miércoles, 24 de julio de 2013

EL IDIOTA QUE AMABA A LOS CABALLOS Ayer nomás coexistían armoniosamente en la ciudad autos, ómnibus, colectivos, tranvías y trenes, con la tracción a sangre. Porque eran carros, tirados por robustos mancarrones, los que llevaban a los hogares porteños la leche, el pan de molde, la carne, la fruta y la verdura y las sillas y los sillones de mimbre; y lo eran asimismo los que recogían la basura, los que de madrugada se ponían de culata en las estaciones de ferrocarril para recibir la leche recién ordeñada de los tambos y los que tiraban de la carroza fúnebre en la que se llevaba a los porteños a su última morada. Que eran, en su mayoría, matungos oscuros que lucían sobre la testa un pompón del mismo color y tenían un andar lerdo y solemne. Y también, caballos o mulas, eran los que hacían dar vueltas y vueltas a las calesitas. En fin, que por entonces el olor a nafta se confundía con el olor a bosta y los garajes con los corralones, como el que estaba a menos de cien metros de casa y comandaba, de barba blanca, pañuelo al cuello, rastra, bombacha, alpargatas y masticando siempre un toscano, el viejo Milonga. También Amadeo, el carnicero de la vuelta de casa, hacía el reparto con un carro. Porque no todas las clientas se llevaban la compra a sus casas. Elegían los bifes, el peceto que sería el alma del tuco del domingo o la gallina que habría de convertirse en puchero y después había que llevárselos a sus domicilios. Y para eso tenía un carro, un caballo y un empleado, que trabajaba por la propina. El que se subía al carro no era otro que Juan, el idiota del barrio. Juan era feo, morocho, flaco y hablaba a los gritos, pero apenas si se le entendía algo. Porque Juan era gangoso y no sólo eso: cuando hablaba le caía una baba que, muy de vez en cuando, atinaba a secarse con un trapo sucio. Pero a Juan, a pesar de ser feo, gangoso, baboso e idiota, todo el barrio lo quería. Porque arriba del carro, con el rebenque en la mano, las más de las veces de pie sobre el pescante, era muy saludador. Y además hacía el reparto con pulcritud. Sabía a quién debía entregar cada paquete y siempre se saludaba, aunque fuera de lejos, con la patrona. Pero si a alguien quería Juan era al caballo. Podía ser que alguna vez revolease el rebenque sobre su cabeza, pero cuidándose de tocarlo. Y cuando volvían al mercadito de Amadeo, le acariciaba la cabeza y le hablaba al oído. Y parecía que el animal apreciaba el buen trato de Juan, porque cuando era él el que gobernaba el carro su trote parecía más alegre, como si anduviese de paseo. Hasta que un día, el infortunio. Juan, a bordo del carro, cargado ya el último kilo de milanesas, las cabecitas de cordero, el peceto, el pollo y la gallina y un montón de paquetes más, azuzó al caballo y puso en marcha el reparto de ese día. La esquina, el cruce con la otra calle, se presentaba a no más de treinta metros. Y él estaba tan acostumbrado a cruzarla que ni miró. Así fue como no advirtió que por esa calle, la mía, donde estaba mi casa, avanzaba un auto. Cuyo chofer seguramente tampoco se preocupó por bajar la velocidad, acaso pensando que por allí no pasaba nadie. O, también, si es que vio el carro, supuso que el auriga habría de detenerlo obedeciendo al respeto que los viejos modos de transporte deben tener por los nuevos. Y el choque se produjo. El auto, un auto grande y cuadrado de los de antes, dio de lleno contra el caballo. Juan, sorprendido, cayó al suelo, pero el animal no. Recibió el golpe, frenó su carrera y luego se mantuvo curiosamente enhiesto, casi se diría que perplejo. Y como sólo puede hacerlo un caballo: sin emitir un gemido, sin quejarse. Lo que habría tenido derecho a hacer, porque él había sido la única y verdadera víctima del accidente. El golpe con el automóvil le había provocado un daño incurable: le había arrancado el vaso de una de las patas delanteras. Cuando Juan vio lo que le había ocurrido primero insultó, en esa lengua ininteligible pero de manera vehemente, al chofer del auto, que sólo se mostró preocupado por los daños que podría haber recibido su vehículo. Pero luego Juan se desentendió de ese tipo y, con lágrimas en los ojos, gimiendo, se abrazó al cuello del animal. La escena que siguió la vimos todos los vecinos, atraídos por ese accidente que se había producido allí, donde nunca ocurría nada.. El del auto sencillamente se fue, pero Juan siguió abrazado al animal sin dejar de gemir. Pero sin duda lo más dramático de aquella escena no fue el pobre Juan sino el mismísimo animal. Alguien se encargó de desprender el correaje que lo unía al carro y de conducirlo hasta cerca de la vereda. Y allí se quedó el caballo, quieto, con su pata mutilada chorreando sangre y tiñendo de rojo el agua que circulaba junto al cordón. Así estuvo hasta que se cayó, pero como sólo lo hacen los caballos, sin emitir un quejido, en silencio, perplejo tal vez por la situación que le había tocado vivir y por la muerte que se le acercaba. No recuerdo bien cómo terminó aquella historia. Al animal se lo habrá llevado algún servicio municipal y habrá sido sacrificado. En cuanto a Juan, el idiota, no se subió nunca más a un carro ni volvió a hacer ningún reparto. Acaso porque no quiso o porque Amadeo, que se compró otro animal, no confió más en él. Lo cierto es que anduvo un tiempo por allí, como alma en pena. Acaso recibiendo, como otros mendigos, alguna moneda de sus antiguas clientas. Pero un día advertimos que ya no circulaba por el barrio.. Y luego supimos que sin decirle nada a nadie, había abandonado la piecita del conventillo en la que vivía de lástima. Así fue, a Juan no lo vimos nunca más, ni supimos más de él. Sólo quedó, diríamos que flotando, hasta hoy, su casi tierna figura de idiota feo, gangoso y tan sensible con los caballos. Con todos, pero en especial con aquel caballo mutilado en un accidente. Y, para peor, con él en el pescante.

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