domingo, 23 de diciembre de 2012

el jarrón azul


El jarrón azul

Recuerdo que aquel día la Bolsa me había maltratado. Por lo que decidí marcharme antes de que la rueda finalizara y echar a andar por Corrientes, hasta que las piernas me dijeran basta. Pero mucho antes de eso, cuando apenas había caminado unas pocas cuadras, me detuve ante un bar. Y la razón para hacerlo no fue otra que la visión de una mujer que estaba allí, sentada, tomando una gaseosa. Y no porque fuera hermosa, que lo era, ni joven, ya que no tendría más de 30 años, sino porque estaba seguro de haberla conocido hacía ya muchos años. Por lo que entré al bar, me paré frente a ella, le pedí disculpas por mi atrevimiento y le pregunté: ¿Usted no es Clarita Bermúdez? ¿Usted no trabajó en mi casa de la calle Charcas hará unos 15 años?
No sólo me respondió a todo que si, sino que se levantó, me dio un beso y me invitó a compartir su gaseosa. Me senté entonces a su mesa, pedí un café y nos pusimos a recordar aquellos viejos tiempos. Mi mujer de entonces, Sandra, trabajaba en el estudio de su padre, por lo que le urgía encontrar a alguien que la ayudara en la casa. Y apareció usted, le dije, o vos (¿me permitís que te tutee, como antes?), y le diste una gran mano. Estaba contentísima con vos. Hasta que, como recordarás, nos peleamos, nos divorciamos y levantamos el departamento de Charcas. Si, fue una lástima. ¿Y vos qué hiciste? Se te ve muy bien, no has cambiado casi nada en todo este tiempo.
Entonces llegó el turno de la historia de ella. Que cuando debió dejar nuestra casa, en la que estaba tan a gusto, pasó a otra, con otro matrimonio y a otra más, con una pareja de ancianos. Hasta que conoció a un tipo que no sólo la enamoró sino que le dio vuelta la cabeza. Se casó con él (Rubén se llamaba), y al principio todo fue de maravillas. Vivían modestamente pero sin apremios económicos, les nació una nena (Amelia, que hoy ya va a la secundaria) y todo parecía ir sobre rieles hasta que a él le agarró, como si fuera una enfermedad, la pasión por el juego. Y fue en vano que ella le advirtiera que iba a terminar mal, que así no podían seguir, que ya les faltaba de todo y estaban de deudas hasta la coronilla. Rubén no podía con su vicio y hasta llegó a sugerirle (y acá a Clarita hasta le asomaron las lágrimas), que trabajara ya se sabe como qué.
Nuestras manos ya se habían encontrado varias veces sobre la mesa, pero en ese momento y casi sin quererlo, ya le estaba tomando una. Fue cuando le pregunté, un poco para sacarla de aquellos malos recuerdos, qué estaba haciendo ahora. Y ella me respondió, sin ánimo de retirar su mano (antes bien, creo que facilitó la cosa), que estaba bien, que trabajaba en una cadena de farmacias como jefa de vendedoras.
Seguimos charlando, ya su otra mano también estaba entre las mías y, para no entrar en más detalles, diré que una hora después estábamos parando un taxi en la avenida Corrientes y dándole como dirección el hotel por horas que, en aquel entonces, había en la calle Tres Sargentos. Un par de horas después la estaba dejando en su casa, un viejo edificio de departamentos en la calle Piedras, barrio de Monserrat. Nos despedimos con un beso, intercambiamos teléfonos, prometimos llamarnos y yo, en el mismo taxi, volví a mi casa, en Belgrano.
En el auto, mientras me dirigía a mi departamento, ya estaba arrepentido de lo que había hecho. Seducir a esa muchacha, mucho más joven que yo, me pareció una canallada. Había abusado de su ingenuidad, de su dolor, del momento por el que estaba atravesando, sin marido, con pocos recursos, una hija adolescente y va a saber qué más. Dormí mal esa noche y no por culpa de la Bolsa ni por el curso caprichoso de las cotizaciones, sino a causa de los remordimientos. Y a la mañana siguiente esa misma y desagradable sensación de culpa, tampoco me dejó disfrutar de mi rico desayuno americano, preparado, como siempre, por mi fiel asistente, por suerte vieja y fea.
Entonces me decidí y la llamé por teléfono. Mi propósito no era otro que pedirle perdón y ponerme a sus órdenes para lo que necesitara. Pero ocurrió algo que me sorprendió; me atendió una voz masculina. Entonces corté, pensando que me había equivocado. Pero volví a marcar y otra vez fue un hombre el que respondió, por lo que volví a colgar, pensando que acaso yo no habría anotado el número correcto. Pero mis dudas se disiparon casi de inmediato, porque fue entonces mi teléfono el que sonó, yo lo atendí de inmediato y fue la juvenil voz de ella, la de Clarita, la que oí. Lo llamé, me dijo, porque supuse que sería usted el que llamaba. Seguramente lo sorprendió que lo atendiera una voz masculina. Pero no, yo vivo sola, es decir, sola con mi hija, que ahora está en el colegio y ya me dijo que se va a  quedar a dormir en casa de una amiga. Y el que atendió era mi hermano, que ya se fue también. Yo no le conté que tengo un hermano…. Y aquí siguió con una serie de detalles que yo corté diciéndole simplemente: Clarita, voy para allá. Esperame.
Salí tan pronto como pude, con dos botellas de champán francés de mi reserva, pasé por la Ritz, compré todo lo que se me ocurrió podía servir para el lunch frío que imaginaba, paré un taxi y me dirigí a la calle Piedras. Ella me estaba esperando. Le entregué las botellas para que las pusiera en la heladera y el paquete con las exquisiteces para la mesa, que ella, luego de cubrirla con un fino mantel de hilo, se encargó de distribuir, con gracia y esmero. Y ya íbamos a sentarnos a comer y a beber cuando ella, tras echar una mirada al Rolex de oro que siempre llevo en la muñeca y deducir, con un gesto de picardía, que aún era muy temprano para almorzar, me condujo, con extrema dulzura, a su dormitorio.
Acababa yo de echarme en la cama y ella se encontraba en el baño, cuando sentí que se abría la puerta de calle y que alguien entraba al departamento. Y no solo eso: advertí que sus pasos se dirigían al dormitorio en el que yo estaba en situación tan comprometida. Pero por fortuna, segundos después, el dueño de esos pasos en lugar de abrir se decidió a golpear la puerta discretamente con sus nudillos. Igualmente me alarmé y llamé a Clarita, para avisarle lo que ocurría. Ella reapareció, apenas tapada con una toallón de baño, me hizo un gesto como para que me calmara y, sin abrir, le dijo al que estaba del otro lado y al que sin duda conocía y esperaba: La plata está, como siempre, debajo del jarrón azul. Agarrala. Chau. Y enseguida, antes de acostarse a mi lado, me tranquilizó diciendo: Es otra vez mi hermano. No vive aquí, pero es muy bueno y siempre me paga las expensas del departamento.
No le respondí. Y no sólo eso: también me levanté de la cama y me alejé unos pasos. Ella me miró hacer, algo desconcertada. Yo entonces fui recogiendo mis cosas, volví a vestirme y ya cerca de la puerta del dormitorio y con la mano en el picaporte, le pregunté: Decime, vos no tenés ningún hermano ¿no es cierto? Ella me respondió con un pesado silencio. Y tampoco, agregué, sos vendedora, ni jefa, ni nada, en ninguna cadena de farmacias, ¿no es así? Pero por lo menos, sacame de una duda, ¿sos de verdad Clarita, o no? Tampoco me respondió a esto; sólo se encogió de hombros y luego se dio vuelta para buscar un paquete de cigarrillos en la mesa de luz. Yo terminé de abrocharme la camisa y anudar la corbata, me puse el saco, abrí la puerta, comprobé que no había nadie por allí y encaré decidido hacia la salida. Cuando ya tenía la mano sobre el picaporte, a punto de ingresar al pasillo y dirigirme hacia el ascensor, advertí que allí nomás, sobre una mesita cubierta por una carpetita de colores, estaba el  jarrón. Entonces me detuve sólo por un instante, el necesario para echar mano a la billetera, sacar unos pesos y, antes de abandonar el departamento, dejarlos  debajo del jarrón azul.
   


       

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