miércoles, 30 de enero de 2013

Amores perros Lo confieso, no soy muy “perrero”, antes bien, prefiero a los gatos. Sin embargo y a pesar del poco trato que tuve con ella no me puedo olvidar de Bijou, la perrita de un vecino de casa y su singular afecto por su dueño. Esta es la historia. Pero primero, la ambientación. Corrían los años 40, vivíamos en Caballito (norte) y teníamos de vecinos, de un lado, a los S, con los que sólo nos saludábamos, y del otro a los C, con los que teníamos una relación algo más amistosa. El señor C era un talabartero con negocio a tiro de piedra del parque Centenario. Su mujer, a la que se le había declarado durante un viaje en tranvía, sin haber cambiado antes con ella ni una sola palabra, le había dado dos nenas, mellizas. Las chicas estudiaban y la mamá, como casi todas las mamás de entonces, se ocupaba de la casa. Su gran entretenimiento era la radio. A cierta hora de la tarde dejaba todo lo que tuviera por hacer y se sentaba a escuchar su audición preferida, una en la que pasaban discos de Magaldi (que ya estaba muerto hacía rato) y que le provocaba lágrimas de verdad en cuanto lo oía cantar. Entonces las secaba con un pañuelito mientras decía, entre gemidos: “ay Magaldi mío, Magaldi mío…” Pero no fue en esta casa donde ocurrió la historia que quiero narrar, sino en la de arriba, un departamento alquilado a una familia que no recuerdo cómo se llamaba ni qué hacía. Pero no importa, porque a quien sí recuerdo y muy bien, es a la perrita y a su dueño. Bijou era blanca, muy blanca y lanuda, muy movediza y pegadísima a su dueño. Y éste era un hombre flaco, alto y desgarbado, cuyo nombre vaya a saber cuál era. Este tipo, y de eso sí que estoy seguro, no pertenecía al núcleo familiar, sino que era un agregado, acaso el hijo de una vieja sirvienta que al morir se lo habría dejado a sus patrones. Y era él, que seguramente ocupaba el cuartito de la servidumbre, el que se encargaba de los mandados, de los trabajos menores y de cuidar la casa cuando los patrones se iban de viaje. Pues bien, este hombre y Bijou eran inseparables. Adonde él iba, iba también la perrita blanca y lanuda. Sin correa, ni bozal, ni nada. El animalito caminaba dócilmente al lado de su dueño y ni se le ocurría cruzar la calle si no era bajo la guía del hombre, ni corretear lejos de él. Ladraba sólo lo necesario y ante cualquier duda esperaba primero la orden del fulano, que era más bien corto de palabras, por lo que le bastaba con un gesto o un movimiento de manos para que lo obedeciera. Alguna vez este tipo y la perrita estuvieron en casa, no sé por qué motivo. Y por allí, por el vestíbulo, por el patio, por la cocina, anduvo Bijou paseando, pero siempre sin molestar ni faltar el respeto. Y atenta, como una recluta, a las órdenes de su patrón. Al que muy pocas veces vi reprocharle algo y muchas, en cambio, acariciarla, pasarle la mano por el lomo y hablarle como si fuera otra persona. Acaso la única que le prestaba atención, ya que no creo que tuviera amigos en el barrio. Pero un día ese idilio entre hombre y bestia se terminó, sin culpa de ninguno de los dos. Fue la fatalidad. Ya no estábamos por entonces en los años 40 sino en los 50. Y el drama se desató un día que recordamos bien todos los argentinos, porteños o no, peronistas o contras: el 16 de junio de 1955. Ese día, con el pretexto de un homenaje a la bandera (una bandera argentina había aparecido quemada luego de un acto de la oposición y el oficialismo se la atribuyó a los manifestantes, cuando en realidad la quema se produjo en una comisaría y fue ordenada por alguien del Gobierno), una escuadrilla de aviones de la Armada sobrevoló, a baja altura, la Avenida de Mayo y lanzó bombas, pretendidamente sobre le Casa Rosada, con el propósito de matar a Perón. Pero no sólo no le dieron a Perón (que, puesto sobre aviso, ya no estaba allí), sino que provocaron más de 300 muertos entre la gente que andaba ese día por el centro. Y precisamente uno de esos fue el dueño de Bijou, al que mató una bomba que cayó sobre el bus en el que se encaminaba quién sabe a dónde. Como es de imaginar aquel bombardeo causó una conmoción tremenda en el país, así se hubieran sufrido pérdidas de familiares o de amigos, como si no, ya que se adivinaba que no se podía tratar sino del prólogo de otro movimiento militar, como efectivamente ocurrió, destinado a barrer con el régimen. Pero cumplido un plazo luego de aquel bombardeo, las cosas volvieron a su cauce, como no podía ser de otra manera. Ya que el mundo y el país con él, seguían andando. Pero no fue así para todos. Yo fui testigo, yo lo vi. No se si Bijou habrá adivinado lo que le ocurrió a su dueño aquel fatídico 16 de junio. Lo que si se es que la perrita nunca se resignó a su ausencia. Y todas las mañanas bajaba las escaleras y se sentaba a esperarlo en el umbral. Un día y otro día y otro más, esperándolo a él, a su amigo, sin comer y sin beber, por más que le ofrecieran y le insistieran. Y así fue como, ya que su patrón no podía regresar pues estaba muerto, Bijou, sin decir palabra, sin ladrar, sin quejarse, allí, sentada sobre sus patitas traseras, se dejó morir de hambre y de sed. Sencillamente porque sin aquel tipo, aquel tipo simple, pobre, nada más que el agregado de la casa, su vida había dejado de tener sentido. Y un día, en silencio, vencida, apoyó su hocico sobre las patitas delanteras, cerró los ojos y sencillamente murió. Esa es la historia. Ya todos los intérpretes están del otro lado, los vecinos S, el talabartero, la mujer que lloraba cuando escuchaba a Magaldi, acaso también las mellizas y la familia desconocida del primer piso. Sólo Bijou sobrevive en mi recuerdo, quizá porque es la única que, entre tantas muertes posibles, eligió morir de amor.

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