EL COFRE
Entre este viejo que ahora se apoyaba malamente sobre
muletas y el saludable sesentón que apenas un mes atrás había salido de su casa
para dar un paseo, mediaban mucho más que las dificultades para caminar y el
terrible costurón que lucía en la cabeza. El accidente también le había dejado
una expresión permanente de azoramiento, un ojo más abierto que otro, una
incapacidad notoria para expresarse con claridad y la punta de la lengua
asomando a intervalos entre los labios, mojándole las comisuras.
Entró
al departamento ayudado por sus dos hijos varones, mientras la hija y la nuera
lo esperaban para acomodarlo, junto a la ventana del living, en un sillón que
habían hecho más mullido a fuerza de almohadones, y con una manta de lana lista
para abrigarlo. Se sentó, aceptó la manta aunque no hacía frío y luego de
dirigir a todos una mirada que quería ser de agradecimiento, se acomodó y
entrecerró los ojos como si fuera a dormir.
Los
hijos se apartaron en silencio hasta que la nuera, que era la más joven del
grupo, preguntó: “¿Le dijeron lo de la caja de seguridad?” Y como su marido la
mirara con un gesto de reconvención, agregó, a modo de disculpa: “Es que lo veo
tan mal. ¿Y quién la va a abrir si?...” Los tres hijos le dirigieron miradas de
reproche, pero fue su cuñada la que le respondió con fastidio: “¿Pero qué te
creés que puede haber ahí? Una fortuna? Si papá derrochó todo lo que
tuvo”. “No te creas –intervino el
hermano mayor- yo alguna vez lo acompañé a la calle San Martín. Compraba
monedas de oro y no sé que las haya vendido". “¿Monedas de oro?” –repitió
la cuñada y se le iluminaron los ojos. “Bueno –agregó su marido- no creo que
fuera tan sonso. Habrá comprado oro, pero como el metal alguna vez se depreció también habrá comprado dólares,
bonos, qué sé yo”. “¿Pero cuánto puede ser?” –intervino la hija, con gesto de
desacreditar el dato. “No creas –volvió a decir el hijo mayor- mientras fue
capitán de barco el viejo ganó muy buena plata y no creo que se la haya gastado
toda".
Se
produjo un largo silencio, los cuatro se miraron. “Y el único que sabe la
combinación -concluyó implacable la nuera- es él”. Los otros asintieron. “Quién
iba a imaginar” –comentó uno. “Claro” –dijo otro. En ese instante el viejo
carraspeó y dio signos de reaccionar de su letargo. Los cuatro dirigieron sus
miradas hacia él, que volvió a moverse, tratando de acomodarse mejor en el
sillón. Entonces la nuera dijo: “Yo le pregunto”. Y se dirigió resuelta hacia
su suegro, sin que los otros atinasen a detenerla, aunque su cuñada interpusiera
un poco convincente: “No, cómo vas a hacer eso ahora”.
La
nuera arrimó una silla al sillón, se sentó en ella y tras arreglarle
amorosamente la frazada y preguntarle cómo se sentía, le preguntó con su voz
más compradora: “Papá, ¿me escucha?" Y como el viejo asintiera, agregó:
“¿Sabe que va a ser abuelito otra vez?” El viejo abrió un poco más el ojo que
le había quedado más grande e intentó lo que parecía una sonrisa. La nuera,
entonces, se animó. “Pero si no me dice una cosa, me parece que el nene me va a
salir con un antojo en la colita”. Y señalando el lugar que ocupaba la caja
fuerte, detrás de un cuadro, le preguntó: “Dígame papá, ¿qué guarda ahí?” El
viejo se quedó mirándola unos momentos y después pareció que quería decir algo.
Pero luego, como resignado, se conformó con hacerle un gesto incomprensible con
las manos. La nuera se animó más: “¿La podemos abrir?” Como él pareció decir
que sí, ella, sin perder un segundo, le preguntó por la combinación. “¿Se
acuerda, no?” Y tomó lápiz y papel para apuntar. El viejo amagó responderle,
pero sólo atinó otra vez a hacer unos gestos imprecisos. Entonces ella le puso
el lápiz y el papel entre las manos y le sugirió, con su sonrisa más seductora
y haciendo un gesto cómplice a sus parientes: “¿Por qué mejor no la escribe
usted?” El viejo, en medio de un suspenso del que todos participaron, aún la
hija que insistía en contemplar la escena con disgusto pero callada la boca,
tomó lo que le dejaron en las manos, lo examinó como si no entendiera muy bien
qué era lo que le estaban pidiendo y por fin lo dejó caer.
La
nuera no se desanimó. "Tal vez no pueda escribir –interpretó- pero en una
de esas, si lo ponemos frente a la caja fuerte se le enciende la lamparita y
recuerda la combinación”. La hija interpuso un débil “cómo se les ocurre, en el
estado en que está el pobre viejo”. Pero los varones, luego de dirigirse una
mirada de soslayo, fueron hasta donde estaba su padre, lo alzaron sin
contemplaciones y, llevándolo casi en el aire, lo pusieron delante de la caja
fuerte. La que ya estaba al descubierto, porque la nuera se había adelantado
desplazando el cuadro que la ocultaba.
El viejo, sostenido por sus hijos, se paró frente al
tesoro, lo miró un largo rato y al fin, animado por los que lo rodeaban,
dirigió torpemente las manos hacia el
dial. Lo hizo girar para un lado y para el otro, lo intentó una y otra vez,
pero finalmente bajó los brazos, hizo señas ostensibles de que estaba muy
cansado y pidió, con gestos, que lo llevaran otra vez hasta el sillón.
La nuera quedó desconsolada, la hija les reprochó a
los otros tres lo que acababan de hacer y los dos varones, sin prestarle
atención, concluyeron que, de producirse “la desaparición de papá, no va a
quedar otra que llamar a alguien para que la rompa, a ver qué tiene adentro”. La nuera insistió en que quizás su suegro
guardase la combinación en algún lugar y que habría que buscarla, pero ya no
encontró eco en los demás.
Cuando sus hermanos y su cuñada se fueron, la hija
se quedó esperando la señora que vendría a acompañar por las noches al viejo.
Pero en cuanto se vio sola y advirtió que su padre dormitaba en el sillón, se
lanzó a una búsqueda frenética de la clave, revolviendo armarios, ropas y
cajones y escudriñando en cuanto papel se le puso a tiro. Hasta que, desalentada
pero no vencida, la sorprendió la chicharra del portero eléctrico, anunciándole
la presencia de la mujer. Reordenó todo a las apuradas y luego de abrirle la
puerta y darle las indicaciones para que se manejara en el departamento, se
despidió con un beso de su padre, prometiéndole que volvería al día siguiente
con sus hijos. Y con el propósito, in pectore, de revisar lo que aún le
faltaba.
El viejo capitán se quedó entonces solo en su
sillón, mientras la mujer que lo cuidaba le hacía una sopa en la cocina y
escuchaba la radio. Pero al rato, su
maltrecha humanidad experimentó un cambio. El ojo grande como el chico
parecieron recuperar la vivacidad perdida, giró su cabeza a uno y otro lado
para cerciorarse de que estaba solo e hizo los primeros intentos de levantarse
por las suyas. Se deshizo de la manta, enderezó el cuerpo y apoyándose primero
en los brazos del sillón y luego en las muletas, logró ponerse de pie,
aguantándose el dolor de las coyunturas y de los huesos remendados. Colocó las
muletas lo más firmemente que pudo bajo sus axilas y muy lentamente, vacilante
pero entusiasmado, se encaminó hacia la pared en que se hallaba la caja fuerte.
Una vez allí apartó el cuadro, hizo girar el dial con precisión y la abrió.
Extrajo un fajo de cartas ceñido por una gruesa goma negra, lo puso en un
bolsillo y después de cerrar el cofre y sin olvidarse tampoco de taparlo
con el cuadro, volvió a su sillón, tan lenta y trabajosamente como había hecho
el viaje de ida..
Una
vez que estuvo sentado, se concedió un tiempo para recuperar el aliento. Al
cabo echó la mano al bolsillo, sacó el fajo, desprendió la goma con cuidado y,
como quién se dispone a pasar una larga y agradable velada, se calzó los
anteojos, puso las cartas sobre la manta y extrajo una del primero de los sobres.
Comenzó a leerla en silencio y mientras lo hacía, su rostro, desfigurado por el
accidente, pareció recobrarse. Los ojos se le emparejaron un poco, dejó de
babear, se le aquietó la lengua y hasta se le dibujó una sonrisa.
Esa
primera carta, en inglés, datada en Boston, treinta y tantos años atrás,
empezaba de esta manera: “Mi amor: Las horas se me hacen interminables desde
que te fuiste...” Sacó, al azar, el contenido de otro sobre. Stefania se la había dirigido desde Génova y en ella
decía, en el más puro italiano: “Querido mío: A pesar de ser tan pequeñito
nuestro bebé ya ha aprendido a decir tu nombre...” Y la carta iba acompañada
por el retrato de una bella mujer con un bebito en brazos. Abrió otra más. Esta
estaba en francés y Nicole le decía: “Mi dulce argentino: Desde que partió tu
barco, cuento las horas que nos separan de tu regreso...”
Cuando
terminó de leerlas ya era muy tarde. La sopa se había enfriado sobre la mesa y
la mujer que lo cuidaba se había ido a dormir. Volvió a unir los sobres con el
elástico y con tanto esfuerzo y cuidado como antes, los regresó a la caja
fuerte. La cerró, la tapó con el cuadro y, extremadamente fatigado, se acomodó en el sillón. Allí se
quedó, agitado y feliz, mirando a lo lejos por la ventana, ocupado en sus
recuerdos y esperando el amanecer.
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