sábado, 19 de enero de 2013

MARAVILLOSAS

MARAVILLOSAS  

La mujer es maravillosa. Mientras leo un libro, sentado en un sillón del living, oigo a la mía que termina de lavar las cosas del desayuno. Después, siento el ruido de los comandos del lavarropas y cómo el aparato comienza a fregar y sacudir las prendas sucias recogidas por ella de los dormitorios, A continuación, son sus pasos los que resuenan sobre el parquet. Va primero a una de las habitaciones, luego a la otra, tendiendo camas, emprolijando, guardando las cosas que dejo tiradas. Pero no se detiene. Extrae del placard la máquina aspiradora dispuesta a dejar los pisos sin una mota de polvo. Y comienza a pasarla, primero por los cuartos del fondo y luego se va acercando hasta donde yo estoy. Me hace levantar los pies y me pasa la máquina por debajo. Me dice algo, le contesto “si querida” y ella sigue luego con su aparato insaciable de migas y pelusas. Primero hasta el comedor y luego hasta el pasillo; abre la puerta de entrada y sigue, tenaz, hasta el palier, quejándose, creo, de los vecinos mugrientos. Vuelvo a decirle “si querida”, sin dejar de leer y entonces ella guarda la máquina, pero nada más que para emprenderla con el baño. Oigo el ruido del agua saliendo de las canillas, del balde golpeando contra el piso; la estoy viendo, casi, refregar la bañadera, pulir las canillas, acomodar frascos y jabones. Y me viene un sopor muy lindo, los ojos se me entrecierran y el libro se desliza sobre mis rodillas. Pero me despierta el timbre de la calle. La llamo: “¡querida!”, por si no lo ha escuchado. Pero ella ya está viniendo veloz a atenderlo. Y adivinando dice: “Es el sodero”. Acomoda los sifones vacíos, abre la puerta y atiende al hombre. Me pide unas monedas, le digo, con un gesto, que no tengo y entonces vuelve rauda al dormitorio y regresa no menos velozmente para darle su dinero al proveedor. Luego guarda los sifones en la heladera y tras advertir que la lavadora ha concluido su tarea, oigo que la abre, pone las prendas en una canasta y con las llaves y los broches de la ropa en una mano y la ropa húmeda en la otra, abre la puerta y me avisa: “Me voy a la terraza. Está atento por si suena el teléfono”. Vuelvo a decirle “si querida” y disfruto de esos minutos en que la casa es invadida por un silencio casi total, apenas alterado por el arrullo de las palomas y la sirena distante de una ambulancia. Al rato regresa y se encierra en la cocina. Y unos minutos después la oigo picar cebolla, poner en marcha la licuadora, encender una hornalla con el magiclick, freír algo que huele muy sabroso, tal vez milanesas o croquetas y, al mismo tiempo, tender la mesa, poner el mantel, los platos, los vasos y los cubiertos en prolija sucesión. Suspendo la lectura por un momento porque sé que en unos minutos más me va a llamar con un “vení, sentate, que ya va a estar la comida”. Y ahí estaré yo para colaborar, echándole el chorro justo de vinagre a la ensalada o descorchando con habilidad la botella de vino. La mujer es maravillosa. Mi mujer es maravillosa.    

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