lunes, 16 de junio de 2014

LA ÚLTIMA FONDA Sobre Buenos Aires ha caído la noche, pero en la Sala III del Hospital Alvarez parece que hubiera caído un poco más. Unos enfermos roncan, otros gimen, alguno estará en vísperas de emitir su último suspiro. En una cama, apoyado en la cabecera, hay uno que descansa con los ojos bien abiertos. Se las ha ingeniado para conseguir un cigarrillo y fuma en la oscuridad. No le duele nada, han dejado de darle calmantes y se ha librado del sopor que lo acompañó durante la internación. Mañana lo darán de alta, se dirigirá al Once, tomará el tren y volverá a la colonia de atrasados mentales. Donde llena planillas en el archivo y juega al ajedrez con los mogólicos, que muchas veces le ganan. Esa noche no quiere dormir, prefiere pensar, remontarse al pasado. Lo primero que se le viene a la cabeza es el recuerdo de esa hija que tuvo con una enfermera de Luján y que dejó de ver hace tantos años. Debe estar grande, tal vez se haya casado y hasta tenga nietos. También se le aparece y lo hace sonreír, ese pibe bandido al que el viejo lo fajaba con el cinturón para que no le hiciera más perrerías y estudiara. Pero quiere más, ir más a fondo, reflexionar sobre su vida entera, entender qué le pasó, qué fue lo que hizo mal y en qué se equivocó. Pero cuando se mete en ese laberinto lo atrapa una sensación de desasosiego. Se encuentra con borracheras y resacas, con sueldos recién cobrados y perdidos en los burros y también con empleos mejores que el del asilo de idiotas, perdidos porque no iba a trabajar o porque lo mandaba al carajo al jefe. No sabe cómo, pero de repente se le aparece aquel reloj con cadena de oro que heredó del viejo. Pretende calcular cuánto costaría hoy, pero no puede, por culpa de la inflación. Lo hace entonces por la cantidad de boletos que se llevó la fija a la que le jugó la plata del empeño. Y lo sorprende un escalofrío. Se le cae la ceniza del cigarrillo sobre el pecho, la sacude y la hace peor, porque también se le cae la brasa. Se revuelve porque le quema y siente un tirón en la herida que lo deja dolorido. Cierra los ojos y aguanta, puteando muy bajito. No tiene más cigarrillos y tampoco tiene sueño. Echa un vistazo a su alrededor. La sala es grande y tenebrosa, apenas iluminada por un farolito en cada extremo. Alcanza a ver un biombo que oculta una de las camas; no sabe cuándo lo pusieron pero es indicio de que allí hay un fiambre. Y de que él, el único despierto, lo está velando. Siempre supo que el calavera no chilla, pero le sobreviene un poco de lástima por sí mismo. Se acuerda de cuando salía los sábados a mediodía de la colonia, pasaba por Palermo o San Isidro y si le había ido bien, se largaba con otros atorrantes a bailar unos tanguitos al Casanova o al Marabú. Enganchaba una copera y amanecía en un hotel abrazadito a la mina. Había una, recordó de pronto, que estaba muy fuerte y era bien derecha y con la que casi se entrevera en serio. Pero tenía un pibe. “Qué macana –suspiró-, pero qué se va a hacer, ya pasó.” Lo despertó la enfermera de siempre. La que le daba las inyecciones y le cambiaba las gasas. La va de simpática porque espera que al irse le deje una propina. Que él ya ha decidido no darle porque es una vieja mandona que no ha hecho más que decirle: “a ver ese bracito, a ver el culito”, como si él fuera un pendejo. Después llegaron los médicos. Esta vez nada más que tres, pero cuando tenía los tubos que le salían por todas partes lo veían un montón. El jefe de la sala y el cirujano explicaban la operación a los practicantes, que lo observaban como si fuera un bicho y comentaban entre ellos, riéndose: “Lo que habrá chupado este tipo para tener el hígado así”. Esta vez vinieron a verlo para decirle que le dan el alta, pero el cirujano, que debe tener la mitad de su edad, lo tutea y le da consejos. “Te hicimos una verdadera obra de arte. Tu hígado estaba para tirárselo a los gatos y te lo dejamos cero kilómetro. Eso si, tenés que portarte bien, por lo menos durante un año. Nada de fritos, nada de alcohol, nada de grasas. Verduritas, puré, churrasco y dedicate a llevar los nietos a la plaza. El tiempo que vivas, a partir de ahora, va de yapa”. No le salió darle las gracias. Hizo un gesto y nada más. Cuando se desplazaron hacia otra cama se levantó despacito, se vistió con cuidado, se irguió para ver si le tiraban las costuras, se afirmó bien en el suelo, agarró la maleta de cartón y se fue para el baño. Allí se miró un rato en el espejo, donde se vio mucho más viejo y arrugado. Abrió entonces la valija y después de asegurarse que no había nadie a su alrededor, sacó el frasco de tintura y se cubrió las canas. Luego terminó de vestirse, se puso el sombrero y se dirigió a la salida. Pasó delante de la enfermera insoportable sin mirarla, dedicándole apenas un “chau” y salió caminando del hospital. En la puerta se detuvo sin saber muy bien qué iba a hacer. Un taxista le preguntó si quería subir. Dudó un poco, finalmente le dijo que no y se largó a caminar mientras pensaba qué rumbo iba a tomar. Anduvo una cuadra, notó que se agitaba y que el sol se ponía pesado. Caminó otra más y se apoyó en un árbol. Buscó con la vista un taxi y no encontró ninguno. Pero en la esquina de enfrente descubrió una fonda. En la vidriera, escrito a mano con grandes letras blancas, leyó: “Ravioles boloñeza 2,50. Peceto al horno con papa, 3,00. Almóndigas con puré, 2,50. Vino de la casa 1,00. Chop 0,50”. Cruzó la calle, entró al boliche, se sentó y antes de que el mozo le preguntara nada, ordenó: “Un plato de ravioles y un litro de tinto”. Alcanzó a comer también un budín de pan con dulce de leche, rechazó el café que le ofrecieron porque ya se sentía mal y cuando se levantó no tuvo tiempo de llegar a la calle: cayó allí mismo, en la fonda, como una bolsa. Lo recogió una ambulancia, volvieron a operarlo y murió, sin decir palabra, dos días después. El cirujano que le había hecho aquella obra de arte, se lamentaba por el tiempo perdido con un burro que no había sabido contenerse ante un plato de ravioles con tuco. Pero otro médico, un viejo que había charlado un par de veces con él y que era el que le pasaba los cigarrillos, no fue de la misma opinión. “Este tipo –les dijo a unos practicantes frente al cadáver- es el primero, que yo sepa, que se suicida con un plato de ravioles y tinto de la casa”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario