miércoles, 15 de enero de 2014

LOS CUATRO MARIDOS (•) Se hablaba de fidelidad. Reunidos, como siempre, a la hora del café, los tres jefes con el gerente en la oficina de éste, desembocaron en este tema. El señor Rossi, hombre que ya entraba en la madurez, pero robusto y vital, era quien tenía la palabra. Casado no hacía más de seis meses con una mujer bastante más joven que él, respiraba felicidad por todos los poros, felicidad que ahora dejaba traslucir en la conversación. Encontraba muy bello el matrimonio, una institución honorable y estética, sostenía, que reposa, por sobre todas las cosas en el amor, la comprensión, la confianza. -¡Ah, la confianza! –acotó el señor Curzio- ¡la confianza! Sin ella no es posible un matrimonio feliz. Todos asintieron, pero el gerente, el señor Smith, que no parecía encontrarse muy a gusto, discrepó. -La confianza, bien, pero la confianza no nos da más que una tranquilidad subjetiva; podríamos decir que confiar en nuestras esposas, no celarlas, es una forma de ahorrarnos el esfuerzo, quizás escapar a una realidad dolorosa. No nos salva de la infidelidad: la disimula. Los jefes se miraron. Rossi se sonrió. ¡A él hablarle de esas cosas! Su esposa era la más fiel, la más cariñosa. ¿Y el señor Curzio? Casado hacía cinco años, con un hijo, nunca un roce, una disputa, una duda. Y el tercero era el señor Carnevale, un hombre gordo, corpulento e inocente, que no podía dudar de su esposa, una gorda corpulenta e inocente como él. -¿No dudan? –los estudió el señor Smith-. Me parece bien. La fe ciega es elementalísima para mantener la felicidad en el hogar. Por otra parte, francamente lo digo y me siento comprendido en la aclaración ¿de que nos servirían nuestras dudas, si nunca podríamos comprobar la infidelidad de nuestras esposas? Miradas de asombro entre los jefes. El gordo Carnevale comenzó a preocuparse. -Lo digo –siguió Smith- porque estamos todos en la misma situación. Trabajamos mañana y tarde a horas fijas. Salimos de nuestras casas a las siete, volvemos a mediodía. Vuelta a salir a las tres y antes de las ocho ninguno está de vuelta en su hogar. Son algo así como unas diez horas en las que ninguno de nosotros puede tener una idea de lo que ocurre en su propia casa. ¿Un llamado telefónico? El teléfono nos da la voz, la palabra; no hay forma más fácil de mentir. El señor Carnevale decididamente sudaba. Rossi miraba intrigado a su gerente. Sólo Curzio sonreía desaprensivamente. -¿A dónde quiere usted llegar? –lo interrogó Rossi. -Hombre –aclaró el señor Smith- no crean que quiero poner en duda la moral de sus esposas. Ya ven que me encuadro en el problema. Lo único que yo digo es que fidelidad, confianza, son palabras, para nosotros, huecas, a las que llegamos como al último recurso. ¿De qué nos serviría desconfiar? -¡Bah, se notaría! –dijo uno. -Esa situación no se puede mantener mucho tiempo –aseguró otro. .Vamos –insistió Smith- no sería la primera vez que maridos más confiados que nosotros, vuelven un día por cualquier causa a horas desacostumbradas a sus hogares y se encuentran violado el nido. -Vamos, vamos… -¡No, no, es que es así! Y hagamos la prueba, si no. Son casi las cuatro. Les doy permiso para que ahora mismo regresen a sus casas sin decir absolutamente nada a sus esposas. ¡Ah! –aclaró- yo haré lo mismo. Los tres jefes se miraron. Carnevale daba lástima. En su corazón inocente había entrado la duda. Curzio soltó la carcajada. -Me parece una idea fantástica –dijo. ¿O es que alguno de ustedes dos no se atreve a volver a su casa sin llamar? Rossi aparentó tranquilidad y asintió. Él estaba dispuesto. Carnevale se secó el sudor de la frente con el pañuelo y también se dispuso a partir. El confiado señor Curzio salió sonriendo de las oficinas de la compañía y se encaminó tranquilamente hacia la parada del ómnibus de siempre. ¡Tenía sus cosas este señor Smith! ¡Mire si iba a desconfiar de su Clara! ¡Si iba a arriesgar su felicidad, la del pibe, que era toda su alegría, engañándolo! Bueno, igualmente, le venía bien llegar temprano, porque ese día se encontraba un poco cansado. Bajó como siempre en la esquina de Paraguay, caminó las dos cuadras, al pasar frente a la panadería compró unas facturas para el mate y entró a su casa. Avanzaba confiado cuando, de pronto, cruzó frente a él una sombra rauda que se perdió por el fondo, Sintió que se enajenaba. Irrumpió como una tromba en la habitación. Su mujer, con gestos desesperados, entraba en ese momento en el baño, que cerró con llave. -¡Clara! ¡Clara! ¡Maldita mujer! ¡Ramera! Trató de forzar la puerta, mientras el chico, en la cuna, rompía a llorar asustado al ser sacado de su sueño. Curzio perdió el dominio de sí y, al no poder forzar la puerta, loco de ira y de celos, tomó la pistola de la mesa de luz y disparó cuatro balazos a través de la cerradura. Cuando abrió, Clara yacía en el suelo, muerta. Se le cayó el arma y lloró, lloró mucho. Los vecinos que acudieron atraídos por los gritos y los disparos, lo encontraron repitiendo enajenado: “Señor Smith, señor Smith…” • * * El señor Carnevale era un hombre que nunca había tenido problemas familiares. Desconfiar de su Teresa le hubiera parecido lo mismo que desconfiar de Dios. Teresa, mujer única, impar, que no hablaba jamás de dietas, que sabía preparar infinidad de platos –cocinaba el pollo de catorce maneras distintas-, que era buena y dedicada al hogar, cariñosa con sus tres hijos… No podía desconfiar de ella, no. Pero en aquel momento, desconfiaba. Uno nunca está libre, se dijo. Teresa, lo sabía, era una mujer débil de carácter. Tal vez él no se había dedicado a ella con la solicitud de otros maridos. Nunca recordaba una fecha. Y eso a las mujeres les duele. No, pero si lo engañaba lo hubiese notado. A él no se le escapaba nada. ¿No estaba acaso un poco fría con él últimamente? No, ya estaba desvariando. Pero, realmente, ¿podía haber otro en su vida? Cuando fue hasta la playa de estacionamiento a buscar su auto, era un volcán de dudas. De casualidad se salvó su mole de ser atropellada por un bus al cruzar la calle, absorbido como estaba por sus pensamientos. Por eso, cuando llegó a la playa, su prisa se había transformado en frenesí. Empujó salvajemente al auto de atrás y al de adelante. Olvidó darle propina al cuidador y salió matando. Sorteando hábil y temerariamente el tránsito del Centro, en diez minutos estuvo en su barrio y, con él, la certeza de que su mujer lo engañaba. ¿Qué haría? ¿Estacionaría como siempre el auto frente a la puerta? No, porque ella sentiría el ruido del motor. Mejor lo dejaba a la vuelta. Había que pensarlo todo. De la gaveta sacó un revolver y se lo puso en el bolsillo trasero del pantalón, no sin temblar ante su contacto. Apresurado recorrió la distancia que lo separaba de su casa, pero al llegar disminuyó el paso y ya en el umbral caminó en puntas de pie. Abrió la puerta sin hacer ruido, pasó al vestíbulo, del vestíbulo al comedor… Nada. En el comedor estaba el segundo de sus pibes jugando. Al ver a su padre el chico iba a gritar alegre, pero Carnevale, con un gesto trágico, lo hizo callar. Y el chico pudo ver, asombrado, cómo su progenitor se introducía sigilosamente en la pieza matrimonial, palpando un bulto que tenía debajo de la espalda. El hombre, tras abrir la puerta, espió el interior del dormitorio a oscuras. Y si, allí estaba su Teresa dormida. Pero ¿no era otro hombre el que estaba al lado de ella? -¡Teresa! –gritó Carnevale y les arrancó las sábanas, mientras gatillaba inútilmente, olvidado del seguro. Sacados violentamente de su sueño, Teresa y Pepe, el mayor de sus hijos, tuvieron ante sí la imprevista presencia de Carnevale, enorme como era, llenándolos de injurias y amenazas y esgrimiendo un revólver. Pepe se zambulló en el suelo mientras Teresa buscaba, en paños menores, amparo en la calle gritando desesperada. Cuando Carnevale reaccionó de su atolondramiento, ya volvía su mujer con un vigilante y los infaltables vecinos, con sus comentarios y sus sospechas, Carnevale tuvo entonces que entregar el arma y dar explicaciones, que nadie entendió, porque insistía en echarle las culpas de su extraña conducta a un señor Smith… • * * De los cuatro Rossi era el que vivía más cerca de la oficina, por lo que se encaminó a su departamento a pie. Le parecía una tontería la proposición de Smith, pero le agradaba la idea de encontrarse a esa hora con Susana. Cuando le hablaba, a la tarde, siempre estaba tomando el té. Lo tomarían juntos. ¡Qué feliz era! Un buen empleo, una esposa cariñosa y joven… Era la envidia de sus amigos. Pero pensó otra vez en Smith y en la circunstancia que lo llevaba, a esa hora, a andar por la calle. Bueno, él no iba a celar a su esposa, pero ¿qué había querido insinuar el gerente durante la discusión, al hacer notar las diferencias de edades? ¡Bah, tonterías! Se miró en una vidriera. Un poco pelado –alopecia, decía él-, algunas arrugas, es verdad, pero alto, vigoroso, ágil. No, nada podía turbar su felicidad. Susana era para él algo así como un regalo de la vida. Y no, no podía engañarlo. ¿Iba Susana, de origen humilde, a arriesgar la posición que mantenía a su lado? Sintió seca la boca y se le arrugó el ceño. Otros novios había tenido, pero… La casa de departamentos estaba a la vista. Sintió un escalofrío. Se detuvo. Miró su ventana. Nadie. No, no había nadie. Mejor se volvía. Pero ya el portero lo había visto y le hacía señas. Contrariado, arrastrando los pies, se le acercó. -Buenas, señor Rossi. ¿Tan temprano hoy? -Hola. Se detuvo. Se sintió ridículo, molesto. Tenía que entrar. -Hasta luego, dijo. Al pasar al interior de la casa, la sintió fría. Temblaba. Sentía un malestar en el estómago. Quiso tranquilizarse. Lo más posible era que Susana no estuviera. Estaba en su derecho. Sus relaciones, su familia… ¿Y si estaba? Pues estaría sola. Si, sola. No, no podía estar sino sola. Al llegar el ascensor marcó el 4º en lugar del tercer piso. Pasó así, vertical y ascendente, frente a su puerta, mirando por entre el enrejado, queriendo atravesar la oscuridad y descubrir en el silencio. Y allá, en el 4º, la angustia. ¿Y si lo engañaba? “Es más joven, mis amigos me avisaban, es coqueta”. Bajó corriendo las escaleras y al llegar ante su puerta, se detuvo. Acercó el oído, miró por la cerradura, tocó el picaporte. Su contacto lo electrizó. Se detuvo unos minutos, clavado, sin decidirse a nada, esperando no sabía qué. “No hay nadie”, decidió. “Está en lo de su madre y no me engaña”. Definido, bajó por la escalera y recién, una vez en la calle, se atrevió a respirar aliviado. Entró en un bar para mojar la garganta reseca, pero allí mismo comenzó a acosarlo su conciencia: ¡Cobarde!... El señor Rossi volvió a los brazos de su esposa a la hora correcta, pero borracho. Y desde aquel día le ha quedado una profunda antipatía por el señor Smith. • * * Cuando el señor Smith salió de la compañía, sabía perfectamente lo que iba a hacer. Sabía que, como era miércoles, su esposa, a esas horas, estaría en el departamento de soltero de su íntimo amigo, el capitán Espìna, por lo que era absolutamente ocioso dirigirse a su casa. Decidió, en cambio, aprovechar la salida para visitar a su querida, a la que no veía desde el domingo. Pero como el señor Smith era un hombre discreto, no iba a caer en el imperdonable pecado de concurrir sin llamarla previamente. Sorprenderla o importunarla resultaría altamente inconveniente. Por eso, antes de dirigirse a buscar el auto, la llamó por teléfono, respondiéndole Dolly que se alegraría mucho de recibirlo a las cinco y media, hora en que ya estaría desocupada. El señor Smith tomó entonces el auto, hizo algunas diligencias particulares y, al pasar por un súper muy paquete, decidió sorprender a Dolly llevándole fiambres para esa noche y ya que estaba eligió también unas cotelettes y unos dulces. A las cinco y media detuvo su auto frente al horizontal que había comprado para ella y volvió a salir de allí el jueves por la mañana. A las nueve llegó a su despacho y tras él la secretaria con el diario. -¿Se enteró, señor Smith, se enteró? ¡El señor Curzio mató a su esposa! -¡No! Dos timbrazos y Rossi y Carnevale se presentaron de inmediato. -¿Han sabido ustedes?... Asentimiento triste y el “¿ha visto?, ¿ha visto?”, de los jefes. -¡Si yo hubiera sabido!... -agregó Smith acongojado-. Me siento un poco culpable. En fin, creo que nuestro deber es ayudar en esta hora a nuestro amigo. Debemos dirigirnos de inmediato a la seccional de policía y ofrecerle nuestra ayuda. ¿Qué les parece? Asintieron los jefes, solidarios, y partieron. Durante el viaje Smith siguió comentando. -¿Han visto? Mire usted, Curzio, tan confiado… ¿Quién iba a decir? Era el más alegre de nosotros. A ustedes, ya veo, les ha ido bien en la estúpida prueba de ayer, lo mismo que a mí. Pero no debemos repetirla, no… Y agregó el señor Smith, acongojado: -¡Ah, no hay como una esposa infiel para hacer la desgracia de un hombre! Rossi asintió, callado y nervioso. Y también Carnevale, apantallando aún el calor del día anterior. (‘) Publicado en la revista “Esto Es”, del 30 de marzo de 1954

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