sábado, 6 de septiembre de 2014

UN MIMBRE, EL MOROCHO Yo sé, flaco, que nosotros tenemos que alentar al equipo. No hay nada que me dé más bronca que esos muertos que van a la cancha como si fueran al cine y a los que los colores no los calientan. Nosotros nos preparamos toda la semana, te lo juro. Inventamos cantos para nuestros muchachos y también para cargar a la barra rival. Para los peruanos habíamos hecho una lindísima. Escuchá, se canta con la melodía del “yo te daré”. “Yo te pondré, te pondré negro rasposo, te pondré en el hoyo, una cosa que empieza con é. ¡Estudiantes!” ¿No es buena? Y llevamos las banderas que habían hecho las viejas del barrio, las sombrillas pintadas con los colores, millones de papelitos para cuando aparecieran por el túnel, unas bengalas que nos habían regalado los de la Prefectura y un montón de petardos que había conseguido Oreja y que eran para tirárselos al arquero de ellos no bien nos atajara un par de pelotas. Porque acá en La Plata o ganamos bien o ganamos de guapos. Otra, no hay. ¿Entendiste? Por eso, cuando empezó el partido fue la locura de siempre. Papelitos, gritos, cantos, una bengala que largó el Loco, los más fanas subidos al alambrado… Te juro que parecía que el estadio se venía abajo. Pero vos, que tenés años de tablón, sabés que para mantener el entusiasmo no basta con que la fanaticada se vuelva loca. Los que están en el field tienen que poner gambas, tienen que poner huevos, llegar al arco rival, reventarlos a pelotazos. Pero si no llegan nunca, si se van en pasesitos laterales, si ni bien los tocan se tiran al suelo como si fuesen minas y se la pasan rifando la pelota, la tribuna se enfría y aquello, en vez de una caldera, como debía ser, se convierte en el freezer de una heladera. Te juro que al partido no lo queríamos dejar morir, porque esos puntos para nosotros eran muy importantes. Y si, hasta yo me subí a un paravalancha, cacé una bandera y los hice gritar a todos: “¡pinchas corazón!, ¡pinchas corazón!”. Y como ni siquiera con eso reaccionaban entonces también me saqué la camiseta y me puse a vociferar la máxima, el grito con el que hasta los muertos se levantan de sus tumbas y la embocan en el arco contrario: “¡Ar-gen-ti-na!”, “¡Ar-gen-ti-na!”. No sé cuánto tiempo estuvimos gritando: yo me quedé afónico y a muchos de los muchachos les caían los lagrimones de la emoción. Pero fue al pedo, viejo. Ni por los colores patrios, por la bandera nacional, aquellos once pataduras eran capaces de hacer otra cosa que tirarla afuera, entregársela a los rivales o jugarla de alto, para arriba, como si fuera un partido entre canguros, en lugar de jugarla a ras del piso, como se debe y como hacen los que saben de verdad. Entonces nos chivamos. Las tribunas se fueron enfriando, los que estaban parados se sentaron, dejaron de agitar las banderas y a partir de allí lo único que se escuchó, de vez en cuando, fue una tos. Yo agarré la bandera que llevaba, la doblé y me la puse debajo del culo, como si fuera un almohadón. Uno armó unos porros, otro sacó unas barajas y nos trenzamos en un truco de seis sin flor, que nos hizo olvidar que estábamos en la cancha, que los pinchas se jugaban la clasificación y que si no ganábamos esa noche, los de Gimnasia nos iban a gastar. Primero fue como un rumor y no le hicimos caso. Después fue más claro y algunos se pararon para ver qué era lo que estaba pasando. Miré para el lado de la cancha y allí seguían esos muertos tirando misiles a Calcuta. Entonces fue que escuché el grito de “¡agarren al chorro!”, que en un partido de fóbal es tan común como ver pasar al que vende café o Coca. Pero ese chorro no era como todos. Lo ví, era un negrazo crespón, flaco y elástico como un mimbre, al que todos querían agarrar y él zafaba cuerpeando para un lado y para otro, agachándose hasta desaparecer en la multitud, para reaparecer luego, varios escalones más abajo, aplicando un empujón aquí, un cabezazo allá, siempre saltando, escurriéndose como si estuviera enjabonado. Uno lo agarró de la camisa y la camisa le quedó en la mano, por lo que el negro siguió su carrera de obstáculos con medio cuerpo al aire, que parecía una estampa de las últimas Olimpiadas. Ya nadie miraba el partió, todos lo seguían al negro y mientras unos lo puteaban por chorro, otros le gritaban cosas como: “dale, no aflojés, cuidado con ese cabrón de la derecha, rajá para aquel lado”. Y cada vez que pegaba una gambeta y eludía a un perseguidor, la multitud lo acompañaba con un “¡oole!”. El negro ya había llegado abajo y la mayoría de los que querían agarrarlo se habían cansado, cuando seis canas, tres de cada lado del pasillo, lo esperaron al pie de la tribuna con los garrotes en la mano y le cerraron el paso. El chorro titubeó, se vio perdido. La hinchada que lo seguía se quedó muda. El negro hizo un amague, como si fuera a gambetearlos, pero no se atrevió. Después midió la alambrada con la vista, como para saltarla, pero advirtió que era demasiado alta y que, además, en la cancha lo esperaban otros policías. Entonces, hizo la heroica. Enfiló otra vez por los tablones para arriba, donde estaban los que lo habían querido atrapar, como quien prefiere entregarse a la justicia popular, pero jamás a la yuta buchona e hija de puta. Y entonces, no vas a creer lo que pasó. A medida que el negro subía, la gente se abría para dejarlo pasar y después volvía a cerrarse para impedir que la cana lo agarrara. Se lo veía trepar sudado, medio en bolas, con el último aliento, la cabecita redonda y motosa, se lo veía cómo se metía entre la multitud y seguía y seguía, mientras la cana, repartiendo palos, luchaba por alcanzarlo y viendo cómo el tipo se les iba cada vez más lejos. Y fue entonces, cuando a los 22 muertos de la cancha ya no los miraba nadie y cuando más de uno de ellos estaba parado en la cancha pero observando lo que pasaba en la tribuna, que empezó a escucharse, primero bajito, después cada vez más alto y más alto, desde los cuatro lados del estadio, el grito que merecía ese negro macho y ladrón y que la yuta no iba a recibir jamás. Porque fue entones que brotó el grito unánime, el que le salía del pecho a la gente, el que le brotaba de los ojos y de los huevos. El grito, pero el grito más grande: “¡Ar-gen-ti-na!”, “¡Ar-gen-ti-na!”

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