miércoles, 24 de abril de 2013

Circo criollo AGÁRRENSE QUE VIENEN LOS PIBES Ser peronista es bastante cómodo, por eso tal vez haya tantos que aseguran que lo son y que lo serán hasta el último de sus días sobre la Tierra. Lo que pasa es que el socialismo amussoliniado del General es, aparte de sus otros méritos, bastante fácil de llevar porque obliga a muy poco. Enumeremos: en primer lugar, es algo flojo en materia moralidad porque la del General, admitámoslo, no era muy estricta que digamos y hasta se dice que le gustaban más las pebetas que una gorra nueva. Tampoco el PP es de apretar a los que les atrae la guita y la figuración, porque el Hombre no se fue del país en el 55, en la cañonera paraguaya, a mangar para el bondi y el choripan, sino que en Madrid se alojó en una quinta fenomenal y hasta le dejó lo suficiente a su viuda como para que siga empilchando en El Corte Inglés. Y por si esto fuera poco, basta con sentirse un descamisado y saber, aunque se desentone, la marchita, para tener abiertas las puertas del Congreso, de las gobernaciones, de las intendencias y hasta de la Presidencia, si es que el tipo, o la muchacha, se tira a más y tiene con qué. El único requisito exigido para aspirar a tanta felicidad y, eventualmente también, a tanta guita, es no sacar los pies del plato. Porque si bien el partido es flojo en materia de otras exigencias (idoneidad, honradez, sinceridad), no transige (pero sin fanatismo, hay que reconocerlo), con los tipos que hoy son del PP y mañana, cuando llegan arriba gracias al redoblar de los bombos y al voto entusiasta de los pirunchos, se sacan, o no, las caretas de Perón y Evita y apuntan para cualquier otro lado. (¿Menem anda por ahí? ¿Y Kirchner?) Lo que hoy viene a cuento. Porque es cierto que se está practicando un peronismo a la vieja y simpática usanza, persiguiendo a la prensa, descalificando a la oposición, restringiendo las libertades, haciendo buenos negocios y escondiendo los números verdaderos de la economía, para venderle al común de la gente un país de maravilla, generoso en feriados y en el que ni siquiera es preciso laburar y esforzarse para que todo siga de diez. Pero, ojo al piojo: porque al mismo tiempo se están dando muestras no sólo de que Perón y Evita ya no son lo que eran y que el país de los K no tiene parangón en la historia, sino que se está dejando que avancen fuerzas que se creían dormidas y que supieron morderle los talones y algo más al General, allá por los años 70. No nos pongamos nerviosos: tal vez no se trate más que de un movimiento defensivo-ofensivo. Algo así como si desde la Rosada nos estuvieran diciendo: “Mirá lo que podemos llegar a hacer si los nostálgicos del PP y los de la CGT principista no se dejan de amolar y se siguen resistiendo a venir al pie”. Pero que realmente no pase nada, las reelecciones se sigan sucediendo y los pibes K continúen jugando a la revolución social con la playstation en sus empleítos públicos. Aunque tampoco hay que descartar que en este juego de vivarachos alguien se esté equivocando y ocurra lo impensado: que los que hoy creen que tienen luz verde para lograr lo que no pudieron sus padres, sientan que ahora tienen al referí arreglado para campeonar y pretendan llevarse todo por delante, con la camiseta de La Cámpora puesta. Porque en ese caso es posible que la paz deje de estar asegurada por un largo tiempo, que los viejos kirche-peronistas terminen jubilados con la mínima y que el descalabro no perdone ni a El Calafate. “Pero no, jefe, dijo muy seguro el reo de la cortada de San Ignacio. Todo esto es pour la gallerie, como dicen los franchutes, Esto es como cuando te quieren meter miedo y te amenazan con un perro que te chumba y te muestra los dientes. Al final le tirás un hueso y el perro te mueve la cola”. Y después de una pausa, que aprovechó para tomarse el café que le quedaba en la taza, el reo agregó: “Eso si, maestro. Por las dudas, siga comprando dólares”.

martes, 23 de abril de 2013

HISTORIAS DE BARRIO Durante la Segunda Guerra Mundial eran pocos los hogares de la clase media argentina a los que el kiosquero del barrio no les llevaba, cada mes, un ejemplar de Selecciones del Reader´s Digest. La gran oportunidad de disfrutar las heroicidades de los soldados aliados, sufrir por las atrocidades cometidas por los nazis, asombrarnos de lo estúpidos que eran los japoneses y enterarnos de lo macanudo que podía llegar a ser el Tío Pepe Stalin. Pero además de leer todas las historias de guerra y los chistes, yo no me salteaba jamás la sección "Mi personaje inolvidable". En la que un tipo evocaba a alguien que le había dejado alguna enseñanza o algún ejemplo perdurable y constructivo, como lo exigía la moral de aquellos tiempos tan terribles como inocentones. Pues bien, ya en el debe de la vida, he descubierto que yo también tengo mi personaje inolvidable, aunque tal vez no encaje en el molde de los de Selecciones. Era una mujer vieja, alta y flaca, de la que ni siquiera recuerdo su nombre. Pero que fue la que me introdujo a mis 18 años, jactanciosos y escépticos, en el mundo inquietante de lo que es inexplicable para la razón. Corría el año ´49 y yo no era más que un adolescente a la deriva. No había terminado la secundaria, lo que significaba que tampoco me había embarcado en una carrera terciaria, como la mayoría de los amigos de mi clase. Ni trabajaba en un taller o en el comercio, como lo hacían mis vecinos más pobres. Mi madre le reprochaba a mi padre: "Si no fuera por vos, éste hubiera terminado el bachillerato". Éste naturalmente era yo y, en lo que concierne a mi padre, seguramente tenía razón. Mi viejo, agnóstico de visita mensual a la Virgen del Carmen, poeta en retiro efectivo y diplomático jubilado, estaba convencido, a esa altura de su existencia y de su circunstancia, que la vida no es más que una aventura personal y que su hijo ya estaba en edad de hacerse cargo de la suya. Por lo que yo me remitía a leer todo lo que encontraba en la biblioteca de casa (donde abundaban los autores franceses, como Daudet, Flaubert, Benjamin Constant, Jules Renard, Volney, Stendhal, Fontenelle, Anatole France), escuchaba tangos por Radio del Pueblo y dibujaba. Y fue debido a esto último, a mi supuesta habilidad para dibujar y pintar -recuerdo a las tías que no cesaban de alabar mi talento- que un buen día, cansado tal vez de vagar los siete días de la semana, acepté la sugerencia de inscribirme en una academia y desarrollar mis dotes. Mi padre, no sé si por las referencias o por la cuota, eligió para mí una academia que funcionaba en un viejo edificio de la avenida Entre Ríos, cerca del Congreso, en la que algo tenían que ver los socialistas y los republicanos emigrados. La casa era fea y las aulas grandes, frías y mal iluminadas. Todo tenía allí un aire marchito, lo que incluía a mi profesora, una mujer más que cuarentona, amante, se decía, del pintor catalán de la clase de enfrente. Aquel primer curso reunía unos quince alumnos, de todas las edades y condiciones. La tarea se desarrollaba frente a un tablero donde plantábamos, con chinches, unas grandes hojas blancas. Y durante una hora, bajo la dirección distraída de la profesora (que de vez en vez cruzaba el pasillo para ir a charlar con su amor otoñal), tratábamos de reproducir con carbonilla algún objeto de yeso colocado sobre una mesa (un jarrón, una vaca, la máscara de Julio César). Después de dos o tres sesiones se daba el trabajo por terminado y se procedía a fijarlo, soplando sobre la superficie una sustancia que, por bien que se hiciera, siempre dejaba todo amarillo. A mi derecha, en el tablero de al lado, se sentaba una señorita correntina que me doblaba en edad. Era muy sonriente y hasta diría que no era fea, pero yo no sólo la veía como a una vieja, sino que no se parecía para nada ni a Lana Turner ni a Ana María Lynch. A pesar de ello, sin dejar de dibujar, charlábamos durante toda la clase y al cabo de dos o tres semanas ya se podía decir que, aunque no nos tuteáramos (no se utilizaba por aquellos años), ya éramos amigos y ella me permitía que, al retirarnos, la acompañara hasta la parada del 39, que la llevaba a Palermo. Pero la sorpresa me la deparó apenas un mes más tarde, cuando me invitó a tomar el té el domingo siguiente. Mi imaginación adolescente voló al recibir esa invitación, pero una vez en su casa -en realidad una pensión, en la calle Santa Fe, donde vivía con su madre- advertí, desilusionado, pero también aliviado, cuál era su propósito. Lo que la había atraído de mí no era más que mi racionalismo descreído y militante. Por lo que aquella tarde, de té Mazawattee acompañado de galletitas surtidas Bagley, servido en silencio por su mamá, se empeñó, inútilmente, en lograr mi conversión. Mientras que yo, entre asombrado y divertido, descubría a mi vez en ella un espécimen con el que hasta entonces nunca me había topado. Una católica de misa diaria, retiros espirituales y días dedicados a tomar nada más que caldo de zanahorias (lo que supongo sería una alternativa light a la flagelación), que también estaba convencida de que, práctica y convicción mediante, era posible convocar a los muertos y servirnos de sus consejos. Agotadas las galletitas, frío el resto del té en la tetera gorda y cubierta por un bordado de lana, me levanté para despedirme. Me bastó su mirada para saber que ella no se daba por vencida ni iba a renunciar así nomás a las indulgencias que le proporcionaría mi conversión. Y tras cartón, casi desafiante, me hizo un pedido inesperado: que la próxima vez que nos viéramos le llevara algún objeto de mi padre. Sin conocerlo, a través de lo que fuera, podría decirme cómo era y qué le esperaba. Me volví en el 41 para Caballito y durante todo el trayecto estuve cavilando sobre qué hacer. Pero el martes, cuando volvimos a vernos en la academia, dejé obedientemente en sus manos un pequeño peine de bigote que mi viejo ya no usaba porque se lo había afeitado. Me extrañó que a pesar de que podría haber interpretado mi gesto como una claudicación, jamás me volvió a hablar del tema y, lo que es peor, tampoco me devolvió el peine. Lo que me produjo cierto desencanto: o había dejado de interesarle o, como lo sospeché el año siguiente, cuando murió mi padre, esta bruja lo sabía y no se había atrevido a decírmelo. Pero de cualquier modo se había salido con la suya: había conseguido conmover mis más fuertes convicciones. El segundo capítulo lo puso en marcha también mi amiga correntina, al conseguirme un empleo. Pero no un empleo cualquiera. Como le mencioné varias veces que quería trabajar, con lo que disimulaba un poco el placer que me causaba no hacerlo, un día me dio la dirección de una señora. Había sido la directora del colegio donde ella ejercía de maestra, en Corrientes y por esos días andaba buscando a alguien que supiera escribir a máquina, para pasarle unos originales. Se trataba de un conchabo de unas pocas horas diarias, dos o tres días a la semana. Y así fue como pasé de esta resistida introducción al mundo de lo sobrenatural, a una experiencia mucho más profunda y turbadora, como que hasta hoy me tiene perplejo. Quien habría de ser mi empleadora vivía en una de las casas baratas de Caballito sur. A primera hora de la tarde, como habíamos convenido telefónicamente, me detuve ante su puerta y toqué el timbre. Me abrió la puerta una jovencita de no más de 13 años, flaquita, feúcha, que me miraba de soslayo y que, tras dejarme en el hall, se asomó a la escalera y gritó: "¡Abuela, llegó el muchacho que esperabas!" Después se escabulló y la oí desplegar escalas en un piano que alguien, con una acento muy extraño, acompañaba cantando: "Do, re, mi, fa..." Me asomé, intrigado, a la sala, y la vi, a ella, sentada frente al piano y a su lado, una enorme cotorra en su percha, que seguía cada nota con su vocecita estridente. La chica me miró y me sonrió pícara por primera vez. Sin duda, era su número favorito y lo desplegaba ante los visitantes novatos. Cuando bajó la dueña de casa quedé impresionado. Detrás de sus gruesos anteojos de miope, brillaba una mirada penetrante; además, cuando le di la mano, la tomó entre las suyas y así la tuvo, un buen rato, como si también me examinara a través de la piel. Después me explicó brevemente lo que esperaba de mi, me dijo lo que me podía pagar -que era muy poco- y me llevó, escaleras arriba, hasta una habitación en la que había una mesa, unas pocas sillas, unas estanterías con libros, un gran armario que encerraba vaya a saber qué trastos y una vieja Underwood. Mi trabajo era sencillo. No bien llegaba se reunía conmigo en aquel cuarto y me daba unas cartas manuscritas para que se las pasara a máquina y que algunas veces volvían a mí con nuevas correcciones. A medida que charlábamos me fui enterando que se había jubilado como directora de una escuela de Goya, que era viuda, que su hija había muerto de cáncer dejándole a la nieta de pocos años y que su yerno, un atorrante, no había vuelto a aparecer por allí, lo que atribuía a su insensibilidad, a que se había juntado con otra y a que le había llevado todos sus ahorros. En esa situación crítica parece que se puso a pensar en qué podía hacer. Y no se le ocurrió nada mejor que tratar de crear un sindicato de maestros opuesto al oficial. Lo que era todo un atrevimiento y hasta una aventura peligrosa en aquellos tiempos en que el peronismo era amo y señor de los gremios. La forma de hacerlo y de ahí mi cometido, era enviar cartas con su propuesta a centenares de maestros del interior, lo que, a juzgar por las contadas respuestas que obtenía, no le estaba dando resultados. Pero al tiempo de estar allí me fue fácil advertir que no sólo se ocupaba de la sindicalización docente. A menudo, cuando yo estaba peleando con la Underwood, ella ingresaba a la habitación con alguna mujer y me pedía que me alejara por una hora. Que a veces podían ser dos. También descubrí, un día que no tenía nada que hacer, hurgando en el armario, una extraña caja de madera de la que salía, de un lado, un cable eléctrico que remataba en un enchufe y del otro, dos cables insertados en sendas anillas de metal. Me resultó fácil deducir que en su interior había un transformador para que quien lo usara pudiera darse, sin riesgo, baños de electricidad. Y un día que esperaba en el hall que terminara una consulta vi llegar, en un Buick negro con chofer, a una anciana muy bien arreglada, de sombrerito con tul y tapado de piel. La nena la hizo entrar, se sentó a mi lado y no bien nos presentamos comenzó una interminable alabanza de mi empleadora. “Desde que murió mi hijo –me confesó- yo no podía dormir. Por suerte una amiga me dio la dirección de esta señora y desde entonces duermo como un niño toda la noche. ¿Sabe qué me dijo que hiciera? Que al ir a acostarme agarre un terrón de azúcar, de esos que vienen en pancitos y escriba mi nombre en cada una de sus caras. Y que después lo ponga bajo la almohada que me hará dormir. ¿Y quiere creer que eso fue santo remedio?” A partir de esa revelación ya no me quedaron dudas de que me hallaba al servicio de alguien así como la Madre María del barrio. Y cuando una tarde a solas, mate de por medio, le dije lo que me había contado aquella mujer tan paqueta, lo admitió y ya en tren de confidencias, pasó a narrarme la fantástica historia de su conversión, de mujer común, a otra con dones sobrenaturales. Todo le había ocurrido después de sufrir tantas desgracias, como si el Señor hubiera querido compensarla. Un día, que estaba sola en su casa, sintió que alguien –ella creía que un ángel- se apoderaba de su brazo derecho, la forzaba a buscar un lápiz y un cuaderno y a escribir un largo dictado, con una letra distinta a la suya, en el que le avisaban que a partir de entonces tendría una misión sobre la Tierra. Con poderes para sanar, calmar dolores, consolar a los afligidos y hasta para vislumbrar algo de los sucesos futuros. Después, todo siguió un orden natural. Primero vino uno, luego otro, se corrió la voz, primero en el barrio y luego en otros barrios y ya tiene un montón de gente que la busca para que la aconseje en problemas de salud, de familia o de los nervios, como la anciana del pancito de azúcar. Mientras chupaba de la bombilla sin dejar de mirarla, no cesaba de preguntarme si lo que tenía delante era una loca de remate o una charlatana que vivía de sus supercherías y de la ingenuidad de otras viejas. Por lo que, ya fuera un caso como el otro, pensé en ese mismo momento, lo más sensato era dejar aquel empleo antes de que apareciera el autito de la policía y terminara, como cómplice de esta mujer, estampando mis huellas dactilares en la seccional más próxima. Pero al mismo tiempo, cosas de la sugestión, traté de evitar estos pensamientos, no fuera a ser que me los estuviera leyendo. Por lo que no bien hizo una pausa le pregunté si también tenía premoniciones. No me respondió enseguida, revoleó los ojos hacia aquí y hacia allá y por fin los detuvo para mirarme fijo y profundo, como sólo ella era capaz de hacerlo. Y entonces me dijo: “Varias, varios presagios cumplidos. Pero ahora le haré uno que usted no se olvidará. Eva, Eva Perón ¿comprende?. Esa mujer tiene los días contados”. Y señalando hacia lo más alto, con la cabeza y con la mano, involucrando sin dudar al mismo Dios en su vaticinio, me dijo, con terrible seguridad: “Ella, aún no lo sabe, pero ya está señalada desde arriba”. Eva Perón tenía entonces nada más que 30 años, estaba en su apogeo, apenas dos años atrás había hecho una brillante gira por Europa, su popularidad rivalizaba con la de su marido y habría que esperar un año, enero del ´50, para que después de una operación de apendicitis que le hiciera el doctor Ivanissevich, comenzara a rumorearse que padecía de cáncer. Pocos días después de aquella reveladora conversación, renuncié. Y en cuanto a la profecía, reconozco que entonces no me impresionó porque consideré que estaba inspirada, más que en dictados sobrenaturales, en la bronca que sentía por Perón, su mujer y todo lo que oliera a peronismo. Por eso creo que no volví a pensar en ella hasta aquella noche del 26 de julio de 1952, cuando, acudiendo a una cita en el centro en el tranvía 86, advertí que a medida que aquella carrindanga avanzaba por la avenida Corrientes, las luces de los negocios se iban apagando, se bajaban las cortinas, se cerraban las puertas y la gente, casi en medio de las tinieblas (vivíamos en sempiterna crisis eléctrica), ganaba en tétrico silencio las calles. Eva Perón tenía efectivamente los días contados y había muerto a las 20 y 25 de aquél día. Yo también, me bajé del tranvía y me puse a caminar de vuelta al barrio para ventilar un poco mi perplejidad. Ignoro qué habrá sido de esa mujer, de su nieta, de su cotorra y de la correntina aquella que se quedó con el peine de bigote de mi padre. Pero si aún hoy sigo recordando aquellas historias marchitas, no creo que sea por otra cosa que porque me ha quedado la sensación de que entonces rocé misterios a los que no volví a tener acceso. Que tal vez haya perdido una oportunidad que se debe dar pocas veces en la vida de un tipo y que, salvo que el ángel de aquella vieja se acuerde de mi, me quedan pocas chances de que se me den de nuevo.

domingo, 21 de abril de 2013

QUINTO “A”: LA DIVISIÓN MALDITA En el fondo del salón en penumbras, saturado por el nauseabundo olor de las flores pudriéndose, la viuda de Casero gimoteaba sin cesar. La acompañaba muy poca gente porque ya era tarde. Distinguí a sus dos hijos, la novia del menor embarazada de cinco o seis meses –con estas chicas tan flacas es difícil saberlo- y un par de amigas que, cansadas tal vez de consolarla, se contaban sus propias cuitas. Me acerqué, le tomé las manos, la besé, le dije las frases de rigor y finalmente, como si fuera nada más que para quedar bien, le pregunté de qué había muerto. Cuando en verdad ése era el único motivo que me había llevado hasta allí, ya que aborrezco los velorios. Me contó que un día empezó a vomitar, le dieron mareos, el médico que lo atendió aparentemente equivocó el diagnóstico y cuando lo operaron ya era tarde; murió al día siguiente. Me aparté de la viuda, que había reanudado sus llantos y me senté al lado de Cavarozzi. Estaba apesadumbrado. Lo palmeé, él me respondió algo así como “parece mentira, quién iba a pensar” y yo saqué entonces un papel del bolsillo y lo puse entre sus manos. Allí había escrito: 1955-1995: 4. Saldo: 21. 1995-2000: 14. Saldo: 7. Cavarozzi empalideció al leer las cifras. “Y en casi todos los casos –agregué con saña-, muertes sin aviso previo. Corazón, derrame, accidente...” Cavarozzi me hizo señas desesperadas de que no quería escuchar más. “¿Qué hacemos? –dijo-. ¿Decime qué hacemos? Te juro que hasta pensé en proponer una marcha a pie a Luján, a ver si se acaba esta racha maldita?” Y casi se puso a llorar, como la viuda. La historia era ésta. Cavarozzi, Casero, yo y otros 22 egresamos de la división 5° A, del colegio Nicolás Avellaneda, en 1955. Durante 40 años apenas si supimos unos de otros; no sé quién me avisó de la muerte, por leucemia, a los 26 años, del alemán Fleiss. Ni recuerdo tampoco cómo fue que me enteré que al tano Giganti lo había pisado un camión mientras andaba en bicicleta por la Costanera, a los 30 y pico. Lo que sí sé es que alguien, un día de mediados de octubre de 1995, dejó en mi contestador telefónico un mensaje, invitándome a participar del reencuentro de los egresados del “glorioso” (así decía el idiota que llamó) quinto A. Dudé entre asistir o no. En primer lugar porque no guardo un buen recuerdo de mis años de secundaria ni de mis compañeros; hasta diría más, nunca les perdoné que, porque era entonces gordito y petiso, me mandaran siempre al arco, ni que me llamaran Poroto. Ese Poroto por allí, Poroto por allá y que cuando se armaba un picado yo fuera el último en ser elegido, aún hoy me saca de quicio. Además, me producen náuseas esas evocaciones de muertos, las historias estúpidas de ratas y machetes, de profesores tontos o cornudos y de celadores ridículos. Y también aborrezco esa instantánea deprimente que reúne, cuatro décadas después, a tipos ricos y pobres, exitosos y fracasados, calvos y cabelludos, atléticos y panzones, como yo. Pero al fin asistí, aunque de mala gana, al salón del Club Español en el que se celebraba el reencuentro de los sobrevivientes de aquella promoción. Llegué tarde y mi primera mirada al conjunto fue de desagrado; me vi observado por todos, sentados ya a las mesas y yo como un tonto sin reconocer a ninguno. Hasta que se me acercó Beltrame, mi estúpido compañero del pupitre de al lado durante los 5 años del secundario. Quien luego de gritar: “¡Pero miren quién está aquí! ¡Poroto!”, lo que casi hizo que me fuera, me abrazó emocionado. Luego fui pasando de mano en mano y de evocación en evocación hasta que, comida la porción de helado y bebida la copa de champaña ritual, pude volverme a mi casa. Así fue como comenzó esta otra historia, pero de horror. Porque al mes o al mes y medio del reencuentro me llamaron para decirme que a Beltrame, precisamente, al pobre Negro Beltrame, le había dado un infarto fatal en la platea de Racing, cuando celebraba un gol. Y luego en febrero, el segundo golpe: ahora era el Cabezón Ortelli el que se había marchado, ahogándose, él, que presumía de nadar como un pez, en las playas de Pinamar. En tren de abreviar: entre el 95 y el 96, cuando volvimos a vernos, murieron tres; cuatro el año siguiente, el 98 la guadaña descansó y otra vez, tres y cuatro, entre el 99 y el 2000. Cavarozzi, que estaba muy asustado, intentó una explicación por el lado estadístico. A lo que yo, implacable, le respondí que precisamente la estadística indicaba que esta camada de sesentones se estaba yendo mucho antes de alcanzar el promedio, que está en los 75 años. “¿Te das cuenta –le dije (y sin querer me salió casi chistoso)- que si esto sigue así la próxima vez vamos a poder reunirnos todos en una cabina de teléfonos?” Y renunciando por una vez a la racionalidad, que ya no daba para explicar lo que nos estaba ocurriendo, agregué: “Cavarozzi, acá hay algo o alguien que nos está fusilando”. En ese preciso momento emergió, podría decir que de las sombras, porque no lo había visto antes, un tipo alto, vestido totalmente de negro, negros también los anteojos y el paraguas que empuñaba. “¿Y ése quién es?” –le pregunté a Cavarozzi. “¿No lo conocés? Baldassi. Lo que pasa es que solamente hizo quinto con nosotros. Y además era de los maricones que jugaban al básquet”. Mientras Baldassi se inclinaba ceremoniosamente ante la viuda de Casero para despedirse, tuve un pálpito: “Decime ¿quién fue el de la idea de reunirnos? ¿No habrá sido Baldassi?” Aún en la penumbra advertí que Cavarozzi palidecía. “No sé –respondió al fin- pero a mi el que me llamó fue él”. Agregando enseguida, confundido: “¿Qué zonceras estás pensando, Poroto?” Entre agosto, que murió Casero y octubre, que hicimos la sexta reunión anual, no murió nadie, pero Cavarozzi no asistió. Y fue precisamente Baldassi el que no bien me vio, me informó que el pobre estaba internado en el Italiano, pero de una pavada y que le iban a dar el alta enseguida. Lo fui a ver y me recibió sonriendo. “Le pedí a propósito a Baldassi que te avisara, porque sé lo que pensás. Pero quedate tranquilo, Poroto, es un tipazo. Los médicos me aseguraron que estoy fenómeno y que salgo en un par de días”. A mi no me pareció lo mismo, porque lo vi muy ojeroso y conectado a varios aparatos. Pero como estaba tan feliz me despedí de él convencido de que lo volvería a ver. No fue así. Murió a la semana de un enfisema. La explicación fue que era muy fumador, pero no me convenció. Por lo que suspendí un viaje de solos y solas a Cuba que tenía reservado para esos días –y en el que confiaba para poner fin a mi larga viudez- y me puse a investigarlo a Baldassi. Para lo que aproveché, ya que trabajo en seguros, mis contactos con una agencia de detectives. El informe que me prepararon fue decepcionante. Baldassi era martillero en Lomas, vivía en Banfield y tenía un amorcito en Temperley. Salía regularmente a las 9, almorzaba unos días en su casa y otros en los de su amante; trabajaba puntualmente hasta las 19 y jamás dejaba de estar de vuelta en el hogar a las 21. Dos hijos, un nieto. Buen concepto en el barrio, crédito satisfactorio en los bancos. Cerré la carpeta con fastidio, diciéndome que era un idiota, cuando sonó el teléfono. Una voz de mujer me anunció que había muerto Chapochnicoff, el Ruso Chapo. Pero no había muerto solo. Se había ido en compañía del Marciano Pisani. Estos dos papanatas, platudos y ociosos, andaban corriendo un rally de autos antiguos por los lagos del sur y se despeñaron en la cordillera. Me agarró un temblor que me duró toda la tarde, no por ellos, sino por mi, hasta el punto que creí que yo también me estaba muriendo. Porque no es que fuera amigo de esos dos. Pero qué casualidad, apenas una semana antes me los había encontrado en una estación de servicio a bordo de la Giulietta con la que acababan de matarse. Cuando reaccioné volví a examinar el informe sobre Baldassi y lo rompí. Me dirigí a Constitución, tomé el tren, bajé en Lomas y fui derecho hasta la inmobiliaria de este sujeto. Me recibió a los abrazos, le mentí que tenía interés en comprar algo por la zona y después, con la intención de semblantearlo, me puse a hablar de los últimos muertos. Había que verlo cómo se puso. Las lágrimas le rodaban detrás de los anteojos negros. Pero no se los sacó ni siquiera para secárselas. Por lo que me imaginé que esconderían unas pupilas rojas y encendidas como uno se imagina las de Satanás. Cuando el efecto finados pasó, pretendió que volviéramos a hablar de negocios. Pero fue en ese momento cuando advertí, en un rincón de la oficina, colgado junto a otros retratos y unas estampitas religiosas o no se qué, la foto de todos nosotros, el día de la graduación. Me levanté, dejándolo con una oferta que prometía ser sensacional en la boca y examiné, de más cerca, aquella vieja foto. Y sí, sobre todos los fallecidos, incluyendo los más recientes, había una casi imperceptible mancha que podía ser de tinta china o de pintura negra. “¿Y esas señales qué son, Baldassi? –le pregunté con sorna- ¿Las muescas de tu pistola?” Se levantó balbuceando para contarme quién sabe qué mentiras, pero yo lo detuve con un gesto, al tiempo que enfilaba hacia la puerta: “Chau, Baldassi. ¿Y a mi, cuándo me toca?” Lo dejé con la boca abierta y me volví enteramente convencido de que, fuera lo que fuera lo que diezmaba a los ex alumnos del 5° A del Avellaneda, promoción 1955, este tipo siniestro algo tenía que ver. Tres meses después y cuando de aquel grupo sólo quedábamos cuatro, una voz irreconocible y que me pareció además fúnebre, dejó en mi contestador el lugar y fecha de la séptima reunión anual, que, se me ocurrió, debía ser la última. Al menos para mí, que ya veía llegar mi turno. El sitio elegido esta vez fue un restorancito en el barrio de Almagro. Cavilé profundamente antes de dirigirme al lugar de la cita. Ya he dicho que sólo quedábamos cuatro sobrevivientes a la espantosa carnicería de estos siete años: Baldassi, el Loro Loreau –flaco casi transparente- , el Gordo Camba –presa de una depresión que lo tenía acorralado- y yo. Que aunque estaba convencido de que una fuerza superior y maligna sobrevolaba como un buitre sobre nosotros y que por lo mismo sólo era posible someterse y esperar el turno, resolví darle lucha. Por eso, antes de salir, metí en mi portafolio un sable bayoneta que me había traído de recuerdo de mi paso por el servicio militar. Y descolgué de la pared de mi dormitorio una cruz de plata que perteneciera a mi mujer y también la metí allí. Mi plan era, o llevármelo conmigo si me veía morir o pararlo con la cruz, como se hace con el demonio, si es que me daba oportunidad. Fui el primero en llegar, a las 9 en punto y también el único parroquiano del lugar. Como a las y 20 se abrió la puerta y apareció el Gordo Camba. Maltrecho, demacrado, casi arrastrándose, se tiró en la silla, me saludó dejando un rato su mano entre las mías; después, sin decir palabra, se apoyó contra la pared y quedó mirando el techo. Juro que tuve miedo de que se me fuera allí mismo. Seguimos en silencio, hasta que, para romper el hielo y ver si se animaba un poco, sugerí un vino y algo de jamón y queso. Ahí lo vi reaccionar, porque si había algo que la depre no le había hecho perder, era el apetito. Con la picada y el tinto nos entretuvimos, hablando a ratos de esto y aquello, unos 20 minutos. Hasta que un ruido tremendo, que venía de la calle, sacudió las paredes, seguido de un coro de ayes y de gritos destemplados. Creyendo adivinar lo que acababa de ocurrir, le apreté una mano a Camba, que sólo atinó a preguntar “¿Qué pasó, Poroto?”, y le dije: “¡El Loro! ¡Seguro que ahora le tocó al Loro!” Nos paramos pero no nos atrevimos a salir. Al ruido y las exclamaciones siguió luego un silencio, denso y prolongado. Y tal vez cinco o diez minutos después -¿cómo medir la eternidad?- la puerta del restorán comenzó a abrirse lentamente. “Ahí viene Baldassi” –atiné a decirle a Camba, que permanecía rígido como una estatua. Y, rápido como el rayo, abrí el portafolio y empuñé, con una mano, la charrasca y con la otra, la cruz de plata, dispuesto a enfrentar a nuestro asesino. Pero cuando se abrió la puerta no fue Baldassi el que apareció, sino Loreau. Flaco y pálido como una vela, entró a los tropezones y con los brazos extendidos hacia delante como quien está por venirse al suelo. Lo recibí en los míos, aún empuñando la bayoneta y la cruz, y le pregunté, a los gritos, porque no reaccionaba, qué había pasado. Entonces me apartó débilmente, caminó hasta el mostrador y pidió un vaso de agua. Para pasar luego a explicar, entre hipos y ahogos, lo que acababa de ver. “Fue horroroso, Poroto, horroroso– fue lo primero que le escuché-. Venía para acá, iba a cruzar la calle, cuando lo veo a Baldassi que caminaba por la vereda de enfrente. Me vio, le hice señas con las manos de que me esperara y en ese momento un colectivo, que venía a marcha lenta por el centro de la calzada, se desvió de golpe, inexplicablemente, se subió a la vereda y lo aplastó al pobre Baldassi contra la pared”. Reconozco que me sentí muy mal, como un tremendo idiota; metí, de la manera más disimulada posible, el arma y la cruz en el portafolio y junto con los otros dos fui hasta el lugar del accidente. Y si, allí estaba el pobre Baldassi, reventado contra la pared, cubierto de sangre, pero con sus anteojos negros en el lugar de siempre y aún empuñando el paraguas. Nos quedamos junto a él un buen rato, hasta que llegó la ambulancia y se lo llevó. Luego marchamos hasta la seccional para informar sobre el muerto y hacer el primer llamado a la familia. Cuando nos retiramos, de madrugada, Loreau parecía un espectro y le recomendé que antes de volver a su casa fuera a ver a un médico. Camba, que no habló durante todo el episodio, al final, cuando ya nos despedíamos, me abrazó fuerte y me dijo con increíble naturalidad: “Poroto, me parece que hoy me voy a pegar un tiro”. Cuando volví a mi departamento ya clareaba, un viento frío se colaba por una ventana entreabierta y agitaba las cortinas del dormitorio. Cerré la ventana, subí la persiana para que entrara un poco más de luz y repuse la bayoneta en su lugar. Luego tomé la cruz de plata y me dirigí hacia la pared en que debía permanecer colgada. Pero al pasar frente al espejo del ropero me detuve a observarme, porque advertí algo raro en la imagen que reflejaba. Lo que atribuí, en principio, a la escasa claridad o a la figura grotesca que hacía, despeinado, demacrado y enarbolando una cruz. Por lo que di un par de pasos más hasta quedar cara a cara con ese otro o tal vez yo mismo, pero distinto. Me pasé instintivamente la mano libre por la cabeza para dominar lo que quedaba de mi cabellera rebelde y vi, complacido, que el otro replicaba con la corrección esperada. Me sonreí e hizo lo mismo. Entonces me tranquilicé atribuyendo todo al cansancio y ya me iba a volver, cuando algo pasó entre el del espejo y yo. No se si por la luz escasa o porque volvieron a agitarse las cortinas a pesar de que la ventana estaba cerrada. Sentí que algo me impulsaba a acercarme un poco más, hasta el punto que mi aliento empañaba la luna y desdibujaba al otro, haciéndolo borroso, impreciso y distinto. Los ojos más hundidos, las arrugas mas pronunciadas, la boca que no sabía si reír o maldecir. Y allí fue cuando se produjo el hecho más extraño. La mano derecha elevó un poco más la cruz de plata, hasta situarla por encima del nivel de mi hombro y la izquierda, como si también tuviera vida propia, se aproximó al espejo hasta tocarlo con el dedo índice extendido. Y cuando los dedos, por sus extremos, se juntaron en la superficie de la luna, el otro, enarbolando la cruz con la zurda, abrió la boca y mirándome con una fijeza singular dijo unas palabras que no entendí. Por lo que se acercó, él, un poco más a mi y ahora, si, escuché que me decía con toda claridad: “No busques más, Poroto. Eras vos”. Pero eso no fue todo. Porque me oí a mi mismo responderle: “Si, lo se. Y bien merecido lo tienen por llamarme Poroto”.

miércoles, 17 de abril de 2013

Circo criollo EL GRAN DESCHAVE ARGENTINO Hoy en la Argentina se está en presencia de un gran escándalo desatado, cuándo no, por un periodista. Quien, con diferentes engaños, ha conseguido que un par de individuos, supuestamente vinculados con alguien muy cerca del corazón del lamentablemente fallecido ex presidente Kirchner, también conocido como Él o El Eternauta, reconocieran haber manejado algunos euros para ponerlos a buen resguardo en paraísos fiscales. En la maniobra, aparte de quien ya no puede defenderse, estaría involucrado un gran amigo de la familia presidencial, quien de haber sido un simple empleado bancario en la lejana y querida Santa Cruz, pasó a ser, supuestamente por la amistad que lo une a “la familia”, un potentado que envía paquetes de euros, medidos en kilos, a Panamá y otros destinos. Los que son bien conocidos por los magnates sudamericanos, inclusive, desde ya, los argentinos. Pero, por fortuna para estos, el vapor de la carrera no habla y también permanecen en silencio los bancos orientales. Pero mientras este asunto se aclara y, finalmente, queda demostrado que no se trataba más que de patrañas urdidas por los enemigos del régimen y, por añadidura, de la democracia, lo que queda de manifiesto es, por un lado, que el Gobierno exhibe una falla imperdonable y, por otro, que sus enemigos no conocen límites cuando se trata de demolerlo y, con ello, de terminar con la libertad de que hoy gozan los criollos. La falla, qué duda cabe, en especial frente a hechos como éste, es la demora en hacer aprobar la ley de medios, ya que sin medios sería imposible que se produjesen. Con la cadena oficial para los adultos y el Paka Paka para los pequeñitos la audiencia estaría más que bien servida y el país se hubiera ahorrado episodios tan desagradables y falsos como este que hoy nos ocupa. Pero lo que debe irritar a todo buen argentino no es sólo que se haya pretendido destapar un acto de corrupción claramente inexistente, sino que se ha pasado por encima de un principio que se cuenta entre aquellos con que, al menos en este país, no se juega. Uno, es la madre, que siempre es y será una santa, lo mismo en la Tierra que en el Cielo, si es que el Señor ha decidido llevársela consigo. Y el segundo es la guita. Lo que se ha intentado hacer con ese mozo Lázaro Báez y, por ende, con la memoria de El Eternauta y de su familia (uno de cuyos miembros y no por casualidad, ejerce la Presidencia), es francamente insoportable. Porque si el tipo, quienquiera que sea, se la ha sabido ganar, lo que corresponde hacer, al menos aquí, es felicitarlo y esperar que la próxima vez nos toque a nosotros. Pero nunca, jamás, señalarlo con el dedo y marcarlo como si fuera un bandido o, peor, un hijo desconsiderado. Por eso y acaso lo más triste de esta historia que seguramente tendrá un final feliz (es decir, el que irá en cana, como debe ser, será el denunciante), es la pretensión de vulnerar las mejores tradiciones patrias y pretender que la República transite por caminos por los que nunca anduvo ni andará, gracias a lo cual hoy se dispone de un nivel de vida que ya lo quisieran en Europa. Y además (y esto es muy bueno consignarlo hoy), se puede correr libremente por las calles de cualquier ciudad, lo mismo si es perseguido por un motochorro que por un policía, sin peligro de que lo sorprenda el estallido de una bomba, como acaba de ocurrir en Boston. “¿Sabe lo que pasa, maestro?, dijo el reo de la cortada mientras endulzaba su café con sacarina. A esta gente le ocurre esto por angurrienta. Y le digo más, concluyó con bronca, ojalá terminen todos en cana”. Y como alguien no se mostrara convencido y le pidiera una aclaración, agregó, mientras revolvía: “Pero claro maestro. Se la hago corta: nada de esto se hubiera sabido si estos fulanos, en vez de quedarse con toda la guita, hubieran ido al vamo y vamo criollo” ¿El vamo y vamo?, preguntó el otro. ¿Y que es eso?” El reo lo miró con lástima y luego de tratarlo de japonés le aclaró: “El vamo y vamo, jefe…. Un kilo de euros para mi, dos para el juez; un kilo de dólares para mi, medio para el periodista; cien kilos de pesos para mi, cien para la patrona…”

viernes, 12 de abril de 2013

DE TERROR Volvió a su casa a la hora de siempre. Pulsó el control a distancia, se abrió el portón del garaje, entró y ubicó su auto al lado del de su mujer. Bajó del auto, se asomó un minuto a la calle y tras volver a emplear el control para cerrar el garaje, rodeó la casa por el jardín con la idea de entrar por la puerta de atrás. Los perros, Negro y Diablo, ladraron. Él les avisó: Soy yo, tranquilos, soy yo. Los perros volvieron a ladrar mientras él daba nuevos pasos por el sendero del jardín. Entonces ocurrió lo inesperado. Los dos doberman, Negro y Diablo, se interpusieron en su camino. Y no sólo eso: lo enfrentaron, le cerraron el paso, ladrando, gruñendo y abriendo sus bocazas amenazadoras. Él se detuvo, sorprendido, pero los perros no: se lanzaron sobre él. Intentó detenerlos con un gesto, con una palabra, pero enseguida adivinó que los perros lo desconocían y echó a correr. Negro y Diablo lo alcanzaron antes de que llegara a la calle. Primero le mordieron los tobillos, pero cuando se dio vuelta, para defenderse, se le echaron al cuello dispuestos a morderle la garganta. Entonces despertó. Con la respiración agitada y las manos defendiendo su cuello. Respiró aliviado. Todo no había sido más que una pesadilla. Parpadeó. Debía de ser noche cerrada, por la oscuridad que reinaba en el cuarto. Pero de inmediato y aunque aún estaba medio dormido, lo asaltó una duda: ¿dónde estaba? Palpó entonces la cobija que lo cubría. La encontró áspera y maloliente. Se sintió incómodo, como si esa no fuera su cama ni su colchón. Además, el cuerpo le dolía. Tanteó el colchón y advirtió que su espesor era mínimo y que también exhalaba un olor a orín y a sudor intenso. Siguió tanteando. Aquello no era una cama y mucho menos la suya, sino un miserable rectángulo de cemento. Y le bastó con extender su brazo derecho para advertir que estaba unido a la pared. Y que la pared era de cemento sin alisar y sin revoque. Dirigió la vista hacia arriba y hacia atrás y divisó, allá en lo alto, un ventanuco miserable por el que apenas si se colaba algo de claridad, fraccionada por dos barrotes. ¡Estaba preso! ¡Estaba en una cárcel! Sintió pasos, unos muy fuertes, de tacazos y otros muy débiles, de pies desnudos. Y de afuera también se colaban ruidos. Adivinó que debían ser soldados marchando, al ritmo que les marcaba una voz autoritaria. Después todo fue peor. Del pasillo comenzaron a partir alaridos, de alguien a quien torturaban ferozmente y al que, además, insultaban sin piedad. Y de afuera, del patio, partió el ruido metálico y siniestro de los fusiles cuando se los alista para disparar. Tras lo cual escuchó las dos órdenes dadas a viva voz: ¡Apunten! ¡Fuego! Y tras ellas un grito, un quejido y un tiro más, el tiro de gracia. Luego, el silencio, un silencio absoluto, profundo. Tanto de adentro de la cárcel, ya que eso no podía ser sino una cárcel, como del patio. Nada, ni un grito, ni un llanto, ni una amenaza. Un silencio sólido, de tumba, tanto, que se puso a temblar. Y no se engañaba. Primero muy lejanos, pero luego muy cerca, oyó pasos que se acercaban por el pasillo. No había dudas. Ahora venían por él. Se acurrucó en el camastro miserable. Se tapó con la cobija maloliente. Y sólo se oyó decir, casi como si fuera un ruego: Negro, Diablo, soy yo, el patrón. Miró entonces hacia arriba y vio a su mujer asomada a una ventana. ¡Narda!, le gritó esperanzado, ¡Narda!, ayudame. Pero ella no le respondió. Maligna y sonriente, se apartó de la ventana y corrió las cortinas. Ahora otra vez el silencio y la oscuridad. Los pasos habían cesado justo frente a su celda. Ya corrían el cerrojo. Ya estaban sobre él.

viernes, 5 de abril de 2013

Circo criollo LA PATRAÑA DEL MICRÓFONO ABIERTO El hecho de que haya trascendido que el presidente de Uruguay, José (Pepe) Mujica mencionara a la señora presidenta de los argentinos como “vieja terca” y a su marido, ya fenecido (y que por eso sólo ya merecería todos los respetos), de “tuerto”, ha sido atribuido a una desgraciada casualidad. El mandatario oriental se encontraba charlando con sus correligionarios en medio de un acto político y no advirtió que el micrófono empleado para dirigirse al pueblo se encontraba abierto. En consecuencia, lo que pudo ser un comentario, duro, pero de entrecasa, con otros políticos y funcionarios que lo acompañaban, se convirtió en un escándalo internacional. Sin embargo existen muy serios antecedentes, en las relaciones entre los pueblos argentino y uruguayo, que permiten deducir que la casualidad es el participante menos creíble de los que han intervenido en este feo episodio. Y aquí no valen solamente los antecedentes políticos, como el tratamiento de “ladrones” que tuvo para los argentinos otro presidente oriental o la peregrina idea expuesta también por un habitante de la Residencia Presidencial, de que iban a ser atacados por sus vecinos del Plata, por lo que mandó suspender la rueda de mate de su poderoso ejército y ordenó que se aprestaran a defender el territorio patrio. En realidad la pica entre ambos países viene de mucho más atrás y bien puede decirse que, en este contexto, la señora Presidenta, como su fenecido esposo (El Eternauta), no han sido más que los últimos destinatarios de un conflicto que lleva ya un montón de décadas. Y que podría derivar en cualquier momento, no en un episodio nuclear (ya que ninguna de estas dos potencias sudamericanas cuenta, aún, con la bomba), pero sí en una lucha a mano limpia y a pedradas, si es que la tropa llamada a intervenir no ha hallado sus fusiles o éstos sólo han sido provistos, por alguna distracción burocrática, con balas de otro calibre. Está muy claro entonces que si el señor Mujica se ha atrevido a llamar “vieja” a la presidenta de los argentinos –lo que conlleva el doble crimen del exabrupto y la falsedad-, este supuesto desliz, por no decir notable guarangada, debe inscribirse en el contexto de una pretensión uruguaya que viene de muy lejos y que, al no ser convalidada por los argentinos (por ser notoriamente falsa), genera en sus representantes un odio que les hace ver de un modo retorcido y canallesco, todo lo que les viene del otro lado del Plata. Y en efecto, como lo habrá deducido el lector inteligente, lo que no pueden digerir los orientales y de allí estos brotes supuestamente casuales de desprecio por las autoridades argentinas, es que aquí no se reconozca –simplemente porque no es cierto- que Carlitos Gardel era oriental. Es decir, que aquí no se crea y, más bien, se tome a la chacota eso de que proviene de una familia Escayola de Tacuarembó y que, tras otras patrañas, vino a desembocar, casi por casualidad, en el hogar de la señora Gardés, en el Abasto porteño. Pues bien, a causa de que aquí no se admite ni se admitirá jamás esta historia absurda y descabellada, ya que es notorio que Carlitos nació en Toulouse, Francia (que viene a ser el Tolosa de la señora Presidenta, lo que la hace muy cercana a Carlitos), hijo de Berta Gardés y de padre no tan desconocido (su apellido sería Lasserre), los orientales siempre se las ingenian y seguramente seguirán haciéndolo, para denostar a los argentinos y, sobre todo, a quienes los gobiernan. Como acaba de ocurrir, siendo esta vez el protagonista de los improperios el señor Mujica. Pero no importa, digan lo que digan sobre los criollos y sobre sus queridísimas autoridades, lo mismo ayer, que hoy o mañana, Gardel es y será francés y argentino. Y más argentino que franchute porque aquí fue donde se crió y se hizo famoso en todo el mundo. Y por eso, de agradecido, de porteño que era el francesito, jamás se le ocurrió decir que Montevideo era “la Reina del Plata”, sino Buenos Aires. Así como tampoco se le pasó por debajo de su cabellera engominada dedicarle unas endechas a Tacuarembó. Y tampoco a Pocitos ni a Punta. En consecuencia ¡aguante Presidenta!, que la cosa no es con usted sino con Gardel. “Mire maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio- la historia del micrófono abierto a mi no me convence. Salvo –y aquí hizo una pausa- que Mujica no solamente tuviera el micrófono abierto, sino también una botella de medioymedio”.

miércoles, 3 de abril de 2013

Circo criollo ARGENTINA, UN PAIS DE MARAVILLA Los argentinos estamos pasando por un momento fantástico. El nuevo Papa es argentino; la futura reina de Holanda, es argentina, y Messi, el jugador nº 1 del mundo, también lo es. Un triplete de éxitos suficiente como para que cualquier pueblo de la Tierra se sintiera más que rechoncho y dijera basta para mí, estoy hecho. Pero no: hay más. Porque en consonancia con todo eso y como para que la fiesta de ser argentinos no se acabe nunca, el Gobierno se las ha ingeniado recientemente para que el pueblo tenga seis días extra de vacaciones. Para lo que se juntaron los feriados de Pascua, jueves y viernes santo, más un fin de semana y un lunes sándwich entre dos días no laborables, el domingo y el martes 2 de Abril. Una fecha en la que, como se sabe, se celebra la fugaz ocupación de las Malvinas por un gobierno militar no elegido por nadie y culpable, además, de un montón de bellaquerías, seguida por una derrota que nos costó más de 600 muertos, un acorazado hundido y varias aeronaves perdidas. Pero, argentinos, ojo, que esta racha inconmensurable de felicidad bien ganada, no termina aquí. El Gobierno, visto el éxito alcanzado por la reciente cadena de feriados, ya tiene dispuestos los decretos para que haya más días festivos, entre los que se incluirían las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, el desastre de Sipe Sipe y el revés de Cancha Rayada. Menos chances, por ahora, pero sólo por ahora, tienen el terremoto de San Juan del siglo pasado y la epidemia de fiebre amarilla del siglo XIX, pero será cosa de saber esperar. (Por ejemplo, las inundaciones de hace unos días en Buenos Aires y en Tolosa, ¿no merecerían también en un futuro ser recordadas con un par de feriados?) En este contexto glamoroso, y mientras se espera que el dólar blue toque los 10 pesos para iniciar otra ronda de días festivos, es maravilloso de ver cómo se están poblando las filas de la burocracia estatal con miles y miles de jóvenes de la Cámpora, que sin duda alguna le van a dar a la gestión estatal el bullicio y el encanto de que hoy carece. Llena, como hoy está, de laburantes veteranos y aburridos, abrochados a sus asientos y que, por añadidura, muestran poco entusiasmo a la hora de acudir a la Plaza o a donde sea que el Gobierno los necesite para hacer número y vivar a la Señora. Algunos inocentes y otros no tanto, se preguntan cómo va a hacer el país para salir adelante con tanta fiesta, tantos empleados públicos y, también (dicen ellos, los contras del modelo), tanto macaneo, como el de la morenocard, los precios congelados y la inflación oficial planchada. Mientras el cepo cambiario estaría haciendo estragos sobre la inversión y el empleo privado y cuando parecería que va a ponerse de moda otra vez aquel tango que decía “¿dónde hay un mango, viejo Gómez?” Vale decir todas chapuzas de perdedores que no toman en cuenta no sólo lo glamoroso del momento que vive el país de los argentinos, sino de los éxitos que se avecinan y que tienen nombre y apellido: uno, la soja argentina, que la esperan ávidamente China y otras naciones que gustan de este yuyito (como graciosamente lo mencionó la Señora), y que también están ávidos de vender quienes lo producen, ya que recibirán nada menos que tres pesos con cincuenta por cada dólar exportado. Y segundo factor, pero no menos importante, ya están madurando las excelentes gestiones llevadas a cabo en Angola y en Vietnam, de lo que resultará un boom exportador sin antecedentes no ya en el país, sino en el mundo. “¿Sabe la que se viene, maestro?”, dijo entusiasmado el reo de la cortada de San Ignacio. “¿Vio que a los que laburan les pagan los feriados como si los hubieran trabajado? Bueno, me dijeron, pero de muy buena fuente, que con los jubilados van a hacer lo mismo”. Su interlocutor lo miró como si el reo desvariara y luego le respondió: “Pero jefe, ¿acaso los jubilados no trabajan ningún día del año, precisamente porque están jubilados? “Justamente, le respondió el reo. Como no laburamos ningún día del año, nos tienen que pagar el doble. ¿O no?” Y antes de que el otro reaccionara pidió otra ronda de ginebra. “Pago yo”, afirmó. Y agregó muy convencido: “Y es a cuenta”.