martes, 29 de abril de 2014

GORDITA Él leía el diario y de vez en cuando, sin mirarla, alzaba la taza de café con leche y bebía un sorbo. Ella, del otro lado de la mesa, tomaba mate y mordía un grisin dietético. Desayunaban en silencio, como todas las mañanas, separados por el diario; él absorbido por las noticias y ella dirigiendo unas veces miradas lánguidas al jardín y otras a las páginas que tenía delante. En eso estaba, precisamente, cuando se le ocurrió comentar en voz alta un aviso. “Mirá –dijo- con la falta que le haría a los chicos ese lavarropas. ¡Y qué barato que lo tienen! Él bajó el diario y la miró fijo, con expresión de furia. “¿Gorda, querés dejar de gastar, por amor de Dios? ¿Quién te creés que soy? ¿Rockefeller?” Ella se arrepintió al instante de haber hablado, pero él prosiguió: ¿O no te das cuenta de lo que está pasando? La fábrica está fundida. Debo dos quincenas. Los brasileños me están haciendo pelota y demás tengo una inspección de la AFIP en la oficina”. Dio un golpe en la mesa que hizo saltar la taza, hizo un bollo con el diario, lo arrojó al suelo y se levantó. Pero antes de salir la amenazó con el dedo: “Gorda, te voy a anular la tarjeta, ¿me oís? ¡Te la voy a anular! Ella lo vio salir en su Rover blanco aún con cara de bronca. Miró la hora. Todavía faltaba un rato para que llegara la mucama. Prendió la televisión y se entretuvo mirando un programa de cocina. A las nueve en punto sonó el timbre de la calle y también la campanilla del teléfono. Atendió este último mientras, golpeando en la ventana, le hacía señas a la mucama de que esperara. El que la llamaba era el gerente de la fábrica. “No se –le dijo- de aquí salió puntual, como siempre. Le habrá pasado algo al auto”. Media hora después, cuando estaba tomando una segunda ronda de mate, esta vez con cuernitos que había traído la muchacha, volvió a llamar el gerente. “No contesta el celular –le dijo-. Y acá están los de impositiva que preguntan por él”. No supo qué decirle y de inmediato llamó también ella al celular. Un mensaje grabado le indicó que estaba fuera de servicio. Comenzó a preocuparse, llamó a casa de su hija, luego a la fábrica y cuando se estaba preguntando qué podría hacer, sonó de nuevo el teléfono. Una voz oscura, de acento extranjero, como de alguien que ha elegido un tono muy bajo, pero que está pegado al micrófono, quiso saber si estaba hablando “con la señora” y dio su nombre. Tras el sí, pasó a decirle que habían secuestrado a su marido y que si no entregaba diez mil dólares lo iban a matar. “¿Diez mil dólares? ¿Pero de dónde puedo yo sacar diez mil dólares?”, atinó a responder confundida y muerta de miedo. Entonces escuchó que en la otra punta de la línea se producía un cabildeo y, luego de un par de minutos, apareció la voz de él, muy alterada, pero queriendo a la vez parecer calma y precisa. “Mirá querida –le dijo- quedate tranquila. Son unos buenos muchachos y yo sé que no me van a hacer nada. Todo va a salir bien si seguís sus instrucciones”. “Si –lo interrumpió ella histérica-¿pero de dónde saco los diez mil dólares?” Entonces él, luego de rogarle que no se pusiera nerviosa y que lo escuchara con atención, le dijo: “Vos sabés que tenemos una caja de seguridad en el Banco Nación, ¿no? ¿Te acordás que una vez fuimos a firmar cuando la sacamos? Si, te tenés que acordar. Bueno mi amor, la llave de la caja está en el primer cajón de mi escritorio. Vos vas, agarrás la llave, tomás un taxi, vas al banco, sacás la plata, volvés a casa y esperás que estos señores te llamen. ¿Entendés, querida?” “¿Pero ahí hay diez mil dólares?” –insistió ella. Y antes de que él pudiera responder volvió a escuchar la voz del secuestrador, ahora mucho más clara y definitivamente extranjera. “Basta, señora. Vaya y busque la plata y no hable con nadie de esto. La llamamos dentro de dos horas. Y si no la tienen van a encontrar a su marido en el baúl del auto, con un tiro en la cabeza”. Y colgó. Cuando ella se pudo reponer del susto, se vistió a las apuradas, buscó la llave, le dejó unas instrucciones incoherentes a la mucama y salió a buscar un taxi para llegar rápido al banco. Le dio el número al empleado, éste la guió por unos pasillos que le parecieron interminables y finalmente la dejó sola junto al tesoro abierto. Retiró la caja, que era una de las grandes, con extremo cuidado; la depositó en una mesa y levantó la tapa. Lo que vio allí le provocó mareos: la caja metálica rebosaba de billetes y monedas de oro. La cerró, convencida de que cuando la volviera a abrir el espejismo se disiparía. Pero no, allí volvía a estar toda esa fortuna de la que no tenía ni idea. Entonces, después de serenarse, fue en busca del empleado y le pidió que le abriera un gabinete privado, donde pasó la siguiente hora contando dólares, euros y mejicanos de oro, examinando resúmenes de depósitos en bancos extranjeros y barajando paquetes de acciones. El empleado, que golpeó la puerta para preguntarle si le pasaba algo, la sacó del shock en que estaba sumida. Aún se quedó un par de minutos más y finalmente tomó un fajo de billetes, separó diez mil dólares, los metió en su cartera y devolvió la caja a su lugar. En la calle, con la cartera apretada a su cuerpo, desechó la idea de tomar un taxi y se largó a caminar sumida en el miedo y la confusión. Cansada, se detuvo en un bar, pidió un sándwich tostado y una gaseosa y se quedó un largo rato meditando una decisión. Cuando miró el reloj advirtió que hacía mucho que había pasado el plazo concedido por los secuestradores. Por lo que, ahora sí, tomó un taxi y regresó a casa. Lo primero que le dijo la mucama fue que habían llamado dos veces de la fábrica y que también dos o tres veces había sonado el teléfono pero no había respondido nadie. Le hico un gesto, como para que se despreocupara y se encerró en el dormitorio, junto al teléfono, abrazada a la cartera, esperando una nueva llamada. Al primer ring se sobresaltó y se puso a temblar, pero atinó a decirle a la mucama que no atendiera por el otro teléfono, que la dejara a ella. Sonó dos, tres, cuatro veces más. Al fin levantó el tubo pero no habló. Del otro lado llegó a distinguir un murmullo, pero nada más. Al fin la voz conocida dijo: “¿Es usted? ¿Está sola?” Ella dejó correr otro largo silencio y al final dijo: “Si”. “Ah, bien –respondió el hombre-. ¿Tiene la plata?” Y como no recibiera respuesta, insistió: “¿Tiene la plata?” Ella siguió muda y tensa. Se produjo, del otro lado de la línea, un entredicho. Alguien, a los gritos y también con acento extranjero, estaba diciendo: “Decile a esa cabrona que lo matamos, que le metemos bala ya mismo”. Y después, la voz de su marido implorando que lo dejaran hablar a él. “Hola –dijo- ¿estás ahí? ¿Estás ahí? –casi gritó-. Ella, después de lanzar un enorme suspiro, apenas dijo “si”. Entonces él recuperó la confianza, se le notó en la voz que sonreía y que seguramente hacía señas a sus captores. “¿Fuiste a la caja? ¿Tenés los diez mil?” Ella repitió el “si”. “Ah, muy bien gordita, muy bien. Entonces gordita, está todo arreglado. Ahora lo que tenés que hacer es nada más que seguir las instrucciones que te a dar este señor. Te paso con él. Chau mi amor”. El secuestrador habló: “Señora”. Ella no respondió. “Señora” –repitió más alto. Ella colgó. Quedó unos minutos indecisa, temblando, sentada en la cama y sin soltar la cartera. Cuando volvió a vibrar la campanilla, levantó el auricular y escuchó en silencio. El secuestrador repetía: “Señora, señora. Hable o lo matamos”. Mientras de fondo alcanzaba a oír la voz desesperada de su marido, que clamaba: “Gordita, gordita, ¿qué hacés?” Ella volvió a colgar, pero esta vez se agachó, buscó la ficha del teléfono y lo desconectó. Después fue hasta donde estaba la mucama y le dijo con naturalidad: “Comamos, que mi marido está demorado”. Comieron en la cocina y de pronto ella señaló con el tenedor un lugar vacío y dijo: “¿Ves? Allí voy a poner un freezer”. Tragó un bocado y enseguida agregó: “Y voy a hacer empapelar mi dormitorio”.

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