martes, 15 de octubre de 2013

ES HORA DE QUE CONOZCAN A MI ABUELO Dice el periodista platense Dalmiro Corti, en el extenso artículo que le dedicó a Pablo Della Costa en la edición dominical de La Prensa del 25 de febrero de 1968, que a raíz de una diablura infantil y a su resistencia a aprender el oficio de su padre, fue llevado por éste, cuando tenía apenas 11 años, alrededor entonces de 1866, a trabajar en la imprenta del diario El Nacional, de Dalmacio Vélez Sarsfield. Este diario apareció en 1852, pero antes de la caída de Rosas, ocurrida el 3 de febrero de ese mismo año. Para medir su importancia baste decir que fue allí donde Juan B. Alberdi publicó un adelanto de Las Bases. Además fue el primero en realizar dos ediciones, una al mediodía y otra a las dos de la tarde. Es posible que la elección del medio haya tenido que ver con alguna relación personal de don Aronne, así como que su decisión de poner a su hijo a trabajar cuando era tan joven obedeciera también a la necesidad de incrementar los ingresos familiares, donde había seis bocas que alimentar, el matrimonio y cuatro hijos. ¿Pero por qué en un diario, cuando en aquellos tiempos se abrían tantas oportunidades distintas de empleo? Lo que ocurrió fue que, a partir de Caseros, se produjo una verdadera explosión editorial, en correspondencia con el nuevo clima que se respiraba en el país, con la necesidad de las diferentes corrientes políticas que se disputaban el poder vacante de transmitir sus ideas y sus propósitos a la opinión pública, así como con las nuevas posibilidades que abría a la prensa la conexión telegráfica (en 1865 se extiende el primer cable eléctrico entre Buenos Aires y Montevideo), la evolución tecnológica de los sistemas de impresión y las inversiones realizadas en el sector. Así fue como sólo en 1852 se lanzaron a la calle cinco diarios de interés general: aparte de El Nacional, Los Debates, dirigido por Bartolomé Mitre, El Progreso, en apoyo de Urquiza, El Orden y La Crónica, más un periódico de la colectividad española y una revista. Y en los años siguientes siguieron apareciendo medios, entre ellos La Nación Argentina, El Mosquito, El Comercio del Plata, The Standard y El Siglo; La Prensa, el diario de la familia Paz, en 1869 y La Nación, dirigido por Mitre, el año siguiente. Cuando Pablo ingresa a El Nacional lo dirigía Sarmiento y se dice que su primera tarea consistió en barrer el taller. Pero en el censo de 1869, con 14 años, ya aparece como tipógrafo, lo que implica que el muchacho progresó, pero asimismo que en aquellos tiempos los hijos de las familias pobres maduraban más pronto, abreviando el paso por la infancia y la adolescencia. (Tan rápido pasaba entonces la juventud y tan rápido los jóvenes se hacían adultos y hombres maduros, que en una conferencia que pronunció en Rosario en 1897, cuando no tenía más de 42 años, confesó hallarse ya en “la edad provecta”. En la que habría de mantenerse veinticinco años más). Sin embargo las aspiraciones del juvenil cajista, que era un lector apasionado (Corti cita su devoción por Victor Hugo, Alejandro Dumas, Paul Feval y Eugenio Sué), no terminaban allí. Y sin dejar de hacer su labor se las ingenió para componer artículos que, al retirarse del taller, pasaba por debajo de la puerta como si los hubiera dejado un extraño. Las notas se ajustaban al propósito de señalar “una necesidad cada día”, dentro del ámbito ciudadano y comenzaron a ser publicadas por el diario sin saber quién era su autor. Hasta que pidieron, en un suelto, que éste se presentara, descubriendo así que se trataba del adolescente que trabajaba en ese mismo taller. Corti da como comienzos de su labor periodística el año 1875, cuando apenas contaba 20 años y Sarmiento lo elige para “lector” de sus editoriales. Sin embargo el mismo Della Costa, en un autorreportaje que le publica Caras y Caretas en 1922, poco antes de morir, fecha su ingreso al periodismo 4 años después, en el 79, cuando pasa a revistar en el diario La Libertad, dirigido por Manuel Bilbao. Entre un año y otro es factible que haya tenido un pie en el taller y otro en la redacción, ya que un año antes de ingresar a La Libertad, en el 78, participó activamente de la primera huelga de tipógrafos, un gremio importante y combativo cuya representación la ejercía la legendaria Sociedad Tipográfica Argentina, fundada en 1857. A Bilbao, que era un distinguido jurisconsulto y probado polemista, es a quien se le atribuye (al menos así lo afirma quien escribió la necrológica de mi abuelo en Crítica) haber descubierto el valor intelectual del joven periodista. A sus escasos 24 años le encomendó la redacción de “los sueltos jocosos de la politiquería local”, lo que significa no sólo valorar sus méritos como redactor, sino reconocerle asimismo la capacidad para capturar al lector con su ingenio. De allí en adelante la carrera de Della Costa fue en continuo ascenso, hasta alcanzar su natural declive con el paso de los años, ya que por entonces los periodistas no se jubilaban. Fue fundador del diario El Orden, de Rosario y de El Diario, de Concordia y sus últimas intervenciones profesionales se registraron en La Razón, La Nación, Plus Ultra y Caras y Caretas que, al decir de Corti fue “el refugio de su vejez”. (De esta revista recordó alguna vez, riéndose de su capacidad profética, que en vísperas de su aparición, a fines del siglo XIX, cuando se desempeñaba en La Tribuna, le ofrecieron dirigirla pero rehusó porque le pareció que el proyecto no tenía futuro). Fue poeta, pero sobre todo fue un excelente prosista y también un agudo ironista. Salvo, mirado con los ojos de hoy, cuando le tocaba ejercer el tono declamatorio, tan en boga entonces y casi obligatorio cuando se trataba de homenajes y actos patrióticos. Se muestra particularmente sensible cuando se trata de evocar a la patria de sus padres y ha quedado registrado en la memoria familiar, que le brotaban lágrimas mientras escribía el artículo dedicado a Humberto I, muerto en un atentado anarquista en la ciudad de Monza, en 1900. Parte de lo mejor de su producción Pablo la reunió en un libro, “Trapos viejos”, de 1886, que firmó con su seudónimo Severus y al que no le puso índice porque “para cerrar un libro del género del mío, el Índice es completamente superfluo”. “Mis trapos viejos –había dicho en el prólogo- son apenas un grano de arena lanzado al aire (...) alguien los leerá hoy y mañana los arrojará en el fondo de un estante empolvado sin acordarse de ellos”. Y así fue. También escribió para el teatro. En su “Historia de los orígenes del Teatro Nacional Argentino y la época de Pablo Podestá” (1929), Mariano G. Bosch lo recuerda, junto a otros dramaturgos de su tiempo (y en la vereda de enfrente del teatro gauchesco de los Podestá), como autor de la obra “Lo que fuimos y lo que somos”. Se trata de un “estudio crítico y social en un prólogo y dos actos”, según consigna el autor, que le estrenó la compañía del actor Mariano Galé, en el teatro Onrubia, en 1892. La labor de Della Costa no se limitó tampoco al periodismo, la prosa, la poesía y la dramaturgia. A pesar de sus escasos estudios contaba con fuertes conocimientos en el campo de la economía. En los albores de la ciudad de La Plata, fundada en 1882 por Dardo Rocha, fue convocado por éste, que era su amigo y correligionario, para que pusiera en marcha la Caja de Ahorros de la provincia de Buenos Aires. La que incluía una lotería sui generis, ya que la mitad del importe del billete volvía al jugador en títulos de la deuda interna. También fue agente de Bolsa, alcanzándolo de la peor manera el crack del 90. Perdió todo, no dejó de pagar sus deudas y, por añadidura, sobrevino una tormenta y se le inundó la casa. (Se cuenta que en aquellos breves años de opulencia lo visitaban asiduamente dos poetas bohemios, Diego Fernández Espiro y Charles de Soussens, a los que ayudaba). Y ejerció asimismo una reconocida labor gremial, pugnando por una ley jubilatoria que alcanzara al periodismo y que no llegó a ver concretada. El sueño del pibe Pero repasando los hechos más significativos de su vida, que los tuvo y en abundancia, pienso que el punto de inflexión de su carrera profesional y personal se debe haber dado en 1884. Ese año, que también fue el del nacimiento de su hijo varón, Carlos Pellegrini lo llamó para ofrecerle el cargo de administrador del diario Sudamérica. Un diario con un staff como tal vez no se haya dado otro en el país, ya que lo integraban, aparte de quien habría de llegar a vicepresidente primero y luego a presidente de la República, Roque Saénz Peña, que también habría de serlo y a una generosa constelación de notables: Lucio V. López (autor de La Gran Aldea), Delfín Gallo (periodista, legislador, abogado y candidato a presidente), José María Ramos Mexía (médico psiquiatra e historiador) y Pablo Groussac (historiador, escritor y recordado director de la Biblioteca Nacional). Sudamérica no resultó un éxito y, como lo recuerda Corti, el Gringo Pellegrini tuvo que recurrir a toda su astucia para que levantara la tirada: se fue con su administrador a entrevistar al intendente Torcuato de Alvear y le ofreció publicarle gratuitamente en el diario el extracto de la lotería municipal. A partir de allí la circulación subió de 2.000 a 15.000 ejemplares, lo que provocó este comentario de Della Costa: “Para hacer circular un diario no se necesita talento. Basta con publicar un extracto de lotería”. Más allá de lo anecdótico y de la suerte que corrió el diario, el haber pertenecido a su conducción desde el arranque, invitado por una personalidad como Pellegrini, perteneciente a lo mejor de la sociedad porteña (fue fundador del Jockey Club) y que para entonces ya había sido diputado, senador, subsecretario de Hacienda de Sarmiento y ministro de Guerra y Marina de Avellaneda, debe haber sido casi como vivir un sueño, tal vez el de su propio padre. Él no era más que el hijo de un inmigrante modesto, de apenas 29 años, ex obrero tipográfico, con pocos años de ejercicio del periodismo y sin más educación, aparte de los tres años de primaria que alcanzó a brindarle la escuela pública, que la que él mismo consiguió procurarse a través de sus estudios y lecturas y la que pudo legarle su padre. Lo que revela que la clase dirigente de entonces apreciaba el talento–seguramente no como condición exclusiva- a la hora de elegir sus colaboradores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario