jueves, 25 de julio de 2013

Circo criollo CÓMO GANAR LAS ELECCIONES El reo de la cortada de San Ignacio, según lo ha dicho más de una vez, se inclina, para el 2015, por la fórmula Victoria Donda-Carolina Pelleriti. Allá él. Pero fuera de esta fantasía, que ni cabe tener en cuenta, existe una casi certeza: quien preside hoy los destinos del país no sólo tendría casi cerrado el camino de la re-reelección, sino que es más que posible que sus candidatos experimenten un sonado fracaso tanto, en los próximos comicios de agosto, como en los que se llevarán a cabo en octubre siguiente. Lo que, de confirmarse, marcaría quizá el final del kirchnerismo, el adiós del relato, el chau baby de tantas cosas lindas como se han vivido durante estos últimos años, comenzando por la misma primera mandataria y finalizando (es un decir), por su simpatiquísimo hijo Máximo. A quien muchos, dadas sus dotes para la política y su delicado esprit comunicacional, lo veían como el heredero natural del Eternauta, pero con su propia envoltura de héroe popular. Aunque no, de ninguna manera, como sugiere malévolamente la oposición, como Pedro Picapiedra o como el Tío Cosa. Pero acaso lo más importante, para la Señora y para sus numerosos seguidores, es que no todo está perdido. Todo puede cambiar dando un giro copernicano si se ajustan algunos detalles. Un improvisado podría decir que si se prescinde de colaboradores tales como los señores Moreno y DeVido, las acciones de la primera mandataria subirían, del mismo modo que sube un globo aerostático conforme se le quitan algunas toneladas de peso. Pero no, no se trata de eso, aunque en este campo también se podría mejorar incluyendo a alguien que alguna vez haya tenido un libro en sus manos, aunque más no sea para aplastar una mosca pendenciera. Pero mucho menor sería que se diera un vuelco copernicano en la política comunicacional. En efecto, hoy el Gobierno de la Señora gasta ingentes cantidades de dinero, que acaso ella sustrae de sus necesidades diarias, en publicitar su nombre, el de sus principales colaboradores y el de las grandes cosas que su gobierno realiza, como las que se harán algún día en materia habitacional para los pobres, así como caminos, energía, trenes, danzas clásicas y epistolario. Vale decir todo y hasta mucho más de lo imaginado. Y ha elegido dos maneras de comunicar todas esas maravillas al noble pueblo argentino: los discursos, casi a diario, emitidos por la cadena nacional y una propaganda abundante y muy onerosa en medios que le son fieles o, más simplemente, propios. Y aquí precisamente reside el error y anida el huevo de la derrota. Porque está visto que este país de “buena gente”, como reza el slogan oficial, es tan desagradecido o tan memo en materia de elección de programas por TV, que no bien aparece la Señora dando sus señeros discursos en alguna celebración o inaugurando una pulpería, cambian de canal y se ponen a ver cualquier pavada extranjera. Con lo que se han perdido momentos memorables, como la Señora bailando el Himno Nacional o, suprema actuación, haciendo el pollito en Angola. Y, acaso peor, es lo que ocurre con la propaganda publicada en los medios leales, que como nadie los lee es lo mismo que arrojarles margaritas a los chanchos. Pero lo bueno de esta situación es que aún hay tiempo de corregir los errores y recuperar los votos perdidos. Y llegados a este punto y en tren de clarificar la nueva política comunicacional, empecemos por ponerle nombre. En efecto se la podría denominar, sin menoscabo de sus altos objetivos, como “Plan Coto” o, si no se quiere mencionar a este comercio en desmedro de otros, “Plan Supermercado”. Porque se trata de una deducción muy sencilla: ¿dónde publicitan las empresas que realmente tienen ganas de vender y de ganar plata? ¿En los medios que no se venden o en los que compra la mayoría? Sin duda en estos últimos, Clarín, La Nación, Canal 13, radio Mitre… ¿Qué son opositores? ¿Qué duda cabe? Pero lo importante no es eso sino que venden, venden a montones, tienen una gran audiencia y aviso que se pone en ellos es plata que vuelve en ventas. Y para empezar, entonces, ¿por qué no poner un gran aviso en el programa de Jorge Lanata? ¿Por qué no abrazarse también con la actriz que la imita y por qué no invitar a la sueca con una pasta frola casera en Olivos? ¿Y por qué, también, no proponerle al señor Magnetto, a Morales Solá, al Dr. Castro, a Lanata, reunirse en la Rosada alrededor de un plato de ravioles con salsa de ajíes de la mala palabra y un tinto de esos que dan lugar a que los comensales terminen la reunión entonando un aria de Verdi, pero al vesre? “Yo creo que con eso se salva, maestro”, aseguró el reo de la cortada de San Ignacio. “Pero, agregó enseguida, para que el morfi sea un éxito, también tiene que estar el pibe de la Señora. Si, porque me dijeron que no sólo es un piquito de oro y te levanta cualquier reunión, sino que contando chistes es mejor que el Negro Olmedo”.

miércoles, 24 de julio de 2013

EL IDIOTA QUE AMABA A LOS CABALLOS Ayer nomás coexistían armoniosamente en la ciudad autos, ómnibus, colectivos, tranvías y trenes, con la tracción a sangre. Porque eran carros, tirados por robustos mancarrones, los que llevaban a los hogares porteños la leche, el pan de molde, la carne, la fruta y la verdura y las sillas y los sillones de mimbre; y lo eran asimismo los que recogían la basura, los que de madrugada se ponían de culata en las estaciones de ferrocarril para recibir la leche recién ordeñada de los tambos y los que tiraban de la carroza fúnebre en la que se llevaba a los porteños a su última morada. Que eran, en su mayoría, matungos oscuros que lucían sobre la testa un pompón del mismo color y tenían un andar lerdo y solemne. Y también, caballos o mulas, eran los que hacían dar vueltas y vueltas a las calesitas. En fin, que por entonces el olor a nafta se confundía con el olor a bosta y los garajes con los corralones, como el que estaba a menos de cien metros de casa y comandaba, de barba blanca, pañuelo al cuello, rastra, bombacha, alpargatas y masticando siempre un toscano, el viejo Milonga. También Amadeo, el carnicero de la vuelta de casa, hacía el reparto con un carro. Porque no todas las clientas se llevaban la compra a sus casas. Elegían los bifes, el peceto que sería el alma del tuco del domingo o la gallina que habría de convertirse en puchero y después había que llevárselos a sus domicilios. Y para eso tenía un carro, un caballo y un empleado, que trabajaba por la propina. El que se subía al carro no era otro que Juan, el idiota del barrio. Juan era feo, morocho, flaco y hablaba a los gritos, pero apenas si se le entendía algo. Porque Juan era gangoso y no sólo eso: cuando hablaba le caía una baba que, muy de vez en cuando, atinaba a secarse con un trapo sucio. Pero a Juan, a pesar de ser feo, gangoso, baboso e idiota, todo el barrio lo quería. Porque arriba del carro, con el rebenque en la mano, las más de las veces de pie sobre el pescante, era muy saludador. Y además hacía el reparto con pulcritud. Sabía a quién debía entregar cada paquete y siempre se saludaba, aunque fuera de lejos, con la patrona. Pero si a alguien quería Juan era al caballo. Podía ser que alguna vez revolease el rebenque sobre su cabeza, pero cuidándose de tocarlo. Y cuando volvían al mercadito de Amadeo, le acariciaba la cabeza y le hablaba al oído. Y parecía que el animal apreciaba el buen trato de Juan, porque cuando era él el que gobernaba el carro su trote parecía más alegre, como si anduviese de paseo. Hasta que un día, el infortunio. Juan, a bordo del carro, cargado ya el último kilo de milanesas, las cabecitas de cordero, el peceto, el pollo y la gallina y un montón de paquetes más, azuzó al caballo y puso en marcha el reparto de ese día. La esquina, el cruce con la otra calle, se presentaba a no más de treinta metros. Y él estaba tan acostumbrado a cruzarla que ni miró. Así fue como no advirtió que por esa calle, la mía, donde estaba mi casa, avanzaba un auto. Cuyo chofer seguramente tampoco se preocupó por bajar la velocidad, acaso pensando que por allí no pasaba nadie. O, también, si es que vio el carro, supuso que el auriga habría de detenerlo obedeciendo al respeto que los viejos modos de transporte deben tener por los nuevos. Y el choque se produjo. El auto, un auto grande y cuadrado de los de antes, dio de lleno contra el caballo. Juan, sorprendido, cayó al suelo, pero el animal no. Recibió el golpe, frenó su carrera y luego se mantuvo curiosamente enhiesto, casi se diría que perplejo. Y como sólo puede hacerlo un caballo: sin emitir un gemido, sin quejarse. Lo que habría tenido derecho a hacer, porque él había sido la única y verdadera víctima del accidente. El golpe con el automóvil le había provocado un daño incurable: le había arrancado el vaso de una de las patas delanteras. Cuando Juan vio lo que le había ocurrido primero insultó, en esa lengua ininteligible pero de manera vehemente, al chofer del auto, que sólo se mostró preocupado por los daños que podría haber recibido su vehículo. Pero luego Juan se desentendió de ese tipo y, con lágrimas en los ojos, gimiendo, se abrazó al cuello del animal. La escena que siguió la vimos todos los vecinos, atraídos por ese accidente que se había producido allí, donde nunca ocurría nada.. El del auto sencillamente se fue, pero Juan siguió abrazado al animal sin dejar de gemir. Pero sin duda lo más dramático de aquella escena no fue el pobre Juan sino el mismísimo animal. Alguien se encargó de desprender el correaje que lo unía al carro y de conducirlo hasta cerca de la vereda. Y allí se quedó el caballo, quieto, con su pata mutilada chorreando sangre y tiñendo de rojo el agua que circulaba junto al cordón. Así estuvo hasta que se cayó, pero como sólo lo hacen los caballos, sin emitir un quejido, en silencio, perplejo tal vez por la situación que le había tocado vivir y por la muerte que se le acercaba. No recuerdo bien cómo terminó aquella historia. Al animal se lo habrá llevado algún servicio municipal y habrá sido sacrificado. En cuanto a Juan, el idiota, no se subió nunca más a un carro ni volvió a hacer ningún reparto. Acaso porque no quiso o porque Amadeo, que se compró otro animal, no confió más en él. Lo cierto es que anduvo un tiempo por allí, como alma en pena. Acaso recibiendo, como otros mendigos, alguna moneda de sus antiguas clientas. Pero un día advertimos que ya no circulaba por el barrio.. Y luego supimos que sin decirle nada a nadie, había abandonado la piecita del conventillo en la que vivía de lástima. Así fue, a Juan no lo vimos nunca más, ni supimos más de él. Sólo quedó, diríamos que flotando, hasta hoy, su casi tierna figura de idiota feo, gangoso y tan sensible con los caballos. Con todos, pero en especial con aquel caballo mutilado en un accidente. Y, para peor, con él en el pescante.

sábado, 13 de julio de 2013

Circo criollo EL ESPÍA DE LA MALA SUERTE Por fin se ha revelado la verdadera razón por la que la señora presidenta ha insistido y gastado tanto en desalojar, de la proximidad de la Rosada, la estatua de Cristóbal Colón. La clave de esta decisión acaba de surgir de otra medida, casi tan enigmática como la anterior y que tiene que ver con la histórica Plaza de Mayo: ya no se puede transitar por sus alrededores como se hacía antaño; ha sido vallada y tiene custodia permanente, de modo que ya no circulan por allí ni los bondis ni los autos particulares, salvo que quieran exponerse a una balacera. Por lo que ahora sí, uniendo estas dos sabias decisiones, se puede llegar finalmente a la verdad: la Señora decidió el desalojo del Gran Almirante porque estaba convencida de que éste la espiaba. Una sensación que se ha visto agravada, y con toda razón, por una información proveniente del exterior que confirma lo que ya se sospechaba: que el gobierno argentino, desde la cabeza hasta el último perejil, eran espiados por el servicio secreto norteamericano. Por lo que la Señora, para resguardar a la Nación, decidió poner en marcha un plan revolucionario destinado a burlar a los servicios de inteligencia de los yanquis. Los que, como lo ha revelado este muchacho Snowden (hoy a salvo en Rusia, Cuba o vaya a saber dónde), actuaban y seguramente actúan aún, interceptando las ondas electromagnéticas. Por lo que no hay teléfono común, o celular, laptop, iPad o lo que sea, que no caiga bajo la atenta vigilancia de estos espías del Siglo XXII. En consecuencia, ¿qué resolvió la Señora? Pues algo tan genial como inesperado. De aquí en adelante todos los miembros del staff de su gobierno que se comuniquen con ella o entre sí, lo harán exclusivamente mediante señas, en el lenguaje de los sordomudos. Por lo que ya mismo los funcios están tomando lecciones de la señorita que, cuando Ella habla por TV, traduce sus discursos para que también los entiendan los sordos, o al menos los que son tan duros de oído como fanáticos de sus exposiciones. Pero esta historia no terminaría aquí. Por lo que se ha sabido este muchacho Snowden querría, en realidad, regresar a los Estados Unidos y hasta se sentiría feliz si le dijeran que, como castigo, le van a aplicar la picana o lo van a apretar con tenazas allí donde más le duele a los varones. Nada de eso le importaría, así lo mantengan despierto 180 horas, como a los cómplices del 22S, haciéndole escuchar sin descanso a Feliciano Brunelli en discos rayados de 78 rpm. A lo que teme, de verdad, es a que lo repongan en su puesto de espía cibernético. Y la razón es una sola y tiene que ver, ¡cuándo no!, con la Argentina. Ya que habría sido a partir de una escucha hecha en la Rosada que decidió largar todo, confesar al mundo los alcances del sistema de espionaje yanqui y mandarse mudar a Rusia. Aunque igual lo hubiera hecho si el asilo se lo concedían Mongolia Exterior o Burkina Faso. Y acaso tenga razón. Porque, según él, después de muchísimos intentos, de pasarse horas y horas prendido a su complicadísimo aparataje cibernético, consiguió conectar a la Rosada y, allí, capturar una conversación en el teléfono de Presidencia. Y entonces, cuando le parecía que había llegado al top de su carrera de espía y que se merecía que, por lo menos, le igualaran su ingreso con el de Messi, esto fue lo que escuchó, a las 7.30 de la tarde, hora de Buenos Aires: “Hola, si, hablo yo. ¿Y quién iba a ser? ¿Mandrake? Si, ya voy para allá. Si, decime, ¿qué tenemos para morfar esta noche? ¿Qué? ¿Otra vez milanesas? ¡No! Sigan así y les juro que les mando unos pibes de la Cámpora para que les enseñen a hacer otra cosa. Bueno, está bien, poneme con Máximo que quiero decirle algo. ¿Qué? ¿A esta hora y todavía está durmiendo? ¡Esperá que yo llegue allá y ya va a saber este zángano lo que es bueno!” Bien, según lo dicho por este muchacho Snowden, esta fue la última conversación que interceptó y la que lo decidió a dejar todo, a abandonar profesión, carrera, país, lo que fuera y además, denunciar a los Estados Unidos por meterse a espiar a todo el mundo. “Era eso, dijo a los íntimos, o cortarme las venas con un pendrive”. “El mozo hizo bien -dijo el reo de la cortada mientras dejaba su copita de ginebra, ya vacía, sobe la mesa-. ¿Sabe qué aburrido debe ser espiar al gobierno argentino? Por eso, si me pagaran por espiar, yo agarro, pero elijo a Victoria Donda y a Carolina Pelleriti”.

sábado, 6 de julio de 2013

GRACIAS ALMIDÓN, GRACIAS En los últimos 50 o 60 años un montón de productos y de marcas han desaparecido o han dejado de usarse. Como la salivadera y el orinal, la gomina Brancato, el jabón de tocador Sunlight, las hojitas de afeitar Valet, el azul de la ropa, el jabón pinche, el Flit, las ligas y el rancho (no el de los paisanos, sino un sombrero de paja duro y amarillo). Y casi casi también el almidón. Porque antes se almidonaba un montón de cosas: el cuello y los puños de las camisas, las enaguas de las mujeres, los guardapolvos de niñas y niños, los delantales de las maestras y, en general, todas aquellas prendas en las que fincaba la elegancia y la pulcritud del tipo y de la muchacha. Y no sólo se almidonaba en casa, sino que asimismo lo hacían en la tintorería con los cuellos y los puños y ninguna planchadora que se preciara de tal (lo que debió incluir a doña Berthe, la mamá de Gardel), podía aspìrar a ganarse los garbanzos con la plancha si no dominaba el arte de almidonar. Sin embargo y aunque su uso ha menguado, el almidón no ha desaparecido totalmente; aún se lo usa, aunque mucho menos que en mi infancia. Y debo manifestar que su subsistencia me alegra porque el almidón forma parte, por así decirlo, del mejor recuerdo y acaso también, del mejor momento de mi vida. Porque, admitámoslo: ¿qué puede ser más importante para un argentino que se precie de tal, que haber sido designado abanderado de su escuela, de su colegio, de su unidad militar o de lo que sea? Nada. Frente a esto palidecen los títulos universitarios, los triunfos deportivos y hasta el haber acertado un pleno en Mardel que significara cambiar el R12 por un Mercedes o llegar a fotografiarse frente a la torre Eiffel acompañado por una señorita francesa de moral frágil. Mi historia con el almidón, así como mi agradecimiento infinito a ese producto, puede contarse en pocas palabras. Corría el año 1939 y yo cursaba por entonces el segundo grado (hoy tercero) de la primaria en una escuela de Caballito norte, cercana al domicilio de mis mayores. No digo que fuera un mal alumno, pero sí apenas regular. Fuerte en lo que tuviera que ver con el lenguaje y las composiciones y más bien débil cuando se trataba de la tabla del 7. Fue entonces, creo que a mediados de año, que una noticia sacudió a todo el magisterio: el presidente de la República Oriental del Uruguay, el general Alfredo Baldomir, habría de visitar el país, se haría una gran fiesta en la escuela que llevaba el nombre del estado vecino y todas las escuelas de la ciudad debían adherir enviando a su abanderado, esto es, al mejor de todos sus alumnos. Imagino el revuelo que se habrá armado en el magisterio, ya que no se trataba de pavadas: nos visitaría nada menos que el presidente de los orientales y había que concurrir al acto con lo mejor que se tuviera a mano. También supongo que habrá habido más de una reunión en la dirección de mi escuela, de las maestras con la directora y que ésta habrá hecho una gira por las diferentes clases, de la mañana y de la tarde, para elegir al candidato. Pues bien y para hacerla corta: de todos los alumnos que tenía la escuela y de todos los grados, de mañana y de tarde, no eligieron al mejor, me eligieron a mí. Y así fue como aquella gloriosa mañana subí, con los otros abanderados, al escenario que se había montado en el patio de la escuela República Oriental del Uruguay y desde allí asistí al acto solemne, de cara al general, que estaba sentado en la primera fila. Y tuve tanta suerte que, además, aparecí fotografiado en un diario de la tarde, porque, al ser de los más pequeños, estaba delante de todos los abanderados de las escuelas porteñas. Ahora bien, la pregunta que me hago cada vez que rememoro aquel momento triunfal de mi vida, es por qué me tocó a mi llevar la bandera ese día y no a cualquier otro que tuviera más “suficiente, bueno, bueno, ninguna, ninguna”, en su libreta de calificaciones, que yo. Pero la respuesta es fácil y, qué duda cabe, no da para enorgullecerse: yo fui abanderado gracias al almidón. Así como se lee. Y esto se explica de este modo. Con respecto al resto del barrio de entonces, mi viejo era un bacán. Vivíamos en una casa propia construida en el 25, de dos plantas, garaje (donde se guardaba el Ford 37), dos patios y terraza. Mi vieja contaba con sirvienta gallega con cama adentro, más una lavandera y una planchadora que venían a casa una vez por semana. Nada que ver con la situación de la mayoría de los vecinos, cuyos pibes eran mis compañeros de clase. Casi todos no tenían dónde caerse muertos, ninguno tenía auto, muy pocos sirvienta y un montón de aquellos pibes vivían con sus viejos y a veces también con un montón de hermanos, en una pieza de conventillo. Minga entonces de lavandera y de planchadora. La vieja de cada uno de ellos se encargaba de todo, lo que implicaba una vida prolongada para las manchas de tinta de los guardapolvos, que la plancha los sorprendiera muy de vez en cuando y que el almidón no los alcanzara jamás. En consecuencia y aunque sea duro reconocerlo, está más que clara la razón por la que, en aquella oportunidad, fui el abanderado de la escuela y asistí a aquel acto histórico. No porque fuera el mejor, tampoco porque fuera el más alto, el más simpático ni el más inteligente. Estuve allí, fui elegido por las maestras y la directora, por una sola razón, pero categórica: porque siempre, esto es, todos los días, concurría a clase con mi guardapolvo impecable, limpio, planchado y, sobre todo, bien almidonado. Que era lo que se precisaba, en aquella memorable circunstancia, para representar a la escuela. Nunca me volvió a ocurrir algo así; nunca más fui abanderado de nada. Aquel triunfo inolvidable fue también el único. Y tal vez debido a la fuerza de aquel recuerdo, es que a veces me pregunto cómo se las arreglarían hoy si un día el presidente uruguayo, o brasileño, o del país que sea, decidiera darse una vuelta por aquí y asistir a un acto en una escuela pública. Porque hoy los pibes ya no sólo no concurren a clase con el guardapolvo almidonado, sino que lo hacen de jeans y zapatillas. En consecuencia ¿cómo harían hoy para elegir el abanderado para la ocasión? Y la conclusión no encierra ningún consuelo: no les quedaría otra que elegir al que tenga las mejores notas. Le almidonen el guardapolvo o no.

martes, 2 de julio de 2013

Circo criollo HAY QUE TENER PACIENCIA Algunos se preguntan porqué, a pesar de que la Justicia no le haya dado el OK, la señora presidenta hizo nomás sacar la estatua de Colón de su pedestal, por lo que hoy yace en el suelo, tan tirada como un billete de cien pesos. Y la respuesta es muy fácil: porque estaba harta de que a cada cosa que proponía le dijeran que no. Por fin, entonces, pudo darse el gusto en algo y hasta sentir que el pajarito Hugo Chávez la aplaude. Más aún, su traslado a Mar del Plata ya pasa a ser un asunto menor y tal vez ocurra lo mismo con la instalación, en lo que fuera Plaza Colón, de la estatua de Juana Azurduy. Es que acaso sueñe con que, algún día, el monumento a la Cristina ocupe ese lugar. Junto con otro, más bajito, de Él. Porque hoy los inútiles que la rodean sólo le ofrecen pequeñas venganzas, como echarle los perros de la AFIP a Lorenzetti o disputarle el rating a Lanata con fútbol de primera. Cuando tal vez hubiera sido mucho mejor enviarle a Lorenzetti a Fito Páez para que le cantase su versión soul del Himno nacional, tantas veces como fuese necesario, hasta provocar su suicidio mediante la ingestión, sin agua, de la Constitución Nacional. Y para dejar KO al gordo periodista la alternativa no era el fútbol, que desde que está Gimnasia en la “B” no lo ve nadie, sino la emisión, en el mismo horario y por toda la cadena, de los discursos de la Señora y de sus mejores actuaciones. Como la que protagonizó en Angola (inolvidable el batir de las alitas de pollo) y, más reciente, la que tuvo el Día de Bandera (no menos recordable su gestualidad, balanceándose al ritmo del Himno, tal como lo hubiera ejecutado Blas Parera de haber vivido hasta hoy, opa, sordo y canijo). Pero acaso el mayor disgusto no se lo han provocado ni la Corte ni Periodismo para Todos. Así como tampoco Moyano y Caló, que nunca se sabe cuán lejos o cuán cerca se encuentran uno del otro, es decir, si van a ir al choque o al abrazo peronista. Aunque a Daniel Scioli lo tiene a los cachetazos, deseando que abandone el kirchnerismo de una buena vez y vuelva a las lanchas veloces pero insumergibles, éste no sólo se muestra fiel como un oso amaestrado, sino que con su actitud le ha dado alas y también muchos votos a Massa, el de Tigre, que promete llevarse puesta la Provincia. En este contexto desalentador haber bajado de su pedestal a Colón es, si se quiere, un consuelo menor, apenas una pausa en la cadena de sinsabores por la que está atravesando, mientras se distrae escribiéndole al Papa por la red como si hubiesen ido juntos a la escuela. Y escuchando a De Vido y a Moreno, uno que le asegura, con los dedos cruzados, que este invierno no faltará gas, y el otro que le afirma, agarrándose vaya a saber qué, con la mano izquierda, que hay trigo de sobra y que tiene las medialunas aseguradas en los desayunos de Olivos. En consecuencia que mal harían Mauricio Macri, o la Justicia, o quien sea, en exigirle a la señora Presidenta que vuelva todo a fojas cero, reponga al Gran Almirante en su pedestal y se olvide de remitirlo a Mardel, donde parece que ya tienen uno. Porque si no consigue este triunfo, aunque sea pequeño (pero algo oneroso, según cantan los que lo depositaron en el suelo), vaya a saber en qué puede derivar sus angustias de casi inminente “pato rengo”. Tal vez redoble sus pretendidos contactos con el Sumo Pontífice y lo invite a tomar un chocolate en el Tortoni o le dirija un mensaje al presidente de los Estados Unidos, encabezándolo así: “Che, Negro…” El reo de la cortada de San Ignacio volvió de su incursión por Castelar, donde habría de verse con una señorita cuarenta años menor que él, con un humor de perros. “Arriesgué mi vida en el tren por nada –fue lo primero que dijo-. Y además le digo que nunca más le hago caso a los mensajes por Internet”. Y como le pidieran que aclarase sus dichos, agregó: “Pero si es cosa de volverse loco, maestro. Resulta que no sólo era más vieja que yo, sino que sus nietos fueron los que me abrieron la puerta”.