martes, 27 de mayo de 2014

LA ECUYERE A Samy El Rusito o El Colorado Samy, lo conocí en los años 40 en un peringundín de Rosario, cuando yo viajaba vendiendo aceite Ricoltore. Era buen bailarín de tango y se lo tenía también por cafiolo de una veterana, que con gusto le entregaría sus pesos a este muchacho alto y bien plantado, pero al que todavía se le podía encontrar abrojos en los bajos del pantalón. La casualidad nos juntó una noche en una misma mesa, hablando pavadas. Pero de pronto, sin que yo le preguntara nada y sin que él supiera algo de mí, después de una segunda o tal vez una tercera vuelta de Sello Rojo, así, de sopetón, empezó a contarme una historia. “Rajé de la colonia –dijo mientras hacía girar el vaso entre las manos-. Tenía que rajar, eso no era para mí, era para idiotas. No se hablaba de otra cosa que del tiempo, de la cosecha, de Besarabia y del campo que íbamos a tener cuando me casara con la chica de la chacra de al lado. Cuando podía me iba hasta la estación, soñando con rajar un día para Rosario que, te juro, ni sabía lo que era”. Y al llegar a este punto se calló, como si se hubiera sorprendido él mismo por lo que estaba contando. Traté de animarlo para que la siguiera. “Te rajaste ¿y?” –le dije. Me miró como si acabase de advertir que yo estaba ahí. Tomó lo que le quedaba en el vaso, una sombra, algo, le pasó frente a los ojos y antes de levantarse, dejándome solo y con el relato recién empezado, agregó: “Si, me rajé”. Y no lo volví a ver hasta veinte años después. Por entonces yo vendía hilo de coser y él tenía un taller de costura con media docena de obreras en Villa Crespo. Ya no era El Rusito ni El Colorado. Era el señor Héctor porque no le gustaba que le dijeran Samuel. Había engordado, había perdido casi todo el pelo, pero igual lo reconocí. Él me semblanteó, dudando si no le estaría haciendo el verso, hasta que le recordé nuestro encuentro en Rosario. Entonces me abrazó. Después, de tanto ir a venderle y de reclamarle las facturas atrasadas, nos hicimos amigos. Y una noche, cada uno con su mujer, salimos a celebrar no sé qué cosa en Reviens, un boliche de Olivos que estaba de moda. Bailamos, tomamos unas copas, charlamos zonceras, hasta que las mujeres se levantaron diciendo que tenían que empolvarse la nariz, que era la pavada que solían decir las chicas cuando tenían que ir al baño. Entonces nos quedamos solos y en silencio. Hasta que él, sin mediar palabra y con la vista clavada en la copa que hacía girar entre las manos, se puso a hablar siguiendo el hilo de aquella charla que se interrumpió 20 años atrás, en el cabaret de Rosario. “Me rajé”- volvió a decir, pero ahora agregó: “La dejé ahí, tirada, y me rajé”. No atiné a decir nada y él, después de una breve pausa, sin levantar la vista, continuó. “Nunca, lo confieso, nunca había visto un circo ni me imaginaba lo que era. Cuando entró al pueblo, con esa manga de mamarrachos disfrazados tocando sus instrumentos arriba de un carromato y las jaulas con los animales salvajes, lo seguí fascinado, como hicimos todos. Y me quedé, como los otros, mirando cómo armaban la carpa y se preparaban para hacer sus números. Hasta que un gordo, que parecía el patrón, se me acercó de pronto y me dijo: “Che, rubio, ¿querés ayudar? Después te quedás a ver la función. Lo primero que se me ocurrió fue decirle que no, pero como vi que otros se acercaban con ganas de agarrar, acepté”. “No sólo ayudé a levantar la carpa. Ya que estaba me quedé hasta que empezó la función y me metí a ayudar al domador, a los payasos, a los equilibristas. A veces tenía que entrar a la pista y entonces oía que mis amigos me gritaban: “Samuelito, Samuelito”, por lo que en un momento, cuando estaba detrás del malabarista, levanté los brazos y los saludé. Después salió la ecuyere, de pie sobre su caballo blanco, a dar vueltas por el redondel, subiendo y bajando a la carrera. De lejos, la veías y parecía una linda mujer, pero yo, que la había visto de cerca, sabía que era bastante vieja y arrugada, mal teñida, sucia y que olía a bosta”. “Cuando dio la última vuelta pegó un salto y cayó parada justo delante de mí. La sostuve, ella me miró y me acarició la cara. ¡Uh!, gritó la tribuna. Ellos no la oyeron, pero también me dijo mientras me acariciaba: “Qué rico pibe”. Cuando salimos de la carpa ella largó al matungo y me encaró en un lugar bien oscuro. Casi no la podía ver pero sentí su aliento y sus abrazos. Enseguida me estaba besando. A mí no me daban ganas, pero ella insistió. “Decime dónde nos vemos”, me dijo metiéndome la lengua por todos lados. Me sorprendió pero al fin le dije que en una hora, en el granero que estaba al lado de la estación”. Hizo una pausa y luego, como quien está reviviendo una situación dolorosa, repitió: “Una hora, le dije una hora. Salí del circo y a la hora, tal vez un poco más, entré al granero. Ella me estaba esperando. Tenía una vela encendida en el suelo y se había tirado sobre la paja. Cuando me vio, con un gesto me invitó a echarme a su lado. Ya no olía a bosta porque se había echado encima un montón de perfume. En cuanto me tuvo a tiró volvió a besarme, a acariciarme, a manosearme que parecía una desesperada, quería sacarme la ropa, me guiaba las manos para que yo también la acariciara y me decía cosas al oído para excitarme. Porque yo, no es que no pudiera o que no me animara. Yo, lo que estaba, era atento ¿entendés?” E hizo un gesto con la cabeza como señalando hacia afuera. Yo le respondí que no entendía nada. No me prestó atención. Hizo otra pausa, esta vez un poco más larga y volvió con el relato. “Entonces-dijo- fue cuando se sintieron los pasos afuera, de mucha gente. Ella se sobresaltó, me soltó y me miró como preguntando qué pasaba. Y en ese instante, antes de que yo le contestara, se abrió de golpe la puerta del galpón y aparecieron ocho o diez muchachos. Ella se quedó dura, no entendía nada y me miraba a mí para que le explicara. Yo no le dije ni una palabra. Me levanté, me arreglé la ropa y sólo me oí decir: “ahí la tienen”. La ecuyere empezó a gritar, ellos se le echaron encima y yo me fui, me rajé”. “¿Te fuiste y la dejaste con todos esos monos?”, le pregunté sin poder creerlo. Me miró como si yo no hubiera entendido nada. En ese momento las mujeres volvían del toilette. “Bueno –me explicó con toda naturalidad- a esa hora más o menos sabía que pasaba un carguero que iba a Rosario. ¿Qué me iba a quedar a hacer? Agarré la bolsa que había dejado en la entrada del granero y me largué para la estación”. A raíz de la crisis de mediados de los 70 Héctor Samuel, como tantos otros, se escapó con toda su familia a Israel. Hoy, si vive, debe estar muy viejo, como yo. Lo que no sé es si se habrá atrevido a contarle a otros esta historia. Me jugaría que no. Hace como diez años, para una Navidad, recibí una tarjeta de él, fechada en Beer Sheva. Me saludaba, me contaba que la estaba pasando bien y, debajo de la firma, escribió: “La ecuyere se llamaba Anita”.

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