lunes, 16 de diciembre de 2013

EL SANDWICH DE LA VIEJITA No creo que haya habido un tiempo más triste y negativo para la sociedad argentina, que aquel de los años 30. Porque no se trataba solamente de que hubiese un montón de tipos durmiendo en la calle, o mangueando al que pasaba, o caminando por la vía con el atadito al hombro. Hoy, a tantos años de aquellos tiempos duros, recuerdo a muchos de ellos, porque los había a montones, como pordioseros sin esperanza. La mayoría eran extranjeros. Habían venido de España, de Italia o vaya a saber de dónde, con la ilusión de que aquí iban a tener laburo, un hogar, una compañera, pibes, y que, por alguna razón que, me atrevo a decir, nunca llegaron a entender muy bien, de golpe se vieron en la calle, en la miseria, sin nada y lejos, lejísimo, de sus viejos, de sus afectos, de sus pagos, de su paisaje. Yo por entonces era muy chico y lo veía todo con mis ojos de niño satisfecho, al que no le faltaba nada. Y miraba como la cosa más natural del mundo lo que pasaba a mi alrededor. A los pibes que vivían en los conventillos, que jugaban conmigo a la pelota en la calle y a los que entraban a casa a jugar. Y que acaso, supongo hoy, a tantos años de aquellos tiempos, los sorprendiese que tuviéramos auto (el único de la cuadra), o que para mi cumpleaños hubiese chocolate, sándwiches y pasta frola para todos. Por otra parte había, por entonces, algo que nos igualaba a todos, pobres y burgueses, y ese algo era la calle y el potrero. En la calle jugábamos a la pelota, a las bolitas, al ainenti, a la mancha y al vigilante-ladrón. Y en el potrero futbol de la mañana a la noche. Recuerdo que una vez, después de jugar horas y horas y cuando íbamos ganando algo así como 8 a 4, les preguntamos a nuestros rivales cuándo terminaba ese partido, ya que se acababa la claridad. Y la respuesta, de tan simple que fue, no la pude olvidar nunca: “Hasta que empatemos”. Y si no jugábamos nosotros asistíamos como espectadores al futbol de los grandes. Que lo hacían en una cancha con arcos y ellos con camisetas. Pero acaso lo más lindo fuera al comienzo de cada partido, cuando los 22 se reunían en el centro del campo y uno preguntaba: ¿Aurieli? (¿already?) Y los otros respondían: ¡Diez! (¡Yes!) Y tras cartón empezaban el partido, dirigido por algún viejo del barrio. Vivíamos por entonces en Caballito, en una casa grande, cuando el barrio estaba todavía poblado de baldíos y de calles sin asfaltar. Y por allí pasaban, viniendo de quién sabe dónde, mendigos y también algunos pobres tipos que habían perdido la razón. Unos pasaban pidiendo, otros voceando alguna cosa: ricota fresca, fruta del Tigre o dándole manija al organito. De los locos perdidos, recuerdo a aquel pobre tipo que había sido gaseado en la guerra del 14 por los ingleses, y que iba casa por casa mangueando en un estado desastroso, porque se hacía encima y olía que era un espanto. Y había otro, también desquiciado, turco o armenio por su apariencia, que caminaba rapidito y voceaba, apenas inteligible, “papa y cebolla”, “papa y cebolla”. Pero que en la bolsa que llevaba al hombro no tenía nada, absolutamente nada. Por lo que si alguna vecina distraída o novata lo llamaba para comprarle, no se detenía, antes bien, aceleraba el paso como si huyera de ella. Y cómo olvidar a Pinkas, un judío-austríaco que también había peleado en la Gran Guerra, que había sido prisionero de los rusos y que, con buen humor, le decía a todo el que lo quisiera escuchar que era “gallego”. Y esto lo sostenía, claro que en broma, porque había nacido en Galitzia, la provincia más al Este de lo que fuera el imperio austro-húngaro. Comida al paso Los pordioseros de aquellos tiempos remotos lo que más pedían era comida, simplemente porque pasaban hambre. Vivirían tirados por allí, algunos, los menos infelices, en una piecita de conventillo o en un rancho instalado en un baldío y los más a la intemperie. Pero todos galgueaban porque no tenían para comprar ni un pedazo de pan. Por lo que en casa, lo que se les daba a los que pedían, era comida y, por lo general, la que había sobrado del mediodía. Un caso que recuerdo, tal vez porque me intrigó vivamente, fue el de un tipo, joven, de sombrero y pañuelo al cuello, que llegó un día a la puerta de casa pidiendo algo de comer. Lo atendió mi viejo; hablaron largamente y luego mi padre abrió el portón de casa y lo hizo pasar. Llamó a la sirvienta y le dio algunas órdenes. Al rato reapareció ésta con un banquito y un cajón de madera que colocó en el garaje, que estaba vacío, y luego con un plato, un vaso, cubiertos, una jarra de agua y la olla del puchero. Puso todo eso sobre el cajón y lo que no cabía allí en el piso y mi viejo le indicó al fulano que se sentara y comiera tranquilo, mientras él hacía mutis por el foro. Por lo que sólo yo me quedé con él, seguramente por pura curiosidad. No se si cambiamos alguna palabra. El tipo comió a sus anchas, bebió agua seguramente lamentando que no le hubieran traído vino, tomó unos sorbos de caldo y finalmente satisfecho, se marchó, no sin antes acariciarme la cabeza y pedirme que le diera las gracias a mi viejo. A ése, no lo vimos nunca más. Pero no ocurría así con el común de los tipos que andaban por el barrio pidiendo. Algunos pasaban una o dos veces por semana, otros casi todos los días. No se les daba siempre a todos, pero mi vieja tenía una favorita, una viejita a la que no permitía que pasara por casa sin llevarse un sándwich de lo que fuera, de carne de puchero, de milanesa o del estofado del mediodía. Por lo que no faltaba nunca. Llegaba puntual, una vez por semana, mamá la atendía y era ella misma la que le preparaba el sándwich y se lo entregaba, junto con el deseo de que anduviera bien de salud y de que se cuidara, ya fuera que el frío amenazara a Buenos Aires o que el calor estuviera haciendo estragos en los porteños. Ignoro qué habrá sido de aquella pobre mujer que pasaba, tal vez semanalmente, por la puerta de casa y a la que mi madre le daba personalmente su sándwich envuelto en una servilleta de papel. Tampoco supimos nunca su nombre, de dónde venía ni dónde habrá muerto. Acaso en la calle, donde habrá dado el último suspiro, o en el hospital Durand, si tuvo la suerte de que la recogiera una ambulancia. A casa simplemente dejó de venir, dejó de llevarse su sándwich. O acaso también sus cosas mejoraron, alguien le dio refugio, un hijo, un nieto, si es que tenía, se apiadó de ella y la llevó consigo. Pero si la viejita, que vaya a saber cuándo, cómo y dónde murió, no volvió a pasar por casa, no por ello desapareció del todo. Su sándwich, el que dejó de llevarse, el que le armaba mi madre con las sobras del día, ese, subsistió, hasta hoy, cuando tampoco mi madre pertenece a este mundo y yo mismo me siento tremendamente viejo. Porque, cosas de chicos, nosotros, que éramos tres hermanos y que habíamos asistido tantas veces a aquella ceremonia del sándwich que mi madre le preparaba con sus manos a la pordiosera, lo incorporamos también a nuestro menú preferido. Y pasó a llamarse “el sándwich de la viejita”, el que se armaba con cualquier pan y con las sobras de la carne del mediodía, así se hubiera tratado de puchero, de pollo, de peceto o de lo que fuera. Y la singular supervivencia de este caso, que se remonta a los lejanísimo años 30, años de terrible mishiadura, de miles de pordioseros que deambulaban pidiendo por los barrios, es que ni siquiera morirá conmigo. Acaso el último en ver pasar a aquella anciana pordiosera y ver también cómo mi vieja le preparaba y le entregaba su sándwich de sobras. Porque esta historia sin importancia ni protagonista reconocible, la he contado, no una sino, como hacemos los viejos, cien veces, a mis hijos y a mis nietas. Y como casi todo lo que va alguna vez vuelve, aquellos años 30 de mi infancia, dulces para mi, de terror para millones, vuelven cuando alguna de mis nietas me piden que les prepare “el sándwich de la viejita”. Con lo que aquella anciana pordiosera, cuyo nombre y cuyo fin nunca supe, tiene o al menos eso espero, la inmortalidad asegurada.

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