martes, 22 de octubre de 2013

EL GATO DE PUNTA De aquellos tiempos en los que ejercía el periodismo me han quedado algunos recuerdos. No porque mis notas hayan alcanzado, siquiera una vez, un éxito tremendo; tampoco por una entrevista tan, pero tan buena, que fuera reproducida por los mejores medios de Estados Unidos y de Europa. Y menos aún por haber logrado una primicia que haya dado la vuelta al mundo y cambiado la historia de la Humanidad. Nada de eso. Por lo tanto tengo poco para contar. Y dentro de esa escasez rescato esta historia, no porque haya sido muy importante sino porque pienso que esa fue la única vez que estuve a punto de verme en medio de una balacera y, acaso, de perder la vida a temprana edad. Y paso a contar. El director de no recuerdo qué medio para el que trabajaba allá por aquellos años bravos del 70, me encargó que le hiciera un reportaje a un dirigente del sindicato de los ferroviarios. Tras convenir una cita me presenté en la sede del gremio, me conecté con una bella y joven secretaria y ésta, tras advertirme que tuviera paciencia porque el hombre estaba muy ocupado, me hizo pasar a una sala contigua a la del capo, a juntar orines. Y ahí estaba yo, esperando, aburrido, que este fulano se desocupara, cuando empezaron a caer al lugar unos tipos de aspecto no sólo nada recomendable, sino más bien siniestro, cada uno de los cuales portaba un estuche de violín. Los analicé con cierto detenimiento y preocupación y no me costó nada concluir que esos fulanos no estaban allí porque hubiera un concierto, ni nada por estilo. Seguramente no distinguían entre un do y un la y su presencia allí se debía a una de estas dos razones, igualmente peligrosas para mi modesta humanidad: o venían a asesinar al dirigente sindical que yo debía entrevistar o su misión era protegerlo de otros bandidos que sí tendrían ese objetivo. Entonces me hice esta pequeña pero dura reflexión: ¿qué hago yo aquí, con sólo mi grabador a pilas como arma eventual, frente a estos tipos armados con metralletas? ¿Y qué pasará si su propósito no es reventarlo a tiros, sino defenderlo de otros sicarios que estarán al caer con ese objetivo, acaso armados con fusiles antitanque y lanzagranadas? Y mi deducción fue obvia: nada, sólo morir en el enfrentamiento y, para peor, acaso apareciendo al día siguiente en la crónica policial, como el NN que inició la trifulca. La hago corta: una vez llegado a aquella sana conclusión, le eché una mirada a mi reloj, hice un gesto simulando que ya no podía esperar más y, sin olvidarme de saludar muy amablemente a aquellos bandidos, me fui de allí sin esperar al gremialista y lanzando un hondo suspiro cuando me vi. otra vez en la calle. Lo único que siento, aún hoy, es que no me despedí de la secretaria, que estaba buenísima y que le debo las excusas al tipo que me encargó esa nota, ya que no volví nunca más por aquella publicación. Pero no todos, en la vida del periodista, son momentos peligrosos ni los entrevistados son siempre tontos o aburridos. Hay mucho más que eso; uno se encuentra con gente genial, la vida en la redacción es amena, los cierres consumen mucha adrenalina y trabajar un primero de año, un primero de mayo o un viernes santo, contribuyen a darle a la profesión esa aura de sacrificio y dedicación que tan bien cae entre las muchachas. Y también existen, cómo no reconocerlo, alicientes que vienen colgados de la actividad. Por ejemplo los viajes al exterior, los cocktails y las comilonas a las que invitan las empresas y también los organismos públicos, nacionales e internacionales. Gracias a eso el periodista profesional tiene su cuarto de hora de esparcimiento y consigue disimular así las tensiones y los nervios propios de un trabajo que estruja y consume diariamente a sus servidores. Y es en este punto cuando se me hace sustancia otro caso singular de mi vida periodística. Y ya mismo lo estoy contando. Se trataba, lo recuerdo muy bien, de una invitación del Banco Interamericano de Desarrollo, o el BID, para los amigos. Y lo hacía nada menos que a Punta del Este, no en plena temporada, es cierto, pero sí cuando aún podía disfrutarse de la playa y del sol. Por lo que en este caso el moderado interés periodístico de esas reuniones anuales, se compensaba con la perspectiva de pasar una semana disfrutando de un lugar al que suelen concurrir los tipos de la high. Allí fui entonces, con mis colegas. Con la malla y el bronceador en la valija. Primero, avión directo a Punta. Luego auto con chofer hasta el hotel. Y una vez allí, apenas desempacamos, rápidos al programa de cocktails y comilonas. Que había a montones, porque cada delegación de los países miembros del BID había armado la suya y extendía la invitación a la nube de periodistas, sabiendo o al menos sospechando, que los muchachos estaban menos interesados en la información o las novedades que pudieran surgir de aquella reunión anual, que de las maravillosas tenidas báquicas que iban a ofrecer los países participantes. Y hasta algunos miembros de delegaciones oficiales, como la boliviana, me consta que también fueron presa del espíritu lúdico del encuentro. No bien llegaron a Punta, ni pasaron por el sitio en que habrían de realizarse las reuniones. Lo primero que hicieron fue dirigirse al puerto por un yate para bogar por el Atlántico. Acaso una reacción más que justificada por parte de los ciudadanos de un país que, como el del Altiplano, tiene vedado el acceso al océano. Los tipos tenían allí, en Punta, el mar en directo y se tentaron. ¿Qué iban a esperar? El Titicaca no es el Atlántico. Y esa misma mañana, la de la llegada de las delegaciones, me vi. con un periodista de otro medio en el hall del hotel. Y nuestra conversación, como es natural entre colegas, disparó hacia el punto central del encuentro, esto es, las tenidas gourmet que ofrecían los diferentes países. Así fue que, sin advertir que muy cerca de nosotros, escuchando todo lo que decíamos, se hallaba un par de mucamas, nos dedicamos a evaluar los méritos de cada manduque regional. Que el ceviche peruano es rico, pero… Los mexicanos ¿no abusan del picante?.. El salmón chileno es exquisito, pero los salmones son truchos, criados en piletones y alimentados con antibióticos... Y así estábamos, que si vamos a esta comida, que no, mejor a esta otra, cuando una de las mucamas se cansó de escucharnos y casi nos gritó: ¿Así que pueden elegir dónde ir a comer? ¡Ustedes sí que la pasan bien! Escuchar eso y ocurrírseme una nota fue todo uno. Cerré la conversación con mi colega, acordando el lugar en el que cenaríamos esa noche, me dirigí a la sala de prensa y mandé una nota al diario, contando esta historia, que titulé: “Punta del Este también es América”. Al día siguiente la vi publicada. La nota estaba tal cual. Pero creo que el título fue ligeramente cambiado. No recuerdo si le pusieron “Punta es una fiesta” o “Las alegres muchachas de Punta”. Pero otra cosa que quería contar sobre esta inolvidable reunión comienza precisamente ahora. Porque la oferta manducatoria y el beberaje expuestos esa noche por no se qué delegación de qué país, fue grandioso, exuberante. Champagne francés, whisky inglés, caviar ruso, empanadas uruguayas, jamón español y hasta agua de Vichy para los pocos abstemios que allí pudiera haber. A tal punto llegó esta oferta de maravillas líquidas y sólidas que, cansado de comer y acaso también de beber, busqué refugio en un rincón del salón y, advertido de que allí había una silla, me senté a tomar aliento, con una copa en la mano. Y así habré estado no se si algunos minutos o sólo unos pocos segundos, cuando creí advertir que algo se movía muy cerca de mis pies. Era oscuro y lo que fuera lo hacía en perfecto silencio. Pero yo, en la semioscuridad que reinaba en ese sitio, sumado a las copas que cargaba, no alcanzaba a determinar con exactitud de qué se trataba. ¿Una rata? Imposible. ¿Un ser humano? No parecía tan grande. Y entonces, al fin, pude distinguir qué era esa cosa negra que se movía. Porque él, el gato, un gato negro con algunas manchas blancas, había dejado de hacer lo que estaba haciendo y dirigía su vista felina hacia mí, como advirtiéndome: ¡Ojo con lo que hacés! ¡Ni se te ocurra moverte! Luego de lo cual bajó la cabeza y volvió a lo suyo, que no era otra cosa que comer algo que estaba desparramado en el suelo. Entonces me acerqué un poco más a ese gato, entrecerré los ojos para ver mejor y así fue que pude distinguir qué era lo que estaba comiendo ese gato uruguayo en Punta del Este. ¡Era caviar! El gato estaba comiendo caviar ruso (soviético por entonces), de vaya a saber cuántos dólares el gramo, el mismo que algún comensal desaprensivo había dejado caer al suelo. Y lo hacía, no tal vez con la delicadeza que ese manjar exigía, pero si con enorme fruición gatuna. Y además, sin dejar de levantar de vez en cuando la vista hacia mí, como para advertirme otra vez que no lo molestara o me atuviera a las consecuencias. A la madrugada volvimos al hotel, me levanté tarde y al mediodía, sin ganas de almorzar a causa de los estragos báquicos de la noche anterior, me hallé otra vez en la oficina de prensa, frente a la Olivetti que me habían asignado. Y fue entonces que empecé por titular la nota que, entonces, no llegué a terminar y que, por ende, tampoco envié nunca al diario. Pensando en el gato le había puesto “Punta del Este no es América”. Pero repito, nunca la terminé. O, mejor, sólo ahora acabo de hacerlo.

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