sábado, 1 de marzo de 2014

MEMORIA DE UN PEPINO CON GAJOS Por entonces, los años 30, jugábamos al futbol en el potrero o en la calle. Pero en la calle sólo hasta que aparecía “el autito”, esto es, el de la comisaría 11ª. El que era llamado por alguna vecina quejosa de nuestros gritos o de los pelotazos que le amenazaban las plantas o los vidrios de las ventanas. En aquellos tiempos los pibes sólo jugábamos con pelota de goma. Con la más chica, que valía 10 guitas, o con la más grande, que valía 20. Y cuando cualquiera de estas se había perdido en alguna casa del vecindario y la cretina de la dueña no la devolvía, jugábamos con la de trapo. Que se hacía, por lo general, con un bollo de medias viejas. El asunto era jugar, jugar todas las tardes no bien salíamos de la escuela y mamá nos había dado la leche. Pero un día, alguien, no recuerdo quién, descubrió que en el bazar de la esquina de Guayquiraró y Díaz Vélez exhibían, en la vidriera, una pelota de cuero, de aquellas de tiento. Igualita a la número 5, con la que jugaban los profesionales, pero más chica, mucho más chica. Esta era una número 1. Y también nos dijo lo que costaba. Una verdadera locura: nada menos que 1,95. Tanto nos atrajo este relato que todos, en algún momento, fuimos a verla. Y si, allí estaba, flamante, lustrosa y quieta en la vidriera del bazar. Y también estaba, implacable, anotado a mano, en un papel, su precio, ese 1,95 inalcanzable para nosotros. Pero ocurrió lo que tenía que ocurrir. Tanto se habló de esa pelota de cuero en la barra de los pibes de la cuadra, que alguien finalmente soltó la idea: ¿Y si hacemos una colecta y la compramos? De entrada esta propuesta nos pareció una locura. Pero las ganas de tenerla, de jugar con ella, pudo más y finalmente ocurrió lo que tenía que ocurrir. Alguien sacó diez guitas que tenía en el bolsillo, vaya a saber para qué y dijo, resuelto: Vamos, hagamos una colecta. Yo empiezo. Y mostró la moneda en la palma de su mano. A partir de ahí el fútbol en la calle de todas las tardes, con la de goma o con la de trapo, pasó a ser secundario. Porque los pibes pasamos a ocuparnos de lo principal, que era reunir ese peso con noventa y cinco centavos para comprar la de cuero. Y vaya a saber también si, a partir de allí, armábamos nuestro propio club y en unos años estábamos jugando en las canchas grandes, con arcos de verdad, con tribunas llenas de gente y ganando muy buena guita. Como los cracks que eran tapa de El Gráfico. Llegar al peso no fue fácil pero llegamos más o menos rápido. El problema se presentó después. La colecta no avanzaba, llegamos a 1,20, a 1,30, trabajosamente escalamos hasta 1,40, pero después se atascó. El padre de uno de los pibes ganó unos pesos en la quiniela y aportó otros 20 centavos y 5 más puso no sé quién. Pero de allí, de 1,65, no pasábamos y en cambio el que pasaba era el tiempo. Una vez uno, otra vez otro, íbamos hasta el bazar para ver si aún estaba la pelota. Y estaba allí, firme, en la vidriera. Pero todos sabíamos que en cualquier momento alguien la iba a comprar y entonces chau los sueños de jugar con una de cuero, como los profesionales. Hasta que la suerte y Simón, el pibe del ruso que tenía una mercería casi en la esquina de Guayquiraró y Méndez de Andes nos salvó. Para lo cual y en tren de ser fieles a la verdad histórica, Simón los robó. Porque en un descuido del viejo, que dejó la caja registradora abierta para ir al baño (así lo contó él), se hizo de los 30 guitas que faltaban y así llegamos a contar con el peso 95 necesario para comprar la pelota. Si, la primera auténtica de cuero que habríamos de tener para jugar en serio al fútbol y mandar las de goma y la de trapo al desván de los malos recuerdos. Y ese mismo día, el día que completamos la colecta, casi todos los de la barra fuimos hasta el bazar a comprar la pelota, con la guita metida en un pañuelo anudado. Que todavía estaba allí, en la vidriera, como esperándonos. La transacción fue breve. Le mostramos la plata al dueño del bazar, le señalamos lo que habíamos ido a buscar, la sacó de la vidriera, nos preguntó si queríamos que la empaquetara, le dijimos que no y allí nomás nos hicimos de la número 1. Que estaba blandita pero sabrosa. De allí corrimos hasta la bicicletería que estaba a la vuelta, en Díaz Vélez casi Campichuelo, El bicicletero la terminó de inflar y así, con la nª 1 dura como una piedra, nos fuimos a la cancha de Matos para jugar nuestro primer partido con una pelota auténtica de cuero. Pero, cabe decirlo, en recuerdo de la que debe haber sido nuestra primera gran decepción, el entusiasmo por contar por fin con una de gajos y de poder jugar con ella como los grandes, nos duró lo que un lirio, lo que un flato en una canasta. Porque al primer pique en el suelo nos dimos cuenta de lo que le pasaba. No era redonda. Era algo así como un pepino inflado, casi como una de rugby. Le dábamos para arriba y al caer rebotaba para cualquier lado. Era incontrolable, era falluta, el del bazar nos había metido el perro y seguramente por eso había estado tanto tiempo en vidriera. Hasta que caímos nosotros, los giles, con nuestro peso 95 juntado a fuerza de sangre, sudor y lágrimas, más el afano del rusito a su viejo. ¿Y todo para qué? Para terminar jugando, como antes, con la Pirelli de goma o, peor aún, en los tiempos de la más triste mishiadura, con la de trapo, armada con medias rotas y zurcidas mil veces. No sé quién se habrá quedado con aquella pelota, con aquel mal pepino de gajos de cuero y una cámara de goma en su interior. Sí recuerdo que no la volví a ver y que habrá concluido sus días vaya a saber donde, como ocurre con cualquier trasto viejo e inútil. Pero, acaso lo más triste es que, a la vez, con ella concluyó mi sueño (y no sólo el mío), de verme alguna vez en una cancha grande, con pasto y de cara a las tribunas, jugando como un crack, como De la Mata o Peucelle y haciendo, quizá también, un gol de media cancha. Pero con una pelota de verdad, dura y redonda y no con un pepino con gajos, como aquella nº 1 de mi tristísima historia.

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