domingo, 21 de abril de 2013

QUINTO “A”: LA DIVISIÓN MALDITA En el fondo del salón en penumbras, saturado por el nauseabundo olor de las flores pudriéndose, la viuda de Casero gimoteaba sin cesar. La acompañaba muy poca gente porque ya era tarde. Distinguí a sus dos hijos, la novia del menor embarazada de cinco o seis meses –con estas chicas tan flacas es difícil saberlo- y un par de amigas que, cansadas tal vez de consolarla, se contaban sus propias cuitas. Me acerqué, le tomé las manos, la besé, le dije las frases de rigor y finalmente, como si fuera nada más que para quedar bien, le pregunté de qué había muerto. Cuando en verdad ése era el único motivo que me había llevado hasta allí, ya que aborrezco los velorios. Me contó que un día empezó a vomitar, le dieron mareos, el médico que lo atendió aparentemente equivocó el diagnóstico y cuando lo operaron ya era tarde; murió al día siguiente. Me aparté de la viuda, que había reanudado sus llantos y me senté al lado de Cavarozzi. Estaba apesadumbrado. Lo palmeé, él me respondió algo así como “parece mentira, quién iba a pensar” y yo saqué entonces un papel del bolsillo y lo puse entre sus manos. Allí había escrito: 1955-1995: 4. Saldo: 21. 1995-2000: 14. Saldo: 7. Cavarozzi empalideció al leer las cifras. “Y en casi todos los casos –agregué con saña-, muertes sin aviso previo. Corazón, derrame, accidente...” Cavarozzi me hizo señas desesperadas de que no quería escuchar más. “¿Qué hacemos? –dijo-. ¿Decime qué hacemos? Te juro que hasta pensé en proponer una marcha a pie a Luján, a ver si se acaba esta racha maldita?” Y casi se puso a llorar, como la viuda. La historia era ésta. Cavarozzi, Casero, yo y otros 22 egresamos de la división 5° A, del colegio Nicolás Avellaneda, en 1955. Durante 40 años apenas si supimos unos de otros; no sé quién me avisó de la muerte, por leucemia, a los 26 años, del alemán Fleiss. Ni recuerdo tampoco cómo fue que me enteré que al tano Giganti lo había pisado un camión mientras andaba en bicicleta por la Costanera, a los 30 y pico. Lo que sí sé es que alguien, un día de mediados de octubre de 1995, dejó en mi contestador telefónico un mensaje, invitándome a participar del reencuentro de los egresados del “glorioso” (así decía el idiota que llamó) quinto A. Dudé entre asistir o no. En primer lugar porque no guardo un buen recuerdo de mis años de secundaria ni de mis compañeros; hasta diría más, nunca les perdoné que, porque era entonces gordito y petiso, me mandaran siempre al arco, ni que me llamaran Poroto. Ese Poroto por allí, Poroto por allá y que cuando se armaba un picado yo fuera el último en ser elegido, aún hoy me saca de quicio. Además, me producen náuseas esas evocaciones de muertos, las historias estúpidas de ratas y machetes, de profesores tontos o cornudos y de celadores ridículos. Y también aborrezco esa instantánea deprimente que reúne, cuatro décadas después, a tipos ricos y pobres, exitosos y fracasados, calvos y cabelludos, atléticos y panzones, como yo. Pero al fin asistí, aunque de mala gana, al salón del Club Español en el que se celebraba el reencuentro de los sobrevivientes de aquella promoción. Llegué tarde y mi primera mirada al conjunto fue de desagrado; me vi observado por todos, sentados ya a las mesas y yo como un tonto sin reconocer a ninguno. Hasta que se me acercó Beltrame, mi estúpido compañero del pupitre de al lado durante los 5 años del secundario. Quien luego de gritar: “¡Pero miren quién está aquí! ¡Poroto!”, lo que casi hizo que me fuera, me abrazó emocionado. Luego fui pasando de mano en mano y de evocación en evocación hasta que, comida la porción de helado y bebida la copa de champaña ritual, pude volverme a mi casa. Así fue como comenzó esta otra historia, pero de horror. Porque al mes o al mes y medio del reencuentro me llamaron para decirme que a Beltrame, precisamente, al pobre Negro Beltrame, le había dado un infarto fatal en la platea de Racing, cuando celebraba un gol. Y luego en febrero, el segundo golpe: ahora era el Cabezón Ortelli el que se había marchado, ahogándose, él, que presumía de nadar como un pez, en las playas de Pinamar. En tren de abreviar: entre el 95 y el 96, cuando volvimos a vernos, murieron tres; cuatro el año siguiente, el 98 la guadaña descansó y otra vez, tres y cuatro, entre el 99 y el 2000. Cavarozzi, que estaba muy asustado, intentó una explicación por el lado estadístico. A lo que yo, implacable, le respondí que precisamente la estadística indicaba que esta camada de sesentones se estaba yendo mucho antes de alcanzar el promedio, que está en los 75 años. “¿Te das cuenta –le dije (y sin querer me salió casi chistoso)- que si esto sigue así la próxima vez vamos a poder reunirnos todos en una cabina de teléfonos?” Y renunciando por una vez a la racionalidad, que ya no daba para explicar lo que nos estaba ocurriendo, agregué: “Cavarozzi, acá hay algo o alguien que nos está fusilando”. En ese preciso momento emergió, podría decir que de las sombras, porque no lo había visto antes, un tipo alto, vestido totalmente de negro, negros también los anteojos y el paraguas que empuñaba. “¿Y ése quién es?” –le pregunté a Cavarozzi. “¿No lo conocés? Baldassi. Lo que pasa es que solamente hizo quinto con nosotros. Y además era de los maricones que jugaban al básquet”. Mientras Baldassi se inclinaba ceremoniosamente ante la viuda de Casero para despedirse, tuve un pálpito: “Decime ¿quién fue el de la idea de reunirnos? ¿No habrá sido Baldassi?” Aún en la penumbra advertí que Cavarozzi palidecía. “No sé –respondió al fin- pero a mi el que me llamó fue él”. Agregando enseguida, confundido: “¿Qué zonceras estás pensando, Poroto?” Entre agosto, que murió Casero y octubre, que hicimos la sexta reunión anual, no murió nadie, pero Cavarozzi no asistió. Y fue precisamente Baldassi el que no bien me vio, me informó que el pobre estaba internado en el Italiano, pero de una pavada y que le iban a dar el alta enseguida. Lo fui a ver y me recibió sonriendo. “Le pedí a propósito a Baldassi que te avisara, porque sé lo que pensás. Pero quedate tranquilo, Poroto, es un tipazo. Los médicos me aseguraron que estoy fenómeno y que salgo en un par de días”. A mi no me pareció lo mismo, porque lo vi muy ojeroso y conectado a varios aparatos. Pero como estaba tan feliz me despedí de él convencido de que lo volvería a ver. No fue así. Murió a la semana de un enfisema. La explicación fue que era muy fumador, pero no me convenció. Por lo que suspendí un viaje de solos y solas a Cuba que tenía reservado para esos días –y en el que confiaba para poner fin a mi larga viudez- y me puse a investigarlo a Baldassi. Para lo que aproveché, ya que trabajo en seguros, mis contactos con una agencia de detectives. El informe que me prepararon fue decepcionante. Baldassi era martillero en Lomas, vivía en Banfield y tenía un amorcito en Temperley. Salía regularmente a las 9, almorzaba unos días en su casa y otros en los de su amante; trabajaba puntualmente hasta las 19 y jamás dejaba de estar de vuelta en el hogar a las 21. Dos hijos, un nieto. Buen concepto en el barrio, crédito satisfactorio en los bancos. Cerré la carpeta con fastidio, diciéndome que era un idiota, cuando sonó el teléfono. Una voz de mujer me anunció que había muerto Chapochnicoff, el Ruso Chapo. Pero no había muerto solo. Se había ido en compañía del Marciano Pisani. Estos dos papanatas, platudos y ociosos, andaban corriendo un rally de autos antiguos por los lagos del sur y se despeñaron en la cordillera. Me agarró un temblor que me duró toda la tarde, no por ellos, sino por mi, hasta el punto que creí que yo también me estaba muriendo. Porque no es que fuera amigo de esos dos. Pero qué casualidad, apenas una semana antes me los había encontrado en una estación de servicio a bordo de la Giulietta con la que acababan de matarse. Cuando reaccioné volví a examinar el informe sobre Baldassi y lo rompí. Me dirigí a Constitución, tomé el tren, bajé en Lomas y fui derecho hasta la inmobiliaria de este sujeto. Me recibió a los abrazos, le mentí que tenía interés en comprar algo por la zona y después, con la intención de semblantearlo, me puse a hablar de los últimos muertos. Había que verlo cómo se puso. Las lágrimas le rodaban detrás de los anteojos negros. Pero no se los sacó ni siquiera para secárselas. Por lo que me imaginé que esconderían unas pupilas rojas y encendidas como uno se imagina las de Satanás. Cuando el efecto finados pasó, pretendió que volviéramos a hablar de negocios. Pero fue en ese momento cuando advertí, en un rincón de la oficina, colgado junto a otros retratos y unas estampitas religiosas o no se qué, la foto de todos nosotros, el día de la graduación. Me levanté, dejándolo con una oferta que prometía ser sensacional en la boca y examiné, de más cerca, aquella vieja foto. Y sí, sobre todos los fallecidos, incluyendo los más recientes, había una casi imperceptible mancha que podía ser de tinta china o de pintura negra. “¿Y esas señales qué son, Baldassi? –le pregunté con sorna- ¿Las muescas de tu pistola?” Se levantó balbuceando para contarme quién sabe qué mentiras, pero yo lo detuve con un gesto, al tiempo que enfilaba hacia la puerta: “Chau, Baldassi. ¿Y a mi, cuándo me toca?” Lo dejé con la boca abierta y me volví enteramente convencido de que, fuera lo que fuera lo que diezmaba a los ex alumnos del 5° A del Avellaneda, promoción 1955, este tipo siniestro algo tenía que ver. Tres meses después y cuando de aquel grupo sólo quedábamos cuatro, una voz irreconocible y que me pareció además fúnebre, dejó en mi contestador el lugar y fecha de la séptima reunión anual, que, se me ocurrió, debía ser la última. Al menos para mí, que ya veía llegar mi turno. El sitio elegido esta vez fue un restorancito en el barrio de Almagro. Cavilé profundamente antes de dirigirme al lugar de la cita. Ya he dicho que sólo quedábamos cuatro sobrevivientes a la espantosa carnicería de estos siete años: Baldassi, el Loro Loreau –flaco casi transparente- , el Gordo Camba –presa de una depresión que lo tenía acorralado- y yo. Que aunque estaba convencido de que una fuerza superior y maligna sobrevolaba como un buitre sobre nosotros y que por lo mismo sólo era posible someterse y esperar el turno, resolví darle lucha. Por eso, antes de salir, metí en mi portafolio un sable bayoneta que me había traído de recuerdo de mi paso por el servicio militar. Y descolgué de la pared de mi dormitorio una cruz de plata que perteneciera a mi mujer y también la metí allí. Mi plan era, o llevármelo conmigo si me veía morir o pararlo con la cruz, como se hace con el demonio, si es que me daba oportunidad. Fui el primero en llegar, a las 9 en punto y también el único parroquiano del lugar. Como a las y 20 se abrió la puerta y apareció el Gordo Camba. Maltrecho, demacrado, casi arrastrándose, se tiró en la silla, me saludó dejando un rato su mano entre las mías; después, sin decir palabra, se apoyó contra la pared y quedó mirando el techo. Juro que tuve miedo de que se me fuera allí mismo. Seguimos en silencio, hasta que, para romper el hielo y ver si se animaba un poco, sugerí un vino y algo de jamón y queso. Ahí lo vi reaccionar, porque si había algo que la depre no le había hecho perder, era el apetito. Con la picada y el tinto nos entretuvimos, hablando a ratos de esto y aquello, unos 20 minutos. Hasta que un ruido tremendo, que venía de la calle, sacudió las paredes, seguido de un coro de ayes y de gritos destemplados. Creyendo adivinar lo que acababa de ocurrir, le apreté una mano a Camba, que sólo atinó a preguntar “¿Qué pasó, Poroto?”, y le dije: “¡El Loro! ¡Seguro que ahora le tocó al Loro!” Nos paramos pero no nos atrevimos a salir. Al ruido y las exclamaciones siguió luego un silencio, denso y prolongado. Y tal vez cinco o diez minutos después -¿cómo medir la eternidad?- la puerta del restorán comenzó a abrirse lentamente. “Ahí viene Baldassi” –atiné a decirle a Camba, que permanecía rígido como una estatua. Y, rápido como el rayo, abrí el portafolio y empuñé, con una mano, la charrasca y con la otra, la cruz de plata, dispuesto a enfrentar a nuestro asesino. Pero cuando se abrió la puerta no fue Baldassi el que apareció, sino Loreau. Flaco y pálido como una vela, entró a los tropezones y con los brazos extendidos hacia delante como quien está por venirse al suelo. Lo recibí en los míos, aún empuñando la bayoneta y la cruz, y le pregunté, a los gritos, porque no reaccionaba, qué había pasado. Entonces me apartó débilmente, caminó hasta el mostrador y pidió un vaso de agua. Para pasar luego a explicar, entre hipos y ahogos, lo que acababa de ver. “Fue horroroso, Poroto, horroroso– fue lo primero que le escuché-. Venía para acá, iba a cruzar la calle, cuando lo veo a Baldassi que caminaba por la vereda de enfrente. Me vio, le hice señas con las manos de que me esperara y en ese momento un colectivo, que venía a marcha lenta por el centro de la calzada, se desvió de golpe, inexplicablemente, se subió a la vereda y lo aplastó al pobre Baldassi contra la pared”. Reconozco que me sentí muy mal, como un tremendo idiota; metí, de la manera más disimulada posible, el arma y la cruz en el portafolio y junto con los otros dos fui hasta el lugar del accidente. Y si, allí estaba el pobre Baldassi, reventado contra la pared, cubierto de sangre, pero con sus anteojos negros en el lugar de siempre y aún empuñando el paraguas. Nos quedamos junto a él un buen rato, hasta que llegó la ambulancia y se lo llevó. Luego marchamos hasta la seccional para informar sobre el muerto y hacer el primer llamado a la familia. Cuando nos retiramos, de madrugada, Loreau parecía un espectro y le recomendé que antes de volver a su casa fuera a ver a un médico. Camba, que no habló durante todo el episodio, al final, cuando ya nos despedíamos, me abrazó fuerte y me dijo con increíble naturalidad: “Poroto, me parece que hoy me voy a pegar un tiro”. Cuando volví a mi departamento ya clareaba, un viento frío se colaba por una ventana entreabierta y agitaba las cortinas del dormitorio. Cerré la ventana, subí la persiana para que entrara un poco más de luz y repuse la bayoneta en su lugar. Luego tomé la cruz de plata y me dirigí hacia la pared en que debía permanecer colgada. Pero al pasar frente al espejo del ropero me detuve a observarme, porque advertí algo raro en la imagen que reflejaba. Lo que atribuí, en principio, a la escasa claridad o a la figura grotesca que hacía, despeinado, demacrado y enarbolando una cruz. Por lo que di un par de pasos más hasta quedar cara a cara con ese otro o tal vez yo mismo, pero distinto. Me pasé instintivamente la mano libre por la cabeza para dominar lo que quedaba de mi cabellera rebelde y vi, complacido, que el otro replicaba con la corrección esperada. Me sonreí e hizo lo mismo. Entonces me tranquilicé atribuyendo todo al cansancio y ya me iba a volver, cuando algo pasó entre el del espejo y yo. No se si por la luz escasa o porque volvieron a agitarse las cortinas a pesar de que la ventana estaba cerrada. Sentí que algo me impulsaba a acercarme un poco más, hasta el punto que mi aliento empañaba la luna y desdibujaba al otro, haciéndolo borroso, impreciso y distinto. Los ojos más hundidos, las arrugas mas pronunciadas, la boca que no sabía si reír o maldecir. Y allí fue cuando se produjo el hecho más extraño. La mano derecha elevó un poco más la cruz de plata, hasta situarla por encima del nivel de mi hombro y la izquierda, como si también tuviera vida propia, se aproximó al espejo hasta tocarlo con el dedo índice extendido. Y cuando los dedos, por sus extremos, se juntaron en la superficie de la luna, el otro, enarbolando la cruz con la zurda, abrió la boca y mirándome con una fijeza singular dijo unas palabras que no entendí. Por lo que se acercó, él, un poco más a mi y ahora, si, escuché que me decía con toda claridad: “No busques más, Poroto. Eras vos”. Pero eso no fue todo. Porque me oí a mi mismo responderle: “Si, lo se. Y bien merecido lo tienen por llamarme Poroto”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario