martes, 25 de marzo de 2014

ETRUSCO DESCONOCIDO Para Osvaldo Martínez su padre fue siempre Ambrosio Solimano, aunque supiera que su padre biológico era otro que se llamaba, como él, Osvaldo Martínez. Lo que pasó fue que éste murió cuando Osvaldito tenía menos de 4 años, por lo que apenas le quedó un recuerdo borroso de su progenitor. Alguien tirado en una cama, muy flaco y macilento, al que los dientes parecían querer escapárseles de la cara. Un día, cuando ya había cumplido los cinco, la mamá le presentó a Ambrosio Solimano diciéndole que iba a ser su papá. Ambrosio era mecánico de Lavarropas Martinco, se casó con su mamá y así fue que tuvo dos hermanitas, Sofía, por Sofía Loren y Claudia, por Claudia Cardinale. Cuando los amigos le preguntaban a Ambrosio si no pensaba insistir hasta tener un maschio, lo señalaba orgulloso a Osvaldito y decía que con él tenía suficiente. Lo llevó a la cancha de Boca y lo presentó a los de la barra brava como “Osvaldo, mi hijo”. Y como parte de la familia participó también de las ravioladas de los domingos en casa de la nona Solimano y de las salidas a pescar en la laguna Chis Chis, en el Rastrojero del tío Franco. Ambrosio prosperó y puso un taller para autos en el que, en lugar de poner fotos de mujeres desnudas, puso las de los jugadores de Boca: el Pibe Lazzati, el Gato Mussimesi, el Rata Rattin y una gran bandera azul y oro. Osvaldo entró al taller como aprendiz no bien terminó la primaria, mientras que sus hermanitas tenían fijado un temprano destino de maestras en el colegio de las Ursulinas Descalzas, que estaba a la vuelta. Osvaldo tenía su vida tan señalada como Sofía y Claudia. Trabajaba de día en el taller y de noche estudiaba en una escuela técnica, soñando con que algún día prepararía coches de carrera. Y tal vez hubiera sido así de no mediar una pequeña distracción en su desempeño como mecánico. Debió haber cometido un grueso error al cambiarle la cita de frenos a un auto, tal vez por estar demasiado pendiente de los Beatles y de su versión de The Yellow Submarine mientras hacía su trabajo. Pero lo cierto es que de golpe irrumpió en el taller, fuera de sí, el hombre en cuya unidad acababa de hacer la reparación. Por lo que pudo entender, al llegar a una esquina apretó el freno para evitar un choque y el auto, en lugar de detenerse, fue a dar de lleno contra el triciclo de un repartidor de pan. Y ahora no sólo tenía que reparar la abolladura, sino hacerse cargo también del triciclo y del gallego que lo tripulaba. La reacción de Ambrosio en la ocasión fue la que cambió la historia de Osvaldo. Porque tras escuchar al cliente e individualizar al culpable, le brotó lo más primitivo de su gruesa sangre mediterránea. Lo agarró del pelo y sin dejar de zamarrearlo le gritó: “¡Tenías que ser tan pelotudo como tu padre!” Esa misma noche Osvaldo decidió tres cosas: hacerse hincha de River, seguir la secundaria y rescatar la memoria de su padre biológico. “Mamá –empezó un miércoles a la noche, de sobremesa, aprovechando que Ambrosio había ido a ver box a la Federación- ¿cómo era papá?” “Osvaldo era un buen hombre” –empezó a decir la madre, algo confundida. A fuerza insistir, preguntándole mientras lavaba los platos o cuando salía a tender la ropa al patio, se fue enterando que su padre era del Bajo Flores, hijo de un almacenero que tenía negocio en Zuviría y Carabobo, que un hermano suyo desapareció luego de ser llamado a hacer la conscripción en Covunco, Neuquén; que había sido hincha de All Boys, pero nada fanático. No bien se recibió de perito mercantil ingresó al Banco Provincia, conoció a la que iba a ser su mujer en un baile de carnaval, en el club Chiqué, de Campichuelo y San Eduardo, se casaron, tuvieron un hijo y pocos años después murió, Retratos no se habían conservado porque “Ambrosio es muy celoso”, y tampoco sabía su madre si Osvaldo le daba al balón con las dos piernas o con una sola, aunque sí recordó que era medio patadura para el tango y que se manejaba un poco mejor bailando lento. De aficiones, el mate a la mañana y escuchar los partidos por radio los domingos. Una vez al mes, después de cobrar, iban al cine al centro a ver alguna de aventuras o de llorar y remataban la salida yendo a comer pizza de jamón y morrones a Las Cuartetas. Con el tiempo se cansó de preguntarle a su madre por su primer marido, porque se fastidiaba y cada vez tenía menos que contarle. Además, ingresó a Ciencias Económicas y pasaron a interesarle otras cosas. Y allí se hubiera congelado la investigación de no haber sido, nuevamente, por Ambrosio Solimano. Un domingo partió para la cancha, envuelto en la bandera, con la bolsa de petardos y la cadena; bajo la campera negra llevaba la camiseta que había pertenecido a Lazzati y se cubría con un gorro en el que se leía: “Boca corazón”. Fue la última vez que lo vieron vivo. Esa noche, en el velorio, los barrabravas cubrieron su cuerpo con los colores del club y reconocieron, llorando, que “el Tano” había muerto abrazado a su bandera, con honor. Y que habría de ser vengado. A partir de ese día la familia Solimano se descalabró. Sofía, que estaba de novia con un estudiante de la Universidad Católica y que tenía prohibido salir sola con él, lo dejó para escaparse con un trapecista del Circo de Moscú. Claudia abandonó las Ursulinas Descalzas y se dedicó a modelar. Las últimas noticias dan cuenta de que lo está haciendo en una disco de San Pablo, Brasil. La viuda, desde entonces, participa de un sincretismo particular: no falta a una misa, practica el rito umbanda, cubre de escapularios pecho y espalda y se ha hecho vegetariana. Una noche, mientras masticaba su pascualina en silencio y su madre estaba absorta en el rosario, Osvaldo se levantó, se acercó a ella, la tomó de las manos y le preguntó: “Mamá, ¿cómo era el viejo en la cama?” La mujer huyó despavorida a encerrarse en su dormitorio bajo siete llaves. Osvaldo, al día siguiente, se dirigió a la oficina de personal del Banco Provincia. Allí lo atendió una señorita madura y feúcha, estudiante de psicología, cuya debilidad eran todos los varones mayores de trece años. Quedó entusiasmada con el propósito de Osvaldo de hurgar en sus raíces y buscó con empeño, hasta encontrarlo, el legajo de su padre. Lamentablemente se había perdido la foto, pero de sus pocas hojas surgía que había hecho toda su breve carrera contando billetes en el Tesoro, se había casado, había tenido un hijo y había muerto de leucemia. Nada más. Pero con la ayuda de la empleada, que cada vez que lo veía lo obsequiaba con galletitas dulces y le servía té en su propia taza de porcelana china, ubicó a algunos de sus compañeros. El primero que entrevistó le confesó que no tenía “la más puta idea” de quien era Osvaldo Martínez. Otro lo confundió con un tal González, que había muerto para la misma época. Y un tercero fabuló, dándole cariñosos golpecitos en la cara, que Chiche (jamás le habían dicho así), era un tipo macanudo, más bueno que Lassie y que nunca se había quedado con un vuelto. Después fue hasta el Bajo Flores. Donde había estado el almacén de los Martínez se levantaba una casa de departamentos. La vecina de enfrente los recordaba- “Gente buena, no como la de ahora”, suspiró sin dejar de barrer. Pero a Osvaldito no lo tenía presente. “¿Sabe qué me parece? –agregó apoyándose pensativa en la escoba-. Que los Martínez no tenían hijos. ¿Usted no se estará refiriendo a los Martinoli, del mercadito, que esos sí tenían mellizos?” Preguntó también en un par de bares cercanos, buscando a alguien que hubiera sido amigo de su viejo. En uno lo tomaron para la farra y en el otro lo miraron atravesado, creyendo que era de la yuta. “Mire, aquí somos todos gente honrada” –le dijo el gallego de la caja. Cuando salió lo siguió un parroquiano. Lo paró en la esquina y le dijo que, si había guita, él podía decirle dónde estaba escondido Osvaldo Martínez. La empleada del Banco Provincia lo atrajo una noche a su departamento, diciéndole que había reunido las direcciones de todos los Martínez de Neuquén. Osvaldo ya estaba muy desanimado pero igualmente fue a verla. Cenaron una exquisita colita de cuadril con papas al horno, tomaron una botella de buen tinto y finalmente Osvaldo se prestó a un encuentro sexual de agradecimiento. Después encendió la TV y se puso a hacer zapping. Ella se acercó con una taza de café cuando en un canal mostraban excavaciones hechas en sepulcros etruscos. La cámara se detuvo en la desvaída imagen de un hombre pintada sobre la piedra. Era de tez oscura, pelo y barba muy negros y grandes ojos. A ella se le ocurrió preguntar: “¿Quién sería ese tipo, no?” Y él le respondió con seguridad: “Se llamaba Osvaldo Martínez. Lo que todavía no se sabe es si se trata del padre o del hijo”.

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