sábado, 14 de septiembre de 2013

UNA VIEJA ASOMADA AL BALCON Cuando me senté frente a la PC tenía todo resuelto. El tema iba a ser: la muerte, mal que nos pese, es la que le da valor a la vida. Y el título también lo tenía elegido: Elogio de la muerte. Prendí la máquina, me acomodé en el sillón, encendí un cigarrillo (qué difícil que es abandonar este vicio de porquería) y cuando desde la pantalla recibí el OK para empezar, sentí que aún no estaba listo. Entonces me levanté y me acodé en la ventana que da a la calle. El sol estaba cayendo, la tarde aún era tibia y clara, no se veía una nube y corría una brisa saludable y fresca, creo que del sudoeste, de donde vienen los buenos vientos. Di un par de bocanadas buscando inspiración y de pronto me sorprendí mirando a una vieja que estaba asomada al balcón del edificio de enfrente, un piso más abajo. Puse mi atención en ella porque la vieja no hacía más que mirar atentamente hacia abajo y en la boca tenía dibujada una leve, levísima sonrisa. Me pregunté qué estaría mirando esta vieja con tanta atención, pero enseguida me olvidé de ella para volver a pensar en la nota. Porque no se trataba de considerar a la muerte como el recurso de la naturaleza para renovarse, sino del servicio que prestaba a los vivos. En primer lugar, argumenté, pensar que la vida puede ser eterna convida al bostezo, al aburrimiento y a la indolencia. Y al llegar allí me distraje otra vez con la vieja, que ya me estaba impacientando. Porque ¿qué podía estar mirando la vieja esa con tanta atención? ¿Será ciega o estúpida? ¿O estará esperando a los nietos? Siguiendo el recorrido de lo que ella podía alcanzar a ver, no encontré otra cosa que la copa de los plátanos, un portero que hablaba con una vecina, un auto que pasaba sin apuro, un hombre paseando a su perro, un chico yendo y viniendo por la vereda con su patineta y gritando como gritan los chicos, sin ton ni son, un cartero entregando correspondencia, un vendedor de flores que no dejaba de vocear “jazmines, claveles”, una chica y un muchacho que caminaban abrazados. Es decir, la puerilidad, lo habitual, la nada. Traté entonces de olvidarme de esa chiflada para seguir con mi tema. Supóngase, iba a escribir, que el tipo sabe que no va a morir jamás. En primer lugar, ¿pasaría igual por todas las etapas, esto es, niñez, adolescencia, edad adulta, para ser luego, eternamente, un viejo inservible? Esto ofrecería una perspectiva realmente repulsiva. Pero supongamos que no, que permanezca en su plenitud hasta el fin de los días. Y no como esa vieja tonta que sigue mirando y mirando algo que carece totalmente de interés y en lo que, además, parece deleitarse, a juzgar por ese rictus que no se le cae de la boca. La escena que ofrecía me pareció tan absurda que me calé los anteojos de ver de lejos para observarla mejor. De joven, admití, no debe haber sido fea. Está muy arrugada, lleva los pelos blancos reunidos atrás en un rodete y la piel de las mejillas y de la papada son víctima de la ingrata flaccidez que otorgan los años. Pero, reconocí tras observarla un buen rato, tiene una buena nariz recta y unos ojos grandes oscuros, por los que habrá suspirado más de un varón. Me di vuelta, apoyando ahora la espalda en la ventana para no seguir viendo a esa mujer. Y volví al tema que me preocupaba: el del servicio que la muerte da a la vida. Porque, me dije, qué vida sería esta si no se pudiera renunciar a ella aún cuando uno fuera infeliz, ni sacrificarla a una noble causa; no sería posible dar la vida por Perón ni por un amor imposible; cualquier hazaña que se intentara, como escalar el Himalaya o atravesar la Antártida a pie, sería una tontería, porque no se arriesgaría nada en realidad, ya que la vida no correría peligro. Dejarían de tener interés los equilibristas y los pilotos de pruebas y las legendarias balaceras del Oeste no podrían concluir nunca con la muerte de los malos a manos de los buenos. Eché una mirada hacia afuera, por sobre mi hombro. Justo en ese mismo instante la vieja levantó su cabeza y giró su rostro hacia donde yo estaba. Frunció los ojos, como hacen los miopes cuando quieren ver lejos y no tienen los anteojos puestos, y me dirigió una breve mirada que fue acompañada por una sonrisa leve, levísima, de complicidad, que duró lo que dura un parpadeo. E inmediatamente después volvió a mirar hacia abajo, como si quisiera sorprender, si es que cabe la palabra, la futilidad de los hechos corrientes, de la charla entre vecinas, del cartonero que pasa al trote de su jamelgo, de los papeles que arrastra el viento, de la luz del sol que se retira poco a poco. La vieja, tan absurda era su manía, que estaba a punto de irritarme y de hacerme perder la concentración que demandaba el artículo que me proponía escribir. Por lo que me separé de la ventana para dirigirme otra vez a la PC. Pero en el camino me arrepentí y me serví un scotch. Sé, porque el médico me lo ha dicho, que no debo abusar de él, pero qué sería la vida sin un poco de alcohol, aunque sin abusar, claro. Y con mi vaso y mis dos dedos de whisky, volví, pero no al sillón, a escribir, como debía hacerlo, sino a la ventana, a mirar a esa maldita vieja. Que, como me lo sospechaba, no se había movido de allí. Aunque esta vez no consiguió desconcentrarme. No dejé de observarla, pero igual seguí pensando en lo que debía. De qué otra forma, me dije, podríamos apreciar la vida de parientes y amigos, reflexionar acerca de sus merecimientos y virtudes, si no fuera que un día los sorprende la muerte y allí es cuando nos damos cuenta de lo que valían. Que para entonces no será tarde ni mucho menos, sino el momento preciso en que esa vida cobra valor, aún cuando al que le daba un nombre y un cuerpo le pareciera ínfima, con destino de nada y sin mérito alguno. ¿Acaso Gardel, pensé, como quien está escribiendo de corrido, de haber chocheado hasta los 90, hubiera tenido esta fama que bien puede apuntarse como eterna por haber sucumbido trágicamente a los 45? Y para cuántos infelices, la mayoría tal vez, que nunca hicieron nada notable, no fueron buenos ni malos, no tuvieron ingenio ni fortuna, no supieron de una hazaña ni de una desgracia de las que salen en los noticiosos, el de la muerte no será el más feliz de sus días. Porque alguien derramará una lágrima por él y otro deslizará un elogio. La muerte, sostendré también en el artículo, es el cierre perfecto para los que aman y valoran vivir. En caso contrario, el tiempo dejaría de ser un continuo del que participamos durante un término impreciso, lo que pone presión sobre nuestras vidas, para convertirse en una simple acumulación de días y noches, de sueños, vigilias y somnolencias. Y allí me detuve, otra vez, como si se tratara de una fatalidad, a mirar a la vieja de enfrente. Pero ahora, de un modo distinto. Porque, se me ocurrió de repente, bien podría haber un enlace entre la nota que pensaba hacer y la aparente manía de esa vieja de quedarse allí, pegada al balcón, mirando para abajo. Porque una de dos: o era el producto simple de su senilidad o lo suyo era un acto tan deliberado como consciente. Y en este caso, ¿con qué objetivo? Me concedí dos chances. Una, que quisiera que la muerte la sorprendiera así, de pie, mirando la vida. Y otra, que estuviera haciendo, por decirlo de alguna manera, acopio de la vida de todos los días, de esa vida simple y banal, con la esperanza, tal vez, de retenerla hasta que la mano de un hijo o de un nieto le cerrara los ojos. Lo que me llevaría a demostrar, en el artículo que estaba por escribir, que en el umbral del último chau, es la muerte la que valoriza hasta las cosas más insignificantes de la vida, más allá de las turbulencias y de las pasiones de las historias personales. Me quedé muy satisfecho con mi conclusión y me dieron unas ganas notables de encender otro cigarrillo y de tomarme otro whisky, lo que hice de inmediato, y de comunicarme con esa vieja, enigmática e inspiradora. Por lo que primero agité las manos, para llamar su atención y luego le grité: ¡Eh, señora, yo, aquí! Al fin conseguí que me mirara y me dedicara una sonrisa, pero no más que eso, porque seguramente era muy miope y también muy sorda. Por lo que no insistí, pero tampoco me desanimé. Terminé mi cigarrillo, apuré el último sorbo de scotch y me senté frente a la PC, donde el salvapantalla me aguardaba haciendo desfilar animales salvajes, que emitían extraños sonidos. Lo primero que hice fue cambiar el título. Elogio de la muerte sonaba muy marquetinero, como pour epater le bourgeois. Elogio de la vida, que se me ocurrió enseguida, lo vi ramplón, tipo Selecciones del Reader’s Digest. El resultado fue que me quedé frenado, con los dedos sobre el teclado, sin poder arrancar con mi artículo. Al fin me levanté, encendí otro cigarrillo más, eché un par de golpes de whisky en el vaso, renové el hielo y como si estuviera teledirigido volví a plantarme frente a la ventana. La vieja, porque ya hacía fresco, se había echado lo que parecía un chal sobre los hombros. Apenas quedaba luz, pero ella seguía mirando hacia abajo, atenta a la gente, a las voces y a los últimos colores. Me acodé en la ventana, con mi vaso y mi cigarrillo, creo que a acompañarla o a hacer como ella, a mirar la vida, a beber los últimos sorbos, ya que yo tampoco me cuezo en un hervor. Y mirándola decidí el título definitivo. El artículo no podía llamarse de otra forma que “Una vieja asomada al balcón de la vida”. Pero no me moví. Me quedé ahí, mirando y esperando yo también.

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