lunes, 30 de septiembre de 2013

Circo criollo LA GRAN REVELACIÓN El de las vocaciones es todo un tema. Si el tipo le chinga y agarra para el lado equivocado, puede llegar a armar un desastre. Fíjense, si no, el caso de este muchacho Adolf Hitler. El tipo pintaba para pintor, tal vez no un Da Vinci y tampoco un Picasso, pero se la habría rebuscado haciendo un paisaje tirolés aquí, una casita en medio del bosque allá y acaso habría terminado, como tantos otros germanos, pintando paisajes de Bariloche abrazado a una morocha argentina y comiendo milanesas a la napolitana. Pero no, agarró para el lado de la política y no sólo terminó en un bunker con olor a sobacos dándose un balazo en el mate, sino que además le cortó el futuro a millones de fulanos que nunca twitearon, ni tuvieron la oportunidad de conocer el celular y, desde el bus, llamar a la patrona para decirle: che, Negra, poné el bife en la plancha que en cinco minutos estoy por allí. Y, como acabamos de descubrir los argentinos, algo parecido, pero por suerte no idéntico, nos ha ocurrido a nosotros. Porque viendo cómo van las cosas por el lado de la inflación, de la política, de la energía, de las relaciones con el mundo, de la deuda, de las reservas, de las inversiones, de los jubilados, de los piquetes cortacalles, de los chorros y de los pibes tomacolegios e incendiaiglesias, cualquiera podría llegar a decir que el que maneja los hilos de la Nación o vive en otro país o está acá pero de paso y pensando en radicarse en Miami en cualquier momento. Pero no, gracias a un reciente reportaje que le hizo, a su pedido, un periodista del espectáculos a la Señora, se advierte con claridad meridiana que la culpa de todo lo que nos pasa no reside estrictamente en ella, sino en que, por motivos que alguien tendrá que explicar, le erró a la vocación. Como Hitler. O como el pibe Bush, que fue dos veces presidente de los Estados Unidos, que metió al país en una guerra desastrosa y que, según parece, hubiese sido mucho más feliz y le hubiera causa menos trastornos a los yanquis si hubiera seguido los dictados de su corazón, que no eran otros que el de ser heladero, de los de carrito y que van por las calles voceando: “Helado, helado, a los ricos helados de crema, chocolate, frutilla y limón. ¡A los helado, vamo que me voy!” Por suerte en el mencionado reportaje se advierte, con claridad meridiana, que la vocación de la señora andaba por otros lados que por la política y, mucho menos, por la economía y las relaciones exteriores Tampoco se la advierte muy lista eligiendo a sus colaboradores, ni creando engendros como La Cámpora, que viene a ser como una versión light de los montos, pero que ni siquiera sirven para controlar los precios en las góndolas de los súper. En cambio, lo que si mostró, hasta un grado superlativo, fue su capacidad histriónica, su facilidad para pasar del buen humor al llanto, del enfoque serio a la chanza y hasta a la risa franca, todo en un contexto cuidadamente profesional y digno. Es decir, como si se tratara de una exigente audición para aspìrar a un bolo en la tele. ¿Por qué entonces se dedicó a la política, cuando podría haber brillado en la calle Corrientes? Vaya a saber. Tal vez la culpa la tiene el finado que se la llevó a Santa Cruz para seguir haciendo guita (lo que parece que formaba parte de la tradición familiar) y para escapar del ambiente pesado que por entonces había en La Plata. Y (el amor es ciego y a veces también sordo) allí formó una familia, pelechó y tampoco le fue mal, como que llegó a Presidenta. Pero no todo fue bien, aunque pueda tener cuenta en Suiza y hasta en las Seychelles, si se le antoja. Los criollos estamos en el horno y la calle Corrientes se perdió una diva, El reo de la cortada de San Ignacio terminó su café y mirando a lo lejos, hacia la calle, lanzó un hondo suspiro. ¿En qué piensa, maestro?, quiso saber un parroquiano que estaba en la mesa de al lado. El reo no contestó de inmediato. Volvió a suspirar y al fin preguntó, pero a nadie en particular, como si hablara consigo mismo: ¿Cómo le quedarán las calzas a Victoria Donda?

viernes, 20 de septiembre de 2013

Celulares, celulares ACTO UNICO La escena transcurre en un restaurante. Varias mesas y sillas, un mostrador, detrás una puerta practicable y a la izquierda la entrada al salón. Al levantarse el telón hay varias mesas ocupadas y un mozo cerca de la entrada en actitud de espera. La gente que está en el local recurre frecuentemente a sus teléfonos celulares y las llamadas, con sus sonidos particulares, constituyen la música de fondo de la obra durante todo su transcurso. Ingresan Juan y Carlos charlando animadamente. El mozo los recibe. Juan: Una mesa para cuatro, por favor. Ah, me están llamando. (Atiende su celular). Ah, si, hola. Si, ¿dónde están? Si, nosotros ya llegamos. Bueno, eso es a cinco minutos de acá. No se olviden de dónde tienen que decirle al chofer que doble. Si, Las Tinajas. Las Tinajas. Eso. Las esperamos. (A Carlos) Era Marga. Vienen en un taxi. Mozo: (Que los ha guiado hasta una mesa) ¿Acá está bien? Carlos: Si, cómo no. ¿No fumadores, no? Mozo: Ahora todo el salón es fumadores free, señor. Carlos: Ah, si, es cierto. (Se sientan). Bue… Ahora me están llamando a mí. (Atiende su celular). Ah, si, pero si acaba de llamar Marga. Si está bien. (Cierra su celular). Era Gabi. Que por qué no le respondí su mensaje de texto. (Vuelve a sacar su celular y lo examina). Sí, es cierto, acá está. Lo que pasa es que a mi me harta esta maldita cosa. Y mirá lo que me dice: vamos para allá. Juan: Pero debe haber sido antes del mensaje de Marga. Carlos: Seguro. Mozo: ¿Les voy trayendo algo? Carlos: No se… ¿Un vino? ¿Una picada? Juan: ¿Por qué no les preguntamos? (Saca su celular y escribe algo). Carlos: (Al mozo) ¿Por qué no nos va trayendo un agua mineral? Mozo: ¿Con gas o sin gas? Carlos: Con gas, para mi con gas. (Mozo sale en busca del pedido). Juan: Acá está la respuesta. Un cabernet, me dice. Queso y salame. Carlos: Confieso que estoy nervioso. Juan: ¿Nervioso? ¿Y por qué? Carlos: No se, tantos años. Han pasado tantas cosas. No se si… Juan: Vamos, si eran unas chicas macanudas. Imagino que deben seguir siéndolo. Carlos: Si, pero… Vos tuviste algo con Marga. Juan: ¡Hace tanto tiempo! ¿Y vos con Gabi? (Va a agregar algo más, pero en ese momento mira hacia la puerta y descubre que entran Marga y Gabi). Pero si, si son ellas mismas. Mirá, Carlos, son ellas. Quién lo hubiera dicho. ¡Y qué jóvenes se las ve! ¿Cómo hicieron? Nosotros al lado de ellas somos unas ruinas. (Fuerte, al tiempo que les hace señas) ¿Así que queso y salame, no? (Se levantan para recibirlas con los brazos abiertos y amplias sonrisas. Marga les hace un gesto para que no avancen hacia ellas y extrae su celular). Marga: (Enfocándolos para sacarles una foto) La ocasión lo merece. Después de tanto tiempo de no ver a estos caballeros… A ver, digan whisky. (En medio de risas, saca la foto). Juan: Eh, esperen, quédense ahí. Ahora nos toca a nosotros. (Repite la escena, sacándoles la foto con su celular). Ahora si. Carlos: Pero yo… (Hace ademán de sacar su celular). Juan: Dejá, después te la escaneo. Marga: Pero claro. Y yo la mía. (Se sientan después de abrazarse y besarse como amigos que hace mucho que no se ven). Gabi: Tanto tiempo… Juan: La verdad… ¡Años! Marga: Si parece increíble, volver a vernos. Carlos: No sé cómo pudimos dejar pasar tanto tiempo. Gabi: Bueno, ocurrieron cosas entre nosotros ¿no? Juan: Ya, ya, a olvidar lo malo y a recordar lo bueno. Ahora a sentarse y a disfrutar del momento. Este lo presiento como uno de esos días inolvidables. (Se sientan) Mozo: (Deja la botella sobre la mesa, destapa la soda y sirve en las copas). Ustedes dirán… Carlos: ¿Por qué no nos trae el menú? Mozo: (Sonriendo, como jugando con la sorpresa) ¿Menú? Acá no hay menú. (Y como los cuatro lo miran asombrados) He visto que los señores… y las señoritas, tienen celulares ¿no es cierto? Bueno, marquen por favor asterisco y tres uno dos cinco y allí tendrán no sólo el menú sino la imagen de los platos en sus pantallitas. (Los cuatro se apresuran a obedecerle). Carlos: Pero es fantástico. Marga: ¡Qué maravilla! Gabi: A ver, a ver… Esta milanesa napolitana luce fantástica. Carlos: Y fijate estos ravioles. (Lee) Y los ofrecen a los cuatro quesos, a la putanesca, al fileto… Juan: No, para mí un bife. Y con fritas. Mozo: (Extrae su celular) ¿Voy tomando los pedidos? Marga: No me diga… Mozo: (Disfrutando la novedad) Si señora, le digo. Les tomo el pedido y ni tengo que molestarme en ir a la cocina. Una vez que me confirman, le doy el OK y esto lo reciben en la cocina en una pantalla. Y cuando el plato está listo me contestan de la misma manera. Juan: (Asombrado) Pero esto es el siglo veintidós. Carlos: Bueno, ordenemos. ¿Marga? Marga: A mi arroz con calamares. (A Juan) ¿Te acordás del arroz con calamares, allá en el muelle de pescadores? Juan: Cómo me voy a olvidar. Gabi: Yo, la milanesa napolitana. Carlos: (A Gabi) ¿Me tengo que acordar de algo? (Ríen) Juan: Me mantengo en el bife con fritas. Carlos: …Y yo en los ravioles a los cuatro quesos. Mozo: ¿De beber? Carlos: Las chicas se han inclinado por un cabernet. Y antes la picada. ¡No nos olvidemos de la picada de queso y salame! (Ríen) Mozo: OK. (Pliega su celular y se retira). (Los cuatro se miran) Juan: (Con profunda nostalgia) ¡Cuánto tiempo, pero cuánto tiempo ha pasado! Marga: Y las cosas que les habrán ocurrido, allá, tan lejos. Sabemos que anduvieron por Europa, por África… Carlos: Pero igual, tendríamos que habernos llamado, habernos comunicado, que hoy que es tan fácil. Gabi: Si, pero… (Iba a agregar algo, cuando suena un celular). Marga: Ese no es el mío. ¿Qué es ese ruido? Carlos: Oh, de las carreras de autos. Cosas de mi… (Se interrumpe) Perdón. (Atiende). Oh, sos vos. Creí que te habías muerto. Como no volviste a llamar. Si, ayer, pero ayer es ayer. Hoy es hoy. Sos un caso. No, estoy en una reunión muy importante. Te llamo. Chau. (Cierra el celular). Perdón. Juan: Yo decía, de todos estos años, si parece mentira. Marga: La experiencia de ustedes en el extranjero debe de haber sido fantástica. Carlos: Ojo, él (por Juan), que yo apenas si estuve unos pocos años afuera. Gabi: Bueno, igual, aunque te moviste menos, mirá todo lo que lograste. Carlos: ¿Y vos cómo lo sabés? Gabi: ¿Qué? ¿Te creés que no leo los diarios? Carlos: (Encantado) Qué tierna que sos. Marga: Bueno, empecemos. Cuenten, cuenten ustedes, que me muero de ganas por saber. Juan: Yo… (Suena un celular) Esta vez es el mío. Gabi: (Por lo que se ha escuchado) ¿Eso es Beethoven, no? Juan: Si… (Extrae su celular) Hola, si, ¿qué hacés? Y si, comiendo, ¿a esta hora qué puedo estar haciendo? Estoy con Carlos y con dos amigas que no veíamos desde que nos recibimos. Nos estamos contando todo, pero todo, ¿eh? Años de no vernos. (Sonriendo intencionado) Y, si, algo hubo. Bueno, chau, nos vemos. (Cierra su celular. A Carlos:) Carmen. Carlos: ¿Carmen? (Señalando a Gabi y Marga). Tenemos que contarles. Mozo: (Llega con la picada y el vino. Les sirve y cuando se va a retirar, suena su celular. Los cuatro lo observan curiosos. Mientras se aleja de la mesa, hablando en tono muy bajo:). Si, si, si. ¿Todo a la cabeza? Ah, y a los premios. (Cierra su celular y vuelve a ubicarse junto al mostrador). Marga: (Desconcertada) ¿Qué dijo? ¿Qué le duele la cabeza? Gabi: (Mientras Carlos y Juan se ríen de ella) Pero vos no podés ser más ingenua. Juan: (Levantado la copa) Bueno, bueno. Por fin se produjo. Años, pero años esperando este momento. Lo juro. (Invita a brindar) ¡Por el reencuentro! (Chocan las copas). Y a no olvidarnos de nada. Tenemos toda la tarde por delante. Marga: ¿Comienzo yo? ¿Desde el principio? Juan: ¿Qué? ¿Vas a empezar desde la última vez que nos vimos? Marga: ¿Y por qué no? Si ellos no lo saben. Ni a Gabi se lo he dicho. Gabi: ¿Pero qué fue? ¿Qué ocurrió entre ustedes? Juan: (Suena otra vez su celular). No… ¡Caramba! Me llaman. Carlos: Te salvó el gong. Juan: (Por teléfono) Si, escucho, hola. Ah, si, ¿cómo te va? No me digas que ahora. (Mira el reloj) No, ahora imposible. Estoy en una reunión muy importante. Pero si no lo teníamos agendado. Bueno, ya veré. Chau. (Cuelga). Del estudio. Gabi: Yo diría que si Juan es el primero que se tiene que ir, que sea él el que comience a contar. Cuando te recibiste te fuiste a Mendoza, ¿no es cierto? Juan: (No responde. Se miran largamente con Marga). Marga: ¿Contás vos o cuento yo? Carlos: (Ante la indecisión de Juan) Bueno, empiezo yo y listo. ¿Más vino? (Sirve a los demás y toma un sorbo de su copa). No le estamos haciendo el honor a esta picada. (Los cuatro pican algo) ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Gabi: ¿Te lo tengo que recordar? Juan: ¡Vamos, Gabi! ¡Estás como Marga! Marga: Yo propongo una cosa… Mozo: (Se acerca con el celular en la mano. Después de echarle una mirada) Avisan de la cocina que ya está lo que pidieron. ¿Puedo retirar? (Luego de interrogarse entre ellos, los cuatro asienten. El mozo se lleva los restos de la picada). Carlos: (Por el mozo, en tono de broma) ¿Y si le pedimos que nos juegue unos numeritos? Juan: No comieron nada. Gabi: (A Marga) Vos ibas a proponer… (Suena su celular, con un ritmo de moda). Carlos: Mirá la rockera. Gabi: Perdón. Hola, si mamá. Sí, pero sí, dejalos ver teve. No importa, si no lo aprenden de la teve, se lo enseñan los compañeritos del jardín. Son otros tiempos. Si, mamá, dejalos. Chau. (A sus amigos) Era mamá. Me está cuidando los chicos. Carlos: ¿Tenés pibes? Gabi: Si, no sé qué te asombra. Carlos: No, si no lo digo por eso. Es que pienso, en todos estos años, mirá, vos con chicos, vos, Marga, no se (ésta niega). No hay caso, tenemos pilas de cosas para contarnos. Mozo: (Llega con los platos servidos, en una bandeja. La deposita en una mesita accesoria y consulta su celular) A ver, a la señora (por Marga), el arroz con calamares. La señora rubia (por Gabi), milanesa a la napolitana. El señor de gafas, bife con papas fritas. Ay, perdón, salieron españolas. ¿Es lo mismo señor? Porque si no se las cambio. (Juan niega y el mozo entonces continúa) Y el caballero de corbata azul, ravioles a los cuatro quesos. ¡Bon apetit, señores! (Se retira). Juan: Esto parece estar muy bueno. Empiezo, porque el bife hay que comerlo caliente. ¡Caracho! Otra vez el teléfono. (Atiende) Bueno, ¿qué quieren ahora? Pero si ya les dije. No, que no me apuren. Repito, si no estaba agendado, ¿por qué voy a tener que?.. (Cierra el celular) ¡Pero es de no creer! Marga: Y qué vas a hacer. Si te llaman y sos un hombre de negocios… Juan: Pero por qué, si no estaba agendado. Esperate que reviso. (Extrae otra vez el celular y mira). Ay, caracho, ¿hoy qué día es? ¿Es jueves? No me digas que es jueves. Pero soy un idiota. Carlos: No me digas que te habías olvidado. Gabi: Años que no nos vemos y cuando nos volvemos a ver… Juan: No saben cuánto lo siento. Gabi: Se había puesto tan lindo el reencuentro, después de tantos años. Juan: No saben la bronca que me da. Lo único que me consuela es que ahora que volvimos a ubicarnos no faltará otra ocasión para volver a vernos. Carlos: Seguro. Tenés que contarles a las chicas tus experiencias en Abisinia. No saben lo que estuvo haciendo este loco en Abisinia. Marga: ¿En Abisinia? Juan: Bueno, estamos al habla. Todos tienen el número de mi celular. Y si no, mi mail. (Reparte apresuradamente unas tarjetas). Chau, Carlos. Chau Gabi. (Antes de besar a Marga se detiene un instante; finalmente la besa, le hace una pequeña caricia en el rostro, suspira y sale. En el camino hacia la salida vuelve a atender su celular y hace mutis sin dejar de hablar). Marga: (Por Juan) ¿Está casado, no? ¿Se casó, tiene hijos? Carlos: ¿A mi me preguntás? Mirá, sé menos que vos. Tuve y tengo vinculación con él, pero casi exclusivamente profesional. Y porque estamos en el mismo ramo. Sé que ha hecho buena plata, pero mejor que te cuente él. Gabi: Qué lástima esas papas fritas. ¡Y con pimentón! (Pincha una con el tenedor y Carlos y Marga la imitan) Están buenísimas. Marga: Me hubiera gustado saber más de él. Aunque no sé para qué. Gabi: Bueno, ¿íbamos a contarnos qué hicimos durante todos estos años o no? ¿Empiezo yo? Carlos: OK. Gabi: Oh, caramba, otra vez el teléfono. Seguro que es otra vez la cargosa de mi madre. (Atiende). ¿No les dije? ¿Qué pasa ahora mamá? ¡No! Pero qué ocurrencia. (A Carlos y Marga). Mi madre es increíble. Les sacó una foto a los chicos mirando televisión y me la mandó. Miren, pero miren. Carlos: Muy gracioso. Qué lindos pibes. Gabi: Son la piel de Judas. Marga: No parece. Gabi: Bueno, basta, vayamos a lo nuestro. Para qué nos juntamos, si no, después de tantos años. (Con ternura). Carlos, te miro y no lo puedo creer. Carlos: Bueno, ustedes están iguales, pero yo… Marga: Vamos, no mientas y empezá. Carlos: Bueno, ¿cuándo habrá sido la última vez que nos vimos? En el ochenta y pico. Yo… Marga: (Suena otro celular, esta vez como si se tratara de un aire tirolés). Huy, esperá, que me están llamando. (Atiende el celular). Si, yo, ¿qué otra? ¡Sonia, mi amor! No, para nada. Estoy en un restaurante que se llama… (Gabi y Carlos le susurran el nombre) si, Las Tinajas. Lindísimo. Y con unos amigos que no veía hace una pila de años. Si, y más que amigos, también. La estamos pasando bomba, contándonos todo de todo este tiempo sin vernos. Oh, no sabés. Pero qué contás vos. ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo volviste? No me digas. ¿Con Roxana y su mamá? Pero qué pollerudo. Y qué podías esperar de semejante aparato, Sonia. Si, te oigo un poco cortado, pero te oigo bien. ¿Al cine? Me encantaría. ¿Qué querés ver? No, esa ya la vi. Y si te digo con quién te vas a querer matar. ¿Cómo adivinaste? Gabi: (Haciéndole señas de que se apresure a colgar) Marga, Marga, después hablás… Carlos: No, dejala, lástima que se le enfría… Marga: (Haciendo señas de que enseguida va a cortar y pinchando a la vez algo de su plato) Si, te escucho. No, de ningún modo. Sí, es un cretino, pero por lo menos esta vez pagó él. ¿Y qué otra cosa puede ser? Ay, Brad Pitt es un amoroso. Si, mejor te fijás bien en el diario y me llamás. Un beso. Chau. (Cuelga. A Carlos y Gabi) Ay, perdonen, pero era otra vieja amiga que recién volvió de Mar del Plata. Carlos: No, no importa. Gabi: Pero escuché mal o estabas haciendo programa con ella. Marga: (Algo confundida) Bueno, si, quedamos en ir hoy al cine. Pero imagino que será más tarde. No, hoy es para nosotros, que hace tanto que no nos vemos. Y qué lástima que se tuvo que ir Juan. Pero los negocios son los negocios. Carlos: Bueno, pero nosotros tres estamos firmes, ¿no? Basta de llamadas y de interrupciones. (Probando su comida) Esto también está muy bueno. Gabi: Bien, entonces, ¿cómo estábamos? ¿Quién era el que primero nos iba a contar su vida? Carlos: (Sin dejar de comer) Creo que había sido yo. Pero si ustedes prefieren… Marga: Te iba a decir eso mismo. Que empiezo yo. Y además es tan breve, tan de mujer que no hizo nada en la vida. Y no como ustedes… Gabi: Vamos, vamos, que yo algo se y no lo voy a dejar pasar, ¿eh? Carlos: Mmm, esto se pone lindo. Marga: Bueno, de acuerdo, comienzo yo. Por más que tenemos tiempo y mi historia seguro que es la más insignificante. Pero como me llamó esta amiga tan querida… Mirá que volver justo hoy y con esa idea de llevarme al cine. Hacía rato que no iba al cine. Ni al teatro. Bueno, a ningún lado. Gabi: Ya, ya, empezá de una vez. Marga: ¿Años 80 dijimos? ¿Mediados de los 80? Si, la última vez que lo vi. a Juan fue…a ver, dejame pensar. Si, junio, lo más julio del 84. Si recuerdo que estaba Alfonsín. (Suena el teléfono) Oh, ah, ¿qué? ¡Pero será posible! Disculpen. (Atiende) Hola, si. Y acá, en el restorán, con los amigos, como te dije. ¿Cómo que sacaste entradas para ahora? No habíamos quedado en eso. No, para nada. ¿Para cuál? ¿Para la Brad Pitt? (Mira a sus amigos con gesto de resignación). Ay, no te puedo decir que no. Pero cómo se te ocurrió, si yo te dije… Bueno ¿y a qué hora empieza esa sección? ¿A qué hora? (Mirando su reloj) ¡Pero falta nada más que media hora! ¡Y estoy en Belgrano! ¿Y eso dónde es? En el centro. Ay, no sé, cuelgo, chau, ya salgo. (A sus amigos, recogiendo rápidamente sus cosas y despidiéndose con un beso a cada uno) Perdón, perdón, esto no me lo esperaba. Pero si no salgo corriendo no llego y es la de Brad Pitt. (Sale despidiéndose aparatosamente de sus amigos que se ríen y también la saludan, resignados). Carlos: Bueno, era lo que nos faltaba. A vos al menos no te espera nadie, no tenés ningún compromiso, no estás apurada… (Ella niega sonriendo con la cabeza. El, después de mirarla largamente, le toma las manos) Ya que hemos quedado solos, vos y yo, te puedo confesar la verdad. El encuentro era entre los cuatro, pero si yo le dije que sí a Juan cuando me llamó para arreglar, no fue ni para volver a verlo a él ni a Marga. Tenía unos enormes deseos de volver a verte a vos. Te digo más: hace mucho que pienso en vos, en aquellos días que pasamos juntos… Gabi: (Igual) Cuando éramos tan jóvenes… Carlos: Cuánto hace que no sabemos uno del otro… Gabi: Vos ya sabés algo de mi. Que me casé, que tengo dos pibes… Carlos: ¿Estás sola? Gabi: ¿Por qué lo preguntás? Sabés que tengo dos chicos. Carlos: Si, pero, ¿estás sola? Gabi: Primero contame de vos. Algo supe, que estuviste muchos años afuera, como Juan. Carlos: No querés contestarme. Pensé tanto en vos todos estos años. Ahora tenemos que desquitarnos, ¿no te parece? (Suenan simultáneamente los teléfonos celulares de él y de ella. Atienden). Gabi: Hola. Carlos: ¡Pero justo ahora! Hola, ¿quién es? Gabi: Si. ¿A que no sabés con quién estoy? Carlos: ¿De dónde? ¿Pero quién le dio mi número? Gabi: No tan de la infancia. De la Facultad. Carlos: No, no me interesa. Gabi: Si te conté, vamos… Carlos: Le digo que no, es inútil, no pierda el tiempo. Gabi: ¿Ahora? Carlos: Pero óigame señor, estoy ocupado, muy ocupado. Gabi: No, ahora no. Llamame esta noche a casa. Un beso. (Corta) Carlos: (Luego de cortar, alterado) ¡Pero qué barbaridad! ¿Sabés qué quería? Venderme un lote en un cementerio privado. Bueno… (Vuelve a tomarle la mano. Reaparece el mozo) Mozo: Perdón (Lo miran disgustados). Si, perdón. Observo que han dejado los platos. ¿Desean algo de postre? Carlos: ¿Postre? ¿Vos querés algo, Gabi? Gabi: No sé qué hay. Mozo: Si vuelve a marcar asterisco tres uno dos cinco y allí tiene nuestra amplísima oferta. Desde queso y dulce hasta la copa de la casa. Carlos: Para mi un café. Gabi: (Consultando el celular) Mm, qué delicias. Chau régimen… (Después de examinar la lista un tiempo). Me inclino por este, el bombón de chocolate. Mozo: Muy bien. Bombón de chocolate. (Marca en su celular, recoge los platos en una bandeja y se aleja). Carlos: (Vuelve a tomarle las manos) ¡Al fin solos! Gabi: Mi amigo, no se apresure, primero tiene que contarme, paso a paso, todo lo que estuvo haciendo todos estos años. Trabajos, aventuras, novias, casorios, hijos… Carlos: Todo, te voy a contar todo… (Suena su celular) Oh, no, otra vez no. (Atiende con bronca) ¡Pero quién es ahora! Ah, perdón, no, es que hace un momento me llamaron de un parque memorial para venderme un terreno. No, qué va a interrumpir. Estoy con una amiga, una vieja amiga. No, nada, no, si, si… ¿El proyecto? En un par de semanas. Y después hay que hacer el trámite en el ministerio. Pero de eso ni se preocupe. Es pan comido, está todo arreglado, usted sabe cómo se trabaja en esto. Si (mientras le hace señas de que lo perdone), si, cuando usted diga, doctor. Hoy, por la autopista se llega a Pilar en un abrir y cerrar de ojos. A la hora que me diga. Si, espere, anoto. Miércoles, a las 9. Perfectamente. No, si yo soy de levantarme tempranito. Un abrazo. Nos vemos. (Cuelga. A Gabi:) Perdoname, pero no lo podía dejar colgado. Vos sabés que las cosas no andan bien y este es un negocio de varios millones. Gabi: Estás perdonado. Y por esa plata, mucho más. Pero ahora, como penitencia, vos me vas a contar, día por día, hora por hora, lo que has hecho y dejado de hacer durante todos estos años. Primero: ¿te casaste? Mozo: (Vuelve el mozo trayendo el postre y el café. A Gabi) Bombón de chocolate no quedaba. Le traje marquise. ¿Es lo mismo? (Gabi se encoge de hombros y le deja el postre. Al alejarse se repite el llamado en su celular). Si, si, anotado, listo. Carlos: Este tipo es un caso. Y esto no es un restorán. Es la fachada de un casino trucho. (Ríen) Bueno, ahora si. Gabi: (Mientras comienza a comer) Ya dijimos que empezás vos. Carlos: (Tomándole ahora una mano) Primero me vas a decir una cosa: ¿tenés la tarde libre, no es cierto? Ningún compromiso a la vista. Gabi: ¿Y por qué querés tener esa seguridad? ¿Me pensás llevar a algún lado? Carlos: Sos una mujer libre, ¿no es cierto? Si, ya sé, tenés dos pibes. Pero estás libre ¿no? (Ella sonríe sin contestarle) ¿Si? Porque si es así, ¿sabés dónde me gustaría que fuéramos juntos? Gabi: Me parece que estamos pensando lo mismo. Carlos: ¿Si? Gabi: ¡Si! Seguimos teniendo los mismos ratones. (Tras comer una última cucharada del postre) Vamos, no perdamos más tiempo. Llamá al mozo mientras paso por el toilette y enseguida salimos. (Suena su celular) Oh, ¡pero será posible! Si mamá. ¿Qué? ¿Pero qué? ¿Pero vos no los estabas cuidando? Pero vos sos peor que ellos. Cuando mirás televisión te olvidás de todo. Está bien, voy para allá. Tomo un auto y voy para allá. ¿Ya llamaste a la prepaga? Y distraela también a la nena que la oigo que está llorando. (Cierra el celular) Ay Carlos, perdoname, pero ya oíste. El nene parece que se tragó una moneda. Perdoname. (Recoge sus cosas. Mientras sale apurada) Pero llamame, ¿eh?,no dejés de llamarme. (Antes de hacer mutis, vuelve a atender el teléfono). Carlos queda solo y desolado. Después de un rato vuelve a servirse vino, prueba un bocado del postre de Gabi y bebe un sorbo de café. Se le acerca el mozo). Mozo: Lo dejaron solo, señor. Y no comieron casi nada. Carlos: No. Y tampoco dejaron nada para pagar la cuenta. (Sonríe) Bueno, qué se le va hacer. Tráigame la cuenta, por favor. ¿Tienen tarjeta, no es cierto? Mozo: Pero al menos la pasaron bien. Yo los vi que conversaban muy animados. Carlos: Eso si, ¿ve? La pasamos muy, pero muy bien. Hacía añares que no nos veíamos. Y ahora en un par de horas, nos contamos todo. Fue como si nunca nos hubiéramos separado. Nunca. Un almuerzo inolvidable. Mozo: Lo que se dice, volver a vivir. (Hace mutis con la tarjeta de Carlos) Carlos: (Solo) Justo, volver a vivir. (Amenazando con aplastar el celular que tiene sobre la mesa) ¡Maldito aparato! Mozo: (Vuelve con la cuenta y la tarjeta) ¿Quiere firmar aquí señor? Carlos: (Mientras firma) ¿Sabe lo que haría falta, jefe? Un restorán celular free. (El mozo sonríe pero sin entender) Que no se permita entrar con celulares, ¿entiende? Celular free. (Se levanta, deja la propina y cuando el mozo va a alejarse, se le ocurre algo y lo llama) Eh, mozo. Por favor… Mozo: ¿Si?... Carlos: (Confidencial) Dígame jefe, ¿no me jugaría un numerito? Mozo: (Como quien no entiende) ¿Cómo dice señor? ¿No me estará confundiendo? Carlos: Perdón, yo creía… Mozo: (Al tiempo que recoge las cosas de la mesa, le hace un guiño y le deja un papelito) Carlos: (Examina el papel, le hace un gesto de que ha entendido, saca el celular y llama. En voz muy baja:) Diez, a la cabeza, para la vespertina, a la yeta. Ah, y otros diez para el 61, la escopeta. Mozo: (Sosteniendo su celular pegado a la oreja mientras se pierde detrás del mostrador) Listo, OK. Carlos: (Se queda un rato junto a la mesa, como quien no sabe qué hacer. Luego hace un gesto de resignación, deja un dinero en la mesa y se dirige a la salida. Cuando está por hacer mutis suena su celular) ¡Ufa! Ah, hola. Si, tenés razón. (Pliega el celular y se dirige a alguien que estaría entre bambalinas) Eh, che, me llamó el autor. Me avisa que esto se terminó y que hay que bajar el telón. (Sale) TELON

sábado, 14 de septiembre de 2013

UNA VIEJA ASOMADA AL BALCON Cuando me senté frente a la PC tenía todo resuelto. El tema iba a ser: la muerte, mal que nos pese, es la que le da valor a la vida. Y el título también lo tenía elegido: Elogio de la muerte. Prendí la máquina, me acomodé en el sillón, encendí un cigarrillo (qué difícil que es abandonar este vicio de porquería) y cuando desde la pantalla recibí el OK para empezar, sentí que aún no estaba listo. Entonces me levanté y me acodé en la ventana que da a la calle. El sol estaba cayendo, la tarde aún era tibia y clara, no se veía una nube y corría una brisa saludable y fresca, creo que del sudoeste, de donde vienen los buenos vientos. Di un par de bocanadas buscando inspiración y de pronto me sorprendí mirando a una vieja que estaba asomada al balcón del edificio de enfrente, un piso más abajo. Puse mi atención en ella porque la vieja no hacía más que mirar atentamente hacia abajo y en la boca tenía dibujada una leve, levísima sonrisa. Me pregunté qué estaría mirando esta vieja con tanta atención, pero enseguida me olvidé de ella para volver a pensar en la nota. Porque no se trataba de considerar a la muerte como el recurso de la naturaleza para renovarse, sino del servicio que prestaba a los vivos. En primer lugar, argumenté, pensar que la vida puede ser eterna convida al bostezo, al aburrimiento y a la indolencia. Y al llegar allí me distraje otra vez con la vieja, que ya me estaba impacientando. Porque ¿qué podía estar mirando la vieja esa con tanta atención? ¿Será ciega o estúpida? ¿O estará esperando a los nietos? Siguiendo el recorrido de lo que ella podía alcanzar a ver, no encontré otra cosa que la copa de los plátanos, un portero que hablaba con una vecina, un auto que pasaba sin apuro, un hombre paseando a su perro, un chico yendo y viniendo por la vereda con su patineta y gritando como gritan los chicos, sin ton ni son, un cartero entregando correspondencia, un vendedor de flores que no dejaba de vocear “jazmines, claveles”, una chica y un muchacho que caminaban abrazados. Es decir, la puerilidad, lo habitual, la nada. Traté entonces de olvidarme de esa chiflada para seguir con mi tema. Supóngase, iba a escribir, que el tipo sabe que no va a morir jamás. En primer lugar, ¿pasaría igual por todas las etapas, esto es, niñez, adolescencia, edad adulta, para ser luego, eternamente, un viejo inservible? Esto ofrecería una perspectiva realmente repulsiva. Pero supongamos que no, que permanezca en su plenitud hasta el fin de los días. Y no como esa vieja tonta que sigue mirando y mirando algo que carece totalmente de interés y en lo que, además, parece deleitarse, a juzgar por ese rictus que no se le cae de la boca. La escena que ofrecía me pareció tan absurda que me calé los anteojos de ver de lejos para observarla mejor. De joven, admití, no debe haber sido fea. Está muy arrugada, lleva los pelos blancos reunidos atrás en un rodete y la piel de las mejillas y de la papada son víctima de la ingrata flaccidez que otorgan los años. Pero, reconocí tras observarla un buen rato, tiene una buena nariz recta y unos ojos grandes oscuros, por los que habrá suspirado más de un varón. Me di vuelta, apoyando ahora la espalda en la ventana para no seguir viendo a esa mujer. Y volví al tema que me preocupaba: el del servicio que la muerte da a la vida. Porque, me dije, qué vida sería esta si no se pudiera renunciar a ella aún cuando uno fuera infeliz, ni sacrificarla a una noble causa; no sería posible dar la vida por Perón ni por un amor imposible; cualquier hazaña que se intentara, como escalar el Himalaya o atravesar la Antártida a pie, sería una tontería, porque no se arriesgaría nada en realidad, ya que la vida no correría peligro. Dejarían de tener interés los equilibristas y los pilotos de pruebas y las legendarias balaceras del Oeste no podrían concluir nunca con la muerte de los malos a manos de los buenos. Eché una mirada hacia afuera, por sobre mi hombro. Justo en ese mismo instante la vieja levantó su cabeza y giró su rostro hacia donde yo estaba. Frunció los ojos, como hacen los miopes cuando quieren ver lejos y no tienen los anteojos puestos, y me dirigió una breve mirada que fue acompañada por una sonrisa leve, levísima, de complicidad, que duró lo que dura un parpadeo. E inmediatamente después volvió a mirar hacia abajo, como si quisiera sorprender, si es que cabe la palabra, la futilidad de los hechos corrientes, de la charla entre vecinas, del cartonero que pasa al trote de su jamelgo, de los papeles que arrastra el viento, de la luz del sol que se retira poco a poco. La vieja, tan absurda era su manía, que estaba a punto de irritarme y de hacerme perder la concentración que demandaba el artículo que me proponía escribir. Por lo que me separé de la ventana para dirigirme otra vez a la PC. Pero en el camino me arrepentí y me serví un scotch. Sé, porque el médico me lo ha dicho, que no debo abusar de él, pero qué sería la vida sin un poco de alcohol, aunque sin abusar, claro. Y con mi vaso y mis dos dedos de whisky, volví, pero no al sillón, a escribir, como debía hacerlo, sino a la ventana, a mirar a esa maldita vieja. Que, como me lo sospechaba, no se había movido de allí. Aunque esta vez no consiguió desconcentrarme. No dejé de observarla, pero igual seguí pensando en lo que debía. De qué otra forma, me dije, podríamos apreciar la vida de parientes y amigos, reflexionar acerca de sus merecimientos y virtudes, si no fuera que un día los sorprende la muerte y allí es cuando nos damos cuenta de lo que valían. Que para entonces no será tarde ni mucho menos, sino el momento preciso en que esa vida cobra valor, aún cuando al que le daba un nombre y un cuerpo le pareciera ínfima, con destino de nada y sin mérito alguno. ¿Acaso Gardel, pensé, como quien está escribiendo de corrido, de haber chocheado hasta los 90, hubiera tenido esta fama que bien puede apuntarse como eterna por haber sucumbido trágicamente a los 45? Y para cuántos infelices, la mayoría tal vez, que nunca hicieron nada notable, no fueron buenos ni malos, no tuvieron ingenio ni fortuna, no supieron de una hazaña ni de una desgracia de las que salen en los noticiosos, el de la muerte no será el más feliz de sus días. Porque alguien derramará una lágrima por él y otro deslizará un elogio. La muerte, sostendré también en el artículo, es el cierre perfecto para los que aman y valoran vivir. En caso contrario, el tiempo dejaría de ser un continuo del que participamos durante un término impreciso, lo que pone presión sobre nuestras vidas, para convertirse en una simple acumulación de días y noches, de sueños, vigilias y somnolencias. Y allí me detuve, otra vez, como si se tratara de una fatalidad, a mirar a la vieja de enfrente. Pero ahora, de un modo distinto. Porque, se me ocurrió de repente, bien podría haber un enlace entre la nota que pensaba hacer y la aparente manía de esa vieja de quedarse allí, pegada al balcón, mirando para abajo. Porque una de dos: o era el producto simple de su senilidad o lo suyo era un acto tan deliberado como consciente. Y en este caso, ¿con qué objetivo? Me concedí dos chances. Una, que quisiera que la muerte la sorprendiera así, de pie, mirando la vida. Y otra, que estuviera haciendo, por decirlo de alguna manera, acopio de la vida de todos los días, de esa vida simple y banal, con la esperanza, tal vez, de retenerla hasta que la mano de un hijo o de un nieto le cerrara los ojos. Lo que me llevaría a demostrar, en el artículo que estaba por escribir, que en el umbral del último chau, es la muerte la que valoriza hasta las cosas más insignificantes de la vida, más allá de las turbulencias y de las pasiones de las historias personales. Me quedé muy satisfecho con mi conclusión y me dieron unas ganas notables de encender otro cigarrillo y de tomarme otro whisky, lo que hice de inmediato, y de comunicarme con esa vieja, enigmática e inspiradora. Por lo que primero agité las manos, para llamar su atención y luego le grité: ¡Eh, señora, yo, aquí! Al fin conseguí que me mirara y me dedicara una sonrisa, pero no más que eso, porque seguramente era muy miope y también muy sorda. Por lo que no insistí, pero tampoco me desanimé. Terminé mi cigarrillo, apuré el último sorbo de scotch y me senté frente a la PC, donde el salvapantalla me aguardaba haciendo desfilar animales salvajes, que emitían extraños sonidos. Lo primero que hice fue cambiar el título. Elogio de la muerte sonaba muy marquetinero, como pour epater le bourgeois. Elogio de la vida, que se me ocurrió enseguida, lo vi ramplón, tipo Selecciones del Reader’s Digest. El resultado fue que me quedé frenado, con los dedos sobre el teclado, sin poder arrancar con mi artículo. Al fin me levanté, encendí otro cigarrillo más, eché un par de golpes de whisky en el vaso, renové el hielo y como si estuviera teledirigido volví a plantarme frente a la ventana. La vieja, porque ya hacía fresco, se había echado lo que parecía un chal sobre los hombros. Apenas quedaba luz, pero ella seguía mirando hacia abajo, atenta a la gente, a las voces y a los últimos colores. Me acodé en la ventana, con mi vaso y mi cigarrillo, creo que a acompañarla o a hacer como ella, a mirar la vida, a beber los últimos sorbos, ya que yo tampoco me cuezo en un hervor. Y mirándola decidí el título definitivo. El artículo no podía llamarse de otra forma que “Una vieja asomada al balcón de la vida”. Pero no me moví. Me quedé ahí, mirando y esperando yo también.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Circo criollo LA GRAN REVELACION DE SAN PETERSBURGO Un gran éxito acaba de anotarse la Argentina, a través de su presidenta, en la reunión internacional que se lleva a cabo en San Petersburgo, Rusia. Gracias a ella y a sus conocimientos de inglés, se ha descubierto que los que solían llamarse “paraísos fiscales” no eran tales sino “guaridas fiscales”; es decir que, como lo puntualizó, se trata de una vieja confusión, ya que haven, esto es guarida, fue convertida en heaven (paraíso) por gente que indudablemente no conoce el idioma de Shakespeare como ella. A partir de esta revelación lo que se creía habría de ser el tema principal de este encuentro internacional, esto es, la intervención militar, o no, en Siria, para terminar con el régimen que acaba de incluir las armas químicas en sus argumentos para conservar el poder, ha pasado resueltamente a un segundo plano. Y, cabe consignarlo también, las figuras de Obama, Putin y otros supuestamente grandes, fueron opacadas por la de esta modesta señora que guía los destinos de la Argentina y que seguramente lo seguirá haciendo durante muchísimos años. Ahora bien, véase cómo se concatenan las cosas y cómo de una sospecha llena de perfidia, pueden salir revelaciones como la que ha sorprendido a los mandatarios reunidos en aquella ciudad rusa fundada por Pedro el Grande. Porque, atando cabos, es más que posible que esta maravillosa puntualización del verdadero origen y, más que ello, del significado real de una expresión casi cotidiana –especialmente en los medios- se deba a un hecho que, en realidad, nada tuvo que ver con ello. En efecto, hace muy poco un periodista, desde un medio francamente enemigo del Gobierno de la señora, intentó demostrar, sin éxito, que una escala en las islas Seychelles del avión que conducía a la presidenta de los argentinos de Vietnam a Buenos Aires, estaba vinculada con una operación personal de la señora en esa guarida fiscal. Lo que seguramente dio origen, más allá de la terminante desmentida de que la señora haya empleado alguna de las trece horas que estuvo en ese lugar, en otra cosa que descansar, visitar alguna tienda pero sólo para ver y, acaso también, en mojar sus pies en las aguas del Indico, a esta sensacional revelación que ha sacudido a las personalidades presentes en aquella ciudad rusa. Porque, ante el ataque inesperado e injusto, es muy posible que la Señora haya acudido a la flamante enciclopedia en inglés que tiene sobre su mesa de luz y allí haya advertido, por un lado, dónde quedaban las Seychelles y, por otro, que no se trataba en verdad de ningún paraíso, salvo turístico, sino de una guarida fiscal, y acaso de las peores, según la definición original inglesa de esos malditos lugares donde los K no tienen depositado ni un céntimo partido por la mitad. Ya que lo poco que han reunido, a lo largo de años de trabajo y de ahorro perseverante, se encuentra dentro de unas bóvedas, como puede tenerlas cualquier hijo de vecino. Si después de semejante revelación no se consigue parar la guerra y terminar con el exterminio de civiles en Siria; o, por el contrario, si se da vía libre a la intervención de terceros para que cese el dictador en el poder aunque eso cueste otros miles de muertos y la destrucción de pueblos y ciudades, ya casi no importa. Así como tampoco interesa que no se consiga parar a los fondos buitres que pretenden que la Argentina les pague los bonos que mantienen tozudamente en su poder y que ya deben estar viejos, feos y arrugados. Al menos y he aquí otro éxito de la Señora, a nadie se le ocurrió que lo de “buitres” estaba mal interpretado y que en realidad se trataba de algún otro pajarito. Son y serán buitres nomás y embargadores seriales, mal que les pese al juez Griesa y a todos esos ridículos que han fallado contra la Argentina. Al reo de la cortada de San Ignacio, por más que no es K ni cobra un peso de la Càmpora, sino un jubilado con la mínima que ni siquiera pagaba Ganancias, no le quedó otra que rendirse ante el talento de la Señora. “¡Cómo sabe de inglés!”, dijo sinceramente admirado. Y como alguien, aunque admitiendo que la Presidenta es algo así como un pozo de sabiduría, le criticara su tendencia a amarrocar plata, el reo lo paró en seco: “Maestro, me extraña –le respondió de mal modo-. ¿No sabe que ahora tiene un nieto? ¿Y qué pasa si el pibito sigue la carrera del padre, eh? Más vale entonces que ella junte algunos pesos, ahora que puede, para dejarle al pobrecito y que no termine en los caños. ¿O no?”

martes, 3 de septiembre de 2013

El primer descamisado Mucho, muchísimo antes de que alguien llamara descamisados a los proletarios seguidores de Perón, mi madre le había puesto así a José Bibolian. José, “el descamisado”, tenía por entonces como yo 9 o 10 años. Íbamos a la misma escuela, al mismo grado, a la misma aula y vivíamos en la misma calle Guayquiraró, en Caballito norte. Yo al 500 de esa calle, en la casa de mis padres, y él al 600, en un conventillo, a mitad de cuadra, frente al tétrico paredón del Hospital Durand. Esa parte de Caballito era por entonces, finales de los 30, el anárquico producto de loteos recientes. Casi todas las casas eran bajas y desde el balcón del primer piso de la mía, que era de las muy pocas de dos plantas, se divisaba la avenida Rivadavia. Había inquilinatos, casas chorizo, muchísimos baldíos y grandes potreros, como la cancha de Matos. Guayquiraró estaba asfaltada pero Acoyte, desde Neuquén hasta Díaz Vélez, era de tierra. Y allí fue, cuando la estaban asfaltando, que el papá de Rulito, entre la tierra removida por los trabajos de pavimentación, encontró la bola de piedra, aún con el surco en el que calzaba el tiento, de una boleadora, testimonio indudable de que por esos parajes habían andado los indios. Estoy seguro que a José (a quien nunca y no sé por qué, jamás le dijimos Pepe), nada de eso le importaba poco ni mucho. Vivía, con otros pobres tan pobres como él, en una pieza de ese conventillo con su madre. Sin padre, sin hermanos, solos ellos dos. Ella era una mujer alta –o al menos yo la veía así- seria y callada, de profundos ojos oscuros, siempre vestida de negro casi hasta los pies, con la cabeza también siempre tapada por una mantilla negra. Se ganaba la vida lavando ropa en el vecindario y alguna vez hasta la vi fregando la nuestra en casa, sin decir palabra, ni quejarse, ni reírse. A veces las Damas de Beneficencia se acordaban de ellos y de otros pobres y José se aparecía en clase o jugando en el potrero, con unas medias negras altas hasta más arriba de la rodilla, que las Damas obsequiaban a quienes poco o nada tenían. José no se parecía a su madre. Tenía cara redonda, ojos claros, pelo rubión; cabezón, de cuerpo menudo y piernas flaquitas. Y era un loco por el fútbol. Estaba siempre en la calle o en el potrero corriendo detrás de una pelota. Era temible, imbatible, en los cabeza a cabeza. Porque cuando la mayoría de los chicos desconocían la técnica y creían hacer las cosas bien tirando la pelota bien alto para despacharla hacia el arco adversario dándole un frentazo, confiando en la fuerza simple del rebote, él la levantaba apenas por encima de la línea de su cabeza y cuando bajaba giraba el cuello como un resorte y le daba un golpe furibundo con el parietal izquierdo que dejaba al adversario sin defensa o con las manos ardiendo. Cuando se armaban los picados su función era otra. Ya no era apreciado como el cabeceador letal, sino que su lugar, indiscutible, era el arco. Porque allí, dentro de ese límite marcado por cascotes, un buzo y una gorra o las zapatillas de alguno que prefería jugar descalzo (porque se sentía más cómodo o para administrar mejor su desgaste), José era una fiera. Arriesgado, ágil, intuitivo para adivinar adónde iba a ir la pelota, valiente para salir ante la entrada del forward o para descolgar un centro y resistir la carga alevosa de los adversarios. Y era por eso mismo que andaba siempre con la camisa afuera. Porque no bien volvía de la escuela no sé cuánto tardaría en dejar los útiles, sacarse el guardapolvo y comer lo que le habría preparado su madre. Al ratito nomás, a veces masticando un pedazo de pan, pelando una mandarina o chupando una naranja, José ya estaba en la calle buscando a quién tuviera una Pulpo de goma rayada de diez guitas, una Pirelli blanca de veinte o una pelota de trapo, armada con una media y rellena de lo que fuera, trapos o papeles, para juntarse con él a jugar en la calle o en el patio de alguna casa del vecindario. Como la mía, donde a veces nos pasábamos toda la tarde jugando un cabeza a cabeza a cientos de tantos. Hasta que mamá aparecía y me preguntaba con preocupación maternal: ¿Nene, ya hiciste los deberes? Y ahí se acababa el juego y José tenía que irse, con su camisa afuera, colorado como un tomate, con los pelos rubios pegados a la frente sudada y con los mocos colgando, que cuando le molestaban los escurría pasándose una manga por la nariz. Si no había nadie con una pelota en su cuadra, en la mía o en Méndez de Andés, José el descamisado enfilaba para la cancha de Matos, que era un potrero enorme, de varias hectáreas, donde casi siempre se juntaban pibes de los alrededores a jugar al fútbol. Por lo general con una Pulpo rayada, salvo los muchachos más grandes, entre los cuales a veces se aparecían algunos con una pelota de cuero, de las de tiento y gajos, que solía ser el producto de una colecta o de la donación de algún vecino generoso. (Nosotros también hicimos una vez la nuestra. Nos propusimos comprar una número uno –la profesional era la número cinco- que estaba en la vidriera del bazar de Barone, en la esquina de Guayquiraró y Díaz Vélez y que costaba 1,95. Pedíamos, pechábamos a amigos y parientes, pero nunca llegábamos a esa cifra fabulosa. Hasta que Bernardito, el hijo del tendero, metió la mano en la registradora de su viejo y así conseguimos los últimos 20 guitas que faltaban. ¿Y todo para qué? Cuando la inflamos resultó que la pelota era ovalada, saltaba para cualquier lado y muy pronto terminó sus días bajos las ruedas de un ómnibus de la línea 62, a la que llamábamos “la chancha”). Jugar en el potrero era menos peligroso que hacerlo en la calle Guayquiraró, por donde circulaban el 62 y el 41 y donde, en cualquier momento, podía aparecerse el autito de la 11° convocado por alguna vecina a la que no dejábamos dormir la siesta. Pero hacerlo en el potrero también tenía sus riesgos. Porque allí el suelo era más desparejo, estaba sembrado de piedras y de vidrios y no era raro que algún pibe, al irse al suelo, se lastimase. Todavía me acuerdo de aquel muchacho, mayor que nosotros, que en una jugada fue a caer justo sobre un vidrio de punta y se tajeó fiero. Como la sangre no le paraba y no podía caminar, surgió la idea de llevarlo entre varios haciéndole sillita de oro. Pero entonces apareció, como si fuera Superman o el Capitán America, el lecherito de la calle Bogotá con su triciclo amarillo. Lo sentaron sobre la caja y él, pedaleando como un poseso y animado por toda la barra, lo llevó triunfalmente hasta el Durand donde al pibe le pararon la hemorragia. A partir de entonces y durante un largo tiempo, el lecherito fue celebrado como un héroe. Aunque hoy en el barrio nadie lo recuerde a él ni a aquel hecho glorioso, lo que confirma lo efímero de la fama y lo ingrato que puede ser el hombre. José el descamisado no se perdía jamás un picado de aquellos que se jugaban en la vieja cancha de Matos. Aunque fuera entre muchachos grandes. Por que sabía que su fama de arquero había trascendido los límites etarios y que no sólo lo buscaban para integrar los equipos de chicos de nuestra edad, sino que también los que armaban pibes mayores, de doce años y más. Lo que marcó su destino y la brevedad de sus días. Porque un día cualquiera, me animaría a decir que fue un caluroso y soleado sábado a la tarde, temprano, tal vez a las dos o las tres a más tardar, se armó un desafío entre pibes que ya andaban pisando la adolescencia. Como todos los desafíos, éste empezó con la pisada, a la que hoy le dicen pan y queso. Y que consiste en un match particular entre quienes lideran los equipos que se van a enfrentar en el picado, para tener derecho a elegir primero y, por ende, quedarse con lo mejor del lote de candidatos a jugar. Los contendientes se paran frente a frente, a unos dos metros de distancia y se van aproximando poniendo un pie ajustadamente delante del otro. Cuando están muy cerca cabe el recurso de cruzar un pie, adelantando sólo la mitad del terreno, lo que alarga el suspenso, pero éste se quiebra cuando finalmente las distancias se acortan y ya no queda otra que pisar o ser pisado. En aquel picado el que ganó eligió primero al dueño de la pelota, que era una legítima de cuero número 5, lo que justificaba largamente el gesto ya que hablaba de un poder económico más que respetable. Su rival, a su turno, aprovechó para elegir a un morocho que era un temible gambeteador. Después siguieron eligiendo a este o aquel porque eran buenos y luego al tuntún, por la pinta o porque alguno de los ya seleccionados les gritaban: “Dale, traé al Cacho que es un fullback fenómeno”. O, “el Mingo, que venga el Mingo que tiene un chutazo fenomenal”. Para el final quedaba la elección de los arqueros, el puesto que tenía menos postulantes y que por lo general se concedía a los gorditos y a los pataduras reconocidos. Pero en este caso ocurrió algo que no solía darse. Cuando creían haber terminado con la formación de los equipos, los contaron y descubrieron que faltaba uno. Fue entonces cuando la mano del destino, encarnada en el pibe líder del equipo en desventaja numérica, recorrió con la vista a los que habían quedado al margen de la selección y se detuvo en José Bibolian. Vaya a saber por qué lo eligió. Tal vez porque le dio lástima, verlo tan chiquito y tan tristón por haber quedado al margen del juego. O tal vez alguien le apuntó que ese pibito, por el que nadie daría ni un cobre, tenía fama de ser un atajador formidable. Pero cualquiera sea la causa, lo único cierto fue que lo apuntó con el índice, le dirigió un ligero cabeceo y le dijo: “Vení vos”. Agregando enseguida: “Andá, ponete en el arco”. Con lo que le marcó, allí, esa tarde de sol y de calor, en la cancha de Matos, el telón final de su brevísima vida. Ya sea porque le tocara a él, por azar, representar ese papel, o porque así estuviera escrito en algún libro que ninguno de nosotros conocía y ni siquiera sospechaba. “Andá al arco”, repitió y José obedeció yendo a ocupar su sitio con determinación profesional y un gesto de agradecimiento en sus grandes ojos claros, para quien, con el brazo todavía en alto y el dedo como una flecha dirigida a él, le estaba señalando su destino. Contaron los pasos en un arco y otro, para que fueran iguales, pusieron las piedras y la ropa de los que se la sacaban para no ensuciarla porque sino su vieja los fajaba y empezó el partido. Que al principio fue parejo. Atacaban de un lado y respondían del otro. Pero al rato fue evidente que el team de los de José eran unos crudos y entonces los rivales empezaron a llegarle de todas maneras: con tiros de lejos, con centros, con tiros libres, con jugadas en la boca del arco. Y José respondía a todas como lo que era, un crack, un pibe que apuntaba a ser otro Patrignani, otro Bosio. Las sacaba de alto, por abajo, los tiros fuertes, los mordidos, de cabeza, de pecho, de lo que fuera. Hasta que llegó la jugada final, la que marcó el desenlace. Un defensor de los contrarios rechazó una pelota, los del equipo de José se quedaron mirando y ni se les ocurrió marcar a un forward rival, el más grande de todos, el más pesado, que avanzaba como una locomotora para interceptar la pelota y fusilar al descamisado. Pero José no lo iba a permitir. Y así como el delantero rival alcanzaba ya la pelota con su botín derecho, él se tiró sobre ella para recibirla sobre su pecho. Fue el encuentro decisivo y final, porque José llegó a la pelota y a cubrir el disparo del rival en el mismo momento en que éste, el más grandote y el más robusto, lanzaba su pie hacia delante, con toda la fuerza y cerrando los ojos, para lograr el gol. El impacto sobre el estómago de Bibolian fue tremendo. Recibió la patada y sin soltar la pelota se hizo un ovillo sobre la tierra y dio un grito estremecedor. El último grito. Porque todos acudieron a ver qué le había pasado, pero nadie, ninguno se dio cuenta del efecto que había tenido sobre ese cuerpito menudo el patadón del adversario. Lo ayudaron a levantarse y él, a pesar del dolor, pretendió volver al arco. Pero no pudo, el dolor lo estremecía y lo hacía doblarse. Decidió entonces abandonar la cancha y mientras llamaban a otro de los que estaban mirando para ocupar su puesto, José Bibolian, sin que nadie lo acompañara, quebrado por el sufrimiento, hizo las cuadras que lo separaban del inquilinato, llegó a la pieza y se tiró en la cama esperando a su madre. Pero ella no estaba; andaba por allí, en alguna casa, lavando la ropa. Cuando regresó, una o dos horas después, lo encontró a José hecho un ovillo en la cama, agarrándose el vientre y quejándose como nunca lo había visto. Primero intentó calmarlo con lo que tenía a mano y al ver que eso no ponía remedio al dolor del chico, pidió auxilio a las vecinas, que tampoco remediaron nada por más que le arrimaran tisanas y consejos. Sólo cuando fue evidente que al pibe no había nada que lo sanara, la madre decidió llevarlo a la guardia del Durand, que lo tenía enfrente, con la ayuda de un vecino que lo cargó en brazos y seguido por varias vecinas que rezaban por él. Pero no hubo caso. Ninguno de ellos, ni el mismo José, podía saber que su suerte había quedado sellada en ese mismo momento en que un pibe, al que quien sabe si había visto alguna vez en su breve vida, lo señaló con el dedo para que fuera a ocupar el arco. Se dice que lo operaron, pero que ya era tarde. Murió, a la madrugada siguiente, de peritonitis. Yo me enteré de su muerte un par de días después, en la escuela. Algo dijo la maestra, algo sentido seguramente. Pero a los chicos esas cosas no les quedan demasiado. A mi el recuerdo de José Bibolian me ha vuelto a asaltar de viejo. Lo veo todavía algunas veces en el patio de casa dando esos tremendos cabezazos casi inatajables. También lo veo con las perpetuas velas saliéndole de la nariz y la camisa blanca siempre fuera del pantalón. Pero eso es a veces. En cambio la imagen que no se me borra, que me impresionaba de chico y me sigue conmoviendo hoy, es la de la madre de José. La veo pasando, después de haber enterrado a su único hijo, el único familiar que aún le quedaba, por la vereda de casa. Alta, erguida, vestida de negro, cubierta la cabeza también por un paño negro y los ojos profundos, hundidos en la cara, mirando lejos. Tan lejos como puede hacerlo alguien que lo ha perdido todo y no le queda ya ninguna esperanza.

domingo, 1 de septiembre de 2013

SOLTERON EMPEDERNIDO Esta historia, que no sé cómo calificar, se inició hace unos meses, durante una fiesta familiar en el departamento de mi hermano menor, en Coghlan. Y concluyó, o tal vez no, con la ceremonia fúnebre a la que acabo de asistir, en un cementerio privado de San Isidro. El protagonista es el Negro Fernández, mi amigo de hace treinta años, ya que hicimos el servicio militar en la misma compañía del Regimiento 3 de Infantería Motorizado. El Negro tiene mucho éxito con las mujeres, debido a dos muy buenas razones: una, que es rico y otra, que es soltero. Una conjunción irresistible para las muchachas. Por eso, cuando en aquella fiesta lo vi tratando de seducir a Virginia, una amiga de mi cuñada Mecha, me alarmé e intervine para evitarle un disgusto. No bien se me presentó la oportunidad -la chica había ido al baño-, me acerqué al Negro y le dije en tono confidencial: “Che, ¿vos sabés por qué esta piba usa turbante? Porque tiene cáncer, le están haciendo quimioterapia y está totalmente pelada”. Su primera reacción fue de sorpresa mezclada con algo de pena, como le hubiera ocurrido a cualquier otro tipo de sensibilidad normal. Pero la que me desconcertó fue su segunda reacción. Hizo una pausa en su comentario de circunstancias, se le produjo un clic adentro, de sus ojos brotó una chispa y me pidió que le confirmara, con mayor precisión, lo que le acababa de contar. Lo hice y, entonces sí, el cambio en su fisonomía fue copernicano. No sólo sonrió y me agradeció el dato sino que, como suele hacer cuando recibe una información que le permite acrecentar su fortuna, extrajo dos cigarros y me puso uno en la boca. Pero el mío no llegó a encenderlo. Al advertir que Virginia regresaba se reunió con ella y ya no la abandonó en toda la noche. El Negro, desde la adolescencia, esa edad en la que la mayoría fantasea con casarse con una millonaria, apostaba a que habría de mantenerse soltero hasta el fin de sus días. En lo que tal vez tuviera algo que ver el desafortunado matrimonio de sus padres. Pero a medida que lo fui conociendo llegué a la conclusión de que el Negro Fernández, como más tarde el doctor Fernández Brent (¿de dónde habrá sacado ese segundo apellido si su madre se llamaba Guglielmone?), no habría de casarse jamás porque era un egoísta de manual. Solterones, como se sabe, hay de todos los colores. Están los que se enamoraron de la mamá, los misóginos, los que sufrieron algún desengaño irreparable y aún los que quisieron romper con el celibato y, por esas cosas de la vida, nunca se les dio. Ninguna de estas razones tiene nada que ver con el Negro, cuya soltería militante se comprende menos por sus antecedentes como por una incapacidad enfermiza para compartir nada, ni siquiera el jabón del baño. Y mucho menos tolerar que una mujer, en su misma cama, sufra un acceso de tos, o que se atreva a mantener encendida la luz del velador cuando a él se le ocurre dormir. Es decir, una resistencia de egoísta esdrújulo que no ha hecho más que acentuarse desde que hizo plata, porque ahora, además, teme que las mujeres lo persigan para sacársela. A los 49 años, rico, viajado, atractivo, con piso en la torre Le Parc, mansión en un boating, un par de autos deportivos y un yate al que –toda una declaración de principios- bautizó Dólar, el Negro Fernández se encaminaba, al menos eso es lo que yo creía, a terminar sus días soltero y feliz. Sin embargo, me equivoqué. Y lo que más bronca me da es que un par de años antes de recibir la participación de su casamiento –naturalmente que en el Socorro- tuve un indicio que no supe interpretar. Se casaba mi hermano menor, el Negro estaba a mi lado en la iglesia y cuando los novios intercambiaban anillos, sentí que su respiración se hacía más agitada. Me volví hacia él y lo confirmé: lo dominaba la emoción. Al advertir que lo observaba y como si hubiera sido sorprendido metiéndose los dedos en la nariz o espiando por la cerradura del baño a una chica, sonrió y se encogió de hombros como diciendo: “tranquilo, no pasa nada”. Sin embargo yo que, repito, lo conozco como si lo hubiera parido y he hecho negocios con él, tuve el pálpito fugaz de que el solterón empedernido estaba aflojando. Y que ahora contemplaba esa ceremonia sencilla y repetida, con la misma actitud que le conocía cuando anhelaba cerrar un negocio, o la que podía tener ante una Ferrari en la que quisiera verse al volante. Y lo que también recuerdo de aquella escena, es que pensé: “Imposible. Después de tantos años de resistencia tenaz ¿qué cualidades debería reunir una mujer para que este troglodita se case con ella?” Pero si la claudicación del Negro fue la noticia del día o del año en la city porteña, lo que a mí me dejó helado fue la novia elegida para romper con su soltería. Porque en el lujoso papel que tenía entre manos leí que Ignacio Fernández Brent, contraería matrimonio con Virginia Valdivieso Uribe, que no era otra que aquella chica del turbante, según me confirmó mi cuñadita. Es decir, la que tenía cáncer. La ceremonia en el Socorro y la fiesta en el Alvear se correspondieron con el estado patrimonial del marido. En la iglesia, como en el hotel, el Negro, de riguroso smoking –y no de Casa Martínez- lucía tan eufórico como si hubiera ganado otro millón de dólares. En cuanto a la novia, cuando entró a la iglesia, enfundada en un vestido blanco que debió haber costado una fortuna y con una cola sostenida por cuatro pequeñitos, parecía una diosa. Aunque ya se sabe que, salvo fealdad extrema, las novias siempre lucen muy bien en estas circunstancias. Luego, en la fiesta, tuve oportunidad de efectuar una inspección más detenida. Y allí advertí que, aún cuando el maquillaje era perfecto y su hermosa cabellera negra tenía todo el aspecto de ser natural, en sus ojos y en su piel se advertían indicios de que podía estar mejor, pero no enteramente restablecida. Este examen me llevó a dudar entre dos conclusiones que resultaron igualmente equivocadas. Una, que el metejón del Negro fue tan mayúsculo, que ni siquiera pudo esperar a que la chica se restableciera del todo para casarse con ella. Y otra que, a pesar de lo que se dice de él, mi amigo es un gran tipo, tiene alma de hermanita de caridad y quiso casarse no obstante el problemático estado de la muchacha. Esa fue la última vez que los vi juntos. Ellos se fueron a un larguísimo viaje de luna de miel que comprendió las Galápagos, Madagascar, las islas del Egeo, San Petersburgo y finalmente París. Y cuando volvieron, cerca de dos meses después, supe por otros que se habían instalado en una casa en Belgrano. Por eso, esta mañana, cuando, por rutina, me detuve en la página de los fúnebres de La Nación, el aviso anunciando que “Fernández Brent, Virginia Valdivieso Uribe de”, sería inhumada esa misma tarde en un cementerio parque, me dejó sin aliento. Me comuniqué de inmediato con Mecha, la mujer de mi hermano menor y me confirmó que, efectivamente, su pobre amiga había vuelto muy desmejorada de su viaje de bodas, pasando las últimas tres semanas de su breve vida –no había cumplido aún los 30- en la Pequeña Compañía. Me desembaracé de todos mis compromisos, corriendo hasta el cementerio para acompañar a mi amigo en ese trance doloroso. Y ayudé a llevar a la infeliz Virginia hasta el sitio donde descansará hasta el final de los tiempos, empuñando una de las manijas del cajón. Que, por otra parte, era de inmejorable caoba y el más bruñido bronce. Sin embargo mi mayor preocupación se centraba en el Negro, al que supuse demolido por la desgracia. Pero no, observé que si bien se mantuvo serio y hasta solemne ante la catarata de abrazos y condolencias, no lució para nada compungido y mucho menos lloroso, como sí se veían los otros deudos de la chica. Al concluir la ceremonia y tras los saludos de rigor, vi que se encaminaba hacia su Mercedes. Y así, de espaldas, volvió a darme la sensación de que no sólo no marchaba agobiado, como un viudo más que reciente, sino que lo hacía con aire suelto, como si sólo le faltara silbar para mostrar su buen estado de ánimo. Me asaltó entonces una duda terrible, de esas que después no dejan dormir. Por lo que, para sacármela de encima, lo alcancé y lo tomé de un brazo. Mi propósito era sencillo: ponerme cara a cara con él y mirarlo fijo, que fue lo que hice, con la esperanza de adivinar qué había significado para él este episodio con Virginia. Respondió a mi mirada, primero, con curiosidad, pero luego, tal vez interpretando el sentido de mi demanda muda –porque él también me conoce muy bien- cambió. E hizo un gesto de fastidio, como diciendo: “¿qué te pasa?” o, más bien, “¿a vos qué te importa?” Entonces ya no pude contenerme y le pregunté, derecho viejo: “Negro, decime la verdad. ¿Vos te casaste con Virginia porque creíste que podía salvarse o porque estabas seguro de que tenía el plazo fijo escrito en la frente?” Me mantuvo la mirada un instante, después la desvió, pero no me respondió ni una palabra. Sacó las llaves del auto, destrabó las puertas, lo abrió y se metió adentro. Tomó un habano de la guantera, le cortó la punta con cuidado, lo encendió y puso en marcha su Mercedes. Todo esto sin volver a mirarme, como si yo no existiera y sin convidarme tampoco con un puro. Por lo que deduje que había quedado muy molesto conmigo y que tal vez no volviese a verlo. Ya me estaba arrepintiendo de mi calentura, por la amistad de tantos años, así como por los negocios que hacemos juntos, cuando pareció cambiar. Bajó el vidrio de la ventanilla y, al tiempo que enviaba una espesa bocanada de su cigarro a mezclarse con la diafanidad de la tarde, cambió de talante y me hizo señas de que me acercara a él. Y cuando estuvimos otra vez cara a cara, me dijo, del modo más natural, como si en vez de estar en un cementerio parque, en el que acababa de ser enterrada su mujer, nos despidiéramos después de haber hecho 18 hoyos en el Golf de Olivos: “Che, Cacho, ¿sabés lo que me gustaría ahora? Tener un pibe. Si sabés de alguno, avisame”. Después puso primera y arrancó, sin que yo atinara a responderle. Es que no pude; me lo impidió un estremecimiento.