domingo, 29 de junio de 2014

EL TRABAJO Cuando ella se levantó él ya estaba en la cocina tomando mate y fumando. Miraba distraído por la mezquina ventana de la casilla hacia la calle, en la que había poco que ver. El día era gris, húmedo, pesado, como anticipando que la lluvia no habría de parar nunca. Y unos chicos, dos o tres, de guardapolvo blanco y mochilas, pasaban saltando los charcos y gritando quién sabe qué. “¿No dormiste? –le preguntó ella-. ¿A qué hora viniste que no te sentí?” Él se encogió de hombros, dio una chupada al mate y encendió otro cigarrillo. “Trabajo –dijo al fin- . Me llamaron para un trabajo”. Ella se quedó mirándolo. En la pieza uno de los chicos daba señales de despertarse. Se asomó para vigilarlo y luego volvió sobre él. “¿De qué hablás, Negro? ¿Trabajo de noche? ¿Te creés que soy boluda?” Se produjo otro largo silencio, que él ocupó en mirar otra vez por la ventana. Ahora pasaban otros chicos, acompañados por sus madres o tal vez por sus abuelas, tan viejas y arruinadas se las veía. Y detrás iba un tipo empeñado en hacer avanzar un triciclo cargado de cartones y porquerías por el barro. Ella insistió: “Tenés una mina”. Él se volvió hacia ella, la miró un rato, como dudando y por fin metió la mano atrás, en la cintura y sacó un revólver. Ella retrocedió asustada pero él no hizo más que apoyar el arma sobre la mesa, junto al paquete de yerba. “Me lo dieron ayer” –fue toda su explicación. Ella se agarró la cabeza. “¿Pero estás loco? ¿Para qué querés eso? ¿No vas a salir a afanar, no?” El Negro no contestó. Volvió a echarle agua al mate, chupó, hizo un gesto de desagrado porque el agua estaba fría y volvió a mirar para el lado de la ventana, sin dejar de fumar. Ella reaccionó. Agarró un banquito y se sentó frente a él. “Negro –le dijo- mirame. Te pregunté qué ibas a hacer con ese fierro. ¿Vas a dedicarte a afanar? ¿Ya afanaste? ¡Contestame, turro de mierda! Porque si te vas a poner a afanar kioscos y jubilados porque no encontrás laburo, de aquí te vas ahora mismo. No sé si te dije que ya tuve bastante con el otro hijo de puta que me hizo esos dos pibes y ahora lo tengo que ir a ver a Batán porque le dieron veinte años. No quiero ver a la cana otra vez aquí, que me rompan todo, que me afanen y encima que todos los de la villa me señalen como la mujer del boludo que me dejó en banda con las dos criaturas”. Como él siguiera fumando con la cabeza gacha y sin responder, se le acercó más, puso su cara junto a la de él y le dijo, más tierna: “¿Es por guita? Ya sé que no te gusta, ¿pero qué vamos a hacer si vos andás sin trabajo? Si no querés no voy a yirar más a Constitución, pero decime qué vamos a hacer. Negro, te juro, hago cualquier cosa pero no quiero tener que ir a llevarte ropa y milanesas a una comisaría porque te agarraron por afanar dos mangos, ¿entendés?” Él entonces se levantó, fue hasta la campera que colgaba de un clavo en la pared, volvió a donde ella estaba y tiró sobre la mesa un fajo de billetes atados con una gomita. Ella lo agarró, lo desató nerviosa, lo contó: eran mil pesos. Los volvió a contar y cuando terminó se quedó absorta. Pero cuando volvió a hablar eligió un tono más calmado. “Bueno, me lo confirmás. Anoche estuviste de afano”. Él negó. “¿Ah, no? ¿Y esto donde te lo dieron? ¿En el bingo?” Él no reaccionó. Volvió a mirar por la ventana, dio un par de pitadas y al fin se decidió a mirarla a los ojos y le dijo: “Si, Mónica, es un trabajo grande. Me dan nueve lucas más”. Y volvió a callarse y a mirar por la ventana. Ella se sintió aturdida. Lo agarró de una mano, se la apretó. “¿Nueve lucas? ¿Pero qué tenés que hacer? ¿Matar a alguien?” Él se sobresaltó, soltó la mano y después de pensarlo un instante se levantó, fue hasta donde estaba colgada la campera y volvió con unos papeles y unas fotos. Puso todo sobre la mesa y sentado ahora junto a ella le explicó con voz vacilante. “Este es el tipo”. Y le mostró varias fotos de un señor calvo, gordo, de anteojos; una caminando por la calle con un portafolios, otra subiendo a un auto y otra despidiéndose de una mujer y de unos pibes en la puerta de un chalet. Después desplegó los papeles en los que había diagramas de calles, ubicación de edificios, desplazamiento de autos y personas señaladas con flechas y horarios. “Hoy –empezó él y le temblaba la voz- me vienen a buscar”. “¿Quiénes?” –quiso saber ella. “Nadie. Olvidate”. Y siguió: “A las nueve, dentro de una hora” –y aquí la voz se le quebró. Tragó saliva y siguió con la explicación. “Me llevan en un auto hasta aquí –y señaló en el diagrama-. Después me meten en el baúl de otro auto y me llevan a este otro lugar. Allí dejan el auto conmigo adentro en un estacionamiento subterráneo y se van. El baúl tiene un gancho para que pueda abrir de adentro. Salgo y espero. A las diez debe caer este tipo”. Hizo un larga pausa, se mojó los labios; estaba temblando. Ella lo alentó a proseguir. “¿Y?” “Bueno, yo me le acerco antes de que se baje del auto, le meto un par de tiros en la cabeza y me vuelvo a esconder en el baúl. Los otros regresan y salimos. A las once debo estar de vuelta aquí”. Mónica lo miró, le tomó las manos que temblaban y le preguntó: “Y las nueve lucas cuándo te las pagan?” El Negro la observó de reojo, un poco desconcertado. “Ahí mismo, cuando volvemos” –le respondió. Ella le dio un beso y salió corriendo hacia la pieza porque uno de los pibes había empezado a lloriquear. Un poco antes de las 9 salió con él a la puerta de la casilla, con la beba en brazos y el nene agarrado de su falda. A las 9 en punto un auto oscuro del que bajaron dos tipos con anteojos negros, con pinta de canas o de agentes de seguridad, apareció en la esquina de la calle de tierra. Ella lo despidió con un fuerte abrazo y un largo beso. “¡Vamos Negro!” –lo animó, mientras él se marchaba arrastrando los pies. Una vecina se le acercó. Antes de que le preguntara nada le dijo: “El patrón le mandó el auto. No sabés cómo lo tratan. Me parece que esta vez sí que rajo de la villa”.

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