jueves, 31 de enero de 2013

Circo criollo Insultos bien calculados Primero fue Ricardo Darin, luego Enrique Pinti y después Miguel Del Sel. Los tres, uno tras otro, como si se hubieran puesto de acuerdo, le faltaron el respeto a la señora presidenta y dieron lugar a encendidas respuestas de sus colaboradores y en algún caso, hasta de la misma primera mandataria de los argentinos. Lo que lleva a preguntarse dos cosas: una ¿se trata de una casualidad?; dos, ¿o estamos ante una ofensiva formal, estudiada, calculada, previa a quién sabe qué clase de ataques más directos aún a su investidura? Lo importante, ante estos ataques, es tranquilizarse y examinar el fenómeno con detenimiento, pero también con calma. Puede tratarse, en primer lugar, de algo fortuito, algo que a veces se da con estos alocados personajes de la farándula. También puede ser que transmita cierto clima adverso a la señora en algunos círculos opositores, forzosamente minúsculos. O, por qué no, no ser otra cosa que tiros al aire de gente que advierte que está perdiendo vigencia y procura, por ese medio canalla, atraer a la audiencia. O sea, una forma deplorable de tratar de reconquistar los favores del público. Pero aún existe una posibilidad más, aunque aparezca, sin duda, como la menos creíble. Que sea nada más que una forma, algo salvaje, es cierto, de no sólo atraer la atención de la señora, sino de provocarla. Dicho de otra manera: que lo que se esté buscando sea suscitar, para regocijo de sus fans (de Cristina, se entiende), la respuesta de la señora por los canales de la red que ella sabe utilizar con tanta gracia. Como lo hizo, por ejemplo, ante el exabrupto del actor Darin y como no lo ha hecho, todavía, ante los arrebatos de Pinti y Del Sel. Es decir, aunque su estilo y su ingenio son inimitables, puede tal vez inferirse qué podría haberle respondido a Pinti, quien pretendió destratarla llamándola “loca”, diciéndole “más loca será tu madre, baby” Es decir, mezclando el castellano con el inglés con la gracia con que sólo ella sabe hacerlo. Y al incorregible Del Sel, que olvidando los buenos modales que hoy se exigen de un político argentino, le dijo nada menos que “vieja chota” y “tal por cual”, por el mismo medio y con la misma sutileza, le podría haber dicho “andá a lavarte el breech, sotipe”, con lo que le habría dado un sosegate que acaso le dure para toda la vida, si es capaz de aprender de sus errores. Como en el Margot no sólo los parroquianos se apresuraron a dar sus propias interpretaciones a estas declaraciones, sino que agregaron lo que les hubiera gustado decirle a la señora Presidenta, el reo de la cortada de San Ignacio los paró en seco. Y dirigiéndose a uno, el más exaltado y el más bocasucia, le dijo; “Maestro, ¿pero qué le pasa? Cálmese. Mire si se enoja y nos manda decir, en inglés o en japonés, que somos unos maricones y unos buenudos y que, a partir de ahora, también los que cobran la mínima van a pagar Ganancias”.

miércoles, 30 de enero de 2013

Amores perros Lo confieso, no soy muy “perrero”, antes bien, prefiero a los gatos. Sin embargo y a pesar del poco trato que tuve con ella no me puedo olvidar de Bijou, la perrita de un vecino de casa y su singular afecto por su dueño. Esta es la historia. Pero primero, la ambientación. Corrían los años 40, vivíamos en Caballito (norte) y teníamos de vecinos, de un lado, a los S, con los que sólo nos saludábamos, y del otro a los C, con los que teníamos una relación algo más amistosa. El señor C era un talabartero con negocio a tiro de piedra del parque Centenario. Su mujer, a la que se le había declarado durante un viaje en tranvía, sin haber cambiado antes con ella ni una sola palabra, le había dado dos nenas, mellizas. Las chicas estudiaban y la mamá, como casi todas las mamás de entonces, se ocupaba de la casa. Su gran entretenimiento era la radio. A cierta hora de la tarde dejaba todo lo que tuviera por hacer y se sentaba a escuchar su audición preferida, una en la que pasaban discos de Magaldi (que ya estaba muerto hacía rato) y que le provocaba lágrimas de verdad en cuanto lo oía cantar. Entonces las secaba con un pañuelito mientras decía, entre gemidos: “ay Magaldi mío, Magaldi mío…” Pero no fue en esta casa donde ocurrió la historia que quiero narrar, sino en la de arriba, un departamento alquilado a una familia que no recuerdo cómo se llamaba ni qué hacía. Pero no importa, porque a quien sí recuerdo y muy bien, es a la perrita y a su dueño. Bijou era blanca, muy blanca y lanuda, muy movediza y pegadísima a su dueño. Y éste era un hombre flaco, alto y desgarbado, cuyo nombre vaya a saber cuál era. Este tipo, y de eso sí que estoy seguro, no pertenecía al núcleo familiar, sino que era un agregado, acaso el hijo de una vieja sirvienta que al morir se lo habría dejado a sus patrones. Y era él, que seguramente ocupaba el cuartito de la servidumbre, el que se encargaba de los mandados, de los trabajos menores y de cuidar la casa cuando los patrones se iban de viaje. Pues bien, este hombre y Bijou eran inseparables. Adonde él iba, iba también la perrita blanca y lanuda. Sin correa, ni bozal, ni nada. El animalito caminaba dócilmente al lado de su dueño y ni se le ocurría cruzar la calle si no era bajo la guía del hombre, ni corretear lejos de él. Ladraba sólo lo necesario y ante cualquier duda esperaba primero la orden del fulano, que era más bien corto de palabras, por lo que le bastaba con un gesto o un movimiento de manos para que lo obedeciera. Alguna vez este tipo y la perrita estuvieron en casa, no sé por qué motivo. Y por allí, por el vestíbulo, por el patio, por la cocina, anduvo Bijou paseando, pero siempre sin molestar ni faltar el respeto. Y atenta, como una recluta, a las órdenes de su patrón. Al que muy pocas veces vi reprocharle algo y muchas, en cambio, acariciarla, pasarle la mano por el lomo y hablarle como si fuera otra persona. Acaso la única que le prestaba atención, ya que no creo que tuviera amigos en el barrio. Pero un día ese idilio entre hombre y bestia se terminó, sin culpa de ninguno de los dos. Fue la fatalidad. Ya no estábamos por entonces en los años 40 sino en los 50. Y el drama se desató un día que recordamos bien todos los argentinos, porteños o no, peronistas o contras: el 16 de junio de 1955. Ese día, con el pretexto de un homenaje a la bandera (una bandera argentina había aparecido quemada luego de un acto de la oposición y el oficialismo se la atribuyó a los manifestantes, cuando en realidad la quema se produjo en una comisaría y fue ordenada por alguien del Gobierno), una escuadrilla de aviones de la Armada sobrevoló, a baja altura, la Avenida de Mayo y lanzó bombas, pretendidamente sobre le Casa Rosada, con el propósito de matar a Perón. Pero no sólo no le dieron a Perón (que, puesto sobre aviso, ya no estaba allí), sino que provocaron más de 300 muertos entre la gente que andaba ese día por el centro. Y precisamente uno de esos fue el dueño de Bijou, al que mató una bomba que cayó sobre el bus en el que se encaminaba quién sabe a dónde. Como es de imaginar aquel bombardeo causó una conmoción tremenda en el país, así se hubieran sufrido pérdidas de familiares o de amigos, como si no, ya que se adivinaba que no se podía tratar sino del prólogo de otro movimiento militar, como efectivamente ocurrió, destinado a barrer con el régimen. Pero cumplido un plazo luego de aquel bombardeo, las cosas volvieron a su cauce, como no podía ser de otra manera. Ya que el mundo y el país con él, seguían andando. Pero no fue así para todos. Yo fui testigo, yo lo vi. No se si Bijou habrá adivinado lo que le ocurrió a su dueño aquel fatídico 16 de junio. Lo que si se es que la perrita nunca se resignó a su ausencia. Y todas las mañanas bajaba las escaleras y se sentaba a esperarlo en el umbral. Un día y otro día y otro más, esperándolo a él, a su amigo, sin comer y sin beber, por más que le ofrecieran y le insistieran. Y así fue como, ya que su patrón no podía regresar pues estaba muerto, Bijou, sin decir palabra, sin ladrar, sin quejarse, allí, sentada sobre sus patitas traseras, se dejó morir de hambre y de sed. Sencillamente porque sin aquel tipo, aquel tipo simple, pobre, nada más que el agregado de la casa, su vida había dejado de tener sentido. Y un día, en silencio, vencida, apoyó su hocico sobre las patitas delanteras, cerró los ojos y sencillamente murió. Esa es la historia. Ya todos los intérpretes están del otro lado, los vecinos S, el talabartero, la mujer que lloraba cuando escuchaba a Magaldi, acaso también las mellizas y la familia desconocida del primer piso. Sólo Bijou sobrevive en mi recuerdo, quizá porque es la única que, entre tantas muertes posibles, eligió morir de amor.

viernes, 25 de enero de 2013

Circo criollo La confusión de Mr. Cameron El tipo, el común de los fulanos, ese que veranea en la costa, que pone un peso debajo del plato cuando engulle los ñoquis del 29, el mismo que está convencido de que somos los inventores del dulce de leche y de los colectivos y cuyo pleonasmo preferido e inevitable es bolú, suele tener una idea más bien pobre de los que lo gobiernan y más bien alta de los que lo hacen en otros países. Lo mismo si se trata de Estados Unidos que de Brasil, de Mongolia Exterior que de Estonia. Y razón no le falta. Si algún día la Argentina apuntó a ser un país estrella en el firmamento universal, hoy semeja más bien un país estrellado en el pavimento urbano. Y la culpa, cuándo no, no se la echa cada criollo a sí mismo, sino a los que mandan, porque han sido y son unos inútiles, cabezotas, chorros, despistados, giles y… bolú. Sin embargo tal vez haya llegado la hora de revisar esos conceptos, por más que ya estén adheridos al ser nacional. Porque en este mundo cruel en el que nos toca vivir se dan circunstancias que, por decirlo de algún modo, no encajan entre si. Es decir, no existe una correspondencia absoluta, como aparentemente se da aquí, entre dirigentes despistados o simplemente orates y la evolución del país y el bienestar de sus habitantes. Hoy mismo hay un ejemplo capaz de dejar con la boca abierta al más convencido de los criollos, ese que no tiene duda alguna de que el país está donde está a causa de quienes lo dirigen ahora y de quienes lo han dirigido durante los últimos 80 años. Porque Gran Bretaña, vaya por caso, luce, al lado de otros países del Viejo Mundo –España, Grecia, Portugal- con una galanura y una fortaleza envidiables. En lo que mucho tiene que ver su fidelidad a la libra (aunque esta ya no sea lo que fue) y al buen empeño de los que se han alojado en el 10 de Downing Street. Aunque precisamente de esto último, de la capacidad y las entendederas de su primer ministro es algo de lo que, hoy, puede dudarse. Porque véase este fenómeno: Gran Bretaña no sólo tiene abroqueladas las islas Malvinas (las nuestras), con soldados armados hasta los dientes y aviones que inspiran miedo de sólo mirarlos, sino que además, como si esto fuera poco, su primer ministro, David Cameron, le está pidiendo ayuda a Francia para que, en caso de conflicto con la Argentina, intervenga también con todas sus fuerzas, como los ingleses acaban de hacerlo con los franchutes en el caso de los disturbios en Mali. Y acá sólo caben dos posibilidades: 1) que el señor Cameron se esté pasando de vivo y agrandando lo que no puede ser sino minúsculo esto es, la posibilidad de que la Argentina vuelva a invadir las islas, al solo efecto de probar a los vecinos del otro lado del canal; o 2), y ya sería más que preocupante, que no lea los diarios. Porque si los leyera se habría enterado que hace muy pocos días se hundió en Puerto Belgrano un destructor de la Armada, y no por un torpedo enemigo, ni por una explosión de la santabárbara, sino simplemente por falta de atención y mantenimiento. Tal vez se le haya picado el casco, se le abrió un rumbo y chau, ¡a pique! Pero eso no es todo. Porque el ministro del área, haciendo el mismo papel que los maridos engañados, fue el último en enterarse y además declaró que de barcos, lo que se dice de barcos, no sabe nada. Ahora bien, en tren de disculpar al señor Cameron, ya que su ignorancia sobre la situación de los criollos en materia militar es rara (no vaya a ser que se le ocurra atacar el Obelisco, confundiéndolo con un engendro misilístico), acaso este exabrupto se deba a una imagen que le haya llegado a través de alguna hoja impresa o de la TV. Y que la foto de marras no sea otra que la que ha causado tanta gracia en su propio país, esto es, la de la presidenta de los argentinos, vestida como un guerrero del Vietcong y saliendo, sombrerito al tono incluido, de uno de los túneles cavados por esta fuerza legendaria para combatir a los yanquis. Y, asociando una cosa con la otra, Cameron haya supuesto que ya hay argentinos haciendo túneles debajo del mar para llegar a las Malvinas. No señor Camerom, la señora presidenta simplemente estaba haciendo una tregua turística a su reciente y cansador viaje a distintos países, incluido Vietnam, que no tuvo otros propósitos que los comerciales. Y de allí esta foto tan graciosa. “Pero claro, maestro, confirmó el reo de la cortada de San Ignacio. Lo que pasa es que este sujeto no sabe que si la Cristina hubiera visitado Escocia, se hubiera puesto esa pollerita de colores con que andan estos ridículos. Y si hubiera ido al país vasco fija que se sacaba una foto con una boina negra. Ahora, lo que no se –dijo el reo y adoptó un aire pensativo- es cómo va a hacer si visita Afganistan. Porque allá las minas andan con esa cosa, el chador, ¿no?, que no te deja ver ni los ojos”. Y luego de hacer una pausa y tomar un sorbo de café, agregó. “Y bue… en una de esas sale más favorecida”.

martes, 22 de enero de 2013

Circo criollo Los túneles y el destructor El reciente viaje de la señora presidenta a diversos países con los que aún no hay un intercambio comercial importante (pero que seguramente lo habrá en el futuro, gracias a esta gestión), ha deparado, entre tantas cosas beneficiosas, una imagen que bien podría calificarse, ya mismo, de imborrable. Y es la que ha tenido como protagonista, precisamente, a la primera mandataria. La que, más allá de todo protocolo y dándose los cinco minutos de descanso que merece toda gestión de este tipo, se atrevió, como lo hacen los turistas que se llegan hasta Vietnam en tren de esparcimiento, no sólo a introducirse en uno de esos sórdidos túneles cavados por los guerrilleros del Vietcong, sino también a dejarse filmar. Y, en un gesto superlativo de audacia y coquetería, nada menos que sosteniendo sobre su cabeza, cubierta por un simpático gorrito, lo que sería la tapa de uno de los accesos a esos míseros pasajes que, huelga decirlo, no contaban con ducha ni excusado. Pero del estrechamiento de los lazos comerciales con los pagos de Ho Chi Minh, así como ha ocurrido con Angola y otras naciones señaladas por el olfato del inefable señor Moreno, la presidencia no sólo ha cosechado pedidos de almacén, yerba, dulce de leche y pilchas de marcas truchas, sino también un cúmulo de ideas que están a punto de implementarse. Precisamente, lo que para la mayoría de los que han visto esa foto de la presidenta sumergiéndose y luego emergiendo (afortunadamente), de un túnel cavado por el Vietcong, no ha sido sino motivo de sonrisa y de aplauso, o (si se trata de un envenenado antiK), de condena y vituperio, para el gobierno de la señora lo ha sido también de inspiración.. Porque aquellos túneles, los mismos que ayer cavaran y recorrieran los valientes vietnamitas del Norte en lucha contra el invasor yanqui, hoy son un mayúsculo atractivo para el turismo. Es decir, los tipos que llegan al país no quieren perderse de visitar esos sitios tenebrosos, en los que tal vez hayan perecido miles de guerreros y desde donde habrán provocado otro infinito número de muertos al enemigo. Y que hoy no son más –ni menos- que un factor importante a la hora de arrimar dólares a las arcas del Estado. Aquí, es cierto, ni se llevó a cabo una guerra de esa naturaleza, ni, por lo mismo, hay túneles que explotar turísticamente, salvo los de los subtes y, eventualmente, los de las mulitas en el campo. Los que, hay que reconocerlo, carecen de mayor atractivo pues no están unidos a ningún hecho heroico, salvo que se considere así el viaje en un subte completo, rumbo al centro, a las 7 de la mañana. Pero y aquí es donde cabe exaltar el ingenio argentino, su capacidad de improvisación y sus dotes para convertir los reveses en victorias. Todo el mundo sabe y no han faltado los que se han escandalizado por ello, que el destructor Santísima Trinidad acaba de irse a pique, no por ninguna acción del enemigo inglés ni de ninguna otra nación, sino simplemente por haberlo dejado sin mantenimiento durante muchos años; se oxidó, se le abrió un rumbo y se hundió. Ahora bien ¿qué es lo mejor que se puede hacer en estos casos? ¿Reflotarlo? ¿Venderlo como chatarra? ¿Dejarlo allí mismo hasta que se pudra, como los barquitos del Riachuelo? No, de ninguna manera. Y aquí es donde ingresa el ingenio argentino unido a la reciente experiencia presidencial en Vietnam. El Santísima Trinidad es, o era, un buque de guerra, con presencia efectiva en las Malvinas durante la invasión. Hoy se ha hundido. Pues bien, lo que hay que hacer entonces es propiciar el buceo de los turistas extranjeros en la panza de la nave, de modo que, como los que se introducen en los túneles del Vietcong, tengan una suerte de experiencia bélica y puedan llevarse a sus países un recuerdo de aquella gesta. Es decir que más allá del recuerdo del bife de chorizo, del paseo en bus por la ciudad, de la clase de tango y del punga que quiso “hacerles” la billetera y el telefonino, les quedará para siempre, en la retina y en la filmación casera, esta visita subacuática a la panza de un buque de guerra. “Maestro, dijo el reo de la cortada al tiempo de dejar la taza de café sobre el platito, qué suerte que los chinos esos nos abrieron los ojos. La verdad, que somos unos giles. ¿Usted sabe la cantidad, la millonada de dólares que nos perdimos por no haber sabido vender la pelea entre las hinchadas de canallas y leprosos? Y acá no son túneles vacíos con azafatas pintadas. Acá corren de verdad las piñas, las puñaladas, los tiros y la merca. ¿O no? Bueno, se consoló, por suerte nos quedan River-Boca, Sanlo-Huracán y Platense-Chacarita”.

sábado, 19 de enero de 2013

MARAVILLOSAS

MARAVILLOSAS  

La mujer es maravillosa. Mientras leo un libro, sentado en un sillón del living, oigo a la mía que termina de lavar las cosas del desayuno. Después, siento el ruido de los comandos del lavarropas y cómo el aparato comienza a fregar y sacudir las prendas sucias recogidas por ella de los dormitorios, A continuación, son sus pasos los que resuenan sobre el parquet. Va primero a una de las habitaciones, luego a la otra, tendiendo camas, emprolijando, guardando las cosas que dejo tiradas. Pero no se detiene. Extrae del placard la máquina aspiradora dispuesta a dejar los pisos sin una mota de polvo. Y comienza a pasarla, primero por los cuartos del fondo y luego se va acercando hasta donde yo estoy. Me hace levantar los pies y me pasa la máquina por debajo. Me dice algo, le contesto “si querida” y ella sigue luego con su aparato insaciable de migas y pelusas. Primero hasta el comedor y luego hasta el pasillo; abre la puerta de entrada y sigue, tenaz, hasta el palier, quejándose, creo, de los vecinos mugrientos. Vuelvo a decirle “si querida”, sin dejar de leer y entonces ella guarda la máquina, pero nada más que para emprenderla con el baño. Oigo el ruido del agua saliendo de las canillas, del balde golpeando contra el piso; la estoy viendo, casi, refregar la bañadera, pulir las canillas, acomodar frascos y jabones. Y me viene un sopor muy lindo, los ojos se me entrecierran y el libro se desliza sobre mis rodillas. Pero me despierta el timbre de la calle. La llamo: “¡querida!”, por si no lo ha escuchado. Pero ella ya está viniendo veloz a atenderlo. Y adivinando dice: “Es el sodero”. Acomoda los sifones vacíos, abre la puerta y atiende al hombre. Me pide unas monedas, le digo, con un gesto, que no tengo y entonces vuelve rauda al dormitorio y regresa no menos velozmente para darle su dinero al proveedor. Luego guarda los sifones en la heladera y tras advertir que la lavadora ha concluido su tarea, oigo que la abre, pone las prendas en una canasta y con las llaves y los broches de la ropa en una mano y la ropa húmeda en la otra, abre la puerta y me avisa: “Me voy a la terraza. Está atento por si suena el teléfono”. Vuelvo a decirle “si querida” y disfruto de esos minutos en que la casa es invadida por un silencio casi total, apenas alterado por el arrullo de las palomas y la sirena distante de una ambulancia. Al rato regresa y se encierra en la cocina. Y unos minutos después la oigo picar cebolla, poner en marcha la licuadora, encender una hornalla con el magiclick, freír algo que huele muy sabroso, tal vez milanesas o croquetas y, al mismo tiempo, tender la mesa, poner el mantel, los platos, los vasos y los cubiertos en prolija sucesión. Suspendo la lectura por un momento porque sé que en unos minutos más me va a llamar con un “vení, sentate, que ya va a estar la comida”. Y ahí estaré yo para colaborar, echándole el chorro justo de vinagre a la ensalada o descorchando con habilidad la botella de vino. La mujer es maravillosa. Mi mujer es maravillosa.    

viernes, 18 de enero de 2013

Circo criollo Cómo recuperar las Malvinas Ya es hora de dejar de reclamarles las islas Malvinas a los ingleses y pasar a los hechos para recuperarlas de una vez y para siempre. Los ingleses se burlan de los argentinos; saben que poniendo un par de cientos de soldados en las islas, unos cuantos aviones de guerra modernos, más alguna nave que vaya de aquí para allá con su armamento atómico –real o fingido- la Argentina no podrá hacer otra cosa que repetir sus reclamos, por más que sepa que por ese camino no va a ninguna parte. Y que las Falklands (para ellos), son tan de su propiedad como el Big Ben y hasta pueden darse el lujo, sin correr riesgo alguno, de ofrecerle a su ancianísima reina un pedazo no menor de la Antártida. En consecuencia está claro que esta situación infamante y desmoralizadora, este clima de derrota y desahucio perenne que sucedió a la loca pretensión de recuperar las Malvinas por la vía de la invasión militar, sólo se puede corregir de una manera: tomando por asalto las islas británicas, sepultando a Londres bajo los escombros y haciendo pasear al primer ministro Cameron o al que se encuentre en ese momento al mando, por la Avenida de Mayo, a lomos de un burro y vestido como un payaso de feria. Ahora bien, ¿cómo sería posible llegar a esto, es decir, vencer y dominar a Gran Bretaña en una guerra y además humillarla, si hoy no contamos ni con los medios para poner en marcha la tunelera que habrá de permitir que los trenes del Sarmiento no sigan haciendo estragos entre la población? Y, más, si tampoco contamos con un ejército, ni viejo ni moderno, si a los voluntarios se les siguen proveyendo los Mauser de principios del siglo pasado, si no se compran aviones de combate desde que dejaron de hacerlos a hélice y si, no digamos una potencia, Ghana, esa nación africana, se da el gusto de detener por dos meses y medio la fragata insignia de la Armada Nacional. O sea, así no sólo no se puede pelear y menos derrotar a los británicos, sino que tampoco existe ninguna seguridad de que si se enviara un barco con algo de tropa para combatirlos, éste no se hundiría a mitad de camino, no tanto por la acción del enemigo sino por efecto de la corrosión y la humedad. La respuesta a esta situación humillante, apenas disimulada por los reiterados reclamos ante los foros mundiales, se cae de madura. La Argentina, esa de hoy, la de los súperferiados, de las vacaciones largas y los días de clase cortos: la del déficit, la de la multiplicación, no de los panes, sino de los empleados públicos, la de las inauguraciones truchas y los planes fantasmagóricos, la de las estadísticas amañadas y del “sí señora”; este país ridículo, que tiene por enemigo a un diario, a un periodista, a un actor, es el que le regala muñecas con su figura a la mandataria, la misma, idéntica señora que tiene que viajar al exterior en un avión alquilado, porque si lo hace en uno de bandera teme concluir la gira haciendo dedo y con las mechas al viento. En consecuencia la receta para recuperar las Malvinas, es simple: bastaría con hacer lo contrario de lo que se ha venido haciendo durante años y de manera superlativa estos últimos. La cosa entonces se corregiría, hasta poner al país en condiciones de dar el gran salto, ocupar las Islas Británicas y hacer propias las destilerías de scotch, sin necesidad de acudir a soluciones extremosas ni mucho menos heroicas. Le bastaría, por ejemplo, con promover la inversión, el laburo, la investigación, el estudio: premiando el riesgo y aliviando al sector público y particularmente a la docencia de los faltadores profesionales, y alentando de modo inteligente a los tipos y muchachas que proponen, inventan, producen, arriesgan y se matan por salir adelante. Dadas estas condiciones y acaso algunas más, como embocarla en algún Mundial de fútbol y conseguir que los motoqueros respeten las luces rojas, el país pasaría, de su actual estado de envejecimiento prematuro de tanto darle manija a los jóvenes K, a un crecimiento que dejaría a las tasas chinas así de chiquititas, se multiplicarían los Nobel criollos, hasta los yanquis y los alemanes querrían venir a vivir aquí y muy pronto se estaría lanzando un cohete a la estrella más distante. Aunque más no sea para llevar, también hasta allí, el mate y el dulce de leche. Pero lo más maravilloso de todo es que, llegados a este punto, aunque ya estemos en condiciones de mandar a pique a las islas británicas para recuperar las Malvinas, no va a ser necesario hacerlo. Porque para entonces, puesto el país en ese nivel, el máximo que pueda concebirse, ejemplo para las naciones de América y del orbe, los muchachos de las Falklands, que no son giles, van a ser los primeros en querer cambiarles el nombre y sumar su territorio al nuestro. El reo de la cortada de San Ignacio lanzó un largo suspiro. Tan largo y tan hondo que un tipo se acercó a preguntarle qué le pasaba. “Nada, maestro, le respondió. Solamente que estaba soñando que el país lo gobernaba esa muñeca que se parece a la Cristima”. “¿Y qué tendría eso de bueno?”, le preguntó el otro. “¿De bueno?, repitió el reo. ¿Pero acaso usted acaso no sabe que las muñecas no hablan?”

miércoles, 16 de enero de 2013

Circo criollo Una jugada espectacular Los criollos se creen muy ranas cuando, lo cierto es que son más bien tontos. O ingenuos. Y si hay un caso que lo revela es éste: el supuesto entredicho Cristina-Darin. Que ha agitado las aguas tanto para un lado como para el otro. Que el actor tiene razón. Que no, que ha sido un atrevido y toda la razón la tiene la presidenta. Que cómo hizo para juntar tanta plata. Que no, que no es tanta y además ya ha dicho ella y nada menos que en Harvard, que ha sido una abogada exitosa. Y ya se sabe que una abogada exitosa, más un abogado exitoso, como lo fue Él, tienen el derecho a tener toda la plata que se les ocurra. Y más. Lo que es tan obvio que cabe preguntarse para qué tanto escándalo, para qué tantas intervenciones de famosos; que Luppi, que Brandoni, que Maradona, que radicales, que peronistas y tantas y tantas repercusiones no sólo en diarios locales sino en el extranjero también. Y en primer lugar en España, donde Darin es un ídolo. Y aquí, precisamente, es donde debe buscarse la madre del borrego o de Dorrego, si es que se prefieren las referencias históricas. Porque nadie parece haber advertido que, ¡oh casualidad!, por esos mismos días, a una semana apenas de este supuesto escandalete, que ha tenido como primeras figuras a estos dos grandes personajes de la escena nacional –es decir, tomando al país como un gran teatro- se produce un hecho que no puede sino estar directamente vinculado con él, lo que da para suponer que de casual no tiene nada. En efecto esta semana, el jueves 17 de este tórrido mes de enero en Buenos Aires, se produce el estreno de una película protagonizada, precisamente, por el actor Ricardo Darin, el mismo, el mismísimo sería mejor decir, que ha tenido este altercado por un quítame de aquí esos millones, con la señora presidenta. Quien, como lo ha declarado públicamente, es muy cholula y notoria fan, por añadidura, de este primer actor argentino. Por decirlo de otro modo, más brutal y directo: aquí no ha habido ningún disenso real, no es que el señor Darin descubriera, así, de golpe, lo que afirma maliciosamente toda la contra envenenada, ni que ella, ante la declaración pública del divo de tantos films exitosos, de pronto saliera a responderle como no lo ha hecho ante otras declaraciones calumniosas de opositores y escribas a sueldo. Por lo que no cabe sino felicitarlos: han hecho entrar en su superchería a un país entero y a muchos giles también del exterior, que se han tomado en serio lo que no ha sido sino una inteligente y audaz promoción. Y el resultado de tan brillante maniobra no puede ser otro que asegurar, a los exhibidores, un exitazo de boletería para este film español,”Tesis sobre un homicidio”. Que tendrá aseguradas salas llenas, tanto de gente que irá a aplaudir al actor como de los que concurrirán a silbarlo. Sin llegar a advertir, ni unos ni otros, que detrás de todo este escandalete no ha habido otra cosa que una promoción mayúscula del film y por ende un crecimiento de los respectivos patrimonios de los productores, entre los que seguramente se encontrará, a poco que se escarbe, algún empresario K con buena llegada al poder y también notoria generosidad. Alguien, en el Margot, quiso saber si el reo de la cortada de San Ignacio pensaba ir a ver esta película. Y en antecedentes de que es un feroz opositor, pero también un jubilado con la mínima, se ofreció a adelantarle el precio de la entrada. “Trabaja Darin -le dijo para terminar de convencerlo-, el que tuvo el altercado con la Cristina”. El reo lo pensó un largo rato, tomó lo que le quedaba de su café y al final preguntó, como para decidirse: “Pero también trabaja Zully Moreno, ¿no?”

lunes, 14 de enero de 2013

Mi perro Luis y yo Dejo por un momento de escribir en mi notebook y dirijo la vista hacia Luis. Luis, que no me estaba mirando, adivina que ahora pongo mi atención en él, levanta la cabeza, me mira él también y mueve la cola para demostrar el gusto que le da que haya interrumpido mi trabajo y lo tome en cuenta. Luis es mi perro ovejero alemán, un manto negro de dos años. Y le puse Luis porque siempre he sostenido que si un nombre es bueno para mi no hay razón para que no lo sea también para un perro. Luis, lo mismo en casa que en la cuadra, goza de fama de inteligente. Y a su modo lo es. Me trae el diario o las chancletas si se lo pido con una palabra y un gesto. Pero no sabe leerlo ni es capaz de calzárselas. Mi mujer también le ha enseñado algunas cosas. Como sacar un toallón de los estantes del placar del baño y llevárselo hasta la ducha, cuando ella se lo pide. Pero no sabe para qué sirve el toallón ni sabría secarse con él. Cuando se moja hace como todos los perros: se sacude. Pero al interrumpir la tarea para mirarlo y sostenerme él la mirada, sin dejar de jadear, con la lengua afuera como hacen todos los perros, se me ocurrió algo. En la mirada de Luis hay otra cosa además de la expectativa de un paseo o de una caricia y algo más también que sometimiento al tipo que lo malcría y le da muy bien de comer. En su mirada hay cierto brillo inteligente, lo que, a mis ojos, lo convierte en algo así como en un animal plus. Y entonces, ni sé porqué, me puse a pensar en quienes fueron los ancestros del hombre. El hombre tiene un pasado animal e irracional. Lo mismo que hoy decimos del perro, del caballo o de cualquier otra bestia. Tal vez hirsuto, con uñas muy fuertes en manos y pies, en cuatro patas o semierguido, con mandíbulas pronunciadas, los colmillos asomando en la boca perpetuamente entreabierta y la frente pequeña y sumida detrás de unas cejas descomunales, el ancestro humano andaría por allí, en manadas. Atento a lo que pudiera cazar para sobrevivir y no menos vigilante para escapar de sus depredadores. Tendría su época de celo en la que correría como loco detrás de las hembras, por las que pelearía con sus rivales hasta morir. Se echaría en cualquier parte para descansar y dormir, al abrigo de un árbol, de un peñasco o dentro de una cueva. Tal vez se entendería con los otros de su especie como lo hacen los animales de hoy, ladrando, maullando o balando. Y así también expresaría sus miedos, el terror ante el acecho de sus enemigos o el mismo temor a morir por el ataque de un animal de otra especie, en un duelo a golpes y dentelladas con un semejante o por un mal para el que no tendría remedio alguno. Se protegería del frío arrimándose a los otros y metiéndose en huecos escarbados con sus garras. Viviría muy pocos años, tal vez 20 o 30 y nadie, ni sus mismos hijos, cuidarían de él cuando fuese incapaz de seguir al rebaño. Aquellos prehumanos no conocerían el fuego, no se cubrirían con las pieles de otros animales; no sabrían del amor ni de las caricias, no estarían en condiciones de interpretar nada más que aquello que les inspirara el instinto de supervivencia: el olor de una fiera carnicera, la proximidad de una tempestad, el renovado impulso a la trashumancia provocado por hielos o sequías. Pero debe haber habido un momento en que una circunstancia o un conjunto de ellas, determinó que al hombre y no al mamut peludo de Siberia ni al tigre dientes de sable, se le produjera un chispazo en su interior y su vida estrictamente animal, similar a la de los monos, los grandes lagartos o los buitres, comenzara a experimentar cambios sensibles. Un día se quedó mirando el amanecer, otro no sólo copuló con la compañera que había sabido ganar al jefe de la manada, sino que también la besó y otro también, cuando enfrentó a una fiera que amenazaba despedazarlo, recogió una rama del suelo y se defendió golpeándola con ella. Vuelvo a Luis, que ahora se ha echado perezosamente de panza al suelo, con su fuerte cabeza sobre sus patas delanteras y ha entrecerrado los ojos, como si estuviera soñando. Y es entonces que me pregunto porqué razón no es él el que está frente a la computadora y porqué no estoy yo echado a su lado, esperando una orden, una caricia o un plato de alimento balanceado. O también cuál es la causa por la que el chispazo diferenciador que alcanzó a uno de los eslabones débiles de la primitiva familia animal, no se dio en otras especies que participaban de parecido handicap negativo frente a los temibles carniceros o los enormes mastodontes herbívoros, como la liebre o la gallina. Lo que me lleva a concluir, sin dejar de mirar a Luis, que ahora también me mira y mueve la cola, pero sin abandonar su cómoda posición, que tal vez haya sido nada más que la casualidad la que determinó los roles atribuidos a cada uno de los miembros de la familia animal. Que no haya sido un perro el que descubriera que golpeando dos piedras salta una chispa y que a partir de allí hacer fuego, inventar la fragua y fabricar acero inoxidable y cañones Krupp, no le hubiera requerido sino un poco más de esfuerzo y de imaginación. O que por el simple hecho de aguzar una rama, lo que Luis podría haber hecho con sus dientes, se obtiene una formidable arma arrojadiza capaz de derrotar a los enemigos a distancia, con lo que hubiera dado nada menos que el primer paso en la construcción de misiles inteligentes. Volvemos a cruzarnos las miradas. Está bien claro que Luis no me reprocha nada y hasta presumo que en su pequeño corazón de perro encierra una llama de agradecimiento y hasta de ternura hacia su dueño. Pero las cosas ahora para mi han cambiado. Y confieso que no me siento cómodo, me siento como un usurpador tecleando mi PC portátil, mientras él yace casi a mis pies, esperando dócilmente de mi lo que se me ocurra, que le arroje una pelota, que le sacuda las orejas y le sobe el lomo o que, con un gesto, le indique que se vaya, que ya no lo quiero ver ahí. A él, a Luis. Mi perro, claro.

viernes, 11 de enero de 2013


Circo criollo

La fiesta que
nos perderemos

Como un lamentable error debe reputarse la decisión presidencial de viajar en un avión inglés para cubrir una gira por diferentes países, a causa del temor de que una aeronave propia corriese el riesgo de ser embargada por los miserables fondos buitre. Lo que significa, clara y simplemente, que se ha echado por la borda toda la brillante y productiva experiencia que acaba de arrojar el regreso de la fragata Libertad.
Porque hasta el más despistado de los criollos se relamería pensando en lo que podría llegar a ocurrir en caso de que uno de esos bichos malos y desagradables, que siempre andan detrás de los cadáveres, intentase embargar una aeronave nacional cargada de altísimos funcionarios y que la justicia del país anfitrión le pusiera la firma a ese pedido. Y que como consecuencia de ese atropello se retuviese allí, por dos o más meses, como le ocurrió a la Libertad, no sólo al avión sino a todos sus tripulantes.
Lo cual arroja dos escenarios igualmente gratos. Uno, el de la presidenta y los funcionarios reunidos durante todo ese tiempo, en la estrechez de una aeronave durante 60 o 70 días, negándose a ceder ni un tranco de pollo. Y por qué no también, con reiteradas salidas de la primera mandataria a la portezuela del aparato, para arengar a las multitudes que estarán reunidas allí para escucharla reclamar por los derechos de los argentinos y, acaso también, pidiendo por un coiffeur, una depiladora y una manicura, vale decir tres auxiliares indispensables que ni siquiera los fondos más buitres y caranchosos le pueden negar a una dama.
Ahora bien, si la estadía en el territorio hostil prometía ser invalorable para los intereses del país y el prestigio de quien encabeza sus destinos, cualquier hombre o muchacha de bien se estremecería pensando en lo que podría llegar a ser el regreso de la aeronave y de su tripulación, esto es, el segundo y mayúsculo escenario. El que tendría lugar una vez que las autoridades del país secuestrador se convencieran de que ya no la podrían retener más. Ya sea porque hubieran trascendido actos de canibalismo dentro del aparato, por decisión de la justicia internacional o porque ya no les fuera posible ni les resultara económico asistir a los reclamos de cremas, tinturas, perfumes y desodorantes, pero también de yerba, vino tinto y barajas que les harían los argentinos.
Y es a partir de la previsible liberación de la aeronave, ya sea luego de 70 días, como la Fragata o de un tiempo más largo, lo que sería aún mejor, que habrá que ir pensando en lo que puede llegar a ser su retorno triunfal. No ya en Mar del Plata, que para este caso no sería más que un destino menor, tampoco la Plaza de Mayo, porque el Boeing no es fácil de maniobrar en recorridos cortos, pero si en algún escenario mayúsculo, como la pampa húmeda, el desierto de Atacama o la misma Antártida, donde las grandes celebraciones son infrecuentes.
Pero donde sea allí irá el fervor popular, llevado por miles y miles de ómnibus, lanchas, globos aerostáticos y autogiros. Llenos todos ellos de kirchneristas sedientos de oír la voz de la señora, que les había sido negada por los fondos buitres durante tanto tiempo, y de proclamarla presidenta no ya por uno o dos períodos más, sino simple y claramente eterna. El reo de la cortada de San Ignacio asintió. “Maestro, dijo (y en su voz había cierto desaliento), yo no lo quiero desilusionar, pero la señora, ¿vio?, parte de gira en un avión inglés y volverá… (y al llegar a este punto apenas si se lo oía, porque en la garganta parecía que se le cruzaba un sollozo) y volverá nomás, ni lo dude, también en un avión inglés.    

lunes, 7 de enero de 2013


Circo criollo

Cristina, Darín y
el reo de la cortada

En el Margot había un ambiente espeso, de bronca, que se podía cortar hasta con un cuchillo desafilado. Y el que tenía la cara y el gesto de mayor contrariedad, no era otro que el reo de la cortada de San Ignacio. A quien, entre una ginebra y otra (algunos dicen que en eso invertía el medio aguinaldo), se le oía decir: ¿Pero por qué a él y no a mi? ¿Qué tiene él que no tenga yo, díganme? Y fue precisamente otro cliente, que estaba sentado en una mesa vecina, quien al oírlo quejarse le dijo, con franqueza casi brutal: “Maestro, resígnese, él es un actor muy conocido, aquí y en todo el mundo, lleno de premios y de guita y usted….” Y no continuó tal vez porque le dio algo así como un ataque de conmiseración por el reo, el que estaba realmente mal, tal vez como no se lo veía desde que San Lorenzo perdió la cancha de Avenida la Plata.
La bronca del reo era explicable, por más que no lo asistiera la razón. Porque es cierto, si hay alguien contrera en este mundo, especialmente de los K y muy particularmente de la señora, es el reo. Quien se ha cansado de decir de ella innumerables maldades, casi injuriosas y seguramente inciertas, allí mismo, en el Margot y que han tenido la suerte, o la desgracia, de trascender a la opinión pública. Más, cuando algunos le advirtieron que no se desbocara de esa manera, que fuera más discreto, porque podía sufrir consecuencias no gratas, se reía. ¿Qué, decía, me van a mandar la DGI? (Él sigue llamándola como antes, del mismo modo que en su pieza del inquilinato tiene un teléfono a disco y desconoce en absoluto qué es y para qué sirve una computadora y mucho menos un blog). Porque si me la mandan, agregó, ellos me van a tener que dar guita a mí, que laburé treinta años para tener esta jubileta rasposa.
Pero no se conformaba con eso. A su queja por no haber sido convocado a la Rosada como Ricardo Darin, tras haberse manifestado el actor extrañado por el desmesurado y rapidísimo aumento patrimonial de la señora, el reo se despachó con otras revelaciones, ciertas o inventadas, sobre la buena fortuna de los K, sus parientes, sus socios y sus amigos, barajando nombres y circunstancias tan graves como increíbles y solo atribuibles a su particular estado de ánimo.
Al fin se calmó, vació de un trago lo que le quedaba de ginebra y hasta pidió un café, que dudaron en llevarle a la mesa, ya que nunca gastaba tanto. Finalmente, luego de un largo cabildeo en el mostrador, se lo pusieron delante, él le echó la sacarina y mientras lo revolvía, preguntó, apenas audible. “Maestro, usted que sabe, ¿le parece que será muy tarde para dedicarme al cine? No digo de galán, como este mozo Darín, pero en una de esas haciendo un papelito en una película que se llamase, por ejemplo,  “El cartonero de mi vida” o “La paso como un bacán apoliyando en la vereda”, me llama y nos sacamos una foto juntos. Así tengo algo para dejarles a mis nietos”. “Pero si usted ni siquiera tiene hijos, maestro”, le recordó el vecino de mesa. “Bueno –respondió el reo- todavía…” Y le brillaron los ojos de lujuria.
   

viernes, 4 de enero de 2013


Circo criollo

Del Dante
a los K


Los argentinos han recibido con algarabía el ingreso al 2013. Algo así como una rutina que algunos han vivido brindando con champan y otros mandándose al buche, con igual regocijo, un tetrabrik refrescado en un balde. Sin advertir que aquí, como en el infierno que transitara este muchacho Dante, está inscrito aquello de lasciate ogni speranza voi ch’entrate. Lo que ocurre es que mientras Satán lo había hecho picar en la piedra en un cuerpo mayúsculo, como para que nadie se hiciera después el gil diciendo “yo no lo sabía” y pidiendo más que tardíamente perdón por sus pecados, aquí es preciso deducirlo. Lo que es fácil, porque basta con hacer un pequeñísimo esfuerzo, sin necesidad de extremar la imaginación, para saber que estamos en el horno.
Porque ya estaba escrito en la médula de los K lo que habría de ocurrir. El primer signo revelador está en la mismísima Casa Rosada. Que dejó de ser lo que era para convertirse en una jaula enrejada que denuncia, a los gritos, la índole asustadiza de sus moradores. Que, no conformes con ello, además amurallaron la mitad de la Plaza de Mayo, la cubrieron de vigilantes y, por si esto fuera poco, se quedaron con una cuadra, la inicial, de la histórica calle Balcarce y con la placita donde se encuentra el monumento al zeneize Cristóbal Colón. Hoy al navegante sólo se lo puede pispear desde la vereda. Pero mejor es no hacerlo ni detenerse en las inmediaciones, porque la Rosada está poblada hoy por una serie de tipos que parecen tener muy pocas pulgas y que no les quitan los ojos de encima a los mirones. Y como si eso fuera poco, han agregado un museo, el del Bicentenario, a espaldas de la Rosada, que parece construido a propósito para desmerecer el resto del conjunto arquitectónico y al que, para ingresar, es preciso someterse al escrutinio de unos guardianes de mala cara y de unas máquinas que detectan todo, hasta si el visitante es deudor de la AFIP.
Pero como si esto no fuera suficientemente expresivo para deducir quién es hoy, de lunes a viernes, el principal habitante de la Rosada, también hay que saber que ha cambiado el orden interno del edificio, abatiendo paredes, destruyendo baños, sometiendo al destierro al vice (lo que tal vez no sea tan desacertado) y hasta prohibiendo el ingreso al piso de todos cuantos podrían llegar a incomodarla. En primer lugar a los periodistas de la Sala, pero también a algunos ministros y secretarios, a los que solo se convoca cuando llega el momento de aplaudir.
En ese contexto persecutorio se inscriben también otros síntomas no menos significativos. Cualquier mandatario estaría chocho con el apoyo de los peronistas y de los sindicalistas del mismo signo (otros parece que no hay). Pero para los K eso no es suficiente, por una simple razón: el apoyo viene de afuera hacia adentro y estos que hoy la apoyan acaso sean los mismos que ayer apoyaron a Menem, hicieron fiestas con Cavallo, vivaban a Duhalde gritándole “cabezón, cabezón”, cuando lo veían pasar y son incondicionales del Pocho, tanto el del 45, como de aquel viejo que volvió en los 70 del bracete con López Rega. Están hoy con ella, como ayer  estuvieron con Él y mañana con cualquier otro capaz de ir a San Vicente a visitar los restos del General y de cantar la marchita a capella, si  eso le asegura los votos de los muchachos.
Pero lo que resultaría una situación provechosa para cualquiera, se hace insoportable para la Señora, que no sólo no se conforma con ser otra más, en la historia del peronismo, sino que pretende no ser menos fundadora de un movimiento, tanto o más imperecedero que el PP del General. Para lo cual, ayudado por su hijo, que parece que es una luz en estos menesteres, se ha provisto de un relato y de unos intérpretes tan convencidos como bien remunerados, en quienes confía (sólo en ellos), para que le saquen la Presidencia adelante y por tanto tiempo como el que se propone vivir. Acaso para siempre.
Dadas estas circunstancias con las que habrá que convivir en el año 13 de este siglo novato, en las que se confunden el terror cerval y la convicción no negociable del gobierno, sólo un optimista profesional podría suponer que las cosas pueden ir mejor. Que se reconozca la inflación, se respete la libertad de prensa, se den conferencias en las que cualquiera pueda preguntar y se advierta que así vamos directo al hoyo, es totalmente impensable. Por lo que suponer que el 13, que empezó con saqueos, termine con los argentinos bailando tomados de la mano, es casi tan absurdo como que  alguien, en su sano juicio, venda sus dólares a 4,50.
“Maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio, acomodado en una mesa del Margot- me parece que ya hay que ir pensando en alguien para el 2015”. Y agregó, convencido: “Yo ya tengo candidata: Victoria Donda”. “¿Victoria Donda?”, repitió extrañado el tipo que lo acompañaba en la mesa. “¿Qué sabe de ella? ¿Es buena? ¿Tiene chances?  ¿Es una mina inteligente? ¿Usted cree que está preparada para el cargo?” “Mire maestro, respondió sincero el reo, le juro que de todo eso, no se nada. Pero de lo que no me cabe ninguna duda, es de que está buenísima”. 
  

martes, 1 de enero de 2013


 

EL COFRE


Entre este viejo que ahora se apoyaba malamente sobre muletas y el saludable sesentón que apenas un mes atrás había salido de su casa para dar un paseo, mediaban mucho más que las dificultades para caminar y el terrible costurón que lucía en la cabeza. El accidente también le había dejado una expresión permanente de azoramiento, un ojo más abierto que otro, una incapacidad notoria para expresarse con claridad y la punta de la lengua asomando a intervalos entre los labios, mojándole las comisuras.
Entró al departamento ayudado por sus dos hijos varones, mientras la hija y la nuera lo esperaban para acomodarlo, junto a la ventana del living, en un sillón que habían hecho más mullido a fuerza de almohadones, y con una manta de lana lista para abrigarlo. Se sentó, aceptó la manta aunque no hacía frío y luego de dirigir a todos una mirada que quería ser de agradecimiento, se acomodó y entrecerró los ojos como si fuera a dormir.
Los hijos se apartaron en silencio hasta que la nuera, que era la más joven del grupo, preguntó: “¿Le dijeron lo de la caja de seguridad?” Y como su marido la mirara con un gesto de reconvención, agregó, a modo de disculpa: “Es que lo veo tan mal. ¿Y quién la va a abrir si?...” Los tres hijos le dirigieron miradas de reproche, pero fue su cuñada la que le respondió con fastidio: “¿Pero qué te creés que puede haber ahí? Una fortuna? Si papá derrochó todo lo que tuvo”.  “No te creas –intervino el hermano mayor- yo alguna vez lo acompañé a la calle San Martín. Compraba monedas de oro y no sé que las haya vendido". “¿Monedas de oro?” –repitió la cuñada y se le iluminaron los ojos. “Bueno –agregó su marido- no creo que fuera tan sonso. Habrá comprado oro, pero como el metal alguna vez  se depreció también habrá comprado dólares, bonos, qué sé yo”. “¿Pero cuánto puede ser?” –intervino la hija, con gesto de desacreditar el dato. “No creas –volvió a decir el hijo mayor- mientras fue capitán de barco el viejo ganó muy buena plata y no creo que se la haya gastado toda".
Se produjo un largo silencio, los cuatro se miraron. “Y el único que sabe la combinación -concluyó implacable la nuera- es él”. Los otros asintieron. “Quién iba a imaginar” –comentó uno. “Claro” –dijo otro. En ese instante el viejo carraspeó y dio signos de reaccionar de su letargo. Los cuatro dirigieron sus miradas hacia él, que volvió a moverse, tratando de acomodarse mejor en el sillón. Entonces la nuera dijo: “Yo le pregunto”. Y se dirigió resuelta hacia su suegro, sin que los otros atinasen a detenerla, aunque su cuñada interpusiera un poco convincente: “No, cómo vas a hacer eso ahora”.
La nuera arrimó una silla al sillón, se sentó en ella y tras arreglarle amorosamente la frazada y preguntarle cómo se sentía, le preguntó con su voz más compradora: “Papá, ¿me escucha?" Y como el viejo asintiera, agregó: “¿Sabe que va a ser abuelito otra vez?” El viejo abrió un poco más el ojo que le había quedado más grande e intentó lo que parecía una sonrisa. La nuera, entonces, se animó. “Pero si no me dice una cosa, me parece que el nene me va a salir con un antojo en la colita”. Y señalando el lugar que ocupaba la caja fuerte, detrás de un cuadro, le preguntó: “Dígame papá, ¿qué guarda ahí?” El viejo se quedó mirándola unos momentos y después pareció que quería decir algo. Pero luego, como resignado, se conformó con hacerle un gesto incomprensible con las manos. La nuera se animó más: “¿La podemos abrir?” Como él pareció decir que sí, ella, sin perder un segundo, le preguntó por la combinación. “¿Se acuerda, no?” Y tomó lápiz y papel para apuntar. El viejo amagó responderle, pero sólo atinó otra vez a hacer unos gestos imprecisos. Entonces ella le puso el lápiz y el papel entre las manos y le sugirió, con su sonrisa más seductora y haciendo un gesto cómplice a sus parientes: “¿Por qué mejor no la escribe usted?” El viejo, en medio de un suspenso del que todos participaron, aún la hija que insistía en contemplar la escena con disgusto pero callada la boca, tomó lo que le dejaron en las manos, lo examinó como si no entendiera muy bien qué era lo que le estaban pidiendo y por fin lo dejó caer.
La nuera no se desanimó. "Tal vez no pueda escribir –interpretó- pero en una de esas, si lo ponemos frente a la caja fuerte se le enciende la lamparita y recuerda la combinación”. La hija interpuso un débil “cómo se les ocurre, en el estado en que está el pobre viejo”. Pero los varones, luego de dirigirse una mirada de soslayo, fueron hasta donde estaba su padre, lo alzaron sin contemplaciones y, llevándolo casi en el aire, lo pusieron delante de la caja fuerte. La que ya estaba al descubierto, porque la nuera se había adelantado desplazando el cuadro que la ocultaba.
El viejo, sostenido por sus hijos, se paró frente al tesoro, lo miró un largo rato y al fin, animado por los que lo rodeaban, dirigió torpemente las  manos hacia el dial. Lo hizo girar para un lado y para el otro, lo intentó una y otra vez, pero finalmente bajó los brazos, hizo señas ostensibles de que estaba muy cansado y pidió, con gestos, que lo llevaran otra vez hasta el sillón.
La nuera quedó desconsolada, la hija les reprochó a los otros tres lo que acababan de hacer y los dos varones, sin prestarle atención, concluyeron que, de producirse “la desaparición de papá, no va a quedar otra que llamar a alguien para que la rompa, a ver qué tiene adentro”.  La nuera insistió en que quizás su suegro guardase la combinación en algún lugar y que habría que buscarla, pero ya no encontró eco en los demás.
Cuando sus hermanos y su cuñada se fueron, la hija se quedó esperando la señora que vendría a acompañar por las noches al viejo. Pero en cuanto se vio sola y advirtió que su padre dormitaba en el sillón, se lanzó a una búsqueda frenética de la clave, revolviendo armarios, ropas y cajones y escudriñando en cuanto papel se le puso a tiro. Hasta que, desalentada pero no vencida, la sorprendió la chicharra del portero eléctrico, anunciándole la presencia de la mujer. Reordenó todo a las apuradas y luego de abrirle la puerta y darle las indicaciones para que se manejara en el departamento, se despidió con un beso de su padre, prometiéndole que volvería al día siguiente con sus hijos. Y con el propósito, in pectore, de revisar lo que aún le faltaba.
El viejo capitán se quedó entonces solo en su sillón, mientras la mujer que lo cuidaba le hacía una sopa en la cocina y escuchaba la radio. Pero al rato,  su maltrecha humanidad experimentó un cambio. El ojo grande como el chico parecieron recuperar la vivacidad perdida, giró su cabeza a uno y otro lado para cerciorarse de que estaba solo e hizo los primeros intentos de levantarse por las suyas. Se deshizo de la manta, enderezó el cuerpo y apoyándose primero en los brazos del sillón y luego en las muletas, logró ponerse de pie, aguantándose el dolor de las coyunturas y de los huesos remendados. Colocó las muletas lo más firmemente que pudo bajo sus axilas y muy lentamente, vacilante pero entusiasmado, se encaminó hacia la pared en que se hallaba la caja fuerte. Una vez allí apartó el cuadro, hizo girar el dial con precisión y la abrió. Extrajo un fajo de cartas ceñido por una gruesa goma negra, lo puso en un bolsillo y después de cerrar el cofre y sin olvidarse tampoco de taparlo con el cuadro, volvió a su sillón, tan lenta y trabajosamente como había hecho el viaje de ida..
Una vez que estuvo sentado, se concedió un tiempo para recuperar el aliento. Al cabo echó la mano al bolsillo, sacó el fajo, desprendió la goma con cuidado y, como quién se dispone a pasar una larga y agradable velada, se calzó los anteojos, puso las cartas sobre la manta y extrajo una del primero de los sobres. Comenzó a leerla en silencio y mientras lo hacía, su rostro, desfigurado por el accidente, pareció recobrarse. Los ojos se le emparejaron un poco, dejó de babear, se le aquietó la lengua y hasta se le dibujó una sonrisa.
Esa primera carta, en inglés, datada en Boston, treinta y tantos años atrás, empezaba de esta manera: “Mi amor: Las horas se me hacen interminables desde que te fuiste...” Sacó, al azar, el contenido de otro sobre. Stefania  se la había dirigido desde Génova y en ella decía, en el más puro italiano: “Querido mío: A pesar de ser tan pequeñito nuestro bebé ya ha aprendido a decir tu nombre...” Y la carta iba acompañada por el retrato de una bella mujer con un bebito en brazos. Abrió otra más. Esta estaba en francés y Nicole le decía: “Mi dulce argentino: Desde que partió tu barco, cuento las horas que nos separan de tu regreso...”
Cuando terminó de leerlas ya era muy tarde. La sopa se había enfriado sobre la mesa y la mujer que lo cuidaba se había ido a dormir. Volvió a unir los sobres con el elástico y con tanto esfuerzo y cuidado como antes, los regresó a la caja fuerte. La cerró, la tapó con el cuadro y, extremadamente  fatigado, se acomodó en el sillón. Allí se quedó, agitado y feliz, mirando a lo lejos por la ventana, ocupado en sus recuerdos y esperando el amanecer.