jueves, 15 de mayo de 2014

EL CAZADOR Papá, para vos se acabaron los tiros”. La sentencia el viejo la recibió en la cama, cubierto de frazadas, moqueando y tosiendo. No respondió nada pero la miró fijo. El médico de la prepaga terminó de hacer la receta y se la entregó a la mujer con alguna recomendación. Ella volvió a la carga. “No me mirés así. Pero decime, a la edad que tenés, ¿qué te falta matar? ¿Un elefante? ¿Qué hacías ayer en un bañado cazando patos, con el reuma que tenés? Yo ya no puedo más papá”. La hija y el médico salieron del cuarto. El viejo los siguió por el espejo del ropero. Se detuvieron frente a los trofeos colgados en la pared, las copas, las medallas y las fotos. Después ella le mostró el armero y el médico se quedó mirando, con la boca abierta. Cuando se fue, la mujer llamó al hermano para quejarse del padre. A la hora también él estaba allí. El viejo, que había estado dormitando, lo reconoció por el olor a colonia. “Ya está aquí el peluquero”, dijo en voz bIen alta, para que lo oyeran. El hijo se asomó a la entrada del dormitorio. “Viejo, ¿por qué no te dejás de joder? ¿O vos no hiciste siempre lo que te gustaba? Y sinó que lo diga mamá, la pobre”. El viejo no contestó, pero cuando se iba, le dijo: “¿Muchas permanentes hoy, che?” Los hijos se quedaron un rato charlando en el comedor y el viejo adivinó, por el murmullo nomás, que estaban decidiendo qué iban a hacer con él. Se fueron después de darle un té, una pastilla y un mar de recomendaciones. Y de dejarle también la TV prendida y el control remoto a mano. No bien oyó que cerraban la puerta de calle la apagó, apagó también la luz y se quedó en vela, cavilando con los ojos bien abiertos. Cuando despertó era cerca de mediodía. Se levantó y así, en camiseta y calzoncillos, recorrió el departamento para cerciorarse de que no hubiera nadie. Descolgó el teléfono, buscó en el ropero un sombrero alpino con plumita, que había traído de Italia y se lo puso; se sirvió un pastis y después de hacer un gesto redondo de salutación a sus trofeos, se lo tomó de un sorbo. Abrió entonces el armero, sacó su escopeta preferida, la cargó, se sentó en una banqueta, afirmó la culata del arma contra el suelo y contra el zócalo, para que no resbalara, apoyó la barbilla sobre la boca de los cañones y ensayó, con mucho esfuerzo, porque padecía de fuertes dolores en las articulaciones y en el cuello, llegar con la mano derecha hasta los gatillos mientras sostenía el arma con la izquierda. Pero cuando estaba por lograrlo entró la hija, lanzó un grito de horror que aterrorizó al vecindario y le arrancó la escopeta de las manos. La analista recomendó que no lo dejaran solo, por lo que los hijos, después de discutir quién no se iba a quedar con el viejo, lo anotaron en un club de gente sola. Y ella misma lo llevó por primera vez hasta el lugar, como había hecho su mamá cuando ingresó en la primaria. Estuvo un rato allí saludando gente, charlando zonceras y jugando al dominó con otros viejos. Después apareció una profesora de tai chi y le tocó hacer los ejercicios al lado de una vieja que no estaba tan arrugada como las otras. “¿Así que usted es cazador? –le dijo después, mientras tomaban un té con palmeritas-. Mi marido también. ¡Si habremos comido perdices y martinetas en escabeche!” En cuanto pudo se escabulló del club y se fue hasta el garaje donde guardaba la 4x4. La contempló un largo rato, después se sentó adentro, la puso en marcha para escuchar el ronroneo del motor, lo apagó y se quedó allí un buen rato sin saber qué hacer. Se le acercó el peón del garaje. “¿Necesita algo, maestro?” –le preguntó. Entonces el viejo, muerto de risa, le contó la historia del club. “Me dice que el marido era cazador y resulta que mataba para hacerse unos escabeches”. El peón no entendió mucho pero le dio la razón. En la oficina estaba la TV prendida. “¿Dónde es eso?” –le preguntó al muchacho. En la pantalla se veía a policías y civiles que corrían de un lado a otro, mientras se escuchaban tiros. “En una villa de Ingeniero Budge, acá nomas, por Fiorito. La Salada ¿vio? Quilombos como este allí hay todos los días”. Un vecino hablaba por la TV: “Me asaltaron tres veces este mes; me robaron la camioneta, quisieron violar a mi hija. Esto es la selva, acá no se puede vivir”. El peón y el sereno estaban comiendo pizza. Encargó otra y se quedó con ellos hasta la madrugada, charlando y tomando cerveza. Cuando regresó encontró que su hija lo estaba esperando, con una cara de vinagre que le recordó enseguida a la de su suegra. “Papá –le dijo dramática- ¿dónde estuviste hasta ahora? Llamé al club y te habías ido y mirá las horas que son”. Y agregó enseguida en tono amenazador: “Papá, no nos dejás opción”. Al irse, después de asegurarse que tomara las pastillas, le avisó: “Me llevo la llave del armero. Y mañana pongo un aviso para vender la Toyota”. “¿Ah, si?” –fue todo lo que le respondió. A la mañana, en cuanto se levantó, fue hasta el armero y rompió el vidrio de un bastonazo. Sacó un par de escopetas, un máuser y municiones; juntó una muda de ropa y un par de frazadas en una valija; levantó un listón del piso del dormitorio y recogió un fajo de dólares atados con una gomita; de la cocina sacó unas conservas, cubiertos y platos. Se bañó, se vistió, se colgó unos prismáticos del cuello, recogió la maleta y el bolso en el que había puesto las armas y salió para el garaje. “¿Va a cazar otra vez?”, preguntó extrañado el peón. No se tomó el trabajo de contestarle; asintió, tomó una guía de la guantera y luego de estudiarla un rato enfiló para Ingeniero Budge. Después de dar unas vueltas por el barrio, con un vendedor, se decidió por una casita de planta baja, entrada para coche y terraza, en una zona muy pobre que lindaba con una villa. Firmó el contrato de alquiler, pagó tres meses por adelantado y recibió las llaves de la casa. El de la inmobiliaria tuvo pena del viejo y cuando se iba en su 4x4 le dio un consejo: “Guárdela bien, que no la vean. A los de la villa las todoterreno los vuelven locos”. Cuando entró a la casa el sol todavía estaba alto. Guardó la camioneta y cerró la puerta con llave. Bajó las cosas, reconoció prolijamente el lugar, subió a la terraza y con los prismáticos examinó los alrededores. Luego bajó, comió algo y esperó que anocheciera. Entonces cargó las armas y las municiones, las frazadas, un poco de aguay comida y, con mucho trabajo, por la artritis, llevó todo hasta la terraza. Hecho esto bajó otra vez, dejó entreabierta la puerta del garaje, de modo que se viera que adentro había una 4x4 y volvió a la terraza. Se cubrió con una frazada, porque comenzaba a hacer frío, apoyó las escopetas contra la pared, empuñó el máuser, lo cargó, dejó a mano las cajas de municiones y apoyado en el parapeto, semioculto por una maceta grande que había allí mismo, simplemente se puso a esperar.

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