sábado, 30 de noviembre de 2013

SOLTERON EMPEDERNIDO Esta historia, que no sé cómo calificar, se inició hace unos meses, durante una fiesta familiar en el departamento de mi hermano menor, en Coghlan. Y concluyó, o tal vez no, con la ceremonia fúnebre a la que acabo de asistir, en un cementerio privado de San Isidro. El protagonista es el Negro Fernández, mi amigo de hace treinta años, ya que hicimos el servicio militar en la misma compañía del Regimiento 3 de Infantería Motorizado. El Negro tiene mucho éxito con las mujeres, debido a dos muy buenas razones: una, que es rico y otra, que es soltero. Una conjunción irresistible para las muchachas. Por eso, cuando en aquella fiesta lo vi tratando de seducir a Virginia, una amiga de mi cuñada Mecha, me alarmé e intervine para evitarle un disgusto. No bien se me presentó la oportunidad -la chica había ido al baño-, me acerqué al Negro y le dije en tono confidencial: “Che, ¿vos sabés por qué esta piba usa turbante? Porque tiene cáncer, le están haciendo quimioterapia y está totalmente pelada”. Su primera reacción fue de sorpresa mezclada con algo de pena, como le hubiera ocurrido a cualquier otro tipo de sensibilidad normal. Pero la que me desconcertó fue su segunda reacción. Hizo una pausa en su comentario de circunstancias, se le produjo un clic adentro, de sus ojos brotó una chispa y me pidió que le confirmara, con mayor precisión, lo que le acababa de contar. Lo hice y, entonces sí, el cambio en su fisonomía fue copernicano. No sólo sonrió y me agradeció el dato sino que, como suele hacer cuando recibe una información que le permite acrecentar su fortuna, extrajo dos cigarros y me puso uno en la boca. Pero el mío no llegó a encenderlo. Al advertir que Virginia regresaba se reunió con ella y ya no la abandonó en toda la noche. El Negro, desde la adolescencia, esa edad en la que la mayoría fantasea con casarse con una millonaria, apostaba a que habría de mantenerse soltero hasta el fin de sus días. En lo que tal vez tuviera algo que ver el desafortunado matrimonio de sus padres. Pero a medida que lo fui conociendo llegué a la conclusión de que el Negro Fernández, como más tarde el doctor Fernández Brent (¿de dónde habrá sacado ese segundo apellido si su madre se llamaba Guglielmone?), no habría de casarse jamás porque era un egoísta de manual. Solterones, como se sabe, hay de todos los colores. Están los que se enamoraron de la mamá, los misóginos, los que sufrieron algún desengaño irreparable y aún los que quisieron romper con el celibato y, por esas cosas de la vida, nunca se les dio. Ninguna de estas razones tiene nada que ver con el Negro, cuya soltería militante se comprende menos por sus antecedentes como por una incapacidad enfermiza para compartir nada, ni siquiera el jabón del baño. Y mucho menos tolerar que una mujer, en su misma cama, sufra un acceso de tos, o que se atreva a mantener encendida la luz del velador cuando a él se le ocurre dormir. Es decir, una resistencia de egoísta esdrújulo que no ha hecho más que acentuarse desde que hizo plata, porque ahora, además, teme que las mujeres lo persigan para sacársela. A los 49 años, rico, viajado, atractivo, con piso en la torre Le Parc, mansión en un boating, un par de autos deportivos y un yate al que –toda una declaración de principios- bautizó Dólar, el Negro Fernández se encaminaba, al menos eso es lo que yo creía, a terminar sus días soltero y feliz. Sin embargo, me equivoqué. Y lo que más bronca me da es que un par de años antes de recibir la participación de su casamiento –naturalmente que en el Socorro- tuve un indicio que no supe interpretar. Se casaba mi hermano menor, el Negro estaba a mi lado en la iglesia y cuando los novios intercambiaban anillos, sentí que su respiración se hacía más agitada. Me volví hacia él y lo confirmé: lo dominaba la emoción. Al advertir que lo observaba y como si hubiera sido sorprendido metiéndose los dedos en la nariz o espiando por la cerradura del baño a una chica, sonrió y se encogió de hombros como diciendo: “tranquilo, no pasa nada”. Sin embargo yo que, repito, lo conozco como si lo hubiera parido y he hecho negocios con él, tuve el pálpito fugaz de que el solterón empedernido estaba aflojando. Y que ahora contemplaba esa ceremonia sencilla y repetida, con la misma actitud que le conocía cuando anhelaba cerrar un negocio, o la que podía tener ante una Ferrari en la que quisiera verse al volante. Y lo que también recuerdo de aquella escena, es que pensé: “Imposible. Después de tantos años de resistencia tenaz ¿qué cualidades debería reunir una mujer para que este troglodita se case con ella?” Pero si la claudicación del Negro fue la noticia del día o del año en la city porteña, lo que a mí me dejó helado fue la novia elegida para romper con su soltería. Porque en el lujoso papel que tenía entre manos leí que Ignacio Fernández Brent, contraería matrimonio con Virginia Valdivieso Uribe, que no era otra que aquella chica del turbante, según me confirmó mi cuñadita. Es decir, la que tenía cáncer. La ceremonia en el Socorro y la fiesta en el Alvear se correspondieron con el estado patrimonial del marido. En la iglesia, como en el hotel, el Negro, de riguroso smoking –y no de Casa Martínez- lucía tan eufórico como si hubiera ganado otro millón de dólares. En cuanto a la novia, cuando entró a la iglesia, enfundada en un vestido blanco que debió haber costado una fortuna y con una cola sostenida por cuatro pequeñitos, parecía una diosa. Aunque ya se sabe que, salvo fealdad extrema, las novias siempre lucen muy bien en estas circunstancias. Luego, en la fiesta, tuve oportunidad de efectuar una inspección más detenida. Y allí advertí que, aún cuando el maquillaje era perfecto y su hermosa cabellera negra tenía todo el aspecto de ser natural, en sus ojos y en su piel se advertían indicios de que podía estar mejor, pero no enteramente restablecida. Este examen me llevó a dudar entre dos conclusiones que resultaron igualmente equivocadas. Una, que el metejón del Negro fue tan mayúsculo, que ni siquiera pudo esperar a que la chica se restableciera del todo para casarse con ella. Y otra que, a pesar de lo que se dice de él, mi amigo es un gran tipo, tiene alma de hermanita de caridad y quiso casarse no obstante el problemático estado de la muchacha. Esa fue la última vez que los vi juntos. Ellos se fueron a un larguísimo viaje de luna de miel que comprendió las Galápagos, Madagascar, las islas del Egeo, San Petersburgo y finalmente París. Y cuando volvieron, cerca de dos meses después, supe por otros que se habían instalado en una casa en Belgrano. Por eso, esta mañana, cuando, por rutina, me detuve en la página de los fúnebres de La Nación, el aviso anunciando que “Fernández Brent, Virginia Valdivieso Uribe de”, sería inhumada esa misma tarde en un cementerio parque, me dejó sin aliento. Me comuniqué de inmediato con Mecha, la mujer de mi hermano menor y me confirmó que, efectivamente, su pobre amiga había vuelto muy desmejorada de su viaje de bodas, pasando las últimas tres semanas de su breve vida –no había cumplido aún los 30- en la Pequeña Compañía. Me desembaracé de todos mis compromisos, corriendo hasta el cementerio para acompañar a mi amigo en ese trance doloroso. Y ayudé a llevar a la infeliz Virginia hasta el sitio donde descansará hasta el final de los tiempos, empuñando una de las manijas del cajón. Que, por otra parte, era de inmejorable caoba y el más bruñido bronce. Sin embargo mi mayor preocupación se centraba en el Negro, al que supuse demolido por la desgracia. Pero no, observé que si bien se mantuvo serio y hasta solemne ante la catarata de abrazos y condolencias, no lució para nada compungido y mucho menos lloroso, como sí se veían los otros deudos de la chica. Al concluir la ceremonia y tras los saludos de rigor, vi que se encaminaba hacia su Mercedes. Y así, de espaldas, volvió a darme la sensación de que no sólo no marchaba agobiado, como un viudo más que reciente, sino que lo hacía con aire suelto, como si sólo le faltara silbar para mostrar su buen estado de ánimo. Me asaltó entonces una duda terrible, de esas que después no dejan dormir. Por lo que, para sacármela de encima, lo alcancé y lo tomé de un brazo. Mi propósito era sencillo: ponerme cara a cara con él y mirarlo fijo, que fue lo que hice, con la esperanza de adivinar qué había significado para él este episodio con Virginia. Respondió a mi mirada, primero, con curiosidad, pero luego, tal vez interpretando el sentido de mi demanda muda –porque él también me conoce muy bien- cambió. E hizo un gesto de fastidio, como diciendo: “¿qué te pasa?” o, más bien, “¿a vos qué te importa?” Entonces ya no pude contenerme y le pregunté, derecho viejo: “Negro, decime la verdad. ¿Vos te casaste con Virginia porque creíste que podía salvarse o porque estabas seguro de que tenía el plazo fijo escrito en la frente?” Me mantuvo la mirada un instante, después la desvió, pero no me respondió ni una palabra. Sacó las llaves del auto, destrabó las puertas, lo abrió y se metió adentro. Tomó un habano de la guantera, le cortó la punta con cuidado, lo encendió y puso en marcha su Mercedes. Todo esto sin volver a mirarme, como si yo no existiera y sin convidarme tampoco con un puro. Por lo que deduje que había quedado muy molesto conmigo y que tal vez no volviese a verlo. Ya me estaba arrepintiendo de mi calentura, por la amistad de tantos años, así como por los negocios que hacemos juntos, cuando pareció cambiar. Bajó el vidrio de la ventanilla y, al tiempo que enviaba una espesa bocanada de su cigarro a mezclarse con la diafanidad de la tarde, cambió de talante y me hizo señas de que me acercara a él. Y cuando estuvimos otra vez cara a cara, me dijo, del modo más natural, como si en vez de estar en un cementerio parque, en el que acababa de ser enterrada su mujer, nos despidiéramos después de haber hecho 18 hoyos en el Golf de Olivos: “Che, Cacho, ¿sabés lo que me gustaría ahora? Tener un pibe. Si sabés de alguno, avisame”. Después puso primera y arrancó, sin que yo atinara a responderle. Es que no pude; me lo impidió un estremecimiento.

jueves, 28 de noviembre de 2013

El último suspiro Por Daniel Della Costa Hay recuerdos que se resisten a borrarse y que lo persiguen a uno hasta el fin de sus días, inmunes al tiempo, a la Hesperidina y al tereré. Porque yo cargo con un muerto y, ¡ojo!, que no lo digo por decir ni lo mío es meramente metafórico. Me refiero a un muerto de verdad y detrás de esta afirmación hay toda una historia, que acá va. Corrían los felices años 60; vivía por entonces en la calle Acoyte, en el corazón de Caballito norte (barrio paquete si los hay), y lo hacía con todas las comodidades habidas y por haber: mi Citroen 2CV en la puerta, el almacén de los gallegos Meitin a la vuelta de la esquina, los mejores ravioles del país a una cuadra, un bar enfrente por si las moscas y al lado de éste un maxikiosco en el que no faltaba nada, atendido por un griego que, por añadidura, también tenía su historia. Porque Demetrio, así se llamaba este hijo del Pireo, desembarcó en el Plata por una razón singularísima: su padre, capitán de un barco mercante, le llevaba, al regreso de cada viaje por América del Sur, una lata de dulce de membrillo La Gioconda. Y a partir de allí, de aquella lata desde la que le sonreía la Mona Lisa y de aquel dulce incomparable, vivió obsesionado por venirse para aquí no bien fuera mayorcito. Y así fue como, para bien o para mal, llegó a estas playas, instaló aquel maxikiosco y vaya a saber qué fue luego de él, si hizo plata y se volvió a sus tierras o si hoy vaga por las calles de la ciudad recitando a Homero y mangando para el buyón. Pero volvamos al relato principal. A dos cuadras de donde yo vivía, en Acoyte al 600, en lo que fuera, en mi niñez, un potrero, funcionaba lo que entonces se llamaba una feria internada. Es decir una feria de las que anteriormente se armaban en la calle (como lo hacía la de Guayquiraró entre Neuquén y Bogotá), y que por una disposición oficial, que puso fin a las ferias, concluyó su vida itinerante afincándose en aquel punto central de la geografía del barrio.Y fue allí, en ese lugar, donde ocurrió esta historia, la de mi muerto. Era un día cualquiera, tal vez un sábado. Mi mujer, pensando hacer vaya a saber qué, me había mandado a comprar huevos. Y los mejores huevos, los más frescos, como yo bien sabía, se adquirían en ese mercado al aire libre de antiguos feriantes. Por lo que esa mañana yo estaba allí, de brazos cruzados, haciendo cola, a la espera de que me llegara el turno, mientras el pollero despachaba con solvencia profesional no solo huevos prolijamente envueltos en papel de diario, sino también pollos, gallinas y algún conejo (cuyos cuerpecitos despojados de su piel eran los que me daban más impresión). No éramos muchos en la cola a esa hora; acaso tres o cuatro personas delante de mi. Lo que me permitió deducir que mi espera no habría de ser larga. Y también recuerdo que, como no tenía nada que hacer más que esperar, dediqué algunos instantes a la observación del viejo que tenía delante. Era un hombre alto, flaco, de canas mal peinadas, algo encorvado, vestido con un saco oscuro que alguna vez habría formado parte de un traje y unos pantalones gastados que pedían a gritos la jubilación. El tipo esperaba, como yo, para comprar vaya a saber qué: ¿una presa de pollo para asar?; ¿una gallina destinada a la olla? No llegué a saberlo porque de pronto, sin el menor aviso previo, ni un grito, ni una palabra, el pobre viejo se desmoronó. Si, así como lo cuento, cayó como una piedra al suelo y prácticamente a mis pies. Fui el primero, por la cercanía, en tratar de hacer algo por él, pero enseguida se acercaron otros, clientes y marchantes, unos para tratar de ayudar y otros por curiosidad. Y también de inmediato, surgieron los primeros gritos: ¡Una ambulancia! ¡Llamen una ambulancia! ¿Hay algún médico aquí? Alguien puso en mis manos no se si unos trapos o unos cartones para que se los pusiera bajo la cabeza, mientras otros se acercaron curiosos para preguntarme qué había pasado. Yo, en tanto, tenía mis cinco sentidos puestos en el pobre tipo. Que no reaccionaba, respiraba trabajosamente y mantenía los ojos trágicamente abiertos. Porque era la mirada ciega de alguien que ya no veía a nadie, ni siquiera a mi, que sostenía su cabeza e insistía en preguntarle cómo se sentía y en pedirle que aguantara, que ya venían en su ayuda.. No me contestó, nunca lo hizo. Pero de su boca abierta y jadeante surgió, de pronto, eso de que tanto se habla y que muy pocos han tenido ocasión de sentir y presenciar: el último suspiro, esa exhalación de aire sin retorno de lo último que encerraban los pulmones; la muestra final de que si hay un alma acaba de partir y, si no la hay, de que lo que allí queda no es más que materia inerte y en descomposición. Había muerto, estaba seguro. Pero esa no fue la opinión de los puesteros, que sin atender ya a sus negocios se habían movilizado para intentar salvar al viejo. Fue inútil que yo les dijera que no había nada que hacer, pues había sido testigo privilegiado de su último suspiro: lo cargaron en la camioneta de uno de ellos y se fueron, con el acelerador a fondo, hasta la guardia del Durand. Y allí pasó lo que tenía que pasar. No bien un practicante le tomó el pulso al viejo, les dijo: muchachos, esto es un hospital, no un cementerio. Este tipo está muerto. La policía es la que tiene que hacerse cargo de él. Imagino la desazón que se habrá apoderado de estos voluntariosos marchantes, pero no tuvieron más remedio que dirigirse a la 11ª. con el cadáver del viejo, lo que les significó perder toda aquella mañana de laburo y hasta corrieron el riesgo de quedar adentro como sospechosos. Hasta que todo se aclaró gracias a un vigilante más perspicaz que el resto de sus colegas. Porque el occiso no tenía ni un solo papel encima y si tuvo alguna vez un peso, vaya a saber en qué manos quedó. Pero el vigilante de marras, escarbando más finamente en las pobres pilchas del finado, dio con un indicio salvador: halló, en un bolsillo del saco, unos restos de lana. Y fue a partir de ese descubrimiento que el caso se aclaró, se supo de quien se trataba, dónde vivía y se puso el cadáver en manos de su familia. El finado no era otra cosa que colchonero, de esos que iban a domicilio a cardar la lana de los colchones viejos. Acababa de hacer un trabajo en el barrio y había hecho una estación en la feria para comprar la gallina que le había encargado la patrona. Pero nunca volvió: murió allí, de repente, haciendo la cola. Todo eso, así como que el viejo vivía en Floresta y tenía un apellido que sonaba a ruso o polaco, me lo contó el pollero el sábado siguiente. Pero a mi no me interesaron los detalles, saber quién era ni dónde vivía. Desde entonces no es más ni menos que mi muerto, el tipo del que recibí su último aliento en la cara, como para que jamás pudiera olvidarme de él.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Circo criollo EL MONUMENTO QUE AÚN FALTA El retorno de la señora Presidenta a la Rosada promete ser espectacular. Porque en este más que largo mes que le ha demandado su convalecencia ni un minuto, ni siquiera un minuto, ha dejado de pensar en los graves problemas que la aguardan y que sus desdichados colaboradores, empezando por el vice, no han sabido resolver de ninguna manera. Es decir que olvidando por un momento las recomendaciones de los facultativos, que le han prescripto mucho reposo y, si por ellos fuera, hasta nula participación en los asuntos de gobierno (lo que sólo dejaría a su arbitrio la elección, a la hora de la merienda, del té o del café liviano), se lanzará, aunque en ello le vaya la vida, a atender y dar solución a los grandes temas pendientes. Esto no incluye, al menos por el momento, el problema cambiario, para el cual basta con su afirmación, en vísperas de ser internada, de que el cepo no existe, ya que ella, cuando viajó al extranjero, se encontró con un montón de criollos que gastaban alegremente sus dólares. Tampoco el de la inflación, no sólo porque cree ciegamente en las cifras del Indec y no en las truchas que aparecen en los medios opositores, sino porque no el controvertido Moreno, sino sus mismos hijos y casi casi hasta su pequeño y aventajado nieto, le han dicho una y mil veces que, por más que gasten, les sobra la plata. Lo que demuestra fehacientemente que los precios no se mueven y que, si lo hacen, es a la baja. Y por último, ni piensa en darle cabida, dentro de sus preocupaciones, al baqueteado tema de la inseguridad, ya que si ha habido y hay alguien expuesto a la labor de los pungas y demás malvivientes es ella, precisamente, ya que siempre se ha movido entre multitudes y sin custodios. A pesar de lo cual jamás le faltó ningún Rolex, ningún anillo, ni supo, en sus vuelos entre Olivos y la Rosada, de algún motochorro que haya pretendido asaltarla. Por lo que, a su regreso a la Rosada piensa ocuparse, en primer lugar, de lo más importante. Lo que incluye, como objetivo primordial, la remoción definitiva de la estatua, hoy yacente, del gran genocida Cristóbal Colón, y de su reemplazo por la de doña Juana Azurduy, acaso la mujer que ella misma hubiera querido ser de haber nacido algunos años atrás. A pesar de que entonces no se conocieran el helicóptero ni el delineador de párpados, fuera imposible dirigirse al pueblo a través de la cadena nacional y criollos y españoles se peleaban por Potosí pero no por Calafate. Lo que vendría a demostrar que las muchachas de antes podrían ser muy valientes, pero de negocios no entendían ni jota. Pero Colón, una vez justamente erradicado del trasero de la Rosada, habrá de constituir nada más que el prólogo de la segunda lucha en la que la Señora va a poner todas sus fuerzas y hasta arriesgar su salud, si es necesario. Porque a pasos de allí y justamente mirando, mal, a la Casa de Gobierno desde su pedestal, se encuentra Juan de Garay. Quien no sólo era un genocida de cuidado, como todos los conquistadores que pusieron el pie en América, sino que es el fundador, nada menos, que de la ciudad de Buenos Aires, bastión opositor si los hay y entregado actualmente al macrismo. Lo que duplica o triplica las razones para sacar su estatua de allí e instalar o la de Maradona, como pretendió en algún momento el diputado Cabandié o la del Indio Solari, con lo que se haría un doble homenaje a los pueblos originarios y al fervor popular. En el Margot se suscitó una discusión. “Está bien, –dijo uno- sacamos a Garay que era un genocida sin abuela ¿y a quien ponemos?” Sólo le respondió un largo silencio, interrumpido finalmente por el reo de la cortada, que dijo: “¡Paren las máquinas! ¡Ya lo tengo! Ahora que las relaciones con los yoruguas no andan muy bien y para eliminar asperezas, ¿por qué no levantamos allí el monumento a los charrúas que se morfaron a Solís?”

sábado, 9 de noviembre de 2013

MUERTE GEOMÉTRICA Cuando fui a empuñar el cepillo de dientes la tucura, que debía estar allí posada, dio un salto y apareció sobre mi dedo índice. Agité la mano, para desprenderla y entonces cayó a mis pies, iniciando el que sería, a la postre, el primero de sus extraños mensajes. Porque el bicho, verde, y que no ocuparía, de la cabeza a la cola, más de dos de las falanges de cualquiera de mis dedos, se ubicó precisamente entre mis miembros inferiores calzados en chinelas de cuero negro. Lo primero que se me ocurrió fue que debía pisarlo, respondiendo a una costumbre atávica y a la fama de depredador de que se ha hecho responsable este acrídido saltarín. Pero frené mi impulso al sospechar que el insecto no parecía haberse detenido donde lo había hecho por simple casualidad sino respondiendo a razones inteligentes, propias de quien desea transmitir un mensaje o establecer al menos una comunicación entre dos seres pertenecientes a especies tan diferentes, como el hombre y el bicho. Mis pies se encontraban abiertos, en la posición natural de quien se encuentra parado. Y el saltamontes no se ubicó, respecto de ellos, en una posición cualquiera, sino precisamente en medio del triángulo que formarían mis extremidades inferiores, de trazarse una raya a la altura de los respectivos dedos gordos y de prolongarse, hasta el punto de unión o vértice, las líneas ideales entre cada uno de éstos y sus respectivos talones. Estaba muy claro entonces que el saltamontes, al instalarse justo allí donde estaba, había querido indicar que lo suyo no era nada casual y que hasta el menos avisado de los geómetras estaría en condiciones de advertir su intención de participar de algo así como de un juego algebraico. Para comprobar lo cual hubiera bastado con trazar otra línea, a lo largo de su enjuto cuerpo, hasta hacerla coincidir con el vértice del ángulo formado por ambos pies. Que pasaría así a conformar dos ángulos agudos. Pero esta pequeña y curiosa langosta no se detuvo allí. Luego de haber demostrado claramente cuáles eran sus intenciones, volvió a avanzar, pero no a tontas ni a locas, sino que lo hizo, con precisión matemática, hasta colocar su cabeza exactamente en medio del ángulo recto formado por el encuentro de las dos paredes del baño más próximas a nosotros, por lo que con la posición linealmente recta y equidistante de su cuerpo, pasaba a insinuar la transformación de aquel ángulo de 90° en dos de 45°. Más esta intrigante maniobra daría para algo más aún. Porque como en ese mismo sitio coincide una baldosa perfectamente cuadrada, el saltamontes, al partirla idealmente por la mitad, de trazarse otra vez una raya en el sentido indicado por la posición de su cuerpo, estaba convirtiendo aquel simple e inexpresivo cuadrado en dos espléndidos triángulos equiláteros. Fuertemente conmovido por esta inesperada demostración de inteligencia por parte de un insecto del que poco se habla ni tiene buena prensa, me lavé rápidamente los dientes y salí del baño en puntas de pie, cerrando la puerta con cuidado luego de echarle una última y conmovida mirada. Volví horas después y seguía allí. Retorné a la noche, tarde y encendí la luz, dando por seguro que se habría marchado. Pero no, allí continuaba clavado contra el ángulo de los dos zócalos y dividiendo en partes iguales el espacio ocupado por la baldosa. Entonces me agaché para observarlo más detenidamente y pude comprobar lo que me temía: el saltamontes no se movía ni respiraba: estaba muerto. Lo que me causó una pena profunda aunque entendí que su deceso estaba en un tono en sintonía con los asombrosos hechos anteriores protagonizados por esta, en apariencia, simple y campesina tucura. La suya no había sido una muerte cualquiera, sino toda una muerte comprometida y geométrica. La primera, que yo sepa, del reino animal.

FELICIDAD: ¡QUÉ MOMENTO! Creo que cualquier fulano titubearía si alguien le preguntara, así, de sopetón, si alguna vez vio la felicidad verdadera en la cara de alguien. Descartando, claro está, la de los pequeños cuando reciben algún juguetito de regalo, la de las mamás cuando arrullan a su bebé, o la de algún tipo que, vaya a saber cómo, sale de la perrera del H nacional con los bolsillos llenos. Por eso creo que yo tengo derecho a afirmar y difundir las dos ocasiones (¡dos!), en las que, sin lugar a dudas, vi a tipos a los que se les reía la cara de auténtica e inconfundible felicidad. Comenzaré por la última. Un buen día, en una esquina de barrio de cuyo nombre no quiero acordarme, se instaló un ciruja, uno de tantos. Pero este, más vivo que otros, eligió el lugar por un motivo: un balcón del primer piso del edificio lo protegía de la lluvia. Extendió allí su colchón despanzurrado y mugroso, sus mantas no menos comprometidas, se sentó sobre todo eso de modo de aligerar el rigor de la vereda y se quedó allí por meses si no años. Y sobrevivíó todo ese tiempo sin un amigo, sin un perro pulguiento, sólo acompañado por una pequeñísima radio portátil que vaya a saber cómo consiguió y que escuchaba siempre pegada al oído, ya que andaría floja de pilas. Pero decir que la gente del barrio no lo tenía en cuenta, es poco. Era apenas una cosa, un detalle, una sombra sin nombre, nadie en realidad. Ignoro de qué viviría este tipo. Calculo que de vez en cuando recibiría una moneda de algún transeúnte sensible y que tal vez otros le arrimarían una sobrita o un sándwich de milanesa. Pero de trato personal, los vecinos nunca le ofrecieron nada. Hasta que un día, muy temprano, todo cambió, al menos por un tiempo. Porque precisamente en esa esquina, en la esquina del ciruja, chocaron dos autos, uno de alquiler y otro particular. ¿Testigos del accidente? Uno solo: el ciruja. Al que el choque, siquiera por un ratito, le cambió la vida. Porque no sólo los policías debieron dirigirse a él para preguntarle cómo había ocurrido la cosa, sino que ese mismo vecindario, que lo ignoraba por su condición de miserable habitante de la calle, que jamás le dirigía la palabra ni se acercaba a menos de un par de metros de él, porque presumía que hedía a zorrino (lo que tal vez fuera cierto), de pronto cambió de actitud. Y no sólo reconoció su oscura existencia, sino que muchos se acercaron a preguntarle cosas como: Che, ¿qué pasó? ¿Andaban muy fuerte? ¿Es cierto que al pasajero del taxi le dio un bobazo? ¿La ambulancia, tardó o vino enseguida? No habrán sido más de dos o tres días de protagonismo; después el caso pasó al olvido y ya nadie volvió a ocuparse del ciruja. Pero lo digo con fundamentos, porque yo mismo lo vi: durante esos pocos días al tipo le cambió la cara; lo vi sonreír, le vi los dientes amarillos, pocos y desparejos, vi cómo también le sonreían los ojos, cómo se agrandaba ante cada consulta y hasta lo vi pararse y avanzar unos pasos hasta la esquina para describir cómo había sido el choque. Lo vi, puedo atestiguarlo, feliz, como tal vez no lo haya sido antes y tal vez también, como difícilmente volvería a serlo. Y fue entonces que me acordé de la primera vez que vi a alguien con una expresión de felicidad tan notable como la de aquel ciruja del barrio. Una tarde de un día cualquiera me encontraba tomando un café en una confitería que había por entonces en la esquina de Lavalle y Esmeralda. Era un espacio grande y la mesa que yo ocupaba se encontraba en medio del salón. A mis espaldas, como a un metro, había una columna y, fijado a ella, un teléfono público. No se por qué estaba esa tarde allí ni en qué estaría pensando, cuando vi a un muchacho que entró al bar muy apurado. Ya desde la puerta, con una rápida mirada, había barrido el salón y advertido dónde estaba el teléfono. Se dirigió rápidamente hacia él, dueño de un gesto, según deduje entonces, que estaba marcando la importancia y la urgencia de lo que pensaba hacer y decir. Una vez en posesión del aparato que, como ya dije, estaba a mis espaldas, oí, porque no tenía más remedio, cómo levantaba el tubo, depositaba el níquel y discaba algún un número. Y a continuación escuché, también sin proponérmelo, no sólo lo que decía sino el acento formal y cuidadoso elegido para dirigirse a su interlocutor. Porque el que había llegado hasta el fono era un muchacho desorbitado, urgido, nervioso, mientras que el que hablaba luego con una tal Lucía, era otro, un chico convencional, que trataba a esta mujer con todo respeto y delicadeza. Y tras ese cambio inesperado, como si Mr. Jekyll se hubiera convertido de golpe en el doctor Hyde, le oí decirle a la tal Lucía que ya había hecho la diligencia que le habían encomendado, que el cliente había recibido el paquete de conformidad, que le habían firmado el remito como lo exigía la empresa y no sé qué cuántos detalles más que hacían a la historia del dichoso envío. Pero nada de esto tuvo para mí, como escucha, primero involuntario, pero luego atentísimo de su conversación, la importancia y sorpresa que tenía deparada para el final. Porque, les recuerdo, nos encontrábamos en Lavalle y Esmeralda, esto es, en pleno centro de la ciudad, en la más que famosa –entonces- calle de los cines. Sin embargo este jovencito, a punto ya de colgar, ¿qué fue lo que le dijo a su interlocutora? Esto, tan inesperado, casi diría tan asombroso, que ya no lo pude olvidar. Porque luego de haber descrito el viaje y su exitoso final ¿cómo se despidió? Pues informándole a la señorita Lucía que no lo esperasen muy pronto, que iba a tardar un buen rato en volver, porque, como dijo y repitió un par de veces, “estoy muy lejos, en Liniers y recién salgo para allá, Por eso calculo que, si tengo suerte y agarro un colectivo enseguida, estaré de vuelta por allí en alrededor de una hora o tal vez un poquito más”. Se despidió con un “chau”, lo oí colgar el teléfono, emitir un suspiro de satisfacción y luego, con gran pachorra, dirigirse hasta una mesa del bar, sentarse, pedir un café con leche con medialunas de grasa y, cuando se lo sirvieron, despacharlo despaciosamente, embadurnando cada medialuna con dulce de leche antes de llevársela a la boca. Y sonriendo siempre, pero involuntariamente, porque le salía de adentro, como sólo les puede ocurrir a quienes disfrutan, aunque sea por un rato, de una felicidad plena e inigualable. Cuando estaba cerrando esta nota, que mi editor me urgía, sonó el teléfono y le cambió el final que pensaba darle. Porque lo que me contó mi amigo, que sabía en qué me andaba yo metiendo, es que había visto morirse a una persona, hacía apenas un rato, con una cara de felicidad y una sonrisa que era de no creer. La historia habría sido así. Mi informante fue al hospital Alvarez, donde estaba internado su amigo. Pero cuando llegó encontró que el amigo ya había partido (no me dijo adónde) y que en su lugar había otro enfermo, solo, enchufado a un montón de máquinas y con cables hasta en los ojos. Respiraba mal, parecía que el aliento se le interrumpiría en cualquier momento y sin embargo sonreía y su cara trasuntaba felicidad. Entonces se acercó a él y muy quedo, le preguntó: Maestro, ¿qué le pasa? Parece que está muy mal pero igual se está riendo. Y asegura, jura y perjura, que el fulano, un ratito apenas antes de partir le respondió: Si, jefe, qué se le va a hacer. ¿Pero usted sabe lo bueno que va a ser no ver nunca más a la bruja? No se si lo que me contó este amigo es enteramente cierto y él tampoco sabía a qué bruja se refería el occiso, si a la mujer, la suegra o a alguna enfermera atroz. Pero igual lo consigno. Sería el primer caso, al menos que yo sepa o me haya enterado, que, instantes antes partir, sonreía y mostraba el más feliz de los rostros. Para creer o reventar.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Circo criollo LA ALEGRÍA DEL DÍA SIGUIENTE Es cierto que el país da para todo y que aquí el que se aburre es porque vive en una cabina de ascensor en desuso. Esto viene a cuento por algo que ocurrió hace muy poco, el domingo 27 de octubre, cuando asomaban las primeras sombras de la noche. Cualquiera hubiera dicho que tras las elecciones de ese día, en las que el oficialismo perdió hasta por paliza en los puntos más importantes del país, en el bunker del gobierno todos habrían de llorar a lágrima viva. No solamente porque el resultado alejaba totalmente la posibilidad de la re-re, terminaba de una vez con el relato y sepultaba al kirchnerismo, al menos hasta que el nietito de la Señora estuviera en condiciones de rescatar la memoria de sus abuelitos presidentes, sino que implicaba algo aún más grave: que a todos los que hoy son ministros, secretarios y demás altos funcios del gobierno, así como a los pibes de La Campora, los ponía ante la eventualidad de ganarse los garbanzos laburando, salvo que hubieran hecho buen acopio de dólares, euros, oro amonedado, propiedades aquí y en el exterior y demás factores que distinguen al tipo próspero del seco. Sin embargo aquella noche no sólo no hubo lágrimas ni lamentos, intentos de suicidio o migraciones en masa a Basilea o Miami, sino que, muy por el contrario, aquello fue un jolgorio, un derrame de discursos victoriosos y de aplausos interminables, no obstante no advertirse que hasta allí hubiera llevado alguien bebidas de alta graduación (whisky, vodka, cachaça).y mucho menos merca de la dura. Pero hubo que esperar menos de 24 horas para entender la razón de tan peculiar comportamiento, luego de la golpiza del domingo. Seguramente los protagonistas de esa extraña actuación no estaban pensando solamente, como se dijo para justificarlos, en los crueles padecimientos que, a causa de la intrusión quirúrgica en su cabeza, estaba padeciendo la Señora. Es decir, no estaban expresando una alegría destinada a encubrir las lágrimas, sino que estaban en autos de algo de lo que la opinión pública recién se iba a enterar al día siguiente: la constitucionalidad de la ley de medios determinada por la Corte Suprema, lo que significaba el triunfo definitivo sobe el grupo Clarín y, por ende, su desguace. Es que a partir de esto no sólo otro clima que el destituyente entraría a reinar en el país, sino que la gente, antes envenenada por aquel medio, pasaría a creer a pies juntillas en el índice oficial de inflación, dejaría de preocuparse por la caída de las reservas, participaría nuevamente del placer de crecer a tasas chinas, odiaría a los fondos buitres como jamás odió a nadie, incluyendo al novio de su mamá, y pasaría a vivir en perpetuo estado de felicidad, aceptando la re-re y hasta la belleza son límites de la Señora en calzas, hasta pasados los 80. Y, ya sin Lanatas y otros macaneadores sin abuela, los medios liberados pasarían a integrar la gran cadena de la felicidad que surte al hoy menguado pueblo K, poniendo en manos de sus amigos, no acaso toda la opinión pública (algunos recalcitrantes continuarán leyendo La Nación y Noticias), pero si ese caudal de avisos con que seguramente sabrá apoyarlos el Fisco, para que mantengan airosamente los colores de la verdad, esto es, de los K. “Confieso –dijo el reo de la cortada de San Ignacio, apurando la ginebra que aún quedaba en el fondo de la copa- que la derrota del Gobierno me puso triste, porque pensé que se iban a tener que ir”. “¿Y por qué?” preguntó desconcertado el fulano con el que compartía la mesa. “Yo creía que usted era de la contra. ¿O no?” Entonces el reo, mirando a la distancia o acaso a las muchachas que pasaban por la vereda, agregó: “Maestro, es cierto, gobiernan para el demonio, no aciertan ni a las bochas, pero dígame, con el corazón en la mano y aunque cobre la mínima: ¿alguna vez se rió tanto como con la foto de Boudou en la moto?: ¿y con el pan de Moreno a 2,80? Y nunca, pero nunca se habrá reído tanto como cuando la Señora hizo el pollito en Angola. No –terminó triste y acongojado- fija que los vamos a extrañar”. Y a continuación se puso a entonar, muy bajito, aquello de “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna…”