lunes, 28 de julio de 2014

GRAVES CIRCUNSTANCIAS Ciertos hechos, que se presentaron unos tras otros, le dieron la pista de que sus días sobre la Tierra estaban tocando a su fin. El primero fue este: comenzó a encontrar gente por la calle con la que intercambiaba aludos y buenos deseos, que le constaba que estaba muerta. Ya sea por haber leído los avisos fúnebres en el diario, por haber asistido a los velorios o por el hecho irrefutable de haber sido uno de los que empuñaron la manija del cajón. Y el segundo fue aún más extraño: se sorprendió frente al espejo grande del ropero, tratando inútilmente de hallarse para hacerse el nudo de la corbata. Él veía el espejo, el mueble, la habitación, sentía sus manos maniobrando sobre su propio cuello, bajo la barbilla, pero el espejo parecía no verlo a él y por lo mismo no lo reflejaba. Lo que le pareció un signo inequívoco de que el mundo, el tiempo, las cosas, se preparaban para proseguir sin contar con su presencia. Y por último el doctor Scalfaro, tras examinar el electrocardiograma que le había ordenado, le dijo con sencillez: “Vea amigo, si este electro se lo sacaron bien, usted debería estar muerto”. A partir de lo cual comenzó a mirar a su paciente con notoria desconfianza, como dando a entender que si su sospecha se confirmaba, iba a tener que derivarlo a otro profesional, ya que él sólo se ocupaba de las personas vivas. Cuando salió del consultorio sintió una intensa pesadumbre, no porque advirtiese que su fin estaba muy próximo, sino por los inconvenientes que esto iba a traer aparejados a su esposa. Todas las personas medianamente educadas saben de la vulgaridad que implica morirse y están preparadas para ello. Pero al verse frente al hecho irremediable reparó en la suma de problemas que representaría para ella. Tendría que ocuparse de pagar las cuentas, de hacer las compras, de acudir a las reuniones del consorcio. Aunque lo más dramático no sería nada de eso, sino que forzosamente tendría que hacerse cargo de su cadáver, esto es, un cuerpo muerto, pesado y molesto, del que debería desembarazarse de manera perentoria en 24 horas. En cuyo transcurso se vería desbordada por una cantidad de problemas: arreglos con la funeraria, amigos y parientes que se acercarían a darle el pésame, pasar una noche en vela y asistir a la ceremonia de la inhumación. En la que todos esperarían verla compungida y diciendo lo sola que habría de sentirse a partir de ese momento. Por eso, cuando ya estaba camino hacia su casa, sintió que debía detenerse en un bar para imaginar alguna alternativa a las graves circunstancias que habría de provocar por el mero hecho de morirse, tal vez de un infarto o de un ataque de presión. Vale decir, hallar una solución razonable y práctica al hecho de que, mientras para él todo habría acabado y finalmente yacería cómodamente acostado en el cajón, dos metros bajo tierra, dejaría a su esposa un verdadero incordio. Se le ocurrió entonces, mientras tomaba una gaseosa, que podría pagarle a alguno para que lo asesinase e hiciese desaparecer su cadáver. Pero en ese caso su mujer jamás tendría la certeza de que había muerto y hasta podría sospechar que se había escapado con una muchacha, lo que afectaría su autoestima y le daría pasto a sus amigas de canasta. Pensó luego en sacar un pasaje para Mar del Plata e internarse en las aguas del Atlántico, como Alfonsina. Pero también lo desechó, ya que dado lo poco que sabía nadar era muy posible que se ahogase a metros de la orilla y el cadáver apareciese de inmediato en la playa. Y, por añadidura, desagradablemente mojado. Sin haber hallado ninguna solución, se encaminó finalmente hacia su casa, donde llegó un poco más tarde que lo habitual. Ella estaba mirando televisión y le dijo, sin mirarlo, que tenía la comida en la heladera y que la pusiese a calentar en el microondas. Él pensó en dirigirse a la cocina, pero después se convenció de que no tenía sentido seguir ocultando a su mujer que sus días estaban contados. “Querida –le dijo sentándose junto a ella en el sofá- me voy a morir y, lo que es peor, no sé qué hacer con mi cadáver para que no te cause problemas”. Advirtió que ella, sin dejar de mirar la televisión, derramaba unas lágrimas. Él se conmovió y quiso consolarla, pero ella lo rechazó. “Es que se muere –le respondió señalando la pantalla- y se muere sin saber que él se acaba de estrellar con su jet en el desierto. Y que las últimas palabras que le escucharon los beduinos fueron: María, María de los Ángeles. ¿A vos te parece?” Él, en vez de dirigirse a la cocina fue hasta el dormitorio y se paró frente al espejo. Se movió de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, pero el espejo no lo reflejó. Se encaminó entonces a la calle. Atravesó la sala donde su mujer se hallaba mirando televisión y, sin intentar distraerla, le hizo un leve gesto de despedida con la mano, que ella ignoró porque no cesaba de gemir. Una vez en la vereda eligió un rumbo cualquiera para echarse a caminar. Recorrió así un montón de cuadras sin tropezar con nadie, ni una persona ni un auto. Hasta que, por fin, divisó a alguien que venía en sentido contrario y al que reconoció como un vecino del barrio. Se preparó para saludarlo, levantó la mano, le sonrió, ya iba a decirle “buenas noches, ¿cómo está usted?” Pero no llegó a hacerlo. El otro, conforme lo reconoció, lanzó un grito de terror y salió corriendo hasta perderse en la primera esquina.

jueves, 24 de julio de 2014

Circo criollo CÓMO HACER PARA QUE SE CALLE Es triste, pero es así: sólo la medicina puede salvar al partido K, al relato, a la Cámpora y a los millones de seguidores del actual modelo, de una pronta, segura y hasta jocosa extinción. Porque no es que la señora Presidenta haya sido, en algún momento, un dechado de sabiduría, ni que se bebiera de su boca, como de la de Ciceron y otros grandes de la palabra. No, no se trata de eso. Pero lo que se advierte hoy, tal vez a causa del paso de los años, de la sorpresiva llegada de la abuelidad (que suele venir con cierta chochera) o del cansancio propio de tan largo ejercicio del cargo, es que no hace más que meter las de andar cada vez que abre la boca. Como pasara recientemente, en ocasión de la tardía renovación de los trenes del Sarmiento. Cuando no se le ocurrió nada mejor que asociara los tipos que en los viejos vagones viajaban como cerdos, arriesgando sus vidas, aferrados a las puertas abiertas porque adentro ya no cabía ni un alfiler, con tipos que lo hacían por gusto, al solo efecto de refrescarse. Lo que hizo que los deudos de la tragedia de Once se enfermaran de bronca. Y tampoco anduvo bien encaminada, hay que admitirlo aunque duela, cuando aseveró que la Argentina ya había pagado las deudas que tenía con los acreedores, lo que debe haber desconcertado no sólo al juez Griesa y a los mismísimos buitres, sino también a los criollos que se encontraban, en ese mismo momento, negociando en Nueva York para que el país no llegara al default. Lamentablemente el único recurso que se ha mostrado, hasta ahora, capaz de frenar ese caudaloso apego por la afirmación disparatosa, por el dislate, por la ocurrencia alocada, es el malestar físico, ya sea debido a un mal golpe o a alguna dolencia. Pero en cuanto se libera de ese contratiempo, la ponen frente a un micrófono y la rodean sus fieles aplaudidores, ahí mismo se desata y embiste sobre el sentido común como el Quijote contra los molinos de viento. En consecuencia y dado que a alguien que ha llegado al lugar que ella ocupa, no se le puede andar escondiendo los micrófonos, ni basta para que no hable con decirle que lo que está inaugurando, es la tercera vez que lo hace, no queda otra que recurrir a la medicina y a los médicos. A los que tal vez prometiéndoles que algún día una calle llevará sus nombres o pasándoles el celular de Viki Xipolitakis, se logre que la tengan permanentemente convencida, al menos hasta que le toque entregar el sillón, que padece algún mal que requiere, para curarse, de un largo, larguísimo silencio y de una nula presencia ante las cámaras. Con lo que acaso lograse llegar al fin de su mandato sin incurrir en nuevos y desconcertantes bloopers televisivos. El reo de la cortada de San Ignacio estaba indignado. “¿Cómo se les ocurre –dijo- mandar a negociar con el viejo ese y con los buitres, a un tipo al que le dicen “el soviético” porque no usa corbata?” “¿Y usted a quién hubiera mandado, maestro?”, le preguntó uno. Y el reo respondió con autoridad: “¿Yo? A un jubilado con la mínima. Fija que si les dice lo que gana los buitres se ponen a llorar, terminan allí mismo el pleito y hasta le ponen unos dólares en el bolsillo para que no se vuelva caminando”.

martes, 15 de julio de 2014

Circo criollo CAMPEONES DE ENTRECASA Tal vez haya servicios públicos que no funcionen muy bien, como el eléctrico, el telefónico, las aguas corrientes, la seguridad, la Justicia, el control fronterizo y algunas pocas cosas más. Pero es indudable que los servicios de inteligencia son de diez. Y sino que lo diga un episodio reciente y que ha tocado muy de cerca y muy fuerte a casi todos los argentinos: el match entre la selección criolla y la germana. El que ganaba se convertía nada menos que en campeón mundial de fútbol, una distinción que no se le daba al once argentino, y por ende al país, desde aquel lejano 1986 en México, cuando los destinos de la patria aún no los dirigía un K, sino el doctor Alfonsín. Y en Brasil teníamos todas las de ganar. El apoyo de un pueblo (aunque no precisamente del brasileño), el mejor delantero del mundo, la hinchada más glamorosa (no, tampoco la brasileña), el mejor atajador de penales y el DT más petiso. Vale decir que teníamos todo para campeonar, pero perdimos. Y acá es donde debe señalarse y celebrarse el éxito de los servicios de inteligencia criollos. Porque y aquí viene la razón del elogio, si estaba la presidenta del país anfitrión, esto es, la simpática Dilma Rousseff; si estaba también la primera ministra alemana, la no menos agradable Angela Merkel, ¿por qué entonces no estuvo también allí Cristina Kirchner? La excusa: porque recibía al bueno del premier ruso, Vladimir Putin. Un macanazo grande como un rancho, porque ¿qué hizo Vladimir luego de su sustanciosa charla con la Señora, en la que cambiaron el destino del mundo? Pues se subió al avión y le ordenó al piloto: Rápido pibe, a Río, que quiero ver la final del Mundial. Por lo que poco le hubiera costado a la Señora decirle a Vladimir: ¿Me llevás, rubio? A lo que el ruso no sólo no se hubiera podido negar, sino que habría agarrado con los ojos inyectados en sangre ante la sola posibilidad de compartir el viaje con la Señora. Aunque para ello debiera dejar en tierra a alguno de los colados que llevaba a bordo. Por eso, la verdad es otra. Los servicios de inteligencia nativos le desaconsejaron que se hiciera presente en la final, porque sabían, a ciencia cierta, que el equipo criollo perdería irremediablemente, como le ocurrió. Y ya se sabe de la fragilidad de la salud de la Señora: no hubiera resistido esa circunstancia desfavorable y menos aún que Dilma y Angela la cargaran como sin duda lo hubieran hecho. Y lo mismo puede decirse del acto que esa misma noche se llevó a cabo en la 9 de Julio para celebrar a los perdidosos. Los servis ya sabían cómo habría de terminar la cosa: con gases, piedrazos, choreo a discreción y algunos tipos en cana, por lo que también le desaconsejaron que se hiciera presente. O que, si quería que alguien del gobierno estuviera allí, lo enviara a Amado Boudou, vice aún en ejercicio, muy popular en las villas y a quien, hay que admitirlo, importa poco si le dan con un baldosón en el mate. Por eso es que, finalmente, el encuentro entre la señora y la Selección perdidosa se produjo en un sitio apartado y discreto, la sede de la AFA en Ezeiza, al que ella también pudo llegar en su aéreo de preferencia y sin tener que soportar el incordio de las multitudes enfervorizadas con los jugadores y no con ella. Habló, los elogió en nombre del pueblo argentino, los muchachos hicieron como que le creían, agradecieron el gesto y todo terminó de la mejor manera. Los jugadores como si ese encuentro les aliviara el sufrimiento de haber perdido la copa y la Señora como si haber salido segundos fuese para ella lo mismo que si hubieran campeonado. “Mire maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio- estos de ahora se dicen peronistas pero en realidad son unos giles. ¿Usted se acuerda que ni en el 50 ni en el 54 los criollos fuimos a los campeonatos mundiales de futbol? Si, no estuvimos ni en Rio, donde ganaron los yoruguas, ni en Suiza, donde ganaron los boches del oeste. ¿Y se acuerda quién gobernaba en aquellos años? ¡El Pocho, maestro, el Pocho! Porque para ser campeones mundiales, pero campeones de verdad, como éramos entonces, lo mejor es quedarse en casa. ¿O no?”

sábado, 12 de julio de 2014

TODA UNA VIDA Gente con muchos velorios sobre sus espaldas daba fe de que jamás había visto un viudo tan compungido como el profesor Fossa. No quiso despegarse ni un minuto del cajón y sus lágrimas, a juicio de los más escépticos y suspicaces, eran auténticas. “No me pareció que la quisiera tanto –comentó una vecina-. Pero –concluyó filosóficamente- así es la vida”. Tras la muerte de su mujer el profesor Fossa pareció perdido. Estuvo varios días sin salir de su departamento y la encargada más de una vez lo llamó por el portero eléctrico con cualquier pretexto, para saber si seguía vivo. Al fin un día salió, pero no para ir a la Facultad, a la que no volvió, ni para asistir a los programas de televisión de los que era habitué. Se lo vió caminar solo y apesadumbrado por el barrio o sentarse por horas en un banco de la plaza, con la vista fija en el horizonte. Cuando alguien le quería hablar respondía con educación, pero enseguida hallaba un pretexto para marcharse. También cortó su relación con una alumna joven. “No sé qué le pasó –comentó ella en el café de la Facultad-. Si siempre me dijo que era una vieja insufrible”. La mujer que le limpiaba el departamento trajo noticias frescas. “Se está horas sentado en un sillón con un libro en la falda. A veces me pregunta: ¿le hace falta algo? ¡Pobrecito! Está buscando que lo mande a algún lado como hacía la finada”. Un colega que lo halló en la cola de un banco, sentenció doctoralmente que se hallaba en “un estado de confusión o perplejidad” normal, a su juicio, después de tantos años de matrimonio. A mi esa explicación no me cerró nunca, Como discípulo dilecto del profesor Fossa y después de haber estado muchas veces en su casa, sabía que la relación entre ellos se reducía al “hola”, “chau”, “¿querés café?”, “no me pises la alfombra con los zapatos sucios”, “¿llamó alguien?” y “andá a comprar el pan que ya puse el bife en la plancha”. Ella conocía bien la doble vida de su marido y si alguna vez eso le dio bronca, había terminado por aceptarlo, hasta serle indiferente. Jamás la vi en una conferencia del profesor ni estaba tampoco cuando recibía un premio. Él viajaba solo al exterior, salvo cuando decidían ir a ver al hijo a Estados Unidos. A la vuelta, todo volvía a ser como antes. Una tarde lo descubrí al profesor Fossa en un bar, muy lejos de su casa. Estaba sentado junto a la ventana, solo, frente a un café y un vaso de whisky. Como al cruzarnos las miradas hizo un gesto de reconocimiento, me animé, entré y me senté a su mesa. Después de un saludo banal siguió un largo silencio. Al cabo y tras apurar lo que le quedaba en el vaso, llamó al mozo y, sin consultarme, pidió dos whiskys más. Entonces, después de un primer trago, sin mirarme, fijando la vista a veces en el vaso y otras en la calle, habló. “No sabía que estuviera enferma. Nunca me lo dijo. Para mí no era mucho más que la persona a la que, sin verla, le dirigía el “hasta luego” cuando salía o el “hola, qué tal”, cuando entraba a casa. La que me tenía limpias las camisas y me preparaba las valijas cuando me iba de viaje. La que me dejaba anotado quién me había llamado y la que me hacía deslizar sobre patines cuando enceraba. A veces, pero muy pocas veces, cuando estaba solo y lejos, me decía a mí mismo que era una situación absurda, que ella lo debía sentir como una gran injusticia, que tal vez me odiara. Y me prometía que, al regreso, iba a tratar de tender un puente con ella, para que descargara de una vez todo lo que había acumulado contra mí. Pero después no encontraba la forma de hacerlo. Nos poníamos a comer y yo me decía: le hablo después de la sopa; no, para después de la carne, de la fruta y finalmente del café. Pero cuando llegaba el café ella se levantaba a lavar los platos y mi propósito quedaba en nada una vez más. “Así pasaron los años hasta que un día, no hace mucho, cayó enferma. Primero no me preocupé y seguí haciendo mi vida, como siempre, pero cuando el médico me advirtió de su estado comprendí que ya no había más tiempo, suspendí todo y me propuse quedarme junto a la cama, hasta que se presentara el momento de decirnos todo lo que nos habíamos callado durante una vida. Pero fue justo cuando le había tomado una mano, me la había apoyado sobre el pecho y estaba a punto de animarla a que me dijera lo que sentía, que le sobrevino un estertor y cayó en coma. Llamé al médico y le reclamé a gritos que la reanimara. Me calmó y me dijo que esperara, que a veces se recuperan. Y así lo hice, me quedé allí pendiente de su respiración horas y horas. No sé cuántas habrán pasado, si era de tarde o de noche. Sólo sé que de pronto esas aspiraciones profundas y dolorosas se interrumpieron, movió la cabeza, la giró hacia mí y abrió, primero un ojo y luego el otro, me miró fijo un tiempo que me pareció una eternidad y movió la boca, como si quisiera decirme algo. ¡Qué! ¡Qué!, le grité desesperado. Entonces, con un hilo apenas de voz, pero con extraordinaria claridad, me dijo: “No te olvides de sacar la basura”. Eso fue todo lo que me dijo, ¿comprende? Todo. Y de inmediato expiró. El profesor Fossa calló, dirigió una mirada al vaso, vio que estaba vacío, llamó al mozo y pidió otro whisky, uno solo. Comprendí el mensaje, me levanté, lo saludé de pie, me puse a sus órdenes, él no me respondió nada, me miró con indiferencia y me fui. No volví a verlo.

viernes, 4 de julio de 2014

Circo criollo UN FUTURO ESTREMECEDOR Es admirable (qué menos), la manera imaginativa, pero también férrea, con que la señora defiende a su vicepresidente, tan injustamente atacado por su supuesta intervención en la apropiación de una imprenta. Algo totalmente descabellado, ya que si hay de algo de lo que el señor Boudou no sabe y tampoco le interesa, es de imprentas. Más, lo que a él realmente le importan son las motos, las guitarras y las minas, sin que por ello haya intentado jamás dedicarse al arreglo de una Harley, a la fabricación de instrumentos musicales ni a la trata de blancas. Eso está bien claro. Sin embargo y volviendo al rol que la señora Presidenta está jugando en todo este feo asunto, es evidente que no siempre podrá actuar como lo ha venido haciendo hasta ahora, esto es, negando que el hombre haya metido la mano en la lata, ni que ande en un guay fulero. Porque, a la vez, este problemita del vice al que, por esas falsas sospechas, no puede dejarlo solo en la Jaula Rosada ni un ratito, le trae también sus dilemas a ella misma. Porque ya se sabe que, lo mismo para la oposición que para los medios enrolados con el contrerismo más desembozado, la Presidenta estaría demostrando, mejor aún que si lo confesara abiertamente, que el bienAmado Boudou es un tipo al que no se le puede dejar que se siente ni un minuto en el sillón de Rivadavia, no vaya a ser que lo ponga en venta o que lo use para fines que no se le hubieran ocurrido ni al mismísimo don Bernardino, pese a su fama de morochón encarador. Por lo que hay que ir pensando en qué puede ocurrir si esta situación prosigue, al juez Lijo no hay forma de convencerlo ni suma que lo haga cambiar de parecer y, por ende, el vice sigue siendo un tipo cuestionado y para nada apto para reemplazar a la Presi ni siquiera unos minutos. Pues entonces volverá a suceder lo que acaba de verse y que es terrible: que la Señora haya tenido que cancelar su viaje a Asunción a causa de una afección a la garganta. Lo que ni siquiera vale como excusa, ya que quienes han tenido ocasión de estar cerca de ella la han oído cantar como una alondra y mandarse al buche un puchero de gallina como el que le hacía la mamá, circunstancias que no se compaginan, de ningún modo, con una afección a la gola. Y que, por el contrario, suena más bien a un invento dirigido a no dejarle ni por un ratito el sitio a este muchacho Boudou, por más que esté absolutamente convencida de su inocencia. Por lo que cabe anticipar que el problema del vice tendrá que ingresar, forzosamente, en alguna vía de solución. Porque, de lo contrario, cada vez que la Señora sea invitada a viajar el exterior deberá acudir, como acaba de hacerlo, a excusas relacionadas con su salud. Y así un día deberá aparecer con un parche en un ojo, otro gambeteando baldosas con una pierna floja y ayudada por un bastón, un tercero enyesada hasta el cuadril y un cuarto hablando por señas, porque dirán que le han tenido que bajar todos los dientes debido a una grave infección. Pero eso no sería nada comparado con lo que perdería la Humanidad. Porque –y de sólo pensarlo da pavor- qué pasaría con las grandes reuniones internacionales, las de Naciones Unidas, las del Fondo Monetario, las de Davos, las regionales y tantas otras, así como la asunción de reyes y presidentes, sin la presencia señera de la señora. Algo que sólo una palabra puede definir: un fiasco. “Pero claro, maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio mientras le pedía la cuenta al mozo, con la esperanza de que le dijera que el café ya estaba pago-. Sería un verdadero desastre. Algo así como el programa de este mozo Tinelli sin Viky Xipolitakis o la Selección nacional en el Mundial sin el pibe Messi. ¿O no?”