martes, 15 de abril de 2014

COINCIDENCIAS Despertó sobresaltada. Estiró el brazo en busca de su marido y no lo halló. Enseguida se tranquilizó, porque desde el baño le llegó el ruido de la ducha. Todo estaba bien. Encendió la luz del velador, bajó de la cama, se calzó las chinelas, se echó encima un saquito de lana, porque sintió un poco de frío y se dirigió al cuarto de al lado, a despertar a las nenas y luego a preparar el desayuno para los cuatro. Despertó sobresaltado, por el frío y por el ruido que hacían los de al lado. Le dolía la cabeza, tenía resaca y náuseas. Abrió penosamente los ojos mientras tanteaba con una mano en busca de la mujer con que se había venido de la disco. No estaba, sólo quedaba de ella el olor a perfume barato, que se mezclaba con el del vino y el cigarrillo y le provocaba náuseas. Se incorporó trabajosamente y, casi sin esperanzas, se dirigió al pantalón que colgaba de la silla y revisó los bolsillos: no le había dejado ni las monedas. La mayor ya estaba despierta y se restregaba los ojos. La más chica todavía dormía. Las besó a las dos pero se quedó un instante con los labios pegados a la frente de la menor. “Oh, oh –temió- me parece que está con fiebre”. Ayudó a la otra a levantarse y al cruzarse con su marido, que salía del baño, mientras le daba un beso al pasar, le comentó: “Me parece que Patri va a tener que ir sola al jardín. La beba tiene un poco de temperatura”. Se puso los pantalones y una campera, tomó una toalla mugrienta y salió al patio a poner la cabeza bajo la canilla de la pileta. Se estuvo así un buen rato y cuando volvió a la pieza estaba apenas un poco mejor. Pensó que un mate o un café le vendrían bien, pero por más que buscó en las latas que tenía desparramadas por el suelo no encontró nada. Tampoco halló cigarrillos, ni pan de ayer ni una galleta. “Puta de mierda” –masculló. Y después, porque los ruidos de la pieza de al lado no cesaban, gritó: “¡Déjense de joder, trabas hijos de puta!”. El marido terminó de vestir a Patricia y le preparó el Nesquick. Ella regresó del baño con Agustina y cara de malas noticias. “La nena vomitó. ¿Te parece que llamemos al médico?” Èl la examinó, le tocó la frente. “¿A Ramos? –preguntó-. ¿O a la guardia de emergencia?” Ella no dudó. “A Ramos. Los médicos se levantan temprano”. Le abrió la puerta un tipo joven que no tenía puesto más que un slip. Adentro había dos o tres tipos más, desnudos, sobre un colchón grande tirado en el piso. También había botellas y latas de cerveza. La música era atronadora. “Flaco –le dijo- ¿no tendrías un Geniol? Se me parte el mate”. El otro lo miró con sorna. “¿No querés entrar?” Y abrió más la puerta. En un rincón había otro tipo, totalmente pasado de merca. Insistió: “Un Geniol. Nada más, un Geniol”. “¿Pero vos que te creés, boludo? ¿Qué esto es una farmacia?” Y le cerró la puerta. Lo llamaron a Ramos, que hizo un par de preguntas y quedó en ir para allá. Patricia terminó de tomar la leche y preguntó qué le pasaba a la hermanita, a la que la madre tenía en brazos mientras la acunaba. “Nada, nada, un poco de fiebre, nada más”. El marido, como hacía siempre antes de salir, había prendido la TV para saber la temperatura y el pronóstico. “Nublado y fresco” –anunció-. Ella le recomendó que llevara un abrigo por si volvía tarde. Volvió a su pieza furioso, agarró el revólver, lo amartilló y se dirigió de nuevo a la pieza de al lado. Golpeó con fuerza y cuando el otro le abrió, le apoyó el arma en la frente y le gritó: “¿Me vas a dar o no un Geniol, maricón hijo de puta?” Adentro de la pieza se armó un alboroto. Y como le pareciera que uno de los que estaba tirado en el colchón iba a manotear algo, agarró del pelo al que le había abierto la puerta, lo hizo girar y, escudado en él, apuntó a los demás, “¡Al que se mueva lo liquido!” También le pusieron un abrigo de lana a Patricia, antes de colocarle la mochila. Él miró el reloj y comentó: “Para ella todavía es demasiado temprano. No deben haber llegado ni las maestras jardineras”. “Pero a vos se te va a hacer tarde –observó ella-. ¿Querés que llame a mamá, a ver si ella la puede llevar?” “No –bromeó él- a tu vieja no. ¿Para qué soy el capo de la agencia? Por un día que llegue tarde…” Y se sentó frente al televisor para hacer tiempo. Patricia se desembarazó de la mochila, se sentó al lado de su padre y le pidió que le pusiera dibujitos. No tenían Geniol peo le dieron otras pastillas que ponderaron como lo mejor para la resaca. Tomó dos y se quedó un rato sentado esperando que le hicieran efecto. Lamentó no haberles sacado también café y yerba. Después de un rato, ya un poco mejor, se puso a reflexionar sobre su situación y concluyó que no le quedaba otra. Si quería comer y fumar, tenía que salir a chorear. Se puso el arma en el bolsillo interior de la campera y salió a la calle. La mamá la arropó a Agustina en la cama, donde se quedó quietita, medio adormilada. Después volvió donde estaban su marido y Patricia. “No debe ser más que una angina”, comentó. “Vos usaste el coche ayer –recordó él-. ¿Dónde pusiste las llaves y los documentos? ¿Me los traés?” Ella salió a buscarlos mientras él, luego de mirar la hora en su reloj, volvió a ponerle la mochila a la nena. “Ya vamos a salir para el jardín”, le dijo, porque ella se resistía a que la molestaran mientras estaba viendo los dibujitos. Se puso a caminar sin saber muy bien para dónde. La cabeza le pesaba, sentía la boca reseca y no podía coordinar bien. Pero caminó y caminó, mirando acá y allá. Se tentó con un supermercado que acababa de levantar la cortina, pero advirtió que había un vigilante muy cerca y que los coreanos eran por lo menos tres. Se cruzó con un viejo solitario, pero le echó una mirada a los botines y dedujo que no le podría sacar más que unas monedas. Dobló la esquina y se vio en un barrio de casas. En la calle, no había ni un alma. “Bueno, basta de televisión”, dijo él y luego de apagarla con el control remoto, frenó las protestas de Patricia haciéndole unas monerías; la levantó y se dirigieron al garaje. La puso en el asiento de atrás y él se dirigió a activar la puerta levadiza. “Dejá –dijo ella, que los había estado siguiendo- lo hago yo”. Antes de hacerlo y mientras él se ponía al volante, le golpeó la ventana a Patricia. “¿Estás contenta que hoy te lleva tu papá?” Pulsó el botón y la puerta comenzó a levantarse mientras él ponía el auto en marcha. Estaba en la esquina, con las manos en los bolsillos y aquejado por un temblor que atribuyó al frío. No sabía qué rumbo iba a tomar cuando observó movimiento en una casa de la vereda de enfrente. Se levantaba el portón del garage y un auto, manejado por un tipo de anteojos, que llevaba una nena en el asiento trasero, salía marcha atrás. Cuando empezaba a girar para tomar la calle, salió una mujer con un saquito sobre los hombros, a despedirlos. El hombre y la nena también movían las manos y reían. El auto terminó de bajar a la calzada y se alejó a marcha lenta. “Llamame –le dijo él mientras maniobraba- en cuanto sepas lo que le encontró Ramos. Si no estoy en la oficina llamame al celular”. Puso primera, luego segunda y se alejó a marcha lenta hasta perderse en la esquina. Ella le dijo que si con la cabeza y se dirigió a pulsar el botón para bajar la puerta del garaje. Pero cuando iba a hacerlo advirtió que, en su vereda, había una tremenda caca de perro. “Malditos perros y malditos dueños” –murmuró y se dirigió al interior del garaje en busca de un balde para llenarlo con agua. Él advirtió que, pese a que la mujer había desaparecido de su vista, el portón no se cerraba. Entonces se fue acercando sin dejar de mirar a su alrededor. En la cuadra seguía sin aparecer nadie. Cruzó rápido la calle y cuando ya estaba sobre la entrada del garaje, apareció la mujer con el balde en la mano. No bien lo tuvo frente a ella y lo vio echar mano al interior de la campera, adivinó lo que estaba haciendo ese hombre allí y selanzó sobre la botonera para cerrar el portón. Llegó a hacerlo, pero él dio unos rápidos pasos y se metió adentro antes de que bajara la puerta. Por lo que quedó encerrada en el garaje, casi en tinieblas, con un tipo que la apuntaba con un revolver. Como venía deslumbrado de la calle apenas si llegaba a verla. Entonces amartilló el revolver, para asustarla y le gritó: “¡Quedate ahí o te mato!”, mientras extendía la mano libre para agarrarla. Ella escuchó el grito, vio el revolver en su mano derecha que le apuntaba a la cabeza y sintió que la mano izquierda se metía en su pecho. Como un relámpago se le presentó una imagen aterradora. Pero en lugar de paralizarse de miedo atinó a desprenderse de esa mano. Dejó caer el balde lleno de agua y salió corriendo hacia el interior de la casa, pidiendo socorro a los gritos. ` Él se quedó con el saquito de lana en la mano, sintió la mojadura en los pies y vio, en la semipenumbra, que ella se dirigía corriendo hacia una puerta entreabierta. Le sobrevino el pánico. Si ella la alcanzaba podía quedarse encerrado en ese maldito garaje a oscuras. Y mientras lo abría ella tendría tiempo de llamar al patrullero. Le gritó que se detuviera, le advirtió que le iba a tirar. Y cuando advirtió que era inútil, que ella no se detenía y estaba por alcanzar la puerta, temblando como una hoja, disparó cerrando los ojos. La bala le entró por la nuca. Difícilmente haya sentido nada. Cayó en el umbral del lavadero y muy pronto aquello se llenó de sangre. Él se acercó a la mujer, vio que no se movía, que estaba muerta. Sintió un miedo intenso. No se atrevió a pasar sobre su cuerpo. Tanteó en cambio en busca de una llave de luz y la prendió. Después apoyó la espalda en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado y sin dejar de temblar. “Trabas de mierda –murmuró-. ¿Qué carajo me dieron? Le sorprendió ver que aún tenía el arma en la mano y la dejó en el suelo. Dudó un buen rato en decidir qué hacer, si salir por el garaje o buscar otra puerta más discreta, cuando oyó el llanto de una criatura. No lo pensó más: apretó el botón que abría la puerta levadiza y no bien se hizo un hueco para que pudiera pasar por debajo, salió corriendo. Cuando llegó el doctor Ramos la policía ya estaba allí y una vecina s había hecho cargo de la nena. Esperaban al padre. Al oficial le estaban informando que habían encontrado a un viejo chorro a dos cuadras de allí, medio muerto. Ramos le preguntó qué creía que había pasado. El oficial le echó un vistazo a la mujer, examinó someramente el balde, el saco de lana y el revólver, reparó en el charco de agua y dijo: “Coincidencias, nada más que putas coincidencias”.

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