viernes, 26 de diciembre de 2014

Circo criollo SUEÑOS DE JUVENTUD

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 SUEÑOS DE JUVENTUD

 El año finaliza bien, con algunos apagones, con abundante feriados, con masivos traslados a la costa, sin saqueos, con una temperatura agradable, pero… Si, siempre hay un pero y este es más que importante, ya que se trata de la Presidenta de la Nación. Porque mucha gente se queja afirmando que ha aumentado la desocupación, que la guita no alcanza, que la inseguridad, que la droga, que esto y que aquello. Pero qué importancia tiene todo esto y tal vez alguna otra cosita, con el hecho de que la Señora se encuentre acosada, amenazada de muerte, como ella misma, y casi sin querer, lo ha dicho: “Si me llega a pasar algo…. miren para el Norte”. Porque es cierto, a nadie le gusta que lo anden denunciando por enriquecimiento ilícito, por no haber presentado en tiempo y forma los papeles de la hotelería calafateña, por vincularse su buen nombre con el de algún tránsfuga muy próximo al finado o porque anden contándole, como suele decirse, las monedas. Que no se trata, al fin y cabo, sino de eso, de monedas, en particular si se compara con las pretensiones de los fondos buitre (acá una fea expresión) y de las agachadas de la justicia norteamericana (y acá otra). Porque que esto lo diga una señora que hoy representa menos años que Susana Giménez y que Mirtha Legrand o, lo que es lo mismo, que aún se halla casi en la juventud, es de una tristeza a la que bien podría calificarse como infinita, inconmensurable. Y acá no hay tutía. Porque algunos, particularmente esos a los que nadie amenaza y la pasan bomba en el anonimato, podrán andar diciendo: ¿Pero de qué se queja esta mina, si lo tiene todo, guita, poder, hijos brillantes, nieto encantador, un ministro de Economía al que puede tratar de “chiquito” y hasta un helicóptero que la deja cada mañana en la puerta de su laburo y dos o tres horas después la pasa a buscar de regreso a casa? Y no en Tapiales, ni en San Justo, ni cerca de la cancha de Sanlo: no, en Olivos, que para el caso es como decir el Palacio de la Zarzuela, el Quai d’Orsay o la Casa Blanca. Lo que ocurre es que no importa lo que haga; que viva preocupada por el pueblo y lo asista multiplicando los feriados y cuidando los precios cuidados. Igualmente la oposición va a andar pidiéndole ridiculeces, como el título de abogada, que vaya a saber dónde lo puso, ya que con todo de lo que tiene que ocuparse debe estar perdido en alguna parte, tal vez en un bolso de Vuitton que ya no usa, si es que no se ha ido al lavarropas junto con la ropa sucia. Porque, admitámoslo, cómo puede ocuparse de semejantes niñerías alguien que ejerce la Presidencia de una nación (y de una nación difícil, como ésta), y que, además, se siente amenazada de muerte. Sin embargo y aparte del cuidado que esto le exige (no olvidar que están pendiente de ella cuarenta millones y pico de argentinos y quién sabe cuántos extranjeros), esta circunstancia tan particular de su vida debe causarle también una secreta satisfacción, que bien se la merece. Porque, cuando era jovencita y antes de engancharse con el santacruceño y marchar a Río Gallegos para tener allí una vida holgada y segura, ella soñaba con sumarse a la guerrilla y combatir a los milicos sin importarle el precio que esto tuviera: torturas, cárcel y cadenas y hasta la muerte si fuera preciso. En consecuencia el sentirse amenazada, aunque no sea totalmente cierto sino acaso el invento de algún colaborador extremadamente fiel y abrumadoramente ambicioso (esto es, que no quiere ser olvidado en las listas de candidatos de las próximas elecciones), le proporciona una satisfacción que ha querido transmitir, como lo ha hecho, al pueblo que la ama y la quiere viva por mil años más, si esto fuera posible.  El reo de la cortada de San Ignacio terminó la copa y se tomó luego el café, casi frío. No decía palabra y se lo veía seriamente preocupado. “Maestro, ¿qué le pasa?”, quiso saber uno. El reo se pasó la mano por la cara, se acodó en la mesa y luego, como quien ve una luz al final del camino, dijo: “Por el lado de la jubileta, estamos fritos. Estos se van y yo voy a seguir con la mínima. Por eso, me pregunto: ¿todavía estaré a tiempo de afiliarme a La Cámpora?”       

martes, 11 de noviembre de 2014

Circo criollo LOS PRECIOS CUIDADOS, UN ÉXITO TOTAL

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  LOS PRECIOS CUIDADOS, UN ÉXITO TOTAL 

 La vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida. Cuánto lamento que esta historia, absolutamente verídica, que paso a contar, no haya sido presenciada también por el joven ministro de Economía, el joven Kicillof, a quien también se conoce como “el Kichi”. Porque s trata de una historia maravillosa, como todas las que tienen como protagonistas a los  representantes de este pueblo maravilloso, a los que la creatividad les surge espontáneamente de los poros, con independencia de su edad, sexo, estudios y condición social. Pues bien, al grano. Me hallaba yo en uno de estos pequeños comercios que ha abierto Carrefour, haciendo disciplinadamente la cola de los que, luego de haber elegido lo que necesitaban, están dispuestos a pagar por ello. Y si bien estaba algo distraído,  mirando a una morocha de buen ver que tenía delante, no pude dejar de advertir que entre el joven que estaba en esos momentos a cargo de la caja del establecimiento y el cliente que tenía delante, se había producido un altercado. Ambos levantaron la voz –sin que yo alcanzara a saber el motivo de la discusión- y finalmente el comprador vació la bolsa de plástico de la mercadería que pensaba llevarse y se marchó, de muy mal talante, del comercio. Por eso, cuando me tocó el turno –a continuación de la bella morocha, que se fue sin siquiera dirigirme una mirada- me atreví a preguntarle al cajero la causa del conflicto que había tenido lugar hacía unos breves momentos. Y el empleado me respondió, aún indignado, mientras me facturaba mi corta mercadería: “Es que ya me tienen podrido estos cosos, maestro. Un día, vaya y pase. Pero dos, tres, todos los días lo mismo, no puede ser”. Y en seguida aclaró: “¿Vio lo que se llevaba, jefe? Acá está”. Y me lo mostró con un gesto amplio. Entonces fue que advertí la razón de su enojo. El cliente o cliente trucho, como se lo quiera llamar, pretendía llevarse dos botellas de litro y medio de aceite de girasol y cuatro paquetes de azúcar de un kilo cada uno. Es decir toda mercadería atada a ese precioso slogan, inventado por alguien muy imaginativo (tal vez el mismo Kichi), que se conoce universalmente como “precios cuidados”. Ahora bien, ¿dónde estaba la trampa de ese curioso proceder? Muy fácil: el tipo, me contó el cajero, aún indignado, compraba mercadería sometida al control oficial y policial y la revendía luego en comercios que no estarían sujetos a ningún control, y que no serían otros que los “chinos”. Estos los compran a estos adquirentes de la mercadería en locales controlados –como los de las cadenas de supermercados-, pagándoles dos o tres pesos más y luego los revenden recargándoles otro tanto. Total, ningún inspector pasará por allí para sancionarlos. Pero acaso lo más sabroso de esta historia es que no se reduce a este pequeño ámbito de los grandes súper hípercontrolados y los muy pequeños libres de todo control oficial. Porque, comentando este episodio con la señora que se ocupa de mantener limpia la unidad en la que vivo, me enteré que se trata de algo más que conocido en las villas urbanas. En efecto, según esta fuente inobjetable, ya se ha armado toda una cadena de revendedores de ocasión, que están dedicando sus vidas a la reventa, en las villas, de mercadería sujeta a precios controlados. A las que concurren, sin ningún tipo de temor, ya que son más que bienvenidos, con bolsas llenas de  artículos adquiridos a precio cuidado, para revenderlos luego con una utilidad que premia largamente el esfuerzo y el riesgo. Y todo, apresurémonos a decirlo, gracias al Kichi, que también tiene derecho a estar muy contento con su política de “precios cuidados”, ya que las estadísticas le sonríen, la inflación ha pasado a ser sólo un mal recuerdo y (the last but not the least), gracias a ellos un número impreciso de ciudadanos, con muy poco esfuerzo y tan sólo algunos contratiempos (como el que me tocó presenciar), la están pasando bomba. El reo de la cortada de San Ignacio, luego de tomarse la copa y de dejarla sobre la mesa del bar, dirigió los ojos al cielo y en un rapto, no común en él, de misticismo, murmuró: Señor Kichi, ¿cuándo te vas a acordar de incluir a la ginebra entre los precios cuidados?

miércoles, 22 de octubre de 2014

Circo criollo UN SILENCIO SOSPECHOSO

 Circo criollo

 UN SILENCIO SOSPECHOSO

 Hoy se puede afirmar, ya sin un jerónimo de duda, que la faringitis que mantuvo callada a la señora presidenta durante dos largas (o muy breves) jornadas, no fue tal. Más aún, ya se sabe que se trató de una mentira grande como un rancho o, en tren ya de llevar la cosa mucho más lejos, tan mayúscula como el edificio que la primera mandataria se propone construir en la Isla Demarchi, en el papel de la famosa arquitecta egipcia que subyace en su rica y múltiple personalidad. Pero si esto es absolutamente cierto hay,  por lo menos, dos versiones acerca de las razones que llevaron al cuerpo médico que la atiende, a someterla a esta larga y dolorosa mudez. Y que en ningún caso tienen algo que ver con la supuesta faringitis de la Señora. Una, en la que interviene la  esposa de uno de los facultativos que está a cargo de la preciosa salud de la mandataria. Quien, según este trascendido, temiendo que una sorpresiva intervención en cadena de la Señora, afectase un programa de chimentos que sigue con pasión y en el que se anunciaban las más íntimas revelaciones de Viky Xipolitakis, intimó a su marido de esta manera verdaderamente cruel: o hacés que la Señora no hable por 48 horas o esta noche dormís en el sofá. Sin embargo hay quienes dudan de esta versión, por considerarla muy alejada de la realidad. Ya que (dicen), ¿qué médico, qué funcionario, qué varón de posibles, no tiene por lo menos una opción rubia o morena, con o sin ultimátum matrimonial?  Ahora bien, ¿de esto cabe concluir que la faringitis realmente existió y se justificó la mudez, por dos brevísimas jornadas, de la señora Presidenta? No, ni por pasteles. Ya que hay una segunda versión acerca de este hecho, de mucha mayor gravedad aún. Y es la que dice que no fue la esposa de uno de los facultativos de cabecera de la primera mandataria, la que impuso la veda de dos días a los torneos oratorios de la Señora. No, el verdadero origen de esta prohibición, aparentemente por motivos de salud, habría venido de afuera. En efecto, tanto el pedido como la cuantiosa cantidad de billetes que hicieron posible esta operación, habría que buscarlos nada menos que en Moscú. Y en efecto, sería el mismísimo Putin quien, mediante un importante desembolso de moneda fuerte (tal vez euros), habría logrado que un médico criollo, de los de mayor confianza de la Señora,  dispusiese esta pausa supuestamente por motivos de salud, en las presentaciones televisivas de la mandataria. Y los que sostienen esta versión,  que son muchos, afirman saber que el gobernante ruso habría quedado realmente impactado por las cosas que le dijo la presidenta argentina en su reciente encuentro televisivo, tanto que temió que quisiera repetirlo y entonces habría dicho (naturalmente que en ruso): cóbrenme lo que quieran, pero por favor, impidan del modo que sea que vuelva a comunicarse conmigo. Y de allí lo de la supuesta falsa faringitis. ¿Vio, jefe –dijo un parroquiano del Margot a otro que tenía al lado- que ya habló otra vez? No hay caso. ¿Ahora, cuánta guita habrá que ponerles a los tordos esos para que la Presi nos de otro respiro, aunque sea por 48 horas?  Y el reo de la cortada, no bien lo oyó, se acercó al tipo y haciendo como que echaba mano a la billetera, dijo: “Jefe,si es por plata, no se preocupen.  Mi billetera estará siempre al servicio de las grandes causas populares”.

sábado, 11 de octubre de 2014

Circo criollo OTRA VEZ DE FIESTA Apresurémonos a decirlo: hay cristikirchkicinerismo para rato. Es que no se presiona para la aprobación, hoy, de leyes importantes, ni se alcanzan logros tales como una estrecha amistad con China y con Rusia, ni se buscan enemigos tan señalados como los buitres y los Estados Unidos, ni se carga tan decidida y definitivamente sobre la prensa cipaya para, como haría cualquier gil de lechería, entregar el poder dentro de un año y pico. Y todo porque la viejísima y superada Constitución Nacional así lo dispone. Y porque, por esas cosas de la Naturaleza adversa, el otro K ya no está entre nosotros y al pequeño K aún no le da el piné, según pudo verse en su reciente debut en la cancha de Argentinos Juniors. (Aunque, sin dudas, estará afiladísimo de acá a otros cuatro años u ocho, con mamá en el poder y con el Kichi apretando el tomate). Es decir y vale señalarlo, ya quedaron atrás el efecto depresión causado por el resultado de unas elecciones de medio tiempo aparentemente adversas y por la aparición de algunas nanas ya superadas, que la tuvieron al borde de tirar la toalla. Pero todo cambió y para bien, con aquella sabia decisión de sacarse de encima una serie de funcionarios que no eran más que un peso muerto en su gabinete y con la aparición casi milagrosa del Kichi, que volvió a darle aire al Gobierno y motivos para quedarse a la Señora. Así fue cómo éste dejó de ser un gobierno muerto y sin planes, para ser otro, nuevo y distinto de aquél. Con más aires que una minita que salta a la fama por un divorcio anunciado en un programa de TV de la tarde, y con más poder, para hacer lo que se le venga en gana, que el mismísimo Tinelli en “Bailando”. Así, lo que parecía nada más que un capricho de una vecinita de Tolosa, alentada por vaya a saber qué lecturas de juventud, disponiendo la erradicación salvaje e inmisericorde de la estatua de don Cristóbal Colón de la placita vecina a la Rosada, pasó a convertirse en toda una declaración de principios. Una gran vuelta de tuerca, un volver a empezar pero, ahora sí, para cumplir con aquellos ácidos sueños de juventud. Casi los mismos que trocó por un traslado, casi una fuga, al lejano sur y un rápido matrimonio con un señor adinerado. Por lo que ahora sólo cabe sentarse y esperar, ya que lo mejor está por venir. “¿No le parece, maestro?”, le preguntó un tipo que estaba sentado en la mesa de al lado, al reo de la cortada de San Ignacio. El reo terminó su café, se secó una gotita que le había caído en la solapa de su viejo saco de La Mondiale y dijo, sentencioso. “Ya lo creo, jefe. Al menos, mejor que el ébola. ¿O no?”

viernes, 26 de septiembre de 2014

Circo criollo UN SLOGAN GANADOR Hay que ver lo bien que le ha caído al Gobierno esto de los fondos buitres. Y no sólo al gobierno. Los otros días estaba paseando por la avenida Santa Fé, cuando me crucé con una señora a la que acompañaba un chiqutín de unos 4 o 5 años. Justo en ese momento y vaya a saber por qué, el nene se puso a gritar como un marrano. Y entonces ¿qué hizo la madre? Pues hizo esto, que yo lo vi con mis propios ojos. La vieja (aunque no era tan vieja y además estaba muy buena), lo apartó de sí, lo empujó contra la pared y le ladró (si, porque en ese momento la señora parecía un doberman enfurecido) de muy mal modo, lo siguiente: ¡Callate, fondo buitre! Y aunque alguno sospeche que exagero puedo asegurar, ya que fui testigo presencial, que el pibe, ante tan tremendo insulto, se calló de inmediato, se secó las lágrimas como pudo y se paró, haciendo pucheritos pero muy obediente, al lado de su mamá. Los seguí un par de cuadras, porque no podía creer en lo que acababa de ver. Pero no, fue así nomás: el pequeño ni volvió a gemir siquiera; marchó al lado de su mamá calladito y yo diría que hasta un poco asustado. Es que, reconozcámoslo de una vez, aquí a nadie, de ninguna edad y bajo ninguna circunstancia, le gusta que lo llamen fondo buitre. Aunque tal vez no les sirva a todos de la misma manera. Y por dar un ejemplo: por más que se desgañitara apostrofando a los opositores con ese grito de guerra, a Máximo K no lo vota ni el loro, especialmente luego de su debut como orador en Argentinos Juniors y por más que haya sido muy aplaudido por los chicos rentados de La Cámpora. ¿O no? Ahora bien, lo aconsejable, aún en estos casos en los que sonríe la Fortuna, es no exagerar. Porque está bien: debido a que nadie quiere verse como uno de estos inmundos bichos carroñeros, el Gobierno consiguió que se llevaran adelante algunas iniciativas, que así se convirtieron en leyes. Y hasta le dio como para levantar algunos puntos en las encuestas, por más que la Señora no piensa, ni por pasteles, introducir cambios en la Constitución para ser elegida presidente por tercera vez consecutiva. Aunque está siendo tentada. ¿O acaso “buitres o Cristina” no suena casi tan bien como aquel “Braden o Perón” que llevó al General a coronar su primera presidencia? Pero ojo, tampoco la pavada ni la exageración. Porque de allí a pelearse simultáneamente con Obama y con la señora Merkel, es decir, las primeras figuras de dos poderosos potencias, hay una gran distancia. Y mucho peor si fuera verdad lo que se dice: que el que la está aconsejando es el mismo tipo que le dijo al general Galtieri que el mejor modo de recuperar la popularidad perdida por el gobierno militar, era invadir las Malvinas. Y tampoco parece muy bien encaminado presentarse como amenazada por la Jihad. Luce bien, ya que esa misma amenaza pende sobre otros grandes líderes mundiales. Pero, admitámoslo: mejor es no dar ideas, ya que de locos está lleno este perro mundo. El reo de la cortada, después de tomar su café, le preguntó al mozo: “Maestro, ¿usted se ofendería si yo le digo fondo buitre?” El mozo se rascó la cabeza y preguntó a su vez: “¿Pero me va a pagar el café?” “Seguro”, le respondió el reo. “Ah, entonces –dijo el mozo- llámeme como quiera”.

viernes, 19 de septiembre de 2014

EL QUE SE FUE A TIEMPO ¡Cacho querido! ¡Tanto tiempo sin verte! -¿Pepe? Pero sí, sos Pepe. ¿Qué hacés otra vez por acá? No sabés las veces que he pensado en vos. -¿Si, che? ¿Y por qué? -No sabés lo oportuno que estuviste al irte. De la que te salvaste. ¿O no sabés nada? -¿De qué, che? ¿Vos bien y los tuyos también, no? -No, nosotros bien. Al país, me refiero al país. -¿Pero qué pasó, che? -Qué no pasó, decí mejor. Vos te fuiste en el 81, ¿no? -Si el 29 de abril del 81, el Día del Animal. -Bueno, todavía estaban los militares. Ya aquello era un desastre. ¿Pero sabés qué hicieron después, en el 82? Invadimos las Malvinas, estuvimos en guerra con Inglaterra. -Pero Inglaterra es un país de la OTAN: -Claro y así fue como perdimos como en la guerra. Nos mataron como mil muchachos, nos hundieron el Belgrano y, lo único bueno, se tuvieron que ir. -¿Y quién vino? Un gobierno civil, calculo. -Si, Alfonsín. Pero no sabés lo que fue. Al principio, todo bien, la gente contenta con la vuelta de la democracia. Pero al final, metió tanto la pata, que generó una hiperinflación espantosa y se tuvo que ir seis meses antes. -¿Y quién lo reemplazó? No me digas, un peronista. -Si, Carlos Menem. Y no te digo lo que fue aquello. Al año la gente estaba chocha, porque había cesado la híper y había puesto en venta las empresas públicas. Un peso era igual a un dólar, los teléfonos andaban, la gente iba a Aruba como si fuera a Mar del Plata y podías tomar el whisky inglés más barato que en Londres. -¿Y después? -Un desastre peor. Aunque había una desocupación espantosa y una corrupción increíble, consiguió que cambiaran la Constitución y se hizo reelegir por otros cuatro años. No sólo todos los días cerraba una empresa y quedaba más gente en la calle, sino que duplicó el endeudamiento del país, aumentó el déficit público y la Casa Rosada se convirtió en el centro del escándalo y de la farándula. -Este concluyó su segundo mandato. -Y casi se hace reelegir para un tercero. Pero no, lo reemplazó un radical, Chupete De la Rúa. -Bueno, un tipo honesto y serio. -Si, pero lenteja e irresoluto. Le fracasaron uno tras otro los planes económicos que intentó para terminar con la recesión y al final, cuando se le presentó una corrida bancaria que amenazaba dejar al país sin un dólar, declaró el estado de sitio, se armó un tole tole en Plaza de Mayo, la policía mató no sé a cuántos y a los dos años apenas cumplidos, se tuvo que ir. -¿Y entonces? -No lo vas a creer. El Congreso primero eligió a Rodríguez Saça, que hizo tales zafarranchos y nombró a tantos impresentables, que se tuvo que ir a la semana. ¡Y no sabés quién lo reemplazó! Eduardo Duhalde, el de la provincia de Buenos Aires. -Y entonces las cosas anduvieron mejor. -¡Pero no! Devaluó, declaró el default, la desocupación y la miseria fueron cada día mayores, el dólar se fue a las nubes, la inflación hizo estragos, no permitió que la gente sacara de los bancos los dólares que habían depositado. A los tipos que reclamaban sus dólares les devolvían pesos. Los consulados de España y de Italia siempre estaban llenos de gente que se quería rajar del país. Y casi todos los días había marchas, protestas y saqueos. -Bueno, pero habrán llamado otra vez a elecciones y el nuevo presi habrá enderezado la situación. -Si, al principio. Pero ahora mismo estamos otra vez como antes. -¡No puede ser! -Como lo oís. El dólar por las nubes, una desocupación tremenda, una inflación que no para y, para variar, también el fantasma del default y la ley de abastecimiento. -¿Otra vez como en el cuarenta y pico? ¡No puede ser! La verdad: me dejás mudo. -Si, no sabés lo bien que hiciste en irte, las cosas que te evitaste. -Bueno, ya que lo decís, quiero agradecerte a vos y a los amigos del club, si es que todavía los ves. El velorio fue magnífico, nadie contó un chiste y tus palabras durante el entierro fueron conmovedoras. Más de lo que yo merecía. -¡Por favor!.. No sabés cómo te extrañamos.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Circo criollo MÁXIMO, EN LAS HUELLAS DE MARADONA Un nuevo piquito de oro asoma en el horizonte político nacional. La revelación se ha dado con la irrupción, el sábado pasado, en cancha de los bichitos colorados (si, allí donde comenzó a brillar Maradona, el más grande de todos), de Máximo Kirchner, el hijo de la señora presidenta de los argentinos. Y el primer acierto, merece destacarse, no fue su alocución, que fue brillante y la dijo de corrido, sino la elección del día para debutar en la política grande: un sábado. Ya que como el público esperado era el de los jóvenes de La Cámpora y casi todos ellos son empleados públicos, de haber elegido cualquier día laborable para su estreno como estadista en ciernes, se habrían producido grandes ausencias en las oficinas del Estado, perjudicando la gestión oficial y la atención del público. Y el segundo, pero no menor, fue ese desafío virtual a la oposición para que diera lugar a que su mamá se presentara a un tercer mandato presidencial. Y no, de ninguna manera, porque no sepa que esto está estrictamente vedado por la Constitución Nacional, sino porque Cristina se lo merece y porque el país la necesita. Y no sólo porque es su mamá. Aparte de eso, que desde ya es muy importante, viene desarrollando una labor espectacular al frente del Ejecutivo, por lo que permanecer en la Rosada, o al menos intentar hacerlo, cuatro años más (u ocho, o doce), se encuentra dentro de sus derechos naturales. Lo que pasa es que, como se enseña en cualquier escuela de negocios, aún la más rasposa, la peor gestión es la que no se hace. En consecuencia la pieza está jugada y ahora le toca mover a la oposición, a la que mejor no calificar. Por otra parte nadie ignora que su papá, el finado, de no haberse interpuesto la Parca, ya tenía pensado que un K sucediera al otro de aquí a la Eternidad, si ello fuera posible. Por lo que la sugerencia del hijo de aquel grande de la política tiene el valor de todo un homenaje a su figura. Aunque tampoco es de desdeñar, por más que se trate de un argumento menor, la versión de que quien sugirió a Máximo que, en su primer discurso, abogara por la permanencia de su mamá en Bi.Ei otros cuatro años, fue su cónyuge, la doctora y madre de su, hasta ahora, único hijo. Es que, se dice, la señora de Máximo, que adora a su suegra, advertiría sin embargo la serie de problemas que podrían suscitarse en el caso de que la hoy Presidenta de los argentinos, debiera volverse a sus pagos adoptivos (o sea a “su” provincia, como ella suele decir), una vez finalizado su segundo mandato. Es que según parece, de tener que volver Cristina a la provincia y, peor aún, si no le encuentran algún cargo, electivo o no, que la devuelva a Buenos Aires, a la señora de Máximo se le presentan, en la imaginación, escenas verdaderamente espantosas. Porque vería a su suegra metiéndose en todo, criticándole la manera en que cría a su pequeño, en la forma que lleva adelante la casa, en cómo cocina, en cómo limpia, como arregla esto o aquello, que el pibe está gordo, que está muy flaco, que a Máximo no lo deja dormir, que gasta en exceso, que por esto y por aquello. Con lo que, finalmente, el matrimonio, hoy tan feliz, podría llegar a hacerse pedazos. “Maestro –preguntó el reo de la cortada de San Ignacio si dejar de revolver su café- le pregunto en serio, por si se viene de verdad el Máximo: ¿hasta qué edad admiten afiliados en La Cámpora?”

sábado, 6 de septiembre de 2014

UN MIMBRE, EL MOROCHO Yo sé, flaco, que nosotros tenemos que alentar al equipo. No hay nada que me dé más bronca que esos muertos que van a la cancha como si fueran al cine y a los que los colores no los calientan. Nosotros nos preparamos toda la semana, te lo juro. Inventamos cantos para nuestros muchachos y también para cargar a la barra rival. Para los peruanos habíamos hecho una lindísima. Escuchá, se canta con la melodía del “yo te daré”. “Yo te pondré, te pondré negro rasposo, te pondré en el hoyo, una cosa que empieza con é. ¡Estudiantes!” ¿No es buena? Y llevamos las banderas que habían hecho las viejas del barrio, las sombrillas pintadas con los colores, millones de papelitos para cuando aparecieran por el túnel, unas bengalas que nos habían regalado los de la Prefectura y un montón de petardos que había conseguido Oreja y que eran para tirárselos al arquero de ellos no bien nos atajara un par de pelotas. Porque acá en La Plata o ganamos bien o ganamos de guapos. Otra, no hay. ¿Entendiste? Por eso, cuando empezó el partido fue la locura de siempre. Papelitos, gritos, cantos, una bengala que largó el Loco, los más fanas subidos al alambrado… Te juro que parecía que el estadio se venía abajo. Pero vos, que tenés años de tablón, sabés que para mantener el entusiasmo no basta con que la fanaticada se vuelva loca. Los que están en el field tienen que poner gambas, tienen que poner huevos, llegar al arco rival, reventarlos a pelotazos. Pero si no llegan nunca, si se van en pasesitos laterales, si ni bien los tocan se tiran al suelo como si fuesen minas y se la pasan rifando la pelota, la tribuna se enfría y aquello, en vez de una caldera, como debía ser, se convierte en el freezer de una heladera. Te juro que al partido no lo queríamos dejar morir, porque esos puntos para nosotros eran muy importantes. Y si, hasta yo me subí a un paravalancha, cacé una bandera y los hice gritar a todos: “¡pinchas corazón!, ¡pinchas corazón!”. Y como ni siquiera con eso reaccionaban entonces también me saqué la camiseta y me puse a vociferar la máxima, el grito con el que hasta los muertos se levantan de sus tumbas y la embocan en el arco contrario: “¡Ar-gen-ti-na!”, “¡Ar-gen-ti-na!”. No sé cuánto tiempo estuvimos gritando: yo me quedé afónico y a muchos de los muchachos les caían los lagrimones de la emoción. Pero fue al pedo, viejo. Ni por los colores patrios, por la bandera nacional, aquellos once pataduras eran capaces de hacer otra cosa que tirarla afuera, entregársela a los rivales o jugarla de alto, para arriba, como si fuera un partido entre canguros, en lugar de jugarla a ras del piso, como se debe y como hacen los que saben de verdad. Entonces nos chivamos. Las tribunas se fueron enfriando, los que estaban parados se sentaron, dejaron de agitar las banderas y a partir de allí lo único que se escuchó, de vez en cuando, fue una tos. Yo agarré la bandera que llevaba, la doblé y me la puse debajo del culo, como si fuera un almohadón. Uno armó unos porros, otro sacó unas barajas y nos trenzamos en un truco de seis sin flor, que nos hizo olvidar que estábamos en la cancha, que los pinchas se jugaban la clasificación y que si no ganábamos esa noche, los de Gimnasia nos iban a gastar. Primero fue como un rumor y no le hicimos caso. Después fue más claro y algunos se pararon para ver qué era lo que estaba pasando. Miré para el lado de la cancha y allí seguían esos muertos tirando misiles a Calcuta. Entonces fue que escuché el grito de “¡agarren al chorro!”, que en un partido de fóbal es tan común como ver pasar al que vende café o Coca. Pero ese chorro no era como todos. Lo ví, era un negrazo crespón, flaco y elástico como un mimbre, al que todos querían agarrar y él zafaba cuerpeando para un lado y para otro, agachándose hasta desaparecer en la multitud, para reaparecer luego, varios escalones más abajo, aplicando un empujón aquí, un cabezazo allá, siempre saltando, escurriéndose como si estuviera enjabonado. Uno lo agarró de la camisa y la camisa le quedó en la mano, por lo que el negro siguió su carrera de obstáculos con medio cuerpo al aire, que parecía una estampa de las últimas Olimpiadas. Ya nadie miraba el partió, todos lo seguían al negro y mientras unos lo puteaban por chorro, otros le gritaban cosas como: “dale, no aflojés, cuidado con ese cabrón de la derecha, rajá para aquel lado”. Y cada vez que pegaba una gambeta y eludía a un perseguidor, la multitud lo acompañaba con un “¡oole!”. El negro ya había llegado abajo y la mayoría de los que querían agarrarlo se habían cansado, cuando seis canas, tres de cada lado del pasillo, lo esperaron al pie de la tribuna con los garrotes en la mano y le cerraron el paso. El chorro titubeó, se vio perdido. La hinchada que lo seguía se quedó muda. El negro hizo un amague, como si fuera a gambetearlos, pero no se atrevió. Después midió la alambrada con la vista, como para saltarla, pero advirtió que era demasiado alta y que, además, en la cancha lo esperaban otros policías. Entonces, hizo la heroica. Enfiló otra vez por los tablones para arriba, donde estaban los que lo habían querido atrapar, como quien prefiere entregarse a la justicia popular, pero jamás a la yuta buchona e hija de puta. Y entonces, no vas a creer lo que pasó. A medida que el negro subía, la gente se abría para dejarlo pasar y después volvía a cerrarse para impedir que la cana lo agarrara. Se lo veía trepar sudado, medio en bolas, con el último aliento, la cabecita redonda y motosa, se lo veía cómo se metía entre la multitud y seguía y seguía, mientras la cana, repartiendo palos, luchaba por alcanzarlo y viendo cómo el tipo se les iba cada vez más lejos. Y fue entonces, cuando a los 22 muertos de la cancha ya no los miraba nadie y cuando más de uno de ellos estaba parado en la cancha pero observando lo que pasaba en la tribuna, que empezó a escucharse, primero bajito, después cada vez más alto y más alto, desde los cuatro lados del estadio, el grito que merecía ese negro macho y ladrón y que la yuta no iba a recibir jamás. Porque fue entones que brotó el grito unánime, el que le salía del pecho a la gente, el que le brotaba de los ojos y de los huevos. El grito, pero el grito más grande: “¡Ar-gen-ti-na!”, “¡Ar-gen-ti-na!”

sábado, 23 de agosto de 2014

Circo criollo LOS SANTOS BUITRES Ya es malo y humillante que a un tipo lo traten de buitre. Pero es mucho peor si lleva ese mote porque pretende hacer una diferencia con los títulos de un país del que sabe poco o nada, salvo que algún día tendrá que pagar por esos valores que emitió. Él, el buitre apestoso, los compró porque costaban monedas, pero sabiendo que mañana o a más tardar pasado, conseguiría por ellos varias veces más, por aquello de que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Vale decir, un tipo repugnante. O sea, un verdadero buitre de cuarta. Pero con lo que este miserable no contaba era con lo que le está ocurriendo ahora con los títulos criollos. Es que no sólo no consiguió, a pesar de tener a la justicia yanqui a su favor, que le pagaran en Nueva York, sino que tampoco podrá hacerlo en Buenos Aires, por más que los argentinos hayan prestado su acuerdo para que así se hiciera. Y una vez más la decisión la ha tomado el juez Griesa, o sea ese anciano arrugado que atiende este caso y que tiene, evidentemente, particular inquina a los argentinos. En resumen, que el buitre que aparecía como el malo de la película, el fulano miserable que se aprovechaba de las insolvencias pasajeras que se manifestaban en un país del far south y sin otra importancia que haber salido subcampeón en el último Mundial de fóbal, pasa a ser ahora el gil al que tienen a los coscorrones y a los cachetazos, mientras se aleja cada vez más la posibilidad de hacerse de la guita y de ir a celebrarlo en algún cabarute de Manhattan al sur. Sin embargo tal vez el juez Griesa no haya sido tan malvado como hoy lo ven estos pobres buitres. Y que si le plantó un “no” rotundo a la posibilidad de que cobraran por ventanilla en el Nación, el hombre sabe por qué lo ha hecho. Es decir que lo suyo tal vez no haya sido solamente un acto de severa justicia, sino también de piedad. Porque este muchacho Griesa acaso haya estado alguna vez por acá o tal vez sepa, por algún hijo o alguna nieta que pasó por estas pampas con el propósito de gustar del mate y del dulce de leche, lo que le podría ocurrir al tipo que, con su papel casi moneda en la mano, se presentara a cobrar en ventanilla del Banco Nación. Porque que lo asalten al entrar o al salir del Banco es algo que puede ocurrir lo mismo aquí que en Shanghái; si alquiló un auto, tampoco es grave que un trapito le cobre un 50 o un 100 (dólar) por cuidárselo; si toma un taxi no es imposible que el tachero, al advertir que es un foráneo, a la hora de pagar se quede con el vuelto o le diga que la guita con la que pretende abonarle el viaje ya no corre y le asegure que ahora sólo valen los dólares o los euros. No, nada de eso es importante. Lo serio, el verdadero castigo por su atrevimiento de pretender cobrar, viene después. Primero, la cola en la ventanilla equivocada por la mala indicación de un ordenanza del Banco. Luego la cola verdadera, larga, larguísima, porque ahí cobran también los jubilados con la mínima y los afectados por la última inundación. Y finalmente, cuando llega a ponerse cara a cara con el cajero, el primer escupitajo moral. Porque, sin duda y luego de recibirle sus papeles, el cajero seguramente le dirá, con una sonrisa envuelta en odio: “Ajá, con que un buitre, ¿no?” Y luego de revisarle prolijamente los papeles y pedirle un sinfín de documentos y comprobantes, finalmente meneará la cabeza y dictaminará: “Si, está todo bien pero no es aquí. Vea (y acá hará un gesto como para desalentar al más pintado), va a tener que ir al segundo subsuelo, tercer pasillo, oficina 411, pero donde ahora no lo van a atender porque funciona en otro horario: de 8 a 9 de la mañana. Pero véngase a las 6, porque con esto del pago a los buitres como usted, se arman unas colas infernales. Ah –rematará cuando el hombre está por irse- ya pasó por la AFIP, ¿no? Porque si no tiene el OK de la AFIP no le van a pagar nada. ¿Y ya pasó por el Central? Por los dólares, ¿vio? Porque acá pagamos solamente en pesos. Ah, ¿trajo la declaración jurada? No me pregunte de qué, si el que viene a sacarnos la guita es usted. ¿O no? “Maestro –preguntó el reo de la cortada sin dejar de revolver su café con sacarina- ¿es cierto eso de que en los títulos argentinos hay una cláusula que dice que se pagarán el Día del Arquero?”

martes, 19 de agosto de 2014

Poema único Confieso que nunca en mi vida había escrito un poema. Pero esa tarde lo hice. Y cuento porqué. Ocurrió un domingo de primavera, una tarde soleada y cálida. Terminé de almorzar y decidí salir a caminar. Así fue como llegué, caminando por Rivadavia, hasta la Plaza de Mayo. Repito: era una tarde hermosa. Y la plaza estaba casi vacía. Me demoré unos minutos sentado en un banco, hasta que decidí pegar la vuelta. Pero ahora en subte. Bajé a la estación Plaza de Mayo, ingresé al andén, donde no había ni un alma y me metí en el primer vagón de una formación que ya estaba allí, esperándome. El vagón estaba vacío. Salvo el guarda, que era una mujer. Joven, morocha y bastante agraciada. Me senté en uno de los primeros asientos. Y no pude dejar de observarla. Porque su comportamiento era extraño. Abría la puerta del vagón y tocaba el pito, como hacen todos los guardas del subte. Pero entre estación y estación, no obstante la brevedad de cada recorrido, no permanecía junto a la puerta del vagón sino que se sentaba en el asiento más cercano. Y no sólo eso: asomaba la cabeza por la ventana. Como si desde allí, desde el túnel del subte, varios metros bajo tierra, pudiera verse otra cosa que paredes oscuras y sentirse algo más que el traquetear del tren sobe las vías. Entonces adiviné, supe de pronto qué le pasaba a aquella muchacha, guarda de subte, trabajando allí, en un túnel oscuro, una hermosa tarde de domingo y de primavera. Y así fue que cuando volví a casa, no me quedó otra que escribir esto. Que creo que es un poema. Y al que titulé de la única manera posible. LA EMPLEADA DEL SUBTE La empleada del subte quiere, / Que el tren suba a la superficie / Y vuele / Ver el mar y la Tierra / Y tomarse una foto con el tren / Cubierto de nieve. / Lo quiere volando hacia el sol / Sobre el bosque y la verde llanura / Con el viento en las sienes / Visitando estaciones que se llaman / Urano, Marte y Venus. / Dando vueltas en plazas repletas de chicos / Asomar un brazo por la ventanilla / Y sacar la sortija. / Lo quiere al tren repleto de flores / Que huela a rosas, jazmines y azahares / Y que las flores canten. / La empleada del subte sonríe / Sólo porque sueña.

sábado, 2 de agosto de 2014

Circo criollo MUCHAS GRACIAS, FONDOS BUITRE Con un wing zurdo como el Kichi, fija que los germanos no nos ganaban la final del Mundial. Es que el tipo se ve que lo tiene todo: imaginación, inteligencia, audacia, juventud y viveza criolla. Porque si bien la señora también lo tiene casi todo, incluyendo calle, le falta, por un lado, conocimiento técnico y, por otra, la audacia propia de los pibes. Que saben que si la embarran hoy, les queda piola para zafar mañana. Porque, reconozcámoslo: acá se presentaba una situación fulera. Íbamos al default por culpa de los holdouts como res que, quieras que no, va de cabeza al matadero. ¿Qué hacer entonces? ¿Pagar? ¿Con qué? ¿De dónde? Está muy claro que no le quedaba otra que la que hizo: embarrar la cancha, decirles buitres cien veces por día, insultar al juez y fundar así una suerte de causa nacional. Algo así como Malvinas II, pero light, sin muertos ni heridos. Y además con un entretenimiento para expertos, pero llevado al nivel del tipo de barrio: ¿entramos o no en default? Cosa que la señora que hace las compras, el caballero que paga el gas y la luz, no repare o repare menos en los precios, en la inflación, en la desocupación y en todo lo que viene mal. Desde los tipos que duermen en la calle, hasta los que buscan el mango como manteros, cartoneros o trapitos. En la angustia cuando la nena va al boliche o el tembleque a la hora de volver a casa y entrar el auto al garaje. En resumen, no hay guerra pero como si la hubiera. Y todo por culpa de Estados Unidos, de su justicia, de ese juez al que ya no le funcionan las pilas y de esos buitres insaciables. Qué hay de raro entonces que el Kichi que, a pesar de sus pocos años, se ve que la sabe lunga, haya salido de su encuentro con el juez americano con los pulgares enhiestos. Es cierto, allí adentro, en el despacho del juez, se pudrió todo, pero afuera, en el país en el que ejerce como ministro y donde lo esperaba una presidenta angustiada por los días que aún le quedan en el sillón de Rivadavia, se abría un camino asfaltado y sin peajes. Y así se la vio a Cristina en su última presencia en TV: joven, pintada, elegante, dichosa, pronta a disputarle la pantalla a Susana Giménez, diciéndole adiós a las laringitis, los chichones y los golpes y abrazándose a un futuro que se presenta magnífico, hasta el punto que tal vez le alcance para designar a su sucesor. Y todo gracias a los inmundos buitres. Y al Kichi, desde ya, su ministro favorito. Como el reo de la cortada de San Ignacio estaba hablando solo y, además, con gesto entre enojado y furioso, un tipo se le acercó, preocupado, para preguntarle qué le pasaba. El reo lo estuvo mirando un largo rato antes de responderle y al fin le dijo: “Maestro, ¿usted vive aquí? ¿Y vio el aumento que nos acaban de dar a los jubilados que cobramos la mínima? ¿Si? Y entonces qué le extraña que hable solo, si después de 35 años de laburo me vengo a desayunar que lo que más me convenía, era estudiar para fondo buitre”.

lunes, 28 de julio de 2014

GRAVES CIRCUNSTANCIAS Ciertos hechos, que se presentaron unos tras otros, le dieron la pista de que sus días sobre la Tierra estaban tocando a su fin. El primero fue este: comenzó a encontrar gente por la calle con la que intercambiaba aludos y buenos deseos, que le constaba que estaba muerta. Ya sea por haber leído los avisos fúnebres en el diario, por haber asistido a los velorios o por el hecho irrefutable de haber sido uno de los que empuñaron la manija del cajón. Y el segundo fue aún más extraño: se sorprendió frente al espejo grande del ropero, tratando inútilmente de hallarse para hacerse el nudo de la corbata. Él veía el espejo, el mueble, la habitación, sentía sus manos maniobrando sobre su propio cuello, bajo la barbilla, pero el espejo parecía no verlo a él y por lo mismo no lo reflejaba. Lo que le pareció un signo inequívoco de que el mundo, el tiempo, las cosas, se preparaban para proseguir sin contar con su presencia. Y por último el doctor Scalfaro, tras examinar el electrocardiograma que le había ordenado, le dijo con sencillez: “Vea amigo, si este electro se lo sacaron bien, usted debería estar muerto”. A partir de lo cual comenzó a mirar a su paciente con notoria desconfianza, como dando a entender que si su sospecha se confirmaba, iba a tener que derivarlo a otro profesional, ya que él sólo se ocupaba de las personas vivas. Cuando salió del consultorio sintió una intensa pesadumbre, no porque advirtiese que su fin estaba muy próximo, sino por los inconvenientes que esto iba a traer aparejados a su esposa. Todas las personas medianamente educadas saben de la vulgaridad que implica morirse y están preparadas para ello. Pero al verse frente al hecho irremediable reparó en la suma de problemas que representaría para ella. Tendría que ocuparse de pagar las cuentas, de hacer las compras, de acudir a las reuniones del consorcio. Aunque lo más dramático no sería nada de eso, sino que forzosamente tendría que hacerse cargo de su cadáver, esto es, un cuerpo muerto, pesado y molesto, del que debería desembarazarse de manera perentoria en 24 horas. En cuyo transcurso se vería desbordada por una cantidad de problemas: arreglos con la funeraria, amigos y parientes que se acercarían a darle el pésame, pasar una noche en vela y asistir a la ceremonia de la inhumación. En la que todos esperarían verla compungida y diciendo lo sola que habría de sentirse a partir de ese momento. Por eso, cuando ya estaba camino hacia su casa, sintió que debía detenerse en un bar para imaginar alguna alternativa a las graves circunstancias que habría de provocar por el mero hecho de morirse, tal vez de un infarto o de un ataque de presión. Vale decir, hallar una solución razonable y práctica al hecho de que, mientras para él todo habría acabado y finalmente yacería cómodamente acostado en el cajón, dos metros bajo tierra, dejaría a su esposa un verdadero incordio. Se le ocurrió entonces, mientras tomaba una gaseosa, que podría pagarle a alguno para que lo asesinase e hiciese desaparecer su cadáver. Pero en ese caso su mujer jamás tendría la certeza de que había muerto y hasta podría sospechar que se había escapado con una muchacha, lo que afectaría su autoestima y le daría pasto a sus amigas de canasta. Pensó luego en sacar un pasaje para Mar del Plata e internarse en las aguas del Atlántico, como Alfonsina. Pero también lo desechó, ya que dado lo poco que sabía nadar era muy posible que se ahogase a metros de la orilla y el cadáver apareciese de inmediato en la playa. Y, por añadidura, desagradablemente mojado. Sin haber hallado ninguna solución, se encaminó finalmente hacia su casa, donde llegó un poco más tarde que lo habitual. Ella estaba mirando televisión y le dijo, sin mirarlo, que tenía la comida en la heladera y que la pusiese a calentar en el microondas. Él pensó en dirigirse a la cocina, pero después se convenció de que no tenía sentido seguir ocultando a su mujer que sus días estaban contados. “Querida –le dijo sentándose junto a ella en el sofá- me voy a morir y, lo que es peor, no sé qué hacer con mi cadáver para que no te cause problemas”. Advirtió que ella, sin dejar de mirar la televisión, derramaba unas lágrimas. Él se conmovió y quiso consolarla, pero ella lo rechazó. “Es que se muere –le respondió señalando la pantalla- y se muere sin saber que él se acaba de estrellar con su jet en el desierto. Y que las últimas palabras que le escucharon los beduinos fueron: María, María de los Ángeles. ¿A vos te parece?” Él, en vez de dirigirse a la cocina fue hasta el dormitorio y se paró frente al espejo. Se movió de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, pero el espejo no lo reflejó. Se encaminó entonces a la calle. Atravesó la sala donde su mujer se hallaba mirando televisión y, sin intentar distraerla, le hizo un leve gesto de despedida con la mano, que ella ignoró porque no cesaba de gemir. Una vez en la vereda eligió un rumbo cualquiera para echarse a caminar. Recorrió así un montón de cuadras sin tropezar con nadie, ni una persona ni un auto. Hasta que, por fin, divisó a alguien que venía en sentido contrario y al que reconoció como un vecino del barrio. Se preparó para saludarlo, levantó la mano, le sonrió, ya iba a decirle “buenas noches, ¿cómo está usted?” Pero no llegó a hacerlo. El otro, conforme lo reconoció, lanzó un grito de terror y salió corriendo hasta perderse en la primera esquina.

jueves, 24 de julio de 2014

Circo criollo CÓMO HACER PARA QUE SE CALLE Es triste, pero es así: sólo la medicina puede salvar al partido K, al relato, a la Cámpora y a los millones de seguidores del actual modelo, de una pronta, segura y hasta jocosa extinción. Porque no es que la señora Presidenta haya sido, en algún momento, un dechado de sabiduría, ni que se bebiera de su boca, como de la de Ciceron y otros grandes de la palabra. No, no se trata de eso. Pero lo que se advierte hoy, tal vez a causa del paso de los años, de la sorpresiva llegada de la abuelidad (que suele venir con cierta chochera) o del cansancio propio de tan largo ejercicio del cargo, es que no hace más que meter las de andar cada vez que abre la boca. Como pasara recientemente, en ocasión de la tardía renovación de los trenes del Sarmiento. Cuando no se le ocurrió nada mejor que asociara los tipos que en los viejos vagones viajaban como cerdos, arriesgando sus vidas, aferrados a las puertas abiertas porque adentro ya no cabía ni un alfiler, con tipos que lo hacían por gusto, al solo efecto de refrescarse. Lo que hizo que los deudos de la tragedia de Once se enfermaran de bronca. Y tampoco anduvo bien encaminada, hay que admitirlo aunque duela, cuando aseveró que la Argentina ya había pagado las deudas que tenía con los acreedores, lo que debe haber desconcertado no sólo al juez Griesa y a los mismísimos buitres, sino también a los criollos que se encontraban, en ese mismo momento, negociando en Nueva York para que el país no llegara al default. Lamentablemente el único recurso que se ha mostrado, hasta ahora, capaz de frenar ese caudaloso apego por la afirmación disparatosa, por el dislate, por la ocurrencia alocada, es el malestar físico, ya sea debido a un mal golpe o a alguna dolencia. Pero en cuanto se libera de ese contratiempo, la ponen frente a un micrófono y la rodean sus fieles aplaudidores, ahí mismo se desata y embiste sobre el sentido común como el Quijote contra los molinos de viento. En consecuencia y dado que a alguien que ha llegado al lugar que ella ocupa, no se le puede andar escondiendo los micrófonos, ni basta para que no hable con decirle que lo que está inaugurando, es la tercera vez que lo hace, no queda otra que recurrir a la medicina y a los médicos. A los que tal vez prometiéndoles que algún día una calle llevará sus nombres o pasándoles el celular de Viki Xipolitakis, se logre que la tengan permanentemente convencida, al menos hasta que le toque entregar el sillón, que padece algún mal que requiere, para curarse, de un largo, larguísimo silencio y de una nula presencia ante las cámaras. Con lo que acaso lograse llegar al fin de su mandato sin incurrir en nuevos y desconcertantes bloopers televisivos. El reo de la cortada de San Ignacio estaba indignado. “¿Cómo se les ocurre –dijo- mandar a negociar con el viejo ese y con los buitres, a un tipo al que le dicen “el soviético” porque no usa corbata?” “¿Y usted a quién hubiera mandado, maestro?”, le preguntó uno. Y el reo respondió con autoridad: “¿Yo? A un jubilado con la mínima. Fija que si les dice lo que gana los buitres se ponen a llorar, terminan allí mismo el pleito y hasta le ponen unos dólares en el bolsillo para que no se vuelva caminando”.

martes, 15 de julio de 2014

Circo criollo CAMPEONES DE ENTRECASA Tal vez haya servicios públicos que no funcionen muy bien, como el eléctrico, el telefónico, las aguas corrientes, la seguridad, la Justicia, el control fronterizo y algunas pocas cosas más. Pero es indudable que los servicios de inteligencia son de diez. Y sino que lo diga un episodio reciente y que ha tocado muy de cerca y muy fuerte a casi todos los argentinos: el match entre la selección criolla y la germana. El que ganaba se convertía nada menos que en campeón mundial de fútbol, una distinción que no se le daba al once argentino, y por ende al país, desde aquel lejano 1986 en México, cuando los destinos de la patria aún no los dirigía un K, sino el doctor Alfonsín. Y en Brasil teníamos todas las de ganar. El apoyo de un pueblo (aunque no precisamente del brasileño), el mejor delantero del mundo, la hinchada más glamorosa (no, tampoco la brasileña), el mejor atajador de penales y el DT más petiso. Vale decir que teníamos todo para campeonar, pero perdimos. Y acá es donde debe señalarse y celebrarse el éxito de los servicios de inteligencia criollos. Porque y aquí viene la razón del elogio, si estaba la presidenta del país anfitrión, esto es, la simpática Dilma Rousseff; si estaba también la primera ministra alemana, la no menos agradable Angela Merkel, ¿por qué entonces no estuvo también allí Cristina Kirchner? La excusa: porque recibía al bueno del premier ruso, Vladimir Putin. Un macanazo grande como un rancho, porque ¿qué hizo Vladimir luego de su sustanciosa charla con la Señora, en la que cambiaron el destino del mundo? Pues se subió al avión y le ordenó al piloto: Rápido pibe, a Río, que quiero ver la final del Mundial. Por lo que poco le hubiera costado a la Señora decirle a Vladimir: ¿Me llevás, rubio? A lo que el ruso no sólo no se hubiera podido negar, sino que habría agarrado con los ojos inyectados en sangre ante la sola posibilidad de compartir el viaje con la Señora. Aunque para ello debiera dejar en tierra a alguno de los colados que llevaba a bordo. Por eso, la verdad es otra. Los servicios de inteligencia nativos le desaconsejaron que se hiciera presente en la final, porque sabían, a ciencia cierta, que el equipo criollo perdería irremediablemente, como le ocurrió. Y ya se sabe de la fragilidad de la salud de la Señora: no hubiera resistido esa circunstancia desfavorable y menos aún que Dilma y Angela la cargaran como sin duda lo hubieran hecho. Y lo mismo puede decirse del acto que esa misma noche se llevó a cabo en la 9 de Julio para celebrar a los perdidosos. Los servis ya sabían cómo habría de terminar la cosa: con gases, piedrazos, choreo a discreción y algunos tipos en cana, por lo que también le desaconsejaron que se hiciera presente. O que, si quería que alguien del gobierno estuviera allí, lo enviara a Amado Boudou, vice aún en ejercicio, muy popular en las villas y a quien, hay que admitirlo, importa poco si le dan con un baldosón en el mate. Por eso es que, finalmente, el encuentro entre la señora y la Selección perdidosa se produjo en un sitio apartado y discreto, la sede de la AFA en Ezeiza, al que ella también pudo llegar en su aéreo de preferencia y sin tener que soportar el incordio de las multitudes enfervorizadas con los jugadores y no con ella. Habló, los elogió en nombre del pueblo argentino, los muchachos hicieron como que le creían, agradecieron el gesto y todo terminó de la mejor manera. Los jugadores como si ese encuentro les aliviara el sufrimiento de haber perdido la copa y la Señora como si haber salido segundos fuese para ella lo mismo que si hubieran campeonado. “Mire maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio- estos de ahora se dicen peronistas pero en realidad son unos giles. ¿Usted se acuerda que ni en el 50 ni en el 54 los criollos fuimos a los campeonatos mundiales de futbol? Si, no estuvimos ni en Rio, donde ganaron los yoruguas, ni en Suiza, donde ganaron los boches del oeste. ¿Y se acuerda quién gobernaba en aquellos años? ¡El Pocho, maestro, el Pocho! Porque para ser campeones mundiales, pero campeones de verdad, como éramos entonces, lo mejor es quedarse en casa. ¿O no?”

sábado, 12 de julio de 2014

TODA UNA VIDA Gente con muchos velorios sobre sus espaldas daba fe de que jamás había visto un viudo tan compungido como el profesor Fossa. No quiso despegarse ni un minuto del cajón y sus lágrimas, a juicio de los más escépticos y suspicaces, eran auténticas. “No me pareció que la quisiera tanto –comentó una vecina-. Pero –concluyó filosóficamente- así es la vida”. Tras la muerte de su mujer el profesor Fossa pareció perdido. Estuvo varios días sin salir de su departamento y la encargada más de una vez lo llamó por el portero eléctrico con cualquier pretexto, para saber si seguía vivo. Al fin un día salió, pero no para ir a la Facultad, a la que no volvió, ni para asistir a los programas de televisión de los que era habitué. Se lo vió caminar solo y apesadumbrado por el barrio o sentarse por horas en un banco de la plaza, con la vista fija en el horizonte. Cuando alguien le quería hablar respondía con educación, pero enseguida hallaba un pretexto para marcharse. También cortó su relación con una alumna joven. “No sé qué le pasó –comentó ella en el café de la Facultad-. Si siempre me dijo que era una vieja insufrible”. La mujer que le limpiaba el departamento trajo noticias frescas. “Se está horas sentado en un sillón con un libro en la falda. A veces me pregunta: ¿le hace falta algo? ¡Pobrecito! Está buscando que lo mande a algún lado como hacía la finada”. Un colega que lo halló en la cola de un banco, sentenció doctoralmente que se hallaba en “un estado de confusión o perplejidad” normal, a su juicio, después de tantos años de matrimonio. A mi esa explicación no me cerró nunca, Como discípulo dilecto del profesor Fossa y después de haber estado muchas veces en su casa, sabía que la relación entre ellos se reducía al “hola”, “chau”, “¿querés café?”, “no me pises la alfombra con los zapatos sucios”, “¿llamó alguien?” y “andá a comprar el pan que ya puse el bife en la plancha”. Ella conocía bien la doble vida de su marido y si alguna vez eso le dio bronca, había terminado por aceptarlo, hasta serle indiferente. Jamás la vi en una conferencia del profesor ni estaba tampoco cuando recibía un premio. Él viajaba solo al exterior, salvo cuando decidían ir a ver al hijo a Estados Unidos. A la vuelta, todo volvía a ser como antes. Una tarde lo descubrí al profesor Fossa en un bar, muy lejos de su casa. Estaba sentado junto a la ventana, solo, frente a un café y un vaso de whisky. Como al cruzarnos las miradas hizo un gesto de reconocimiento, me animé, entré y me senté a su mesa. Después de un saludo banal siguió un largo silencio. Al cabo y tras apurar lo que le quedaba en el vaso, llamó al mozo y, sin consultarme, pidió dos whiskys más. Entonces, después de un primer trago, sin mirarme, fijando la vista a veces en el vaso y otras en la calle, habló. “No sabía que estuviera enferma. Nunca me lo dijo. Para mí no era mucho más que la persona a la que, sin verla, le dirigía el “hasta luego” cuando salía o el “hola, qué tal”, cuando entraba a casa. La que me tenía limpias las camisas y me preparaba las valijas cuando me iba de viaje. La que me dejaba anotado quién me había llamado y la que me hacía deslizar sobre patines cuando enceraba. A veces, pero muy pocas veces, cuando estaba solo y lejos, me decía a mí mismo que era una situación absurda, que ella lo debía sentir como una gran injusticia, que tal vez me odiara. Y me prometía que, al regreso, iba a tratar de tender un puente con ella, para que descargara de una vez todo lo que había acumulado contra mí. Pero después no encontraba la forma de hacerlo. Nos poníamos a comer y yo me decía: le hablo después de la sopa; no, para después de la carne, de la fruta y finalmente del café. Pero cuando llegaba el café ella se levantaba a lavar los platos y mi propósito quedaba en nada una vez más. “Así pasaron los años hasta que un día, no hace mucho, cayó enferma. Primero no me preocupé y seguí haciendo mi vida, como siempre, pero cuando el médico me advirtió de su estado comprendí que ya no había más tiempo, suspendí todo y me propuse quedarme junto a la cama, hasta que se presentara el momento de decirnos todo lo que nos habíamos callado durante una vida. Pero fue justo cuando le había tomado una mano, me la había apoyado sobre el pecho y estaba a punto de animarla a que me dijera lo que sentía, que le sobrevino un estertor y cayó en coma. Llamé al médico y le reclamé a gritos que la reanimara. Me calmó y me dijo que esperara, que a veces se recuperan. Y así lo hice, me quedé allí pendiente de su respiración horas y horas. No sé cuántas habrán pasado, si era de tarde o de noche. Sólo sé que de pronto esas aspiraciones profundas y dolorosas se interrumpieron, movió la cabeza, la giró hacia mí y abrió, primero un ojo y luego el otro, me miró fijo un tiempo que me pareció una eternidad y movió la boca, como si quisiera decirme algo. ¡Qué! ¡Qué!, le grité desesperado. Entonces, con un hilo apenas de voz, pero con extraordinaria claridad, me dijo: “No te olvides de sacar la basura”. Eso fue todo lo que me dijo, ¿comprende? Todo. Y de inmediato expiró. El profesor Fossa calló, dirigió una mirada al vaso, vio que estaba vacío, llamó al mozo y pidió otro whisky, uno solo. Comprendí el mensaje, me levanté, lo saludé de pie, me puse a sus órdenes, él no me respondió nada, me miró con indiferencia y me fui. No volví a verlo.

viernes, 4 de julio de 2014

Circo criollo UN FUTURO ESTREMECEDOR Es admirable (qué menos), la manera imaginativa, pero también férrea, con que la señora defiende a su vicepresidente, tan injustamente atacado por su supuesta intervención en la apropiación de una imprenta. Algo totalmente descabellado, ya que si hay de algo de lo que el señor Boudou no sabe y tampoco le interesa, es de imprentas. Más, lo que a él realmente le importan son las motos, las guitarras y las minas, sin que por ello haya intentado jamás dedicarse al arreglo de una Harley, a la fabricación de instrumentos musicales ni a la trata de blancas. Eso está bien claro. Sin embargo y volviendo al rol que la señora Presidenta está jugando en todo este feo asunto, es evidente que no siempre podrá actuar como lo ha venido haciendo hasta ahora, esto es, negando que el hombre haya metido la mano en la lata, ni que ande en un guay fulero. Porque, a la vez, este problemita del vice al que, por esas falsas sospechas, no puede dejarlo solo en la Jaula Rosada ni un ratito, le trae también sus dilemas a ella misma. Porque ya se sabe que, lo mismo para la oposición que para los medios enrolados con el contrerismo más desembozado, la Presidenta estaría demostrando, mejor aún que si lo confesara abiertamente, que el bienAmado Boudou es un tipo al que no se le puede dejar que se siente ni un minuto en el sillón de Rivadavia, no vaya a ser que lo ponga en venta o que lo use para fines que no se le hubieran ocurrido ni al mismísimo don Bernardino, pese a su fama de morochón encarador. Por lo que hay que ir pensando en qué puede ocurrir si esta situación prosigue, al juez Lijo no hay forma de convencerlo ni suma que lo haga cambiar de parecer y, por ende, el vice sigue siendo un tipo cuestionado y para nada apto para reemplazar a la Presi ni siquiera unos minutos. Pues entonces volverá a suceder lo que acaba de verse y que es terrible: que la Señora haya tenido que cancelar su viaje a Asunción a causa de una afección a la garganta. Lo que ni siquiera vale como excusa, ya que quienes han tenido ocasión de estar cerca de ella la han oído cantar como una alondra y mandarse al buche un puchero de gallina como el que le hacía la mamá, circunstancias que no se compaginan, de ningún modo, con una afección a la gola. Y que, por el contrario, suena más bien a un invento dirigido a no dejarle ni por un ratito el sitio a este muchacho Boudou, por más que esté absolutamente convencida de su inocencia. Por lo que cabe anticipar que el problema del vice tendrá que ingresar, forzosamente, en alguna vía de solución. Porque, de lo contrario, cada vez que la Señora sea invitada a viajar el exterior deberá acudir, como acaba de hacerlo, a excusas relacionadas con su salud. Y así un día deberá aparecer con un parche en un ojo, otro gambeteando baldosas con una pierna floja y ayudada por un bastón, un tercero enyesada hasta el cuadril y un cuarto hablando por señas, porque dirán que le han tenido que bajar todos los dientes debido a una grave infección. Pero eso no sería nada comparado con lo que perdería la Humanidad. Porque –y de sólo pensarlo da pavor- qué pasaría con las grandes reuniones internacionales, las de Naciones Unidas, las del Fondo Monetario, las de Davos, las regionales y tantas otras, así como la asunción de reyes y presidentes, sin la presencia señera de la señora. Algo que sólo una palabra puede definir: un fiasco. “Pero claro, maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio mientras le pedía la cuenta al mozo, con la esperanza de que le dijera que el café ya estaba pago-. Sería un verdadero desastre. Algo así como el programa de este mozo Tinelli sin Viky Xipolitakis o la Selección nacional en el Mundial sin el pibe Messi. ¿O no?”

domingo, 29 de junio de 2014

EL TRABAJO Cuando ella se levantó él ya estaba en la cocina tomando mate y fumando. Miraba distraído por la mezquina ventana de la casilla hacia la calle, en la que había poco que ver. El día era gris, húmedo, pesado, como anticipando que la lluvia no habría de parar nunca. Y unos chicos, dos o tres, de guardapolvo blanco y mochilas, pasaban saltando los charcos y gritando quién sabe qué. “¿No dormiste? –le preguntó ella-. ¿A qué hora viniste que no te sentí?” Él se encogió de hombros, dio una chupada al mate y encendió otro cigarrillo. “Trabajo –dijo al fin- . Me llamaron para un trabajo”. Ella se quedó mirándolo. En la pieza uno de los chicos daba señales de despertarse. Se asomó para vigilarlo y luego volvió sobre él. “¿De qué hablás, Negro? ¿Trabajo de noche? ¿Te creés que soy boluda?” Se produjo otro largo silencio, que él ocupó en mirar otra vez por la ventana. Ahora pasaban otros chicos, acompañados por sus madres o tal vez por sus abuelas, tan viejas y arruinadas se las veía. Y detrás iba un tipo empeñado en hacer avanzar un triciclo cargado de cartones y porquerías por el barro. Ella insistió: “Tenés una mina”. Él se volvió hacia ella, la miró un rato, como dudando y por fin metió la mano atrás, en la cintura y sacó un revólver. Ella retrocedió asustada pero él no hizo más que apoyar el arma sobre la mesa, junto al paquete de yerba. “Me lo dieron ayer” –fue toda su explicación. Ella se agarró la cabeza. “¿Pero estás loco? ¿Para qué querés eso? ¿No vas a salir a afanar, no?” El Negro no contestó. Volvió a echarle agua al mate, chupó, hizo un gesto de desagrado porque el agua estaba fría y volvió a mirar para el lado de la ventana, sin dejar de fumar. Ella reaccionó. Agarró un banquito y se sentó frente a él. “Negro –le dijo- mirame. Te pregunté qué ibas a hacer con ese fierro. ¿Vas a dedicarte a afanar? ¿Ya afanaste? ¡Contestame, turro de mierda! Porque si te vas a poner a afanar kioscos y jubilados porque no encontrás laburo, de aquí te vas ahora mismo. No sé si te dije que ya tuve bastante con el otro hijo de puta que me hizo esos dos pibes y ahora lo tengo que ir a ver a Batán porque le dieron veinte años. No quiero ver a la cana otra vez aquí, que me rompan todo, que me afanen y encima que todos los de la villa me señalen como la mujer del boludo que me dejó en banda con las dos criaturas”. Como él siguiera fumando con la cabeza gacha y sin responder, se le acercó más, puso su cara junto a la de él y le dijo, más tierna: “¿Es por guita? Ya sé que no te gusta, ¿pero qué vamos a hacer si vos andás sin trabajo? Si no querés no voy a yirar más a Constitución, pero decime qué vamos a hacer. Negro, te juro, hago cualquier cosa pero no quiero tener que ir a llevarte ropa y milanesas a una comisaría porque te agarraron por afanar dos mangos, ¿entendés?” Él entonces se levantó, fue hasta la campera que colgaba de un clavo en la pared, volvió a donde ella estaba y tiró sobre la mesa un fajo de billetes atados con una gomita. Ella lo agarró, lo desató nerviosa, lo contó: eran mil pesos. Los volvió a contar y cuando terminó se quedó absorta. Pero cuando volvió a hablar eligió un tono más calmado. “Bueno, me lo confirmás. Anoche estuviste de afano”. Él negó. “¿Ah, no? ¿Y esto donde te lo dieron? ¿En el bingo?” Él no reaccionó. Volvió a mirar por la ventana, dio un par de pitadas y al fin se decidió a mirarla a los ojos y le dijo: “Si, Mónica, es un trabajo grande. Me dan nueve lucas más”. Y volvió a callarse y a mirar por la ventana. Ella se sintió aturdida. Lo agarró de una mano, se la apretó. “¿Nueve lucas? ¿Pero qué tenés que hacer? ¿Matar a alguien?” Él se sobresaltó, soltó la mano y después de pensarlo un instante se levantó, fue hasta donde estaba colgada la campera y volvió con unos papeles y unas fotos. Puso todo sobre la mesa y sentado ahora junto a ella le explicó con voz vacilante. “Este es el tipo”. Y le mostró varias fotos de un señor calvo, gordo, de anteojos; una caminando por la calle con un portafolios, otra subiendo a un auto y otra despidiéndose de una mujer y de unos pibes en la puerta de un chalet. Después desplegó los papeles en los que había diagramas de calles, ubicación de edificios, desplazamiento de autos y personas señaladas con flechas y horarios. “Hoy –empezó él y le temblaba la voz- me vienen a buscar”. “¿Quiénes?” –quiso saber ella. “Nadie. Olvidate”. Y siguió: “A las nueve, dentro de una hora” –y aquí la voz se le quebró. Tragó saliva y siguió con la explicación. “Me llevan en un auto hasta aquí –y señaló en el diagrama-. Después me meten en el baúl de otro auto y me llevan a este otro lugar. Allí dejan el auto conmigo adentro en un estacionamiento subterráneo y se van. El baúl tiene un gancho para que pueda abrir de adentro. Salgo y espero. A las diez debe caer este tipo”. Hizo un larga pausa, se mojó los labios; estaba temblando. Ella lo alentó a proseguir. “¿Y?” “Bueno, yo me le acerco antes de que se baje del auto, le meto un par de tiros en la cabeza y me vuelvo a esconder en el baúl. Los otros regresan y salimos. A las once debo estar de vuelta aquí”. Mónica lo miró, le tomó las manos que temblaban y le preguntó: “Y las nueve lucas cuándo te las pagan?” El Negro la observó de reojo, un poco desconcertado. “Ahí mismo, cuando volvemos” –le respondió. Ella le dio un beso y salió corriendo hacia la pieza porque uno de los pibes había empezado a lloriquear. Un poco antes de las 9 salió con él a la puerta de la casilla, con la beba en brazos y el nene agarrado de su falda. A las 9 en punto un auto oscuro del que bajaron dos tipos con anteojos negros, con pinta de canas o de agentes de seguridad, apareció en la esquina de la calle de tierra. Ella lo despidió con un fuerte abrazo y un largo beso. “¡Vamos Negro!” –lo animó, mientras él se marchaba arrastrando los pies. Una vecina se le acercó. Antes de que le preguntara nada le dijo: “El patrón le mandó el auto. No sabés cómo lo tratan. Me parece que esta vez sí que rajo de la villa”.

miércoles, 18 de junio de 2014

Circo criollo LOS BUITRES, ESOS PAJARITOS TAN OPORTUNOS La negociación argentina por su deuda impaga acaba de sufrir un fuerte revés, hasta el punto que la presidenta se vio obligada a dirigir un mensaje al público en el que no insertó ninguna chanza, casi no titubeó y, además, ni siquiera fue aplaudida por sus ministros y los chicos de la Cámpora. Lo que se debió a que la única presencia humana durante su transcurso, aparte de ella misma, fue la de la que traduce sus palabras para que también las entiendan los sordos. O sea que tampoco éstos se salvaron de conmoverse y hasta de asustarse, pensando en las calamidades que sobrevendrán después de este durísimo relato. Y, desde ya, quienes la vieron por TV –algunos en el flamante súper LED comprado para ver cosas más gratas, como los partidos del Mundial- también habrán tenido ocasión de asustarse ante la que se viene, como de asombrarse por la falta de calle de la Señora. Porque, en efecto, sólo a alguien que carece de esa cualidad fundamental para ejercer cualquier cargo, al menos aquí, en la Argentina, se le puede ocurrir lamentarse de la pertinacia de los acreedores, ahora también justificados y envalentonados por la Corte de los Estados Unidos, e insistir en llamarlos “fondos buitre”. Con lo que no se hace más que encolerizarlos hasta el paroxismo y alentarlos en sus propósitos de venganza y retribución forzosa, sin importarles un rábano la suerte de los argentinos. Cuando, tal vez, con el simple y simpático recurso de mencionarlos como “blancas palomitas” o “pichoncitos juguetones”, se hubiera logrado un planteo menos exigente por parte de estos muchachos. Es decir, si se empieza por insultarlos y son ellos y no nosotros los que tienen la vaca atada y al simpático juez Griesa a su favor, no hay que extrañarse de que reaccionen como forajidos. Pero si bien les jeux sont faits, como parece que dicen los franceses después de un par de copas de ajenjo, no todo está perdido, ya que también en las situaciones adversas suele presentarse una oportunidad. Y esta, para el Gobierno, es más que clara. Porque dada la gravedad de la situación externa por la que atraviesa y atravesará la Argentina, a causa de los millones que ha dejado de pagar, ¿alguien puede afirmar que la opinión pública se seguirá ocupando de un caso tan diminuto como el de Amado Boudou? ¿Y que este olvido no alcanzará también al ex secretario de Transportes? ¿Y al compañero Báez? ¿Y al otro compañero, el llamado Cristóbal López? Y chau también al caso del fiscal Campagnoli, ya que al lado del problema que nos plantean los tenedores de deuda criolla impaga nada, ni siquiera las bóvedas llenas de dólares, las cuentas en Suiza, en Panamá y en las Seychelles tienen punto de comparación. Por lo que hasta cabe preguntarse si no habrá habido algún diego y hasta alguna moneda más, para que este escándalo explote justamente en este momento, cuando parecía que, finalmente, en la Argentina, al menos una vez, se haría justicia y los sorprendidos con las manos en la lata dejarían sus deptos de cientos de miles de dólares y sus autos de valor extravagante para dormir, siquiera por unos días, en la sórdida gayola. “Seguro –afirmó el reo de la cortada de San Ignacio, mientras apuraba su ginebra-. Y le diré más, maestro. Cualquier día de estos lo tenemos al simpático ese de Griesa, el juez yanqui, tomándose unas vacaciones con la patrona, si tiene, o con la mina de Hollywood que se le antoje. Porque el hombre tiene pinta de jubilado criollo con la mínima. Pero para mí que, con la guita que va a agarrar, se plancha la cara y capaz que hasta le afana la patrona al Brad Pitt ese”. “Pero jefe –le respondieron- ¿usted no cree que el juez yanqui puede ser un tipo honesto?” El reo lo pensó un momento y al fin respondió: “Si, puede ser, por qué no. Pero entonces es un gilaso de novela”.

lunes, 16 de junio de 2014

LA ÚLTIMA FONDA Sobre Buenos Aires ha caído la noche, pero en la Sala III del Hospital Alvarez parece que hubiera caído un poco más. Unos enfermos roncan, otros gimen, alguno estará en vísperas de emitir su último suspiro. En una cama, apoyado en la cabecera, hay uno que descansa con los ojos bien abiertos. Se las ha ingeniado para conseguir un cigarrillo y fuma en la oscuridad. No le duele nada, han dejado de darle calmantes y se ha librado del sopor que lo acompañó durante la internación. Mañana lo darán de alta, se dirigirá al Once, tomará el tren y volverá a la colonia de atrasados mentales. Donde llena planillas en el archivo y juega al ajedrez con los mogólicos, que muchas veces le ganan. Esa noche no quiere dormir, prefiere pensar, remontarse al pasado. Lo primero que se le viene a la cabeza es el recuerdo de esa hija que tuvo con una enfermera de Luján y que dejó de ver hace tantos años. Debe estar grande, tal vez se haya casado y hasta tenga nietos. También se le aparece y lo hace sonreír, ese pibe bandido al que el viejo lo fajaba con el cinturón para que no le hiciera más perrerías y estudiara. Pero quiere más, ir más a fondo, reflexionar sobre su vida entera, entender qué le pasó, qué fue lo que hizo mal y en qué se equivocó. Pero cuando se mete en ese laberinto lo atrapa una sensación de desasosiego. Se encuentra con borracheras y resacas, con sueldos recién cobrados y perdidos en los burros y también con empleos mejores que el del asilo de idiotas, perdidos porque no iba a trabajar o porque lo mandaba al carajo al jefe. No sabe cómo, pero de repente se le aparece aquel reloj con cadena de oro que heredó del viejo. Pretende calcular cuánto costaría hoy, pero no puede, por culpa de la inflación. Lo hace entonces por la cantidad de boletos que se llevó la fija a la que le jugó la plata del empeño. Y lo sorprende un escalofrío. Se le cae la ceniza del cigarrillo sobre el pecho, la sacude y la hace peor, porque también se le cae la brasa. Se revuelve porque le quema y siente un tirón en la herida que lo deja dolorido. Cierra los ojos y aguanta, puteando muy bajito. No tiene más cigarrillos y tampoco tiene sueño. Echa un vistazo a su alrededor. La sala es grande y tenebrosa, apenas iluminada por un farolito en cada extremo. Alcanza a ver un biombo que oculta una de las camas; no sabe cuándo lo pusieron pero es indicio de que allí hay un fiambre. Y de que él, el único despierto, lo está velando. Siempre supo que el calavera no chilla, pero le sobreviene un poco de lástima por sí mismo. Se acuerda de cuando salía los sábados a mediodía de la colonia, pasaba por Palermo o San Isidro y si le había ido bien, se largaba con otros atorrantes a bailar unos tanguitos al Casanova o al Marabú. Enganchaba una copera y amanecía en un hotel abrazadito a la mina. Había una, recordó de pronto, que estaba muy fuerte y era bien derecha y con la que casi se entrevera en serio. Pero tenía un pibe. “Qué macana –suspiró-, pero qué se va a hacer, ya pasó.” Lo despertó la enfermera de siempre. La que le daba las inyecciones y le cambiaba las gasas. La va de simpática porque espera que al irse le deje una propina. Que él ya ha decidido no darle porque es una vieja mandona que no ha hecho más que decirle: “a ver ese bracito, a ver el culito”, como si él fuera un pendejo. Después llegaron los médicos. Esta vez nada más que tres, pero cuando tenía los tubos que le salían por todas partes lo veían un montón. El jefe de la sala y el cirujano explicaban la operación a los practicantes, que lo observaban como si fuera un bicho y comentaban entre ellos, riéndose: “Lo que habrá chupado este tipo para tener el hígado así”. Esta vez vinieron a verlo para decirle que le dan el alta, pero el cirujano, que debe tener la mitad de su edad, lo tutea y le da consejos. “Te hicimos una verdadera obra de arte. Tu hígado estaba para tirárselo a los gatos y te lo dejamos cero kilómetro. Eso si, tenés que portarte bien, por lo menos durante un año. Nada de fritos, nada de alcohol, nada de grasas. Verduritas, puré, churrasco y dedicate a llevar los nietos a la plaza. El tiempo que vivas, a partir de ahora, va de yapa”. No le salió darle las gracias. Hizo un gesto y nada más. Cuando se desplazaron hacia otra cama se levantó despacito, se vistió con cuidado, se irguió para ver si le tiraban las costuras, se afirmó bien en el suelo, agarró la maleta de cartón y se fue para el baño. Allí se miró un rato en el espejo, donde se vio mucho más viejo y arrugado. Abrió entonces la valija y después de asegurarse que no había nadie a su alrededor, sacó el frasco de tintura y se cubrió las canas. Luego terminó de vestirse, se puso el sombrero y se dirigió a la salida. Pasó delante de la enfermera insoportable sin mirarla, dedicándole apenas un “chau” y salió caminando del hospital. En la puerta se detuvo sin saber muy bien qué iba a hacer. Un taxista le preguntó si quería subir. Dudó un poco, finalmente le dijo que no y se largó a caminar mientras pensaba qué rumbo iba a tomar. Anduvo una cuadra, notó que se agitaba y que el sol se ponía pesado. Caminó otra más y se apoyó en un árbol. Buscó con la vista un taxi y no encontró ninguno. Pero en la esquina de enfrente descubrió una fonda. En la vidriera, escrito a mano con grandes letras blancas, leyó: “Ravioles boloñeza 2,50. Peceto al horno con papa, 3,00. Almóndigas con puré, 2,50. Vino de la casa 1,00. Chop 0,50”. Cruzó la calle, entró al boliche, se sentó y antes de que el mozo le preguntara nada, ordenó: “Un plato de ravioles y un litro de tinto”. Alcanzó a comer también un budín de pan con dulce de leche, rechazó el café que le ofrecieron porque ya se sentía mal y cuando se levantó no tuvo tiempo de llegar a la calle: cayó allí mismo, en la fonda, como una bolsa. Lo recogió una ambulancia, volvieron a operarlo y murió, sin decir palabra, dos días después. El cirujano que le había hecho aquella obra de arte, se lamentaba por el tiempo perdido con un burro que no había sabido contenerse ante un plato de ravioles con tuco. Pero otro médico, un viejo que había charlado un par de veces con él y que era el que le pasaba los cigarrillos, no fue de la misma opinión. “Este tipo –les dijo a unos practicantes frente al cadáver- es el primero, que yo sepa, que se suicida con un plato de ravioles y tinto de la casa”.

viernes, 6 de junio de 2014

Circo criollo CONDENA EN SUSPENSO En apariencia la pregunta que suscita el caso Boudou es si el vicepresidente será hallado culpable por el juez Lijo o si éste, abrumado por la montaña de objeciones, de presiones y hasta de propuestas insólitas (como la de transmitir la indagatoria por TV), dirá finalmente: “ma si, andá que te cure Lola”, elegirá la paz y el futuro personal y de su familia y cesará de molestarlo con el caso Ciccone. Sin embargo no es esa la pregunta que hay que hacerse frente a este embrollo judicial, sino esta otra: ¿hasta cuándo soportará Cristina Fernández de Kirchner, o sea la Presidenta de la Nación, esta desgastante situación y soltará de la mano a su vice? Porque por el momento la Señora aparece como muy entretenida y hasta jocosa por TV, haciendo lo que más le gusta, esto es, agrandando la burocracia y aumentando los subsidios, justo cuando el pibe Kichi no sabe cómo hacer para frenar la inflación y conseguir que la gente se olvide del dólar. Pero no hay que engañarse. De reojo, pero sin dejar de sonreír a la tele y a los aplaudidores (esto es, como sólo podía hacerlo el finado), lo está mirando y lo está midiendo al rubio. Y precisamente porque éste lo sabe, ya que, aparte de vivir hoy en Puerto Madero, el hombre ha sido pobre y tiene calle, es que está prepoteando al juez y le amaga, como lo está haciendo, actuando como lo haría un guapo de Borges, pero sin dejar de mostrarle la chapa. O sea diciéndole, sin decirlo, algo así como “no te hagás el rana porque te reviento. No te olvidés que yo soy el vice de la Nación”. Aunque en realidad esté cantándole la falta con un cuatro de copas en la mano. Y sabiendo, por añadidura, que en ese canto y en que el juez se vaya a baraja, le va la vida, el depto en Madero, la Harley y hasta la alemana con la que desayuna las medialunas y el café con leche casi todas las mañanas. Es decir que este rubio fachero no está en el mejor de los mundos posibles, aunque siga siendo el vice de la Nación, porque bien sabe que la piola que lo une al poder es corta y cada vez más finita y frágil. Y que, por añadidura y tradición, “la donna è mobile”. Por lo que sus chances de supervivencia dependen de la rapidez de sus reflejos y de la estructura pétrea de su rostro. Dos cualidades que por ahora aguantan, pero que no le dan garantías de nada. Ya que puede ser el muñeco ideal para el gran incendio nacional, en caso de que el dólar se vaya a 200 o que la Selección regrese de Brasil, pálida y mustia, tras la primera rueda del Mundial. “Entonces zafa -dijo muy seguro un tipo en el Margot-, porque el seleccionado argentino, con Messi allá arriba, fija que es campeón mundial. Más –agregó- si nos toca con Brasil, le hacemos cuatro”. “Si, jefe –aceptó el reo de la cortada de San Ignacio- y yo mañana me despierto y la tengo al lado, en la cama, a la Viky Xipolitakis cebándome el mate y poniéndole manteca y mermelada de kinotos a una feta de pan sin sal”.

viernes, 30 de mayo de 2014

Circo criollo LOS FAVORITOS DEL MODELO Debe admitirse que no es fácil, a esta altura de las circunstancias, imaginarse cuál habrá de ser el mejor legado de este Gobierno. O, mejor dicho, de qué manera y hasta cuándo, se percibirá su influencia en el devenir del país. Porque ya mismo se está viendo que, ya sea que se trate de un firme seguidor o de un contrera bilioso, las conclusiones pueden ser muy distintas. Al proK, por dar un ejemplo cualquiera, pueden resultarle inolvidables los discursos de la Señora, no sólo por su simpatía y versación, sino también porque marcan la cancha. Por lo que si se la siguiera de corazón el país se iría nomás para arriba, como burbuja de buzo. En cambio, el contrera, el facho amargado por los triunfos de la Señora, seguramente lo verá todo ridículo si no canallesco. Verá, aunque no sea así, el país invadido por chorros e inútiles sin abuela, mal gobernado, flatulento de inflación no reconocida pero fácilmente perceptible y hasta sin rumbo cierto. Como si no lo fueran el montón de cosas, que seguramente las hay, para sentirse orgulloso y, sobre todo, tranquilo, más allá de algún muertito en un afano, un piquetito empeñado en no dejar pasar por la 9 de Julio, un breve apedreamiento en la ruta para chorear a los automovilistas o el descarrilamiento de un tren, pero de carga, para llevarse la mercadería. Así como otras pequeñeces, tales como el calificado crecimiento del expendio de merca, con el apoyo de las fuerzas de seguridad, que tanto contribuye a la caída en la venta de los dañosos cigarrillos. Sin embargo ninguno de esos ítems, con ser importantes, marcan lo que acaso signifique el punto más alto de la gestión KK (ya que se trata de la que tuvieron, en continuado, Néstor y su señora esposa). Y lo curioso del caso es que la revelación no vino de una de las exitosas gestiones que está llevando a cabo el pibe Kicillof; tampoco de una de las sagaces intervenciones del hijo de la señora y mucho menos de algo dicho por el Coqui Capitanich en una de sus simpáticas intervenciones mañaneras. La fuente, el impacto esclarecedor provino así, de golpe, del sitio menos esperado. Porque me hallaba paseando por Rivadavia, un sábado a la tarde, deteniéndome aquí y allá, para contemplar las maravillas que ofrecían los manteros cuando, de pronto, la revelación: un mantero que se estaba instalando en ese mismo momento en el ancho veredón de la avenida, sin dejar de aleccionar a su parejita acerca del mejor modo de acomodar la mercadería, se aproximó a una columna que tenía a sus espaldas y de allí colgó un cartel, cuidadosamente realizado con tinta china, en el que se leía con toda claridad: “Basta de trabajo esclavo”. Lo leí, lo releí y allí mismo, como si se tratase de una revelación milagrosa, de golpe lo entendí todo y pude decirme: Gracias Señor (y Señora), ahora sí que puedo decir que he recibido el mensaje K, el que estaba esperando, el que se me escapaba, por más que era más que evidente. Porque ahí, en ese mismo momento y para siempre jamás, descubrí lo obvio, lo que me estallaba cada día ante la vista pero no alcanzaba a comprender. Porque el fin del trabajo esclavo era, sigue siendo y sin duda será durante muchísimos años, gracias a los K, el ideal perseguido por multitud de argentinos. Comenzando por los simpáticos manteros, que ya han invadido las veredas de las principales zonas comerciales de la ciudad; siguiendo por los no menos entrañables trapitos, que tan bien cuidan los autos estacionados; por los cartoneros, implacables en eso de recoger de los tachos todo lo reciclable; los limpiadores de parabrisas, que viven una vida agitadísima y divertida al ritmo de los semáforos; los malabaristas y otros prodigios circenses, que tan bien contribuyen al entretenimiento de los conductores cuando les toca esperar que el semáforo pase del rojo al verde: y también, por qué no, los motochorros, los sicarios, los que transan merca, los que arrojan piedras a los autos que pasan para afanarlos y tantos otros que ejercen oficios nuevos y sin el baldón de debérselo a terceros, de cumplir horario ni de fichar su presencia. Es decir tipos realmente libres y prósperos. Y en un contexto tan propicio que cada día aparecen nuevos ejemplares, como el que ayer, sentado en el umbral de una institución bancaria, me abrió la puerta de acceso al cajero automático antes de que yo alcanzara a pasar la tarjeta, gesto que acompañó con esta graciosa expresión: “Maestro, ¿me da una moneda?” Lo que me llevó a pensar, mientras me llevaba la mano al bolsillo, que de acá a unos años este buen hombre será sin duda millonario y hará feliz a una esposa y chocha a una mamá. Acaso la única duda que me quede, en este listado de los que buscan el camino del éxito sin resignarse al trabajo esclavo, es este: ¿debería contar o no a los muchos que sorprendo durmiendo en la vereda, al sereno, con colchón o a veces también sin él? Por suerte la respuesta es fácil: sí hay que incluirlos, ya que se trasluce en todos ellos un aire de satisfacción y un empilche que habla bien a las claras de que también se trata de favorecidos por el modelo. Y que mañana y si no es mañana, pasado, los veremos pasar por Libertador tripulando un cochazo de chiquicientos caballos y al lado de una rubia despampanante. “Pero si los de la Cámpora –dijo un tipo en el Margot- son todos empleados públicos”. “Si maestro –reconoció el reo de la cortada de San Ignacio- pero lo hacen por obediencia partidaria. ¡Y no sabe cómo sufren con el trabajo esclavo!”

martes, 27 de mayo de 2014

LA ECUYERE A Samy El Rusito o El Colorado Samy, lo conocí en los años 40 en un peringundín de Rosario, cuando yo viajaba vendiendo aceite Ricoltore. Era buen bailarín de tango y se lo tenía también por cafiolo de una veterana, que con gusto le entregaría sus pesos a este muchacho alto y bien plantado, pero al que todavía se le podía encontrar abrojos en los bajos del pantalón. La casualidad nos juntó una noche en una misma mesa, hablando pavadas. Pero de pronto, sin que yo le preguntara nada y sin que él supiera algo de mí, después de una segunda o tal vez una tercera vuelta de Sello Rojo, así, de sopetón, empezó a contarme una historia. “Rajé de la colonia –dijo mientras hacía girar el vaso entre las manos-. Tenía que rajar, eso no era para mí, era para idiotas. No se hablaba de otra cosa que del tiempo, de la cosecha, de Besarabia y del campo que íbamos a tener cuando me casara con la chica de la chacra de al lado. Cuando podía me iba hasta la estación, soñando con rajar un día para Rosario que, te juro, ni sabía lo que era”. Y al llegar a este punto se calló, como si se hubiera sorprendido él mismo por lo que estaba contando. Traté de animarlo para que la siguiera. “Te rajaste ¿y?” –le dije. Me miró como si acabase de advertir que yo estaba ahí. Tomó lo que le quedaba en el vaso, una sombra, algo, le pasó frente a los ojos y antes de levantarse, dejándome solo y con el relato recién empezado, agregó: “Si, me rajé”. Y no lo volví a ver hasta veinte años después. Por entonces yo vendía hilo de coser y él tenía un taller de costura con media docena de obreras en Villa Crespo. Ya no era El Rusito ni El Colorado. Era el señor Héctor porque no le gustaba que le dijeran Samuel. Había engordado, había perdido casi todo el pelo, pero igual lo reconocí. Él me semblanteó, dudando si no le estaría haciendo el verso, hasta que le recordé nuestro encuentro en Rosario. Entonces me abrazó. Después, de tanto ir a venderle y de reclamarle las facturas atrasadas, nos hicimos amigos. Y una noche, cada uno con su mujer, salimos a celebrar no sé qué cosa en Reviens, un boliche de Olivos que estaba de moda. Bailamos, tomamos unas copas, charlamos zonceras, hasta que las mujeres se levantaron diciendo que tenían que empolvarse la nariz, que era la pavada que solían decir las chicas cuando tenían que ir al baño. Entonces nos quedamos solos y en silencio. Hasta que él, sin mediar palabra y con la vista clavada en la copa que hacía girar entre las manos, se puso a hablar siguiendo el hilo de aquella charla que se interrumpió 20 años atrás, en el cabaret de Rosario. “Me rajé”- volvió a decir, pero ahora agregó: “La dejé ahí, tirada, y me rajé”. No atiné a decir nada y él, después de una breve pausa, sin levantar la vista, continuó. “Nunca, lo confieso, nunca había visto un circo ni me imaginaba lo que era. Cuando entró al pueblo, con esa manga de mamarrachos disfrazados tocando sus instrumentos arriba de un carromato y las jaulas con los animales salvajes, lo seguí fascinado, como hicimos todos. Y me quedé, como los otros, mirando cómo armaban la carpa y se preparaban para hacer sus números. Hasta que un gordo, que parecía el patrón, se me acercó de pronto y me dijo: “Che, rubio, ¿querés ayudar? Después te quedás a ver la función. Lo primero que se me ocurrió fue decirle que no, pero como vi que otros se acercaban con ganas de agarrar, acepté”. “No sólo ayudé a levantar la carpa. Ya que estaba me quedé hasta que empezó la función y me metí a ayudar al domador, a los payasos, a los equilibristas. A veces tenía que entrar a la pista y entonces oía que mis amigos me gritaban: “Samuelito, Samuelito”, por lo que en un momento, cuando estaba detrás del malabarista, levanté los brazos y los saludé. Después salió la ecuyere, de pie sobre su caballo blanco, a dar vueltas por el redondel, subiendo y bajando a la carrera. De lejos, la veías y parecía una linda mujer, pero yo, que la había visto de cerca, sabía que era bastante vieja y arrugada, mal teñida, sucia y que olía a bosta”. “Cuando dio la última vuelta pegó un salto y cayó parada justo delante de mí. La sostuve, ella me miró y me acarició la cara. ¡Uh!, gritó la tribuna. Ellos no la oyeron, pero también me dijo mientras me acariciaba: “Qué rico pibe”. Cuando salimos de la carpa ella largó al matungo y me encaró en un lugar bien oscuro. Casi no la podía ver pero sentí su aliento y sus abrazos. Enseguida me estaba besando. A mí no me daban ganas, pero ella insistió. “Decime dónde nos vemos”, me dijo metiéndome la lengua por todos lados. Me sorprendió pero al fin le dije que en una hora, en el granero que estaba al lado de la estación”. Hizo una pausa y luego, como quien está reviviendo una situación dolorosa, repitió: “Una hora, le dije una hora. Salí del circo y a la hora, tal vez un poco más, entré al granero. Ella me estaba esperando. Tenía una vela encendida en el suelo y se había tirado sobre la paja. Cuando me vio, con un gesto me invitó a echarme a su lado. Ya no olía a bosta porque se había echado encima un montón de perfume. En cuanto me tuvo a tiró volvió a besarme, a acariciarme, a manosearme que parecía una desesperada, quería sacarme la ropa, me guiaba las manos para que yo también la acariciara y me decía cosas al oído para excitarme. Porque yo, no es que no pudiera o que no me animara. Yo, lo que estaba, era atento ¿entendés?” E hizo un gesto con la cabeza como señalando hacia afuera. Yo le respondí que no entendía nada. No me prestó atención. Hizo otra pausa, esta vez un poco más larga y volvió con el relato. “Entonces-dijo- fue cuando se sintieron los pasos afuera, de mucha gente. Ella se sobresaltó, me soltó y me miró como preguntando qué pasaba. Y en ese instante, antes de que yo le contestara, se abrió de golpe la puerta del galpón y aparecieron ocho o diez muchachos. Ella se quedó dura, no entendía nada y me miraba a mí para que le explicara. Yo no le dije ni una palabra. Me levanté, me arreglé la ropa y sólo me oí decir: “ahí la tienen”. La ecuyere empezó a gritar, ellos se le echaron encima y yo me fui, me rajé”. “¿Te fuiste y la dejaste con todos esos monos?”, le pregunté sin poder creerlo. Me miró como si yo no hubiera entendido nada. En ese momento las mujeres volvían del toilette. “Bueno –me explicó con toda naturalidad- a esa hora más o menos sabía que pasaba un carguero que iba a Rosario. ¿Qué me iba a quedar a hacer? Agarré la bolsa que había dejado en la entrada del granero y me largué para la estación”. A raíz de la crisis de mediados de los 70 Héctor Samuel, como tantos otros, se escapó con toda su familia a Israel. Hoy, si vive, debe estar muy viejo, como yo. Lo que no sé es si se habrá atrevido a contarle a otros esta historia. Me jugaría que no. Hace como diez años, para una Navidad, recibí una tarjeta de él, fechada en Beer Sheva. Me saludaba, me contaba que la estaba pasando bien y, debajo de la firma, escribió: “La ecuyere se llamaba Anita”.

sábado, 17 de mayo de 2014

Circo criollo UN NOMBRE PARA EL DINOSAURIO El dinosaurio más grande del mundo, con un peso equivalente al de 14 elefantes y un fémur de 2,40 metros, ha sido hallado en un paraje de la provincia de Chubut, República Argentina. Un descubrimiento al que bien puede señalarse como la frutilla del postre. Porque, admitámoslo, es lo único que nos faltaba. Ya que el país que ha dado al mundo a Maradona y a Messi, a Perón y Evita y al queso y dulce, cuenta ahora también para su record impresionante, con este espécimen extraordinario de dino. Como no lo tienen ni lo han tenido Europa ni los Estados Unidos y tampoco China ni Rusia, que se la dan de gran cosa. Y precisamente debido a que se trata de un fósil verdaderamente único, singular e imbatible, es que no habría que mencionarlo, de aquí en adelante, como si se tratase de los restos de un bicho cualquiera, de esos que han caminado, hace millones de años, por diversos lugares de este planeta. Una advertencia, una recomendación que no es banal ni caprichosa y mucho menos inoportuna. Ya que, según los primeros comentarios que han seguido a este importantísimo descubrimiento, se le estaría por poner, de nombre, alguno relacionado con sus descubridores. Lo que significaría que este portento de la Naturaleza, este ejemplar único, podría ser designado como Perezaurio o Dinofernandezaurio, si es que no se recurre al aún más ridículo de Sombrerosaurio, por el sitio de la provincia de Chubut en que fue encontrado, junto con otro montón de huesos. (Que acaso fueran de su familia o de su relación, dado que, según parece, ese sitio era algo así como la Recoleta de aquellos tiempos prehistóricos). Pero yendo al punto, si esta bestia que alcanzaba semejante envergadura alimentándose tan solo de pastitos y otros vegetales que encontraría por allí, cumple con la doble condición de su extraordinaria envergadura y de haber sido descubierto –porque por allí andaría pastando- en tierras argentinas, no hay que pensarlo más. El único nombre que le cabe y para que así se lo reconozca hoy y así también lo mencione la posteridad, es el que sin duda 40 millones de tipos ya están pensando: DinoKa o Néstorsaurio, naturalmente que por él, por el Nestornauta, por el ex presidente Kirchner. Porque Néstor, acaso el más grande de los políticos con que ha contado el país y sagaz hasta el punto de elegir por esposa a quien habría de ser, también ella, presidenta de la República, hoy tiene monumentos y llevan su nombre calles, avenidas, escuelas, hospitales y decenas de cosas. Pero hasta ahora ningún dinosaurio ha merecido ese homenaje. Acaso porque eran muy chicos o similares a otros miles que han andado por allí, matándose a colazos, patadas y mordiscones con los de su especie. Pero ahora, gracias a este formidable descubrimiento, ha llegado la hora de salvar esta ausencia, poniéndole al dinosaurio más grande y poderoso del mundo y descubierto precisamente en el sur del país, donde (acaso no por casualidad), brilló el genio de este político impar, el nombre de Néstorsaurio o de DinoKa. Salvo, lo que también es posible, que se descubriera que el animalito no era varón, en cuyo caso sólo cabría denominarla de esta manera: Cristinasaurio. El reo de la cortada de San Ignacio terminó de beber su café como si se tratara de un castigo y llamó al mozo. “Pibe –le dijo- ¿no sabés si este era el café que tomaban los dinosaurios?” Y como el mozo no supiera qué decirle, el reo agregó: “¿Sabés por qué te lo pregunto? Porque de esos bichos no quedó ni uno. ¿Entendés?” El mozo hizo se encogió de hombros y finalmente respondió: “Dinosaurios, fija que no. Pero me parece que igual tiene razón. Porque jubilados nos quedan cada vez menos”.

jueves, 15 de mayo de 2014

EL CAZADOR Papá, para vos se acabaron los tiros”. La sentencia el viejo la recibió en la cama, cubierto de frazadas, moqueando y tosiendo. No respondió nada pero la miró fijo. El médico de la prepaga terminó de hacer la receta y se la entregó a la mujer con alguna recomendación. Ella volvió a la carga. “No me mirés así. Pero decime, a la edad que tenés, ¿qué te falta matar? ¿Un elefante? ¿Qué hacías ayer en un bañado cazando patos, con el reuma que tenés? Yo ya no puedo más papá”. La hija y el médico salieron del cuarto. El viejo los siguió por el espejo del ropero. Se detuvieron frente a los trofeos colgados en la pared, las copas, las medallas y las fotos. Después ella le mostró el armero y el médico se quedó mirando, con la boca abierta. Cuando se fue, la mujer llamó al hermano para quejarse del padre. A la hora también él estaba allí. El viejo, que había estado dormitando, lo reconoció por el olor a colonia. “Ya está aquí el peluquero”, dijo en voz bIen alta, para que lo oyeran. El hijo se asomó a la entrada del dormitorio. “Viejo, ¿por qué no te dejás de joder? ¿O vos no hiciste siempre lo que te gustaba? Y sinó que lo diga mamá, la pobre”. El viejo no contestó, pero cuando se iba, le dijo: “¿Muchas permanentes hoy, che?” Los hijos se quedaron un rato charlando en el comedor y el viejo adivinó, por el murmullo nomás, que estaban decidiendo qué iban a hacer con él. Se fueron después de darle un té, una pastilla y un mar de recomendaciones. Y de dejarle también la TV prendida y el control remoto a mano. No bien oyó que cerraban la puerta de calle la apagó, apagó también la luz y se quedó en vela, cavilando con los ojos bien abiertos. Cuando despertó era cerca de mediodía. Se levantó y así, en camiseta y calzoncillos, recorrió el departamento para cerciorarse de que no hubiera nadie. Descolgó el teléfono, buscó en el ropero un sombrero alpino con plumita, que había traído de Italia y se lo puso; se sirvió un pastis y después de hacer un gesto redondo de salutación a sus trofeos, se lo tomó de un sorbo. Abrió entonces el armero, sacó su escopeta preferida, la cargó, se sentó en una banqueta, afirmó la culata del arma contra el suelo y contra el zócalo, para que no resbalara, apoyó la barbilla sobre la boca de los cañones y ensayó, con mucho esfuerzo, porque padecía de fuertes dolores en las articulaciones y en el cuello, llegar con la mano derecha hasta los gatillos mientras sostenía el arma con la izquierda. Pero cuando estaba por lograrlo entró la hija, lanzó un grito de horror que aterrorizó al vecindario y le arrancó la escopeta de las manos. La analista recomendó que no lo dejaran solo, por lo que los hijos, después de discutir quién no se iba a quedar con el viejo, lo anotaron en un club de gente sola. Y ella misma lo llevó por primera vez hasta el lugar, como había hecho su mamá cuando ingresó en la primaria. Estuvo un rato allí saludando gente, charlando zonceras y jugando al dominó con otros viejos. Después apareció una profesora de tai chi y le tocó hacer los ejercicios al lado de una vieja que no estaba tan arrugada como las otras. “¿Así que usted es cazador? –le dijo después, mientras tomaban un té con palmeritas-. Mi marido también. ¡Si habremos comido perdices y martinetas en escabeche!” En cuanto pudo se escabulló del club y se fue hasta el garaje donde guardaba la 4x4. La contempló un largo rato, después se sentó adentro, la puso en marcha para escuchar el ronroneo del motor, lo apagó y se quedó allí un buen rato sin saber qué hacer. Se le acercó el peón del garaje. “¿Necesita algo, maestro?” –le preguntó. Entonces el viejo, muerto de risa, le contó la historia del club. “Me dice que el marido era cazador y resulta que mataba para hacerse unos escabeches”. El peón no entendió mucho pero le dio la razón. En la oficina estaba la TV prendida. “¿Dónde es eso?” –le preguntó al muchacho. En la pantalla se veía a policías y civiles que corrían de un lado a otro, mientras se escuchaban tiros. “En una villa de Ingeniero Budge, acá nomas, por Fiorito. La Salada ¿vio? Quilombos como este allí hay todos los días”. Un vecino hablaba por la TV: “Me asaltaron tres veces este mes; me robaron la camioneta, quisieron violar a mi hija. Esto es la selva, acá no se puede vivir”. El peón y el sereno estaban comiendo pizza. Encargó otra y se quedó con ellos hasta la madrugada, charlando y tomando cerveza. Cuando regresó encontró que su hija lo estaba esperando, con una cara de vinagre que le recordó enseguida a la de su suegra. “Papá –le dijo dramática- ¿dónde estuviste hasta ahora? Llamé al club y te habías ido y mirá las horas que son”. Y agregó enseguida en tono amenazador: “Papá, no nos dejás opción”. Al irse, después de asegurarse que tomara las pastillas, le avisó: “Me llevo la llave del armero. Y mañana pongo un aviso para vender la Toyota”. “¿Ah, si?” –fue todo lo que le respondió. A la mañana, en cuanto se levantó, fue hasta el armero y rompió el vidrio de un bastonazo. Sacó un par de escopetas, un máuser y municiones; juntó una muda de ropa y un par de frazadas en una valija; levantó un listón del piso del dormitorio y recogió un fajo de dólares atados con una gomita; de la cocina sacó unas conservas, cubiertos y platos. Se bañó, se vistió, se colgó unos prismáticos del cuello, recogió la maleta y el bolso en el que había puesto las armas y salió para el garaje. “¿Va a cazar otra vez?”, preguntó extrañado el peón. No se tomó el trabajo de contestarle; asintió, tomó una guía de la guantera y luego de estudiarla un rato enfiló para Ingeniero Budge. Después de dar unas vueltas por el barrio, con un vendedor, se decidió por una casita de planta baja, entrada para coche y terraza, en una zona muy pobre que lindaba con una villa. Firmó el contrato de alquiler, pagó tres meses por adelantado y recibió las llaves de la casa. El de la inmobiliaria tuvo pena del viejo y cuando se iba en su 4x4 le dio un consejo: “Guárdela bien, que no la vean. A los de la villa las todoterreno los vuelven locos”. Cuando entró a la casa el sol todavía estaba alto. Guardó la camioneta y cerró la puerta con llave. Bajó las cosas, reconoció prolijamente el lugar, subió a la terraza y con los prismáticos examinó los alrededores. Luego bajó, comió algo y esperó que anocheciera. Entonces cargó las armas y las municiones, las frazadas, un poco de aguay comida y, con mucho trabajo, por la artritis, llevó todo hasta la terraza. Hecho esto bajó otra vez, dejó entreabierta la puerta del garaje, de modo que se viera que adentro había una 4x4 y volvió a la terraza. Se cubrió con una frazada, porque comenzaba a hacer frío, apoyó las escopetas contra la pared, empuñó el máuser, lo cargó, dejó a mano las cajas de municiones y apoyado en el parapeto, semioculto por una maceta grande que había allí mismo, simplemente se puso a esperar.

domingo, 11 de mayo de 2014

Circo criollo UN VALLADO MUY SOSPECHOSO Algo raro, muy raro, está ocurriendo en Plaza de Mayo. Si, en la plaza más antigua de la ciudad, la misma en la que, hace una pila de años, French y Beruti repartieron escarapelas y donde hoy ya nadie reparte nada, al menos gratis. En cambio, la inquietante novedad es que, casi en la mitad de la Plaza, se ha instalado un vallado como de dos metros de alto, compuesto por vallas negras de fierro, que van desde Hipólito Yrigoyen a Rivadavia. Pero no se detiene allí: avanza también sobre esta calle, deja apenas un hueco para que pasen ómnibus y automóviles y termina en la mismísima vereda del Banco Nación. Casi con seguridad y conociendo a los habitantes de la Rosada, allí se la instaló alguna vez en prevención de algún acto opositor y para que los manifestantes no pudieran llegar hasta el mismo despacho presidencial. Pero, ojo al piojo: ¿cuándo terminó ese acto, o lo que fuese, y por qué no la retiraron? Y es a partir de ahí que se suceden las preguntas … y las sospechas. Porque del otro lado de la valla, del lado del río, tal vez a menos de cien metros, allí suele encontrarse, los días que no está en El Calafate, la señora Fernández de Kirchner. Y los Kirchner, como bien se sabe, aman tres cosas, acaso sobre todas las demás: la guita, la seguridad personal y las propiedades. Y así fue que primero se enjaularon en la Rosada, rodeando el edificio de rejas. Pero además y casi al mismo tiempo, se apropiaron del primer tramo de la histórica calle Balcarce, obligando a los transportes que pasaban por allí a hacerlo por otro lado. Y, como si esto fuera poco, también se adueñaron de los terrenos de la contigua Plaza Colón. Pero la historia, como todos saben, no termina ahí. Ya que una vez dueños de esa plaza otrora para todo público, advirtieron que don Cristóbal Colón les caía mal y decidieron retirar su monumento. En lo que tal vez constituya el acto más justo de su gestión presidencial, ya que a causa de que este marino genovés inició aquella loca aventura en el puerto de Palos, los Kirchner y los Fernández hoy se hallan al timón de la República. Cuando, si sus tres carabelas hubieran anclado en la India, como pretendía, o se hubieran ido simplemente a pique, tal vez los destinos del país hubieran sido otros. Como por ejemplo, que hoy estuviéramos siendo gobernados por un ranquel o un querandí. Mejor o peor, vaya usted a saber, pero sin dudas con muchos menos impuestos y a salvo de La Cámpora. Pero volvamos a las vallas. Dados los antecedentes de esta gente, su pasión por apropiarse de lo que sea y ponerlo entre rejas, no sería de extrañar que esta subsistente división de la Plaza Mayor, tuviera menos que ver con el temor a un sitio de la Rosada por las fuerzas del mal, que con el propósito de quedarse también con un cacho de este lugar histórico. Pero además y entretanto, ¿qué es lo que está ocurriendo? Pues que, más allá del afeamiento del paseo, los cirujas que viven allí mismo o en los alrededores, les dan la utilidad que no tienen. Cuando lavan su ropa (acaso en la fuente donde aquellos manifestantes del 45 refrescaron sus pies doloridos), tienen que tenderla para que se seque. ¿Y dónde lo hacen? Pues en esas vallas horribles, a las que finalmente se les da un destino útil. Y de paso enriquecen el aspecto tercermundista del paseo y dan a los turistas que andan por allí, la magnífica oportunidad de tomar unas fotos espléndidas. Lo único que justificaría la permanencia en la Plaza de esos horribles vallados, sería que los servicio de Inteligencia (¿?) hubieran detectado que, efectivamente, se prepara un asalto a la Rosada. Y que, para dramatizar más la cosa, el asalto que se avecina lo llevará a cabo, no una partida de facinerosos comandados por la oposición y armados de cuchillos Tramontina, sino un ejército de subhumanos, provistos de un armamento sofisticadísimo, y a los que animaría un solo propósito: liquidar a cuantos se les pongan delante, abolir la República e instalar en la Casa de Gobierno no un nuevo Presidente, que ya no sería necesario, sino un despacho de café, choripanes y gaseosas. “Son todas macanas –dijo el reo de la cortada muerto de risa-. Mire si van a vender choris sólo con gaseosas. ¡Se funden en dos días!”

jueves, 1 de mayo de 2014

Circo criollo EL ALTO COSTO DE SER PRESIDENTE Hay quienes se han visto desconcertados o, inclusive, disgustados, por las recientes declaraciones de la señora Presidenta de la Nación, relativas al efecto que el arroz hace sobre su organismo: la constipa. Porque, en efecto, parece una revelación fuera de lugar, en particular para quien ejerce el más alto cargo de la Nación, como ocurre con la señora de Kirchner. Sin embargo, habrá que acostumbrarse a estas revelaciones hechas desde lo más alto de la jerarquía nacional y esto por motivos muy simples. En primer lugar porque en el 2015 dejará de ser Presidenta y en consecuencia lo único que está haciendo es adelantar un poco lo que más adelante será su regreso a la simple condición de señora de su casa y abuelita amorosa. Por lo que, los mismos argentinos que le han negado toda posibilidad de mantener el poder, no tienen ahora ningún derecho de quejarse porque la Señora adelante, siquiera un poquito, su regreso a la etapa estrictamente familiar. Lo que, sin embargo, no implicará que un día se la vea barriendo la vereda de la calle Balcarce antes de retirarse de la Rosada. Por otra parte esa historia de su constipación, dicha así, como al pasar, tal vez implique, consciente o inconscientemente, una suerte de reproche a la ciudadanía que supo elegirla por dos veces para la Presidencia de la Nación o, si no tanto, al menos una revelación de que su estada durante ocho años al frente del Gobierno, le ha significado un sacrificio importante. Porque para el constipado las oportunidades de salir, aunque sea brevemente de esa triste condición, son por demás importantes. Ya que si el tipo que sufre de ese mal es un cualquiera, un empleado público, un jornalero, no pasa nada. Interrumpe lo que sea, una conversación en la cantina, un partido de fútbol por TV, una siesta con la patrona, va al baño, se alivia y ya está, queda como nuevo y reconciliado con su naturaleza. Pero no es lo mismo, ni por asomo, el caso de quien ejerce un cargo tan alto como el de Presidente. Porque bajo esa circunstancia y si le vienen las ganas, después de un largo período de bloqueo intestinal, podrá o no podrá satisfacer las exigencias de su naturaleza. Porque si no está atendiendo ningún asunto importante, todo marchará de maravillas. Pero si está en un acto solemne, si el momento único y acuciante la sorprende durante un discurso propio o de algún personaje de valía, si tiene una multitud delante que corea su nombre o si debe recibir a un embajador del Primer Mundo, ahí la cosa se complica. Y, eso lo saben bien los constipados, oportunidad que se pierde no regresa así nomás. Y, por añadidura, el aguantarse contra Natura suele derivar en una acentuación de la circunstancia penosa por la que suele transitar el constipado. Es decir que la declaración de la señora no ha sido al pasar ni porque se le ocurrió en ese momento. La circunstancia de estar hablando precisamente del arroz, un constipante serial, seguramente le trajo los más tristes recuerdos de su gestión y de allí que haya aprovechado esa circunstancia, para dar a conocer los sufrimientos que también puede provocar el ejercicio del cargo presidencial. O sea, en el ejercicio de la Presidencia no todo es miel y hojuelas; también implica tremendos sacrificios, como puede suceder si el que ejerce el cargo es un constipado. El reo de la cortada de San Ignacio apuró la ginebra y luego comentó: “Sabe, maestro, que yo la veía medio demacrada. Y mire por lo que era: la constipación. Y digo yo, ¿no habrá sido esa la causa de aquella escala misteriosa que el avión que la llevaba ya ni me acuerdo a donde, hizo en esas islas llamadas la Seychelles? Porque me han dicho que las letrinas de los aviones son medio incómodas. ¿O no?”

martes, 29 de abril de 2014

GORDITA Él leía el diario y de vez en cuando, sin mirarla, alzaba la taza de café con leche y bebía un sorbo. Ella, del otro lado de la mesa, tomaba mate y mordía un grisin dietético. Desayunaban en silencio, como todas las mañanas, separados por el diario; él absorbido por las noticias y ella dirigiendo unas veces miradas lánguidas al jardín y otras a las páginas que tenía delante. En eso estaba, precisamente, cuando se le ocurrió comentar en voz alta un aviso. “Mirá –dijo- con la falta que le haría a los chicos ese lavarropas. ¡Y qué barato que lo tienen! Él bajó el diario y la miró fijo, con expresión de furia. “¿Gorda, querés dejar de gastar, por amor de Dios? ¿Quién te creés que soy? ¿Rockefeller?” Ella se arrepintió al instante de haber hablado, pero él prosiguió: ¿O no te das cuenta de lo que está pasando? La fábrica está fundida. Debo dos quincenas. Los brasileños me están haciendo pelota y demás tengo una inspección de la AFIP en la oficina”. Dio un golpe en la mesa que hizo saltar la taza, hizo un bollo con el diario, lo arrojó al suelo y se levantó. Pero antes de salir la amenazó con el dedo: “Gorda, te voy a anular la tarjeta, ¿me oís? ¡Te la voy a anular! Ella lo vio salir en su Rover blanco aún con cara de bronca. Miró la hora. Todavía faltaba un rato para que llegara la mucama. Prendió la televisión y se entretuvo mirando un programa de cocina. A las nueve en punto sonó el timbre de la calle y también la campanilla del teléfono. Atendió este último mientras, golpeando en la ventana, le hacía señas a la mucama de que esperara. El que la llamaba era el gerente de la fábrica. “No se –le dijo- de aquí salió puntual, como siempre. Le habrá pasado algo al auto”. Media hora después, cuando estaba tomando una segunda ronda de mate, esta vez con cuernitos que había traído la muchacha, volvió a llamar el gerente. “No contesta el celular –le dijo-. Y acá están los de impositiva que preguntan por él”. No supo qué decirle y de inmediato llamó también ella al celular. Un mensaje grabado le indicó que estaba fuera de servicio. Comenzó a preocuparse, llamó a casa de su hija, luego a la fábrica y cuando se estaba preguntando qué podría hacer, sonó de nuevo el teléfono. Una voz oscura, de acento extranjero, como de alguien que ha elegido un tono muy bajo, pero que está pegado al micrófono, quiso saber si estaba hablando “con la señora” y dio su nombre. Tras el sí, pasó a decirle que habían secuestrado a su marido y que si no entregaba diez mil dólares lo iban a matar. “¿Diez mil dólares? ¿Pero de dónde puedo yo sacar diez mil dólares?”, atinó a responder confundida y muerta de miedo. Entonces escuchó que en la otra punta de la línea se producía un cabildeo y, luego de un par de minutos, apareció la voz de él, muy alterada, pero queriendo a la vez parecer calma y precisa. “Mirá querida –le dijo- quedate tranquila. Son unos buenos muchachos y yo sé que no me van a hacer nada. Todo va a salir bien si seguís sus instrucciones”. “Si –lo interrumpió ella histérica-¿pero de dónde saco los diez mil dólares?” Entonces él, luego de rogarle que no se pusiera nerviosa y que lo escuchara con atención, le dijo: “Vos sabés que tenemos una caja de seguridad en el Banco Nación, ¿no? ¿Te acordás que una vez fuimos a firmar cuando la sacamos? Si, te tenés que acordar. Bueno mi amor, la llave de la caja está en el primer cajón de mi escritorio. Vos vas, agarrás la llave, tomás un taxi, vas al banco, sacás la plata, volvés a casa y esperás que estos señores te llamen. ¿Entendés, querida?” “¿Pero ahí hay diez mil dólares?” –insistió ella. Y antes de que él pudiera responder volvió a escuchar la voz del secuestrador, ahora mucho más clara y definitivamente extranjera. “Basta, señora. Vaya y busque la plata y no hable con nadie de esto. La llamamos dentro de dos horas. Y si no la tienen van a encontrar a su marido en el baúl del auto, con un tiro en la cabeza”. Y colgó. Cuando ella se pudo reponer del susto, se vistió a las apuradas, buscó la llave, le dejó unas instrucciones incoherentes a la mucama y salió a buscar un taxi para llegar rápido al banco. Le dio el número al empleado, éste la guió por unos pasillos que le parecieron interminables y finalmente la dejó sola junto al tesoro abierto. Retiró la caja, que era una de las grandes, con extremo cuidado; la depositó en una mesa y levantó la tapa. Lo que vio allí le provocó mareos: la caja metálica rebosaba de billetes y monedas de oro. La cerró, convencida de que cuando la volviera a abrir el espejismo se disiparía. Pero no, allí volvía a estar toda esa fortuna de la que no tenía ni idea. Entonces, después de serenarse, fue en busca del empleado y le pidió que le abriera un gabinete privado, donde pasó la siguiente hora contando dólares, euros y mejicanos de oro, examinando resúmenes de depósitos en bancos extranjeros y barajando paquetes de acciones. El empleado, que golpeó la puerta para preguntarle si le pasaba algo, la sacó del shock en que estaba sumida. Aún se quedó un par de minutos más y finalmente tomó un fajo de billetes, separó diez mil dólares, los metió en su cartera y devolvió la caja a su lugar. En la calle, con la cartera apretada a su cuerpo, desechó la idea de tomar un taxi y se largó a caminar sumida en el miedo y la confusión. Cansada, se detuvo en un bar, pidió un sándwich tostado y una gaseosa y se quedó un largo rato meditando una decisión. Cuando miró el reloj advirtió que hacía mucho que había pasado el plazo concedido por los secuestradores. Por lo que, ahora sí, tomó un taxi y regresó a casa. Lo primero que le dijo la mucama fue que habían llamado dos veces de la fábrica y que también dos o tres veces había sonado el teléfono pero no había respondido nadie. Le hico un gesto, como para que se despreocupara y se encerró en el dormitorio, junto al teléfono, abrazada a la cartera, esperando una nueva llamada. Al primer ring se sobresaltó y se puso a temblar, pero atinó a decirle a la mucama que no atendiera por el otro teléfono, que la dejara a ella. Sonó dos, tres, cuatro veces más. Al fin levantó el tubo pero no habló. Del otro lado llegó a distinguir un murmullo, pero nada más. Al fin la voz conocida dijo: “¿Es usted? ¿Está sola?” Ella dejó correr otro largo silencio y al final dijo: “Si”. “Ah, bien –respondió el hombre-. ¿Tiene la plata?” Y como no recibiera respuesta, insistió: “¿Tiene la plata?” Ella siguió muda y tensa. Se produjo, del otro lado de la línea, un entredicho. Alguien, a los gritos y también con acento extranjero, estaba diciendo: “Decile a esa cabrona que lo matamos, que le metemos bala ya mismo”. Y después, la voz de su marido implorando que lo dejaran hablar a él. “Hola –dijo- ¿estás ahí? ¿Estás ahí? –casi gritó-. Ella, después de lanzar un enorme suspiro, apenas dijo “si”. Entonces él recuperó la confianza, se le notó en la voz que sonreía y que seguramente hacía señas a sus captores. “¿Fuiste a la caja? ¿Tenés los diez mil?” Ella repitió el “si”. “Ah, muy bien gordita, muy bien. Entonces gordita, está todo arreglado. Ahora lo que tenés que hacer es nada más que seguir las instrucciones que te a dar este señor. Te paso con él. Chau mi amor”. El secuestrador habló: “Señora”. Ella no respondió. “Señora” –repitió más alto. Ella colgó. Quedó unos minutos indecisa, temblando, sentada en la cama y sin soltar la cartera. Cuando volvió a vibrar la campanilla, levantó el auricular y escuchó en silencio. El secuestrador repetía: “Señora, señora. Hable o lo matamos”. Mientras de fondo alcanzaba a oír la voz desesperada de su marido, que clamaba: “Gordita, gordita, ¿qué hacés?” Ella volvió a colgar, pero esta vez se agachó, buscó la ficha del teléfono y lo desconectó. Después fue hasta donde estaba la mucama y le dijo con naturalidad: “Comamos, que mi marido está demorado”. Comieron en la cocina y de pronto ella señaló con el tenedor un lugar vacío y dijo: “¿Ves? Allí voy a poner un freezer”. Tragó un bocado y enseguida agregó: “Y voy a hacer empapelar mi dormitorio”.

miércoles, 23 de abril de 2014

Circo criollo NOSTALGIA DEL VIGILANTE DE LA ESQUINA Lisandro Medina era “el agente de la esquina”. Lo interpretaba, por radio y en un horario central, el actor cómico Tomás Simari, quien iniciaba el programa recitando unos versitos en los que afirmaba que su alegría mayor, era decirle al superior: “señor, en esta parada, no ha ocurrido nunca nada, desde que la atiendo yo”. El éxito del personaje estaba relacionado con la popularidad que tenía el vigilante en la ciudad. Aún recuerdo al que teníamos haciendo su turno de ocho horas en Guayquiraró y San Eduardo. Se llamaba Juan, revistaba en la comisaría 11ª y los pibes le decíamos Juancito. Era un amigo, un vecino más y en las largas noches de invierno era una fija que alguno de nosotros, los de la barra, le acercáramos un sándwich de dulce de membrillo o un café con leche bien caliente. El vigilante de la esquina desapareció de Buenos Aires, lo mismo que las rondas nocturnas. Eso ocurrió en los 70, bajo el gobierno militar. Y la causa de tal decisión fue la guerrilla, ya que el vigilante, solo y en la esquina, era un blanco fácil para los guerrilleros. Que en aquellos tiempos mataron a varios de ellos. Y algunos de los asesinos, como el dirigente pero-monto Rodolfo Galimberti, llegaron a vanagloriarse de eso. Ahora bien, de aquello han pasado muchos años. Desde el 83 que contamos con democracia en el país; un gobierno sucede a otro y si bien no han faltado las crisis y las renuncias anticipadas de mandatarios, las elecciones se realizan regularmente, los presidentes se suceden unos a otros y no existe, al menos hasta hoy, posibilidad alguna de una vuelta a aquel pasado feroz. Sin embargo, no ha regresado el vigilante de la esquina. Y, tal vez no por casualidad, lo que sí ha regresado es la sensación (y algo más) de inseguridad que aqueja a los vecinos de la Capital, del Gran Buenos Aires y de otras grandes ciudades, como Rosario. Lo que se atribuye a varias causas. Porque hoy se habla de los motochorros, mañana de los sicarios, pasado se explica que la culpa la tienen la merca y el bandidaje organizado a su alrededor, o se le atribuye a la lenidad de las leyes, a la corrupción de policías y jueces y a los morochos de las villas. O más amplio todavía: a que la clase política se rasca el higo y le importa un belín lo que pasa, porque anda con custodia o vive en Puerto Madero. Ante lo cual ¿qué hace, a qué remedio acude el común de los habitantes de clase media de la ciudad? Pues a un viejo, viejísimo remedio: el vigilante de la esquina. Pero no ya a aquel que representaba “el hombre de las mil voces”, o sea Tomás Simari, sino a una versión mucho más cara y, además, mucho más limitada e imperfecta. Porque el vigilante no regresó a las esquinas como antaño y mucho menos las 24 horas en tres turnos, como era usual y tampoco volvieron las rondas nocturnas, que andaban pulsando los picaportes de las puertas de calle, para verificar que estuviesen bien cerradas. Ahora se contrata, en la comisaría del barrio, a buen precio (rigurosamente actualizado por inflación), un servicio de vigilancia exclusivamente nocturno. El que consiste en una garita azul y bien iluminada, en la que se instala el uniformado a escuchar la radio y leer alguna revista y de la que muy raramente sale a dar una vuelta por los alrededores, esto es, exclusivamente por la cuadra o las cuadras de los vecinos que pagan el estipendio mensual. Lo que más que proteger a los habitantes del barrio contribuye a que los propietarios de automóviles que se resisten a pagar lo que hoy cuesta un garaje, los dejen en esas cuadras que disfrutan de vigilancia nocturna paga. Mientras a chorros y asesinos les basta con eludir esas cabinas iluminadas para proseguir su faena nocturna o, si se les antoja, actuar de día, cuando jamás hay algún uniformado a la vista, ni leyendo el diario. El reo de la cortada aseveró que, de joven, era muy nochero. “Pero ahora –declaró- con esta inseguridad, me quedo en la pieza viendo TV”. Y tras una pausa preguntó, muy interesado: “Dígame maestro, ¿no sabe si la gente sigue yendo al Marabú y al Chantecler?”

martes, 15 de abril de 2014

COINCIDENCIAS Despertó sobresaltada. Estiró el brazo en busca de su marido y no lo halló. Enseguida se tranquilizó, porque desde el baño le llegó el ruido de la ducha. Todo estaba bien. Encendió la luz del velador, bajó de la cama, se calzó las chinelas, se echó encima un saquito de lana, porque sintió un poco de frío y se dirigió al cuarto de al lado, a despertar a las nenas y luego a preparar el desayuno para los cuatro. Despertó sobresaltado, por el frío y por el ruido que hacían los de al lado. Le dolía la cabeza, tenía resaca y náuseas. Abrió penosamente los ojos mientras tanteaba con una mano en busca de la mujer con que se había venido de la disco. No estaba, sólo quedaba de ella el olor a perfume barato, que se mezclaba con el del vino y el cigarrillo y le provocaba náuseas. Se incorporó trabajosamente y, casi sin esperanzas, se dirigió al pantalón que colgaba de la silla y revisó los bolsillos: no le había dejado ni las monedas. La mayor ya estaba despierta y se restregaba los ojos. La más chica todavía dormía. Las besó a las dos pero se quedó un instante con los labios pegados a la frente de la menor. “Oh, oh –temió- me parece que está con fiebre”. Ayudó a la otra a levantarse y al cruzarse con su marido, que salía del baño, mientras le daba un beso al pasar, le comentó: “Me parece que Patri va a tener que ir sola al jardín. La beba tiene un poco de temperatura”. Se puso los pantalones y una campera, tomó una toalla mugrienta y salió al patio a poner la cabeza bajo la canilla de la pileta. Se estuvo así un buen rato y cuando volvió a la pieza estaba apenas un poco mejor. Pensó que un mate o un café le vendrían bien, pero por más que buscó en las latas que tenía desparramadas por el suelo no encontró nada. Tampoco halló cigarrillos, ni pan de ayer ni una galleta. “Puta de mierda” –masculló. Y después, porque los ruidos de la pieza de al lado no cesaban, gritó: “¡Déjense de joder, trabas hijos de puta!”. El marido terminó de vestir a Patricia y le preparó el Nesquick. Ella regresó del baño con Agustina y cara de malas noticias. “La nena vomitó. ¿Te parece que llamemos al médico?” Èl la examinó, le tocó la frente. “¿A Ramos? –preguntó-. ¿O a la guardia de emergencia?” Ella no dudó. “A Ramos. Los médicos se levantan temprano”. Le abrió la puerta un tipo joven que no tenía puesto más que un slip. Adentro había dos o tres tipos más, desnudos, sobre un colchón grande tirado en el piso. También había botellas y latas de cerveza. La música era atronadora. “Flaco –le dijo- ¿no tendrías un Geniol? Se me parte el mate”. El otro lo miró con sorna. “¿No querés entrar?” Y abrió más la puerta. En un rincón había otro tipo, totalmente pasado de merca. Insistió: “Un Geniol. Nada más, un Geniol”. “¿Pero vos que te creés, boludo? ¿Qué esto es una farmacia?” Y le cerró la puerta. Lo llamaron a Ramos, que hizo un par de preguntas y quedó en ir para allá. Patricia terminó de tomar la leche y preguntó qué le pasaba a la hermanita, a la que la madre tenía en brazos mientras la acunaba. “Nada, nada, un poco de fiebre, nada más”. El marido, como hacía siempre antes de salir, había prendido la TV para saber la temperatura y el pronóstico. “Nublado y fresco” –anunció-. Ella le recomendó que llevara un abrigo por si volvía tarde. Volvió a su pieza furioso, agarró el revólver, lo amartilló y se dirigió de nuevo a la pieza de al lado. Golpeó con fuerza y cuando el otro le abrió, le apoyó el arma en la frente y le gritó: “¿Me vas a dar o no un Geniol, maricón hijo de puta?” Adentro de la pieza se armó un alboroto. Y como le pareciera que uno de los que estaba tirado en el colchón iba a manotear algo, agarró del pelo al que le había abierto la puerta, lo hizo girar y, escudado en él, apuntó a los demás, “¡Al que se mueva lo liquido!” También le pusieron un abrigo de lana a Patricia, antes de colocarle la mochila. Él miró el reloj y comentó: “Para ella todavía es demasiado temprano. No deben haber llegado ni las maestras jardineras”. “Pero a vos se te va a hacer tarde –observó ella-. ¿Querés que llame a mamá, a ver si ella la puede llevar?” “No –bromeó él- a tu vieja no. ¿Para qué soy el capo de la agencia? Por un día que llegue tarde…” Y se sentó frente al televisor para hacer tiempo. Patricia se desembarazó de la mochila, se sentó al lado de su padre y le pidió que le pusiera dibujitos. No tenían Geniol peo le dieron otras pastillas que ponderaron como lo mejor para la resaca. Tomó dos y se quedó un rato sentado esperando que le hicieran efecto. Lamentó no haberles sacado también café y yerba. Después de un rato, ya un poco mejor, se puso a reflexionar sobre su situación y concluyó que no le quedaba otra. Si quería comer y fumar, tenía que salir a chorear. Se puso el arma en el bolsillo interior de la campera y salió a la calle. La mamá la arropó a Agustina en la cama, donde se quedó quietita, medio adormilada. Después volvió donde estaban su marido y Patricia. “No debe ser más que una angina”, comentó. “Vos usaste el coche ayer –recordó él-. ¿Dónde pusiste las llaves y los documentos? ¿Me los traés?” Ella salió a buscarlos mientras él, luego de mirar la hora en su reloj, volvió a ponerle la mochila a la nena. “Ya vamos a salir para el jardín”, le dijo, porque ella se resistía a que la molestaran mientras estaba viendo los dibujitos. Se puso a caminar sin saber muy bien para dónde. La cabeza le pesaba, sentía la boca reseca y no podía coordinar bien. Pero caminó y caminó, mirando acá y allá. Se tentó con un supermercado que acababa de levantar la cortina, pero advirtió que había un vigilante muy cerca y que los coreanos eran por lo menos tres. Se cruzó con un viejo solitario, pero le echó una mirada a los botines y dedujo que no le podría sacar más que unas monedas. Dobló la esquina y se vio en un barrio de casas. En la calle, no había ni un alma. “Bueno, basta de televisión”, dijo él y luego de apagarla con el control remoto, frenó las protestas de Patricia haciéndole unas monerías; la levantó y se dirigieron al garaje. La puso en el asiento de atrás y él se dirigió a activar la puerta levadiza. “Dejá –dijo ella, que los había estado siguiendo- lo hago yo”. Antes de hacerlo y mientras él se ponía al volante, le golpeó la ventana a Patricia. “¿Estás contenta que hoy te lleva tu papá?” Pulsó el botón y la puerta comenzó a levantarse mientras él ponía el auto en marcha. Estaba en la esquina, con las manos en los bolsillos y aquejado por un temblor que atribuyó al frío. No sabía qué rumbo iba a tomar cuando observó movimiento en una casa de la vereda de enfrente. Se levantaba el portón del garage y un auto, manejado por un tipo de anteojos, que llevaba una nena en el asiento trasero, salía marcha atrás. Cuando empezaba a girar para tomar la calle, salió una mujer con un saquito sobre los hombros, a despedirlos. El hombre y la nena también movían las manos y reían. El auto terminó de bajar a la calzada y se alejó a marcha lenta. “Llamame –le dijo él mientras maniobraba- en cuanto sepas lo que le encontró Ramos. Si no estoy en la oficina llamame al celular”. Puso primera, luego segunda y se alejó a marcha lenta hasta perderse en la esquina. Ella le dijo que si con la cabeza y se dirigió a pulsar el botón para bajar la puerta del garaje. Pero cuando iba a hacerlo advirtió que, en su vereda, había una tremenda caca de perro. “Malditos perros y malditos dueños” –murmuró y se dirigió al interior del garaje en busca de un balde para llenarlo con agua. Él advirtió que, pese a que la mujer había desaparecido de su vista, el portón no se cerraba. Entonces se fue acercando sin dejar de mirar a su alrededor. En la cuadra seguía sin aparecer nadie. Cruzó rápido la calle y cuando ya estaba sobre la entrada del garaje, apareció la mujer con el balde en la mano. No bien lo tuvo frente a ella y lo vio echar mano al interior de la campera, adivinó lo que estaba haciendo ese hombre allí y selanzó sobre la botonera para cerrar el portón. Llegó a hacerlo, pero él dio unos rápidos pasos y se metió adentro antes de que bajara la puerta. Por lo que quedó encerrada en el garaje, casi en tinieblas, con un tipo que la apuntaba con un revolver. Como venía deslumbrado de la calle apenas si llegaba a verla. Entonces amartilló el revolver, para asustarla y le gritó: “¡Quedate ahí o te mato!”, mientras extendía la mano libre para agarrarla. Ella escuchó el grito, vio el revolver en su mano derecha que le apuntaba a la cabeza y sintió que la mano izquierda se metía en su pecho. Como un relámpago se le presentó una imagen aterradora. Pero en lugar de paralizarse de miedo atinó a desprenderse de esa mano. Dejó caer el balde lleno de agua y salió corriendo hacia el interior de la casa, pidiendo socorro a los gritos. ` Él se quedó con el saquito de lana en la mano, sintió la mojadura en los pies y vio, en la semipenumbra, que ella se dirigía corriendo hacia una puerta entreabierta. Le sobrevino el pánico. Si ella la alcanzaba podía quedarse encerrado en ese maldito garaje a oscuras. Y mientras lo abría ella tendría tiempo de llamar al patrullero. Le gritó que se detuviera, le advirtió que le iba a tirar. Y cuando advirtió que era inútil, que ella no se detenía y estaba por alcanzar la puerta, temblando como una hoja, disparó cerrando los ojos. La bala le entró por la nuca. Difícilmente haya sentido nada. Cayó en el umbral del lavadero y muy pronto aquello se llenó de sangre. Él se acercó a la mujer, vio que no se movía, que estaba muerta. Sintió un miedo intenso. No se atrevió a pasar sobre su cuerpo. Tanteó en cambio en busca de una llave de luz y la prendió. Después apoyó la espalda en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado y sin dejar de temblar. “Trabas de mierda –murmuró-. ¿Qué carajo me dieron? Le sorprendió ver que aún tenía el arma en la mano y la dejó en el suelo. Dudó un buen rato en decidir qué hacer, si salir por el garaje o buscar otra puerta más discreta, cuando oyó el llanto de una criatura. No lo pensó más: apretó el botón que abría la puerta levadiza y no bien se hizo un hueco para que pudiera pasar por debajo, salió corriendo. Cuando llegó el doctor Ramos la policía ya estaba allí y una vecina s había hecho cargo de la nena. Esperaban al padre. Al oficial le estaban informando que habían encontrado a un viejo chorro a dos cuadras de allí, medio muerto. Ramos le preguntó qué creía que había pasado. El oficial le echó un vistazo a la mujer, examinó someramente el balde, el saco de lana y el revólver, reparó en el charco de agua y dijo: “Coincidencias, nada más que putas coincidencias”.

sábado, 5 de abril de 2014

Circo criollo PAPELONES HISTÓRICOS Los opositores y los medios que baten el parche por ellos, no se han cansado de criticar al gobierno por el tema de la cosechadora que se envió a Angola a cuenta de mayor cantidad, debido a que la firma que la fabricaba o trataba de hacerlo, hoy está cerrada, la sociedad en convocatoria y un escándalo se cierne sobre las autoridades. Es cierto, antes de subirla al barco, tal vez hubiera sido mejor probar, tocando algún botón del tablero o moviendo alguna palanca, si ese engendro andaba, antes de llevarla de acá para allá. Con todo lo que eso significa en materia de fletes, de embarques y desembarques de semejante mole y del consiguiente papelón ante las autoridades de ese país africano. Sin embargo es preciso señalar que no todo está perdido. Según versiones de buena fuente ya salió para Angola un ingeniero argentino, con rango diplomático y todos los gastos pagos para él y para dos auxiliares mecánicos de un desarmadero trucho, con la misión de poner en marcha la cosechadora o, en su defecto, de desarmarla y fabricar con ella otros artículos que podrían ser de gran interés para los pibes de aquella nación. Como, por ejemplo, trineos. Habiéndose calculado, sobre la base de los hierros que podrían ser de utilidad de la cosechadora, que podrían llegar a fabricarse hasta una docena de trineos e innumerable cantidad de patines también para deslizarse sobre el hielo, para regocijo de la muchachada de ese país. Por otra parte quien fuera responsable de esta fallida gestión comercial y causante de los enormes gastos que ha generado a la República, ya ha sido castigado por la señora Presidenta, para que esas cosas no vuelvan a ocurrir. Como se sabe, el señor Moreno ha sido destinado a un cargo irrelevante a miles de kilómetros de Buenos Aires, en la ciudad de Roma, capital de Italia. Vale decir que el señor Moreno, debido a los errores acumulados en su gestión como ministro –los que incluyen el desaguisado este de la cosechadora inmóvil- hoy los está pagando lejos de la Patria y lejos también del asado de los domingos, de los bizcochitos con grasa y de los supermercadistas. A los que tanto temor provocaba con su política de precios congelados, al llevarla a cabo con tanto rigor y con tan señalado éxito. Además y por lo que se sabe, tampoco le sirve de consuelo el estar allí, a pasos del Papa argentino. Ya que éste se niega a poner precios máximos en el Vaticano, a cotizar las bendiciones y a jugar con él al jodete. Por otro lado el efecto cosechadora, el papelón Angola o como quiera llamársele, también se ha visto reflejado en la conducta presidencial. No tanto por los golpes que aparentemente se auto inflige la señora, sino por el cambio de política. No sólo han cesado los viajes a países inverosímiles con propósitos extravagantes, sino que además se ha nombrado al frente de Economía a un marxista, aunque un marxista moderno, tal vez de Putin, porque lo primero que se le ocurrió, tras el exilio de Moreno, fue una suba del tipo de cambio y una remoción de subsidios que seguramente hubiesen dejado atónito al bueno de Lenin. Pero no sólo eso, la misma señora Presidenta decidió dar un paso al costado, por una vez sin caerse, y ceñirse de acá en adelante casi exclusivamente a estas dos funciones: una, hablar por TV con cierta frecuencia, porque le resulta entretenido ver a la noche en la versión grabada y mientras cena, a la señora que traduce sus palabras a los sordos; y dos, dedicarse, como lo ha prometido, a ser la madre de aquí en más de todos los argentinos. Y también por dos motivos. Uno, porque ya no podrá ser reelegida. Y dos, porque sabe que a los criollos se les podrán reprochar muchas cosas, pero que ninguno, nunca jamás, va a ser capaz de ir hasta El Calafate a reclamarle a la vieja, nada menos que a la vieja, esa santa, porque se quedó con un vuelto o tiene unos pesos ahorrados en las Seychelles. El reo de la cortada de San Ignacio estaba preocupado y no por la jubileta, sino por los ingleses. Y así se le hizo saber al parroquiano que ocupaba la mesa de al lado, en el Margot. ¿Pero usted vio –le dijo mientras revolvía su café- lo que la reina le llevó al Papa? Nosotros la criticamos a la Señora porque le regaló un termo de cuatro mangos. ¿Y la reina de Inglaterra, qué? Mucho peor, maestro. Le llevó cerveza, miel, ¡una docena de huevos!, y un whisky berreta. ¡Al Papa! Si hubiera sido yo, que soy un jubilado con la mínima, vaya y pase. Pero a ella, a la reina de Inglaterra, dígame, con una mano en el corazón, ¿anda tan tirada esta gente que no le alcanzó ni para comprarle un Smuggler a Francisco?”

martes, 25 de marzo de 2014

ETRUSCO DESCONOCIDO Para Osvaldo Martínez su padre fue siempre Ambrosio Solimano, aunque supiera que su padre biológico era otro que se llamaba, como él, Osvaldo Martínez. Lo que pasó fue que éste murió cuando Osvaldito tenía menos de 4 años, por lo que apenas le quedó un recuerdo borroso de su progenitor. Alguien tirado en una cama, muy flaco y macilento, al que los dientes parecían querer escapárseles de la cara. Un día, cuando ya había cumplido los cinco, la mamá le presentó a Ambrosio Solimano diciéndole que iba a ser su papá. Ambrosio era mecánico de Lavarropas Martinco, se casó con su mamá y así fue que tuvo dos hermanitas, Sofía, por Sofía Loren y Claudia, por Claudia Cardinale. Cuando los amigos le preguntaban a Ambrosio si no pensaba insistir hasta tener un maschio, lo señalaba orgulloso a Osvaldito y decía que con él tenía suficiente. Lo llevó a la cancha de Boca y lo presentó a los de la barra brava como “Osvaldo, mi hijo”. Y como parte de la familia participó también de las ravioladas de los domingos en casa de la nona Solimano y de las salidas a pescar en la laguna Chis Chis, en el Rastrojero del tío Franco. Ambrosio prosperó y puso un taller para autos en el que, en lugar de poner fotos de mujeres desnudas, puso las de los jugadores de Boca: el Pibe Lazzati, el Gato Mussimesi, el Rata Rattin y una gran bandera azul y oro. Osvaldo entró al taller como aprendiz no bien terminó la primaria, mientras que sus hermanitas tenían fijado un temprano destino de maestras en el colegio de las Ursulinas Descalzas, que estaba a la vuelta. Osvaldo tenía su vida tan señalada como Sofía y Claudia. Trabajaba de día en el taller y de noche estudiaba en una escuela técnica, soñando con que algún día prepararía coches de carrera. Y tal vez hubiera sido así de no mediar una pequeña distracción en su desempeño como mecánico. Debió haber cometido un grueso error al cambiarle la cita de frenos a un auto, tal vez por estar demasiado pendiente de los Beatles y de su versión de The Yellow Submarine mientras hacía su trabajo. Pero lo cierto es que de golpe irrumpió en el taller, fuera de sí, el hombre en cuya unidad acababa de hacer la reparación. Por lo que pudo entender, al llegar a una esquina apretó el freno para evitar un choque y el auto, en lugar de detenerse, fue a dar de lleno contra el triciclo de un repartidor de pan. Y ahora no sólo tenía que reparar la abolladura, sino hacerse cargo también del triciclo y del gallego que lo tripulaba. La reacción de Ambrosio en la ocasión fue la que cambió la historia de Osvaldo. Porque tras escuchar al cliente e individualizar al culpable, le brotó lo más primitivo de su gruesa sangre mediterránea. Lo agarró del pelo y sin dejar de zamarrearlo le gritó: “¡Tenías que ser tan pelotudo como tu padre!” Esa misma noche Osvaldo decidió tres cosas: hacerse hincha de River, seguir la secundaria y rescatar la memoria de su padre biológico. “Mamá –empezó un miércoles a la noche, de sobremesa, aprovechando que Ambrosio había ido a ver box a la Federación- ¿cómo era papá?” “Osvaldo era un buen hombre” –empezó a decir la madre, algo confundida. A fuerza insistir, preguntándole mientras lavaba los platos o cuando salía a tender la ropa al patio, se fue enterando que su padre era del Bajo Flores, hijo de un almacenero que tenía negocio en Zuviría y Carabobo, que un hermano suyo desapareció luego de ser llamado a hacer la conscripción en Covunco, Neuquén; que había sido hincha de All Boys, pero nada fanático. No bien se recibió de perito mercantil ingresó al Banco Provincia, conoció a la que iba a ser su mujer en un baile de carnaval, en el club Chiqué, de Campichuelo y San Eduardo, se casaron, tuvieron un hijo y pocos años después murió, Retratos no se habían conservado porque “Ambrosio es muy celoso”, y tampoco sabía su madre si Osvaldo le daba al balón con las dos piernas o con una sola, aunque sí recordó que era medio patadura para el tango y que se manejaba un poco mejor bailando lento. De aficiones, el mate a la mañana y escuchar los partidos por radio los domingos. Una vez al mes, después de cobrar, iban al cine al centro a ver alguna de aventuras o de llorar y remataban la salida yendo a comer pizza de jamón y morrones a Las Cuartetas. Con el tiempo se cansó de preguntarle a su madre por su primer marido, porque se fastidiaba y cada vez tenía menos que contarle. Además, ingresó a Ciencias Económicas y pasaron a interesarle otras cosas. Y allí se hubiera congelado la investigación de no haber sido, nuevamente, por Ambrosio Solimano. Un domingo partió para la cancha, envuelto en la bandera, con la bolsa de petardos y la cadena; bajo la campera negra llevaba la camiseta que había pertenecido a Lazzati y se cubría con un gorro en el que se leía: “Boca corazón”. Fue la última vez que lo vieron vivo. Esa noche, en el velorio, los barrabravas cubrieron su cuerpo con los colores del club y reconocieron, llorando, que “el Tano” había muerto abrazado a su bandera, con honor. Y que habría de ser vengado. A partir de ese día la familia Solimano se descalabró. Sofía, que estaba de novia con un estudiante de la Universidad Católica y que tenía prohibido salir sola con él, lo dejó para escaparse con un trapecista del Circo de Moscú. Claudia abandonó las Ursulinas Descalzas y se dedicó a modelar. Las últimas noticias dan cuenta de que lo está haciendo en una disco de San Pablo, Brasil. La viuda, desde entonces, participa de un sincretismo particular: no falta a una misa, practica el rito umbanda, cubre de escapularios pecho y espalda y se ha hecho vegetariana. Una noche, mientras masticaba su pascualina en silencio y su madre estaba absorta en el rosario, Osvaldo se levantó, se acercó a ella, la tomó de las manos y le preguntó: “Mamá, ¿cómo era el viejo en la cama?” La mujer huyó despavorida a encerrarse en su dormitorio bajo siete llaves. Osvaldo, al día siguiente, se dirigió a la oficina de personal del Banco Provincia. Allí lo atendió una señorita madura y feúcha, estudiante de psicología, cuya debilidad eran todos los varones mayores de trece años. Quedó entusiasmada con el propósito de Osvaldo de hurgar en sus raíces y buscó con empeño, hasta encontrarlo, el legajo de su padre. Lamentablemente se había perdido la foto, pero de sus pocas hojas surgía que había hecho toda su breve carrera contando billetes en el Tesoro, se había casado, había tenido un hijo y había muerto de leucemia. Nada más. Pero con la ayuda de la empleada, que cada vez que lo veía lo obsequiaba con galletitas dulces y le servía té en su propia taza de porcelana china, ubicó a algunos de sus compañeros. El primero que entrevistó le confesó que no tenía “la más puta idea” de quien era Osvaldo Martínez. Otro lo confundió con un tal González, que había muerto para la misma época. Y un tercero fabuló, dándole cariñosos golpecitos en la cara, que Chiche (jamás le habían dicho así), era un tipo macanudo, más bueno que Lassie y que nunca se había quedado con un vuelto. Después fue hasta el Bajo Flores. Donde había estado el almacén de los Martínez se levantaba una casa de departamentos. La vecina de enfrente los recordaba- “Gente buena, no como la de ahora”, suspiró sin dejar de barrer. Pero a Osvaldito no lo tenía presente. “¿Sabe qué me parece? –agregó apoyándose pensativa en la escoba-. Que los Martínez no tenían hijos. ¿Usted no se estará refiriendo a los Martinoli, del mercadito, que esos sí tenían mellizos?” Preguntó también en un par de bares cercanos, buscando a alguien que hubiera sido amigo de su viejo. En uno lo tomaron para la farra y en el otro lo miraron atravesado, creyendo que era de la yuta. “Mire, aquí somos todos gente honrada” –le dijo el gallego de la caja. Cuando salió lo siguió un parroquiano. Lo paró en la esquina y le dijo que, si había guita, él podía decirle dónde estaba escondido Osvaldo Martínez. La empleada del Banco Provincia lo atrajo una noche a su departamento, diciéndole que había reunido las direcciones de todos los Martínez de Neuquén. Osvaldo ya estaba muy desanimado pero igualmente fue a verla. Cenaron una exquisita colita de cuadril con papas al horno, tomaron una botella de buen tinto y finalmente Osvaldo se prestó a un encuentro sexual de agradecimiento. Después encendió la TV y se puso a hacer zapping. Ella se acercó con una taza de café cuando en un canal mostraban excavaciones hechas en sepulcros etruscos. La cámara se detuvo en la desvaída imagen de un hombre pintada sobre la piedra. Era de tez oscura, pelo y barba muy negros y grandes ojos. A ella se le ocurrió preguntar: “¿Quién sería ese tipo, no?” Y él le respondió con seguridad: “Se llamaba Osvaldo Martínez. Lo que todavía no se sabe es si se trata del padre o del hijo”.

jueves, 20 de marzo de 2014

Circo criollo OJO, QUE SE VIENE MÁXIMO Aunque parezca mentira, dada la acumulación de talento político que hay en el Gobierno, recién ahora a alguien se le ha ocurrido que el pibe Máximo, esto es, el hijo mayor y ya de 37 años, del matrimonio Kirchner, podría lanzarse a la política como lo hicieron sus padres y seguir adelante con el kirchnerismo. Porque, hay que reconocerlo, la muerte de Néstor fue tan impensada y tan sentida que dejó sin respuesta a los sublíderes de esta exitosa derivación del peronismo, hasta el punto que sólo vieron la posibilidad de reelección de la Señora y acaso de la re-re, pero nada más. Cuando allí, en el banco y bien atento, aunque pareciera que siempre estaba durmiendo la siesta, se encontraba la solución: el pibe Máximo. Porque es cierto, carece de títulos y su atractivo personal no es de aquellos que conducen al entusiasmo de las multitudes. Pero ojo al piojo, que es nada menos que el creador e ideólogo de La Cámpora. Y sus ahijados políticos no están sólo para aplaudir en los actos de gobierno y para escrachar a los adversarios, sino que de allí han salido nada menos que el titular de Aerolíneas, el ministro de Economía, el secretario de Comercio y otros pibes que la están rompiendo donde fuera que los llamaran a desempeñarse. Y, lo que acaso sea más meritorio, demandando tan sólo una pequeñísima, casi insignificante parte del Presupuesto Nacional. Pero de lo que no hay dudas es que estos cuasi voluntarios constituyen hoy el núcleo más duro del kirchnerismo. Y, lo que es maravilloso, no parecen dispuestos a dejar, así como así, por el simple hecho de que la Señora ya no pueda con el sillón de Rivadavia y ande dándose golpes en el bocho y doblándose los tobillos, de ser parte integrante y consolidada del Gobierno. Por otra parte Maxi ha cambiado, ha perdido unos kilos y ya no se lo ve tan apegado al siesteo tardío, lo que puede atribuirse a dos cosas: una, a que su pequeño, aún bebé, tal vez sea un gritón insoportable, lo que lo fuerza a abandonar su sofá preferido y lanzarse al exterior con el objetivo –casi siempre incumplido-, de encontrar algo que hacer en esas largas tardes provincianas; y otra, a que alguien le haya advertido de los riesgos implícitos derivados del hecho de que su mamá deje de ser Presidenta. Por ejemplo, que de tantas casas y hoteles con que hoy cuentan gracias a su prodigiosa capacidad de ahorro, mañana se vean en un rancho solitario en medio de la inmensidad del desierto patagónico, debido a la maliciosa persecución de que serán objeto. Y, acaso también, por las investigaciones amañadas entre opositores rencorosos y jueces truchos. En consecuencia su reacción respondería menos a los gritos del marrano que interrumpen su legítimo derecho a la siesta, que a la necesidad de ponerse las pilas y defender los ideales, el honor y también, y por qué no, el patrimonio familiar a partir del 2015. “Maestro –confesó el reo de la cortada, mientras revolvía su café-, le reconozco que estoy preocupado por este muchacho Bergoglio. Si, el que ahora es Papa”. Y agregó: “No sé si le hicieron un favor llevándoselo a Roma”. Y como alguien le preguntara qué lo había llevado a hacer ese comentario, agregó: “¿Pero usted no vio los regalos que le llevó la Presidenta? Es la segunda vez que le regala un termo para el mate. Ahora, digo yo, si el hombre es Papa y no le alcanza ni para comprarse un termo, ¿me quiere decir para qué agarró ese laburo? Si se quedaba acá en una de esas tenía una jubileta, como yo, y vivía como un bacán en la Reina del Plata y no en Roma, que está llena de edificios destruidos que nadie los arregla”.

jueves, 13 de marzo de 2014

Circo criollo JUGANDO EN EL SENADO La oposición, cuándo no, pretende hacer un escándalo por esa foto, tomada vaya a saber por quién, del vicepresidente de la República, Amado Boudou, jugando al sudoku en su computadora mientras se desarrollaba una importante sesión del Senado. Más precisamente la sesión en la que el Jefe de Gabinete, el señor Coqui Capitanich, en un verdadero alarde emocional, respondía a todas (o más bien casi todas), las preguntas que le hicieron los representantes de la oposición. Y acá, en esta crítica o en estas burlas, lo que se detectan son dos cosas: una, un profundo desconocimiento del alma humana (incluyendo la del vice), y otra, una no menos vasta ignorancia de las particulares circunstancias por las que está atravesando el nº 2 del gobierno nacional. Porque, vayamos por partes, como quería Jack El Destripador. En primerísimo lugar y reconozcámoslo de una vez, a los únicos a los que podía decir y no decir, responder y no responder el Coquí, era a la oposición y a los medios adversos al Gobierno. Vale decir nada que pudiera interesar al señor Boudou, no sólo porque seguramente se sabía de memoria todas las respuestas y todos los silencios, sino porque no tenían nada que ver ni con el rock, ni con las motos, ni con las minas- En consecuencia su presencia en el lugar era meramente protocolar, por no decir de adorno. Pero además es tan sabido como que si sigue así Racing no se salva de otro descenso, que carece de sentido que él prestara atención a lo que dijera el Coqui Capitanich, cuando en el Gobierno le dan menos bolilla que a una botella de agua mineral en una reunión de curdelas. Más aún, hasta es posible que haya recibido órdenes expresas “de arriba” de no abrir la boca. Y que si preguntó (ya que puede haber preguntado) ¿y entonces, qué hago?, dado que la sesión prometía ser lunga, le hayan recomendado algún entretenimiento, como el que eligió, pero nunca, como habría propuesto, que se lo viese haciendo un solitario o jugando a las bolitas. Por otra parte y esto sí que es interesante, Amado es, en la lista de funcionarios políticos del gobierno de la Señora, el que parece menos preocupado por el desenlace que pueda tener, ya sea que en el 2015 se los lleven a todos ellos los votos adversos o que apresuren su partida una inflación descomunal y un dólar galáctico. Acaso menos agitado por esa perspectiva que, eventualmente, por terminar en cana, es factible que mientras los demás sueñan con elecciones y alianzas que les permitan seguir chupando de la naranja fiscal, él haya estado concentrado, mientras no fingía estar jugando al sudoku, en algún ranchito que estará levantando vaya a saber en qué playa del mundo o en la Harley en la que llevará en ancas a la reina de la tanga de Abu Dabi. Porque, admitámoslo, no se trata solamente del ninguneo que viene sufriendo desde que asumió, ni de que tal vez haya descubierto que se hubiera visto mejor en una telenovela mejicana que ejerciendo acá la vicepresidencia. Es que la perspectiva de los que hoy son funcionarios de la Señora es más que triste, si advierten que ya sea que aspiren al regreso o a la permanencia en la categoría, deberán competir menos con los que hoy son oposición, que con la propia tropa comandada por el pibe Maravilla de la Señora. O, lo que es lo mismo, a la cola de los de la Cámpora. Lo que, por definirlo en términos futbolísticos, sería como si después de haber pintado como el pibe Messi en el Barcelona, terminara en el banco en Defensores de Belgrano. “¡Qué sudoku ni sudoku!” –se quejó el reo de la cortada de San Ignacio-. ¿Cómo se le ocurre a este hombre hacer eso, mientras el jefe de gabinete hablaba en el Senado?”. “Tiene razón, maestro –lo apoyó otro parroquiano-. Aunque le interesase un pomo lo que estaban diciendo, debió hacer como que prestaba atención”. “Pero no, maestro –lo corrigió el reo-. Lo que tendría que haber hecho, en lugar de practicar ese juego foráneo, es haberse juntado con otros tres senadores, que estaban en Babia como él y armar un truco de cuatro, pero sin canto, para no despertar a los que estaban apoliyando”.

lunes, 3 de marzo de 2014

Circo criollo ¿ELOGIO O ADVERTENCIA? Quienes se hayan tomado el trabajo (que no es tal, porque son muy divertidas), de comparar esta última intervención de la señora Presidenta, inaugurando las sesiones del Congreso, con las primeras, habrá notado grandes diferencias. La primera y principal es que hoy está mucho más suelta que al principio. Lo cual puede atribuirse a una de estas razones. Una, que ya está cancherísima, se le pasaron los nervios, sabe que habla para los giles y en consecuencia le da lo mismo inaugurar estas sesiones anuales que tomarse unos mates con toronjil. Y la segunda, acaso más cercana a la verdad que la primera, sea que finalmente descubrió y aceptó que las circunstancias la superan, que el nietito le interesa mucho más que la Rosada y que un tercer mandato es casi tan imposible como que Gimnasia pueda campeonar este año o cualquier otro. Y en consecuencia ha decidido tomarse el cargo con calma, siguiendo el consejo de los médicos, así como confiar en la sabiduría de su hijo Máximo, que se ha mostrado como todo un talento dirigiendo La Cámpora y poniéndole los puntos sobre las íes a este agrandado de Tinelli. Tal vez a eso y no a ninguna otra cosa, se deba la graciosa expresión que usara para referirse al ministro de Economía, o sea a “Patilla” Kicillof, como se lo conoce en el barrio, a quien le dijo, remedando un viejo aviso comercial, que “es chiquito pero cumplidor”. Lo que no sólo es muy divertido sino que tiene su miga, ya que detrás de esa chanza hay todo un mensaje escondido. Para lo cual basta con recordar a qué se refería el aviso remedado por la Señora, el cual era propaganda, muy pegadiza por cierto, de las pastillas del Dr. Ross. ¿Y para qué servían esas pastillas? ¿Para recuperar la memoria? ¿Para bajar la presión? No, para nada de eso: para evacuar con prontitud o sea que las dichosas pastillas era un remedio extraordinario contra el estreñimiento. Ahora bien, si a alguien le puede parecer que ser mencionado como evacuador forzado de intestinos cerriles es un elogio, allá él, Pero más bien parece, si no una reprimenda, acaso una advertencia. Porque no hay que olvidar que este joven talento es el autor de la última devaluación, de los “precios cuidados” , del pago a los gaitas de miles de millones de dólares por YPF y de un virtual acatamiento a un tope para las paritarias (con lo que el gobierno de Cristina se pondría a resguardo de un “rodrigazo”), es decir de una endeble madeja de medidas destinadas a aliviar el tránsito hacia el 2015 y hasta de darle chances a la Presidenta de elegir su sucesor. Y así evitar que a la Rosada llegue un fulano que no sólo reponga a Colón en su pedestal, sino que se proponga averiguar cosas raras. Por ejemplo, cómo hicieron tanta guita los Kirchner, los Boudou, los Báez, los López y tantos más, para quienes la última década fue, efectivamente, una década ganada. Y no todos, seguramente, como la Señora, por haber sido nada más y nada menos que una abogada exitosa. Por eso la referencia a este otro K como “chiquitito pero cumplidor”, parece un elogio pero bien puede incluir una meta mensaje casi siniestro. Ya que, admitámoslo, que a un tipo lo comparen con una medicación contra el estreñimiento no deja de ser preocupante. Por lo tanto lo que tal vez haya querido advertirle la Señora acaso sea algo así como: “si le errás como a las bochas, los precios cuidados duran tanto como el pan a 2,80 de Guillermo Moreno y los sindicatos nos meten un paro general, vos me evacuás el Ministerio como si te hubieras tomado la célebre y cumplidora pastillita. ¿Entendiste, Patilla?” El reo de la cortada de San Ignacio estaba muy serio y callado, lo que los que lo conocen atribuyeron a la reciente derrota de los Cuervos ante los Millonarios. Pero la verdad de su estado de ánimo se descubrió muy pronto. Fue cuando, en voz muy baja, casi en un susurro, le preguntó al tipo que tenía al lado: “Maestro ¿cómo dijo que se llamaban esas pastillitas?”

sábado, 1 de marzo de 2014

MEMORIA DE UN PEPINO CON GAJOS Por entonces, los años 30, jugábamos al futbol en el potrero o en la calle. Pero en la calle sólo hasta que aparecía “el autito”, esto es, el de la comisaría 11ª. El que era llamado por alguna vecina quejosa de nuestros gritos o de los pelotazos que le amenazaban las plantas o los vidrios de las ventanas. En aquellos tiempos los pibes sólo jugábamos con pelota de goma. Con la más chica, que valía 10 guitas, o con la más grande, que valía 20. Y cuando cualquiera de estas se había perdido en alguna casa del vecindario y la cretina de la dueña no la devolvía, jugábamos con la de trapo. Que se hacía, por lo general, con un bollo de medias viejas. El asunto era jugar, jugar todas las tardes no bien salíamos de la escuela y mamá nos había dado la leche. Pero un día, alguien, no recuerdo quién, descubrió que en el bazar de la esquina de Guayquiraró y Díaz Vélez exhibían, en la vidriera, una pelota de cuero, de aquellas de tiento. Igualita a la número 5, con la que jugaban los profesionales, pero más chica, mucho más chica. Esta era una número 1. Y también nos dijo lo que costaba. Una verdadera locura: nada menos que 1,95. Tanto nos atrajo este relato que todos, en algún momento, fuimos a verla. Y si, allí estaba, flamante, lustrosa y quieta en la vidriera del bazar. Y también estaba, implacable, anotado a mano, en un papel, su precio, ese 1,95 inalcanzable para nosotros. Pero ocurrió lo que tenía que ocurrir. Tanto se habló de esa pelota de cuero en la barra de los pibes de la cuadra, que alguien finalmente soltó la idea: ¿Y si hacemos una colecta y la compramos? De entrada esta propuesta nos pareció una locura. Pero las ganas de tenerla, de jugar con ella, pudo más y finalmente ocurrió lo que tenía que ocurrir. Alguien sacó diez guitas que tenía en el bolsillo, vaya a saber para qué y dijo, resuelto: Vamos, hagamos una colecta. Yo empiezo. Y mostró la moneda en la palma de su mano. A partir de ahí el fútbol en la calle de todas las tardes, con la de goma o con la de trapo, pasó a ser secundario. Porque los pibes pasamos a ocuparnos de lo principal, que era reunir ese peso con noventa y cinco centavos para comprar la de cuero. Y vaya a saber también si, a partir de allí, armábamos nuestro propio club y en unos años estábamos jugando en las canchas grandes, con arcos de verdad, con tribunas llenas de gente y ganando muy buena guita. Como los cracks que eran tapa de El Gráfico. Llegar al peso no fue fácil pero llegamos más o menos rápido. El problema se presentó después. La colecta no avanzaba, llegamos a 1,20, a 1,30, trabajosamente escalamos hasta 1,40, pero después se atascó. El padre de uno de los pibes ganó unos pesos en la quiniela y aportó otros 20 centavos y 5 más puso no sé quién. Pero de allí, de 1,65, no pasábamos y en cambio el que pasaba era el tiempo. Una vez uno, otra vez otro, íbamos hasta el bazar para ver si aún estaba la pelota. Y estaba allí, firme, en la vidriera. Pero todos sabíamos que en cualquier momento alguien la iba a comprar y entonces chau los sueños de jugar con una de cuero, como los profesionales. Hasta que la suerte y Simón, el pibe del ruso que tenía una mercería casi en la esquina de Guayquiraró y Méndez de Andes nos salvó. Para lo cual y en tren de ser fieles a la verdad histórica, Simón los robó. Porque en un descuido del viejo, que dejó la caja registradora abierta para ir al baño (así lo contó él), se hizo de los 30 guitas que faltaban y así llegamos a contar con el peso 95 necesario para comprar la pelota. Si, la primera auténtica de cuero que habríamos de tener para jugar en serio al fútbol y mandar las de goma y la de trapo al desván de los malos recuerdos. Y ese mismo día, el día que completamos la colecta, casi todos los de la barra fuimos hasta el bazar a comprar la pelota, con la guita metida en un pañuelo anudado. Que todavía estaba allí, en la vidriera, como esperándonos. La transacción fue breve. Le mostramos la plata al dueño del bazar, le señalamos lo que habíamos ido a buscar, la sacó de la vidriera, nos preguntó si queríamos que la empaquetara, le dijimos que no y allí nomás nos hicimos de la número 1. Que estaba blandita pero sabrosa. De allí corrimos hasta la bicicletería que estaba a la vuelta, en Díaz Vélez casi Campichuelo, El bicicletero la terminó de inflar y así, con la nª 1 dura como una piedra, nos fuimos a la cancha de Matos para jugar nuestro primer partido con una pelota auténtica de cuero. Pero, cabe decirlo, en recuerdo de la que debe haber sido nuestra primera gran decepción, el entusiasmo por contar por fin con una de gajos y de poder jugar con ella como los grandes, nos duró lo que un lirio, lo que un flato en una canasta. Porque al primer pique en el suelo nos dimos cuenta de lo que le pasaba. No era redonda. Era algo así como un pepino inflado, casi como una de rugby. Le dábamos para arriba y al caer rebotaba para cualquier lado. Era incontrolable, era falluta, el del bazar nos había metido el perro y seguramente por eso había estado tanto tiempo en vidriera. Hasta que caímos nosotros, los giles, con nuestro peso 95 juntado a fuerza de sangre, sudor y lágrimas, más el afano del rusito a su viejo. ¿Y todo para qué? Para terminar jugando, como antes, con la Pirelli de goma o, peor aún, en los tiempos de la más triste mishiadura, con la de trapo, armada con medias rotas y zurcidas mil veces. No sé quién se habrá quedado con aquella pelota, con aquel mal pepino de gajos de cuero y una cámara de goma en su interior. Sí recuerdo que no la volví a ver y que habrá concluido sus días vaya a saber donde, como ocurre con cualquier trasto viejo e inútil. Pero, acaso lo más triste es que, a la vez, con ella concluyó mi sueño (y no sólo el mío), de verme alguna vez en una cancha grande, con pasto y de cara a las tribunas, jugando como un crack, como De la Mata o Peucelle y haciendo, quizá también, un gol de media cancha. Pero con una pelota de verdad, dura y redonda y no con un pepino con gajos, como aquella nº 1 de mi tristísima historia.

lunes, 24 de febrero de 2014

Circo criollo NADIE EXTRAÑA A MORENO La política es una tarea ardua y fatigosa. Y si se la lleva a cabo sin una pizca siquiera de humor, puede convertirse en una verdadera condena. Sobre todo si al político le toca, además, llevar adelante la tarea de gobernar. Por eso, cuando se separó de su cargo al secretario de Comercio, señor Guillermo Moreno, quien había tenido ocurrencias fantásticas, como truchar el índice de precios u organizar misiones comerciales a países como Angola (donde la Señora verdaderamente se pasó, con su célebre imitación de un pollito), se temió, sólo por un momento, que el gobierno argentino se convirtiese en algo tan poco atractivo como el de Holanda o el de Dinamarca, donde la gente se levanta y se acuesta bostezando. Pero por fortuna no ocurrió así, ya que al señor Moreno casi ni hubo tiempo de extrañarlo. Porque es cierto, se devaluó fuerte y se estrenó un nuevo índice. El que dio, para el primer mes, una inflación picante, apenas un poco por debajo de la que calculaban los privados. Pero ojo al piojo, porque al mismo tiempo se lanzó al ruedo una colección de “precios cuidados”, de cuya subsistencia y control se ocuparía nada menos que La Cámpora, tanto mediante el método del apriete, como utilizando telefoninos cuidadosamente cargados con los precios de un montón de artículos que deberían estar en las góndolas a los valores oficiales. Vale decir, algo mucho más sofisticado que la campaña de los 60 días del finado Perón y tanto o más ingenioso que las ocurrencias del inefable Moreno. Pero además y esto sea acaso lo más importante, tal suma de ingeniosidades se da en un contexto decisivo: el de la apertura de las paritarias. Por lo que este gracioso sinceramiento (de algún modo hay que llamarlo), debe servir para que los sindicalistas moderen sus pretensiones y así se despeje toda posibilidad de otro “rodrigazo”. O sea, que se seguirán truchando los índices, pero esta vez con el respaldo de una metodología donde se mezclan armoniosamente el saber del ministro Kicillof y los músculos de los muchachos del pibe de la Señora. Ahora bien: ¿qué pasa si, a pesar de todo esto los precios se disparan, las góndolas se vacían y los gremios tiran la bronca? Nada o casi nada. Primero, porque los “precios cuidados” no se negocian, así las góndolas se vacíen y llegue a faltar hasta el dulce de membrillo, por lo que el Indec seguirá marcando una inflación como la alemana. Segundo, porque los súper, tanto las grandes cadenas como los chinos, son unos miserables, que no hacen más que remarcar y esconder la mercadería. Tercero, porque la prensa está pidiendo un golpe a los gritos, pero no le vamos a dar el gusto; a lo más, las temporadas en El Calafate serán un poco más largas, pero no porque los medios la arrinconen, sino por los chichones, que se le reproducen que da miedo. Y cuarto, aún nos queda el “madurazo”, que empieza con algunos muertitos en las manifestaciones y la expulsión de la CNN y termina (o sigue), con la Señora bailando salsa en la Plaza de Mayo. Al llegar a este punto el reo de la cortada bien puede decirse que estalló. “Yo –dijo- me banco todo. El macanazo de los precios cuidados, los ajustes por el nuevo índice trucho, los pibes haciendo la o con un vaso, la jubileta que no me alcanza ni para comprar fideos… ¡Pero salsa, no!” Y como alguien le preguntara por qué estaba tan exaltado, el reo respondió. “¿Pero a usted le parece, jefe? ¿Cómo la Presidenta, después de todo este desastre, va a bailar salsa?” Y como el otro se quedara mirándolo, agregó: “¿Pero qué? ¿Usted no sabe que este año es el del centenario del Gordo Troilo, que seguramente está con los ángeles custodios en algún lugar de Escocia? ¿Y entonces, cómo va a bailar salsa? Lo que tiene que bailar es un tango del 40, acompañada por el fueye de Pichuco. ¿O no?”

sábado, 15 de febrero de 2014

Circo criollo CÒMO EXPLICAR LO INEXPLICABLE Es todo un tema este de la predilección de la Señora por los gobiernos fuertes y de izquierda, como el de Cuba o ahora el del señor Maduro en Venezuela. Una hipótesis, acaso la menos cierta, es que encuentra en ellos algunas de las ventajas que extraña aquí mismo, como la de hacer y decir lo primero que se le ocurre y ser aceptada con la aprobación o el silencio de los medios. O, también, esa posibilidad de forzar la voluntad ajena, de imponer medidas según su propio criterio, sin que esto signifique luego soportar las críticas de la oposición y hasta un revés en las urnas que la saque del juego. Y si bien estos no son sueños reservados a los pobres y desheredados de la fortuna, aparecen como más extraños en una señora que no sólo cuenta con una fortuna considerable y tiene gustos equivalentes a lo bien que le ha ido en la vida y en el matrimonio, sino que ha sabido rodearse de fulanos y fulanas igualmente favorecidos por gruesas cuentas en dólares aquí o en el exterior, aunque no todos ellos las hayan amasado trabajando. Vale decir que aquí hay una incongruencia, al menos aparente. Es decir que, debido a su confusa posición ideológica, en cualquier momento podrá faltar en el país el papel higiénico o se alcanzará, como en la isla, el ideal de enfrentar solamente tres problemas –esto es, el desayuno, el almuerzo y la cena- sin que esto se encuentre relacionado con la suerte personal y el perfil económico de la Señora, así como tampoco con el de muchos de sus seguidores. En consecuencia y en tren de hallarle una explicación a esta supuesta desconexión entre suerte personal y perfil ideológico, caben al menos dos posibilidades. Una, que aborrezca ser una persona de fortuna gracias a su enlace (cuando era una bella niña pobre, hija de un colectivero), con un señor que se manejó muy bien en el mundo de los negocios, hasta el punto de convertirla, como ella lo confesó ante estudiantes de Harvard, en una abogada exitosa. Y otra, no menos agarrada de los pelos, es cierto, acaso también tenga que ver con sus orígenes: una niña malcriada por sus papás, a pesar de su modesta situación y del fanatismo de su mamá por los “triperos” de Gimnasia y Esgrima de La Plata (y no por Estudiantes, el club platense de los “chetos”), que así, inocentemente, la prepararon para convertirse en pichón de déspota no bien tuvo la oportunidad de agarrar la manija. Pero cualquiera sea el origen de su particular estrabismo psicológico, que indudablemente la perturba, vaya a saber si ahí no se encuentra también el origen de sus males físicos. Es decir, si ese encontronazo feroz entre lo que es o en lo que se ha convertido y las imágenes siempre presentes en su espejo retrovisor, no la han llevado a padecer todos estos males que hoy la aquejan, así como esta extraña costumbre que ha adoptado, de rajarse a El Calafate en cuanto puede, en su condición de convaleciente permanente por su chichonazo y por sus otros malestares detectados por la medicina. Porque convengamos en que El Calafate es muy bonito, pero aceptemos también que para pasarla panza arriba también está bueno Olivos, especialmente si le funciona el aire acondicionado. El reo de la cortada de San Ignacio se mostró inquieto. “Tanto viaje a El Calafate, tanto que le pasa esto o que le pasa aquello… Me pregunto: ¿no estará por tomarse el raje?” Y como alguien supusiera que lo que le inquietaba era que quedara Boudou al frente del Gobierno, respondió: “¡Pero no maestro! Si Boudou es un tipazo. Lo que me tiene loco, pero loco de verdad, es que esta mina se vaya y que todavía, en Avenida La Plata, siga funcionando un súper. ¡Un súper, maestro! Allí, donde jugaron nada menos que Zubieta, Farro, Pontoni, Mierko Blazina, el Lobo Fischer…. ” Dicho lo cual el reo se calló sorpresivamente y se quedó mirando a la nada, al vacío, mientras una lágrima asomaba a sus ojos. Entonces el tipo con el que hablaba, preocupado, le preguntó al que tenía al lado: “Jefe, ¿vio cómo está? ¿No habrá que llamar al SAME?”

sábado, 8 de febrero de 2014

Circo criollo PRIMERO, LO IMPORTANTE Una regla del buen político es saber separar lo importante de lo muy importante. Y vayamos al caso argentino. La inflación, el dólar blue, la escasez de tal o cual producto, las reclamaciones salariales, la inseguridad, los subsidios y alguna otra cosita, tienen su importancia. Lo que es innegable. Pero si ahora vamos a lo muy, a lo tremendamente importante, entonces en lo más alto del podio, bien pero bien arriba, hay una cosa, una sola cosa: Fútbol para Todos. Y porque nació para el cachetazo o porque sus alcances son muy limitados, es evidente que el Coqui Capitanich, traído del Chaco remoto para ungirlo Jefe de Gabinete, no lo entendió así. Y está pagando sus consecuencias. Porque si hay algo con lo que no podía meterse eso era, precisamente, Fútbol para Todos. Que es del dominio exclusivo del joven Kirchner, vía su mamá. Que es, casualmente, la Presidenta de los argentinos. Por eso, la simple pretensión de entregarle Fútbol para Todos al polifacético Tinelli, así como la idea de éste de convertir a esta joya de la corona en un simple vehículo comercial, destinado a ganar guita y por ende y acaso, darlo de baja en el Presupuesto Nacional, constituía una verdadera locura y, más que eso, un agravio directo al hijo de la Señora y un imperdonable ninguneo de La Cámpora. Que es, precisamente, el nido de los pichones K, de aquí a la Eternidad. O, al menos, mientras haya guita de la familia aún colocada en el país. Y esto no es nada. En cuanto crezca un poco el nietito acaso también adquieran una importancia capital para el Gobierno de la Señora, el ainenti, las bolitas, la mancha venenosa y la remontada de barriletes. Por lo que si de darle un consejo al Coqui se trata, en caso de que perdure en el cargo (lo que no es para nada fácil), es que debe estar bien atento al desarrollo físico del nene. Ya que si le pega con las dos piernas, la para con el pecho y la baja con la punta del botín, entonces hay que ir pensando en una extensión del Fútbol para Todos, que alcance también a las maravillas que es capaz de hacer este pibe con la globa. Además, y si bien esta pasión al fin y al cabo tan argentina por el fútbol, puede fastidiar a muchos, sobre todo los que ven que con la jubileta no llegan a fin de mes o, peor aún, viven bajo un puente o al reparo de un balcón, genera cierto alivio saber que aún la cosa podría haber sido peor. Para lo que basta con imaginar que al morrudo delfín de los K no lo atrajese tanto la de cuero, como el dominó, las damas o el Antón pirulero. Y que, en consecuencia, todos los fines de semana se transmitiesen en vivo y en directo, con el gobierno de la Cristina como sponsor exclusivo, el relato de Marcelo Araujo y los comentarios de Alejandro Apo, los partidos correspondientes a estos juegos. Un parroquiano se acercó al reo de la cortada, que estaba tomando su café, para cargarlo por su condición de fan de San Lorenzo. “Cómo se ve –le dijo- que al cuervo Tinelli lo rajaron de Fútbol para Todos. ¡Empezaron el torneo perdiendo con el que está en la cola, a punto de irse al descenso! ¿Y ahora, qué me dice, eh?” El reo terminó su café, llamó al mozo para que le cobrara y finalmente le respondió al cargoso, mientras buscaba, en los bolsillos del saco pijama, el último cigarrillo que aún le quedaba: “Maestro, usted dio en la tecla”. Y como el otro se quedara mirándolo sin comprender, el reo agregó: “El raje de este mozo Tinelli no tuvo nada que ver con el Fútbol para Todos, ni con Capitanich, ni con el pibe de la Señora. ¿Sabe qué pasó? Se lo digo, pero usted, muzzarella, no se lo cuente a nadie. Es que se avivaron que con el Papa y con Tinelli hinchas de Sanlo, ya era mucho robo. Y por eso, como no lo podían bajar a Francisco, le dieron aire a Tinelli. Pero no se caliente; los primeros maices son para las gallinas. Este año corremos de atrás”.

jueves, 30 de enero de 2014

Circo criollo ¡OTRA VEZ SOPA! Se los ve tan asustados que, la verdad sea dicha, dan ganas de creerles. No vaya a ser que a causa de nuestra insensibilidad, de la poca credibilidad que les dispensamos a los funcionarios, de esa suerte de resignado cinismo al que nos han remitido los hechos de nuestra historia más o menos reciente, estos muchachos, buenos, meritorios, no sólo pierdan su laburo sino que terminen corridos de la Rosada, como ya ha ocurrido tantas veces. Porque desde la “campaña de los 60 días”, allá por los años cuarenta, de los gallegos almaceneros que iban 15 días a Devoto por haber cobrado 10 guitas más caro el azúcar; y, más acá, de aquel ministro de Alfonsín que le habló a los empresarios con el corazón y le respondieron con el bolsillo, más un antes que quedó para siempre como “el rodrigazo”, y un después que bien puede señalarse como “el delarruazo”, el alma de los criollos se ha visto tan alimentada por promesas y desdichas, que ni siquiera les queda ya margen para tomarse en serio a un jovencito patilludo que sostiene que todos los males provienen de la prensa y las corporaciones. O, lo que es lo mismo, que no tienen nada que ver los dislates propios y ajenos que se han ido acumulando. Esto es, dislates que vienen de lejos y que ni él ni su banda rockera han podido ni sabido corregir. Acaso lo que más duela, al verlos ante las cámaras y respondiendo preguntas de periodistas que ya adivinan las respuestas (porque no pueden ser otras que las mismas de siempre), es el esfuerzo solitario que están haciendo para que la nave no se vaya a pique. Y para lo que no cuentan con la presencia ante las cámaras de los ministros y funcionarios que han llevado a esto (algunos de los cuales todavía se dejan ver como héroes del “relato” y de la década ganada), así como tampoco de la Señora, refugiada en sus chichones y ahora también en su lumbalgia. Y a la que se vio recientemente más interesada en compartir unos “moros y cristianos” en un almuerzo con Fidel, que en involucrarse en esta cruzada. Acaso porque, ella también, la da por perdida, tiene los morlacos a buen resguardo y no quiere ni que le mencionen lo que se viene después. Es decir que si llegara a haber un maxi golpe inflacionario y una disparada incontenible del blue (el Señor y Francisco no lo quieran, aunque este último parece más involucrado en la campaña de los cuervos que en los asuntos del Gobierno), esta crisis llevará quizá el nombre de la “doble K”, tanto por el apellido de casada de la Señora, como por el del ministro de las patillas. Lo que es, también, una forma de entrar en la historia. ¿O Celestino Rodrigo e Isabelita no figuran ya en todos los libros de texto? “No, maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio, casi indignado-. ¿Cómo les van a hacer eso a estos pibes, que se ve que son buenazos y que mañana pueden ser ministros de cualquier otro gobierno?” Y como alguien le advirtiera que no tienen más remedio que aguantar, porque forman parte del elenco oficial, el reo respondió: “No jefe, ¿acaso no les puede agarrar una colitis, o salirles un sarpullido? Y le digo más, maestro: si yo fuera ellos, les digo que me falla el bobo, renuncio, agarro la guita ¿y a que no saben que hago?”. “Si, ya se, le respondió uno, compra dólares”. El reo se quedó mudo unos segundos y al fin dijo: “Maestro, ¿cómo adivinó? No me diga. ¡Usted es mago!”. .

jueves, 23 de enero de 2014

Circo criollo EL REGALO PRESIDENCIAL El regreso de la señora Presidenta a la Rosada, después de nada menos que 34 días de ausencia (que la contra aprovechó para difundir las más pavorosas versiones), fue celebrado a todo trapo, como era de prever. Discurso, cánticos, una multitud entusiasmada y el deseo de que aquella felicidad no concluyera nunca. Sin embargo, cuándo no, ni siquiera ese hermoso acto se salvó de la crítica de la oposición. Y una de las cosas que le criticaron a la señora fue que, cuando la inflación comienza a golpear fuerte, caen las reservas, se pone en marcha un programa de “precios cuidados” que suena a Moreno II y crecen los reclamos de ajuste, ella haya reaparecido con un plan para subsidiar a los pibes “ni ni”, esto es, que ni estudian ni trabajan, con 600 pesos. Lo que, dada la cantidad de jóvenes que se encontrarían en esa situación, más los que se agreguen voluntariamente para aprovechar la bolada, puede llegar a acentuar las penurias de la Tesorería. Lo cual significa que, una vez más, los criticones de siempre no han entendido lo que se dice nada. Pero nada. En primer lugar es falso que esa medida presidencial estuviera inspirada en el hijo de la señora Presidenta, dada su supuesta condición de “ni ni”, categoría precursor. Cuando el pibe, que ya no lo es tanto, se gana merecidamente sus garbanzos en tareas vinculadas con los negocios de la familia y de algunos amigos de la familia, por lo que 600 mangos, para él, no son más que chauchas. Es decir, estaría en condiciones de cobrarlos, ya que es una suerte de líder histórico de los “ni ni”, pero no lo va a hacer. En consecuencia la razón del nuevo ofrecimiento de la Presidenta, en medio de una administración que parece sucumbir bajo el peso de los subsidios, es de otra naturaleza. Y sólo entendible para quienes tengan sensibilidad de barrio. Porque después de 34 días de ausencia y tras haber pasado por riesgosas operaciones y tratamientos complicadísimos, ella sabía que la esperaba una multitud en la Rosada y, más que eso, que todo un pueblo, en sus casas, estaría mirándola por TV, dejando todo por hacer por verla y escucharla, para disfrutar a full de ese reencuentro. ¿Y qué iba a hacer? ¿Presentarse con las manos vacías? Si se hubiera tratado de una reunión de amigos, sin duda hubiera llevado una torta o un bizcochuelo hecho por sus propias manos o, acaso, unos pastelitos de dulce de membrillo o unos buñuelos de pasas. Pero acá no se trataba meramente de algo personal. Era todo el país que la esta aguardando para celebrar su restablecimiento. Y bueno, entonces echó mano a lo que primero se le ocurrió. A este modesto, sencillo, epitelial subsidio a los “ni ni”, que no es tampoco tanta plata y que apenas si va a tener incidencia en el gasto público y en la fabricación de billetes. “Seiscientos mangos, seiscientos mangos…” El reo de la cortada de San Ignacio se quedó cavilando y mientras revolvía su café, consultó a otro parroquiano: “¿Va a ser sólo para los pibes que no estudian ni laburan, no? ¿Sabe por qué le digo? Porque yo, así como me ve, nunca estudié. ¿No tendré derecho a unos pesos?” El otro entonces le recordó: “Pero maestro, es para los pibes. Y además, usted laburó. ¿O no?” El reo se quedó un momento callado y al final dijo, medio entre dientes, mientras apuraba el café: “Bueno, laburar, lo que se dice laburar…”

jueves, 16 de enero de 2014

Circo criollo ¿ALGUIEN SABE QUIÉN GOBIERNA? Aunque no esté bien decirlo, la operación a la que fue sometida la mamá de la señora Presidenta, proporcionó un alivio a la ciudadanía. Dicho de otra manera, a causa de este penoso suceso los argentinos han sabido, finalmente, que Cristina Fernández de Kirchner, esto es, la persona que, al menos en los papeles, dirige los destinos del país y, por ende, ejerce gran influencia en el de sus ciudadanos, aún existe y, presumiblemente, ejerce la Presidencia de la República. Es decir, por más que se haya tratado de un gesto sólo filial (cabe recordar que, también para los que ejercen los más altos cargos que ofrece la carrera política, madre hay una sola), ha servido para que los argentinos experimentaran un gran alivio. Porque ya se sabe que, por razones no bien explicadas, aunque existe un vicepresidente, éste se encuentra ajeno a todo lo que esté vinculado con el gobierno del país, aún en casos como éste, de ausencia notoria de la primera mandataria por motivos más que justificados. Parecía entonces que su ausencia habría de ser llenada por la presencia muy activa de un Jefe de Gabinete, puesto de máxima responsabilidad y clara exposición, para el que fue nombrado el señor Coqui Capitanich. A cuyos efectos debió renunciar a la gobernación de la provincia del Chaco, donde se desempeñaba con tanto acierto. Pero tampoco fue así, ya que por tres veces consecutivas sus anuncios fueron objeto de severas correcciones por ministros que, aparentemente, se encuentran algún peldaño por debajo del que él ocupa. Lo cual no ha hecho más que aumentar el temor y la confusión que ya reinaba entre los criollos, dado que se sospecha y con buenos fundamentos, que este muchacho acaso no sirve ni para tocar el timbre; es decir, hablando mal y pronto, que está pintado. Y es a partir de estos episodios que hay una pregunta que ya se están haciendo muchos nativos y que no es otra que esta: ¿pero entonces, quién está a cargo de la Nación? Porque la Presidenta está ausente por las graves dolencias personales que padece desde que fue operada de algo sin importancia; el vice, ha sido borrado por su condición de genuino piantavotos y sólo es convocado en su carácter de aplaudidor serial; al Jefe de Gabinete se lo ve cada vez más inseguro, ha acortado sus presentaciones ante la prensa y cada vez que dice algo hay que esperar 24 horas para saber si la cosa va o no va. En consecuencia: ¿quién está al mando? ¿De Vido? ¿Kicillof? ¿Zannini? ¿No será (el Señor y Francisco no lo permitan) Aníbal Fernández? Aunque también cabe esta posibilidad; que al país no lo dirija nadie y que si los ministros se reúnen alguna vez, sea para jugar a la escoba de 15 o al chinchón mientras se bajan unas birras. Lo que acaso explicaría lo que está ocurriendo, esto es, la disparada del dólar, la creciente inflación, el choreo generalizado, el negocio de la merca, el espiante masivo de los presos, los apagones, los piquetes y demás signos de que lo que se gasta en presidente y vice, ministros, senadores y diputados, es algo así como plata tirada la calle y que lo mismo sería si nos gobernara el Topo Gigio o la Bruja Cachavacha. “Maestro –le preguntó al reo de la cortada un parroquiano del Margot- ¿usted no querría ser Presidente?” El reo apuró su ginebra, lo pensó un rato y al final respondió: “Presidente, no se… Pero vice, si viene con la moto, el depto en Puerto Madero y buenas minas, le agarro ya mismo. Le digo más: agarro, aunque me pierda la jubileta”.

miércoles, 15 de enero de 2014

LOS CUATRO MARIDOS (•) Se hablaba de fidelidad. Reunidos, como siempre, a la hora del café, los tres jefes con el gerente en la oficina de éste, desembocaron en este tema. El señor Rossi, hombre que ya entraba en la madurez, pero robusto y vital, era quien tenía la palabra. Casado no hacía más de seis meses con una mujer bastante más joven que él, respiraba felicidad por todos los poros, felicidad que ahora dejaba traslucir en la conversación. Encontraba muy bello el matrimonio, una institución honorable y estética, sostenía, que reposa, por sobre todas las cosas en el amor, la comprensión, la confianza. -¡Ah, la confianza! –acotó el señor Curzio- ¡la confianza! Sin ella no es posible un matrimonio feliz. Todos asintieron, pero el gerente, el señor Smith, que no parecía encontrarse muy a gusto, discrepó. -La confianza, bien, pero la confianza no nos da más que una tranquilidad subjetiva; podríamos decir que confiar en nuestras esposas, no celarlas, es una forma de ahorrarnos el esfuerzo, quizás escapar a una realidad dolorosa. No nos salva de la infidelidad: la disimula. Los jefes se miraron. Rossi se sonrió. ¡A él hablarle de esas cosas! Su esposa era la más fiel, la más cariñosa. ¿Y el señor Curzio? Casado hacía cinco años, con un hijo, nunca un roce, una disputa, una duda. Y el tercero era el señor Carnevale, un hombre gordo, corpulento e inocente, que no podía dudar de su esposa, una gorda corpulenta e inocente como él. -¿No dudan? –los estudió el señor Smith-. Me parece bien. La fe ciega es elementalísima para mantener la felicidad en el hogar. Por otra parte, francamente lo digo y me siento comprendido en la aclaración ¿de que nos servirían nuestras dudas, si nunca podríamos comprobar la infidelidad de nuestras esposas? Miradas de asombro entre los jefes. El gordo Carnevale comenzó a preocuparse. -Lo digo –siguió Smith- porque estamos todos en la misma situación. Trabajamos mañana y tarde a horas fijas. Salimos de nuestras casas a las siete, volvemos a mediodía. Vuelta a salir a las tres y antes de las ocho ninguno está de vuelta en su hogar. Son algo así como unas diez horas en las que ninguno de nosotros puede tener una idea de lo que ocurre en su propia casa. ¿Un llamado telefónico? El teléfono nos da la voz, la palabra; no hay forma más fácil de mentir. El señor Carnevale decididamente sudaba. Rossi miraba intrigado a su gerente. Sólo Curzio sonreía desaprensivamente. -¿A dónde quiere usted llegar? –lo interrogó Rossi. -Hombre –aclaró el señor Smith- no crean que quiero poner en duda la moral de sus esposas. Ya ven que me encuadro en el problema. Lo único que yo digo es que fidelidad, confianza, son palabras, para nosotros, huecas, a las que llegamos como al último recurso. ¿De qué nos serviría desconfiar? -¡Bah, se notaría! –dijo uno. -Esa situación no se puede mantener mucho tiempo –aseguró otro. .Vamos –insistió Smith- no sería la primera vez que maridos más confiados que nosotros, vuelven un día por cualquier causa a horas desacostumbradas a sus hogares y se encuentran violado el nido. -Vamos, vamos… -¡No, no, es que es así! Y hagamos la prueba, si no. Son casi las cuatro. Les doy permiso para que ahora mismo regresen a sus casas sin decir absolutamente nada a sus esposas. ¡Ah! –aclaró- yo haré lo mismo. Los tres jefes se miraron. Carnevale daba lástima. En su corazón inocente había entrado la duda. Curzio soltó la carcajada. -Me parece una idea fantástica –dijo. ¿O es que alguno de ustedes dos no se atreve a volver a su casa sin llamar? Rossi aparentó tranquilidad y asintió. Él estaba dispuesto. Carnevale se secó el sudor de la frente con el pañuelo y también se dispuso a partir. El confiado señor Curzio salió sonriendo de las oficinas de la compañía y se encaminó tranquilamente hacia la parada del ómnibus de siempre. ¡Tenía sus cosas este señor Smith! ¡Mire si iba a desconfiar de su Clara! ¡Si iba a arriesgar su felicidad, la del pibe, que era toda su alegría, engañándolo! Bueno, igualmente, le venía bien llegar temprano, porque ese día se encontraba un poco cansado. Bajó como siempre en la esquina de Paraguay, caminó las dos cuadras, al pasar frente a la panadería compró unas facturas para el mate y entró a su casa. Avanzaba confiado cuando, de pronto, cruzó frente a él una sombra rauda que se perdió por el fondo, Sintió que se enajenaba. Irrumpió como una tromba en la habitación. Su mujer, con gestos desesperados, entraba en ese momento en el baño, que cerró con llave. -¡Clara! ¡Clara! ¡Maldita mujer! ¡Ramera! Trató de forzar la puerta, mientras el chico, en la cuna, rompía a llorar asustado al ser sacado de su sueño. Curzio perdió el dominio de sí y, al no poder forzar la puerta, loco de ira y de celos, tomó la pistola de la mesa de luz y disparó cuatro balazos a través de la cerradura. Cuando abrió, Clara yacía en el suelo, muerta. Se le cayó el arma y lloró, lloró mucho. Los vecinos que acudieron atraídos por los gritos y los disparos, lo encontraron repitiendo enajenado: “Señor Smith, señor Smith…” • * * El señor Carnevale era un hombre que nunca había tenido problemas familiares. Desconfiar de su Teresa le hubiera parecido lo mismo que desconfiar de Dios. Teresa, mujer única, impar, que no hablaba jamás de dietas, que sabía preparar infinidad de platos –cocinaba el pollo de catorce maneras distintas-, que era buena y dedicada al hogar, cariñosa con sus tres hijos… No podía desconfiar de ella, no. Pero en aquel momento, desconfiaba. Uno nunca está libre, se dijo. Teresa, lo sabía, era una mujer débil de carácter. Tal vez él no se había dedicado a ella con la solicitud de otros maridos. Nunca recordaba una fecha. Y eso a las mujeres les duele. No, pero si lo engañaba lo hubiese notado. A él no se le escapaba nada. ¿No estaba acaso un poco fría con él últimamente? No, ya estaba desvariando. Pero, realmente, ¿podía haber otro en su vida? Cuando fue hasta la playa de estacionamiento a buscar su auto, era un volcán de dudas. De casualidad se salvó su mole de ser atropellada por un bus al cruzar la calle, absorbido como estaba por sus pensamientos. Por eso, cuando llegó a la playa, su prisa se había transformado en frenesí. Empujó salvajemente al auto de atrás y al de adelante. Olvidó darle propina al cuidador y salió matando. Sorteando hábil y temerariamente el tránsito del Centro, en diez minutos estuvo en su barrio y, con él, la certeza de que su mujer lo engañaba. ¿Qué haría? ¿Estacionaría como siempre el auto frente a la puerta? No, porque ella sentiría el ruido del motor. Mejor lo dejaba a la vuelta. Había que pensarlo todo. De la gaveta sacó un revolver y se lo puso en el bolsillo trasero del pantalón, no sin temblar ante su contacto. Apresurado recorrió la distancia que lo separaba de su casa, pero al llegar disminuyó el paso y ya en el umbral caminó en puntas de pie. Abrió la puerta sin hacer ruido, pasó al vestíbulo, del vestíbulo al comedor… Nada. En el comedor estaba el segundo de sus pibes jugando. Al ver a su padre el chico iba a gritar alegre, pero Carnevale, con un gesto trágico, lo hizo callar. Y el chico pudo ver, asombrado, cómo su progenitor se introducía sigilosamente en la pieza matrimonial, palpando un bulto que tenía debajo de la espalda. El hombre, tras abrir la puerta, espió el interior del dormitorio a oscuras. Y si, allí estaba su Teresa dormida. Pero ¿no era otro hombre el que estaba al lado de ella? -¡Teresa! –gritó Carnevale y les arrancó las sábanas, mientras gatillaba inútilmente, olvidado del seguro. Sacados violentamente de su sueño, Teresa y Pepe, el mayor de sus hijos, tuvieron ante sí la imprevista presencia de Carnevale, enorme como era, llenándolos de injurias y amenazas y esgrimiendo un revólver. Pepe se zambulló en el suelo mientras Teresa buscaba, en paños menores, amparo en la calle gritando desesperada. Cuando Carnevale reaccionó de su atolondramiento, ya volvía su mujer con un vigilante y los infaltables vecinos, con sus comentarios y sus sospechas, Carnevale tuvo entonces que entregar el arma y dar explicaciones, que nadie entendió, porque insistía en echarle las culpas de su extraña conducta a un señor Smith… • * * De los cuatro Rossi era el que vivía más cerca de la oficina, por lo que se encaminó a su departamento a pie. Le parecía una tontería la proposición de Smith, pero le agradaba la idea de encontrarse a esa hora con Susana. Cuando le hablaba, a la tarde, siempre estaba tomando el té. Lo tomarían juntos. ¡Qué feliz era! Un buen empleo, una esposa cariñosa y joven… Era la envidia de sus amigos. Pero pensó otra vez en Smith y en la circunstancia que lo llevaba, a esa hora, a andar por la calle. Bueno, él no iba a celar a su esposa, pero ¿qué había querido insinuar el gerente durante la discusión, al hacer notar las diferencias de edades? ¡Bah, tonterías! Se miró en una vidriera. Un poco pelado –alopecia, decía él-, algunas arrugas, es verdad, pero alto, vigoroso, ágil. No, nada podía turbar su felicidad. Susana era para él algo así como un regalo de la vida. Y no, no podía engañarlo. ¿Iba Susana, de origen humilde, a arriesgar la posición que mantenía a su lado? Sintió seca la boca y se le arrugó el ceño. Otros novios había tenido, pero… La casa de departamentos estaba a la vista. Sintió un escalofrío. Se detuvo. Miró su ventana. Nadie. No, no había nadie. Mejor se volvía. Pero ya el portero lo había visto y le hacía señas. Contrariado, arrastrando los pies, se le acercó. -Buenas, señor Rossi. ¿Tan temprano hoy? -Hola. Se detuvo. Se sintió ridículo, molesto. Tenía que entrar. -Hasta luego, dijo. Al pasar al interior de la casa, la sintió fría. Temblaba. Sentía un malestar en el estómago. Quiso tranquilizarse. Lo más posible era que Susana no estuviera. Estaba en su derecho. Sus relaciones, su familia… ¿Y si estaba? Pues estaría sola. Si, sola. No, no podía estar sino sola. Al llegar el ascensor marcó el 4º en lugar del tercer piso. Pasó así, vertical y ascendente, frente a su puerta, mirando por entre el enrejado, queriendo atravesar la oscuridad y descubrir en el silencio. Y allá, en el 4º, la angustia. ¿Y si lo engañaba? “Es más joven, mis amigos me avisaban, es coqueta”. Bajó corriendo las escaleras y al llegar ante su puerta, se detuvo. Acercó el oído, miró por la cerradura, tocó el picaporte. Su contacto lo electrizó. Se detuvo unos minutos, clavado, sin decidirse a nada, esperando no sabía qué. “No hay nadie”, decidió. “Está en lo de su madre y no me engaña”. Definido, bajó por la escalera y recién, una vez en la calle, se atrevió a respirar aliviado. Entró en un bar para mojar la garganta reseca, pero allí mismo comenzó a acosarlo su conciencia: ¡Cobarde!... El señor Rossi volvió a los brazos de su esposa a la hora correcta, pero borracho. Y desde aquel día le ha quedado una profunda antipatía por el señor Smith. • * * Cuando el señor Smith salió de la compañía, sabía perfectamente lo que iba a hacer. Sabía que, como era miércoles, su esposa, a esas horas, estaría en el departamento de soltero de su íntimo amigo, el capitán Espìna, por lo que era absolutamente ocioso dirigirse a su casa. Decidió, en cambio, aprovechar la salida para visitar a su querida, a la que no veía desde el domingo. Pero como el señor Smith era un hombre discreto, no iba a caer en el imperdonable pecado de concurrir sin llamarla previamente. Sorprenderla o importunarla resultaría altamente inconveniente. Por eso, antes de dirigirse a buscar el auto, la llamó por teléfono, respondiéndole Dolly que se alegraría mucho de recibirlo a las cinco y media, hora en que ya estaría desocupada. El señor Smith tomó entonces el auto, hizo algunas diligencias particulares y, al pasar por un súper muy paquete, decidió sorprender a Dolly llevándole fiambres para esa noche y ya que estaba eligió también unas cotelettes y unos dulces. A las cinco y media detuvo su auto frente al horizontal que había comprado para ella y volvió a salir de allí el jueves por la mañana. A las nueve llegó a su despacho y tras él la secretaria con el diario. -¿Se enteró, señor Smith, se enteró? ¡El señor Curzio mató a su esposa! -¡No! Dos timbrazos y Rossi y Carnevale se presentaron de inmediato. -¿Han sabido ustedes?... Asentimiento triste y el “¿ha visto?, ¿ha visto?”, de los jefes. -¡Si yo hubiera sabido!... -agregó Smith acongojado-. Me siento un poco culpable. En fin, creo que nuestro deber es ayudar en esta hora a nuestro amigo. Debemos dirigirnos de inmediato a la seccional de policía y ofrecerle nuestra ayuda. ¿Qué les parece? Asintieron los jefes, solidarios, y partieron. Durante el viaje Smith siguió comentando. -¿Han visto? Mire usted, Curzio, tan confiado… ¿Quién iba a decir? Era el más alegre de nosotros. A ustedes, ya veo, les ha ido bien en la estúpida prueba de ayer, lo mismo que a mí. Pero no debemos repetirla, no… Y agregó el señor Smith, acongojado: -¡Ah, no hay como una esposa infiel para hacer la desgracia de un hombre! Rossi asintió, callado y nervioso. Y también Carnevale, apantallando aún el calor del día anterior. (‘) Publicado en la revista “Esto Es”, del 30 de marzo de 1954

miércoles, 8 de enero de 2014

Circo criollo DEL CHACO, ¡PARA QUÉ! Habrá que admitirlo y esperar las consecuencias: cada día que pasa es más difícil ser kirchnerista. Y si no, que lo diga el mismísimo Jefe de Gabinete, el inefable Coqui Capitanich. Quien, no obstante haber sido llamado a ocupar esa envidiada posición, algo así como la cumbre K, para lo que debió abandonar su dulce provincia del Chaco (tan lejos de los 30º bajo cero de Nueva York), en la que se desempeñaba brillantemente como gobernador, acaba de experimentar dos revolcones personales. En efecto: por dos veces consecutivas debió arrepentirse de haber anunciado algo. Siendo corregido, primero, por el ministro de Planificación, el duradero Julio De Vido, y luego por el de Economía, el marxista, el duro, durísimo Axel Kicillof, enemigo personal del capitalismo y de las corbatas. Lo que parece expresar una de estas dos posibilidades: o el señor Capitanich es un lengualarga, un defecto que hasta ahora no se le conocía, o alguien, algún malnacido, lo convenció, cuando aceptó el cargo, que de verdad podría ejercerlo o, más aún, que debía hacerlo, porque la Señora, luego de las dos derrotas electorales y del mal golpe que se dio en la testa, había quedado out. Y debido a eso, se requería de una presencia masculina fuerte, como la suya, para llevar adelante la cosa. O sea, el gobierno, ya que de lo demás se ocupan los señores Lázaro Báez y Cristóbal López. Por lo que, ahora que volvió la Señora, luego de un duro, durísimo tiempo de descanso forzado en El Calafate (en el que el país estuvo casi ingobernable, ya que hubo rebelión policial, saqueos, piquetes y larguísimos cortes de luz que ya mismo, por su sola presencia, están terminando), se barajan estas dos posibilidades. Una, que Cristina reasuma con todo el poder, la energía y el sentido común que se le conoce, a ella y a su ilustrado hijo Máximo. Y entonces el Coqui venga a ser algo así como un ministro redundante, por lo que no sería de extrañar que estuviese gestionando, ya mismo, su regreso al Chaco bienamado, luego de haber sufrido, mal, las bajas temperaturas de Buenos Aires. Y otra, que no, que a la Señora, aunque más no sea que por no tener que ver siempre las mismas caras, le interese retener a Capitanich en su puesto, total no importa lo que anuncie ya que es de arrepentimiento fácil. Y la otra ventaja del Coqui es que la ciudadanía ya conoce esta particular característica de su modo de ser, por lo que ni siquiera vale la pena molestarse en escucharlo ni en saber lo que ha dicho, ya que luego de un lapso, más bien corto, vienen las correcciones expresadas por otros ministros, a las que podrán agregarse, ahora que se ha repuesto de sus males, la Señora, pero también, porqué no, su hijo, la nena, el nietito o la abuela (en el tiempo, claro está, que le deje libre la formación del equipo tripero que, con su ayuda, hasta tiene posibilidades de campeonar). “¿Así que este mozo Capitanich había sido gobernador del Chaco?”, preguntó el reo de la cortada de San Ignacio. “Pero maestro –le respondieron- no me diga que no lo sabía”. “Es que –insistió el reo- yo estaba convencido de que venía del Servicio Meteorológico”. Y como todos se quedaron mirándolo, agregó: “Y, como no acierta una…”