jueves, 28 de noviembre de 2013

El último suspiro Por Daniel Della Costa Hay recuerdos que se resisten a borrarse y que lo persiguen a uno hasta el fin de sus días, inmunes al tiempo, a la Hesperidina y al tereré. Porque yo cargo con un muerto y, ¡ojo!, que no lo digo por decir ni lo mío es meramente metafórico. Me refiero a un muerto de verdad y detrás de esta afirmación hay toda una historia, que acá va. Corrían los felices años 60; vivía por entonces en la calle Acoyte, en el corazón de Caballito norte (barrio paquete si los hay), y lo hacía con todas las comodidades habidas y por haber: mi Citroen 2CV en la puerta, el almacén de los gallegos Meitin a la vuelta de la esquina, los mejores ravioles del país a una cuadra, un bar enfrente por si las moscas y al lado de éste un maxikiosco en el que no faltaba nada, atendido por un griego que, por añadidura, también tenía su historia. Porque Demetrio, así se llamaba este hijo del Pireo, desembarcó en el Plata por una razón singularísima: su padre, capitán de un barco mercante, le llevaba, al regreso de cada viaje por América del Sur, una lata de dulce de membrillo La Gioconda. Y a partir de allí, de aquella lata desde la que le sonreía la Mona Lisa y de aquel dulce incomparable, vivió obsesionado por venirse para aquí no bien fuera mayorcito. Y así fue como, para bien o para mal, llegó a estas playas, instaló aquel maxikiosco y vaya a saber qué fue luego de él, si hizo plata y se volvió a sus tierras o si hoy vaga por las calles de la ciudad recitando a Homero y mangando para el buyón. Pero volvamos al relato principal. A dos cuadras de donde yo vivía, en Acoyte al 600, en lo que fuera, en mi niñez, un potrero, funcionaba lo que entonces se llamaba una feria internada. Es decir una feria de las que anteriormente se armaban en la calle (como lo hacía la de Guayquiraró entre Neuquén y Bogotá), y que por una disposición oficial, que puso fin a las ferias, concluyó su vida itinerante afincándose en aquel punto central de la geografía del barrio.Y fue allí, en ese lugar, donde ocurrió esta historia, la de mi muerto. Era un día cualquiera, tal vez un sábado. Mi mujer, pensando hacer vaya a saber qué, me había mandado a comprar huevos. Y los mejores huevos, los más frescos, como yo bien sabía, se adquirían en ese mercado al aire libre de antiguos feriantes. Por lo que esa mañana yo estaba allí, de brazos cruzados, haciendo cola, a la espera de que me llegara el turno, mientras el pollero despachaba con solvencia profesional no solo huevos prolijamente envueltos en papel de diario, sino también pollos, gallinas y algún conejo (cuyos cuerpecitos despojados de su piel eran los que me daban más impresión). No éramos muchos en la cola a esa hora; acaso tres o cuatro personas delante de mi. Lo que me permitió deducir que mi espera no habría de ser larga. Y también recuerdo que, como no tenía nada que hacer más que esperar, dediqué algunos instantes a la observación del viejo que tenía delante. Era un hombre alto, flaco, de canas mal peinadas, algo encorvado, vestido con un saco oscuro que alguna vez habría formado parte de un traje y unos pantalones gastados que pedían a gritos la jubilación. El tipo esperaba, como yo, para comprar vaya a saber qué: ¿una presa de pollo para asar?; ¿una gallina destinada a la olla? No llegué a saberlo porque de pronto, sin el menor aviso previo, ni un grito, ni una palabra, el pobre viejo se desmoronó. Si, así como lo cuento, cayó como una piedra al suelo y prácticamente a mis pies. Fui el primero, por la cercanía, en tratar de hacer algo por él, pero enseguida se acercaron otros, clientes y marchantes, unos para tratar de ayudar y otros por curiosidad. Y también de inmediato, surgieron los primeros gritos: ¡Una ambulancia! ¡Llamen una ambulancia! ¿Hay algún médico aquí? Alguien puso en mis manos no se si unos trapos o unos cartones para que se los pusiera bajo la cabeza, mientras otros se acercaron curiosos para preguntarme qué había pasado. Yo, en tanto, tenía mis cinco sentidos puestos en el pobre tipo. Que no reaccionaba, respiraba trabajosamente y mantenía los ojos trágicamente abiertos. Porque era la mirada ciega de alguien que ya no veía a nadie, ni siquiera a mi, que sostenía su cabeza e insistía en preguntarle cómo se sentía y en pedirle que aguantara, que ya venían en su ayuda.. No me contestó, nunca lo hizo. Pero de su boca abierta y jadeante surgió, de pronto, eso de que tanto se habla y que muy pocos han tenido ocasión de sentir y presenciar: el último suspiro, esa exhalación de aire sin retorno de lo último que encerraban los pulmones; la muestra final de que si hay un alma acaba de partir y, si no la hay, de que lo que allí queda no es más que materia inerte y en descomposición. Había muerto, estaba seguro. Pero esa no fue la opinión de los puesteros, que sin atender ya a sus negocios se habían movilizado para intentar salvar al viejo. Fue inútil que yo les dijera que no había nada que hacer, pues había sido testigo privilegiado de su último suspiro: lo cargaron en la camioneta de uno de ellos y se fueron, con el acelerador a fondo, hasta la guardia del Durand. Y allí pasó lo que tenía que pasar. No bien un practicante le tomó el pulso al viejo, les dijo: muchachos, esto es un hospital, no un cementerio. Este tipo está muerto. La policía es la que tiene que hacerse cargo de él. Imagino la desazón que se habrá apoderado de estos voluntariosos marchantes, pero no tuvieron más remedio que dirigirse a la 11ª. con el cadáver del viejo, lo que les significó perder toda aquella mañana de laburo y hasta corrieron el riesgo de quedar adentro como sospechosos. Hasta que todo se aclaró gracias a un vigilante más perspicaz que el resto de sus colegas. Porque el occiso no tenía ni un solo papel encima y si tuvo alguna vez un peso, vaya a saber en qué manos quedó. Pero el vigilante de marras, escarbando más finamente en las pobres pilchas del finado, dio con un indicio salvador: halló, en un bolsillo del saco, unos restos de lana. Y fue a partir de ese descubrimiento que el caso se aclaró, se supo de quien se trataba, dónde vivía y se puso el cadáver en manos de su familia. El finado no era otra cosa que colchonero, de esos que iban a domicilio a cardar la lana de los colchones viejos. Acababa de hacer un trabajo en el barrio y había hecho una estación en la feria para comprar la gallina que le había encargado la patrona. Pero nunca volvió: murió allí, de repente, haciendo la cola. Todo eso, así como que el viejo vivía en Floresta y tenía un apellido que sonaba a ruso o polaco, me lo contó el pollero el sábado siguiente. Pero a mi no me interesaron los detalles, saber quién era ni dónde vivía. Desde entonces no es más ni menos que mi muerto, el tipo del que recibí su último aliento en la cara, como para que jamás pudiera olvidarme de él.

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