Eterna caperucita
Cada año que comienza, cuando los calores intensos se
abaten sobre la ciudad y sueño con salir de vacaciones, no puedo dejar de
pensar en aquel tórrido verano del 79, el primero que iba a pasar con Mónica
luego de separarme de Andreína. Sin poder suponer, cómo habría de saberlo, que
el hecho maravilloso e inolvidable que habría de ocurrirme durante aquel
veraneo, tendría menos que ver con aquella formidable muchacha que conocí en la Facultad , que con
Caperucita Roja.
En aquella ocasión había cumplido, por fin, con mi sueño
de alquilar un departamento frente a la playa. Se abría la ventana y allí
estaban, a nuestros pies, los médanos y el océano inmenso batiendo la costa con
sus olas. No bien lo ocupamos, por la mañana temprano, hicimos como hacen todos
los turistas. Nos lanzamos al vértigo de la vida playera. Larga caminata bajo
el sol, baños de mar, voley, sandwiches, copetines. Al anochecer, cuando
volvimos al departamento, estábamos tan rendidos que apenas probamos bocado;
tomamos un par de cervezas mientras contemplábamos la luna rielando sobre el
mar y nos fuimos a dormir.
Después del beso de las buenas noches, me acomodé en mi
lado de la cama matrimonial seguro de que no abriría los ojos hasta el día
siguiente. Pero no fue así. Primero por el colchón, que era de los de tipo duro
y que opuso las primeras resistencias a mi modesto propósito; después fue el
turno de las quemaduras, que no me permitían lograr una posición cómoda sin que
el ardor en la espalda y en los brazos me molestara; y por último, ya de manera
definitiva, el ruido.
El
departamento que habíamos alquilado frente a la playa era amplio y luminoso en
la parte que daba al mar. Pero el dormitorio era un sucucho que apenas tenía
una ventanita lateral que se abría al interior de la manzana. Fue por allí,
cuando dormir ya se me presentaba como un problema difícil, por donde
comenzaron a penetrar ruidos insoportables. El debut estuvo a cargo de los
tipos del piso de arriba, que ingresaron en tropel y a los gritos y de
inmediato se entregaron al heavy más salvaje mientras abrían latas de
cerveza y encargaban pizzas por teléfono. Luego, en algún otro piso, una pareja
comenzó a dar alaridos por una cuestión de plata, a tal punto que imaginé que
aquello sólo podía terminar a las puñaladas o en la cama. Y en simultáneo, no
sé si abajo o arriba, unos adolescentes se trenzaron en una partida de truco
generoso en apelaciones al río Paraná y al piojo hachado. Como la bulla no
cedía comenzaron a oírse chistidos de los vecinos que pretendían dormir, como
yo, pero no hicieron más que agregar tensión a un clima que ya era de guerra
abierta entre insomnes y noctámbulos.
No
sé lo que habrá durado aquella tortura que yo pasé con los ojos abiertos, la
piel que no me daba sosiego en ninguna posición y con mi pareja durmiendo a
pata suelta. Sólo sé que muy de a pocos esta situación desesperante fue
cambiando. Los de arriba fueron los primeros: apagaron la música y se
marcharon; luego, la pareja hizo silencio, no supe ni me importó si a causa de
que uno de los dos había muerto, y por último los truqueros, concluidas
innumerables partidas, también se llamaron a sosiego para entregarse, tal vez,
al sueño o a la contemplación. Volví entonces a cerrar los ojos, conseguí una
postura en la que mi piel no reaccionaba e inicié lo que parecía un tránsito
seguro al descanso para lo que quedaba de la noche.
Pero
no habría de ser así de fácil. Justo en ese punto, cuando mi conciencia
comenzaba a perderse en la irrealidad de los sueños, acunada por el lejano
batir de las olas del mar, un nuevo ruido comenzó a taladrarme los oídos. Casi
imperceptible al comienzo, pero luego vibrante, neto e inconfundible: un
pequeño de pocos años, pero con pulmones de Pavarotti, se había lanzado a
llorar tal vez sorprendido por un mal sueño. Y su llanto, ahora que los otros
ruidos habían cesado, sonaba como una sierra sinfín que me horadaba las sienes.
Abrí los ojos, me incorporé en la cama y miré el reloj: eran las tres. Saberlo,
me puso al borde de las lágrimas. Perdí toda esperanza, pensé en huir de ese
maldito departamento y hasta en apelar a la solución Alfonsina, aprovechando
que tenía al océano tan cerca. Finalmente conseguí serenarme, me incorporé, me
apoyé en el respaldo de la cama y con los ojos bien abiertos clavados en la
oscuridad, los brazos cruzados sobre el pecho, decidí esperar que amaneciera,
entregado a los pensamientos más amargos.
El
tiempo pasaba indiferente y la criatura seguía berreando. A veces, oía también
a la madre, que hacía intentos desesperados por calmarla, por lo que me puse a
inventar oraciones encaminadas a desearle éxito en su cometido. Pero era en
vano, por lo que, perdida ya toda esperanza, imaginando que el día, la playa,
el mar y otra nueva jornada de cornalitos y voley me sorprenderían sin haber
pegado un ojo, me tendí de espaldas y me entregué al destino cruel, a lo que el
Señor quisiera para mí en aquella circunstancia dolorosa de mi vida.
Por
más que estaba entregado, un resto de mí, ese que funciona hasta en los
condenados a muerte, permanecía esperanzado y atento a lo que pasaba allí
afuera. Y ese fue el que detectó un cambio alentador en los ruidos que me
venían por el agujero del ventanuco. Presté entonces más atención y era verdad:
el chico seguía llorando, sí, pero ya no con tanto ímpetu. Y en cambio, la que
crecía, suave y firme, era la voz de su madre. Le hablaba con ternura, como
saben hacerlo las mamás, pero además le decía algo que me sonaba muy familiar,
como si yo mismo lo hubiera escuchado de labios de mi vieja muchos años antes. Y era así nomás. Por el
hueco de aire y luz llegaba con nitidez a mis oídos, cada vez más atentos, un
cuento. ¿Pero cuál? Y en la noche, ahora silenciosa, salvo la voz de la mujer,
descifré una a una las palabras que le dirigía a su crío, callado y pendiente de
ellas como lo estaba yo mismo. Le hablaba de una nenita muy buena y muy linda,
pero un poco desobediente. Que tenía una abuelita que vivía del otro lado del
bosque. Y que en una canastita que le había preparado la mamá llevaba un montón
de comiditas ricas para la abuela, que estaba enferma y que no podía ir al
mercado. Y que cuando cruzaba el bosque se había tropezado con el lobo malo...
Ignoro
si al llegar a ese punto del relato la criatura se durmió. Sólo sé que eso fue
lo que me debe haber ocurrido a mí, ya que me quedé sin saber, como cuando era
mi madre la que me contaba ese mismo cuento, qué había pasado con el maldito
lobo y mucho menos con la abuelita con ciática.
Cuando
desperté, con el sol bien alto, vi a Mónica al pie de la cama, tomando un café y
fumando su primer cigarrillo de la mañana. Mientras me desperezaba, bostezando
y emitiendo algunos sonidos guturales, escuché que decía: “Dormías como un
bebé”. Interrumpí las gesticulaciones y me quedé mirándola asombrado: “¿Y cómo
lo supiste?” “¿Cómo supe qué?”, me respondió. Entonces le conté, con detalles
precisos, todo lo que me había ocurrido esa noche: los que ponían música, los
truqueros, la pareja que se peleaba y, por fin, el bebé llorón y la madre que
contándole un cuento consiguió hacerlo dormir, a él y a mí.
Mónica
sonrió incrédula, dijo algo como “¿así que te dormiste escuchando Caperucita
Roja, grandulón?” y pasó sin más a preguntarme si el pan lo prefería más o
menos tostado. “¿Pero oíste lo que te conté? –le pregunté, como para darle una nueva
chance-. Que la mujer de abajo, o de arriba, no sé, le contaba a su bebé el
cuento de Caperucita y que yo, a los 31 años, me dormí, ¿entendés?, escuchando
el mismo cuento que me contaba mi vieja cuando yo era un chiquito de dos o tres
años. Y que me dormí, como entonces, sin llegar a escuchar el final”. “Bueno
–dijo ella con naturalidad mientras me servía el café- cuando Caperucita llega
a la choza de su abuela con la canasta llena de cositas ricas, se cree que es
la abuela la que está en la cama y entonces le dice: abuelita, qué orejas más
grandes tenés...”
Mónica,
vestida, en malla o, mejor, sin ella, era una chica maravillosa. Pero ese fue
el único verano que pasé con ella. La dejé, puede decirse, por Caperucita. Y
esta historia, que atesoro en el fondo de mi trajinado corazón no volví, por
las dudas, a contársela a nadie. Hasta ahora.
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