lunes, 19 de agosto de 2013

AMIGO DOCTOR, ADIOS A los jóvenes de hoy, si andan en moto con el casco puesto y evitan a los bandidos de gatillo fácil y pasados de merca, les cabe la posibilidad de vivir quince o veinte años más que sus padres y abuelos. Y esto no tanto debido al deporte, al chau pucho y a la comida sin grasas trans, sino a los asombrosos avances de la medicina. Cuyos recursos ya no se reducen a tomar la fiebre, medir la presión o sacar radiografías, y mucho menos a las lavativas, las ventosas y las sanguijuelas: hoy cuenta con un aparataje maravilloso. El que permite examinar al tipo por dentro y por fuera centímetro a centímetro, viajar por sus conductos arteriales como con un GPS, analizar escupitajos y sudores, revelar los secretos más íntimos de su sangre y llegar sin escalpelo a remover los agentes más perversos que puedan haber recalado en su interior. Pero como casi todas las cosas buenas, estos avances también han acarreado pérdidas. Que no se reducen, para el tipo que se jubile a los 65 a esta pregunta inquietante: ¿y ahora qué hago hasta los 80 o los 90? Porque lo que se ha perdido y parece ya irrecuperable, es el médico de familia. El que andaba de casa en casa del vecindario, ahí donde lo llamaba un afiebrado, una parturienta, un accidentado, un crónico o un tipo al que sólo le faltaba dar los últimos hurras. Y a los que acudía a ver provisto de un valijín (siempre negro), en el que cabían un estetoscopio, un tensiómetro, un termómetro y alguna cosa más, por si había que poner un a inyección, hacer un sangrado o vérselas con un forúnculo rebelde. Y era ese mismo tipo el que recibía a los pacientes en su consultorio, que estaba ahí nomás, de delantal blanco y estetoscopio colgando del cuello y con el que no se charlaba solamente de los males que afligían al paciente, sino también de política, de futbol, de los destinos de la humanidad o de la vecinita de al lado. Es cierto, aquel médico de barrio tenía muchos menos recursos que los que hoy pueden ofrecer al doliente los del hospital, del sanatorio o de la obra social. Y de allí que las vidas de sus pacientes fueran en general más cortas. Pero sólo los que han vivido aquella época y esta otra, pueden darse cuenta de las grandes diferencias que existen entre aquellos modestos maestros de la semiótica y estos médicos de hoy. Que más que fiarse del examen minucioso del doliente, como lo recomendaba Hipócrates, de averiguar cómo era su vida, qué comía o de dónde sacaba el agua que bebía, y sin esmerarse mucho en el palpado minucioso y cálido, en el diga treinta y tres, en el no menos famoso respire hondo y en el saque la lengua (sobre la que apoyaban una cucharita), prefieren volcar sobre el tipo un derroche de análisis y radiografías, resonancias magnéticas y tomografías computadas, de las que no puede ocultarse ni el más sibilino de los males. Un comportamiento que suele dar resultados exitosos pero que es de una frialdad de témpano. Pero acaso lo peor, en esta delicada materia, no sea lo que se está viendo hoy sino lo que está por venir. Porque es cierto, el médico de la familia, el de barrio, el que conocía al fulano desde muchacho y lo seguía, paso a paso y entre gripes y constipaciones, hasta que se hacía viejo, ya no volverá. Pero el problema, llegados a este punto de la relación médico-paciente, es que la cosa no se detenga aquí sino que sea aún más problemática. Y que el médico, finalmente humano, de carne y hueso, que hoy se ocupa de nuestros males, aunque una vez sea uno y mañana otro, sea reemplazado. Y no por otros facultativos, distintos pero indiferenciables, sino por algo tan impersonal como la pantalla de un ordenador. Desde la cual se nos diga que la cara que se nos pone delante, gracias al skype, es de un médico, un cirujano o un analista. Y que sea él, o sea ese rostro, quien, previo darle nuestros datos y el número de nuestra tarjeta de crédito, nos dará las indicaciones para medir nuestra temperatura, establecer cómo andamos del bobo o marcar el sitio en que nos duele. Entrevista que terminará, al fin y al cabo como hoy: con el dictamen de que, para saber realmente lo que nos pasa y asegurar nuestro restablecimiento, primero hay que pasar por el tomógrafo, la sala de rayos, el análisis de nuestras evacuaciones y nuestra sangre. Así se habrá extinguido para siempre el médico de barrio. Habrá corrido la misma suerte que Apolo, Asclepìo, Higiea y Panacea, los del juramento hipocrático y a los que los dolientes de hace 2500 años acudían en busca de sanación o meramente de esperanza y de consuelo. Pero aquel doctor amigo se perderá en la memoria con mucha menos pompa, acaso con la misma sencillez con que hoy los viejos se acuerdan de los bizcochos Canale, del traje con dos pantalones y de los helados Laponia.

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