Subí al ómnibus y me senté al lado de una vieja que miraba
por la ventanilla. Me puse los anteojos y saqué el policial que estaba leyendo.
Mi plan era simple: en lugar de caminar por el barrio, como lo hacía siempre,
las treinta cuadras diarias que me prescribió el médico, aprovechar esa linda
tarde de otoño para pasear por los jardines de Palermo. Pero apenas me había
metido en la lectura y cuando aún no había podido deducir quién era el asesino,
comencé a sentir la molesta impresión de que me observaban. Giré la cabeza
hacia mi vecina de asiento y, en efecto, comprobé que la vieja no me sacaba los
ojos de encima. Y que, tras haber conseguido su propósito de llamar mi
atención, me decía: “Ale, vos sos Ale, ¿no?”
La examiné con detenimiento. Era una vieja fea y ridícula,
con los pelos pintados de rojo caoba, que ya comenzaban a ser arrasados por las
canas que avanzaban desde el centro de la mollera. Ojos encapotados, bolsas
grandes debajo de ellos, mofletuda, pálida; las manos, que acababa de levantar
para señalarse a sí misma, eran sarmentosas y la ropa que la cubría, gastada y
ordinaria. “Soy Sole –dijo entonces-. ¿No te acordás de mí?”
La examiné mejor, lo que me permitió descubrir que detrás
de las lágrimas permanentes que empañaban sus ojos, brillaban unas pupilas de
un verde raro que me traían recuerdos lejanos. Ella pareció adivinar que yo
comenzaba a reconocerla y siguió dándome detalles de nuestra relación. Mencionó
el asalto en la portería de un colegio de la calle Culpina donde nos conocimos,
en aquel carnaval del ’51. Me mantuve callado pero sí, lo recordé de inmediato.
Me había invitado el finado Chilito y entre los dos, juntando hasta las últimas
chirolas, compramos una botella de Sello Verde. Porque la tradición marcaba que
las chicas aportaban la comida, pero que los varones no podían entrar sin
llevar algo para beber. Me dijo luego, lo que también era cierto, que yo estaba
haciendo la conscripción, que aquella madrugada la acompañé hasta su casa en
Valentín Alsina y que allí, en el zaguán, nos dimos el primer beso.
Al conjuro de la evocación me llegó, intenso, el calor de
ese beso y luego de otros besos y de otras salidas. Ella me recordó la primera
vez que la saqué a pasear en el auto de mi padre. Y yo, siempre en silencio,
sentí resucitar aquellos revolcones que nos dábamos en el asiento trasero del
Packard, estacionados en Villa Cariño. Me recitó también unos versos,
horribles, con los que le había acompañado un ramo de flores, el día de su
cumpleaños. “Por ser tú Soledad Rosa –decían- oh qué ironía, es negra como la
noche, la soledad mía”.
Yo me mantuve mudo aunque aquello era totalmente cierto,
como lo era que había entrado a su casa, que me había presentado como su novio
y que el viejo, un guarda anarquista de la línea 22, miraba con profundo recelo
a aquel estudiante universitario, hijo de un doctor, que estaba afilando con su
hija. También, mientras ella no cesaba de hablar, recordé una escapada que
hicimos en tren a Chascomús, donde nos quedamos a dormir en una pensión de cuarta.
Y la volví a ver en casa, como si fuera hoy, tomando el té con mamá. Y cómo
después, la fruncida de mi hermana mayor, me dijo: “No irás a traer a esa
Catita a la familia, ¿no?”
Todo coincidía, lo que ella me decía con lo que sus
palabras evocaban en mi interior. Pero la miraba y la remiraba y nada, salvo
aquellos ojos de un verde tan extraño detrás de esas lágrimas espesas, me
permitían vincular a esta vieja lamentable con aquella muchacha esplendorosa,
de cabello negro intenso, de unos pechos inolvidables, caliente y seductora.
Entonces ella volvió a repetir, esperanzada. “¿Sos vos, Ale, no?” Mantuve la
mirada sobre ella un instante más y allí fue que recordé que mi hija me había
dicho que con esta barba blanca y con anteojos, parecía un ruso del Once. Por
eso, me salió decirle: “No, perdón, pero me llamo Simón. Simón Cohen”.
Ella
por un momento, se turbó. Luego balbuceó unas disculpas y, avergonzada, volvió
a dirigir la vista hacia la calle, mientras yo retomaba la lectura de mi libro
de misterio. Al rato, llegando a la avenida Santa Fé, me pidió permiso para
bajar. Me aparté haciéndole lugar para que pasara, me dirigió un tímido saludo
y tocó el timbre para que el bus se detuviera en la parada. Volví a acomodarme
para la lectura cuando, al comprobar que ya estaba muy cerca del Rosedal, se me
ocurrió que también yo podía bajarme allí mismo e iniciar mi caminata. Por lo
que me precipité hacia la puerta y descendí casi detrás de ella.
Caminé
un par de cuadras sin sacarle los ojos
de encima. Estaba, más que gorda, fláccida, sin formas; el vestido, viejo y
arrugado, le chingaba; llevaba zapatos de taco bajo muy gastados y caminaba
insegura, con pasos de muñeca. Recuerdos y sentimientos encontrados se me
revolvían adentro, cuando ella, presintiendo que yo la seguía, se detuvo y giró
la cabeza. No sé exactamente qué pasó en ese instante, si cambió el viento, si
algo ocurrió con los últimos rayos de sol que se filtraban a través de las
ramas de los plátanos. Lo único que puedo afirmar es que, cuando volvió el rostro
hacia mí, se le dibujó una sonrisa pícara, extrañamente juvenil y ahora sí,
reconocible, en la que volvieron a brillar esos ojos de un verde tan
particular. Ella adivinó lo que me estaba ocurriendo y tal vez fue consciente
de su propia y milagrosa transformación. Porque haciendo un mohín seductor,
idéntico a los que hacía aquella chica de veinte, me insistió: “Vos sos Ale,
¿no?”
Me
detuve entonces yo también, profundamente perturbado. Creo haber parpadeado un
par de veces, como quien trata de establecer si lo que está viendo es verdad o
fantasía. En ese instante me sorprendieron unas ganas tremendas de acercarme a
ella, de abrazarla, de besarla y hasta de decirle: “Si, soy yo, Alejandro”.
Pero no sé, creo que la luz volvió a cambiar y el hechizo, si es que lo hubo,
dejó su lugar a la realidad. Lo cierto fue que reaccioné. Tomé la actitud de
quien va a cruzar la calle y con el gesto más sincero de que fui capaz, atiné a
responderle: “No, lo siento, pero ya le dije. Mi nombre es Simón, Simón Cohen”.
Y me alejé definitivamente de esa vieja ridícula que, quién sabe porqué, tenía
aquellos increíbles ojos verdes de mi
inolvidable Sole.
No hay comentarios:
Publicar un comentario