sábado, 6 de julio de 2013

GRACIAS ALMIDÓN, GRACIAS En los últimos 50 o 60 años un montón de productos y de marcas han desaparecido o han dejado de usarse. Como la salivadera y el orinal, la gomina Brancato, el jabón de tocador Sunlight, las hojitas de afeitar Valet, el azul de la ropa, el jabón pinche, el Flit, las ligas y el rancho (no el de los paisanos, sino un sombrero de paja duro y amarillo). Y casi casi también el almidón. Porque antes se almidonaba un montón de cosas: el cuello y los puños de las camisas, las enaguas de las mujeres, los guardapolvos de niñas y niños, los delantales de las maestras y, en general, todas aquellas prendas en las que fincaba la elegancia y la pulcritud del tipo y de la muchacha. Y no sólo se almidonaba en casa, sino que asimismo lo hacían en la tintorería con los cuellos y los puños y ninguna planchadora que se preciara de tal (lo que debió incluir a doña Berthe, la mamá de Gardel), podía aspìrar a ganarse los garbanzos con la plancha si no dominaba el arte de almidonar. Sin embargo y aunque su uso ha menguado, el almidón no ha desaparecido totalmente; aún se lo usa, aunque mucho menos que en mi infancia. Y debo manifestar que su subsistencia me alegra porque el almidón forma parte, por así decirlo, del mejor recuerdo y acaso también, del mejor momento de mi vida. Porque, admitámoslo: ¿qué puede ser más importante para un argentino que se precie de tal, que haber sido designado abanderado de su escuela, de su colegio, de su unidad militar o de lo que sea? Nada. Frente a esto palidecen los títulos universitarios, los triunfos deportivos y hasta el haber acertado un pleno en Mardel que significara cambiar el R12 por un Mercedes o llegar a fotografiarse frente a la torre Eiffel acompañado por una señorita francesa de moral frágil. Mi historia con el almidón, así como mi agradecimiento infinito a ese producto, puede contarse en pocas palabras. Corría el año 1939 y yo cursaba por entonces el segundo grado (hoy tercero) de la primaria en una escuela de Caballito norte, cercana al domicilio de mis mayores. No digo que fuera un mal alumno, pero sí apenas regular. Fuerte en lo que tuviera que ver con el lenguaje y las composiciones y más bien débil cuando se trataba de la tabla del 7. Fue entonces, creo que a mediados de año, que una noticia sacudió a todo el magisterio: el presidente de la República Oriental del Uruguay, el general Alfredo Baldomir, habría de visitar el país, se haría una gran fiesta en la escuela que llevaba el nombre del estado vecino y todas las escuelas de la ciudad debían adherir enviando a su abanderado, esto es, al mejor de todos sus alumnos. Imagino el revuelo que se habrá armado en el magisterio, ya que no se trataba de pavadas: nos visitaría nada menos que el presidente de los orientales y había que concurrir al acto con lo mejor que se tuviera a mano. También supongo que habrá habido más de una reunión en la dirección de mi escuela, de las maestras con la directora y que ésta habrá hecho una gira por las diferentes clases, de la mañana y de la tarde, para elegir al candidato. Pues bien y para hacerla corta: de todos los alumnos que tenía la escuela y de todos los grados, de mañana y de tarde, no eligieron al mejor, me eligieron a mí. Y así fue como aquella gloriosa mañana subí, con los otros abanderados, al escenario que se había montado en el patio de la escuela República Oriental del Uruguay y desde allí asistí al acto solemne, de cara al general, que estaba sentado en la primera fila. Y tuve tanta suerte que, además, aparecí fotografiado en un diario de la tarde, porque, al ser de los más pequeños, estaba delante de todos los abanderados de las escuelas porteñas. Ahora bien, la pregunta que me hago cada vez que rememoro aquel momento triunfal de mi vida, es por qué me tocó a mi llevar la bandera ese día y no a cualquier otro que tuviera más “suficiente, bueno, bueno, ninguna, ninguna”, en su libreta de calificaciones, que yo. Pero la respuesta es fácil y, qué duda cabe, no da para enorgullecerse: yo fui abanderado gracias al almidón. Así como se lee. Y esto se explica de este modo. Con respecto al resto del barrio de entonces, mi viejo era un bacán. Vivíamos en una casa propia construida en el 25, de dos plantas, garaje (donde se guardaba el Ford 37), dos patios y terraza. Mi vieja contaba con sirvienta gallega con cama adentro, más una lavandera y una planchadora que venían a casa una vez por semana. Nada que ver con la situación de la mayoría de los vecinos, cuyos pibes eran mis compañeros de clase. Casi todos no tenían dónde caerse muertos, ninguno tenía auto, muy pocos sirvienta y un montón de aquellos pibes vivían con sus viejos y a veces también con un montón de hermanos, en una pieza de conventillo. Minga entonces de lavandera y de planchadora. La vieja de cada uno de ellos se encargaba de todo, lo que implicaba una vida prolongada para las manchas de tinta de los guardapolvos, que la plancha los sorprendiera muy de vez en cuando y que el almidón no los alcanzara jamás. En consecuencia y aunque sea duro reconocerlo, está más que clara la razón por la que, en aquella oportunidad, fui el abanderado de la escuela y asistí a aquel acto histórico. No porque fuera el mejor, tampoco porque fuera el más alto, el más simpático ni el más inteligente. Estuve allí, fui elegido por las maestras y la directora, por una sola razón, pero categórica: porque siempre, esto es, todos los días, concurría a clase con mi guardapolvo impecable, limpio, planchado y, sobre todo, bien almidonado. Que era lo que se precisaba, en aquella memorable circunstancia, para representar a la escuela. Nunca me volvió a ocurrir algo así; nunca más fui abanderado de nada. Aquel triunfo inolvidable fue también el único. Y tal vez debido a la fuerza de aquel recuerdo, es que a veces me pregunto cómo se las arreglarían hoy si un día el presidente uruguayo, o brasileño, o del país que sea, decidiera darse una vuelta por aquí y asistir a un acto en una escuela pública. Porque hoy los pibes ya no sólo no concurren a clase con el guardapolvo almidonado, sino que lo hacen de jeans y zapatillas. En consecuencia ¿cómo harían hoy para elegir el abanderado para la ocasión? Y la conclusión no encierra ningún consuelo: no les quedaría otra que elegir al que tenga las mejores notas. Le almidonen el guardapolvo o no.

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