sábado, 12 de julio de 2014

TODA UNA VIDA Gente con muchos velorios sobre sus espaldas daba fe de que jamás había visto un viudo tan compungido como el profesor Fossa. No quiso despegarse ni un minuto del cajón y sus lágrimas, a juicio de los más escépticos y suspicaces, eran auténticas. “No me pareció que la quisiera tanto –comentó una vecina-. Pero –concluyó filosóficamente- así es la vida”. Tras la muerte de su mujer el profesor Fossa pareció perdido. Estuvo varios días sin salir de su departamento y la encargada más de una vez lo llamó por el portero eléctrico con cualquier pretexto, para saber si seguía vivo. Al fin un día salió, pero no para ir a la Facultad, a la que no volvió, ni para asistir a los programas de televisión de los que era habitué. Se lo vió caminar solo y apesadumbrado por el barrio o sentarse por horas en un banco de la plaza, con la vista fija en el horizonte. Cuando alguien le quería hablar respondía con educación, pero enseguida hallaba un pretexto para marcharse. También cortó su relación con una alumna joven. “No sé qué le pasó –comentó ella en el café de la Facultad-. Si siempre me dijo que era una vieja insufrible”. La mujer que le limpiaba el departamento trajo noticias frescas. “Se está horas sentado en un sillón con un libro en la falda. A veces me pregunta: ¿le hace falta algo? ¡Pobrecito! Está buscando que lo mande a algún lado como hacía la finada”. Un colega que lo halló en la cola de un banco, sentenció doctoralmente que se hallaba en “un estado de confusión o perplejidad” normal, a su juicio, después de tantos años de matrimonio. A mi esa explicación no me cerró nunca, Como discípulo dilecto del profesor Fossa y después de haber estado muchas veces en su casa, sabía que la relación entre ellos se reducía al “hola”, “chau”, “¿querés café?”, “no me pises la alfombra con los zapatos sucios”, “¿llamó alguien?” y “andá a comprar el pan que ya puse el bife en la plancha”. Ella conocía bien la doble vida de su marido y si alguna vez eso le dio bronca, había terminado por aceptarlo, hasta serle indiferente. Jamás la vi en una conferencia del profesor ni estaba tampoco cuando recibía un premio. Él viajaba solo al exterior, salvo cuando decidían ir a ver al hijo a Estados Unidos. A la vuelta, todo volvía a ser como antes. Una tarde lo descubrí al profesor Fossa en un bar, muy lejos de su casa. Estaba sentado junto a la ventana, solo, frente a un café y un vaso de whisky. Como al cruzarnos las miradas hizo un gesto de reconocimiento, me animé, entré y me senté a su mesa. Después de un saludo banal siguió un largo silencio. Al cabo y tras apurar lo que le quedaba en el vaso, llamó al mozo y, sin consultarme, pidió dos whiskys más. Entonces, después de un primer trago, sin mirarme, fijando la vista a veces en el vaso y otras en la calle, habló. “No sabía que estuviera enferma. Nunca me lo dijo. Para mí no era mucho más que la persona a la que, sin verla, le dirigía el “hasta luego” cuando salía o el “hola, qué tal”, cuando entraba a casa. La que me tenía limpias las camisas y me preparaba las valijas cuando me iba de viaje. La que me dejaba anotado quién me había llamado y la que me hacía deslizar sobre patines cuando enceraba. A veces, pero muy pocas veces, cuando estaba solo y lejos, me decía a mí mismo que era una situación absurda, que ella lo debía sentir como una gran injusticia, que tal vez me odiara. Y me prometía que, al regreso, iba a tratar de tender un puente con ella, para que descargara de una vez todo lo que había acumulado contra mí. Pero después no encontraba la forma de hacerlo. Nos poníamos a comer y yo me decía: le hablo después de la sopa; no, para después de la carne, de la fruta y finalmente del café. Pero cuando llegaba el café ella se levantaba a lavar los platos y mi propósito quedaba en nada una vez más. “Así pasaron los años hasta que un día, no hace mucho, cayó enferma. Primero no me preocupé y seguí haciendo mi vida, como siempre, pero cuando el médico me advirtió de su estado comprendí que ya no había más tiempo, suspendí todo y me propuse quedarme junto a la cama, hasta que se presentara el momento de decirnos todo lo que nos habíamos callado durante una vida. Pero fue justo cuando le había tomado una mano, me la había apoyado sobre el pecho y estaba a punto de animarla a que me dijera lo que sentía, que le sobrevino un estertor y cayó en coma. Llamé al médico y le reclamé a gritos que la reanimara. Me calmó y me dijo que esperara, que a veces se recuperan. Y así lo hice, me quedé allí pendiente de su respiración horas y horas. No sé cuántas habrán pasado, si era de tarde o de noche. Sólo sé que de pronto esas aspiraciones profundas y dolorosas se interrumpieron, movió la cabeza, la giró hacia mí y abrió, primero un ojo y luego el otro, me miró fijo un tiempo que me pareció una eternidad y movió la boca, como si quisiera decirme algo. ¡Qué! ¡Qué!, le grité desesperado. Entonces, con un hilo apenas de voz, pero con extraordinaria claridad, me dijo: “No te olvides de sacar la basura”. Eso fue todo lo que me dijo, ¿comprende? Todo. Y de inmediato expiró. El profesor Fossa calló, dirigió una mirada al vaso, vio que estaba vacío, llamó al mozo y pidió otro whisky, uno solo. Comprendí el mensaje, me levanté, lo saludé de pie, me puse a sus órdenes, él no me respondió nada, me miró con indiferencia y me fui. No volví a verlo.

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