explicándome lo que ya le había explicado a ella. Pero en mitad de su perorata, que yo atendía sólo por educación, se detuvo un instante, me miró con más atención y me dijo, en un castellano claro, aunque algo teñido de acento alemán: “¿Usted es argentino, no?” Y cuando yo asentí –qué otra cosa podía hacer- agregó, para mi sorpresa: “Yo también”. Y se rió como sólo pueden hacerlo los alemanes viejos y gordos o como lo hacía Sidney Greenstreet en El halcón maltés. Nuevamente por educación, sólo por eso, le mostré mi asombro, ya que imaginaba, como efectivamente ocurrió, que detrás de esa revelación se vendría una catarata de historias personales que a mi me aburrirían y que, acaso también, me arruinasen la cena. Pero no ocurrió así, sino todo lo contrario. La historia que me contó ese falso alemán, cuyo apellido, como el de tantos criollos, sonaba a polenta y tallarines, me resultó tan sabrosa que hasta podría decir que justificó el viaje anual a la sede de la compañía. Aún sabiendo, como era irremediable, que la fiesta sería tan desabrida como siempre y solo generosa en discursos, así como en cerveza, excelente, y en vino del Rhin, no tanto. Mi ocasional compañero de viaje era ingeniero. Se había recibido en la UBA hacía muchísimos años, con excelentes notas. Y así como se recibió se marchó del país, para escapar, como tantos otros, de la pesadilla peronista. Primero a Francia, a Burdeos, y luego a Alemania, la Occidental, donde ingresó a una compañía de renombre internacional bien abajo en el escalafón y donde escaló todas las jerarquías hasta jubilarse como director. En total, 50 años, en los que también se casó, con una alemana, tuvo un par de hijos, uno de los cuales está en España y el otro en China, enviudó y se retiró a vivir en un pequeño pueblo próximo a Hamburgo, cuyo nombre me dijo pero lo olvidé. Durante ese medio siglo viajó muchas veces al exterior, pero jamás volvió a la Argentina. Aunque supiera, porque siempre estuvo al tanto de todo lo que ocurría en su patria, que ya no existía Perón y, últimamente también, que el país transitaba, mal que bien, por los caminos de la democracia. Y me aseguró que en todos esos años jamás de los jamases, fue víctima de la nostalgia ni estuvo a punto de regresar. A lo que ayudó, sin duda, que sus padres hubieran muerto y que ya no le quedaran parientes en el país. Pero otra cosa, muy distinta, le pasó en su interior cuando se retiró a vivir en ese lugar del país próximo a las heladas aguas del Mar del Norte. Que no lo había elegido porque si, sino porque había estado muchas veces veraneando allí con su mujer y allí habían comprado un chalecito con jardín y arboleda. Pero una vez que quedó solo, que veía a sus hijos y a sus nietos muy de cuando en cuando y que los crudos inviernos se le hacían eternos, la cosa empezó a cambiar. Y la nostalgia por el país en el que había pasado la niñez y la primera juventud le fue creciendo de adentro y algunas noches hasta había soñado que se encontraba otra vez allí. En su barrio que, recordaba, se llamaba Caballito; en su casa de la calle Guayquiraró, en la calle Mocoretá donde vivían no recuerdo qué mellizas, en la calesita de la esquina de Guayquiraró y San Eduardo, en el conventillo de la vuelta de su casa, donde se hacía de todo, desde ricota hasta colchones. Y desde ya, en aquellos pibes con los que jugaba a la pelota en la calle. El hombre, que se mostraba emocionado al evocar a su barrio, estuvo a punto de ponerse a llorar. Pero se serenó, se tomó un respiro, se pasó un pañuelo por los ojos y, algo más calmado, prosiguió su relato. Finalmente, me dijo, no pudo más. Y un buen día, luego de comunicárselo brevemente a sus hijos por e-mail, compró un pasaje de avión y se largó, solo, para Buenos Aires. “Ah –lo interrumpí- y ya se vuelve. ¿Cuántos días estuvo? ¿Un mes? No. ¿Dos?”, interpreté por el gesto que me hizo con los dedos. “Si –me respondió- dos, tan sólo dos días”. Como no podía creer que un tipo que había llegado a extrañar tanto a su país de origen, que soñara con volver al barrio que lo vio nacer, hiciera semejante viaje para volverse prácticamente al día siguiente de haber llegado, le pedí que me lo explicara y con detalles. A lo que, con esfuerzo, como quien se ve obligado a emprender una tarea que casi lo supera y lo agota, se sometió. Pero, un detalle nada desdeñable, sin volver a mirarme a los ojos, sino con la vista clavada en el techo del avión, como quien, a la vez que confiesa un crimen atroz, pide explicaciones al Señor. “Verá –me dijo- llegué anteayer a media mañana y sin tener reserva ni nada, hice que me condujeran al Plaza, que era el único hotel de Buenos Aires del que me acordaba. Y además sabía que estaba sobre la famosa calle Florida. Me alojé allí, almorcé y luego salí a pasear por los alrededores: Florida, Lavalle, Corrientes. Le confieso: no me gustó. Nada que ver con lo que recordaba de los años 50. Después de cenar me fui a dormir temprano, porque me reservaba para el gran plato del día siguiente: volver al barrio, al Caballito de mis amores de pibe. Estaba tan desarraigado que tuve que comprarme una guía para saber cómo tenía que hacer para llegar hasta allí. Estudié el itinerario y ayer, a la mañana, después del desayuno, me encaminé hacia allá. Los grandes caserones se habían transformado en galerías o en edificios de departamentos. Ya no había potreros ni calesitas. Pero todavía estaba la escuela, la casa del rico del barrio, los plátanos, el buzón de la esquina. Caminé hasta el hospital, me paré en la vereda donde había estado mi casa y donde ahora había un jardín de infantes, me asomé a la panadería, donde ya no estaba el viejo panadero gallego y tampoco sin duda sus famosas bolas de fraile, ni los frascos con caramelos media hora. Por fin me detuve y esperé, para ver si distinguía a alguien conocido de mis tiempos. Pasó una vieja, que me miró con desconfianza. Un par de muchachos, un tipo en bicicleta, un viejo que me pareció conocido, pero no. Y así desfilaron tipos viejos y jóvenes, muchachas, pibes, gente con perros, otro que llevaba un gato en brazos. Pero conocido, nadie. Y en eso, cuando menos lo esperaba, cuando ya me estaba yendo del barrio y pensaba en las nuevas excursiones que haría por la ciudad, por Palermo, por la Boca, por Recoleta, apareció un viejo por la esquina, llevando dos grandes bolsas de supermercado. Lo observé detenidamente, me acerqué a él caminando despacito y cuando lo tuve más cerca, exclamé, ¡Pocho!, ¡Pocho Criscuola! ¿Sos vos, no? Y me dirigí derecho a abrazarlo. Aquí hizo aquí una larga, larguísima pausa y emitió un también prolongado suspiro, sin dejar de mirar al techo del Airbus. ¿Y?, lo animé. Ni dio vuelta la cabeza para mirarme. Pocho Criscuola, volvió a decir y emitió un largo suspiro. Al cabo del cual y sin dejar de mirar el techo, como si buscara una explicación en el espacio infinito, regresó al relato. Era él, prosiguió, no cabía duda, aunque Pocho siguiera mirándome como si yo hubiera aterrizado de Marte. Y entonces comencé a abrumarlo con datos, para lograr su reconocimiento. ¿No te acordás de mi, le dije? Del Coco, del que vivía al lado de tu casa, el que iba a la escuela con vos, el que se sentaba en el banco de atrás; ¿no te acordás que nos peleamos un día por la rusita del conventillo? ¿Cómo se llamaba? ¿Miriam? ¿Y de aquel día, cuando nos rateamos de la escuela y nos fuimos al cine a ver la de Dick Tracy? ¿Y de aquella vez, cuando con el Colorado Moura nos enfrentamos a la barra del pasaje San Sebastián? Yo le hablaba –prosiguió-, le tiraba datos, anécdotas, personajes y este infeliz sólo me miraba y parpadeaba. Hasta que, de pronto, su mirada primero se iluminó y luego sus ojos se hicieron chiquitos, clavándolos en los míos.. ¡Caramba!, me dije, por fin me reconoció, a mi, a su viejo amigo, a su compinche de correrías por el barrio, con el que jugaba a la bolita, al balero, al yoyó… Y si, Pocho, Pocho Criscuola, después de haberme mirado fijo un largo rato y de dejar una bolsa, una sola, en el suelo, levantó ese brazo libre, me apuntó con su dedo índice y me dijo, así textual, terminante: Ah, si, ahora te reconozco. Vos sos el Coco, el Coco Bevilacqua, ¿no? Asentí, qué otra cosa iba a hacer si finalmente, quien fuera mi amiguito de la infancia, mi compañero de banco, me había reconocido. Y el siguió, como si se le fueran abriendo los recuerdos. Si, dejame, ya te saco…. Y dejando la segunda bolsa en el suelo, ahora con las dos manos libres, dirigió los dedos índice hacia mi, rígidos, concluyentes y me dijo, él, justamente él, con quien había compartido tantas cosas en la infancia: Si, vos sos el Coco Bevilacqua, aquel gordito patadura que siempre mandábamos al arco. Si, sos vos. Y agregó, como si fuera la único rescatable de aquellos años de infancia compartida: Coco, troncazo, si habremos perdido partidos por culpa tuya… Y después de haber dicho eso, de haberme basureado como lo hizo, humillándome, me abrazó y hasta pretendió que yo le contara qué había hecho de mi vida, dónde había estado viviendo y qué se yo cuántas cosas más. Se la hago breve, agregó después de una larga pausa, apenas le conté un par de cosas y sin ganas de seguir hablando con semejante idiota, le dije chau y me volví al hotel, dejándolo como un muñeco aturdido allí, con sus dos bolsas en el suelo y con el gesto de no entender por qué no quería seguir conversando con él. Llegado a ese punto angustioso de su relato el señor Bevilacqua calló y cerró los ojos, no como quien se dispone a dormir sino, me pareció a mi, como quien está deseando morirse. Pero al fin de una larga, larguísima y angustiosa pausa, volteó la cabeza hacia mi y me preguntó: ¿Usted, qué hubiera hecho en mi lugar? Yo –siguió- me sentí como si ese enano viejo e insignificante, ese ser casi anónimo con el que había compartido la infancia, me hubiera baleado, me hubiera asestado un tiro en el pecho. ¿Usted se da cuenta? Cincuenta años de ausencia, me reencuentro con este infeliz y él, de lo primero, de lo único que se acuerda de mi, es de que yo era un tronco, un inútil, un crudo, jugando a la pelota. Y que por eso me enviaban al arco. Después de eso, ¿qué más podía hacer? ¿Una excursión, un paseo en bus por la ciudad, ir a ver la casa de Gardel en el Abasto? No señor, lo único que me quedaba por hacer era lo que hice. Me volví en un auto al hotel, desde allí contacté a la agencia de viajes y reservé un asiento para regresar a Alemania al día siguiente. Aunque tuviera que pagar clase business, como hice, a pesar de lo caro que me salió. Se calló, me miró de reojo y al fin me hizo la pregunta que yo más temía: ¿Y usted qué hubiera hecho? ¿Se hubiera quedado si hubiera estado en mi lugar? Lo vi tan compungido que no me quedó otra que solidarizarme con él. Me estiré para tocarle el brazo y consolarlo transmitiéndole mi afecto. Y le dije, imprimiendo a mis palabras la mayor dosis de sinceridad que me fue posible: No lo dude, si a mi, después de cincuenta años de no verlo, alguien me recuerda como el gordito al que mandaban al arco, no se si hubiera sido tan indulgente como usted. Ese tipo, por decir lo menos, no tiene perdón de Dios. Y usted hizo muy bien en dejarlo ahí, parado en medio de la vereda. Me miró como para saber si me estaba burlando de él y luego dio vuelta la cara. No volvimos a cruzar palabra hasta la mañana siguiente. Y fue tan solo la formalidad del adios con que se despiden dos tipos que nada sabían ni nada sabrán el uno del otro hasta el fin de sus días. Igualmente, a mi me hubiera gustado conocer a Pocho Criscuola y quien sabe si, cuando vuelva, no me doy una vuelta por Caballito con la esperanza de verlo y que me cuente las historias de este patadura. Si de sólo verlo como yo lo vi y de escuchar todas las pavadas que me dijo, me imagino que lo dejarían jugar sólo porque era el dueño de la pelota.

sábado, 2 de marzo de 2013

Circo criollo HASTA LA VICTORIA, CASI SIEMPRE ¿Y el año que viene, qué? Supóngase por un breve momento que en el curso del presente ejercicio la señora Presidenta consigue dominar el Consejo de la Magistratura y convertir a Clarín en una simple hoja de papel sin lectores. Llegados a ese punto ¿se habrán colmado todos los deseos de la señora y estará dispuesta a entregar mansamente el poder a quien sea, al término de su segundo mandato? No es necesario ser Nostradamus y ni siquiera taquidactilógrafo recibido en Academias Pitman, para suponer, con todo respeto, que de ningún modo las cosas pueden suceder así. Es más, muchos de cuantos hoy forman parte del elenco estable de la Rosada y contribuyen a la rutina injuriosa contra los opositores, es muy factible que tampoco se cuenten entre los vencedores del elenco de Cristina. Aún cuando hayan demostrado la mayor de las lealtades peleándose a muerte con sus adversarios, aceptando insultos y humillaciones y aplaudiendo con una sonrisa beatífica cada vez que la señora hablaba. Lo que no es poca hazaña, dadas las veces que lo hizo. Es decir, hay muy buenas razones para suponer que este gobierno no va solamente por la re-re-reelección. Y que tal vez lo que pretende es algo así como la vida eterna en el sillón del morocho Rivadavia, la propiedad de la Rosada y de sus alrededores de aquí a la eternidad y, por añadidura, la pax romana. O lo que es casi lo mismo, a los vencidos, ¡ni esto! (Expresión que, como se sabe, va siempre acompañada por un gesto tirando a grosero). Pero hay más. Porque todos los que hoy están a bordo porque son “del palo” y vienen tirando del carro sin importarles humillaciones, pérdidas de amigos y hasta chanzas que les dirigen sus subordinados a la hora de la leche, están convencidos de que seguirán en la nave insignia una vez que se obtengan todos los fines por los que han luchado a brazo partido por y con la señora. Sin embargo, es hora de sacarlos de sus sueños y enfrentarlos con la verdad. Acá el triunfo, el dulce de leche de la victoria, que sin duda va mucho más allá de otro mandato y del aniquilamiento de los Magnetto, los Scioli, de los Massa y demás pequeños escollos, no será compartido por todos los que hoy están a bordo. Todo apunta a que el grito de guerra final, el que marcará el triunfo de la causa, no será otro que: ¡a los viejos ni justicia! (Versión adaptada de la graciosa expresión que el buenazo del General Perón dirigió, no a los jovatos sino a sus enemigos). El camporismo militante, que hoy tiene al frente a personajes de guiñol, como Máximo, y la presencia dominante de una abogada exitosa que no esconde sus millones, promete transformarse entonces en un “vamos por todo” y for ever, con olor a los 70. Que será cubierto, no por tipos como aquellos que, al fin y al cabo, arriesgaban su vida y tenían enfrente uniformados que no se detenían en detalles, sino por jovencitos de buena presencia y educación universitaria que, a cero riesgo, apuntan hoy a conseguir y disfrutar lo que los montos no pudieron. El reo de la cortada de San Ignacio preguntó: “¿Usted cree, maestro, que este muchacho Moreno seguirá o lo rajarán por la edad?” “Pero cómo lo van a dejar –le respondieron-. ¿O no se acuerda que le puso al pan un precio máximo de 2,80 y hoy está a más de 14 mangos el kilo?”. “Bueno, respondió el reo, si vamos a entrar en pequeños detalles, tiene razón. Pero fíjese, en cambio, qué bien le va con el dólar. ¿O no?”

viernes, 1 de marzo de 2013

Circo criollo ¿LLEGÓ EL AMOR A LA ROSADA? La versión de que existe o habría existido, un romance entre la presidenta de los argentinos, Cristina Fernández y el juez español, Baltasar Garzón, no ha sido bien recibida en medios oficialistas. Acaso por la repercusión que la supuesta noticia, recogida de medios ibéricos, tuvo en medios locales de la oposición. Lo que, por decir lo menos, es un error. Porque qué cosa más grata podría ocurrirle a la señora, que acaba de cumplir los 60, que un letrado tan famoso como el doctor Garzón (que, por otra parte, tampoco se cuece en un hervor), festejara a la señora y hasta pensara en proponerle matrimonio. La reacción negativa ante esa noticia y hasta el hecho de atribuirle connotaciones conspirativas, hablan muy mal del estrecho círculo que rodea a la señora. Porque salvo que alguno de ellos pretenda también apoderarse de su corazón (y de ahí la bronca ante la irrupción inesperada del hispano) no se entiende porqué negarle a la señora la dicha de tener, a su edad, un pretendiente de los kilates de este hombre. Aunque tal vez esta reacción tan intempestiva e ignorante de que hay cosas del corazón que la razón no entiende (y, por lo mismo, mejor no meterse con ellas), tenga su origen en sentimientos más bajos y despreciables. Porque ya se sabe que la Señora está allá arriba pero que no está sola. La rodean colaboradores íntimos, ministros, secretarios, parientes, amigos de fortuna, aprendices de funcionarios y de políticos, cientos de miles de empleados públicos, directores de empresas, sindicalistas asociados, periodistas adictos y demás, que no sólo están allí para servirla en lo que se le ocurra mandar, sino que tienen depositada en ella casi todas sus expectativas de vida. Un buen empleo, algún vuelto, auto con chofer, presencia en la TV, una banca en el Congreso, la posibilidad de ir más arriba y hasta la ilusión, siquiera en un puñadito de seguidores, de que efectivamente están haciendo cambios fundamentales en el país, que apuntamos a potencia hemisférica y que esto se va para arriba. Y en este contexto peliagudo ya no es bueno que haya dicho, como acaba de hacerlo al inaugurar el nuevo período de sesiones del Congreso, que no habrá reforma constitucional, lo que echaría por tierra la posibilidad de un tercer mandato y, por consiguiente, del ¡viva la pepa! de un montón de seguidores. Aunque ya se sabe que promesas de este tipo bien pronto pueden olvidarse y volver por la re-reelección, si las circunstancias lo hicieran aconsejable. Habida cuenta de que no sólo la calle puede ser dura, sino que la Justicia, sin tercer mandato, puede ponerse molesta. Pero por eso mismo es que a algunos puede preocuparles, mucho más que la promesa de que no habrá reforma constitucional, el hecho de que aparezca un fulano, le robe el corazón, se case con ella, le saque este berretín de gobernar hasta que las velas no ardan y los que viven del “relato” y pensaban vivir de él hasta la senectud propia y de sus hijos y nietos, mañana se queden colgados de la palmera mientras ella disfruta de una segunda luna de miel, de compras en El Corte Inglés. “Yo lo creo –dijo categórico el reo de la cortada de San Ignacio-. Y le digo más. Si no se casa y larga igual la Presidencia, que me dijeron que ya la tiene aburrida, fija que puede hacer carrera en la TV. Como la Mole Moli ¿vio? O como ese mozo Fort”.