El jarrón azul
Recuerdo que aquel día la Bolsa me había maltratado.
Por lo que decidí marcharme antes de que la rueda finalizara y echar a andar
por Corrientes, hasta que las piernas me dijeran basta. Pero mucho antes de
eso, cuando apenas había caminado unas pocas cuadras, me detuve ante un bar. Y
la razón para hacerlo no fue otra que la visión de una mujer que estaba allí,
sentada, tomando una gaseosa. Y no porque fuera hermosa, que lo era, ni joven,
ya que no tendría más de 30 años, sino porque estaba seguro de haberla conocido
hacía ya muchos años. Por lo que entré al bar, me paré frente a ella, le pedí
disculpas por mi atrevimiento y le pregunté: ¿Usted no es Clarita Bermúdez?
¿Usted no trabajó en mi casa de la calle Charcas hará unos 15 años?
No sólo me respondió a todo
que si, sino que se levantó, me dio un beso y me invitó a compartir su gaseosa.
Me senté entonces a su mesa, pedí un café y nos pusimos a recordar aquellos
viejos tiempos. Mi mujer de entonces, Sandra, trabajaba en el estudio de su padre,
por lo que le urgía encontrar a alguien que la ayudara en la casa. Y apareció
usted, le dije, o vos (¿me permitís que te tutee, como antes?), y le diste una
gran mano. Estaba contentísima con vos. Hasta que, como recordarás, nos
peleamos, nos divorciamos y levantamos el departamento de Charcas. Si, fue una
lástima. ¿Y vos qué hiciste? Se te ve muy bien, no has cambiado casi nada en
todo este tiempo.
Entonces llegó el turno de la
historia de ella. Que cuando debió dejar nuestra casa, en la que estaba tan a
gusto, pasó a otra, con otro matrimonio y a otra más, con una pareja de
ancianos. Hasta que conoció a un tipo que no sólo la enamoró sino que le dio
vuelta la cabeza. Se casó con él (Rubén se llamaba), y al principio todo fue de
maravillas. Vivían modestamente pero sin apremios económicos, les nació una
nena (Amelia, que hoy ya va a la secundaria) y todo parecía ir sobre rieles
hasta que a él le agarró, como si fuera una enfermedad, la pasión por el juego.
Y fue en vano que ella le advirtiera que iba a terminar mal, que así no podían
seguir, que ya les faltaba de todo y estaban de deudas hasta la coronilla.
Rubén no podía con su vicio y hasta llegó a sugerirle (y acá a Clarita hasta le
asomaron las lágrimas), que trabajara ya se sabe como qué.
Nuestras manos ya se habían
encontrado varias veces sobre la mesa, pero en ese momento y casi sin quererlo,
ya le estaba tomando una. Fue cuando le pregunté, un poco para sacarla de
aquellos malos recuerdos, qué estaba haciendo ahora. Y ella me respondió, sin
ánimo de retirar su mano (antes bien, creo que facilitó la cosa), que estaba
bien, que trabajaba en una cadena de farmacias como jefa de vendedoras.
Seguimos charlando, ya su
otra mano también estaba entre las mías y, para no entrar en más detalles, diré
que una hora después estábamos parando un taxi en la avenida Corrientes y
dándole como dirección el hotel por horas que, en aquel entonces, había en la
calle Tres Sargentos. Un par de horas después la estaba dejando en su casa, un
viejo edificio de departamentos en la calle Piedras, barrio de Monserrat. Nos
despedimos con un beso, intercambiamos teléfonos, prometimos llamarnos y yo, en
el mismo taxi, volví a mi casa, en Belgrano.
En el auto, mientras me
dirigía a mi departamento, ya estaba arrepentido de lo que había hecho. Seducir
a esa muchacha, mucho más joven que yo, me pareció una canallada. Había abusado
de su ingenuidad, de su dolor, del momento por el que estaba atravesando, sin
marido, con pocos recursos, una hija adolescente y va a saber qué más. Dormí mal
esa noche y no por culpa de la
Bolsa ni por el curso caprichoso de las cotizaciones, sino a
causa de los remordimientos. Y a la mañana siguiente esa misma y desagradable
sensación de culpa, tampoco me dejó disfrutar de mi rico desayuno americano,
preparado, como siempre, por mi fiel asistente, por suerte vieja y fea.
Entonces me decidí y la llamé
por teléfono. Mi propósito no era otro que pedirle perdón y ponerme a sus
órdenes para lo que necesitara. Pero ocurrió algo que me sorprendió; me atendió
una voz masculina. Entonces corté, pensando que me había equivocado. Pero volví
a marcar y otra vez fue un hombre el que respondió, por lo que volví a colgar,
pensando que acaso yo no habría anotado el número correcto. Pero mis dudas se
disiparon casi de inmediato, porque fue entonces mi teléfono el que sonó, yo lo
atendí de inmediato y fue la juvenil voz de ella, la de Clarita, la que oí. Lo
llamé, me dijo, porque supuse que sería usted el que llamaba. Seguramente lo
sorprendió que lo atendiera una voz masculina. Pero no, yo vivo sola, es decir,
sola con mi hija, que ahora está en el colegio y ya me dijo que se va a quedar a dormir en casa de una amiga. Y el
que atendió era mi hermano, que ya se fue también. Yo no le conté que tengo un
hermano…. Y aquí siguió con una serie de detalles que yo corté diciéndole
simplemente: Clarita, voy para allá. Esperame.
Salí tan pronto como pude,
con dos botellas de champán francés de mi reserva, pasé por la Ritz , compré todo lo que se
me ocurrió podía servir para el lunch frío que imaginaba, paré un taxi y me
dirigí a la calle Piedras. Ella me estaba esperando. Le entregué las botellas
para que las pusiera en la heladera y el paquete con las exquisiteces para la
mesa, que ella, luego de cubrirla con un fino mantel de hilo, se encargó de
distribuir, con gracia y esmero. Y ya íbamos a sentarnos a comer y a beber cuando
ella, tras echar una mirada al Rolex de oro que siempre llevo en la muñeca y
deducir, con un gesto de picardía, que aún era muy temprano para almorzar, me
condujo, con extrema dulzura, a su dormitorio.
Acababa yo de echarme en la
cama y ella se encontraba en el baño, cuando sentí que se abría la puerta de
calle y que alguien entraba al departamento. Y no solo eso: advertí que sus
pasos se dirigían al dormitorio en el que yo estaba en situación tan
comprometida. Pero por fortuna, segundos después, el dueño de esos pasos en
lugar de abrir se decidió a golpear la puerta discretamente con sus nudillos. Igualmente
me alarmé y llamé a Clarita, para avisarle lo que ocurría. Ella reapareció,
apenas tapada con una toallón de baño, me hizo un gesto como para que me
calmara y, sin abrir, le dijo al que estaba del otro lado y al que sin duda
conocía y esperaba: La plata está, como siempre, debajo del jarrón azul.
Agarrala. Chau. Y enseguida, antes de acostarse a mi lado, me tranquilizó
diciendo: Es otra vez mi hermano. No vive aquí, pero es muy bueno y siempre me
paga las expensas del departamento.
No le respondí. Y no sólo
eso: también me levanté de la cama y me alejé unos pasos. Ella me miró hacer, algo
desconcertada. Yo entonces fui recogiendo mis cosas, volví a vestirme y ya
cerca de la puerta del dormitorio y con la mano en el picaporte, le pregunté:
Decime, vos no tenés ningún hermano ¿no es cierto? Ella me respondió con un pesado
silencio. Y tampoco, agregué, sos vendedora, ni jefa, ni nada, en ninguna
cadena de farmacias, ¿no es así? Pero por lo menos, sacame de una duda, ¿sos de
verdad Clarita, o no? Tampoco me respondió a esto; sólo se encogió de hombros y
luego se dio vuelta para buscar un paquete de cigarrillos en la mesa de luz. Yo
terminé de abrocharme la camisa y anudar la corbata, me puse el saco, abrí la
puerta, comprobé que no había nadie por allí y encaré decidido hacia la salida.
Cuando ya tenía la mano sobre el picaporte, a punto de ingresar al pasillo y
dirigirme hacia el ascensor, advertí que allí nomás, sobre una mesita cubierta
por una carpetita de colores, estaba el jarrón.
Entonces me detuve sólo por un instante, el necesario para echar mano a la
billetera, sacar unos pesos y, antes de abandonar el departamento, dejarlos debajo del jarrón azul.
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