viernes, 30 de mayo de 2014

Circo criollo LOS FAVORITOS DEL MODELO Debe admitirse que no es fácil, a esta altura de las circunstancias, imaginarse cuál habrá de ser el mejor legado de este Gobierno. O, mejor dicho, de qué manera y hasta cuándo, se percibirá su influencia en el devenir del país. Porque ya mismo se está viendo que, ya sea que se trate de un firme seguidor o de un contrera bilioso, las conclusiones pueden ser muy distintas. Al proK, por dar un ejemplo cualquiera, pueden resultarle inolvidables los discursos de la Señora, no sólo por su simpatía y versación, sino también porque marcan la cancha. Por lo que si se la siguiera de corazón el país se iría nomás para arriba, como burbuja de buzo. En cambio, el contrera, el facho amargado por los triunfos de la Señora, seguramente lo verá todo ridículo si no canallesco. Verá, aunque no sea así, el país invadido por chorros e inútiles sin abuela, mal gobernado, flatulento de inflación no reconocida pero fácilmente perceptible y hasta sin rumbo cierto. Como si no lo fueran el montón de cosas, que seguramente las hay, para sentirse orgulloso y, sobre todo, tranquilo, más allá de algún muertito en un afano, un piquetito empeñado en no dejar pasar por la 9 de Julio, un breve apedreamiento en la ruta para chorear a los automovilistas o el descarrilamiento de un tren, pero de carga, para llevarse la mercadería. Así como otras pequeñeces, tales como el calificado crecimiento del expendio de merca, con el apoyo de las fuerzas de seguridad, que tanto contribuye a la caída en la venta de los dañosos cigarrillos. Sin embargo ninguno de esos ítems, con ser importantes, marcan lo que acaso signifique el punto más alto de la gestión KK (ya que se trata de la que tuvieron, en continuado, Néstor y su señora esposa). Y lo curioso del caso es que la revelación no vino de una de las exitosas gestiones que está llevando a cabo el pibe Kicillof; tampoco de una de las sagaces intervenciones del hijo de la señora y mucho menos de algo dicho por el Coqui Capitanich en una de sus simpáticas intervenciones mañaneras. La fuente, el impacto esclarecedor provino así, de golpe, del sitio menos esperado. Porque me hallaba paseando por Rivadavia, un sábado a la tarde, deteniéndome aquí y allá, para contemplar las maravillas que ofrecían los manteros cuando, de pronto, la revelación: un mantero que se estaba instalando en ese mismo momento en el ancho veredón de la avenida, sin dejar de aleccionar a su parejita acerca del mejor modo de acomodar la mercadería, se aproximó a una columna que tenía a sus espaldas y de allí colgó un cartel, cuidadosamente realizado con tinta china, en el que se leía con toda claridad: “Basta de trabajo esclavo”. Lo leí, lo releí y allí mismo, como si se tratase de una revelación milagrosa, de golpe lo entendí todo y pude decirme: Gracias Señor (y Señora), ahora sí que puedo decir que he recibido el mensaje K, el que estaba esperando, el que se me escapaba, por más que era más que evidente. Porque ahí, en ese mismo momento y para siempre jamás, descubrí lo obvio, lo que me estallaba cada día ante la vista pero no alcanzaba a comprender. Porque el fin del trabajo esclavo era, sigue siendo y sin duda será durante muchísimos años, gracias a los K, el ideal perseguido por multitud de argentinos. Comenzando por los simpáticos manteros, que ya han invadido las veredas de las principales zonas comerciales de la ciudad; siguiendo por los no menos entrañables trapitos, que tan bien cuidan los autos estacionados; por los cartoneros, implacables en eso de recoger de los tachos todo lo reciclable; los limpiadores de parabrisas, que viven una vida agitadísima y divertida al ritmo de los semáforos; los malabaristas y otros prodigios circenses, que tan bien contribuyen al entretenimiento de los conductores cuando les toca esperar que el semáforo pase del rojo al verde: y también, por qué no, los motochorros, los sicarios, los que transan merca, los que arrojan piedras a los autos que pasan para afanarlos y tantos otros que ejercen oficios nuevos y sin el baldón de debérselo a terceros, de cumplir horario ni de fichar su presencia. Es decir tipos realmente libres y prósperos. Y en un contexto tan propicio que cada día aparecen nuevos ejemplares, como el que ayer, sentado en el umbral de una institución bancaria, me abrió la puerta de acceso al cajero automático antes de que yo alcanzara a pasar la tarjeta, gesto que acompañó con esta graciosa expresión: “Maestro, ¿me da una moneda?” Lo que me llevó a pensar, mientras me llevaba la mano al bolsillo, que de acá a unos años este buen hombre será sin duda millonario y hará feliz a una esposa y chocha a una mamá. Acaso la única duda que me quede, en este listado de los que buscan el camino del éxito sin resignarse al trabajo esclavo, es este: ¿debería contar o no a los muchos que sorprendo durmiendo en la vereda, al sereno, con colchón o a veces también sin él? Por suerte la respuesta es fácil: sí hay que incluirlos, ya que se trasluce en todos ellos un aire de satisfacción y un empilche que habla bien a las claras de que también se trata de favorecidos por el modelo. Y que mañana y si no es mañana, pasado, los veremos pasar por Libertador tripulando un cochazo de chiquicientos caballos y al lado de una rubia despampanante. “Pero si los de la Cámpora –dijo un tipo en el Margot- son todos empleados públicos”. “Si maestro –reconoció el reo de la cortada de San Ignacio- pero lo hacen por obediencia partidaria. ¡Y no sabe cómo sufren con el trabajo esclavo!”

martes, 27 de mayo de 2014

LA ECUYERE A Samy El Rusito o El Colorado Samy, lo conocí en los años 40 en un peringundín de Rosario, cuando yo viajaba vendiendo aceite Ricoltore. Era buen bailarín de tango y se lo tenía también por cafiolo de una veterana, que con gusto le entregaría sus pesos a este muchacho alto y bien plantado, pero al que todavía se le podía encontrar abrojos en los bajos del pantalón. La casualidad nos juntó una noche en una misma mesa, hablando pavadas. Pero de pronto, sin que yo le preguntara nada y sin que él supiera algo de mí, después de una segunda o tal vez una tercera vuelta de Sello Rojo, así, de sopetón, empezó a contarme una historia. “Rajé de la colonia –dijo mientras hacía girar el vaso entre las manos-. Tenía que rajar, eso no era para mí, era para idiotas. No se hablaba de otra cosa que del tiempo, de la cosecha, de Besarabia y del campo que íbamos a tener cuando me casara con la chica de la chacra de al lado. Cuando podía me iba hasta la estación, soñando con rajar un día para Rosario que, te juro, ni sabía lo que era”. Y al llegar a este punto se calló, como si se hubiera sorprendido él mismo por lo que estaba contando. Traté de animarlo para que la siguiera. “Te rajaste ¿y?” –le dije. Me miró como si acabase de advertir que yo estaba ahí. Tomó lo que le quedaba en el vaso, una sombra, algo, le pasó frente a los ojos y antes de levantarse, dejándome solo y con el relato recién empezado, agregó: “Si, me rajé”. Y no lo volví a ver hasta veinte años después. Por entonces yo vendía hilo de coser y él tenía un taller de costura con media docena de obreras en Villa Crespo. Ya no era El Rusito ni El Colorado. Era el señor Héctor porque no le gustaba que le dijeran Samuel. Había engordado, había perdido casi todo el pelo, pero igual lo reconocí. Él me semblanteó, dudando si no le estaría haciendo el verso, hasta que le recordé nuestro encuentro en Rosario. Entonces me abrazó. Después, de tanto ir a venderle y de reclamarle las facturas atrasadas, nos hicimos amigos. Y una noche, cada uno con su mujer, salimos a celebrar no sé qué cosa en Reviens, un boliche de Olivos que estaba de moda. Bailamos, tomamos unas copas, charlamos zonceras, hasta que las mujeres se levantaron diciendo que tenían que empolvarse la nariz, que era la pavada que solían decir las chicas cuando tenían que ir al baño. Entonces nos quedamos solos y en silencio. Hasta que él, sin mediar palabra y con la vista clavada en la copa que hacía girar entre las manos, se puso a hablar siguiendo el hilo de aquella charla que se interrumpió 20 años atrás, en el cabaret de Rosario. “Me rajé”- volvió a decir, pero ahora agregó: “La dejé ahí, tirada, y me rajé”. No atiné a decir nada y él, después de una breve pausa, sin levantar la vista, continuó. “Nunca, lo confieso, nunca había visto un circo ni me imaginaba lo que era. Cuando entró al pueblo, con esa manga de mamarrachos disfrazados tocando sus instrumentos arriba de un carromato y las jaulas con los animales salvajes, lo seguí fascinado, como hicimos todos. Y me quedé, como los otros, mirando cómo armaban la carpa y se preparaban para hacer sus números. Hasta que un gordo, que parecía el patrón, se me acercó de pronto y me dijo: “Che, rubio, ¿querés ayudar? Después te quedás a ver la función. Lo primero que se me ocurrió fue decirle que no, pero como vi que otros se acercaban con ganas de agarrar, acepté”. “No sólo ayudé a levantar la carpa. Ya que estaba me quedé hasta que empezó la función y me metí a ayudar al domador, a los payasos, a los equilibristas. A veces tenía que entrar a la pista y entonces oía que mis amigos me gritaban: “Samuelito, Samuelito”, por lo que en un momento, cuando estaba detrás del malabarista, levanté los brazos y los saludé. Después salió la ecuyere, de pie sobre su caballo blanco, a dar vueltas por el redondel, subiendo y bajando a la carrera. De lejos, la veías y parecía una linda mujer, pero yo, que la había visto de cerca, sabía que era bastante vieja y arrugada, mal teñida, sucia y que olía a bosta”. “Cuando dio la última vuelta pegó un salto y cayó parada justo delante de mí. La sostuve, ella me miró y me acarició la cara. ¡Uh!, gritó la tribuna. Ellos no la oyeron, pero también me dijo mientras me acariciaba: “Qué rico pibe”. Cuando salimos de la carpa ella largó al matungo y me encaró en un lugar bien oscuro. Casi no la podía ver pero sentí su aliento y sus abrazos. Enseguida me estaba besando. A mí no me daban ganas, pero ella insistió. “Decime dónde nos vemos”, me dijo metiéndome la lengua por todos lados. Me sorprendió pero al fin le dije que en una hora, en el granero que estaba al lado de la estación”. Hizo una pausa y luego, como quien está reviviendo una situación dolorosa, repitió: “Una hora, le dije una hora. Salí del circo y a la hora, tal vez un poco más, entré al granero. Ella me estaba esperando. Tenía una vela encendida en el suelo y se había tirado sobre la paja. Cuando me vio, con un gesto me invitó a echarme a su lado. Ya no olía a bosta porque se había echado encima un montón de perfume. En cuanto me tuvo a tiró volvió a besarme, a acariciarme, a manosearme que parecía una desesperada, quería sacarme la ropa, me guiaba las manos para que yo también la acariciara y me decía cosas al oído para excitarme. Porque yo, no es que no pudiera o que no me animara. Yo, lo que estaba, era atento ¿entendés?” E hizo un gesto con la cabeza como señalando hacia afuera. Yo le respondí que no entendía nada. No me prestó atención. Hizo otra pausa, esta vez un poco más larga y volvió con el relato. “Entonces-dijo- fue cuando se sintieron los pasos afuera, de mucha gente. Ella se sobresaltó, me soltó y me miró como preguntando qué pasaba. Y en ese instante, antes de que yo le contestara, se abrió de golpe la puerta del galpón y aparecieron ocho o diez muchachos. Ella se quedó dura, no entendía nada y me miraba a mí para que le explicara. Yo no le dije ni una palabra. Me levanté, me arreglé la ropa y sólo me oí decir: “ahí la tienen”. La ecuyere empezó a gritar, ellos se le echaron encima y yo me fui, me rajé”. “¿Te fuiste y la dejaste con todos esos monos?”, le pregunté sin poder creerlo. Me miró como si yo no hubiera entendido nada. En ese momento las mujeres volvían del toilette. “Bueno –me explicó con toda naturalidad- a esa hora más o menos sabía que pasaba un carguero que iba a Rosario. ¿Qué me iba a quedar a hacer? Agarré la bolsa que había dejado en la entrada del granero y me largué para la estación”. A raíz de la crisis de mediados de los 70 Héctor Samuel, como tantos otros, se escapó con toda su familia a Israel. Hoy, si vive, debe estar muy viejo, como yo. Lo que no sé es si se habrá atrevido a contarle a otros esta historia. Me jugaría que no. Hace como diez años, para una Navidad, recibí una tarjeta de él, fechada en Beer Sheva. Me saludaba, me contaba que la estaba pasando bien y, debajo de la firma, escribió: “La ecuyere se llamaba Anita”.

sábado, 17 de mayo de 2014

Circo criollo UN NOMBRE PARA EL DINOSAURIO El dinosaurio más grande del mundo, con un peso equivalente al de 14 elefantes y un fémur de 2,40 metros, ha sido hallado en un paraje de la provincia de Chubut, República Argentina. Un descubrimiento al que bien puede señalarse como la frutilla del postre. Porque, admitámoslo, es lo único que nos faltaba. Ya que el país que ha dado al mundo a Maradona y a Messi, a Perón y Evita y al queso y dulce, cuenta ahora también para su record impresionante, con este espécimen extraordinario de dino. Como no lo tienen ni lo han tenido Europa ni los Estados Unidos y tampoco China ni Rusia, que se la dan de gran cosa. Y precisamente debido a que se trata de un fósil verdaderamente único, singular e imbatible, es que no habría que mencionarlo, de aquí en adelante, como si se tratase de los restos de un bicho cualquiera, de esos que han caminado, hace millones de años, por diversos lugares de este planeta. Una advertencia, una recomendación que no es banal ni caprichosa y mucho menos inoportuna. Ya que, según los primeros comentarios que han seguido a este importantísimo descubrimiento, se le estaría por poner, de nombre, alguno relacionado con sus descubridores. Lo que significaría que este portento de la Naturaleza, este ejemplar único, podría ser designado como Perezaurio o Dinofernandezaurio, si es que no se recurre al aún más ridículo de Sombrerosaurio, por el sitio de la provincia de Chubut en que fue encontrado, junto con otro montón de huesos. (Que acaso fueran de su familia o de su relación, dado que, según parece, ese sitio era algo así como la Recoleta de aquellos tiempos prehistóricos). Pero yendo al punto, si esta bestia que alcanzaba semejante envergadura alimentándose tan solo de pastitos y otros vegetales que encontraría por allí, cumple con la doble condición de su extraordinaria envergadura y de haber sido descubierto –porque por allí andaría pastando- en tierras argentinas, no hay que pensarlo más. El único nombre que le cabe y para que así se lo reconozca hoy y así también lo mencione la posteridad, es el que sin duda 40 millones de tipos ya están pensando: DinoKa o Néstorsaurio, naturalmente que por él, por el Nestornauta, por el ex presidente Kirchner. Porque Néstor, acaso el más grande de los políticos con que ha contado el país y sagaz hasta el punto de elegir por esposa a quien habría de ser, también ella, presidenta de la República, hoy tiene monumentos y llevan su nombre calles, avenidas, escuelas, hospitales y decenas de cosas. Pero hasta ahora ningún dinosaurio ha merecido ese homenaje. Acaso porque eran muy chicos o similares a otros miles que han andado por allí, matándose a colazos, patadas y mordiscones con los de su especie. Pero ahora, gracias a este formidable descubrimiento, ha llegado la hora de salvar esta ausencia, poniéndole al dinosaurio más grande y poderoso del mundo y descubierto precisamente en el sur del país, donde (acaso no por casualidad), brilló el genio de este político impar, el nombre de Néstorsaurio o de DinoKa. Salvo, lo que también es posible, que se descubriera que el animalito no era varón, en cuyo caso sólo cabría denominarla de esta manera: Cristinasaurio. El reo de la cortada de San Ignacio terminó de beber su café como si se tratara de un castigo y llamó al mozo. “Pibe –le dijo- ¿no sabés si este era el café que tomaban los dinosaurios?” Y como el mozo no supiera qué decirle, el reo agregó: “¿Sabés por qué te lo pregunto? Porque de esos bichos no quedó ni uno. ¿Entendés?” El mozo hizo se encogió de hombros y finalmente respondió: “Dinosaurios, fija que no. Pero me parece que igual tiene razón. Porque jubilados nos quedan cada vez menos”.

jueves, 15 de mayo de 2014

EL CAZADOR Papá, para vos se acabaron los tiros”. La sentencia el viejo la recibió en la cama, cubierto de frazadas, moqueando y tosiendo. No respondió nada pero la miró fijo. El médico de la prepaga terminó de hacer la receta y se la entregó a la mujer con alguna recomendación. Ella volvió a la carga. “No me mirés así. Pero decime, a la edad que tenés, ¿qué te falta matar? ¿Un elefante? ¿Qué hacías ayer en un bañado cazando patos, con el reuma que tenés? Yo ya no puedo más papá”. La hija y el médico salieron del cuarto. El viejo los siguió por el espejo del ropero. Se detuvieron frente a los trofeos colgados en la pared, las copas, las medallas y las fotos. Después ella le mostró el armero y el médico se quedó mirando, con la boca abierta. Cuando se fue, la mujer llamó al hermano para quejarse del padre. A la hora también él estaba allí. El viejo, que había estado dormitando, lo reconoció por el olor a colonia. “Ya está aquí el peluquero”, dijo en voz bIen alta, para que lo oyeran. El hijo se asomó a la entrada del dormitorio. “Viejo, ¿por qué no te dejás de joder? ¿O vos no hiciste siempre lo que te gustaba? Y sinó que lo diga mamá, la pobre”. El viejo no contestó, pero cuando se iba, le dijo: “¿Muchas permanentes hoy, che?” Los hijos se quedaron un rato charlando en el comedor y el viejo adivinó, por el murmullo nomás, que estaban decidiendo qué iban a hacer con él. Se fueron después de darle un té, una pastilla y un mar de recomendaciones. Y de dejarle también la TV prendida y el control remoto a mano. No bien oyó que cerraban la puerta de calle la apagó, apagó también la luz y se quedó en vela, cavilando con los ojos bien abiertos. Cuando despertó era cerca de mediodía. Se levantó y así, en camiseta y calzoncillos, recorrió el departamento para cerciorarse de que no hubiera nadie. Descolgó el teléfono, buscó en el ropero un sombrero alpino con plumita, que había traído de Italia y se lo puso; se sirvió un pastis y después de hacer un gesto redondo de salutación a sus trofeos, se lo tomó de un sorbo. Abrió entonces el armero, sacó su escopeta preferida, la cargó, se sentó en una banqueta, afirmó la culata del arma contra el suelo y contra el zócalo, para que no resbalara, apoyó la barbilla sobre la boca de los cañones y ensayó, con mucho esfuerzo, porque padecía de fuertes dolores en las articulaciones y en el cuello, llegar con la mano derecha hasta los gatillos mientras sostenía el arma con la izquierda. Pero cuando estaba por lograrlo entró la hija, lanzó un grito de horror que aterrorizó al vecindario y le arrancó la escopeta de las manos. La analista recomendó que no lo dejaran solo, por lo que los hijos, después de discutir quién no se iba a quedar con el viejo, lo anotaron en un club de gente sola. Y ella misma lo llevó por primera vez hasta el lugar, como había hecho su mamá cuando ingresó en la primaria. Estuvo un rato allí saludando gente, charlando zonceras y jugando al dominó con otros viejos. Después apareció una profesora de tai chi y le tocó hacer los ejercicios al lado de una vieja que no estaba tan arrugada como las otras. “¿Así que usted es cazador? –le dijo después, mientras tomaban un té con palmeritas-. Mi marido también. ¡Si habremos comido perdices y martinetas en escabeche!” En cuanto pudo se escabulló del club y se fue hasta el garaje donde guardaba la 4x4. La contempló un largo rato, después se sentó adentro, la puso en marcha para escuchar el ronroneo del motor, lo apagó y se quedó allí un buen rato sin saber qué hacer. Se le acercó el peón del garaje. “¿Necesita algo, maestro?” –le preguntó. Entonces el viejo, muerto de risa, le contó la historia del club. “Me dice que el marido era cazador y resulta que mataba para hacerse unos escabeches”. El peón no entendió mucho pero le dio la razón. En la oficina estaba la TV prendida. “¿Dónde es eso?” –le preguntó al muchacho. En la pantalla se veía a policías y civiles que corrían de un lado a otro, mientras se escuchaban tiros. “En una villa de Ingeniero Budge, acá nomas, por Fiorito. La Salada ¿vio? Quilombos como este allí hay todos los días”. Un vecino hablaba por la TV: “Me asaltaron tres veces este mes; me robaron la camioneta, quisieron violar a mi hija. Esto es la selva, acá no se puede vivir”. El peón y el sereno estaban comiendo pizza. Encargó otra y se quedó con ellos hasta la madrugada, charlando y tomando cerveza. Cuando regresó encontró que su hija lo estaba esperando, con una cara de vinagre que le recordó enseguida a la de su suegra. “Papá –le dijo dramática- ¿dónde estuviste hasta ahora? Llamé al club y te habías ido y mirá las horas que son”. Y agregó enseguida en tono amenazador: “Papá, no nos dejás opción”. Al irse, después de asegurarse que tomara las pastillas, le avisó: “Me llevo la llave del armero. Y mañana pongo un aviso para vender la Toyota”. “¿Ah, si?” –fue todo lo que le respondió. A la mañana, en cuanto se levantó, fue hasta el armero y rompió el vidrio de un bastonazo. Sacó un par de escopetas, un máuser y municiones; juntó una muda de ropa y un par de frazadas en una valija; levantó un listón del piso del dormitorio y recogió un fajo de dólares atados con una gomita; de la cocina sacó unas conservas, cubiertos y platos. Se bañó, se vistió, se colgó unos prismáticos del cuello, recogió la maleta y el bolso en el que había puesto las armas y salió para el garaje. “¿Va a cazar otra vez?”, preguntó extrañado el peón. No se tomó el trabajo de contestarle; asintió, tomó una guía de la guantera y luego de estudiarla un rato enfiló para Ingeniero Budge. Después de dar unas vueltas por el barrio, con un vendedor, se decidió por una casita de planta baja, entrada para coche y terraza, en una zona muy pobre que lindaba con una villa. Firmó el contrato de alquiler, pagó tres meses por adelantado y recibió las llaves de la casa. El de la inmobiliaria tuvo pena del viejo y cuando se iba en su 4x4 le dio un consejo: “Guárdela bien, que no la vean. A los de la villa las todoterreno los vuelven locos”. Cuando entró a la casa el sol todavía estaba alto. Guardó la camioneta y cerró la puerta con llave. Bajó las cosas, reconoció prolijamente el lugar, subió a la terraza y con los prismáticos examinó los alrededores. Luego bajó, comió algo y esperó que anocheciera. Entonces cargó las armas y las municiones, las frazadas, un poco de aguay comida y, con mucho trabajo, por la artritis, llevó todo hasta la terraza. Hecho esto bajó otra vez, dejó entreabierta la puerta del garaje, de modo que se viera que adentro había una 4x4 y volvió a la terraza. Se cubrió con una frazada, porque comenzaba a hacer frío, apoyó las escopetas contra la pared, empuñó el máuser, lo cargó, dejó a mano las cajas de municiones y apoyado en el parapeto, semioculto por una maceta grande que había allí mismo, simplemente se puso a esperar.

domingo, 11 de mayo de 2014

Circo criollo UN VALLADO MUY SOSPECHOSO Algo raro, muy raro, está ocurriendo en Plaza de Mayo. Si, en la plaza más antigua de la ciudad, la misma en la que, hace una pila de años, French y Beruti repartieron escarapelas y donde hoy ya nadie reparte nada, al menos gratis. En cambio, la inquietante novedad es que, casi en la mitad de la Plaza, se ha instalado un vallado como de dos metros de alto, compuesto por vallas negras de fierro, que van desde Hipólito Yrigoyen a Rivadavia. Pero no se detiene allí: avanza también sobre esta calle, deja apenas un hueco para que pasen ómnibus y automóviles y termina en la mismísima vereda del Banco Nación. Casi con seguridad y conociendo a los habitantes de la Rosada, allí se la instaló alguna vez en prevención de algún acto opositor y para que los manifestantes no pudieran llegar hasta el mismo despacho presidencial. Pero, ojo al piojo: ¿cuándo terminó ese acto, o lo que fuese, y por qué no la retiraron? Y es a partir de ahí que se suceden las preguntas … y las sospechas. Porque del otro lado de la valla, del lado del río, tal vez a menos de cien metros, allí suele encontrarse, los días que no está en El Calafate, la señora Fernández de Kirchner. Y los Kirchner, como bien se sabe, aman tres cosas, acaso sobre todas las demás: la guita, la seguridad personal y las propiedades. Y así fue que primero se enjaularon en la Rosada, rodeando el edificio de rejas. Pero además y casi al mismo tiempo, se apropiaron del primer tramo de la histórica calle Balcarce, obligando a los transportes que pasaban por allí a hacerlo por otro lado. Y, como si esto fuera poco, también se adueñaron de los terrenos de la contigua Plaza Colón. Pero la historia, como todos saben, no termina ahí. Ya que una vez dueños de esa plaza otrora para todo público, advirtieron que don Cristóbal Colón les caía mal y decidieron retirar su monumento. En lo que tal vez constituya el acto más justo de su gestión presidencial, ya que a causa de que este marino genovés inició aquella loca aventura en el puerto de Palos, los Kirchner y los Fernández hoy se hallan al timón de la República. Cuando, si sus tres carabelas hubieran anclado en la India, como pretendía, o se hubieran ido simplemente a pique, tal vez los destinos del país hubieran sido otros. Como por ejemplo, que hoy estuviéramos siendo gobernados por un ranquel o un querandí. Mejor o peor, vaya usted a saber, pero sin dudas con muchos menos impuestos y a salvo de La Cámpora. Pero volvamos a las vallas. Dados los antecedentes de esta gente, su pasión por apropiarse de lo que sea y ponerlo entre rejas, no sería de extrañar que esta subsistente división de la Plaza Mayor, tuviera menos que ver con el temor a un sitio de la Rosada por las fuerzas del mal, que con el propósito de quedarse también con un cacho de este lugar histórico. Pero además y entretanto, ¿qué es lo que está ocurriendo? Pues que, más allá del afeamiento del paseo, los cirujas que viven allí mismo o en los alrededores, les dan la utilidad que no tienen. Cuando lavan su ropa (acaso en la fuente donde aquellos manifestantes del 45 refrescaron sus pies doloridos), tienen que tenderla para que se seque. ¿Y dónde lo hacen? Pues en esas vallas horribles, a las que finalmente se les da un destino útil. Y de paso enriquecen el aspecto tercermundista del paseo y dan a los turistas que andan por allí, la magnífica oportunidad de tomar unas fotos espléndidas. Lo único que justificaría la permanencia en la Plaza de esos horribles vallados, sería que los servicio de Inteligencia (¿?) hubieran detectado que, efectivamente, se prepara un asalto a la Rosada. Y que, para dramatizar más la cosa, el asalto que se avecina lo llevará a cabo, no una partida de facinerosos comandados por la oposición y armados de cuchillos Tramontina, sino un ejército de subhumanos, provistos de un armamento sofisticadísimo, y a los que animaría un solo propósito: liquidar a cuantos se les pongan delante, abolir la República e instalar en la Casa de Gobierno no un nuevo Presidente, que ya no sería necesario, sino un despacho de café, choripanes y gaseosas. “Son todas macanas –dijo el reo de la cortada muerto de risa-. Mire si van a vender choris sólo con gaseosas. ¡Se funden en dos días!”

jueves, 1 de mayo de 2014

Circo criollo EL ALTO COSTO DE SER PRESIDENTE Hay quienes se han visto desconcertados o, inclusive, disgustados, por las recientes declaraciones de la señora Presidenta de la Nación, relativas al efecto que el arroz hace sobre su organismo: la constipa. Porque, en efecto, parece una revelación fuera de lugar, en particular para quien ejerce el más alto cargo de la Nación, como ocurre con la señora de Kirchner. Sin embargo, habrá que acostumbrarse a estas revelaciones hechas desde lo más alto de la jerarquía nacional y esto por motivos muy simples. En primer lugar porque en el 2015 dejará de ser Presidenta y en consecuencia lo único que está haciendo es adelantar un poco lo que más adelante será su regreso a la simple condición de señora de su casa y abuelita amorosa. Por lo que, los mismos argentinos que le han negado toda posibilidad de mantener el poder, no tienen ahora ningún derecho de quejarse porque la Señora adelante, siquiera un poquito, su regreso a la etapa estrictamente familiar. Lo que, sin embargo, no implicará que un día se la vea barriendo la vereda de la calle Balcarce antes de retirarse de la Rosada. Por otra parte esa historia de su constipación, dicha así, como al pasar, tal vez implique, consciente o inconscientemente, una suerte de reproche a la ciudadanía que supo elegirla por dos veces para la Presidencia de la Nación o, si no tanto, al menos una revelación de que su estada durante ocho años al frente del Gobierno, le ha significado un sacrificio importante. Porque para el constipado las oportunidades de salir, aunque sea brevemente de esa triste condición, son por demás importantes. Ya que si el tipo que sufre de ese mal es un cualquiera, un empleado público, un jornalero, no pasa nada. Interrumpe lo que sea, una conversación en la cantina, un partido de fútbol por TV, una siesta con la patrona, va al baño, se alivia y ya está, queda como nuevo y reconciliado con su naturaleza. Pero no es lo mismo, ni por asomo, el caso de quien ejerce un cargo tan alto como el de Presidente. Porque bajo esa circunstancia y si le vienen las ganas, después de un largo período de bloqueo intestinal, podrá o no podrá satisfacer las exigencias de su naturaleza. Porque si no está atendiendo ningún asunto importante, todo marchará de maravillas. Pero si está en un acto solemne, si el momento único y acuciante la sorprende durante un discurso propio o de algún personaje de valía, si tiene una multitud delante que corea su nombre o si debe recibir a un embajador del Primer Mundo, ahí la cosa se complica. Y, eso lo saben bien los constipados, oportunidad que se pierde no regresa así nomás. Y, por añadidura, el aguantarse contra Natura suele derivar en una acentuación de la circunstancia penosa por la que suele transitar el constipado. Es decir que la declaración de la señora no ha sido al pasar ni porque se le ocurrió en ese momento. La circunstancia de estar hablando precisamente del arroz, un constipante serial, seguramente le trajo los más tristes recuerdos de su gestión y de allí que haya aprovechado esa circunstancia, para dar a conocer los sufrimientos que también puede provocar el ejercicio del cargo presidencial. O sea, en el ejercicio de la Presidencia no todo es miel y hojuelas; también implica tremendos sacrificios, como puede suceder si el que ejerce el cargo es un constipado. El reo de la cortada de San Ignacio apuró la ginebra y luego comentó: “Sabe, maestro, que yo la veía medio demacrada. Y mire por lo que era: la constipación. Y digo yo, ¿no habrá sido esa la causa de aquella escala misteriosa que el avión que la llevaba ya ni me acuerdo a donde, hizo en esas islas llamadas la Seychelles? Porque me han dicho que las letrinas de los aviones son medio incómodas. ¿O no?”