sábado, 9 de marzo de 2013

Viajero del dolor Como todos los años para esta fecha, como representante de la firma en la Argentina, me embarqué en un Airbus de Lufthansa, ocupé un asiento en clase ejecutiva y me trasladé a Frankfurt para asistir a la fiesta anual de la compañía. Y reitero que lo hice en business class y no en primera, como viajan los alemanes cuando bajan a Buenos Aires, porque esa es la costumbre: ellos la gran vida y nosotros, los sudacas, un poco menos, no vaya a ser que nos acostumbremos. Pero en este caso, debo admitirlo, la diferencia se pagó sola gracias al personaje con el que compartí el vuelo. Cuando entré a la cabina él ya estaba instalado y no había nadie más. Nos dirigimos un breve saludo, ambos en alemán y eso fue todo. En cuanto el avión despegó el tipo se acomodó bien en su asiento, se colocó los audífonos y minutos después estaba durmiendo y roncando. Lo observé bien entonces, ya que yo tardo en dormirme en los aviones y jamás lo hago antes de que sirvan la cena. Era un hombre mayor, tal vez de más de setenta años, gordo, calvo, alto a juzgar por el largo de sus piernas y seguramente también muy nervioso, porque ni aún dormido dejaba de moverse y de gesticular. Cuando llegó la hora de la cena la azafata lo despertó. Tardó un poco en reaccionar pero finalmente lo hizo, pidiéndole primero un relato pormenorizado de lo que habrían de servirle y luego agregándole no se cuantas recomendaciones, en un alemán atropellado, acerca de cómo debía condimentarse su comida porque sufría de tal cosa y de tal otra. Cuando terminó y la azafata salió después de haberle prometido que todo se haría según su gusto, se dirigió a mí, siempre en alemán, explicándome lo que ya le había explicado a ella. Pero en mitad de su perorata, que yo atendía sólo por educación, se detuvo un instante, me miró con más atención y me dijo, en un castellano claro, aunque algo teñido de acento alemán: “¿Usted es argentino, no?” Y cuando yo asentí –qué otra cosa podía hacer- agregó, para mi sorpresa: “Yo también”. Y se rió como sólo pueden hacerlo los alemanes viejos y gordos o como lo hacía Sidney Greenstreet en El halcón maltés. Nuevamente por educación, sólo por eso, le mostré mi asombro, ya que imaginaba, como efectivamente ocurrió, que detrás de esa revelación se vendría una catarata de historias personales que a mi me aburrirían y que, acaso también, me arruinasen la cena. Pero no ocurrió así, sino todo lo contrario. La historia que me contó ese falso alemán, cuyo apellido, como el de tantos criollos, sonaba a polenta y tallarines, me resultó tan sabrosa que hasta podría decir que justificó el viaje anual a la sede de la compañía. Aún sabiendo, como era irremediable, que la fiesta sería tan desabrida como siempre y solo generosa en discursos, así como en cerveza, excelente, y en vino del Rhin, no tanto. Mi ocasional compañero de viaje era ingeniero. Se había recibido en la UBA hacía muchísimos años, con excelentes notas. Y así como se recibió se marchó del país, para escapar, como tantos otros, de la pesadilla peronista. Primero a Francia, a Burdeos, y luego a Alemania, la Occidental, donde ingresó a una compañía de renombre internacional bien abajo en el escalafón y donde escaló todas las jerarquías hasta jubilarse como director. En total, 50 años, en los que también se casó, con una alemana, tuvo un par de hijos, uno de los cuales está en España y el otro en China, enviudó y se retiró a vivir en un pequeño pueblo próximo a Hamburgo, cuyo nombre me dijo pero lo olvidé. Durante ese medio siglo viajó muchas veces al exterior, pero jamás volvió a la Argentina. Aunque supiera, porque siempre estuvo al tanto de todo lo que ocurría en su patria, que ya no existía Perón y, últimamente también, que el país transitaba, mal que bien, por los caminos de la democracia. Y me aseguró que en todos esos años jamás de los jamases, fue víctima de la nostalgia ni estuvo a punto de regresar. A lo que ayudó, sin duda, que sus padres hubieran muerto y que ya no le quedaran parientes en el país. Pero otra cosa, muy distinta, le pasó en su interior cuando se retiró a vivir en ese lugar del país próximo a las heladas aguas del Mar del Norte. Que no lo había elegido porque si, sino porque había estado muchas veces veraneando allí con su mujer y allí habían comprado un chalecito con jardín y arboleda. Pero una vez que quedó solo, que veía a sus hijos y a sus nietos muy de cuando en cuando y que los crudos inviernos se le hacían eternos, la cosa empezó a cambiar. Y la nostalgia por el país en el que había pasado la niñez y la primera juventud le fue creciendo de adentro y algunas noches hasta había soñado que se encontraba otra vez allí. En su barrio que, recordaba, se llamaba Caballito; en su casa de la calle Guayquiraró, en la calle Mocoretá donde vivían no recuerdo qué mellizas, en la calesita de la esquina de Guayquiraró y San Eduardo, en el conventillo de la vuelta de su casa, donde se hacía de todo, desde ricota hasta colchones. Y desde ya, en aquellos pibes con los que jugaba a la pelota en la calle. El hombre, que se mostraba emocionado al evocar a su barrio, estuvo a punto de ponerse a llorar. Pero se serenó, se tomó un respiro, se pasó un pañuelo por los ojos y, algo más calmado, prosiguió su relato. Finalmente, me dijo, no pudo más. Y un buen día, luego de comunicárselo brevemente a sus hijos por e-mail, compró un pasaje de avión y se largó, solo, para Buenos Aires. “Ah –lo interrumpí- y ya se vuelve. ¿Cuántos días estuvo? ¿Un mes? No. ¿Dos?”, interpreté por el gesto que me hizo con los dedos. “Si –me respondió- dos, tan sólo dos días”. Como no podía creer que un tipo que había llegado a extrañar tanto a su país de origen, que soñara con volver al barrio que lo vio nacer, hiciera semejante viaje para volverse prácticamente al día siguiente de haber llegado, le pedí que me lo explicara y con detalles. A lo que, con esfuerzo, como quien se ve obligado a emprender una tarea que casi lo supera y lo agota, se sometió. Pero, un detalle nada desdeñable, sin volver a mirarme a los ojos, sino con la vista clavada en el techo del avión, como quien, a la vez que confiesa un crimen atroz, pide explicaciones al Señor. “Verá –me dijo- llegué anteayer a media mañana y sin tener reserva ni nada, hice que me condujeran al Plaza, que era el único hotel de Buenos Aires del que me acordaba. Y además sabía que estaba sobre la famosa calle Florida. Me alojé allí, almorcé y luego salí a pasear por los alrededores: Florida, Lavalle, Corrientes. Le confieso: no me gustó. Nada que ver con lo que recordaba de los años 50. Después de cenar me fui a dormir temprano, porque me reservaba para el gran plato del día siguiente: volver al barrio, al Caballito de mis amores de pibe. Estaba tan desarraigado que tuve que comprarme una guía para saber cómo tenía que hacer para llegar hasta allí. Estudié el itinerario y ayer, a la mañana, después del desayuno, me encaminé hacia allá. Los grandes caserones se habían transformado en galerías o en edificios de departamentos. Ya no había potreros ni calesitas. Pero todavía estaba la escuela, la casa del rico del barrio, los plátanos, el buzón de la esquina. Caminé hasta el hospital, me paré en la vereda donde había estado mi casa y donde ahora había un jardín de infantes, me asomé a la panadería, donde ya no estaba el viejo panadero gallego y tampoco sin duda sus famosas bolas de fraile, ni los frascos con caramelos media hora. Por fin me detuve y esperé, para ver si distinguía a alguien conocido de mis tiempos. Pasó una vieja, que me miró con desconfianza. Un par de muchachos, un tipo en bicicleta, un viejo que me pareció conocido, pero no. Y así desfilaron tipos viejos y jóvenes, muchachas, pibes, gente con perros, otro que llevaba un gato en brazos. Pero conocido, nadie. Y en eso, cuando menos lo esperaba, cuando ya me estaba yendo del barrio y pensaba en las nuevas excursiones que haría por la ciudad, por Palermo, por la Boca, por Recoleta, apareció un viejo por la esquina, llevando dos grandes bolsas de supermercado. Lo observé detenidamente, me acerqué a él caminando despacito y cuando lo tuve más cerca, exclamé, ¡Pocho!, ¡Pocho Criscuola! ¿Sos vos, no? Y me dirigí derecho a abrazarlo. Aquí hizo aquí una larga, larguísima pausa y emitió un también prolongado suspiro, sin dejar de mirar al techo del Airbus. ¿Y?, lo animé. Ni dio vuelta la cabeza para mirarme. Pocho Criscuola, volvió a decir y emitió un largo suspiro. Al cabo del cual y sin dejar de mirar el techo, como si buscara una explicación en el espacio infinito, regresó al relato. Era él, prosiguió, no cabía duda, aunque Pocho siguiera mirándome como si yo hubiera aterrizado de Marte. Y entonces comencé a abrumarlo con datos, para lograr su reconocimiento. ¿No te acordás de mi, le dije? Del Coco, del que vivía al lado de tu casa, el que iba a la escuela con vos, el que se sentaba en el banco de atrás; ¿no te acordás que nos peleamos un día por la rusita del conventillo? ¿Cómo se llamaba? ¿Miriam? ¿Y de aquel día, cuando nos rateamos de la escuela y nos fuimos al cine a ver la de Dick Tracy? ¿Y de aquella vez, cuando con el Colorado Moura nos enfrentamos a la barra del pasaje San Sebastián? Yo le hablaba –prosiguió-, le tiraba datos, anécdotas, personajes y este infeliz sólo me miraba y parpadeaba. Hasta que, de pronto, su mirada primero se iluminó y luego sus ojos se hicieron chiquitos, clavándolos en los míos.. ¡Caramba!, me dije, por fin me reconoció, a mi, a su viejo amigo, a su compinche de correrías por el barrio, con el que jugaba a la bolita, al balero, al yoyó… Y si, Pocho, Pocho Criscuola, después de haberme mirado fijo un largo rato y de dejar una bolsa, una sola, en el suelo, levantó ese brazo libre, me apuntó con su dedo índice y me dijo, así textual, terminante: Ah, si, ahora te reconozco. Vos sos el Coco, el Coco Bevilacqua, ¿no? Asentí, qué otra cosa iba a hacer si finalmente, quien fuera mi amiguito de la infancia, mi compañero de banco, me había reconocido. Y el siguió, como si se le fueran abriendo los recuerdos. Si, dejame, ya te saco…. Y dejando la segunda bolsa en el suelo, ahora con las dos manos libres, dirigió los dedos índice hacia mi, rígidos, concluyentes y me dijo, él, justamente él, con quien había compartido tantas cosas en la infancia: Si, vos sos el Coco Bevilacqua, aquel gordito patadura que siempre mandábamos al arco. Si, sos vos. Y agregó, como si fuera la único rescatable de aquellos años de infancia compartida: Coco, troncazo, si habremos perdido partidos por culpa tuya… Y después de haber dicho eso, de haberme basureado como lo hizo, humillándome, me abrazó y hasta pretendió que yo le contara qué había hecho de mi vida, dónde había estado viviendo y qué se yo cuántas cosas más. Se la hago breve, agregó después de una larga pausa, apenas le conté un par de cosas y sin ganas de seguir hablando con semejante idiota, le dije chau y me volví al hotel, dejándolo como un muñeco aturdido allí, con sus dos bolsas en el suelo y con el gesto de no entender por qué no quería seguir conversando con él. Llegado a ese punto angustioso de su relato el señor Bevilacqua calló y cerró los ojos, no como quien se dispone a dormir sino, me pareció a mi, como quien está deseando morirse. Pero al fin de una larga, larguísima y angustiosa pausa, volteó la cabeza hacia mi y me preguntó: ¿Usted, qué hubiera hecho en mi lugar? Yo –siguió- me sentí como si ese enano viejo e insignificante, ese ser casi anónimo con el que había compartido la infancia, me hubiera baleado, me hubiera asestado un tiro en el pecho. ¿Usted se da cuenta? Cincuenta años de ausencia, me reencuentro con este infeliz y él, de lo primero, de lo único que se acuerda de mi, es de que yo era un tronco, un inútil, un crudo, jugando a la pelota. Y que por eso me enviaban al arco. Después de eso, ¿qué más podía hacer? ¿Una excursión, un paseo en bus por la ciudad, ir a ver la casa de Gardel en el Abasto? No señor, lo único que me quedaba por hacer era lo que hice. Me volví en un auto al hotel, desde allí contacté a la agencia de viajes y reservé un asiento para regresar a Alemania al día siguiente. Aunque tuviera que pagar clase business, como hice, a pesar de lo caro que me salió. Se calló, me miró de reojo y al fin me hizo la pregunta que yo más temía: ¿Y usted qué hubiera hecho? ¿Se hubiera quedado si hubiera estado en mi lugar? Lo vi tan compungido que no me quedó otra que solidarizarme con él. Me estiré para tocarle el brazo y consolarlo transmitiéndole mi afecto. Y le dije, imprimiendo a mis palabras la mayor dosis de sinceridad que me fue posible: No lo dude, si a mi, después de cincuenta años de no verlo, alguien me recuerda como el gordito al que mandaban al arco, no se si hubiera sido tan indulgente como usted. Ese tipo, por decir lo menos, no tiene perdón de Dios. Y usted hizo muy bien en dejarlo ahí, parado en medio de la vereda. Me miró como para saber si me estaba burlando de él y luego dio vuelta la cara. No volvimos a cruzar palabra hasta la mañana siguiente. Y fue tan solo la formalidad del adios con que se despiden dos tipos que nada sabían ni nada sabrán el uno del otro hasta el fin de sus días. Igualmente, a mi me hubiera gustado conocer a Pocho Criscuola y quien sabe si, cuando vuelva, no me doy una vuelta por Caballito con la esperanza de verlo y que me cuente las historias de este patadura. Si de sólo verlo como yo lo vi y de escuchar todas las pavadas que me dijo, me imagino que lo dejarían jugar sólo porque era el dueño de la pelota.

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