domingo, 30 de diciembre de 2012


Circo criollo

2013: ¿el año
de la yeta?

Nuevo año. ¿Alegría, cohetes, corchos que saltan y van a dar en el ojo de algún mamado? Si, así es para la mayoría, la que festeja, la que deja atrás lo malo que le pueda haber ocurrido y se prepara para pasarla bomba el nuevo año. Pero no, hay algunos que piensan que, como termina en 13, puede ser el año de la yeta. Sin embargo no fue así en 1913, cuando se inauguró el primer tren subterráneo, se concluyó un nuevo puerto y el ferrocarril llegó hasta Asunción tocando pito. En cambio un año antes se hundió el Titanic y el siguiente empezó la primera guerra mundial. Más, en 1913 la Argentina andaba sexta o séptima en el ranking mundial de las potencias, seguían llegando inmigrantes al país que daba gusto y el presidente de entonces, Roque Sáenz Peña, sancionaba la ley del voto secreto que iba a dar lugar, dos años después, a que don Hipólito se sentara en el sillón de Rivadavia.
Pero es precisamente esto último y no porque se corra el menor riesgo de que los radicales vuelvan al poder, lo que tiene preocupados a los que ven este año que se inicia como “yetoso”. Porque a quienes piensan de ese modo, a los pesimistas de siempre, les parece que el 2013 pude llegar a ser tan malo si la señora llega a perder las elecciones de este año  como si llega a ganarlas. Más aún, le tienen más temor a que la surtan de votos en contra a que mantenga el apoyo que le han dado las urnas.
Y en cierto modo tienen razón. Porque si le tocase ganar, ¿qué ocurriría? Se llevaría por delante a Clarín, si todavía no lo hubiera hecho, elevaría un monumento al finado a caballo en el predio de la Sociedad Rural, haciendo pendant con Garibaldi en Plaza Italia, decretaría que la inflación no puede ser de más del 2% anual, le quitaría el registro a Moyano, lo que lo inhabilitaría para ser líder camionero y se prepararía triunfalmente para un cambio de la Constitución que le habilitara un tercer mandato. Para regocijo de todos cuantos la secundan, la elogian y la aplauden, que contarían con otros cuatro años para vivir como bacanes y soñarse jóvenes rebeldes de los 70.
Lo peor sería entonces si pierde y cuánto más si, como lo desea la oposición más cerril y enconada, la derrota es por paliza. Porque en ese caso, ¿qué puede hacer la señora? ¿Esperar otros dos años para bajarse del poder y terminar sus días en El Calafate, dedicada a cuidar la memoria de Él y acaso rodeada de gatos o de perros?  ¿Cambiar de política y, sobre todo, de colaboradores, para darse una chance de llegar con resto al 2015, no como un pato rengo sino con posibilidades de ser reelecta 4 años después? No, nada de eso; sería más fácil que renunciara a Louis Vuitton, a Rolex, a la TV y al agua de Evian. Por eso el gran peligro que advierten los líderes de la oposición, para el caso de que las urnas les sean propicias, es otro, totalmente distinto y mucho más grave que sus representaciones televisivas, su temor a la prensa y su imitación de la actriz que la imita. Lo tremendo que puede llegar a hacer, la venganza mayor que puede tomarse del pueblo que termina siéndole esquiva, después de haberla puesto en la Rosada con millones de votos, es esta: que, tras los comicios adversos renuncie –para irse tal vez a París, donde están las mejores carteras y los zapatos más glamorosos- y deje en su lugar, alevosamente, con una sonrisa, con un rictus vengativo, acaso con un corte de manga subliminal, a su vicepresidente, Amado Boudou.
“Maestro, dijo el reo de la cortada de San Ignacio, sin dejar de mirar a las chicas que pasaban por la calle, yo creo en este muchacho Boudou y pienso que podría hacer una gran presidencia. Con que solo emplee la mitad del ojo que tiene para las minas en gobernar, termina la presidencia llevado en andas y como candidatazo para el 2015”.

jueves, 27 de diciembre de 2012

El final del imperio



Circo criollo

El final del
imperio


Ya no son necesarias más pruebas; que cesen las teorías, los pronósticos, que se callen lo mismo quienes están a favor que cuantos están en contra, los pro y los anti, quienes lo aman por Hollywood y quienes lo detestan por el mismo motivo. Digámoslo de una vez: el imperio norteamericano está frito, su decadencia es imparable y sus días están contados. El país más poderoso de la Tierra, el que primero hizo pie en la Luna, el que explora Marte como si se tratara de su patio trasero; la nación que ha hecho de la Coca y de la hamburguesa el ideal de todos los niños gordos y flatulentos del orbe, el de los jeans y las barbies, acaba de tocar fondo.
Porque, en tren de encontrarle razones a la sinrazón, hasta puede entenderse que en un país que se auto complace con su papel de gendarme universal; que por un quítame de aquí esas pajas es capaz de invadir un día Vietnam y al siguiente Irak; que amenaza a quienes lo amenazan con la bomba atómica y los misiles de larguísimo alcance con hacerlos puré en un santiamén; que interviene hoy en Afganistán como ayer lo hizo, a piacere, en Centroamérica y como mañana acaso pueda hacerlo donde se le ocurra; que ha participado de las dos últimas guerras mundiales y que su contribución ha sido decisiva para la victoria de los buenos, y que, además y acaso sobre todo, ha hecho del western y del bandidaje urbano, a través de Hollywood, el gran cultivo de héroes del Rémington y el revolver al cinto, no es raro que allí mismo ocurra lo que ocurrió. Esto es que no una, sino muchas veces, un loco, empuñando una metralleta, pero podría ser también un misil o un lanzatorpedos y sin más motivo que su desvarío, haga una masacre en una escuela, en un teatro o en el vecindario.
Pero lo que es verdaderamente revelador de que el imperio está dando las últimas boqueadas, no es la fragilidad del dólar, ni la sombra amenazante de China. Lo que está revelando que esta circunstancia se aproxima inexorable, que se viene su Waterloo, su caída del muro, la rebelión de las masas, es la solución que, aparentemente en serio, se analiza para frenar a estos locos de la metralleta.
Porque acaso en cualquier otro lugar del orbe en el que ocurrieran casos parecidos, tal vez se podría pensar en diversos remedios para que las armas que empuñan estos dementes, no sean de tan fácil acceso, o para que cuando adquiera alguna uno de estos tipos con la garantía vencida, se enciendan todas las luces de alarma y alguien se encargue de seguir sus pasos y vigilar sus aprestos asesinos.
Pero en cambio de eso, en el otrora gran país del norte se ha llegado a proponer que, no para evitar los ataques, pero si para amenguar o prevenir  sus consecuencias letales, en colegios y en cualquier otro sitio público en condición de ser agredido por un colifato de estos, quienes podrían ser sus víctimas se armen como si estuvieran, hoy, en el far west,  rodeados de indios cazadores de cabelleras. De modo que profesores, maestros y hasta alumnos, se encuentren en condiciones de repeler al agresor no bien ingrese con un arma. Por lo que todos, grandes y pequeños, de instituciones pasibles de ser agredidas y victimadas por estos dementes, deberían acudir a ellas con sus respectivos pistolones o ser provistos de ellos no bien cruzaran las puertas. Y ya que estamos, también de cascos, cotas de malla, espadines de filo, contrafilo y punta, más, acaso y por las dudas, bombas Molotov, arcos y flechas, puñales y demás repertorio asesino y letal.
En resumen, allá, en el Norte, en el imperio, se ha perdido la cabeza y eso no puede significar sino el principio del fin. Luego de que todos estén armados ¿qué puede llegar a ocurrir? ¿Invadirán al vecindario, como solían hacer antes? ¿Ya no dejarán vivo ni siquiera al último mohicano? ¿O se exterminarán entre ellos, un mediodía, a la hora de Yuma?
El reo de la cortada de San Ignacio terminó su café, se metió en el bolsillo la sacarina que no había ido a parar allí y exclamó satisfecho: “Cuánto me alegra, maestro, vivir hoy en la Argentina. Al menos aquí a los únicos a los que quieren liquidar es a los jubilados con la mínima”.      

domingo, 23 de diciembre de 2012

tasca la maravilla


TASCA LA MARAVILLA

La acción transcurre en una tasca madrileña llamada La Maravilla. Así lo indica un cartel de luces de neón verdes, situado a la entrada del local, a la izquierda de la escena. En el salón hay un mostrador, estanterías con botellas, espejos, grifos para tirar cerveza, un tipo atendiendo todo eso y un par de mozos moviéndose al ritmo de los pedidos. En el salón varias mesas con cuatro o cinco sillas alrededor.
Al levantarse el telón todas las mesas, menos dos, están ocupadas. En el lugar hay mucho bullicio y animación. Desde la calle entran Antonio, José, Consuelo y Maruja, a las risotadas, ocupan una mesa y de inmediato piden a los gritos cerveza y tapas para los cuatro. Antonio y José han conocido a las chicas, que no son más que dos golfas, ese mismo día  y han pasado la tarde con ellas follando.  Ahora hablan de recuperar fuerzas, de lo bien que la han pasado y de que no les vayan a cobrar, que ellas han gozado tanto o más que ellos. Las mujeres responden igual, jaraneando, mientras beben sus cervezas a grandes sorbos.
Antonio pregunta a las mujeres: “¿Y vosotras qué hacéis? Aparte de hacer la calle, claro”. Las chicas se miran entre ellas y se ríen. Al fin Consuelo dice: “Esta -por Maruja- dice que canta en un tablao, pero igual fuera que rebuznara”. “Y esta -responde a su vez Maruja señalando a Consuelo- en ese mismo tablao, ¿a que no sabéis qué hace? Pues tira las cartas a los infelices turistas y también les lee las manos. Pero sin saber ni jota. Que la ayudan sus ojos y su color de gitanilla”. “¿Así que lees las manos? Eres quiromántica entonces. A ver qué te cuentan las mías” -dice Antonio poniéndolas sobre la mesa. “Pero calla -lo rechaza Consuelo- ¿no te ha dicho Maruja que lo hago sólo con turistas tontos?”
En ese momento ingresan a La Maravilla tres hombres y una mujer. Son cuatro cronistas de cine argentinos, Ayelén, Jorge, Ezequiel y Héctor, que asisten en Madrid a un festival de films latinoamericanos. Piden vino y tapas y charlan amenamente entre ellos de lo que han estado viendo.
Antonio, no bien los ve venir, deduce: “Estos son sudacas”. Y tras poner atención en lo que dicen,  agrega: “Y argentinos”. “Vaya -comenta Maruja-. Madrid está lleno de ellos”. Pero a Antonio se le acaba de ocurrir algo. Y dirigiéndose con grandes gestos al mozo, le grita: “Las primeras cuatro copas para los amigos de la mesa de al lado, van por mi cuenta”. Con lo que logra que reparen en él, agradezcan y se cambien bromas. “Nada, nada -dice Antonio levantando su copa- ¡por los argentinos! ¡Y por Cecilia Roth, que es tan guapa! ¿Habéis venido a por el festival, no?” Y brinda con ellos.
Pero luego, nuevamente en su mesa, Antonio, esta vez en voz baja, le dice a Consuelo: “¿Sabes lo que tienes que hacer?” Y como ella niega moviendo la cabeza, Antonio le explica casi en secreto: “Tonta, son turistas. Vamos a divertirnos un poco”. Y antes de que atine a responder, se dirige a los argentinos: “Pues sepan que están de suerte. Hoy tenemos en nuestra mesa a la pitonisa más famosa de Granada. Ven, Consuelo, que les dirás a nuestros amigos argentinos lo bien que les va a ir en Madrid y en la vida”.
Consuelo se levanta haciéndole caras a Maruja de que Antonio es un pesado y luego, con su sonrisa más seductora, se dirige a la mesa de al lado. Antonio la alienta diciéndole cosas tales como “ya van a ver, muéstrenles las palmas que ella les va a decir todo; a no tener miedo, ¡vamos!”. Aunque de vez en vez se da vuelta para disimular la risa que le da esta situación. Consuelo coge primero la palma izquierda de Ayelén y dice lo de siempre: que vivirá muchos años, que será muy feliz, que se casará. “Pero si ya soy casada”, la interrumpe entre risas la argentina. “Pues entonces te casarás otra vez” -sentencia la falsa gitana y sigue adelante. Luego pasa a Ezequiel, con el que repite sus profecías entre bromas y luego a Jorge. Hasta que finalmente, cuando su repertorio parece agotado y nadie la toma en serio, le llega el turno a Héctor. Sostiene su mano izquierda entre las suyas, pero esta vez, al detenerse a examinarla, pasa sus dedos una y otra vez sobre las líneas de la palma y queda como suspendida. Repite la maniobra, como si no se convenciera, siempre en silencio y por fin levanta la cabeza para mirarlo fijamente a los ojos durante unos instantes. De repente se arrodilla sin abandonar la mano, se la besa y luego le dice casi llorando: “Me arrepiento de la vida que llevo. Por favor, dame tu perdón”.
El estupor inunda al grupo, hasta que Antonio reacciona con una risa nerviosa: “¿Pero qué? -le dice- ¿Acaso vas a hacerle una fellatio?” Héctor sólo se sonríe, como si Consuelo no lo hubiera tomado de sorpresa.. Le pone una mano en la cabeza y luego la ayuda a levantarse. “Calmate, nena, calmate. Has estado muy bien. Levantate, no sigas así. Ya está, ya pasó ¿entendés?"
La situación se ha puesto incómoda. Consuelo no parece reaccionar y los argentinos, salvo Héctor, que permanece sereno, no saben si tomarse la escena en broma o en serio. Finalmente se acercan a ella, la abrazan y la besan, intercambian frases de circunstancias con los españoles, todos  aseguran que se ha tratado de una gran idea, que Consuelo es fantástica y que esperan verlos a todos ellos pronto en Buenos Aires, donde van a poder aprender a bailar tango, que está tan de moda en todo el mundo. Y convencidos de que la situación no da para más, se saludan y cada grupo vuelve a su mesa.
Una vez sentados Antonio, tratando de que los argentinos no lo adviertan, muerto de risa, le toma las manos a Consuelo y la felicita: “Estuviste magnífica -le dice-. Los has dejado estupefactos. Ese gilipollas de Héctor te aseguro que esta noche no duerme con lo que le hiciste. Si se ha de creer un santón, el pobre”. Pero Consuelo no lo escucha. Se deshace de sus manos, se levanta y con pasos de sonámbula se dirige a la mesa de los argentinos, que la ven llegar asombrados. Ella va directamente hasta donde está sentado Héctor. Se inclina hacia él y aunque le habla al oído en voz baja, se oye con claridad que le dice: “Guíame”. El no manifiesta sorpresa, pero tampoco reacciona de inmediato. Se limpia la boca con una servilleta de papel, extrae unos euros de su billetera para pagar su consumición, los deja sobre la mesa y luego, sin decir palabra, se dirige hacia la puerta seguido por ella, que va con la cabeza gacha y los brazos cruzados sobre el pecho. Argentinos y españoles se miran sin entender lo que ha pasado.  “Se habrán ido a follar” -sugiere Antonio. “No parece” -responde dudosa Ayelén. “¡Recuerda que esta noche nos encontramos con Pepe Sacristán!” -le grita Jorge, sin conseguir que Héctor, que sigue su camino sin detenerse, con Consuelo a sus espaldas, dé muestras de haberlo escuchado. Por lo que, tras el mutis de la pareja, los seis, como movidos  por idéntica inquietud, se dirigen a la puerta. Ezequiel, el primero en llegar, mira a izquierda y derecha. “Desaparecieron, se esfumaron” -comenta sorprendido. “¿Tu entiendes lo que ha pasado?” -le pregunta José. “Son cosas de la ficción, nada más que eso” -dice convencida Ayelén.
Los seis regresan al salón, en el que sigue el más indiferente de los alborotos. Con los parroquianos riendo y ordenando tapas y cervezas y los mozos yendo de aquí para allá, con sus bandejas. Los argentinos se sientan a su mesa y otro  tanto hacen los españoles en la suya, pero ahora todos en absoluto silencio.
Cae el telón.
Los espectadores rompen en aplausos. El telón vuelve a levantarse, pero el escenario permanece vacío más tiempo que el corriente, como si los personajes dudaran en reaparecer. Por fin lo hacen, para cumplir con el rito de agradecer al distinguido público con una reverencia. Pero sólo seis se hacen presentes: Antonio, José, Maruja, Ayelén, Jorge y Ezequiel. Esto causa desconcierto entre los asistentes, que advirtiendo las dos ausencias, reiteran los aplausos, pero agregan reclamos a viva voz para que Consuelo y Héctor también se acerquen a saludar. Entonces bajan el telón y luego, casi de inmediato, lo suben otra vez. Pero es en vano: sólo reaparecen para saludar al distinguido público los mismos seis de la vez anterior. Consuelo y Héctor, a pesar de los reclamos, no han vuelto. Los espectadores, disgustados y ya sin esperanzas, no aguardan siquiera que el telón termine de bajar para retirarse. Unos lo hacen en silencio; otros, confundidos. “¿Pero qué ha pasado con esos dos?”, se preguntan algunos. Después, alguien dijo haberlos visto, pero no juntos, por la calle Corrientes. Y otros, transcurridos varios meses, de vuelta de un viaje por Oriente, creyeron  reconocerlos en una pareja con la que se cruzaron durante un paseo por Katmandú.  La obra, Tasca La Maravilla, no volvió a ser puesta en escena.       

eterna caperucita


Eterna caperucita

Cada año que comienza, cuando los calores intensos se abaten sobre la ciudad y sueño con salir de vacaciones, no puedo dejar de pensar en aquel tórrido verano del 79, el primero que iba a pasar con Mónica luego de separarme de Andreína. Sin poder suponer, cómo habría de saberlo, que el hecho maravilloso e inolvidable que habría de ocurrirme durante aquel veraneo, tendría menos que ver con aquella formidable muchacha que conocí en la Facultad, que con Caperucita Roja.
En aquella ocasión había cumplido, por fin, con mi sueño de alquilar un departamento frente a la playa. Se abría la ventana y allí estaban, a nuestros pies, los médanos y el océano inmenso batiendo la costa con sus olas. No bien lo ocupamos, por la mañana temprano, hicimos como hacen todos los turistas. Nos lanzamos al vértigo de la vida playera. Larga caminata bajo el sol, baños de mar, voley, sandwiches, copetines. Al anochecer, cuando volvimos al departamento, estábamos tan rendidos que apenas probamos bocado; tomamos un par de cervezas mientras contemplábamos la luna rielando sobre el mar y nos fuimos a dormir.
Después del beso de las buenas noches, me acomodé en mi lado de la cama matrimonial seguro de que no abriría los ojos hasta el día siguiente. Pero no fue así. Primero por el colchón, que era de los de tipo duro y que opuso las primeras resistencias a mi modesto propósito; después fue el turno de las quemaduras, que no me permitían lograr una posición cómoda sin que el ardor en la espalda y en los brazos me molestara; y por último, ya de manera definitiva, el ruido.
El departamento que habíamos alquilado frente a la playa era amplio y luminoso en la parte que daba al mar. Pero el dormitorio era un sucucho que apenas tenía una ventanita lateral que se abría al interior de la manzana. Fue por allí, cuando dormir ya se me presentaba como un problema difícil, por donde comenzaron a penetrar ruidos insoportables. El debut estuvo a cargo de los tipos del piso de arriba, que ingresaron en tropel y a los gritos y de inmediato se entregaron al heavy más salvaje mientras abrían latas de cerveza y encargaban pizzas por teléfono. Luego, en algún otro piso, una pareja comenzó a dar alaridos por una cuestión de plata, a tal punto que imaginé que aquello sólo podía terminar a las puñaladas o en la cama. Y en simultáneo, no sé si abajo o arriba, unos adolescentes se trenzaron en una partida de truco generoso en apelaciones al río Paraná y al piojo hachado. Como la bulla no cedía comenzaron a oírse chistidos de los vecinos que pretendían dormir, como yo, pero no hicieron más que agregar tensión a un clima que ya era de guerra abierta entre insomnes y noctámbulos.
No sé lo que habrá durado aquella tortura que yo pasé con los ojos abiertos, la piel que no me daba sosiego en ninguna posición y con mi pareja durmiendo a pata suelta. Sólo sé que muy de a pocos esta situación desesperante fue cambiando. Los de arriba fueron los primeros: apagaron la música y se marcharon; luego, la pareja hizo silencio, no supe ni me importó si a causa de que uno de los dos había muerto, y por último los truqueros, concluidas innumerables partidas, también se llamaron a sosiego para entregarse, tal vez, al sueño o a la contemplación. Volví entonces a cerrar los ojos, conseguí una postura en la que mi piel no reaccionaba e inicié lo que parecía un tránsito seguro al descanso para lo que quedaba de la noche.
Pero no habría de ser así de fácil. Justo en ese punto, cuando mi conciencia comenzaba a perderse en la irrealidad de los sueños, acunada por el lejano batir de las olas del mar, un nuevo ruido comenzó a taladrarme los oídos. Casi imperceptible al comienzo, pero luego vibrante, neto e inconfundible: un pequeño de pocos años, pero con pulmones de Pavarotti, se había lanzado a llorar tal vez sorprendido por un mal sueño. Y su llanto, ahora que los otros ruidos habían cesado, sonaba como una sierra sinfín que me horadaba las sienes. Abrí los ojos, me incorporé en la cama y miré el reloj: eran las tres. Saberlo, me puso al borde de las lágrimas. Perdí toda esperanza, pensé en huir de ese maldito departamento y hasta en apelar a la solución Alfonsina, aprovechando que tenía al océano tan cerca. Finalmente conseguí serenarme, me incorporé, me apoyé en el respaldo de la cama y con los ojos bien abiertos clavados en la oscuridad, los brazos cruzados sobre el pecho, decidí esperar que amaneciera, entregado a los pensamientos más amargos.
El tiempo pasaba indiferente y la criatura seguía berreando. A veces, oía también a la madre, que hacía intentos desesperados por calmarla, por lo que me puse a inventar oraciones encaminadas a desearle éxito en su cometido. Pero era en vano, por lo que, perdida ya toda esperanza, imaginando que el día, la playa, el mar y otra nueva jornada de cornalitos y voley me sorprenderían sin haber pegado un ojo, me tendí de espaldas y me entregué al destino cruel, a lo que el Señor quisiera para mí en aquella circunstancia dolorosa de mi vida.
Por más que estaba entregado, un resto de mí, ese que funciona hasta en los condenados a muerte, permanecía esperanzado y atento a lo que pasaba allí afuera. Y ese fue el que detectó un cambio alentador en los ruidos que me venían por el agujero del ventanuco. Presté entonces más atención y era verdad: el chico seguía llorando, sí, pero ya no con tanto ímpetu. Y en cambio, la que crecía, suave y firme, era la voz de su madre. Le hablaba con ternura, como saben hacerlo las mamás, pero además le decía algo que me sonaba muy familiar, como si yo mismo lo hubiera escuchado de labios de mi vieja  muchos años antes. Y era así nomás. Por el hueco de aire y luz llegaba con nitidez a mis oídos, cada vez más atentos, un cuento. ¿Pero cuál? Y en la noche, ahora silenciosa, salvo la voz de la mujer, descifré una a una las palabras que le dirigía a su crío, callado y pendiente de ellas como lo estaba yo mismo. Le hablaba de una nenita muy buena y muy linda, pero un poco desobediente. Que tenía una abuelita que vivía del otro lado del bosque. Y que en una canastita que le había preparado la mamá llevaba un montón de comiditas ricas para la abuela, que estaba enferma y que no podía ir al mercado. Y que cuando cruzaba el bosque se había tropezado con el lobo malo...
Ignoro si al llegar a ese punto del relato la criatura se durmió. Sólo sé que eso fue lo que me debe haber ocurrido a mí, ya que me quedé sin saber, como cuando era mi madre la que me contaba ese mismo cuento, qué había pasado con el maldito lobo y mucho menos con la abuelita con ciática.
Cuando desperté, con el sol bien alto, vi a Mónica al pie de la cama, tomando un café y fumando su primer cigarrillo de la mañana. Mientras me desperezaba, bostezando y emitiendo algunos sonidos guturales, escuché que decía: “Dormías como un bebé”. Interrumpí las gesticulaciones y me quedé mirándola asombrado: “¿Y cómo lo supiste?” “¿Cómo supe qué?”, me respondió. Entonces le conté, con detalles precisos, todo lo que me había ocurrido esa noche: los que ponían música, los truqueros, la pareja que se peleaba y, por fin, el bebé llorón y la madre que contándole un cuento consiguió hacerlo dormir, a él y a mí.
Mónica sonrió incrédula, dijo algo como “¿así que te dormiste escuchando Caperucita Roja, grandulón?” y pasó sin más a preguntarme si el pan lo prefería más o menos tostado. “¿Pero oíste lo que te conté? –le pregunté, como para darle una nueva chance-. Que la mujer de abajo, o de arriba, no sé, le contaba a su bebé el cuento de Caperucita y que yo, a los 31 años, me dormí, ¿entendés?, escuchando el mismo cuento que me contaba mi vieja cuando yo era un chiquito de dos o tres años. Y que me dormí, como entonces, sin llegar a escuchar el final”. “Bueno –dijo ella con naturalidad mientras me servía el café- cuando Caperucita llega a la choza de su abuela con la canasta llena de cositas ricas, se cree que es la abuela la que está en la cama y entonces le dice: abuelita, qué orejas más grandes tenés...”
Mónica, vestida, en malla o, mejor, sin ella, era una chica maravillosa. Pero ese fue el único verano que pasé con ella. La dejé, puede decirse, por Caperucita. Y esta historia, que atesoro en el fondo de mi trajinado corazón no volví, por las dudas, a contársela a nadie. Hasta ahora. 

el jarrón azul


El jarrón azul

Recuerdo que aquel día la Bolsa me había maltratado. Por lo que decidí marcharme antes de que la rueda finalizara y echar a andar por Corrientes, hasta que las piernas me dijeran basta. Pero mucho antes de eso, cuando apenas había caminado unas pocas cuadras, me detuve ante un bar. Y la razón para hacerlo no fue otra que la visión de una mujer que estaba allí, sentada, tomando una gaseosa. Y no porque fuera hermosa, que lo era, ni joven, ya que no tendría más de 30 años, sino porque estaba seguro de haberla conocido hacía ya muchos años. Por lo que entré al bar, me paré frente a ella, le pedí disculpas por mi atrevimiento y le pregunté: ¿Usted no es Clarita Bermúdez? ¿Usted no trabajó en mi casa de la calle Charcas hará unos 15 años?
No sólo me respondió a todo que si, sino que se levantó, me dio un beso y me invitó a compartir su gaseosa. Me senté entonces a su mesa, pedí un café y nos pusimos a recordar aquellos viejos tiempos. Mi mujer de entonces, Sandra, trabajaba en el estudio de su padre, por lo que le urgía encontrar a alguien que la ayudara en la casa. Y apareció usted, le dije, o vos (¿me permitís que te tutee, como antes?), y le diste una gran mano. Estaba contentísima con vos. Hasta que, como recordarás, nos peleamos, nos divorciamos y levantamos el departamento de Charcas. Si, fue una lástima. ¿Y vos qué hiciste? Se te ve muy bien, no has cambiado casi nada en todo este tiempo.
Entonces llegó el turno de la historia de ella. Que cuando debió dejar nuestra casa, en la que estaba tan a gusto, pasó a otra, con otro matrimonio y a otra más, con una pareja de ancianos. Hasta que conoció a un tipo que no sólo la enamoró sino que le dio vuelta la cabeza. Se casó con él (Rubén se llamaba), y al principio todo fue de maravillas. Vivían modestamente pero sin apremios económicos, les nació una nena (Amelia, que hoy ya va a la secundaria) y todo parecía ir sobre rieles hasta que a él le agarró, como si fuera una enfermedad, la pasión por el juego. Y fue en vano que ella le advirtiera que iba a terminar mal, que así no podían seguir, que ya les faltaba de todo y estaban de deudas hasta la coronilla. Rubén no podía con su vicio y hasta llegó a sugerirle (y acá a Clarita hasta le asomaron las lágrimas), que trabajara ya se sabe como qué.
Nuestras manos ya se habían encontrado varias veces sobre la mesa, pero en ese momento y casi sin quererlo, ya le estaba tomando una. Fue cuando le pregunté, un poco para sacarla de aquellos malos recuerdos, qué estaba haciendo ahora. Y ella me respondió, sin ánimo de retirar su mano (antes bien, creo que facilitó la cosa), que estaba bien, que trabajaba en una cadena de farmacias como jefa de vendedoras.
Seguimos charlando, ya su otra mano también estaba entre las mías y, para no entrar en más detalles, diré que una hora después estábamos parando un taxi en la avenida Corrientes y dándole como dirección el hotel por horas que, en aquel entonces, había en la calle Tres Sargentos. Un par de horas después la estaba dejando en su casa, un viejo edificio de departamentos en la calle Piedras, barrio de Monserrat. Nos despedimos con un beso, intercambiamos teléfonos, prometimos llamarnos y yo, en el mismo taxi, volví a mi casa, en Belgrano.
En el auto, mientras me dirigía a mi departamento, ya estaba arrepentido de lo que había hecho. Seducir a esa muchacha, mucho más joven que yo, me pareció una canallada. Había abusado de su ingenuidad, de su dolor, del momento por el que estaba atravesando, sin marido, con pocos recursos, una hija adolescente y va a saber qué más. Dormí mal esa noche y no por culpa de la Bolsa ni por el curso caprichoso de las cotizaciones, sino a causa de los remordimientos. Y a la mañana siguiente esa misma y desagradable sensación de culpa, tampoco me dejó disfrutar de mi rico desayuno americano, preparado, como siempre, por mi fiel asistente, por suerte vieja y fea.
Entonces me decidí y la llamé por teléfono. Mi propósito no era otro que pedirle perdón y ponerme a sus órdenes para lo que necesitara. Pero ocurrió algo que me sorprendió; me atendió una voz masculina. Entonces corté, pensando que me había equivocado. Pero volví a marcar y otra vez fue un hombre el que respondió, por lo que volví a colgar, pensando que acaso yo no habría anotado el número correcto. Pero mis dudas se disiparon casi de inmediato, porque fue entonces mi teléfono el que sonó, yo lo atendí de inmediato y fue la juvenil voz de ella, la de Clarita, la que oí. Lo llamé, me dijo, porque supuse que sería usted el que llamaba. Seguramente lo sorprendió que lo atendiera una voz masculina. Pero no, yo vivo sola, es decir, sola con mi hija, que ahora está en el colegio y ya me dijo que se va a  quedar a dormir en casa de una amiga. Y el que atendió era mi hermano, que ya se fue también. Yo no le conté que tengo un hermano…. Y aquí siguió con una serie de detalles que yo corté diciéndole simplemente: Clarita, voy para allá. Esperame.
Salí tan pronto como pude, con dos botellas de champán francés de mi reserva, pasé por la Ritz, compré todo lo que se me ocurrió podía servir para el lunch frío que imaginaba, paré un taxi y me dirigí a la calle Piedras. Ella me estaba esperando. Le entregué las botellas para que las pusiera en la heladera y el paquete con las exquisiteces para la mesa, que ella, luego de cubrirla con un fino mantel de hilo, se encargó de distribuir, con gracia y esmero. Y ya íbamos a sentarnos a comer y a beber cuando ella, tras echar una mirada al Rolex de oro que siempre llevo en la muñeca y deducir, con un gesto de picardía, que aún era muy temprano para almorzar, me condujo, con extrema dulzura, a su dormitorio.
Acababa yo de echarme en la cama y ella se encontraba en el baño, cuando sentí que se abría la puerta de calle y que alguien entraba al departamento. Y no solo eso: advertí que sus pasos se dirigían al dormitorio en el que yo estaba en situación tan comprometida. Pero por fortuna, segundos después, el dueño de esos pasos en lugar de abrir se decidió a golpear la puerta discretamente con sus nudillos. Igualmente me alarmé y llamé a Clarita, para avisarle lo que ocurría. Ella reapareció, apenas tapada con una toallón de baño, me hizo un gesto como para que me calmara y, sin abrir, le dijo al que estaba del otro lado y al que sin duda conocía y esperaba: La plata está, como siempre, debajo del jarrón azul. Agarrala. Chau. Y enseguida, antes de acostarse a mi lado, me tranquilizó diciendo: Es otra vez mi hermano. No vive aquí, pero es muy bueno y siempre me paga las expensas del departamento.
No le respondí. Y no sólo eso: también me levanté de la cama y me alejé unos pasos. Ella me miró hacer, algo desconcertada. Yo entonces fui recogiendo mis cosas, volví a vestirme y ya cerca de la puerta del dormitorio y con la mano en el picaporte, le pregunté: Decime, vos no tenés ningún hermano ¿no es cierto? Ella me respondió con un pesado silencio. Y tampoco, agregué, sos vendedora, ni jefa, ni nada, en ninguna cadena de farmacias, ¿no es así? Pero por lo menos, sacame de una duda, ¿sos de verdad Clarita, o no? Tampoco me respondió a esto; sólo se encogió de hombros y luego se dio vuelta para buscar un paquete de cigarrillos en la mesa de luz. Yo terminé de abrocharme la camisa y anudar la corbata, me puse el saco, abrí la puerta, comprobé que no había nadie por allí y encaré decidido hacia la salida. Cuando ya tenía la mano sobre el picaporte, a punto de ingresar al pasillo y dirigirme hacia el ascensor, advertí que allí nomás, sobre una mesita cubierta por una carpetita de colores, estaba el  jarrón. Entonces me detuve sólo por un instante, el necesario para echar mano a la billetera, sacar unos pesos y, antes de abandonar el departamento, dejarlos  debajo del jarrón azul.
   


       

viernes, 21 de diciembre de 2012

la culpa es de Clarín


Circo criollo

La culpa fue
de Clarín


Los actos de vandalismo y el saqueo de shoppings y supermercados  a que hoy se asiste, han llamado la atención de todos cuantos habitan estas tierras generosas por dos motivos: uno, por la extrema gravedad de estos hechos, y otro, por su falta de correspondencia con el momento que vive el país. Porque, en efecto, las circunstancias extremadamente graves que se vivieron, por ejemplo, en el epílogo de las gestiones de Alfonsín y De la Rúa, justificaban, hasta cierto punto, que las hordas vandálicas se apropiaran de calles y paseos, se introdujeran en los comercios para saquearlos y hasta arriesgaran sus vidas haciendo frente a  la Federal. Pero hoy la situación es notoriamente distinta. No sólo quien lleva las riendas del país lo hace con gran idoneidad y derrochando simpatía, sino que la situación del pobrerío se ha tornado inmejorable a través del pleno empleo, la asistencia generosa a los más desvalidos, el derroche de fondos y privilegios sobre los ancianos jubilados y el sinfín de beneficios de que disfrutan todos los habitantes de la Nación, con independencia de su condición social y su color político (ya que, aunque parezca inverosímil, aún hay contreras). Y si todavía se ve a gente durmiendo en las calles en ello no le cabe responsabilidad alguna al gobierno nacional, ya que una encuesta realizada por el Indec ha demostrado, fehacientemente, que la culpa es toda del gobierno de la ciudad y. más particularmente, del señor Macri. Que al no haber renovado, como debería, el mobiliario urbano, hoy no se sabe dónde para el 15 ni el 96, ni ninguna línea de buses, así como no se tiene certeza alguna  acerca de cómo se llaman las calles, lo que ha provocado que muchos vecinos y hasta gente de posibles, no atinen a regresar a sus confortables viviendas y, vencidos por la impericia municipal, se hayan visto compelidos a tender unos colchones viejos y mugrientos en las veredas y pernoctar allí mismo, a la intemperie.
En resumen: si no hay razón alguna para el saqueo y el vandalismo, ¿por qué se produjo esta vez? ¿Acaso fue la CGT de Moyano? ¿O habrá que atribuirlo a la profecía maya? No, para nada. Hoy todas las sospechas y, más que eso, las evidencias, apuntan a un solo culpable, el de siempre: a Clarín. Y la razón está a la vista. Este diario, así como sus canales de TV y otros medios opositores (que todavía los hay, aunque parezca mentira), se han cansado, este fin de año, de multiplicar sus páginas con avisos tentando a la gente a comprar, no ya un salamín picado grueso para amenizar el vermú, ni un churrasquito de paleta para poner en la plancha, sino todo un repertorio, casi obsceno, de  plasmas de infinitas pulgadas, telefoninos que hasta sirven para hablar por ellos,  computadoras que caben en la palma de la mano y otro montón de cosas de la última tecnología, capaces de tentar al más indiferente de los varones. Y dada la aún incomprensible penetración de ese y otros medios del capitalismo mendaz en la población nativa, aún en la más camporista y consustanciada con él, es que se producen esos brotes de ferocidad consumista, capaces de arrasar, como lo han hecho, con el shopping más endomingado y hasta con el más chino de los super de barrio. Es decir, para darle punto final a esta explicación, que este fin de año hubiera sido tan calmo y feliz como lo sugiere la adhesión universal e  incondicional al modelo, si no hubiera sido por la presencia nefasta de éste y otros medios generadores de un bien calculado vandalismo. Pero tranquilos, que esto, en el 2013, no volverá a ocurrir.
El reo de la cortada de San Ignacio estaba en  el Margot revolviendo la sacarina de su café y hablando solo. Un parroquiano se le acercó preocupado y le preguntó qué le estaba pasando. “Nada, maestro –le respondió el reo, pero sin poder ocultar su nerviosismo-. Es que todavía me queda un billete de cien mangos de la jubileta, y justo uno con la cara de Evita, y no se qué hacer. Si ponerlo en un cuadrito, ir a Punta y hacer un zafarrancho en la rula o comprarme un pan dulce y una sidra”. Pero antes de que su compadre le respondiera, como si de golpe le hubiera caído la ficha, se levantó de su asiento y le dijo, mientras enfilaba para la puerta: “Si, ya se, maestro, no me diga nada, me voy rajando al súper antes de sólo me alcance para el pan dulce”.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

FELICIDAD: ¡QUÉ MOMENTO!



Creo que cualquier fulano titubearía si alguien le preguntara, así, de sopetón, si alguna vez vio la felicidad verdadera en la cara de alguien. Descartando, claro está, la de los pequeños cuando reciben algún juguetito de regalo, la de las mamás cuando arrullan a su bebé, o la de algún tipo que, vaya a saber cómo, sale de la perrera del H nacional con los bolsillos llenos. Por eso creo que yo tengo derecho a afirmar y difundir las dos ocasiones (¡dos!), en las que, sin lugar a dudas, vi a tipos a los que se les reía la cara de auténtica e inconfundible felicidad.
Comenzaré por la última. Un buen día, en una esquina de barrio de cuyo nombre no quiero acordarme, se instaló un ciruja, uno de tantos. Pero este, más vivo que otros, eligió el lugar por un motivo: un balcón del primer piso del edificio lo protegía de la lluvia. Extendió allí su colchón despanzurrado y mugroso, sus mantas no menos comprometidas, se sentó sobre todo eso de modo de aligerar el rigor de la vereda y se quedó allí por meses si no años. Y sobrevivió todo ese tiempo sin un amigo, sin un perro pulguiento, sólo acompañado por una pequeñísima radio portátil que vaya a saber cómo consiguió y que escuchaba siempre pegada al oído, ya que andaría floja de pilas.
Pero decir que la gente del barrio no lo tenía en cuenta, es poco. Era apenas una cosa, un detalle, una sombra sin nombre, nadie en realidad.   Ignoro de qué viviría este tipo. Calculo que de vez en cuando recibiría una moneda de algún transeúnte sensible y que tal vez otros le arrimarían una sobrita o un sándwich de milanesa. Pero de trato personal, los vecinos nunca le ofrecieron nada.
Hasta que un día, muy temprano, todo cambió, al menos por un tiempo. Porque precisamente en esa esquina, en la esquina del ciruja, chocaron dos autos, uno de alquiler y otro particular. ¿Testigos del accidente? Uno solo: el ciruja. Al que el choque, siquiera por un ratito, le cambió la vida. Porque no sólo los policías debieron dirigirse a él para preguntarle cómo había ocurrido la cosa, sino que ese mismo vecindario, que lo ignoraba por su condición de miserable habitante de la calle, que jamás le dirigía la palabra ni se acercaba a menos de un par de metros de él, porque presumía que hedía a zorrino (lo que tal vez fuera cierto), de pronto cambió de actitud. Y no sólo reconoció su oscura existencia, sino que muchos se acercaron a preguntarle cosas como: Che, ¿qué pasó? ¿Andaban muy fuerte? ¿Es cierto que al pasajero del taxi le dio un bobazo? ¿La ambulancia, tardó o vino enseguida?
No habrán sido más de dos o tres días de protagonismo; después el caso pasó al olvido y ya nadie volvió a ocuparse del ciruja. Pero lo digo con fundamentos, porque yo mismo lo vi: durante esos pocos días al tipo le cambió la cara; lo vi sonreír, le vi los dientes amarillos, pocos y desparejos, vi cómo también le sonreían los ojos, cómo se agrandaba ante cada consulta y hasta lo vi pararse y avanzar unos pasos hasta la esquina para describir cómo había sido el choque. Lo vi, puedo atestiguarlo, feliz, como tal vez no lo haya sido antes y tal vez también, como difícilmente volvería a serlo.
Y fue entonces que me acordé de la primera vez que vi a alguien con una expresión de felicidad tan notable como la de aquel ciruja del barrio. Una tarde de un día cualquiera me encontraba tomando un café en una confitería que había por entonces en la esquina de Lavalle y Esmeralda. Era un espacio grande y la mesa que yo ocupaba se encontraba en medio del salón. A mis espaldas, como a un metro, había una columna y, fijado a ella, un teléfono público. No se por qué estaba esa tarde allí ni en qué estaría pensando, cuando vi a un muchacho que entró al bar muy apurado. Ya desde la puerta, con una rápida mirada, había barrido el salón y advertido dónde estaba el teléfono. Se dirigió rápidamente hacia él, dueño de un gesto, según deduje entonces, que estaba marcando la importancia y la urgencia de lo que pensaba hacer y decir.
Una vez en posesión del aparato que, como ya dije, estaba a mis espaldas,  oí, porque no tenía más remedio, cómo levantaba el tubo, depositaba el níquel y discaba algún un número. Y a continuación escuché, también sin proponérmelo, no sólo lo que decía sino el acento formal y cuidadoso elegido para dirigirse a su interlocutor. Porque el que había llegado hasta el fono era un muchacho desorbitado, urgido, nervioso, mientras que el que hablaba luego con una tal Lucía, era otro, un chico convencional, que trataba a esta mujer con todo respeto y delicadeza. Y tras ese cambio inesperado, como si Mr. Jekyll se hubiera convertido de golpe en el doctor Hyde, le oí decirle a la tal Lucía que ya había hecho la diligencia que le habían encomendado, que el cliente había recibido el paquete de conformidad, que le habían firmado el remito como lo exigía la empresa y no sé qué cuántos detalles más que hacían a la historia del dichoso envío.
Pero nada de esto tuvo para mí, como escucha, primero involuntario, pero luego atentísimo de su conversación, la importancia y sorpresa que tenía deparada para el final. Porque, les recuerdo, nos encontrábamos en Lavalle y Esmeralda, esto es, en pleno centro de la ciudad, en la más que famosa –entonces- calle de los cines. Sin embargo este jovencito, a punto ya de colgar, ¿qué fue lo que le dijo a su interlocutora? Esto, tan inesperado, casi diría tan asombroso, que ya no lo pude olvidar. Porque luego de haber descrito el viaje y su exitoso final ¿cómo se despidió? Pues informándole a la señorita Lucía que no lo esperasen muy pronto, que iba a tardar un buen rato en volver, porque, como dijo y repitió un par de veces,  “estoy muy lejos, en Liniers y recién salgo para allá,  Por eso calculo que, si tengo suerte y agarro un colectivo enseguida, estaré de vuelta por allí en alrededor de una hora o tal vez un poquito más”.
Se despidió con un “chau”, lo oí colgar el teléfono, emitir un suspiro de satisfacción y luego, con gran pachorra, dirigirse hasta una mesa del bar, sentarse, pedir un café con leche con medialunas de grasa y, cuando se lo sirvieron, despacharlo despaciosamente, embadurnando cada medialuna con dulce de leche antes de llevársela a la boca. Y sonriendo siempre, pero involuntariamente, porque le salía de adentro, como sólo les puede ocurrir a quienes disfrutan, aunque sea por un rato, de una felicidad plena e inigualable.
Cuando estaba cerrando esta nota, que mi editor me urgía, sonó el teléfono y le cambió el final que pensaba darle. Porque lo que me contó mi amigo, que sabía en qué me andaba yo metiendo, es que había visto morirse a una persona, hacía apenas un rato, con una cara de felicidad y una sonrisa que era de no creer. La historia habría sido así. Mi informante fue al hospital Alvarez, donde estaba internado su amigo. Pero cuando llegó encontró que el amigo ya había partido (no me dijo adónde) y que en su lugar había otro enfermo, solo, enchufado a un montón de máquinas y con cables hasta en los ojos. Respiraba mal, parecía que el aliento se le interrumpiría en cualquier momento y sin embargo sonreía y su cara trasuntaba felicidad. Entonces se acercó a él y muy quedo, le preguntó: Maestro, ¿qué le pasa? Parece que está muy mal pero igual se está riendo. Y asegura, jura y perjura, que el fulano, un ratito apenas antes de partir le respondió: Si, jefe, qué se le va a hacer. ¿Pero usted sabe lo bueno que va a ser no ver nunca más a la bruja?
No se si lo que me contó este amigo es enteramente cierto y él tampoco sabía a qué bruja se refería el occiso, si a la mujer, la suegra o a alguna enfermera atroz. Pero igual lo consigno. Sería el primer caso, al menos que yo sepa o me haya enterado, que, instantes antes partir, sonreía y mostraba el más feliz de los rostros. Para creer o reventar. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Ojos verdes


Subí al ómnibus y me senté al lado de una vieja que miraba por la ventanilla. Me puse los anteojos y saqué el policial que estaba leyendo. Mi plan era simple: en lugar de caminar por el barrio, como lo hacía siempre, las treinta cuadras diarias que me prescribió el médico, aprovechar esa linda tarde de otoño para pasear por los jardines de Palermo. Pero apenas me había metido en la lectura y cuando aún no había podido deducir quién era el asesino, comencé a sentir la molesta impresión de que me observaban. Giré la cabeza hacia mi vecina de asiento y, en efecto, comprobé que la vieja no me sacaba los ojos de encima. Y que, tras haber conseguido su propósito de llamar mi atención, me decía: “Ale, vos sos Ale, ¿no?”
La examiné con detenimiento. Era una vieja fea y ridícula, con los pelos pintados de rojo caoba, que ya comenzaban a ser arrasados por las canas que avanzaban desde el centro de la mollera. Ojos encapotados, bolsas grandes debajo de ellos, mofletuda, pálida; las manos, que acababa de levantar para señalarse a sí misma, eran sarmentosas y la ropa que la cubría, gastada y ordinaria. “Soy Sole –dijo entonces-. ¿No te acordás de mí?”
La examiné mejor, lo que me permitió descubrir que detrás de las lágrimas permanentes que empañaban sus ojos, brillaban unas pupilas de un verde raro que me traían recuerdos lejanos. Ella pareció adivinar que yo comenzaba a reconocerla y siguió dándome detalles de nuestra relación. Mencionó el asalto en la portería de un colegio de la calle Culpina donde nos conocimos, en aquel carnaval del ’51. Me mantuve callado pero sí, lo recordé de inmediato. Me había invitado el finado Chilito y entre los dos, juntando hasta las últimas chirolas, compramos una botella de Sello Verde. Porque la tradición marcaba que las chicas aportaban la comida, pero que los varones no podían entrar sin llevar algo para beber. Me dijo luego, lo que también era cierto, que yo estaba haciendo la conscripción, que aquella madrugada la acompañé hasta su casa en Valentín Alsina y que allí, en el zaguán, nos dimos el primer beso.
Al conjuro de la evocación me llegó, intenso, el calor de ese beso y luego de otros besos y de otras salidas. Ella me recordó la primera vez que la saqué a pasear en el auto de mi padre. Y yo, siempre en silencio, sentí resucitar aquellos revolcones que nos dábamos en el asiento trasero del Packard, estacionados en Villa Cariño. Me recitó también unos versos, horribles, con los que le había acompañado un ramo de flores, el día de su cumpleaños. “Por ser tú Soledad Rosa –decían- oh qué ironía, es negra como la noche, la soledad mía”.
Yo me mantuve mudo aunque aquello era totalmente cierto, como lo era que había entrado a su casa, que me había presentado como su novio y que el viejo, un guarda anarquista de la línea 22, miraba con profundo recelo a aquel estudiante universitario, hijo de un doctor, que estaba afilando con su hija. También, mientras ella no cesaba de hablar, recordé una escapada que hicimos en tren a Chascomús, donde nos quedamos a dormir en una pensión de cuarta. Y la volví a ver en casa, como si fuera hoy, tomando el té con mamá. Y cómo después, la fruncida de mi hermana mayor, me dijo: “No irás a traer a esa Catita a la familia, ¿no?”
Todo coincidía, lo que ella me decía con lo que sus palabras evocaban en mi interior. Pero la miraba y la remiraba y nada, salvo aquellos ojos de un verde tan extraño detrás de esas lágrimas espesas, me permitían vincular a esta vieja lamentable con aquella muchacha esplendorosa, de cabello negro intenso, de unos pechos inolvidables, caliente y seductora. Entonces ella volvió a repetir, esperanzada. “¿Sos vos, Ale, no?” Mantuve la mirada sobre ella un instante más y allí fue que recordé que mi hija me había dicho que con esta barba blanca y con anteojos, parecía un ruso del Once. Por eso, me salió decirle: “No, perdón, pero me llamo Simón. Simón Cohen”.
Ella por un momento, se turbó. Luego balbuceó unas disculpas y, avergonzada, volvió a dirigir la vista hacia la calle, mientras yo retomaba la lectura de mi libro de misterio. Al rato, llegando a la avenida Santa Fé, me pidió permiso para bajar. Me aparté haciéndole lugar para que pasara, me dirigió un tímido saludo y tocó el timbre para que el bus se detuviera en la parada. Volví a acomodarme para la lectura cuando, al comprobar que ya estaba muy cerca del Rosedal, se me ocurrió que también yo podía bajarme allí mismo e iniciar mi caminata. Por lo que me precipité hacia la puerta y descendí casi detrás de ella.
Caminé un par de cuadras sin  sacarle los ojos de encima. Estaba, más que gorda, fláccida, sin formas; el vestido, viejo y arrugado, le chingaba; llevaba zapatos de taco bajo muy gastados y caminaba insegura, con pasos de muñeca. Recuerdos y sentimientos encontrados se me revolvían adentro, cuando ella, presintiendo que yo la seguía, se detuvo y giró la cabeza. No sé exactamente qué pasó en ese instante, si cambió el viento, si algo ocurrió con los últimos rayos de sol que se filtraban a través de las ramas de los plátanos. Lo único que puedo afirmar es que, cuando volvió el rostro hacia mí, se le dibujó una sonrisa pícara, extrañamente juvenil y ahora sí, reconocible, en la que volvieron a brillar esos ojos de un verde tan particular. Ella adivinó lo que me estaba ocurriendo y tal vez fue consciente de su propia y milagrosa transformación. Porque haciendo un mohín seductor, idéntico a los que hacía aquella chica de veinte, me insistió: “Vos sos Ale, ¿no?”
Me detuve entonces yo también, profundamente perturbado. Creo haber parpadeado un par de veces, como quien trata de establecer si lo que está viendo es verdad o fantasía. En ese instante me sorprendieron unas ganas tremendas de acercarme a ella, de abrazarla, de besarla y hasta de decirle: “Si, soy yo, Alejandro”. Pero no sé, creo que la luz volvió a cambiar y el hechizo, si es que lo hubo, dejó su lugar a la realidad. Lo cierto fue que reaccioné. Tomé la actitud de quien va a cruzar la calle y con el gesto más sincero de que fui capaz, atiné a responderle: “No, lo siento, pero ya le dije. Mi nombre es Simón, Simón Cohen”. Y me alejé definitivamente de esa vieja ridícula que, quién sabe porqué, tenía aquellos increíbles ojos verdes de  mi inolvidable Sole.

Colossal



                                  AYER, EN EL 2041


Quienes se detengan hoy frente a la fachada del “Edificio Colossal”, obra de los arquitectos F. Gabbarino y F. Stokes, tal vez se sientan sorprendidos. No sólo por lo pretencioso del nombre, sino también por esa grandilocuente doble ese que apunta a acentuar la sensación de grandeza formidable, ciclópea, que quisieron darle sus constructores. Una suerte de nec plus ultra que el tiempo se ha encargado de desmentir. Porque  sus mil y pico de metros de alto ya han sido largamente superados por las moles que se encuentran frente al río, algunas de las cuales pasan largamente los 1500 metros. Sin embargo lo que se ha de tomar en cuenta, frente a esta inscripción pretenciosa, es que el Colossal fue levantado hace ya más de 20 años, cuando edificios de su altura y proporciones gigantescas sólo eran superados entonces por algunos levantados en el Cercano Oriente y en China. Vale decir que, para los standards del país de aquellos años, era     realmente monumental.
Pero más allá de los metros de altura de esta mole, existen otras razones que de algún modo explican o justifican el nombre que le dieron sus autores. Este edificio se levanta sobre una hectárea, es decir una manzana completa. Reúne unos 10.000 departamentos de tres dimensiones: los pequeños, de 22 metros cuadrados, los medianos, de 40 y los grandes o familiares, de 75 metros. Cuenta además con tres subsuelos para cocheras, capaces de albergar unas 3.000 unidades familiares, más otro millar o más de vehículos menores, pero en los que hoy no se guardarán más de 1.000 de los vehículos mayores, más algunos cientos de bicicletas y motos, la mayoría en desuso y herrumbradas. Lo que se explica porque,  para quienes viven en el Colossal, las razones para salir a la calle son mínimas, ya que allí encuentran con casi todo lo que se necesita para vivir hoy en una ciudad moderna. Aparte del shopping (cuyos dueños, sin hacer mayores alardes de imaginación, denominaron El Colosso), que es uno de los más populares de la ciudad, allí se cuenta con una universidad con tantas o más carreras que la oficial; varios colegios secundarios y escuelas primarias; una comisaría, un hospital de agudos, otro de niños, un par de hoteles, dos piletas de natación (una con aguas termales), un teatro, un cinematógrafo (hoy cerrado) y muchas cosas más, como un jardín generoso en orquídeas y otras especies exóticas, un casino, una casa de servicios fúnebres, un crematorio y un templo al que bien podría caberle el título de universal, ya que se presta para el ejercicio de todas las religiones conocidas. (Basta con apretar un par de botones para que la escenografía pase de la cristiana ortodoxa a la católica o protestante, a la hebrea o la musulmana, vale decir, todo el universo religioso o sobrenatural, salvo los cultos o creencias que exigen sacrificios humanos o de animales). Por ello es que aunque la gran cantidad de cocheras hoy luce como excesiva y hasta redundante, durante buena parte del día se encuentran ocupadas, a veces a full, por quienes, procedentes de otros barrios, van con sus vehículos hasta ese edificio con el propósito de hacer compras y trámites, o acuden allí en busca de alivio espiritual o de simple esparcimiento.
Pero, suma y sigue, el Colossal también fue pionero en otros adelantos que hoy parecen irrelevantes. El reciclado de las aguas servidas, la energía eléctrica exclusivamente solar, el tratamiento químico de los desperdicios orgánicos y, naturalmente, el servicio universal de wi fi (que por entonces era un bien anhelado por todos). Lo que no agota la cuenta. Pero aparte de todo eso y tal vez de mucho más que escapa a esta enumeración, se cuenta la maravilla de sus ascensores. Los que suman más de 40, a los que se agregan las escaleras mecánicas, que enlazan los pisos más comerciales. Sin embargo lo que el visitante del Colossal no debe perderse de ninguna manera no son tanto los maxielevadores, capaces de transportar hasta 100 personas y que, a las horas pico, suelen circular completos, sino los ascensores individuales y continuos, los que ofrecen, a cero costo para el usuario, una de las aventuras urbanas más atractivas. Quien aún no se haya atrevido a hacerlo, es bueno que sepa que es sencillamente delicioso treparse a uno de ellos y elevarse, en apenas unos pocos minutos, hasta el piso 300 y emerger allí arriba a esa sinfonía de colores que ofrecen los jardines tropicales, el aire puro, la luz natural y también el alboroto de los pequeños en las hamacas y los tiovivos y al encanto de las muchachas de pechos desnudos tomando sol, en cualquier estación, bajo la centena de pantallas solares con que cuentan esas inmensas terrazas.

Steve

Steve Gómez (quien debe su nombre a que nació el mismo año que muriera el genio de Apple, Steve Jobs), vive en el Edificio Colossal,  en el piso 73, número 7348. Su unidad, dado que es soltero y vive solo, es de las más pequeñas pero igualmente confortable. Allí están su cama plegable, la mesa con la pantalla y demás chiches cibernéticos sin los cuales hoy es virtualmente imposible vivir, un armarito en el que guarda la poca ropa que necesita y el baño completo. (Más un detalle gracioso: en la puerta del baño Steve ha escrito, con  letras bien grandes, como para no olvidarse, “7 a 8.30”, ya que es el horario en el que cuenta con agua caliente para ducharse). Cocina no tiene, pero sólo porque no la necesita; le basta con un primitivísimo calentador eléctrico, acaso herencia de alguna abuela y, desde ya, con el consabido DMat, a través del cual, como tantos jóvenes y tantas familias hoy día, encarga y recibe materializadas las tres comidas diarias, casi siempre calientes y generalmente a punto. Pero cuando quiere variar, cansado del mismo café con leche con tostadas blandas, de la misma sopa chirle, o de la repetida milanesa con papas refritas o con una ensalada sin gracia, pues toma cualquiera de los ascensores que pasan por su piso o se encarama al individual y va hasta los restaurantes del shopping, donde, a un precio módico, puede optar por una carta mucho más amplia y darse el gusto de acompañarla con algún vino modesto o con una cerveza bien fría.
Pero acaso el gran lujo de su departamentito no tenga nada que ver con eso sino con una circunstancia que lo hace particularmente atractivo y hasta envidiado por sus vecinos. Cuenta con una ventana, pequeña si, pero que no sólo deja entrar algo de luz natural al monoambiente, sino que, gracias a ella, hasta es posible asomarse al exterior y comprobar cosas tales como si hace calor o frío, si hay viento, si llueve o si está nublado. Y asomándose un poco más, en los días claros, sin polución y de vientos moderados, hasta puede divisarse borrosamente la calle. Y si alguien, allá abajo, camina por ahí, alcanza también a distinguir o a adivinar los colores de lo que lleva puesto.
Porque Steve, como la mayoría de sus vecinos, tiene muy pocos motivos para salir a la calle, ya que toda su vida se resuelve allí adentro. Inclusive el trabajo remunerado que realiza como parte de la burocracia del Estado, al que ingresó poco después de concluir sus estudios terciarios. La tarea que le dieron es sencilla, muy por debajo de sus posibilidades y le lleva, por contrato, apenas dos horas diarias a la mañana, de 9 a 11, y otras dos a la tarde, de 15 a 17. En esos horarios su obligación se reduce a estar atento a lo que aparezca en la pantalla, lo que le es remitido por una oficina del Gobierno. Y que consiste siempre en lo mismo o por lo menos parece serlo: una miríada de  letras, números y signos cuyo sentido desconoce y que a él le corresponde contrastar con un archivo que también le ha provisto el Estado y que es tan complejo y desconocido para él como el otro. De ese encuentro frío de datos nuevos con  los que ya tiene almacenados, surge, de vez en cuando, una lucecita roja y titilante, algo así como una alarma, un grito cibernético o vaya a saber qué. Pero si bien no sabe de qué se trata, sí le han enseñado qué debe hacer cuando eso ocurre. Su misión consiste en pulsar, en su tablero virtual, una sola tecla, la que dice supr y entonces la luz roja emite dos chispazos y se apaga definitivamente. Pero en caso de que eso no ocurra, él tiene la obligación, según lo firmado con el Ministerio de Hacienda, de insistir hasta extinguirla. Hecho lo cual, debe seguir con su tarea sólo atento a la reaparición de esas enigmáticas luces, hasta la finalización de cada uno de sus turnos, el de la mañana y el de la tarde, respetando desde el primero hasta el último minuto. Lo que puede ocurrir, según ha estimado, entre veinte y treinta veces al cabo de esas jornadas de cuatro horas en dos turnos de dos, pero sólo de lunes a viernes. Sábados, domingos y feriados, en consecuencia, está libre de hacer lo que quiera con su vida.
Y precisamente, como las horas de que dispone sin obligación laboral, son tantas,  a esas “otras cosas” es a las que le dedica más tiempo. Una es el amor, si es que así puede denominarse al amor virtual que practica con frecuencia (Steve es aún joven), con mujeres extraídas de la pantalla. Por más que puerta por medio sepa que hay una meretriz que, por muy poco dinero, podría procurarle un placer más cálido, más humano, con olores y sudores verdaderos, en lugar de los convencionales con que vienen provistas esas muchachas virtuales. O que sepa que no le costaría demasiado conquistar a una de los cientos o tal vez miles de chicas, solteras o no, que circulan por la casa y llevarla a su departamento para acostarse con ella. Pero acaso la razón inconfesa por la que Steve, como tantos otros varones de su edad, hoy prefieran a las muchachas virtuales, sea precisamente esa: que les choca un poco el contacto, los olores y los vapores que surgen del encuentro piel a piel. Y no tan sólo eso ¿Qué hago, se ha dicho más de una vez Steve a si mismo, si después del sexo a la fulana se le ocurre quedarse y tengo que encontrar un tema de conversación con ella hasta que decida irse?
En cuanto al otro hobby o como quiera llamársele, en el que Steve emplea su tiempo libre, es decididamente sorprendente y hasta, casi podría decirse, incomprensible. Si no fuera que hoy hay muchos jóvenes ociosos  que, no sabiendo qué hacer, en lugar de salir a escalar montañas, treparse a una moto roncadora de las de antes y lanzarse a correr por las carreteras del país o a desafiar las olas del mar sobe una tabla, como se dice que hacían sus padres y sus abuelos, se empeñan en emprender, desde estos refugios pequeños y oscuros, rodeados de lo que la última tecnología puede proveerles, verdaderos desafíos cibernéticos.
El que ocupa hasta extenuarlo a Steve, es de los más originales por no decir de los más inverosímiles. Charles Gardel fue un cantor francés de tangos en español que murió, en un accidente de aviación, a mediados de los años 30 del siglo pasado. Fue un artista muy popular que actuó también en el cine, en el Hollywood apenas salido del cine mudo y que grabó muchísimos discos, de los que entonces se definían como “de pasta”. Pero dado aquel final trágico y la brevedad de su vida (no llegó ni a los 50 años), su repertorio no alcanzó a los éxitos musicales del género denominado tango que vinieron después. De los que solo se conocen versiones debidas a otros intérpretes menores. Pues bien ¿qué se ha propuesto Steve Gómez? Nada más y nada menos que hacer cantar a Gardel todos aquellos tangos famosos que no llegó a interpretar en vida. Para lo cual se está tomando un trabajo tremendo y, hasta el momento, infructuoso. Ya que consiste, aprovechando los recursos que hoy ofrecen la ciencia y la tecnología, en separar, de las versiones grabadas hace tantos años, la voz del cantor de la pista musical y fragmentarla en millones de partículas de sonido. Por otro lado ha tomado tangos más modernos, como los denominados María, Sur, Cafetín de Buenos Aires o Balada para un loco, entre tantos otros y ha hecho lo mismo, esto es, separar música y voces. Y a partir de este punto, que ya estaría en buena parte realizado, tratar de aplicar la voz de aquel cantor galo a las melodías vaciadas de voces, lo cual le exige una dedicación y un esfuerzo casi físico y descomunal, para recomponer aquellas minipartículas de modo que encajen y modulen como lo hubiera hecho Gardel de haber tenido oportunidad de interpretar esos tangos.
Pero ese día, fue un día raro para él. Porque a la mañana, dentro del horario habitual, se conectó con el Ministerio, pero no recibió ni una letra, ni un número, ni un signo. Pensó que se trataba nada más que de una excepción o de que algún burócrata se había olvidado de él, pero a la tarde le ocurrió lo mismo. Por lo que, no sabiendo ya qué hacer, trató de concentrarse en el cantor francés. Pero estaba escrito que ese día no podría hacer nada, por lo que finalmente apagó la pantalla y, en busca de distracción, plantó todo y se dirigió hacia la terraza del Colossal, en busca de aire, luz y distracción, ya que se sentía extenuado y estaba pálido como una ameba.

Melissa

Prefirió, para subir, un ascensor de los grandes, de los que llevan hasta 100 personas. Es que no tenía ganas de estar solo, como le hubiera ocurrido de haber optado por el individual, que era su preferido, sino de verse acompañado de gente, de mucha gente. Y en los ascensores, como en la terraza, suele haber mucha a casi todas las horas del día.
Mientras esperaba en el pasillo semioscuro, junto a otras quince o veinte personas, le llamó la atención una señora bastante mayor, tal vez de 90 o de 100 años, que llevaba abrazada, con todo cuidado, una pequeña urna funeraria. Supuso, porque no era la primera vez que veía algo así, que se trataría de las cenizas de algún pariente muy cercano, un esposo, acaso un hijo. Y que la mujer la habría recogido tiempo atrás del crematorio, que la habría conservado algunos días con ella en su departamento, como suele hacerse y que finalmente se habría decidido a esparcir las cenizas desde donde se acostumbra a hacerlo, esto es, desde la terraza. Para que el viento se ocupe de ellas.
Al fin un ascensor, aunque  atestado de gente, se detuvo en su piso y Steve
entró en él detrás de la anciana de la urna. La que quedó, muy apretada, junto a una señora joven que llevaba en brazos a un recién nacido. La vieja con las cenizas del difunto y la joven con el chiquito en brazos se miraron y se sonrieron. La viuda le hizo a la joven mamá una pregunta que Steve no llegó a escuchar, pero que le resultó fácil deducir. Porque la muchacha le respondió: “Si, tiene nada más que una semana”. Y agregó con mal disimulado orgullo: “Es un varón y ya le pusimos nombre. Se llama Norber, como mi papá”. La anciana le hizo entonces otra pregunta que Steve tampoco llegó a oír, aunque sí escuchó claramente la respuesta. “No, ni loca. No lo tuve yo en la panza, para qué. Hoy es todo muy distinto. Cuando supimos que el huevito ya estaba fecundado fuimos al médico y le dijimos que si, que queríamos seguir adelante y tenerlo. Pero por el método moderno. Entonces nos fuimos a la clínica, me extrajeron el huevito y lo pusieron de inmediato en un vientre artificial. Nosotros lo visitábamos todos los días para ver cómo iba creciendo y tomando forma. Era una maravilla verlo allí, en esa jaulita que parece de cristal, que se iba hinchando y redondeando como una panza a medida que pasaban los meses. Y también fue maravilloso cuando, por fin, se abrió una puertita que la jaulita tiene abajo, y apareció el nene berreando, todo sucio y mojado y atado a su cordoncito umbilical, igual que si hubiera salido de mi vientre. Entonces una enfermera se lo cortó y después de lavarlo envolvió al bebé en unos pañales blanquísimos y me lo entregó a mi, exactamente ocho meses y veintidós días después, así como lo ve (y lo mostraba a quienes quisieran mirarlo), precioso, sanito y gordito. Y yo, ni un kilo de más, señora, ni una arruga, ni un dolor, ni un trastorno. Claro, tampoco tengo leche. Pero con todo lo que hay hoy para reemplazarla, ¿a quién le importa? Seguro, pobrecita, que usted no tuvo esa suerte. ¡En sus tiempos!…”
La vieja sonrió, resignada y entonces le tocó a la flamante mamá el turno de preguntar. Señalando la urna y con un gestito que quería ser de compasión, sugirió: “¿Su marido?” La anciana asintió. “¿Muchos años de casada?” La anciana volvió a asentir. “Estaría muy enfermo”, sugirió la flamante mamá. Y esta vez Steve sí oyó la respuesta de la que llevaba los restos de su esposo para aventarlos en la terraza. “No, dijo, estaba sano que daba gusto. Era un roble.  Pero de repente, el lunes a la tarde, estábamos tomando la leche y se quedó, así, muerto de repente. ¡Justo cuando estaba a punto de cumplir 120 años!” La mamá primeriza expidió un “¡oh!” de compromiso, pero enseguida estaba explicándola a otra pasajera que los médicos, si decidía tener otro hijito, le dijeron que se lo iban a tener listo en sólo siete meses. “¡Cómo avanza la ciencia médica!”, se asombró su nueva interlocutora.
Al fin llegaron a la terraza. Steve pensó en dirigirse de inmediato a la zona del gimnasio, con el propósito de usar alguno de los aparatos, correr en la cinta, hacer pesas o sumarse a una clase de gimnasia. Pero no bien emprendió el camino que lo llevaría a ejercitar su cuerpo, duro de tantas horas de inmovilidad, se llevó una sorpresa desagradable. En la terraza había gente, sí, como sabía que habría de ocurrir, pero nunca supuso que podría haber tanta. Se sintió entonces desconcertado y le vinieron ganas de volverse a su departamento y seguir en su lucha para que Gardel cantara las primeras estrofas de Yuyo verde. Pero en ese momento, cuando presenciaba casi aterrado la cantidad de personas que circulaba por allí, alguien lo tomó del brazo. Y una voz, que no le era desconocida, aunque ya hiciera años y años que no la escuchaba, le preguntó: ¿Steve, qué hacés por acá? Se dio vuelta para mirarla y dio con una muchacha hermosa, rubia, alta, delgada pero con formas, de unos grandes y hermosísimos ojos verdes, que no pudo vincular con nadie conocido. Ni siquiera con sus magníficas amantes virtuales. Entonces ella insistió. Y no sólo eso: de manera confianzuda le dio un pequeño golpecito en la cara, como para despertarlo y le dijo: ¿Pero qué, no te acordás de mi? Fuimos compañeros cinco años en la secundaria y siete en la universidad ¿y ahora no me reconocés? Entonces a él le cayó la ficha y, aunque con dudas, le respondió: No me digas que vos sos… ¡Si!, le respondió ella riendo y mostrando una dentadura blanquísima y perfecta, soy Melissa Vaugh!
¡Hola!, se dijeron. Y él no dijo más porque se quedó mirándola embobado, mientras ella seguía hablando de cosas que él fingía escuchar. Al fin cuando ella se calló, tal vez luego de dirigirle alguna pregunta que él no había registrado, abrió la boca. Y lo único que se le ocurrió decirle fue: ¡Qué linda que estás! ¿Te casaste? ¿Andás con alguien? Yo sigo soltero.

El Día del Chip

Ella volvió a reírse descaradamente de él. Me casé, si –le dijo- me casé dos veces. Y agregó enseguida, viendo su cara de desencanto: Y también me divorcié dos veces. ¿Por qué? ¿Ya estabas pensando en proponerme algo?. Y volvió a reírse de un Steve que no terminaba de asombrarse y de devorarla con los ojos. Es que, la verdad, no lo puedo creer. Vos eras, lo recuerdo muy bien, flacuchita, de pelo negro, petisa y perdoname, pero eras casi insignificante. Para mi y para los otros, no eras más que un pibe más. Y ahora…, y dio un paso atrás para admirarla mejor. Ella volvió a reírse. Ahora soy la misma Melissa, pero que se hizo las lolas, la cola, los labios, se afinó los tobillos, se elevó unos centímetros, se tiñó el pelo, se blanqueó los dientes y convirtió sus ojos marrones en verdes. Y te digo más: desde entonces no uso más anteojos ni lentes de contacto, como cuando nos conocimos. En cambio vos no has cambiado nada. Sos el mismo, pero más pálido, ojeroso, flaco y desgarbado. Y ahí nomás, sin  consultarlo, lo tomó de un brazo y lo llevó hasta un barcito en el que, de milagro, había una mesa desocupada bajo una gran pantalla solar. Se sentaron, ella pidió bebidas energizantes para los dos y mirándolo a los ojos, le preguntó: ¿Y vos, qué has hecho todos estos años?
Steve, aún abrumado por el encuentro, sólo atinó, también él, a mirarla fijamente a los ojos, a esos magníficos ojos verdes y a decirle, como iniciando una tregua: Después te contesto. Pero antes decime, Melissa, ¿vos sabés  por qué hay tanta gente hoy en la terraza, cuando hoy no es más que un día cualquiera? ¿Cómo un día cualquiera?, le respondió ella, riéndose nuevamente de él. Se nota que vivís dentro de una cápsula. Hoy es feriado, Steve,  hoy es el Día del Chip. Ah –se desayunó él- el Día del Chip. Claro, ¿cómo no me di cuenta?
Porque él sabía perfectamente, como todo el mundo, la importancia que hoy tiene ese día para la gente mayor. Y por ende también para toda su familia. Tanta y sin pretensión de exagerar, como la Navidad o el Día de las Brujas. Porque ese día el Estado, a las mujeres que se jubilan tras cumplir los 65 y a los hombres después de los 75, les ofrece implantarles en el pecho un chip. Una operación incruenta y gratuita, que cualquier enfermero del hospital más próximo al domicilio del ingresante a la clase pasiva realiza en segundos, ya que se reduce a una incisión minúscula e indolora en el pecho, que casi no deja marca. Pero una vez con el chip, dorado y de forma de corazón, bajo la piel, al jubilado se le abren las puertas a un mundo de maravillas. Es como si llevara todos los documentos en el pecho, más su historia de vida, su historia clínica, el  lugar en que se encuentra (muy importante para los viejos en caso de extravío o de secuestro), y hasta permite, en el caso de que el “chipeado”, como suele decirse, se halle fuera del radio de su centro de asistencia médica, que cualquier facultativo lo pueda atender y recetar conforme al tratamiento que venía recibiendo. Y si la fatalidad dispusiera que su fallecimiento no se produjera en su domicilio, o lejos de sus amigos y deudos, sino donde es un desconocido, pues desde cualquier móvil policial puede establecerse conexión con el chip del occiso y saber de quién se trata, dónde vive y a quién se debe avisar para que acuda a buscarlo. Vale decir toda una maravilla que ya les ha asegurado una placa en la Universidad de Ciencias y también seguramente una calle en las ciudades más importantes del país a sus autores, los ingenieros en sistemas R. Ciancia y J. Llobet.
¡El Día del Chip!, repitió Steve como quien recién se desayuna. Con razón los del Ministerio no me mandaron nada y aquí hay tanta gente y tanta algarabía. ¿Y vos –quiso saber- también estás aquí celebrando el Día del Chip de algún pariente? Entonces ella le contó, mientras se desprendía de la blusa para recibir sobre los hombros y los pechos desnudos los rayos solares filtrados, que efectivamente ese día le habían colocado al chip a su tía Agustina. Y que entre todas las sobrinas (que al parecer eran muchas), le habían hecho una enorme torta en forma de corazón y recubierta con un baño dorado, como el chip. Y que otros parientes, que tenían mucho dinero y también la querían mucho, le habían hecho un regalo aún más importante. Nada menos, dijo Melissa casi en éxtasis, ¡que un viaje a Europa! Que no va a poder hacerlo todavía, aclaró, porque el cupo ya está lleno, pero sí dentro de dos años, cuando vuelva a abrirse para nosotros. Pero va a ser el viaje soñado –suspiró-. Imaginate que incluye dos horas de visita al Louvre y tres a la Torre Eiffel, mas otras dos aseguradas en el Circo romano, tres en el Vaticano y ¡caete de espaldas!, ¡nada menos que cuatro horas en Venecia! ¡Un sueño, un verdadero sueño!
Pero él ya hacía rato que había dejado de escucharla. Tal vez el bloqueo auditivo le sobrevino cuando ella se desprendió de la blusa y él quedó pendiente, antes que del relato, de esos magníficos pechos al descubierto. Y se hubiera quedado absorto mirándolos, quién sabe cuánto tiempo más, sin advertir  siquiera que ella también lo estaba observando, pero con aire de burla, si no lo hubieran sacado de su encantamiento unos gritos destemplados. Se volvió para ver de dónde venían y advirtió, asombrado, que se trataba de la vieja, la misma vieja del ascensor y de la urna cineraria, que caminaba hacia la salida con toda la prisa que le permitían sus pobres piernas, seguida por un hombre grande, de edad mediana, que no dejaba de gritarle: ¡Asesina! ¡Asesina! Y acaso porque advirtiera que Steve y Melissa lo observaban asombrados (como, en realidad, hacían todos los que en ese momento andaban por ahí), o vaya a saber por qué, eligió dirigirse a ellos y decirles, señalando a la vieja: ¿Pero vieron lo que acaba de hacer esa mujer? ¡Se lo advertí! ¡Se lo dije y no me hizo caso! ¡Arrojó nomás las cenizas de ese pobre hombre al vacío, al viento, a que se desparramen por esas calles y no puedan recuperarse nunca más!
Melissa y Steve se quedaron mirándolo asombrados y en prudente silencio, como es preferible hacer cuando se está en presencia de un loco peligroso.  Pero al fin, como el tipo insistía con sus imprecaciones, sin alejarse del lugar, como sí acababa de hacerlo la vieja luego de arrojar la urna en un tacho de basura, le preguntaron: ¿Y usted qué sugiere que debía haber hecho? ¿Guardarlas?  ¡Pero claro!, les respondió el energúmeno, antes de reiniciar la persecución de la vieja. ¿O ustedes tampoco se enteraron? ¿Acaso no saben que ya se está experimentando la reconstrucción de los muertos, la vuelta a la vida de los seres queridos, a través del tratamiento en laboratorio de un puñado de sus cenizas? ¡Padres, abuelos, bisabuelos, todos podrán volver a estar con nosotros, a vivir con nosotros, a compartir este mundo hasta que el mundo se acabe! Dicho lo cual y para alivio de Steve y Melissa, se fue detrás de su presa no sin antes anunciar, casi perdido ya entre la multitud: ¡Seremos inmortales! ¡Sí señor!
Finalizado este episodio, lejos ya su desquiciado protagonista, Steve fue el primero en reaccionar, preguntándole a Melissa: ¿Vos escuchaste lo que dijo ese loco? Ella, ya repuesta, asintió con la cabeza y a la vez lanzó una carcajada. Lo único que nos faltaba –dijo-. ¡Hacer resucitar a los viejos! Como si no nos sobraran viejos, ¿no? Shh, pretendió acallarla Steve poniendo el dedo índice sobre los labios. Y agregó, bajando la voz: ¿Pero vos estás mal de la cabeza? ¿Qué estás diciendo? Mirá si nos escuchan. ¿O no sabés bien que eso no se puede decir?. Tras lo cual lanzó una mirada a su alrededor, listo para disculparla si alguien daba muestras de sentirse ofendido.
Ella le respondió con un gesto de fastidio, se abotonó la blusa, recogió su bolso y dijo autoritaria: Bueno, está bien, vámonos. Salgamos de aquí. Él la siguió sumiso y mientras se dirigían hacia el ascensor, se atrevió a preguntarle: ¿Dónde vamos? ¿Adonde querés ir? Ella entonces se dio vuelta, lo miró a la cara y le preguntó: ¿Vos vivís en el Colossal, no es cierto? Y como él le respondiera afirmativamente, pero sin adivinar a qué venía esa pregunta, ella agregó, muy decidida: Entonces no esperemos más. Vayamos a tu departamento.

La vuelta al barrio

Él abrió la puerta de su departamento y la hizo pasar, sin poder creer aún que lo que estaba ocurriendo fuese verdad y, más aún, que lo que habría de ocurrirle dentro de un rato sería más maravilloso aún. Pero su sueño se desmoronó en un instante. Porque ella, con apenas un pie adentro de su unidad de soltero, hizo un gesto de desagrado y volviéndose hacia él, le dijo: ¿Pero vos nunca ventilás esta pieza? Esto huele a sucio. Más, huele a rancio, a asqueroso. Buscó el interruptor, encendió la luz y deteniéndose frente a la cama, insistió: No lo puedo creer. Sos un chancho. ¿Cuánto hace que no cambiás las sábanas? Y tampoco barrés. Y mirá, sobre la mesa hay migas, ese vaso está sucio, no sacaste la basura, la canilla gotea, acá hay ropa tirada… En suma –dijo, volviéndose a él- sos un desastre. Yo aquí no me quedo un minuto más. Vamos. Y regresó muy decidida al pasillo. A él no le quedó más remedio que suspirar resignado, cerrar la puerta y seguirla. Y cuando ya estaban ante el ascensor, le preguntó, sin la menor esperanza de que la situación fuera a mejorar: ¿Y ahora, adónde querés ir? A lo que ella respondió con sencillez y autoridad: Vamos, vení a mi casa.
Él la siguió, sumiso, pero se atrevió a preguntarle: ¿Y dónde vivís, Melissa? ¿Muy lejos? Porque, aunque no se atreviera a confesarlo y menos en esa circunstancia, abandonar el Colossal y trasladarse quién sabe a qué barrio, casi le producía terror. Mirá, agregó entonces, que aquí mismo hay un hotel. No te digo que sea un cinco estrellas, pero mejor que mi departamento seguro que es. Hay toallas limpias y esas cosas. Ella lo miró con compasión y simplemente le respondió: Vos seguime. Y como un lazarillo, lo llevó primero hasta el segundo subsuelo; a partir de allí y sin dudar, se internó por unos oscuros pasillos que desembocaron en una estación de tren subterráneo. Tomaron el primero que apareció y luego de hacer tres combinaciones, todas bajo tierra, emergieron en el barrio de Melissa.
Era un barrio viejo, mal iluminado, con calles en las que malamente el asfalto ocultaba los adoquines de, tal vez, dos o tres siglos atrás. Caminaron un par de cuadras en silencio, cruzándose con muy poca gente y finalmente se detuvieron ante una casa de departamentos sencilla, de apenas cinco pisos y dos entradas, una para las viviendas y otra para el garage. Melissa, mientras abría la puerta de calle, le informó: Yo vivo sola y ocupo el departamento del fondo. Era el de mis padres. Caete de espaldas, vos, que vivís en un sucucho: tiene casi cien metros cubiertos. Y además, la cochera. El pasillo era largo, muy largo y al final de él se detuvieron ante una puerta de hierro pintada de verde. La abrió y apareció un patio. A pesar de que ya había caído el sol, se dejaban ver sus baldosas negras y blancas. Y contra las paredes, algunas colgadas, otras en el suelo, un montón de macetas grandes y chicas, con plantas y flores. Y más lejos, en un rincón del patio, se olía más que se veía, un limonero plantado en el lugar que habrían ocupado tres o cuatro baldosas. ¿Te gusta?, preguntó ella por preguntar, ya que él la seguía admirado de todo lo que veía. Entraron al comedor; ella encendió las luces y allí pudo ver una gran mesa que acaso fuera de caoba o de alguna otra madera oscura y varias sillas a su alrededor;  luego, en otro ambiente, igualmente grande, un juego de  sillones de cuero y una gran biblioteca. El comentó entonces: Lo recuerdo bien. A vos siempre te gustaron los libros. Los libros de verdad. ¿Seguís leyendo libros, los de papel o…? Entraron al dormitorio, donde los aguardaba una cama doble cubierta prolijamente por una colcha azul. El ambiente olía exquisito, acaso a lavanda. Entonces ella se dio vuelta, le echó los brazos al cuello y luego de besarlo en la boca, le confesó: Desde la secundaria que te tenía ganas.

Vacas y gallinas

Al día siguiente, luego de preparar un copioso café con leche, con pan tostado, manteca, huevos y dulce de avellanas, Melissa decidió: “Nos vamos al pueblo de mi abuelo. No puede ser que nunca hayas visto una gallina, ni un chancho, ni una vaca vivos. Hoy es sábado. Volvemos mañana a la tarde”. Él pretendió resistirse arguyendo que no había traído ropa de recambio, pero ella se dirigió decidida hasta un placar y extrajo de allí camisas, calzoncillos y pantalones. “Son de mis ex –le dijo- pero calculo que a vos te irán bien. Eran más o menos de tu mismo tamaño”.
Ella entró al garaje a buscar el vehículo y él la esperó en la vereda, con la valija. Al rato reapareció tripulando un viejo auto alemán. Él no lo podía creer. ¿Con esto vamos a viajar?, preguntó. Y mientras le daba vueltas alrededor, comentaba: Pero esto no debe tener selfpower. ¿Estás segura de que vamos a encontrar nafta, gasoil o lo que sea donde me pensás llevar? Y tiene neumáticos. ¿Y si alguno se pincha, vos lo sabés cambiar? ¿Tenés repuesto bien inflado en el baúl? Y no es automático ¡qué va a ser! ¿Sabés manejar? ¿Tenés el registro que se necesita para manejar estas cosas? Mirá que yo… Y tras meter la cabeza por la ventanilla, para examinar el interior del vehículo, exclamó asustado: ¡Pero ni siquiera tiene ni un prehistórico GPS! ¿Cómo vamos a hacer para llegar? ¿Vos conocés bien el camino?   Ella lo tranquilizó, le dijo a todo que si y partieron.
Primero buscó la autopista Norte, pero a poco de andar por ella, sin necesidad de ninguna guía virtual, dobló por un camino lateral que fue ganando rápidamente altura. ¿Adónde vamos?”, preguntó él inquieto. Al pueblo de 13 de Enero. Y como él diera muestras de desconocerlo, agregó: Los vecinos están furiosos. Es un pueblo muy viejo, allí nacieron mi abuelo y mi bisabuelo. Se llamaba Pagos Altos y a los vecinos les decían los alteños. Pero ahora que se llama con una fecha del calendario, ya no saben cómo decirse.¿Enerenses? Trecenses? Están que trinan.
El trece de enero…, intentó recordar él, mientras los pasaba otro auto en el que sus cuatro tripulantes estaban jugando a las cartas y uno de ellos, con un as en la mano, los saludaba riendo. Si –se anticipó a responderle ella- es el día de la salida del primer cohete, el Centauro, a Marte. El de los seiscientos. El que iba a iniciar la colonización del planeta. Seiscientos, trescientos veinte hombres y doscientas ochenta mujeres. Todos jóvenes, todos fértiles, ¿te acordás? Bueno –dijo él-, el capitán, Hickock, pasaba los cincuenta y era homosexual. Y la número dos, la Klauss, ni hablemos. Bah –suspiró- ahora qué importa todo eso. Pobrecitos, pensar que nunca más se supo de ellos, que se perdieron en el espacio. ¡Seiscientos tipos! ¡Qué crimen! Ella lo miró enojada. ¿Por qué me mirás así?, le preguntó él. ¿Así que el capitán Dan Hickock es homosexual, no?, dijo Melissa. Pues andá sabiéndolo: no lo es. Y te lo puedo asegurar de buena fuente: fue mi primer marido.  
Por un largo rato no cambiaron palabra. El viejo auto alemán trepaba con esfuerzo por un camino lleno de curvas. Al fin ella volvió a hablar. ¿Sos capaz –le preguntó- de guardar un secreto? Pero ¡un secreto, eh! No tenés que decírselo a nadie porque es un secreto de Estado. Y como él le jurara, haciendo cruz con los dedos y besándoselos, que no abriría la boca, ella le dijo, en voz muy baja, como si alguien pudiera llegar a oírles: ¿Sabés que pueden estar vivos? Si, vivos, como lo oís. Y como él diera muestras de no creerle y hasta le hiciera un gesto de burla, ella agregó, muy seria: Vos sabés donde yo trabajo, ¿no? En el área técnica del ministerio aeroespacial. Desde allí se los estuvo buscando cuando desaparecieron, con todo el aparataje que te puedas imaginar, y nada. Y sin embargo… Y como no agregara nada, él, impaciente, la apuró. ¿Y sin embargo, qué? ¿Reaparecieron? ¿Se comunicaron? ¿Tuvieron contacto con el machazo de Hickock? Ella, sin alejar la vista del camino, mantuvo el suspenso unos segundos y al fin le dijo: Reaparecieron las señales, las señales ¿entendés? Y son de la nave, no hay dudas. Son débiles, muy débiles, pero hay señales. Por una razón que no sabemos, que no llegamos a entender, reaparecieron.
¿No serán, se rió él, del capitán Hickock, tu ex, pidiendo una crema depilatoria? ¿No? Entonces, concluyó, deben ser como las que recibo yo todos los días, de 9 a 11 y de 15 a 17. Y que tampoco se de quién son ni a qué demonios se deben. ¿Querés que te de un consejo? Hacé como yo: donde aparezca una señal, apretá supr, matala y seguí con las palabras cruzadas. Ella no volvió a hablarle.
Al fin llegaron. Lo hicieron al mediodía. La primera impresión que causaba “13 de Enero” era que más que un pueblo viejo era un pueblo muerto. Los jóvenes deberían haberse ido a las ciudades, de aburridos o para ganarse la vida. Allí, por lo que se veía al atravesar las calles y bordear la única plaza, todos eran unos viejos irremediables. Melissa se dirigió a un hotelucho que había en la calle principal. Se llamaba “Victoria”, vaya a saber por qué. Les dieron una habitación modesta, seguramente como todas las otras, ubicada en los fondos del hotel. La habitación daba a un patio y allí Steve vio las primeras gallinas, que andaban picoteando de un lado a otro. Quiso agarrar una, pero se le escapó. Melissa se rió. Fue la primera señal de que lo había perdonado.
Se dieron un beso y luego fueron al bar, donde pidieron que les sirvieran algo, lo que fuera, porque tenían hambre. Les sirvieron puchero, lo que para Steve fue toda una novedad. Nunca había comido puchero y mucho menos había soplado el caracú, confesó. ¿Y de esto debe salir un caldo riquísimo, no? Entonces pidieron sopa. Y de postre unas manzanas, que eran de allí mismo. Después salieron a caminar. A las pocas cuadras concluía el asfalto y empezaba la zona de quintas y de chacras. Y más lejos, según podía advertirse desde allí, que era el sitio más alto de la región, las grandes extensiones sembradas o pobladas de vacas y caballos y donde seguramente también habría chiqueros y montones de chanchos.
Ya está –dijo él- ya vimos todo ¿no? ¿Todo? –respondió ella riendo- Pero si recién llegamos. ¿No querés entrar en alguna chacra y ver los chanchos? No –respondió él- la verdad que prefiero ir al hotel a dormir la siesta. Pero –insistió ella- ¿tampoco querés montar a caballo o ver si están ordeñando en el tambo? No -repitió él como si fuera un chico- prefiero dormir la siesta con vos. Melissa se rió e iniciaron el camino de vuelta al hotel. Pero al pasar por la plaza, un viejo, muy viejo, que estaba sentado en un banco, le hizo un gesto a ella y la llamó por su nombre. ¡Don Brown!, exclamó Melissa y se largó a saludarlo luego de explicarle brevemente a Steve: Era el vecino de mi abuela.
Él la siguió de mala gana y tuvo que estrecharle también la mano al viejo, tras ser presentado como “mi novio”. El viejo estuvo hablando un buen rato con la nieta de su vecina, de cosas que sólo generaban bostezos en Steve. Hasta que Melissa le preguntó al viejo cómo andaba de salud. Y el viejo, para sorpresa de ambos contestó: Andaba bien, pero ahora ando mal. ¿Pero qué? ¿Qué le ocurre? Se lo ve tan bien, lo consolaron Melissa y Steve. Es que –respondió el anciano con voz quejumbrosa- no sabés la mala noticia que me dieron. Vos sabés que yo tenía un hermano mellizo, que vivía en la ciudad. Se había ido a trabajar allá y le había ido bien. Ahora estaba cobrando una buena jubilación, los hijos se le habían casado y tenía nietos y biznietos. Bueno, no vas a creer lo que ocurrió. El mismo día que cumplíamos los dos los ciento veinte años, me vengo a enterar, porque me llamó mi cuñada, la viuda, que él se había muerto la tarde anterior. Así, de repente, como de un síncope. Él, que estaba tan bien y que lo atendían médicos eminentes y qué se yo y viene a morirse. Mientras que yo, mirá, todavía sigo tirando. Melissa lo abrazó para consolarlo y Steve, que se había mantenido el margen de la conversación, de pronto se puso serio, se le iluminó la mirada, apartó bruscamente a Melissa y, dirigiéndose  al hombre le preguntó, imperativo y ansioso: Decime, viejo, ¿a vos te pusieron el chip? Decime: ¿si o no?”

La revelación

A ella le hubiera gustado quedarse en el pueblo hasta el día siguiente, para andar a caballo, tomar leche recién ordeñada o comprar pan de campo en la panadería del pueblo, que tenía aún el horno a leña. Pero él, después de haber hablado con el viejo de la plaza, decidió que no quería estar ni un minuto más allí. Nos volvemos o me vuelvo solo –la intimó-. Algo pasará por este pueblo muerto que me lleve a la ciudad. Ella cedió, no sin decirle que estaba haciendo una tormenta en un vaso de agua y que lo que le había dicho el viejo, bien podría no tener nada que ver con lo que él pensaba. Además –argumentó- ¿me querés decir qué vas a ganar o qué vas a poder hacer un domingo allá, metido en tu miserable piecita del Colossal? No se –respondió él-, pensar, tengo que pensar qué voy a hacer.
Y salieron nomás al camino en el viejo auto alemán. Anduvieron sin hablarse un montón de kilómetros, hasta que, de pronto, lo inesperado: al salir de una curva se sintió algo así como un golpe, se redujo la velocidad y el auto se inclinó ligeramente. ¡Qué mala suerte!, exclamó ella. Seguro que pinchamos. Apartó el auto del camino, detuvo la marcha y apagó el motor. Él quedó anonadado. ¿Y ahora qué hacemos? Ella no le respondió. Se bajó lentamente del auto, verificó cuál cubierta se había pinchado, luego se dirigió al baúl, lo abrió y extrajo primero el gato y luego la rueda de auxilio. Él la siguió en silencio hasta que se cruzaron sus miradas. ¿Qué vas a hacer?, le preguntó. ¿Qué te parece? Cambiar la cubierta. ¿O se te ocurre otra cosa. ¿Y tenés todo? Y como ella no le respondiera, agregó: ¿Te ayudo? Ella le entregó la cubierta de repuesto y el gato, le enseñó a usarlo y cuando la cubierta averiada quedó en el aire, le alcanzó la llave cruz para que la sacara y pusiera luego la de auxilio. Entonces él ajustó las tuercas, empleó sabiamente el gato para que el auto volviera a asentarse sobre sus cuatro ruedas y luego, sin necesidad de que Melissa se lo pidiera, llevó la cubierta averiada, el gato y la llave cruz al maletero, lo cerró y, con las manos sucias, sudado, le sonrió satisfecho y le dijo: Después de haber hecho esto yo solo, ¿cómo no voy a enfrentar al ministerio el lunes? Y allí mismo decidió que irían a la casa de ella, dormirían juntos en el cuarto que olía a lavanda, el domingo saldrían a pasear y divertirse y que el lunes a la mañana llegaría tarde al Colossal, más tarde aún se pondría en contacto con el Ministerio y allí comenzaría a ejecutar un plan del cual aún no tenía nada pensado. En ese momento pasó por el camino un auto que parecía vacío. Seguramente sus habitantes habrían reclinado las butacas y estarían haciendo el amor. Entonces le sonrió y le dijo: Tenemos que comprarnos un auto como ese.

El plan en marcha

Pasaron un domingo fantástico. Porque ella no sólo era una amante ilustrada e imaginativa, sino porque las pausas no las llenaba con charlas ni confesiones, sino con acciones positivas. Cuando no estaba plumereando los muebles o limpiando el baño, se dirigía a la cocina e improvisaba platos exquisitos. El domingo a mediodía lo sorprendió con un guiso de lentejas como jamás había probado. Y a la noche fue un bacalao a la vizcaína el que lo puso en el séptimo cielo, muy superior, debió reconocer, al que hacía su tía Francisca. Y él no se quedó atrás. Baldeó el patio, encendió el fuego de la parrilla el sábado a la noche y se preocupó porque la carne no se pasara de punto. Además, hasta se ofreció a lavar el auto, de lo que ella lo disuadió porque lo vio rendido y temió que tanto esfuerzo lo debilitase.
Y finalmente llegó el lunes y el desayuno con scons recién horneados. Pero lo realmente importante de ese día, fue que lo dedicaron a planear las acciones que debería emprender para saber cuál era la verdadera índole del trabajo que hacía para el gobierno. Lo primero que acordaron, mientras masticaban los exquisitos scons tibios y con manteca, fue que él, ni volviese al Colossal ni atendiese los reclamos del Ministerio, que seguramente se producirían a partir de las 9 de la mañana. Y luego, el paso decisivo: ir en persona al Ministerio y pedir que lo atendiese un funcionario de la más alta jerarquía. Y entonces, frente a frente con él, dirigirle la gran pregunta: ¿qué ocurre, pero de verdad, cada vez que aprieto la tecla y apago la señal roja? ¿Para qué sirve lo que vengo haciendo hace un montón de años? ¿Es verdad que se trata de cuentas del Estado o de qué? Parecía simple, pero ambos sabían que no lo era. Cuando ella lo despidió en la puerta de calle, vaticinó: Difícil que te digan la verdad. Lo más fácil es que te echen y no te den ninguna explicación. Pero no importa, lo animó, algo podremos hacer juntos si te quedás sin empleo. ¿Qué más podía pedir Steve Gómez de su amada Melissa? Con ese respaldo ¿cómo  no iba a partir contento y decidido en busca de una verdad que lo atormentaba?
Habían pasado apenas unos minutos de las nueve, se encontraba entonces viajando en el subte rumbo al ministerio, cuando empezaron los llamados.
¿Qué pasa? ¿Dónde está? No está en  su puesto. ¿Qué le ocurre? ¿Está enfermo? Conteste, por favor. ¿Debemos pasar su tarea a otro operador? Responda Steve, responda. No respondió, no quiso hacerlo. Al fin llegó al  centro de la ciudad, donde estaba la sede del ministerio de Hacienda, un edificio enorme, viejo y feo que compartía con el de Salud. Luego de subir por una escalinata gris, de granito, a la izquierda se ingresaba a Salud, en cuya puerta había dos inscripciones. Una, en latín, expresaba Bene vobis, esto es, “Sed dichosos”, y otra en español declaraba: “¡Adios al cáncer, paso a la Eternidad!” En la puerta de acceso a Hacienda, en cambio, había sólo una leyenda, también en latín y un poco más rebuscada: Absque argento Omnia vana, lo que significa, como sabe toda persona culta, “Sin dinero, no hay nada posible”. Claro y contundente.
Steve ingresó a este último ministerio, al de Hacienda. Sorteó con su tarjeta los requerimientos cibernéticos que se le pusieron al paso y, ya en el ascensor, pulsó el botón del piso, el quinto, donde, según recordaba, se encontraba la Jefatura. Se presentó a una secretaria que, cuando se enteró que quería ver nada menos que al Jefe máximo, lo miró y lo trató como se mira y se trata a los locos. Y lo que hizo fue amenazar con llamar de urgencia a Seguridad para que se lo llevaran de ahí. Pero él insistió, arguyó que era empleado, que tenía un problema… Ella lo miró con lástima y le propuso: ¿No se conformaría con ver a su jefe? Y le indicó dónde hallarlo. Se dirigió hasta ahí, pasó el filtro de otras puertas encriptadas, circuló por pasillos en penumbras, ingresó a una enorme oficina plagada de tipos sólo atentos a lo que ocurría en triples o cuádruples pantallas, enfrentó a otra secretaria que le puso todo tipo de objeciones a su pedido y, finalmente, cuando ya habían pasado largamente las diez de la mañana, se encontró, cara a cara, por primera vez en  su vida, con el tipo que le remitía los datos.
¿Qué quiere?, fue lo primero que le dijo su jefe, de mal talante. ¿Por qué no está en  su puesto? ¿Está enfermo o se volvió loco de repente? Steve logró calmarlo con un gesto y, sin que se la ofrecieran, tomó una silla y se sentó en ella para situarse cara a cara con el funcionario. Señor, le dijo, perdóneme, pero quiero que me diga nada más que la verdad. Sólo pido eso. Dígame, ¿qué son esos datos encriptadas que recibo cada día en mi departamento del Colossal? ¿Y qué pasa cuando aprieto la tecla y se apaga esa lucecita colorada?
El Jefe lo miró largamente, primero con el ceño fruncido pero después casi sonriente. Finalmente le preguntó: Dígame Steve, ¿cuánto hace que trabaja para nosotros? Steve respondió rápidamente: Y…, hace unos diez años. Entonces el Jefe prosiguió: ¿Y entonces me quiere decir por qué, después de tanto tiempo, me viene con esa pregunta? ¿Acaso usted no sabe, porque seguramente se lo explicaron cuando se lo contrató que?.. Si, lo paró Steve con un gesto, lo sé, lo recuerdo perfectamente. Se trata de cuentas de la Tesorería. ¿Y entonces?, insistió sobrador el funcionario. Entonces, repitió Steve, es que he dejado de creer en esa historia. Y creo otra cosa distinta: que soy un asesino a sueldo. Y le contó la experiencia que había tenido en aquel pueblo de las sierras, con el viejo que había perdido su hermano mellizo. Y él se salvó, concluyó Steve, ¿sabe por que? Si, usted lo sabe: porque no tenía colocado el chip. Y el chip se acciona, matando al individuo, cuando llega a cierta edad y el sistema lo denuncia al contrastarlo con mi archivo. Y entonces soy yo y otro montón de empleados, los que le damos muerte apretando una tecla.
El funcionario primero se rió pero luego se enojó, acaso para impresionarlo más; finalmente le dijo que estaba loco, que lo iba a recomendar para que se tomara un descanso en alguna playa y que no lo echaba porque le daba lástima. Hay tratamientos para casos como el suyo, terminó diciéndole de muy mal modo  y lo acompañó, casi lo arrastró tomándolo del brazo, hasta la puerta de su despacho. Hasta la vista Steve, fue lo último que le dijo y le cerró la puerta en las narices. 

La confirmación

Steve se quedó un rato junto a la puerta cerrada, sin saber qué hacer. Entonces vio que la secretaria de su jefe lo estaba mirando. Escuché todo, le dijo y señaló un aparato que tenía sobre el escritorio. Todo, repitió. Luego se produjo un largo, larguísimo silencio durante el cual no dejaron de mirarse a los ojos. Al cabo ella bajó la vista y le dijo, compungida, a punto de llorar: Perdone, pero lo comprendo. Mi abuelo, mi abuelito, está por cumplir los 120 y sé que está en peligro, lo se y todo por ese maldito chip que le colocaron. Y luego de secarse las lágrimas y sonarse la nariz con un pañuelito, agregó: Si, lo se, su caso no es el primero. Acá han venido otros. Ha habido gritos, escándalos. Steve se acercó a ella, le acarició la cabeza y le dijo: Entonces usted me confirma… Ella asintió sin dejar de moquear Si, agregó, pero por favor no le diga a nadie que yo se lo dije. Y le diré todavía más: me han dicho que están por bajar la edad. A ciento diez. Y después a cien. La explicación es que las cajas no aguantan ¿entiende?, que la economía se está haciendo pedazos, que Hacienda no da más. Qué se yo, es lo que oí, nada más.
Se miraron a los ojos. Ella terminó de secarse las lágrimas y de moquear, se recompuso, alzó la cabeza y le dijo, en voz firme pero baja: Ahora usted lo sabe, pero yo no se lo dije, ¿oyó? Yo no le dije nada. Usted se enteró por las suyas. ¿De acuerdo? Porque si se enteran que yo se lo dije puedo perder el empleo o me puede ocurrir algo peor. A mí y a mi familia. Soy casada y tengo dos hijos pequeños. ¿Qué puedo hacer?
Entonces, dijo Steve anonadado, usted lo confirma: soy un asesino. Todos los que trabajamos con esos datos para el gobierno somos asesinos. Pulsamos una tecla, una, diez, veinte veces o las que sean por día y matamos a otros tantos viejos.
Ella no hizo ningún comentario más. Sólo se encogió de hombros. Pero cuando Steve ya estaba punto de marcharse, lo detuvo con un gesto, sacó un papelito del cajón de su escritorio, anotó allí unos datos, se lo entregó y le dijo casi con un suspiro: ¡Suerte! Y tenga cuidado. El Hermano Mayor vigila.
No fue necesario que le dijera más, ni que le aclarara si eso del Hermano Mayor era una mención meramente literaria o era de verdad. Al salir de la oficina, en el pasillo, examinó el papel que le entregara la mujer. Allí había un nombre: Pedro Hue. Y una dirección, que casi lo hizo gritar de contento. El tipo que tenía que ver también vivía en el Colossal. Luego emprendió la marcha no sin antes cerciorarse de que no lo seguían y por más que supiera que no era preciso que lo siguiera algún tipo de la policía o del servicio secreto, para que supieran por donde andaba. Sus documentos o su fono podían ser captados fácilmente por los medios cibernéticos oficiales. Por lo que, una vez en la calle, se desprendió de ellos en la primera alcantarilla que se le presentó. Luego se introdujo en el subte, hizo varios cambios de línea para desconcertar a eventuales perseguidores y finalmente subió al que lo llevaría al Colossal. Una vez en el edificio, no fue directamente al departamento indicado en el papelito, sino que primero paseó largamente por el Shopping. Y luego, como ya estaban por dar las doce, se detuvo ante un boliche del patio de comidas y pidió una salchicha con papas y una cerveza. Finalmente, convencido de que nadie lo había seguido hasta ahí, se dirigió a la unidad de Pedro Hue, en el piso 98, número 31. Pero para hacerlo no esperó los ascensores grandes, sino que trepó al individual, convencido de que así le haría su cometido más difícil a un eventual sicario del Gobierno.
Bajó del ascensor en el piso 99, buscó luego las escaleras y, ya en el piso 98, trató de orientarse en la semioscuridad que solía reinar en esos pasillos, para dar con la unidad 31. Finalmente la encontró, golpeó suavemente la puerta y como, luego de una espera razonable, nadie acudiera a abrirla, golpeó más fuerte. Pero en vano. Entonces apoyó la oreja contra la puerta y como no escuchó el menor ruido dedujo que allí no había nadie. Y ya se iba a retirar, para dirigirse a su departamento, cuando sintió pasos. Primero no pudo distinguirlas bien, pero luego, cuando estuvieron cerca, reconoció a dos mujeres, una anciana, otra de mediana edad, que se sorprendieron al verlo allí. ¿Usted es?.., quiso saber la más joven. Estoy buscando al señor Hue, respondió Steve. ¿Está en la casa? Las mujeres se sorprendieron y la mayor se echó a llorar. Es que, le dijo la otra con un gesto de congoja, Pedro no está. Y agregó, secándose una lágrima: No está, murió hace tres días. Ayer lo cremamos y esta misma mañana arrojamos sus cenizas desde la azotea del Colossal. Steve quedó de una pieza, pero al fin reaccionó. Perdón, dijo, ¿pero de qué murió? ¿Era muy mayor? No, le respondió la mujer más joven, tenía mi edad, cuarenta y siete años. Pero son esas cosas de la fatalidad. Parece que comió algo, por la calle, algo que le cayó muy mal. Y murió. En el hospital nos dijeron que lo que le provocó la descompostura era muy raro, que podría haber sido envenenado. ¿Pero quién podría querer envenenar a mi pobre Pedro, si era tan bueno?
Cuando Steve llegó a su pequeño departamento en la pantalla le esperaba un mensaje de Melissa. ¿Cómo te fue?, le preguntaba. E inmediatamente después, entre signos de admiración: ¡La gran bomba! ¡El Centauro está vivo! ¡Y se acerca a la Tierra!

El regreso del capitán

La noticia rápidamente se hizo pública, pero hubo que esperar varias semanas para que pudiera confirmarse que aquel cohete que había sido lanzado a Marte con 600 tripulantes diez años atrás, y que se creía perdido, era el mismo que ahora se estaba dirigiendo a la Tierra. Porque si bien todos los expertos estaban de acuerdo en que no podía tratarse de otro, ya que después de aquel doloroso fracaso no se había vuelto a insistir con aventuras espaciales de esa naturaleza, las señales que llegaban eran tan débiles e imprecisas que justificaban la cautela. Era indudable que, si se trataba efectivamente del Centauro, su sistema de comunicación estaba averiado o, más misterioso aún, que quienes ahora lo conducían no eran los mismos que formaran parte de aquella desdichada expedición.
Fue a mediados de junio, esto es, tres meses después de que se detectaran las primeras señales, cuando se confirmó que, efectivamente, era el Centauro el que volvía a la Tierra, ya que había sido reconocido por otras naves que se enviaron para establecer un contacto visual. Por lo que se apresuraron las cosas para recibirlo en el mismo lugar del que había salido: el gigantesco centro espacial que existía en las afueras de la ciudad. El cual, tras reconocerse que la misión no había tenido éxito, fuera desactivado para aplacar la ira del pueblo, excesivamente castigado con impuestos a causa, precisamente, de aquella frustrada expedición. Por eso el inminente regreso de la nave dio lugar a una tarea febril, y costosísima, para ponerlo nuevamente en condiciones. Agregándose, a las instalaciones anteriores, un gran palco desde el cual las autoridades saludarían a los astronautas y se difundirían los discursos del primer mandatario, del ministro del área y, si el hombre estaba en condiciones, del jefe de la frustrada expedición. Vale decir una gran fiesta de la que se invitaba a participar al pueblo.
Pero, por las dudas y dado  que aún no se estaba seguro de quienes eran ahora los tripulantes del Centauro y ante el temor de que pudiera haber sido tomado por vaya a saber qué seres de otros planetas, también se construyó a las apuradas un reducto, una suerte de bunker secreto, en el cual las autoridades pudieran ampararse en el caso de que, tras abrirse las puertas del cohete, no aparecieran los terrícolas esperados,  sino feroces invasores de otras galaxias, empuñando vaya a saber qué armas letales.
A la media tarde ya estaba todo a punto, las autoridades en los palcos, la banda militar lista para ejecutar el himno, los periodistas y las cámaras de TV prontos para registrar todo lo que ocurriera en esa jornada histórica y, alrededor del predio, miles y miles de personas, apretadas a las alambradas o subidas a lo que fuera (el techo de los autos, banquitos, escaleras, los pibes a hombros de sus padres), que habían llegado hasta allí en todos los medios posibles para no perderse nada de lo que pintaba como un acontecimiento impar.
Y llegó el momento. El Centauro fue primero un punto apenas perceptible en el cielo infinito, pero paulatinamente se fue agrandando hasta adquirir el volumen mayúsculo que le habían dado sus constructores para que pudiera llevar aquella numerosísima tripulación. Al principio apareció como cayendo en picada, como aquellos viejos Stukas de la WW2, pero de pronto comenzaron a funcionar los retrocohetes despidiendo un humo blanco y espeso y la nave pareció suspenderse en el aire para, luego, descender blandamente sobre el punto indicado en la pista. La gente vociferaba entusiasmada, aplaudía, lanzaba cañitas voladoras y hacía estallar petardos y rompeportones. La banda, espontáneamente, se lanzó a ejecutar acordes marciales y los periodistas y camarógrafos se volcaron alocadamente sobre la pista para tener la imagen más viva del aterrizaje y de la aparición de sus tripulantes. Lo que demoró en producirse más de lo que lo permitían los nervios de cuantos se encontraban allí. Pero al fin ocurrió lo que todos esperaban: se abrió una puerta y, tras unos segundos de suspenso (que llevó a algunos de los que estaban en el palco a agacharse por las dudas, no fuera a ser que los del Centauro fueran ahora bandidos extraterrestres), apareció un hombre, alto, rubio, de larga melena al viento, embutido en su uniforme de astronauta y llevando bajo el brazo su escafandra.
La exclamación y los vítores fueron abrumadores y la banda comenzó a ejecutar el himno nacional. Decenas de cámaras de TV enfocaron la escena para dejar registro imperecedero de ese momento histórico y miles y miles de cámaras fotográficas de todo tipo, fueron gatilladas por la multitud que aullaba de emoción y quería llevarse ese instante incomparable a su casa y mostrárselo a la patrona, a los hijos, a los nietos y al vecindario. El hecho de haber estado allí, en ese momento histórico, seguramente cobraría valores legendarios con el correr de los años.
Pero a partir de allí, de la presencia del capitán Dan Hickock, que de él debía tratarse, en lo alto de la escalerilla, nada de lo que ocurrió fue previsto por nadie. Porque el tipo que apareció allí arriba no sólo no daba muestras de contento ni lucía tampoco emocionado sino que casi ni daba señales. Parecía una cosa, un muñeco rubio uniformado. Por fin movió una mano y también la cabeza, pero más como un autómata que como el capitán de una expedición intergaláctica que se creía perdida. El capitán Hickock, si es que era él, porque se lo veía distinto, mucho más joven y acaso más alto, paseó su vista por todo aquello que lo rodeaba, sin que le brotara ni una sonrisa ni una palabra y sin hacer tampoco el más simple de los saludos, ese que consiste en levantar la mano y moverla de izquierda a derecha y de decir siquiera ¡hola!, aquí estoy de vuelta. ¿Me ven? Todavía estoy vivo.
Entonces, a un gesto del Presidente, un grupo de operarios arrimó una escalerilla a la nave para que el capitán pudiera bajar sin darse un golpe. Y el primer mandatario, así como su comitiva y el equipo de la emisora oficial, también se acercaron, mientras por la puerta del cohete comenzaban a asomarse los otros tripulantes, todos ellos menos entusiasmados que sorprendidos.
Al fin Hickock y el Presidente pudieron darse la mano y hasta un medio abrazo, que el mandatario aprovechó para decirle al oído, de modo que no fuera escuchado nada más que por el astronauta: ¿Pero qué le pasa hombre? Muestre un poco de entusiasmo. Está de vuelta, déle una alegría a toda esta gente que lo espera. ¿Usted sabe lo que nos costó este fracaso suyo? Y enseguida, ya con el micrófono en la mano, dirigió un encendido discurso a la multitud en el que elogió a los expedicionarios y adelantó que quien la había presidido les iba a dirigir la palabra. Y luego, cuidándose de tapar el micrófono, le dijo a Hickock, de manera imperiosa: Vamos, hábleles, dígales algo de lo que pasó y de lo contento que está de estar de vuelta.
Dan tomó el micrófono que puso en sus manos el Presidente, jugó un rato con él y finalmente, acercándolo a la boca dijo, sin mucha convicción: Gracias, gracias a todos. Por fin estamos de vuelta. Bueno, no todos, algunos se perdieron y tal vez sus cuerpos aún estén vagando por el espacio. No llegamos a Marte. No se qué ocurrió. Íbamos hacia allí, seguros, como tiro, pero no sabemos qué pasó. Una fuerza inmensa nos atrapó y nos desvió de nuestro objetivo. Es más, estuvimos navegando durante meses sin saber hacia dónde íbamos. Estábamos perdidos, hasta que, de pronto, advertimos que éramos arrastrados hacia una galaxia remota, que ni siquiera figuraba en nuestra carta, hasta que de pronto nos vimos precipitándonos sobre un planeta desconocido, que acaso fuera tan grande como la luna. Y no sabemos qué pasó ni cómo fue, pero un buen día nos vimos descendiendo allí, terminando allí nuestro viaje y que una multitud, como ustedes hoy, nos estaba esperando. No era Marte, no, qué iba a ser. Se llamaba, según supimos después, Moms, así como suena, Moms. Nos recibieron como a reyes. Nos agasajaron. Era un país maravilloso. Verde, muy verde. Ciudades magníficas, bajas, pobladas de árboles. Tienen su idioma, pero también hablan el nuestro. Y ellos, así como nosotros adoramos a Cristo, a Mahoma, a Buda, ellos adoran un árbol. Dicen que un día al árbol le dio sed y como no llovía se desprendió de sus raíces y se largó a caminar. El árbol también tenía un nombre, pero no recuerdo cómo era. No lo recuerdo, de verdad… Al llegar a ese punto Dan calló, como quién no sabe qué más decir. Atinó entonces a agregar “bueno, bueno”, mientras parecía querer dar por terminada su intervención, cuando el Presidente lo salvó. Tomó él el micrófono y se dirigió nuevamente a la multitud para decirles que el capitán y que todos los tripulantes del Centauro estaban muy cansados, que eran unos héroes maravillosos y que ahora lo que querían era reencontrarse con sus familias. Pidió un aplauso para todos ellos y mientras la multitud respondía con ¡vivas!, a los que se sumaron innumerables bengalas de colores, le dijo por lo bajo al capitán, en tono rencoroso, casi amenazador: Bueno, hoy y mañana, descanso. Pero pasado mañana me hacés un detalle pormenorizado de todo lo que les pasó, sin esa pavada del árbol y todo lo demás, ¿eh? Y le repitió, furioso: ¿Sabés cuánto nos costó esta expedición, no? ¡Y vos hablando de arbolitos!

Con el Capitán

Durante meses y con toda razón, los expedicionarios del Centauro fueron protagonistas obligados de todos los medios. Los diarios, la web, la TV, las radios, se ocuparon de ellos, llenaron programas enteros, generaron comentarios, protagonizaron romances, dramas y hasta muertes inesperadas, la mayor parte de ellas por suicidio. Cuando ese clima se calmó y la atención pública dejó de estar casi exclusivamente centrada en ellos, Melissa llamó a su ex marido. Había visto el arribo del Centauro desde la ventana del departamentito de Steve en el Colossal y luego, por TV, el recibimiento que le había preparado el gobierno y el discurso del rejuvenecido capitán Dan Hickock. Y su conclusión fue que su ex ocultaba algo muy importante de ese viaje fuera de todo cálculo.
Una tarde, pasada ya la euforia de las entrevistas, los cuatro, ya que ella también se hizo acompañar por Steve y él por su pareja, el navegante Klaus Salczman, se encontraron en la terraza del Colossal, como siempre llena de gente. Al comienzo la conversación se hizo difícil. En primer lugar porque no es sencillo, para una mujer, hablar con su ex marido cuando éste está acompañado por su novio. A lo que se sumaba que Steve, en cuanta oportunidad se le presentaba, le hacía gestos pícaros alusivos al nuevo gusto sexual del capitán.  Y también porque Melissa pretendía que él le dijera la verdad de lo que había acontecido en el viaje y no la cantidad de “boberas” (así las definió), que él, lo mismo que el resto de los otros tripulantes, venían difundiendo desde que llegaron.
Vos lo dijiste muchas veces, todo el país, toda la Tierra lo escuchó de tus labios y de los demás tripulantes. Si Moms era un paraíso, si los trataban tan bien, si todos estaban tan contentos, ¿cómo fue que, después de siete u ocho años de estar allí, quisieron, todos, volver a este mundo injusto y desgraciado? ¿Porque extrañaban? No lo creo. ¿Porque los obligaban a adorar al arbolito? Tampoco. Se muy bien que vos no creés en nada. Sos un científico, como yo, como Steve y tal vez también como él. Y señaló algo despectivamente a Klaus. ¿O es que él extrañaba a su mamá?
No fue fácil sacarle a Hickock los verdaderos recuerdos de lo acontecido durante esos largos años de ausencia en un punto remoto de vaya a saber qué galaxia, pero finalmente, a fuerza de insistirle y de llenarle una y otra vez  la copa de aguardiente, consiguió que el hombre fuera develando, de a pocos, los misterios de aquel inesperado regreso, cuando acá, en la Tierra, todos los daban por muertos y al Centauro dando vueltas sin ir a ninguna parte, por el espacio infinito.
Lo primero que dijo, cuando se largó a hablar, fue lo sabido: que perdieron el rumbo y el Centauro pareció ir, durante larguísimos meses, a la deriva, hasta el punto que creyeron que jamás llegarían a ninguna parte y que muy pronto no serían más que chatarra, fierros y carne podrida vagando por el espacio. Pero no fue así. Extraviados en el espacio, sin poder saber en qué punto del Universo se encontraban, porque los instrumentos no respondían, la tripulación se preparaba para lo peor, hasta el punto que algunos decidieron poner fin a su vida pegándose un tiro o ingiriendo un veneno. Pero un día todo cambió. El Centauro, de pronto, fue atraído por una fuerza mayúscula, inesperada e incontrolable. Así fue como se vio, de pronto, apuntando hacia un planeta desconocido que brillaba iluminado por su propio sol. Y tras varias semanas de seguir ese rumbo, no fijado por ellos, se produjo el milagro: la nave se posó allí, en ese planeta totalmente desconocido, con la misma o mayor felicidad con que lo hubiera hecho en la Tierra. Pero una vez que llegaron y abrieron las escotillas, hubo una segunda sorpresa mayúscula: el aire era tan respirable o más, porque no se notaba polución alguna, que el que requerían para sobrevivir. (Klaus aquí apuntó emocionado que el primero que se atrevió a asomarse y abandonar la escafandra, fue el capitán. Es un héroe, agregó y le subieron los colores). Y la tercera y definitiva sorpresa fue que los estaba esperando una multitud. Pero no de monos, ni de bichos extraños, sino una multitud de gente como nosotros mismos, los terráqueos. Si, repitió jubiloso, ¡como nosotros mismos! Igualitos, pero mejor, pues nos sorprendió ver que eran todos jóvenes y todos parecían vender salud y felicidad.
Después, siguió, todo fue para el asombro, todo nos parecía de maravillas. Nos atendieron como a reyes. Nos dieron viviendas, trabajo, comidas riquísimas, no se cansaban de agasajarnos y de darnos regalos y de ofrecernos lo que quisiéramos: atención médica, pilchas, lugares donde hacer gimnasia o nadar, espectáculos, hasta nos invitaban a las fiestas familiares, como si nos conocieran de siempre. Más diría yo: como si siempre hubieran estado esperándonos. Y así estuvimos todos estos años  que ustedes saben, hasta el punto de olvidarnos de la Tierra, dejar de pensar en nuestras familias y hasta en nuestras parejas (salvo, aclaró, que estuvieran con nosotros, y le dirigió una mirada que lo decía todo a Klaus). Se formalizaron matrimonios con nativos y nativas y todo parecía encaminarse a que habríamos de quedarnos allí para siempre y que nunca volveríamos a la Tierra.
Aquí Dan hizo una pausa, como si le fuera necesario cobrar nuevas fuerzas para narrar lo que seguía. Y al fin prosiguió, luego de lanzar un suspiro prolongado y cambiarle la expresión, que pasó de la felicidad al dolor.
Lo que pasó, dijo, fue que cometimos un error, un grandísimo error. Ellos, dijo con un hilo de voz, tenían algunos juegos, algunos deportes propios. Algo parecido al tenis, algo parecido al voley, algo parecido al ping pong. Pero no conocían el futbol. Y nosotros –y aquí ya, los ojos se le llenaron de lágrimas- se lo enseñamos. No se cómo ni quien se las ingenió un día para hacer una pelota parecida a las que usamos en la Tierra y algunos de ellos nos vieron practicar este deporte. Y se ve que les gustó, porque nos pidieron que les enseñáramos. Y no solo eso, se formaron algunos clubes de futbol, con su camiseta y su hinchada. Al principio jugábamos mezclados, algunos de nosotros en los equipos de ellos. Pero con el pasar del tiempo fueron cobrando coraje y un buen día ocurrió lo que nunca debió ocurrir: nos propusieron un desafío. Si, un equipo de ellos contra un equipo de nosotros. Once contra once. Les dijimos naturalmente que si, pero pensando que sería nada más que un picadito en algún potrero. Pero no. Ello se lo tomaron muy en serio y quisieron que se jugara en la cancha más grande que tenían, con camisetas, con hinchada y hasta con referí. Nosotros con camiseta marrón (por la Tierra) y ellos con una verde (por el arbolito). Las tribunas llenas. Hasta lo transmitieron por TV. Y fue a cara de perro, a ganar o morir y se disputaba una copa, la copa Dos Galaxias, que era preciosa. Bueno, para qué les cuento. Fue un partido bravísimo. Como ellos ya habían aprendido a jugar bastante bien, nos hicieron fuerza. Primero les hicimos un gol y más tarde otro. Pero en el segundo tiempo, como nosotros nos habíamos cansado más que ellos, nos igualaron casi sobre el final. El partido ya se terminaba: dos a dos, por lo, como estaba convenido, se definiría por penales. Y allí, lo digo sin jactancia, ganábamos nosotros, que teníamos los mejores shoteadores (y señaló a su pareja que asintió, dándole la razón). Pero entonces ocurrió lo inesperado, lo diabólico diría yo. Nosotros habíamos permitido que el referí fuera de ellos. No nos importaba, primero, porque pensábamos que íbamos a ganarles fácilmente. Y segundo, porque ellos eran gente que no toleraba la injusticia. Pero no fue así, no tratándose del futbol. Porque, ¿qué fue lo qué ocurrió? Lo impensado, lo inverosímil. El referí o era un bandido fanático del equipo local o había sido comprado por ellos, vaya a saber por cuántos momsis, que es la moneda que se usa allá. Porque ¿qué hizo? ¿Qué cobró? En una jugada confusa en nuestra área pero en la que, lo juro, no había ocurrido nada, ni un foul, ni un hands, nada, fabricó una infracción y le dio un penal a ellos. Primero nos quedamos helados: no lo podíamos creer. Pero después reaccionamos y nos fuimos encima del referí. Pero no hubo caso, se resistió a cambiar su decisión. Y entonces se dio lo que nunca debió pasar: lo agarramos a patadas. Ellos se metieron a defenderlo, se armó la de San Quintín, unos quedaron tirados por allá, otros por acá, sangre, fracturados, invasión de cancha por los hinchas y, al final, la debacle: los nuestros, los que estaban en la tribuna, no se de dónde, aparecieron con los fierros que traíamos de la Tierra y empezaron a los tiros. Se imaginan el escándalo, el bochorno: hubo muertos, heridos, contusos. Y así fue que se pudrió todo. Porque cuando recogieron los cadáveres, llevaron los heridos a los hospitales, se dieron cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido, a las autoridades de Moms no les quedó otra que hacer lo que hicieron: echarnos. Y si, nos echaron, así de simple, nos tuvimos que ir. Ese mismo día nos buscaron a todos, donde estuviéramos, hombres y mujeres, a los que participaron en el partido y a los que ni siquiera sabían que se jugaba y, sin más trámite, nos metieron en el Centauro. Ellos mismos programaron la ruta para que volviéramos a la Tierra, porque nosotros nunca supimos dónde estábamos y mucho menos cómo regresar, cargaron el combustible, encendieron los motores y nos lanzaron nuevamente al espacio. Pero ya no éramos 600. Algunos habían muerto a la ida y a otros, los culpables de este desastre, yo mismo los condené expulsándolos de la nave. ¿Qué otra cosa podía hacer si por culpa de ellos nos habían expulsado del Paraíso? (Y al llegar a este punto el capitán ya lloraba a lágrima viva, mientras Klaus se empeñaba en consolarlo).

El regreso

Cuando Hickock, gracias a los buenos oficios de su pareja y al par de aguardientes que agregó a los que ya se había tomado, se calmó, Melissa aprovechó para soltar la verdadera razón por la que lo habían convocado al Colossal. Dan ¿estás bien?, le dijo. Bueno, ahora escuchame tranquilo, no te agites. Dan, repitió, en el tono más dulce y comprador, queremos confesarte algo, algo muy importante para nosotros. Steve y yo ya no podemos ni queremos vivir más aquí, en la Tierra, ¿entendés? Y, luego de escucharlos a ustedes… querríamos irnos a vivir a Moms. ¿Vos nos podrías ayudar?
Hickock la miró como se mira a los locos. ¿Después de lo que te conté?, le dijo. Pero si a los terráqueos no deben querer vernos más ni en fotos. Los estropeamos a golpes, matamos gente, los defraudamos, nos trataron como a reyes y nosotros los reventamos a tiros. ¿Cómo creés que nos recibirían ahora, si volvemos a ir para allá? ¡A los cañonazos! Ni dejarían llegar al Centauro.
Ella agregó entonces, con su mejor y más convincente acento de mujer desesperada, que acaso él ya conociera: Dan, escuchame por favor, ya se, ya entiendo todo lo que vos decís, pero lo que nos pasa es terrible: nosotros, acá, ya no podemos vivir. Y pasó a contarle. Steve se enteró de algo terrible que está sucediendo. ¿Sabés lo del chip? Pues no dejes que te lo pongan jamás. Con el chip están matando a los viejos, hoy a los de 120 años, pero mañana le puede tocar a los más jóvenes y, por qué no, a los enemigos del gobierno. Steve lo descubrió y por eso lo echaron del empleo, por rebelde, lo dejaron sin trabajo y sin sueldo. Y más, yo creo que hasta su vida corre peligro. Y a mí, vos que me conocés bien, con todos mis títulos, me sacaron del laboratorio y me dieron tareas administrativas. Ahora lleno planillas, me ocupo de que no falte el papel en los baños. ¿Y todo por qué? Porque saben que soy su pareja.
Dan se quedó de una pieza. Vaya, comentó, las cosas que han ocurrido aquí en nuestra ausencia. Lo miró a Klaus. ¿Vos sabías? Klaus indicó con un gesto que no estaba enterado de nada.  Melissa aprovechó para darle más presión a su insólito pedido. Se habla, dijo vehemente,  de inmortalidad, de que se ha vencido a todas las enfermedades y de que el hombre ya no le debe temer a la muerte y son ellos los que organizan la matanza. ¿Y sabés porqué? Porque no les cierran las cuentas. Ya no les alcanza la plata para pagar a tantos pasivos como hay y además cada día que pasa hay más. Entonces los matan. Y así van a matar a mis padres, a mis abuelos, a mi bisa y también a los tuyos. Salvo ellos, los que gobiernan, que habrán de morirse nunca. Y concluyó: ¿Viste lo que dice en latín en la entrada del ministerio de Hacienda? Absque argento Omnia vana. Y es eso lo que pasa hoy: no alcanza la plata para mantener tanto viejo y entonces los matan. ¿Vos vas a esperar a llegar a viejo aquí? Yo, nosotros, no.
Hickock se quedó anonadado. No lo sabía, confesó. Pero, agregó enseguida, no se si lo que pretendés podrá llevarse a cabo alguna vez. Y no hablo solamente de que los de Moms tienen ahora buenas razones para rechazarnos. El Centauro está vigilado las veinticuatro horas, no le queda nada de combustible y, además, no tengo la menor idea de cómo hay que hacer para llegar al planeta del arbolito. Ellos fueron los que nos atrajeron y ellos fueron los que nos expulsaron, nos reabastecieron y nos marcaron el camino de regreso.
Entonces fue Steve el que intervino. La clave de todo, aseguró, está en el mismo sistema del Centauro. Yo te aseguro que si me das las claves para acceder al núcleo del sistema yo puedo reproducir el itinerario. Y como Dan y Klaus pusieran cara de no creerle, agregó: Aunque hoy nadie de un centavo por mi, salvo Melissa (y le dirigió una mirada cariñosa), saqué en ciencias el mejor promedio de la Facu.  Dejame intentarlo. Y si conseguimos establecer el itinerario para llegar a Moms, por lo demás no te preocupes: contamos con la gente para ir a la base, sorprender a la guardia que custodia el Centauro, cargar el combustible que ya sabemos dónde está y partir, todo en menos de seis horas. Cuando el Gobierno advierta que el cohete ha sido copado, nosotros ya estaremos rumbo al planeta de los sueños, el del arbolito.
Hickock se quedó cavilando; miró a Klaus: ¿A vos que te parece?, le preguntó. Y Klaus fue categórico: Dan, le dijo, en ninguna otra parte fuimos tan felices como allí, en el planeta del arbolito. ¿Por qué no lo intentamos otra vez? Sin volver a jugar al futbol con ellos, claro. Entonces se rieron, los cuatro se tomaron las manos por sobre la mesa y pidieron otra ronda de aguardiente.
Steve estuvo trabajando, día y noche, noche y día, apoyado por Melissa, que durante todo ese tiempo nunca llegó al departamentito del Colossal con las manos vacías. Unas veces fueron croquetas de papas, otras pollo a la Maryland y siempre, todas las mañanas lo sacaba de la cama con un café caliente y fresco. Y así, en menos de cinco semanas consiguió, luego de ingresar al sistema del Centauro, reproducir el itinerario que lo había conducido al planeta maravilloso. Lo demás fue más fácil y se llevó a cabo en una semana más. Primero, no les costó casi nada interesar en la aventura a todas las personas mayores de las respectivas familias, las más amenazadas por la ejecución vía chip. Y luego tampoco fue difícil reclutar un par de docenas de jóvenes dispuestos a todo con tal de correr una aventura espacial y de liberarse de la opresión de los que gobernaban  desde hacía añares.
Una madrugada los cuatro cabecillas, más casi un centenar de ancianos y una veintena de jóvenes armados hasta los dientes y decididos a todo, sorprendieron a la guardia, lo cual resultó fácil, porque los que no dormían estaban borrachos; luego, en unas pocas horas, reaprovisionaron al Centauro, cargaron las vituallas que habían llevado para un viaje que habría de ser forzosamente largo y partieron. Los efectivos que habían sido alertados para capturar a los expedicionarios y abortar el vuelo llegaron tarde y sólo atinaron a mover los brazos a manera de despedida cuando vieron que la nave se elevaba rumbo al espacio. Al fin, un gesto de buenos perdedores.

En el Paraíso

Llegar a Moms les llevó cerca de un año, en cuyo transcurso algunos viejos murieron y sus cuerpos, como en los barcos, fueron botados al espacio envueltos, si no en una bandera, que no tenían, en unos trapos marrón-tierra, como para que se supiera de donde provenían en caso de ser hallados por alguien. Entre los jóvenes se formaron algunas parejas y otras se deshicieron, pero todos los tripulantes de aquella expedición soñaron con  llegar a destino y vivir como en un paraíso, sin las preocupaciones que habían dejado atrás y también sin enfermedades, sin temor a la muerte, sin  temor a los que mandan y, fundamentalmente, libres para hacer lo que les viniera en gana: estudiar, trabajar, jugar, amar.
Al fin arribaron a destino, hábilmente conducido el Centauro por el capitán Hickock y gracias a la carta de navegación sabiamente reconstruida por Steve Gómez. Salieron a recibirlos un par de naves del planeta Moms, que luego los acompañaron en su descenso, para que amomstizaran donde debían hacerlo. El recibimiento fue algo frío, ya que los terrícolas no habían dejado un buen recuerdo en su incursión anterior, pero al menos no les pidieron que se marcharan. Eso si, les advirtieron: Nada de fútbol esta vez, ¿eh?
Si bien el trato no fue tan bullicioso ni amistoso como en ocasión del primer encuentro, con el tiempo cada familia tuvo su casa, cada individuo un lugar donde vivir y todos un trabajo que hacer, compatible (sin que les hubieran preguntado nada), con lo que habían estudiado o lo que estaban haciendo en la Tierra.  Y también una tableta digital en la que se podían leer las leyes que regían en Moms, las que no eran muchas ni muy complejas, más una descripción de sus costumbres y de su historia.
Steve y Melissa dispusieron de una hermosa casita con jardín y vista a los bosques que rodeaban el lugar. Y como a todos los demás, la tarea que les asignaron estuvo relacionada con sus correspondientes saberes, con su vocación y hasta con sus hobbies. Melissa no tuvo oportunidad de criar pollos y gallinas, porque en Moms no los había, pero sí de dedicar sus horas libres a las plantas y las flores, que allí crecían maravillosamente. Y Steve volvió a su intento de hacer cantar a Gardel todos aquellos tangos que no había llegado a conocer, al morir tan joven, y hasta se apuntó algún éxito, como que el Zorzal entonara, mal que bien, las estrofas de Late un corazón, una vieja pieza de Federico y Exposito. Y cuando no trabajaban ni se entretenían con sus hobbies, pues paseaban. Primero por la ciudad, pero luego se atrevieron por los alrededores y mucho más allá, ya que el caminar o el trotar, no los cansaba como en la Tierra. Y cuando llegaban las vacaciones, había transportes públicos que, en un abrir y cerrar de ojos, los depositaban en magníficas playas de mar o en las alturas de cerros y montañas nevadas. También hicieron amistades, en el trabajo y en el vecindario, toda gente buenísima con la que se reunían a comer, a presenciar algún espectáculo o a bailar, ya que estaban de moda danzas muy parecidas al shimmy y al danzón. Steve introdujo a algunas muchachas en los misterios del tango, pero no insistió porque le pareció que las chicas malinterpretaban  eso de bailar apretados (o “sin luz”, como también les explicó) y ponían en peligro la fidelidad que pretendía guardarle a Melissa.

El pibe

En resumen, eran felices como nunca lo habían sido antes, se sentían perfectamente integrados a la comunidad de Moms y por añadidura, no solo no envejecían sino que se sentían cada día más jóvenes. También se veían, aunque cada vez menos, con padres, abuelos y demás parientes. Pero un buen (o mal) día, todo cambió. Porque, quién sabe por qué, acaso porque extrañara a la familia o fuera víctima de un ataque de melancolía, así, de pronto, sintió que su madre, que estaba tan lejos y de la que hacía tanto que no sabía nada,  le hablaba. Y, más precisamente, le preguntaba: Nena ¿y para cuándo el nietito? ¿O voy a ser abuela cuando esté dos metros bajo tierra? Reclamo con que, es cierto, ya la venía torturando desde aquel, su primer casamiento con Dan Hickock, pero del que habrá que decir también, en su descargo, que es común a casi todas las señoras con hijas casadas.
Voy por mi tercer matrimonio, le decía ella al espejo, estoy cada día que pasa un poco más vieja, aunque aquí no se me note, y nunca estuve embarazada. Es cierto, reconocía, que siempre fui de cuidarme, y tuve esas mismas exigencias con mis dos primeros maridos. Pero ahora, ¿qué me pasa? ¿O qué le pasa a él? Y lo encaró nomás a Steve. Por lo que un buen o mal día se dirigió a él, que estaba metido con sus cinco sentidos en la ardua tarea de hacer cantar a Gardel lo que nunca había cantado, y le hizo la gran pregunta: ¿Vos te estás cuidando para no tener hijos o soy yo que no puede tenerlos? Él, sorprendido, quedó de una pieza, y sólo atinó a responder: No se. Pero, reaccionó, ¿a qué viene esto ahora? Y ella le respondió, categóricamente: Porque me muero por tener un bebé. Me muero.
No lo pensaron más, Steve interrumpió su tarea (con lástima, porque le pareció que al Morocho ya le salía Cafetín de Buenos Aires  y salieron en busca de una opinión autorizada. Por lo que se dirigieron a un hospital, en el cual consultar a una médica. Pero ya en camino a ella se le cruzaron unas oscuras sospechas. Atravesaron una plaza y Melissa observó: ¿Te diste cuenta que no hay ningún pibe jugando y que en las hamacas sólo hay unas viejas meciéndose y soñando vaya a saber con qué? ¿Y antes, unas cuadras atrás? Pasamos por una escuela, estoy segura de que era una escuela. Pero allí no había nadie, ni chicos ni maestros. Estaba cerrada. ¿No será feriado?, aventuró él. ¿No estarán de vacaciones? Ella hizo un gesto, mostrando las dudas que la embargaban.
Al fin llegaron a un hospital. Entraron y como no dieron con un portero,  buscaron a tientas alguna sala que dijera “mujeres”, o “maternidad”, pero no la encontraron. En esa zona del edificio había muy poca gente y no solo eso: las paredes estaban flojas de pintura, con el revoque saltado aquí y allá y hasta con algunas filtraciones no arregladas; también dieron con salas vacías, sin médicos ni enfermeras. Hasta que hallaron un consultorio en el que, tras la puerta entreabierta, se advertía la presencia de una señora que vestía un impecable guardapolvo blanco. Estaba absorta, leyendo una revista, por lo que se sorprendió al verlos entrar, pero enseguida les sonrió y los recibió con los brazos abiertos. ¡Qué los trae por aquí?, les preguntó luciendo una amplia sonrisa y como si se tratara de un encuentro entre amigos. Ustedes no son de aquí, son de la Tierra, supongo, dijo luego de observarlos unos instantes. Ah, qué bello planeta y qué linda gente que nos mandan.
Completó tanta amabilidad haciéndolos sentar y ofreciéndoles té, café o lo que quisieran. Ellos rehusaron y fue Melissa la que, impaciente, rompió el fuego. Soy yo, doctora, la que quiere hacerle una consulta. ¿Qué?, preguntó entonces la doctora, toda alborotada: ¿Si estás embarazada? Ay, qué alegría, ojalá pueda decirte que si. Dejame ver. Se apartó unos pasos de ella, para examinar sus formas, y luego dijo, con cierto desencanto en la voz: No, no parece. Entonces fue Steve el que intervino, No doctora, le dijo, sabemos que mi mujer no está preñada. Lo que ella quiere, lo que nosotros queremos es precisamente tener un hijo y para eso tal vez usted tenga un tratamiento. Si, agregó Melissa, es que queremos embarazarnos (y lo señaló con un gesto a Steve) y no hay caso, no pasa nada ¿entiende? ¿Usted podrá?...
A la médica, ante esa revelación, se le ensombreció el rostro. Examinó los papeles que tenía sobre la mesa, los emparejó, tosió ligeramente y luego se levantó y les habló, pero dándoles la espalda y mirando a través de la ventana a la gente que pasaba por la calle. Ustedes, dijo, son extranjeros. Del planeta Tierra, ¿no? Bien, deben saber que nosotros, los de Moms, los nativos, nos hicimos muchas ilusiones con ustedes los de la Tierra. ¡Pero mucha, muchísima! Por eso nuestros científicos atrajeron el Centauro para que bajara aquí, desviándolo de la ruta que llevaba, sabiendo que adentro iban muchos hombres y muchas mujeres. Y, sobre todo, mucha gente joven. Si, lo sabíamos, acá nuestros científicos llegan a saber todo. De la Tierra, pero también del resto del Universo.
Si ¿y?, preguntó Melissa, cansada de tanto preámbulo. La doctora entonces se dio vuelta, apoyó las manos sobre el escritorio y le dijo, mirándola a los ojos: ¿Vos sabés cuál es el gran problema de Moms? ¿No? Pues te lo digo: que hace años, muchísimos años, que aquí no hay un alumbramiento. Somos todos viejos. Yo, así como ves, ya voy a cumplir noventa. Entonces pensamos: no hay caso, somos nosotros, los nativos, los que no podemos engendrar. Vamos a vivir para siempre, quizá hasta el final de los tiempos, o vamos a morir viejísimos, pero no lograremos que aquí nazca una criatura, que una mamá amamante su bebé, que haya pibes jugando en los parques. ¿Y la solución, entonces, cuál es, nos preguntamos? Hicimos asambleas, se publicaron artículos, se escribieron libros… La solución, concluimos nosotros, a través de quienes nos gobiernan, es atraer parejas de otras galaxias, para que procreen acá. Nuestros científicos estudiaron el tema y de pronto, la gran oportunidad: una nave carga de terráqueos, de hombres y mujeres, había partido de la Tierra y se dirigía a poblar otro planeta. ¿Por qué no desviarlo, se dijeron nuestros técnicos, si podemos hacerlo? Y una vez acá, que sean la base de la nueva población de Moms, trayendo chicos al mundo. Y lo hicimos. Los trajimos a ustedes, llenos de ilusiones. Pero, y acá el rostro se le ensombreció, ya ven, no pasó nada, ni con los que vinieron antes y que sólo nos dejaron el horrible juego ese del fútbol, ni con ustedes. Tampoco con ustedes.
Se produjo un largo, larguísimo silencio y al final la doctora recuperó el habla y dijo, como pensando en voz alta: No, es evidente que hay algo acá, en el aire, en el agua, tal vez en las plantas, o acaso sea por efecto del sol, pero lo cierto es que hasta ahora ni nosotros, los nativos de Moms, ni ustedes, los que vienen de otras galaxias, conseguimos reproducirnos. Ni, creo ya, lo conseguiremos nunca jamás. ¿Y saben cuál es la única y ridícula esperanza que nos queda? No, ya la cosa no es con ustedes. Ya no esperamos que traigan pibes a Moms. Ahora hay unos científicos, allá, en el norte de nuestro planeta, una zona casi despoblada y de clima cambiante, que están trabajando ¿a que no saben en qué? En fabricar, si, como lo oyen, en fabricar, aunque ésa acaso no sea la mejor de las palabras, bebés a partir de ciertas sustancias que han encontrado en el suelo, mezclada con esperma y no se qué más. Y allí, en ese experimento loco, insano, reside ahora toda nuestra esperanza de volver a ver niños en Moms..  
La doctora, finalizada su revelación, miró largamente a Melissa y se abrazó a ella y le habló al oído. ¿Feo, muy feo lo que te conté, no es cierto? Perdón entonces. Lo siento. Y ya en la puerta del consultorio, ya repuesta y con una sonrisa algo forzada, les recomendó: ¿Quieren un consejo, ya que aquí no puedo hacer nada por ustedes, ni seguramente querrán tener un bebé prefabricado? Vuélvanse a su tierra, que aún son jóvenes. Moms, concluyó con un largo suspiro, no creo que ya sea nada más que el planeta de los viejos. Hasta el final de los tiempos.

La vuelta

Melissa y Steve, tomados de la mano, deprimidos, en silencio, se encaminaron hacia la casa en la que vivían. Y allí se recluyeron, ella para hacer unos scons, en silencio y mirando TV y él intentando, como cada vez que tenía un momento libre, ampliar el repertorio del cantor francés. Al rato los atrajo un ruido que venía de la calle y lo que vieron no lo podían creer. Era indudable que las noticias corrían rápidamente por ese vecindario. En el jardín de la casa unas mujeres se habían detenido y emitían algo así como un rezo, mientras sostenían unos arbolitos de papel o de tela, pidiendo el milagro de que Melissa quedara embarazada. Así estuvieron durante un buen rato y al fin se alejaron de allí, pero dejando  esta suerte de ex votos prodigiosos, destinados a la dueña de casa.
Meses después, cuando nada había cambiado en sus vidas, Melissa y Steve se largaron a caminar, sin hablar, cada uno enfrascado en sus propios problemas: ella, en el embarazo que no se producía; él, en la resistencia de la voz del Zorzal a acoplarse a las nuevas canciones.
Caminaron y caminaron, mucho más de lo que solían hacerlo, Y de pronto, como si se lo hubieran propuesto, se encontraron en medio del campo en el que se había depositado el gigantesco Centauro, que nadie vigilaba y parecía condenado a herrumbrarse allí, a la intemperie. Dieron vueltas alrededor de él, tomados de la mano y finalmente Steve le propuso a su mujer: ¿Qué te parece si subimos? ¿No querés ver en qué estado se encuentra? Ella aceptó y treparon por la escalerilla; abrieron, sin ninguna dificultad, la portezuela e ingresaron a la nave. Desde adentro impresionaba aún más que desde afuera. El interior era inmenso, capaz de alojar, como lo había hecho, a centenares de tripulantes. Y la cabina de mando asustaba por la complejidad de los instrumentos que contenía. Steve dio con el tablero de las luces, las encendieron y recorrieron curiosos y nostalgiosos las entrañas de esa fabulosa ballena fabricada en la Tierra con metales extraños y complejas tecnologías. Él se animó a pulsar algunos botones en la cabina, tras sentarse en el lugar del comandante de la nave y concluyó: Una cosa puedo asegurarte: tiene combustible. Se ve que los de Moms, dedujo riendo, por las dudas de que nos tuvieran que expulsar de nuevo, lo aprovisionaron. Y continuó pulsando botones y moviendo palancas, como un chico curioso. Todo está bien, todo funciona, dedujo. Y se animó a más. Marcó la clave que recordaba en el tablero virtual y apareció, como si se tratara de un simple GPS, el recorrido que debía conducir a la nave nuevamente a la Tierra. Se miraron largamente, entendiendo lo que iba en esa mirada. Ella, al fin, dijo: No podemos. Tendríamos que avisarles a Dan y a Karl. Vamos, nena, le respondió Steve sonriendo, ellos no tienen el problema que tenemos nosotros. Ellos no esperan tener un pibe. Volvieron a mirarse, como sintiendo pena el uno del otro. Qué dilema el nuestro, dijo él finalmente. En nuestro planeta asesinan  a los viejos y en éste, donde los viejos apuntan a la eternidad, no consiguen que nazcan pibes. Ella asintió con la cabeza y agregó: Qué lastima, ¿no?, acá todo es tan lindo, tan perfecto, hay tanta paz, tanta belleza. Si, pero no creas, le dijo él. Yo a veces extraño. ¿Y sabés qué extraño? Te va a parecer mentira, pero extraño el Colossal. Tan grande, con todo tan a mano. Y si tenemos un pibe, seguro que conseguimos que nos den un departamento más grande. El de cuarenta metros o, tal vez, se ilusionó hasta el de setenta y cinco. Si, le respondió entonces Melissa, pero primero nos van a condenar vaya a saber cuántos años en la cárcel, por haber robado el Centauro. No, la tranquilizó él. ¿Quién era el capitán? Hickock. ¿Y entonces? Nos van a recibir como héroes. Ya vas a ver.
Ella prefirió no responderle y caminó hacia el interior de la nave. Acá hay comida, dijo. Y agua en los tanques (la probó), bien conservada. ¿Y por allí, le gritó, cómo andan las cosas? ¿Los instrumentos funcionan? Él se sentó en el puesto de mando, observó con detenimiento los diferentes botones, luces y palancas que tenía aquel complejísimo tablero de mando y luego de comprobar, someramente, que todo funcionaba, le respondió, también a los gritos: ¡Esto parece más fácil de manejar que tu auto alemán! Para poner el Centauro en marcha bastaba con bajar una palanca y apretar un par de botones. Y para que el cohete se orientara hacia donde ellos quisieran, el procedimiento era aún más sencillo, ya que era suficiente con señalarlo en el GPS. Así, tanto partir como llegar se convertía en un trámite sencillo, salvo, claro está, que se les cruzara algún meteorito traidor.
Volvió a dirigirle una larga y prolija mirada a los mandos. Por fin, convencido de que no era tan complejo como parecía, tomó una gorra que había por allí, se la calzó hasta las orejas y, como si se tratara de un chofer de taxi, le preguntó a Melissa, que ya estaba otra vez a sus espaldas, curioseando: ¿Dónde la llevo, señora? ¿Marte?, ¿Venus?, ¿la Tierra?, ¿el Colossal?.. Y puso a rugir los motores. En la ciudad debían haber adivinado que se iban, porque allí, en la pista, ya había un montón de nativos despidiéndolos y agitando, como banderitas, arbolitos de tela y de papel.
Menos de un año después, tras un viaje sin tropiezos, estaban otra vez en la Tierra. Al descender del Centauro en brazos de su mamá el pibe, Carlos Romualdo, estaba por cumplir dos meses y berreaba como un condenado.

                                            - FIN-