sábado, 30 de noviembre de 2013

SOLTERON EMPEDERNIDO Esta historia, que no sé cómo calificar, se inició hace unos meses, durante una fiesta familiar en el departamento de mi hermano menor, en Coghlan. Y concluyó, o tal vez no, con la ceremonia fúnebre a la que acabo de asistir, en un cementerio privado de San Isidro. El protagonista es el Negro Fernández, mi amigo de hace treinta años, ya que hicimos el servicio militar en la misma compañía del Regimiento 3 de Infantería Motorizado. El Negro tiene mucho éxito con las mujeres, debido a dos muy buenas razones: una, que es rico y otra, que es soltero. Una conjunción irresistible para las muchachas. Por eso, cuando en aquella fiesta lo vi tratando de seducir a Virginia, una amiga de mi cuñada Mecha, me alarmé e intervine para evitarle un disgusto. No bien se me presentó la oportunidad -la chica había ido al baño-, me acerqué al Negro y le dije en tono confidencial: “Che, ¿vos sabés por qué esta piba usa turbante? Porque tiene cáncer, le están haciendo quimioterapia y está totalmente pelada”. Su primera reacción fue de sorpresa mezclada con algo de pena, como le hubiera ocurrido a cualquier otro tipo de sensibilidad normal. Pero la que me desconcertó fue su segunda reacción. Hizo una pausa en su comentario de circunstancias, se le produjo un clic adentro, de sus ojos brotó una chispa y me pidió que le confirmara, con mayor precisión, lo que le acababa de contar. Lo hice y, entonces sí, el cambio en su fisonomía fue copernicano. No sólo sonrió y me agradeció el dato sino que, como suele hacer cuando recibe una información que le permite acrecentar su fortuna, extrajo dos cigarros y me puso uno en la boca. Pero el mío no llegó a encenderlo. Al advertir que Virginia regresaba se reunió con ella y ya no la abandonó en toda la noche. El Negro, desde la adolescencia, esa edad en la que la mayoría fantasea con casarse con una millonaria, apostaba a que habría de mantenerse soltero hasta el fin de sus días. En lo que tal vez tuviera algo que ver el desafortunado matrimonio de sus padres. Pero a medida que lo fui conociendo llegué a la conclusión de que el Negro Fernández, como más tarde el doctor Fernández Brent (¿de dónde habrá sacado ese segundo apellido si su madre se llamaba Guglielmone?), no habría de casarse jamás porque era un egoísta de manual. Solterones, como se sabe, hay de todos los colores. Están los que se enamoraron de la mamá, los misóginos, los que sufrieron algún desengaño irreparable y aún los que quisieron romper con el celibato y, por esas cosas de la vida, nunca se les dio. Ninguna de estas razones tiene nada que ver con el Negro, cuya soltería militante se comprende menos por sus antecedentes como por una incapacidad enfermiza para compartir nada, ni siquiera el jabón del baño. Y mucho menos tolerar que una mujer, en su misma cama, sufra un acceso de tos, o que se atreva a mantener encendida la luz del velador cuando a él se le ocurre dormir. Es decir, una resistencia de egoísta esdrújulo que no ha hecho más que acentuarse desde que hizo plata, porque ahora, además, teme que las mujeres lo persigan para sacársela. A los 49 años, rico, viajado, atractivo, con piso en la torre Le Parc, mansión en un boating, un par de autos deportivos y un yate al que –toda una declaración de principios- bautizó Dólar, el Negro Fernández se encaminaba, al menos eso es lo que yo creía, a terminar sus días soltero y feliz. Sin embargo, me equivoqué. Y lo que más bronca me da es que un par de años antes de recibir la participación de su casamiento –naturalmente que en el Socorro- tuve un indicio que no supe interpretar. Se casaba mi hermano menor, el Negro estaba a mi lado en la iglesia y cuando los novios intercambiaban anillos, sentí que su respiración se hacía más agitada. Me volví hacia él y lo confirmé: lo dominaba la emoción. Al advertir que lo observaba y como si hubiera sido sorprendido metiéndose los dedos en la nariz o espiando por la cerradura del baño a una chica, sonrió y se encogió de hombros como diciendo: “tranquilo, no pasa nada”. Sin embargo yo que, repito, lo conozco como si lo hubiera parido y he hecho negocios con él, tuve el pálpito fugaz de que el solterón empedernido estaba aflojando. Y que ahora contemplaba esa ceremonia sencilla y repetida, con la misma actitud que le conocía cuando anhelaba cerrar un negocio, o la que podía tener ante una Ferrari en la que quisiera verse al volante. Y lo que también recuerdo de aquella escena, es que pensé: “Imposible. Después de tantos años de resistencia tenaz ¿qué cualidades debería reunir una mujer para que este troglodita se case con ella?” Pero si la claudicación del Negro fue la noticia del día o del año en la city porteña, lo que a mí me dejó helado fue la novia elegida para romper con su soltería. Porque en el lujoso papel que tenía entre manos leí que Ignacio Fernández Brent, contraería matrimonio con Virginia Valdivieso Uribe, que no era otra que aquella chica del turbante, según me confirmó mi cuñadita. Es decir, la que tenía cáncer. La ceremonia en el Socorro y la fiesta en el Alvear se correspondieron con el estado patrimonial del marido. En la iglesia, como en el hotel, el Negro, de riguroso smoking –y no de Casa Martínez- lucía tan eufórico como si hubiera ganado otro millón de dólares. En cuanto a la novia, cuando entró a la iglesia, enfundada en un vestido blanco que debió haber costado una fortuna y con una cola sostenida por cuatro pequeñitos, parecía una diosa. Aunque ya se sabe que, salvo fealdad extrema, las novias siempre lucen muy bien en estas circunstancias. Luego, en la fiesta, tuve oportunidad de efectuar una inspección más detenida. Y allí advertí que, aún cuando el maquillaje era perfecto y su hermosa cabellera negra tenía todo el aspecto de ser natural, en sus ojos y en su piel se advertían indicios de que podía estar mejor, pero no enteramente restablecida. Este examen me llevó a dudar entre dos conclusiones que resultaron igualmente equivocadas. Una, que el metejón del Negro fue tan mayúsculo, que ni siquiera pudo esperar a que la chica se restableciera del todo para casarse con ella. Y otra que, a pesar de lo que se dice de él, mi amigo es un gran tipo, tiene alma de hermanita de caridad y quiso casarse no obstante el problemático estado de la muchacha. Esa fue la última vez que los vi juntos. Ellos se fueron a un larguísimo viaje de luna de miel que comprendió las Galápagos, Madagascar, las islas del Egeo, San Petersburgo y finalmente París. Y cuando volvieron, cerca de dos meses después, supe por otros que se habían instalado en una casa en Belgrano. Por eso, esta mañana, cuando, por rutina, me detuve en la página de los fúnebres de La Nación, el aviso anunciando que “Fernández Brent, Virginia Valdivieso Uribe de”, sería inhumada esa misma tarde en un cementerio parque, me dejó sin aliento. Me comuniqué de inmediato con Mecha, la mujer de mi hermano menor y me confirmó que, efectivamente, su pobre amiga había vuelto muy desmejorada de su viaje de bodas, pasando las últimas tres semanas de su breve vida –no había cumplido aún los 30- en la Pequeña Compañía. Me desembaracé de todos mis compromisos, corriendo hasta el cementerio para acompañar a mi amigo en ese trance doloroso. Y ayudé a llevar a la infeliz Virginia hasta el sitio donde descansará hasta el final de los tiempos, empuñando una de las manijas del cajón. Que, por otra parte, era de inmejorable caoba y el más bruñido bronce. Sin embargo mi mayor preocupación se centraba en el Negro, al que supuse demolido por la desgracia. Pero no, observé que si bien se mantuvo serio y hasta solemne ante la catarata de abrazos y condolencias, no lució para nada compungido y mucho menos lloroso, como sí se veían los otros deudos de la chica. Al concluir la ceremonia y tras los saludos de rigor, vi que se encaminaba hacia su Mercedes. Y así, de espaldas, volvió a darme la sensación de que no sólo no marchaba agobiado, como un viudo más que reciente, sino que lo hacía con aire suelto, como si sólo le faltara silbar para mostrar su buen estado de ánimo. Me asaltó entonces una duda terrible, de esas que después no dejan dormir. Por lo que, para sacármela de encima, lo alcancé y lo tomé de un brazo. Mi propósito era sencillo: ponerme cara a cara con él y mirarlo fijo, que fue lo que hice, con la esperanza de adivinar qué había significado para él este episodio con Virginia. Respondió a mi mirada, primero, con curiosidad, pero luego, tal vez interpretando el sentido de mi demanda muda –porque él también me conoce muy bien- cambió. E hizo un gesto de fastidio, como diciendo: “¿qué te pasa?” o, más bien, “¿a vos qué te importa?” Entonces ya no pude contenerme y le pregunté, derecho viejo: “Negro, decime la verdad. ¿Vos te casaste con Virginia porque creíste que podía salvarse o porque estabas seguro de que tenía el plazo fijo escrito en la frente?” Me mantuvo la mirada un instante, después la desvió, pero no me respondió ni una palabra. Sacó las llaves del auto, destrabó las puertas, lo abrió y se metió adentro. Tomó un habano de la guantera, le cortó la punta con cuidado, lo encendió y puso en marcha su Mercedes. Todo esto sin volver a mirarme, como si yo no existiera y sin convidarme tampoco con un puro. Por lo que deduje que había quedado muy molesto conmigo y que tal vez no volviese a verlo. Ya me estaba arrepintiendo de mi calentura, por la amistad de tantos años, así como por los negocios que hacemos juntos, cuando pareció cambiar. Bajó el vidrio de la ventanilla y, al tiempo que enviaba una espesa bocanada de su cigarro a mezclarse con la diafanidad de la tarde, cambió de talante y me hizo señas de que me acercara a él. Y cuando estuvimos otra vez cara a cara, me dijo, del modo más natural, como si en vez de estar en un cementerio parque, en el que acababa de ser enterrada su mujer, nos despidiéramos después de haber hecho 18 hoyos en el Golf de Olivos: “Che, Cacho, ¿sabés lo que me gustaría ahora? Tener un pibe. Si sabés de alguno, avisame”. Después puso primera y arrancó, sin que yo atinara a responderle. Es que no pude; me lo impidió un estremecimiento.

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